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Roberto Feldman: “Donar nuestros órganos es una obligación de la Torá”
junio 11, 2016 8:29 pm
Categoría: Comunidad, Judaismo
Por Gaby Arditi
Roberto
Feldman, rabino interdenominacional, cuenta que “ante el morir, propio o
de nuestros seres queridos, surge lo más intensamente humano. A veces,
emerge una conciencia poderosa que recuerda que es el alma la
protagonista de nuestra vida. Y pone al bienestar corporal y material en
función de ese protagonismo de la bondad, el amor, la ´neshamá´. A
veces, la agonía o la muerte nos hacen mejores seres humanos, sacan
chispas de luz desde el sufrimiento físico y emocional, y nos permite
discernir lo esencial. Otras veces, la inmensidad del misterio de la
muerte genera en nosotros ansiedad y angustia tales, que surgen
conductas compulsivas. De pronto, aquel que decía no importarle ´la
religión´ se vuelve particularmente puntilloso con cada detalle ritual, y
hasta le otorga a ´minhaguim´, a costumbres, la importancia de mitzvot,
preceptos. La psique humana se aferra al ritual como a una tabla de
náufrago, ante el misterio que quiso evitar mirar antes. Y por eso el
ritual es maravilloso. Algo de luz cuerda y algo de locura, siempre
asoman en esos momentos.
Y
es por eso que la donación de órganos se vuelve un dilema. Ella irrumpe
en escena en el momento más sensible de tres protagonistas: ante la
inminencia de la muerte de quien necesita un órgano; ante el riesgo
cierto de donarlo del generoso, el donante; y ante la sensibilidad de
los deudos del primero, quienes, en general, sólo piensan en que su ser
querido difunto reciba el mayor respeto, ´kibúd hamét´, y nada complique
el viaje, de por sí tremendo, hacía el sepulcro.
Si
no fuera por la carga altísima de emociones humanas ante la muerte, en
todos sus planos; si no fuera por las conductas irracionales que nos
asaltan ante su inminencia o llegada, donar órganos sería tan
evidentemente normal como salvar una vida. Sabemos que salvar una vida
es lo más importante, y sabemos que ello precede a cualquier otra
consideración. No dudamos en una incubadora para un bebé. No dudamos en
diálisis para un enfermo.
Pero
dudamos ante la donación de órganos de una persona clínicamente muerta.
El misterio nos estremece, y por ello entramos en debates acerca de
cuál es la muerte total y definitiva. Nos aferramos comprensiblemente a
cualquier brizna de hálito, real o imaginaria. Y lo hacemos por buenas
razones: a veces hay misterios que no comprendemos, y personas
literalmente vuelven de la muerte a la vida. Lo que menos quisiéramos es
torturarnos con la posibilidad de que el órgano donado impidiese una
milagrosa recuperación de nuestro ser amado, de quien todos los médicos
nos dicen que está muerto para todo fin médico.
Transponemos
así el debate de la donación de órganos al plano halájico, no sólo por
amor al judaísmo y por tener la guía sabia de la Torá. Lo hacemos porque
queremos certezas en un ámbito en el que en tantos sentidos no la hay,
incluso cuando el médico sentenció, y la ciencia terminó su febril
tarea.
Y
por eso, leer ensayos sobre la donación de órganos termina muy
comúnmente con ´en todo caso, se hace necesario consultar con el rabino
local´, lo cual por supuesto nos hace sonreír. Ni siquiera quien escribe
el artículo, citando minuciosamente cada fuente halájica, quiere
asumirse sentenciando algo que el misterio más grande relativiza.
Dejémosle la papa caliente a ´the local rabbi´, entonces.
En
el núcleo del debate halájico están tanto los tres aspectos de ´kibud
hamet´ (respeto al difunto y a los deudos) como si la persona que dona
está halájicamente viva o muerta. Si está muerta, no se quiere caer en
ninguna de las tres prohibiciones clásicas: ´nivúl hamét´, mancillar el
cuerpo muerto desfigurándolo; ´hana’á min hamét´, derivar beneficio
material de un cuerpo muerto; y ´halanát hamét´, demorar inconvenientemente el entierro.
