INTRODUCCIÓN La época de la que nos ocuparemos en este ensayo abarca el lapso comprendido entre los años 120 a.e.c.[1] y 200 e.c. aproximadamente. Desde el punto de vista de la historia del antisemitismo, tienen importancia solamente los últimos 5 o 6 siglos. Durante la primera etapa de ese período existieron varios imperios en el Cercano Oriente, así como también en el territorio donde griegos y posteriormente romanos efectuaron sus conquistas para conformar sus imperios. El primer cambio de real importancia en esa parte del mundo sobrevino con la destrucción del imperio persa a raíz del ataque de Alejandro Magno. La ocupación del trono persa por el rey macedónico (330 a.e.c.) permitió también la conquista del mundo oriental por el espíritu helénico, que llegó a extenderse desde Egipto hasta la India. Tras la prematura muerte del conquistador (323 a.e.c.), los generales del difunto rey se repartieron el imperio. Los Ptolomeos tomaron el poder de Egipto, los Seleucidas en Siria, Asia Menor y Mesopotamia. Judea, donde habitaba la mayor parte de los judíos por aquel entonces, quedaba enclavada entre los dos macizos imperiales, siendo objeto de una pugna casi permanente entre Ptolomeos y Seleucidas. La primera distribución asignó Judea a Egipto, cuyos gobernantes trataron a los judíos con buena voluntad, otorgándoles completa libertad religiosa y espiritual. Al poco tiempo había judíos viviendo en todas las ciudades del imperio, especialmente en Alejandría, donde algunos se habían establecido desde mucho tiempo atrás. En el año 199 a.e.c., después de una prolongada lucha, los Seleucidas ocuparon Judea. Este hecho no afectó en principio a los judíos, quienes vivían tranquilamente hasta la muerte del rey Antíoco III (187 a.e.c.). Su sucesor, Seleuco IV (187 a. e.c..-175 a.e.c.) recurrió a todo tipo de extorsiones económicas contra los judíos para cubrir su alarmante déficit financiero. En 175 a.e.c., después de asumir el trono Antíoco Epífanes, Jerusalén fue ocupada, el Templo saqueado y se dio la orden de comenzar la helenización forzada de la provincia conquistada. La consecuencia de esa helenización y asimilación forzadas fue la rebelión de los Macabeos (166 a.e.c.), que logró la recuperación de la independencia del pueblo judío y la formación de un nuevo reinado bajo los reyes Hasmoneos. En esa época ya existían importantes comunidades judías fuera de Judea. En Babilonia, tanto bajo el dominio de los persas, como de los griegos y posteriormente de los partos, vivían muchos judíos. Estos pueblos tuvieron un buen comportamiento para con ellos, aunque el Libro de Ester muestra un acontecimiento que sugiere lo contrario. Hay testimonios que aseguran que también en el Antiguo Egipto vivían judíos desde el siglo VII. El monarca persa Cambises, que ocupó Egipto en 525 a.e.c., utilizó a los judíos como guardianes de fronteras, hecho sobre el que dan fiel testimonio los papiros de la Isla de Elefantina. En dichos documentos consta que esos judíos mantenían estrecho contacto con sus hermanos de Jerusalén, y que además eran muy religiosos y observantes estrictos de las festividades. Esta misma fuente relata que en una ocasión el populacho, excitado por los sacerdotes egipcios, asaltó y destruyó el templo judío, que luego fue restituido por el gobernador persa de la isla (409 a.e.c.). Alejandro Magno y sus sucesores promovieron la radicación de judíos en Alejandría. Según algunos testimonios de la época, la ciudad llegó a contar con 300.000 judíos, la tercera parte de su población total. Estos judíos se integraron casi completamente al mundo que los rodeaba. Se helenizaron, por lo menos en apariencia, pero nunca dejaron de ser fieles a la religión judía. Como habían olvidado el idioma hebreo, mandaron traducir la Biblia al griego. Existía la cultura y el estudio, en su mayor parte, eran