sábado, 5 de noviembre de 2016

Mentalmente mal, mentalmente bien: dos vecinas comparten el shabat - “Hola, Bobe”, dice Ester, que ahora tiene 75 años. Está de pie afuera de la cocina - Judaísmo

Mentalmente mal, mentalmente bien: dos vecinas comparten el shabat - “Hola, Bobe”, dice Ester, que ahora tiene 75 años. Está de pie afuera de la cocina - Judaísmo




















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Mentalmente mal, mentalmente bien: dos vecinas comparten el shabat

“Hola, Bobe”, dice Ester, que ahora tiene 75 años. Está de pie afuera de la cocina




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Alrededor de una hora antes de que llegue el shabat, escucho golpes
fuertes y repetidos en la puerta. Del otro lado hay una mujer casi sin
dientes que a menudo lleva el apabullante olor de los que no se bañan.
Sonrío, extiendo los brazos y la abrazo, como lo haría con cualquier
amiga que me visitase.


Mi vecina discapacitada y yo compartimos nuestros rituales de shabat
desde hace ya ocho años. Viene a encender las velas y a comer un poco de
kúguel de papa con ensalada de atún o pollo. Pero más que nada viene
por la compañía. Por la confianza. Por la amistad.


“Hola, Bobe”, dice Ester, que ahora tiene 75 años. Está de pie afuera
de la cocina mientras termino los preparativos para el shabat y se
señala el hueso de la cadera. “Aquí siento algo duro. ¿Tendré algún
problema?”. “No recibí la cuenta de la luz. ¿Me cortarán el servicio de
electricidad?”. Y su pregunta más común: “Cuando me friego los ojos,
hacen un sonido raro. ¿Me estoy volviendo ciega?”.


Cada semana, Ester manifiesta esas preocupaciones y muchas otras que
la aquejan profundamente. Mis respuestas son casi siempre las mismas.
“No te preocupes. Estás bien”. Eso es realmente todo lo que quiere
escuchar. “Gracias”, dice, mientras va caminando como un pato al sillón
en la sala de estar.


Conocí a Ester hace unos 10 años, cuando mi esposo y yo nos mudamos a
un edificio de apartamentos. Después de acorralarme varias veces en la
entrada con su lista de preocupaciones —casi bloqueando mi camino al
buzón— yo, como muchos de mis vecinos, aprendí a dar la vuelta al
rincón, sin ser detectada. Pero cierta tarde de viernes, cuando abrí la
puerta, allí estaba mi vecina del piso de arriba, con el cabello
desarreglado y una cara que parecía gritar de soledad.


“¿Puedo sentarme con ustedes, sólo por un rato?”, preguntó Ester en tono suplicante. “No tengo a nadie”.


Esa noche la invité a encender las velas. No recuerdo bien cómo
establecimos nuestra tradición de las visitas semanales al atardecer de
los viernes, pero de que las establecimos no hay duda. De hecho, Ester
nos acompañó durante varios años alrededor de la mesa cada viernes que
estábamos en casa. Es decir, hasta que mi marido sugirió (de manera
amigable) que posiblemente el mejor momento para que nos visitara fuera
mientras él todavía estaba en el shul.


Si bien pronto me convertí en su “mejor” (única) amiga, me ofrecí
para ese papel por un sentido de obligación. Como judía observante,
trato de “amar a mi prójimo como a mí misma” y a “alegrar el corazón del
desafortunado". Francamente, no podía pensar en nadie a quien esto se
aplicara de forma más clara y directa que a Ester.


El hecho es que Ester, que sufría de problemas mentales, estaba
desesperadamente sola. Su madre, con quien había compartido el
apartamento, de un solo ambiente, falleció hace casi 20 años. Por otra
parte, no había nada que atemorizara más a Ester que la idea de “ser
llevada a un asilo”. Su hermana hizo que se quedara en el apartamento y
vigilaba su cuidado. Después de que su propia casa fuera dañada por el
huracán Sandy en 2012, la hermana se mudó fuera del estado, más cerca de
sus hijos. Ester, que ahora tiene una asistente social controlándola,
está yendo a un programa de servicios para adultos cuatro veces por
semana. Pero eso le deja bastante tiempo para pasear por los pasillos y
golpear puertas, buscando compañía. Además de mi obligación judía, con
tantas puertas que permanecen cerradas para ella, simplemente no me dio
el corazón para cerrar la mía.


Sin embargo, cuando escucho ese llamado en la puerta, a menudo tengo
que forzar una sonrisa, especialmente esas semanas en que me siento
exhausta o que estoy atrasada con mis obligaciones. A lo largo de los
años, aprendí bastante bien a cumplir con el papel de amiga, escuchando
las preocupaciones de Ester, y a calmarla, para después desviar la
conversación de sus ansiedades y charlar sobre acontecimientos del
vecindario. Ella también disfruta escuchando novedades de mi familia: el
nuevo empleo de mi hijo, la salud de mi mamá y la de mi esposo, y sobre
la novia de mi hermano. Escucha atentamente, dándome la impresión de
que mi familia también se convirtió en la suya. Aún así, siempre hay
muchos aspectos difíciles de sus visitas que, de verdad, nunca
estuvieron en mi lista de formas favoritas de empezar el shabat.


Pero luego algo cambió. Como no me sentía bien, decidí cancelar la
reunión semanal de shabat. Para mi sorpresa, sentí una profunda
sensación de soledad mientras encendía las velas. Más aún, por primera
vez (¡en la vida!) olvidé las palabras de la oración, sin tener a Ester
junto a mí para encender las velas. Tener tiempo después para relajarme
tranquila en el sillón tuvo poco encanto. De hecho, sentí un vacío que
no parecía provenir simplemente de un cambio de rutina.


Fue entonces que me di cuenta de que quizás ya no estaba “jugando a
ser su amiga”. Durante ese proceso, nos habíamos hecho amigas. La
verdadera amistad que desarrollé con Ester fue el resultado natural de
haberme comportado de manera cariñosa y acogedora, sin que importase
ningún otro sentimiento. Ester debió haber percibido mi cambio
emocional, porque estaba más relajada en mi presencia, lo que hacía más
fácil sentir su neshamá, el alma que había sido ocluida por sus problemas mentales.


Ahora cada semana, justo antes irse, Ester dice: “Hasta pronto, Bobe. Te quiero”.


Y las palabras “Yo también te quiero” surgen naturales de mi boca.


Por Nancy Hochman
Nancy K.S. Hochman es periodista frelance y ensayista.
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