Si
el donante está vivo, no debe incurrir en riesgo vital. Y la definición
halájica de ese riesgo vital es debatible. Pero lo trascendentemente
importante aquí es lo siguiente: no existe nada más importante en el
judaísmo que el valor de la vida humana. Ello incluye el cuidado de
nuestra propia salud. Este principio se llama ´pikúaj néfesh´ y está
expresado en la mitzvá ´no te desentiendas de la sangre de tu prójimo´
(Levítico 19:16). Maimónides enfatiza su orbe, diciendo: “quien puede
salvar una vida y no lo hace, viola la mitzvá ‘No te desentiendas de la
sangre de tu prójimo’”.
Así
pues, donar nuestros órganos es una obligación de la Torá, y hay cuatro
áreas de preocupación que superficialmente aparecen como oponiéndose a
ello, y que generaron la generalizada idea equivocada de que la donación
de órganos estaría prohibida en el judaísmo. No es así. Y el rabinato
de Israel -si se quiere un parámetro ortodoxo- la permite. Éstas son las
cuatro consideraciones.
1.-
La primera la hemos expuesto ya: kibud hamet. El Talmud deja claro en
Hulín 11b que un examen innecesario del cuerpo viola kibud hamet, pero
que si es por salvar una vida debemos examinar el cuerpo por todos los
medios disponibles.
2.-
La segunda preocupación es el entierro del cuerpo entero. La inquietud
es que órganos pudieran contaminar a cohanim. Pero Maimónides diferencia
entre partes del cuerpo que impurificarían a un cohen, y partes que no.
Y en su Mishné Torá (Yad Hjazaká) Hiljot Tum’at Hamét 2:3, plantea que
los órganos internos no transmiten ´tum’á´, impureza. Por lo tanto, no
podemos frívolamente remover órganos, pero cuando una parte del cuerpo
es removida por un cirujano y trasplantada a un cuerpo vivo, se vuelve
parte del cuerpo vivo, no del cuerpo originario, y no hay impureza o
contaminación. Los cohanim no tienen que temer al respecto.
3.-
´Hana’at hamét´, beneficiarse del cuerpo muerto. Ello, en el Talmud
Sanedrín 47b, se refiere a canibalismo, que no tiene que ver en absoluto
con donación de órganos. Este punto es sensible, porque sentimos de un
modo muy arraigado que sin un órgano nuestro ser querido es enterrado
´incompleto´. Podemos educarnos en ver que es lo contrario: nuestro ser
querido está más completo por haber salvado una vida.
4.-
En épocas pretéritas, entendiblemente, la muerte se definía cuando
cesaba la respiración y el latido del corazón. Hoy, cuando tenemos los
medios de hacer latir al corazón artificialmente, el momento de la
muerte es la muerte del cerebro. (Mishná Yomá 8:5, Mishné Torá Hiljot
Shabbat 2.19, Shulján Aruj, Oraj Hayim 329.4). También esto, como
planteé, es sensible. Nuestros afectos, emociones, se aferran
irracionalmente a la idea de que hay vida, aun cuando es sólo una
mecánica humana la que mantiene al cuerpo sin descomponerse. Podemos
educarnos, y que no ocurra en el momento tremendo de la muerte.
Así,
las consideraciones no son halájicas sino de naturaleza más afectiva.
Es crucial que esté conversado en familia que somos donantes, de modo
que los deudos no deban someterse a preocupaciones imprevistas por un
decisión maravillosa y esencialmente judía como es donar los órganos, en
el momento de mayor dolor y angustia. Un acuerdo educado acerca de
ello, alivia y hasta brinda consuelo a la hora de la muerte. Saber que
nuestro ser querido donó un órgano que salvó una vida, literalmente
transforma muerte en vida. Pero esto no debe ocurrir en forma violenta,
no consensuada previamente.