artesanos y comerciantes, y algunos de ellos llegaron a ser sumamente ricos. Vivían separados del resto de la población en áreas específicamente destinadas para ellos, no sabemos si por propia voluntad o compulsivamente. Alejandría fue la ciudad donde se registró por primera vez dicho fenómeno, teniendo también el discutible mérito de haber estrenado el antisemitismo institucional. Los comerciantes egipcios y griegos, quizás celosos por el bienestar de que gozaban los israelitas, esparcieron acusaciones falsas contra ellos, creando una tensa atmósfera antijudía. En el transcurso de los siglos IV y III a.e.c., mientras el mundo helénico estaba henchido de orgullo por sus éxitos militares y culturales, comenzaba la decadencia que lo llevaría a la ruina. En Italia se había iniciado una nueva línea política. Roma había decidido expandir su poderío militar y político, al principio por los alrededores de la ciudad y luego, siempre más lejos, hasta crear un imperio unido, sólido y estable. Ya en el siglo III a.e.c., Roma puso en relieve su poderío militar frente a los generales educados en la escuela estratégica de Alejandro Magno, y a fines de ese mismo siglo logró penetrar decisivamente en asuntos internos de los países del cercano oriente, a los que finalmente obligó a aceptar su supremacía. Esos estados, hasta entonces autónomos, pasaron a ser súbditos romanos. Entre ellos se encontraba Judea. Gobernado por los Hasmoneos, el estado se había agotado por las permanentes luchas internas. El reinado judío fue transformándose primeramente en protectorado, más tarde en provincia (donde teóricamente se respetaba la autonomía interna) y por fin, en el año 70 e.c., con la destrucción de Jerusalén, terminó por desmoronarse la agonizante independencia política de los judíos en su tierra. Con ello empeoró la relación, hasta entonces medianamente estable, entre los judíos y romanos. Estos impusieron prohibiciones referentes al culto y a la enseñanza. Este hecho fue la causa inmediata por la que estalló la rebelión, encabezada por Bar Kojba y Rabí Akiba (132 de la era común). Fuera de Judea había comunidades judías en casi todas partes del Imperio Romano. Las más nutridas eran las de Roma y de las otras ciudades de la Península Itálica. Los judíos recibieron en 161 a.e.c. el Status de Pellegrini, es decir, el derecho de vivir según sus propias leyes. En el año 111 a.e.c. les fueron otorgados nuevos privilegios, renovados posteriormente por Julio Cesar. La religión judía era “religión lícita”, permitida dentro de todo el imperio, y es de notar que el estado Romano, hasta la aparición del cristianismo como culto oficial, no conoció la intolerancia religiosa. Reconocían la autonomía religiosa y espiritual, así como la relación estrecha de los judíos que vivían en la Diáspora con Jerusalén, autorizándoseles a aquellos a enviar dinero para los sacrificios en el Santuario. Al final de esta época, la población judía en el mundo alcanzaba aproximadamente a los cinco millones de almas. En un principio la grey judía era una masa como cualquier otra de su alrededor. Tardó bastante tiempo en constituir un estado, aun de reducidas dimensiones. Esta es la razón más sorprendente: mientras los grandes imperios aparecían y desaparecían en el curso de la historia, este pequeño pueblo sobrevivió y siguió firme en sus enseñanzas espirituales. Este tesoro espiritual, iniciado por Moisés, el legislador, y paulatinamente enriquecido por los profetas, maestros y rabinos, fue la razón de ser de tal supervivencia, alentada por la enseñanza. Esto sólo era posible, merced a una actitud permanente y profundamente religiosa. Creyeron que el centro de su vida cotidiana debía ser Dios. El pueblo judío, aislado y cercado por naciones idólatras y politeístas, practicaba un estricto monoteísmo. Los demás pueblos solucionaban sus