domingo, 24 de julio de 2016

3.4.9.5 La crucifixión de Jesús y su muerte en sacrificio: Iglesia Nueva Apostólica Internacional

3.4.9.5 La crucifixión de Jesús y su muerte en sacrificio: Iglesia Nueva Apostólica Internacional









3.4.9.5 La crucifixión de Jesús y su muerte en sacrificio


En el camino a Gólgota, siguió a Jesús una gran multitud del
pueblo. A las mujeres que lloraban por Él, les dijo: “Hijas de
Jerusalén, no lloréis por mí, sino llorad por vosotras mismas y por
vuestros hijos" (Lc. 23:28). Se refirió con ello a la destrucción de
Jerusalén que vendría.


Con el Señor fueron ejecutados dos malhechores. La cruz de Jesús
estaba en el medio. Aquí se cumplió Isaías 53:12: el Señor fue contado
con los pecadores. Los difíciles padecimientos de Jesús desembocaron
finalmente en una terrible lucha de muerte.


Las palabras de Jesús que pronunció en la cruz, dan testimonio de su
grandeza divina. Incluso en el padecimiento y la muerte todavía se
dirige a otros con palabras de misericordia, perdón, intercesión y
desvelo, manifestando el amor y la gracia de Dios.


La tradición religiosa ha dado a las últimas palabras de Jesús, que
han sido transmitidas en los Evangelios de diferentes formas, un cierto
orden que también aquí seguiremos:

“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen" (Lc. 23:34)
El Hijo de Dios, también misericordioso en la cruz,
intercedió ante su Padre por todos los que lo habían llevado a la cruz y
que no eran conscientes de la trascendencia de su acción. Aquí Jesús
cumplió en forma perfecta el mandamiento de amar al enemigo (Mt. 5:44-45
y 48).
“De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lc. 23:43)
El Señor se dirigió al malhechor crucificado junto a Él,
que le pidió por gracia y de cara a la muerte reconoció al Salvador. El
paraíso que el Señor le abrió al pecador arrepentido, es, según la idea
de ese tiempo, el lugar donde se encuentran los devotos y justos.
“Mujer, he ahí tu hijo."“He ahí tu madre" (Jn. 19:26-27)
Jesús, de cara a la muerte, se ocupó de María, su madre,
y la confió a su discípulo Juan. Aquí se ve el desvelo y el amor de
Cristo, quien a pesar de su propia necesidad se dirigió al prójimo.
En la tradición religiosa, María es interpretada como el
símbolo de la Iglesia, que ahora es colocada bajo la custodia del
ministerio de Apóstol, representado por el Apóstol Juan.
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?" (Mr. 15:34)
Con estas palabras de Salmos 22, los judíos devotos se
dirigen a Dios cuando están próximos a morir. Se lamentan por un lado,
por sentir su distancia, pero por el otro, dan testimonio de su fe en el
poder y la gracia de Dios. Jesús se dirigió a su Padre con estas mismas
palabras.
Pero Salmos 22 también se refiere al padecimiento y la
confianza en Dios del justo. Además, este Salmo en muchos pasajes alude a
la muerte de Cristo en sacrificio, siendo un testimonio del Antiguo
Testamento sobre el Mesías Jesús.
“Tengo sed" (Jn. 19:28)
Con ellas se cumplió Salmos 69:21: “Me pusieron además
hiel por comida, y en mi sed me dieron a beber vinagre". En un sentido
figurado, esto significa que Jesús tuvo que beber de la copa del
padecimiento hasta acabarse, cumpliendo así la voluntad del Padre con
toda perfección.
“Consumado es" (Jn. 19:30)
Era alrededor de la novena hora, es decir, temprano por
la tarde, cuando fueron pronunciadas estas palabras. Había llegado a su
culminación una importante etapa en la historia de la salvación: Jesús
había ofrecido el sacrificio para redención de los hombres. Su muerte en
sacrificio puso fin al antiguo pacto, concertado únicamente con el
pueblo de Israel. Entra ahora en vigencia el nuevo pacto (He. 9:16), al
cual también tienen acceso los gentiles.
“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc. 23:46)
De esta cita de Salmos 31:5 queda en claro que Jesucristo confió plenamente en su Padre también en ese instante.
Hechos
dramáticos acompañaron la muerte del Señor: la tierra tembló, las rocas
se partieron; el velo del templo, que separaba el santísimo del
santuario, se rasgó por la mitad. Esto señala, por un lado, que con la
muerte de Cristo el servicio de la ofrenda del Antiguo Testamento había
hallado su fin y ya no tenía significado; el antiguo pacto estaba
cumplido. Por otro lado, indica que por la muerte de Jesús en
sacrificio, por “rasgarse el velo", o sea por el sacrificio “de su
carne" (He. 10:20), está abierto el camino al Padre.


Bajo la impresión de lo sucedido, el centurión romano y los soldados
que cuidaban a Jesús, exclamaron: “Verdaderamente este era Hijo de Dios"
(Mt. 27:54). Por lo tanto fueron gentiles los que atestiguaron de Jesús
en su muerte como el Hijo de Dios.


José de Arimatea, que formaba parte del concilio, pidió a Pilato el
cuerpo de Jesús para sepultarlo. Junto con Nicodemo, que una vez había
sido instruido por el Señor sobre el renacimiento de agua y Espíritu
(Jn. 3:5), puso a Jesús en un sepulcro en la roca que nunca había sido
usado. Delante del sepulcro se hizo rodar una piedra. Los principales
sacerdotes lo hicieron custodiar por guardias (Mt. 27:57-66).


El padecimiento de Jesús, así como su muerte, aconteció conforme a la
Escritura en representación de los hombres y por eso tiene efectos de
salvación: “Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo
padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas;
el cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca; quien cuando le
maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba,
sino encomendaba la causa al que juzga justamente; quien llevó él mismo
nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros,
estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia; y por cuya herida
fuisteis sanados" (1 P. 2:21-24).


Padeciendo y muriendo, Cristo, el Mediador, reconcilia a los hombres
con Dios y procura redención del pecado y la muerte. Así se cumplió la
palabra de Juan el Bautista: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el
pecado del mundo" (Jn. 1:29). Por su muerte en sacrificio, el Señor
quebró el imperio de Satanás y venció a la muerte (He. 2:14). Como
Jesucristo había vencido todas las tentaciones de Satanás, pudo, por no
haber cometido ni un solo pecado, tomar sobre sí los pecados de toda la
humanidad (Is. 53:6) y por su sangre obtener un mérito por el cual pudo
ser redimida toda deuda del pecado: su vida, entregada por los
pecadores, es el precio del rescate. Su muerte en sacrificio hace
accesible al hombre el camino a Dios.







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