Al
donar mis órganos, pienso que puedo hacer una última mitzvá, y que ella
acaso sea de las mayores: salvar una vida. Quien salva una vida, salva a
la humanidad entera”.
Roberto
Feldman, rabino interdenominacional, cuenta que “ante el morir, propio o
de nuestros seres queridos, surge lo más intensamente humano. A veces,
emerge una conciencia poderosa que recuerda que es el alma la
protagonista de nuestra vida. Y pone al bienestar corporal y material en
función de ese protagonismo de la bondad, el amor, la ´neshamá´. A
veces, la agonía o la muerte nos hacen mejores seres humanos, sacan
chispas de luz desde el sufrimiento físico y emocional, y nos permite
discernir lo esencial. Otras veces, la inmensidad del misterio de la
muerte genera en nosotros ansiedad y angustia tales, que surgen
conductas compulsivas. De pronto, aquel que decía no importarle ´la
religión´ se vuelve particularmente puntilloso con cada detalle ritual, y
hasta le otorga a ´minhaguim´, a costumbres, la importancia de mitzvot,
preceptos. La psique humana se aferra al ritual como a una tabla de
náufrago, ante el misterio que quiso evitar mirar antes. Y por eso el
ritual es maravilloso. Algo de luz cuerda y algo de locura, siempre
asoman en esos momentos.
Y
es por eso que la donación de órganos se vuelve un dilema. Ella irrumpe
en escena en el momento más sensible de tres protagonistas: ante la
inminencia de la muerte de quien necesita un órgano; ante el riesgo
cierto de donarlo del generoso, el donante; y ante la sensibilidad de
los deudos del primero, quienes, en general, sólo piensan en que su ser
querido difunto reciba el mayor respeto, ´kibúd hamét´, y nada complique
el viaje, de por sí tremendo, hacía el sepulcro.
Si
no fuera por la carga altísima de emociones humanas ante la muerte, en
todos sus planos; si no fuera por las conductas irracionales que nos
asaltan ante su inminencia o llegada, donar órganos sería tan
evidentemente normal como salvar una vida. Sabemos que salvar una vida
es lo más importante, y sabemos que ello precede a cualquier otra
consideración. No dudamos en una incubadora para un bebé. No dudamos en
diálisis para un enfermo.
Pero
dudamos ante la donación de órganos de una persona clínicamente muerta.
El misterio nos estremece, y por ello entramos en debates acerca de
cuál es la muerte total y definitiva. Nos aferramos comprensiblemente a
cualquier brizna de hálito, real o imaginaria. Y lo hacemos por buenas
razones: a veces hay misterios que no comprendemos, y personas
literalmente vuelven de la muerte a la vida. Lo que menos quisiéramos es
torturarnos con la posibilidad de que el órgano donado impidiese una
milagrosa recuperación de nuestro ser amado, de quien todos los médicos
nos dicen que está muerto para todo fin médico.
Transponemos
así el debate de la donación de órganos al plano halájico, no sólo por
amor al judaísmo y por tener la guía sabia de la Torá. Lo hacemos porque
queremos certezas en un ámbito en el que en tantos sentidos no la hay,
incluso cuando el médico sentenció, y la ciencia terminó su febril
tarea.
Y
por eso, leer ensayos sobre la donación de órganos termina muy
comúnmente con ´en todo caso, se hace necesario consultar con el rabino
local´, lo cual por supuesto nos hace sonreír. Ni siquiera quien escribe
el artículo, citando minuciosamente cada fuente halájica, quiere
asumirse sentenciando algo que el misterio más grande relativiza.
Dejémosle la papa caliente a ´the local rabbi´, entonces.
En
el núcleo del debate halájico están tanto los tres aspectos de ´kibud
hamet´ (respeto al difunto y a los deudos) como si la persona que dona
está halájicamente viva o muerta. Si está muerta, no se quiere caer en
ninguna de las tres prohibiciones clásicas: ´nivúl hamét´, mancillar el
cuerpo muerto desfigurándolo; ´hana’á min hamét´, derivar beneficio
material de un cuerpo muerto; y ´halanát hamét´, demorar inconvenientemente el entierro.