inquietudes religiosas con la deificación de lo más cercano, deslumbrante o poderoso; a veces el monarca, en otras ocasiones figuras de animales o, en una abstracción mayor, elementos y fenómenos de la naturaleza. Los judíos se consideraron a sí mismos elegidos para cumplir una vocación. Esa creencia les dio la fuerza necesaria para luchar con éxito contra su desaparición y posibilitó su subsistencia hasta el presente. De esa creencia derivan la severidad de las leyes sobre el matrimonio y el ordenamiento de las relaciones que debían mantener con los gentiles. Si accedían a cierto acercamiento, moral o religioso con los pueblos que los rodeaban, se apartaban de Dios. Si cumplían con Dios, los demás pueblos los miraban llenos de indignación por verlos extraños y distintos. Esta realidad constituyó un conflicto constante entre el pueblo judío y los que lo rodeaban. Fue el destino histórico que tuvo que afrontar para no disolverse en la gran variedad de los pueblos. Desde el principio de su historia, el pueblo judío procuró no sólo vivir, sino sobrevivir como judío, y para el individuo esto significaba permanecer en el seno de su comunidad. Cada judío poseía un acendrado y vigoroso sentido de hermandad para con sus correligionarios y el mantenimiento de las leyes religiosas le significaba una satisfacción espiritual, puesto que esas reglamentaciones eran el medio para cimentar la unidad y fortificar la cadena que lo unía a la comunidad. No importaba que los demás pueblos los consideraran en primer lugar judíos y sólo después ciudadanos; al contrario, estaban orgullosos de su judaísmo, no sentían la falta de amistad con los gentiles, ni los humillaba la enemistad de estos, que cada vez era más grande. El sentimiento de que estaban cumpliendo una misión colectiva los alentó extraordinariamente, y el saber que vivían en un mundo hostil les hizo brotar la necesidad de apoyarse mutuamente y vivir en comunidad. En esta época ya no podemos hablar de un idioma común, puesto que el hebreo había sido olvidado. Tampoco había una cultura común, esto era inaccesible para la mayoría; pero el apego a la tradición, a pesar de las distintas modalidades que ésta reflejaba, les brindó la fuerza sustentadora. Desde la Antigüedad hasta hoy los judíos se agruparon casi siempre en grandes ciudades, en parte debido a una necesidad originada en las condiciones económico-sociales en que debían desenvolverse y también por la mayor seguridad que éstas les brindaban para defenderse juntos frente a cualquier ataque o atentado antisemita. Por tal razón, ya tempranamente encontramos en la composición ocupacional de la población judía las profesiones más ligadas a la vida de ciudad. En general, se ocuparon en elevada proporción de las manufacturas de la época, especialmente , tejeduría , tintorería y profesiones que en ciertas regiones llegaron prácticamente a monopolizar. También se dedicaron a la orfebrería, vidriería, artesanías del bronce y del hierro. En Egipto y Asia Menor eran mayoritariamente colonos agrícolas. Cuando les fueron negadas todas las demás profesiones, los judíos se convirtieron en comerciantes y prestamistas. Adoptaban regularmente el idioma y la vestimenta del país en el que habitaban y en cuyo seno se asimilaban rápidamente, llegando hasta helenizar o latinizar sus nombres. Nada, con excepción de su culto y de su convicción religiosa-nacional, los distinguía de sus vecinos. El término “antisemitismo” acuñado por un judío alemán renegado, Wilheim Marr, en 1878, significa disposición hostil hacia los semitas, pero en general este término se dirige exclusivamente contra los judíos. El fenómeno, que tuvo su origen en la Edad Antigua, se ha conservado a través de la evolución histórica hasta nuestros días. Pero mientras que actualmente la palabra antisemitismo nos sugiere divergencias o antagonismos políticos o raciales, económicos y sociales, en la Antigüedad dicho fenómeno tuvo su raíz en conflictos de orden afectivo. No se puede enfocar el problema del antisemitismo aislándolo de los procesos históricos que ha vivido y vive la humanidad. Hay que comprender que en la época a la que se refiere este trabajo, el judaísmo no era la única religión, ni tampoco el único pueblo cuya vida y costumbres provocaron en otros pueblos odio y persecución. La historia enseña que siempre, al surgir una nueva religión o al arribar ésta a un nuevo país o comunidad humana, se la recibe con desconfianza y enemistad. Lo desconocido hace brotar el temor el alejamiento y el odio. Esta enemistad lleva a que los partidarios de la nueva religión, a menudo militantes, sean odiados, mientras que los de la antigua se vean reforzados en su convicción. Pero si la antigua creencia ya se encuentra superada, es común que se abrace cierta intransigencia. El antisemitismo refleja siempre el espíritu de su tiempo, de manera que en las distintas épocas asume exteriorizaciones específicas. Pero lo que lo caracteriza permanentemente es que se trata de un problema suscitado por las pasiones irracionales y no por la inteligencia o la razón. Nunca una ola antisemita fue mundial o alcanzó a todos los judíos del orbe simultáneamente. De la misma manera, las tendencias antisemitas que estudiamos aquí son relacionadas con fragmentos concretos del pueblo judío, estrictamente delimitados en el tiempo y en el espacio. El aislamiento del judaísmo ancestral posibilitó el aporte a la humanidad de la religión monoteísta y de la Biblia, fuerza generadora del monoteísmo, fue una bendición para toda la humanidad. Pero esa misma separación origina el fermento de todo cuanto constituía y constituye aún hoy el contenido íntimo y psíquico del antisemitismo. II.- MANIFESTACIONES DEL ANTISEMITISMO EN LA ÉPOCA ANTIGUA El segundo libro de Moisés brinda el primer caso que se conoce de persecución impuesta por una mayoría a una minoría (en este caso judía) con el propósito de subyugarla e incluso eliminarla físicamente. Los Hijos de Israel vivieron durante muchos años en Egipto, donde fructificaron y se multiplicaron. Un nuevo faraón, quien ignoraba absolutamente los acontecimientos que dieron origen a la radicación de los judíos en Egipto y desconocía los beneficios que reportó la actividad de José a los propios egipcios, llegó a envidiar y temer a los judíos. Para debilitarlos les impuso tributos y cargas especiales con particular rudeza; los egipcios redujeron a los Hijos de Israel a la esclavitud, queriendo más tarde exterminarlos de la faz del mundo.. Pero veamos la época de la historia que estudiamos en este momento: Hasta el siglo V a.e.c, los judíos vivían en perfecta igualdad con los demás pueblos. Sus ocupaciones eran las mismas que las de éstos: había entre ellos artesanos, agricultores, financistas y comerciantes. Pero su riqueza despertó envidias, y sus costumbres odio. Alrededor del año 410 a.e.c. nos encontramos con la primera manifestación antijudía. Como consecuencia de la agitación suscitada por los sacerdotes egipcios, la sinagoga de Elefantina fue destruida. Aparentemente este fue un acontecimiento aislado, puesto que recién se encuentran testimonios de persecución organizada y masiva en el siglo II a.e.c. En el Libro de Nehemías leemos que la llegada de Nehemías a Israel (445 a.e.c.) y la reconstrucción del Estado, provocaron enemistad entre Sanbalat (sacerdote horonita) y sus compañeros, motivo por el cual comenzó a perseguir a los judíos. “Cuando oyó Sanbalat que se edificaba el muro se enojó y enfureció en gran manera, e hizo escarnio de los judíos y conspiraron todos para venir a atacar a Jerusalén y hacerle daños.” Según algunos comentaristas, Sanbalat no odiaba a Nehemías individualmente sino a todo el pueblo