Si
el donante está vivo, no debe incurrir en riesgo vital. Y la definición
halájica de ese riesgo vital es debatible. Pero lo trascendentemente
importante aquí es lo siguiente: no existe nada más importante en el
judaísmo que el valor de la vida humana. Ello incluye el cuidado de
nuestra propia salud. Este principio se llama ´pikúaj néfesh´ y está
expresado en la mitzvá ´no te desentiendas de la sangre de tu prójimo´
(Levítico 19:16). Maimónides enfatiza su orbe, diciendo: “quien puede
salvar una vida y no lo hace, viola la mitzvá ‘No te desentiendas de la
sangre de tu prójimo’”.
Así
pues, donar nuestros órganos es una obligación de la Torá, y hay cuatro
áreas de preocupación que superficialmente aparecen como oponiéndose a
ello, y que generaron la generalizada idea equivocada de que la donación
de órganos estaría prohibida en el judaísmo. No es así. Y el rabinato
de Israel -si se quiere un parámetro ortodoxo- la permite. Éstas son las
cuatro consideraciones.
1.-
La primera la hemos expuesto ya: kibud hamet. El Talmud deja claro en
Hulín 11b que un examen innecesario del cuerpo viola kibud hamet, pero
que si es por salvar una vida debemos examinar el cuerpo por todos los
medios disponibles.
2.-
La segunda preocupación es el entierro del cuerpo entero. La inquietud
es que órganos pudieran contaminar a cohanim. Pero Maimónides diferencia
entre partes del cuerpo que impurificarían a un cohen, y partes que no.
Y en su Mishné Torá (Yad Hjazaká) Hiljot Tum’at Hamét 2:3, plantea que
los órganos internos no transmiten ´tum’á´, impureza. Por lo tanto, no
podemos frívolamente remover órganos, pero cuando una parte del cuerpo
es removida por un cirujano y trasplantada a un cuerpo vivo, se vuelve
parte del cuerpo vivo, no del cuerpo originario, y no hay impureza o
contaminación. Los cohanim no tienen que temer al respecto.
3.-
´Hana’at hamét´, beneficiarse del cuerpo muerto. Ello, en el Talmud
Sanedrín 47b, se refiere a canibalismo, que no tiene que ver en absoluto
con donación de órganos. Este punto es sensible, porque sentimos de un
modo muy arraigado que sin un órgano nuestro ser querido es enterrado
´incompleto´. Podemos educarnos en ver que es lo contrario: nuestro ser
querido está más completo por haber salvado una vida.
4.-
En épocas pretéritas, entendiblemente, la muerte se definía cuando
cesaba la respiración y el latido del corazón. Hoy, cuando tenemos los
medios de hacer latir al corazón artificialmente, el momento de la
muerte es la muerte del cerebro. (Mishná Yomá 8:5, Mishné Torá Hiljot
Shabbat 2.19, Shulján Aruj, Oraj Hayim 329.4). También esto, como
planteé, es sensible. Nuestros afectos, emociones, se aferran
irracionalmente a la idea de que hay vida, aun cuando es sólo una
mecánica humana la que mantiene al cuerpo sin descomponerse. Podemos
educarnos, y que no ocurra en el momento tremendo de la muerte.
Así,
las consideraciones no son halájicas sino de naturaleza más afectiva.
Es crucial que esté conversado en familia que somos donantes, de modo
que los deudos no deban someterse a preocupaciones imprevistas por un
decisión maravillosa y esencialmente judía como es donar los órganos, en
el momento de mayor dolor y angustia. Un acuerdo educado acerca de
ello, alivia y hasta brinda consuelo a la hora de la muerte. Saber que
nuestro ser querido donó un órgano que salvó una vida, literalmente
transforma muerte en vida. Pero esto no debe ocurrir en forma violenta,
no consensuada previamente.
Al
donar mis órganos, pienso que puedo hacer una última mitzvá, y que ella
acaso sea de las mayores: salvar una vida. Quien salva una vida, salva a
la humanidad entera”.