judío, y el deseo de los judíos de reintegrarse a su país le parecía adverso. De acuerdo con esta interpretación, Sanbalat sería el primer antisemita consciente de la historia. El siguiente dato para la historia del antisemitismo está reflejado en el Libro de Ester. Este es el primer caso de antisemitismo que oculta sus verdaderas razones, que no son otras que el orgullo, el rencor y la apetencia de bienes ajenos. El rey Ajashverosh de Persia había dignificado y engrandecido a Haman, uno de sus ministros. Todos los siervos del monarca, dentro y fuera del palacio, se inclinaban y arrodillaban ante él, excepto el judío Mordejai, quien ni se arrodillaba ni se humillaba. Los demás siervos, al ver que Mordejai no se rebajaba como ellos, lo denunciaron a Haman. Cuando este funcionario se enteró cuál era el pueblo de Mordejai, procuró destruir a todos los judíos que habitaban en el reino de Persia. Dos propósitos inspiraban el odio de Haman contra el pueblo judío y el anhelo de su total exterminio. Uno era directamente personal: la negativa de un judío a rendirle veneración excesiva, y el otro, más oculto, de carácter utilitario, era el deseo de apoderarse de sus bienes. Pero era indecoroso para un ministro expresar sin rodeos tanto orgullo y codicia. Haman tenía que buscar un pretexto, y es éste probablemente el primer ejemplo de antisemitismo que oculta bajo falsas acusaciones los motivos verdaderos de la persecución. Leemos en la Biblia: “Dijo Haman al rey Ajashverosh: hay un pueblo esparcido y distribuido en todas las provincias de tu reino, cuyas leyes son diferentes de las de todo el pueblo; no guardan las leyes del rey y al rey nada le beneficia el dejarlos vivir. Si plazca al rey, decrete que sean destruidos.”[Ester, 1:3] No solamente estas palabras, sino también toda la descripción del Libro de Ester, muestran que la situación de los judíos no pudo ser tranquila en esta época del reino persa (siglo V. a.e.c.). El hecho de que Ester, al entrar en la corte del rey, no haya revelado su judaísmo, nos da motivo para suponer que en aquel entonces existía un resentimiento general contra los judíos. Además, una fuente griega relata que los persas consideraban a los judíos como fuente de todos sus desórdenes políticos. Volvamos ahora una vez más a Alejandría. El tercer Libro de los Macabeos nos relata la triste historia de los judíos en esta ciudad. Desde mucho tiempo atrás, los judíos venían emigrando en gran número hacia Egipto, hasta formar una colectividad numerosa. Así llegaron a las grandes ciudades como Alejandría, donde residieron en un barrio cercano al mar. Desarrollaron el comercio y la navegación como actividades preferenciales. Aparte, aprendieron el arte de los artesanos griegos, se agruparon en gremios y se imbuyeron de la filosofía griega, de la ciencia de la organización del estado y las técnicas de la guerra. El vigoroso desenvolvimiento material y cultural en Alejandría determinó que esa ciudad se convirtiera en centro espiritual judaico no solamente de Egipto, sino de todos los países circundantes. Incluso la comunidad radicada en Egipto constituía una fortaleza espiritual, moral y económica para los judíos de Judea. Cuenta la leyenda que en Alejandría construyeron una sinagoga cuyas dimensiones eran tan enormes, que el bedel tenía que señalar con banderines el transcurso del servicio religioso, ya que no se escuchaba la voz del oficiante. Pero las altas posiciones sociales y económicas de los judíos en Egipto generaban las sombras de futuros choques con otros pueblos. El primer enfrentamiento serio se produjo después de la lucha por el poder entre Euergetes Physcon II y Cleopatra, (alrededor de 230 a.e.c.). Ambos rivales llegaron a establecer la paz pero no tardó en desencadenarse una venganza contra los judíos por haber apoyado éstos a la reina viuda. Physcon hizo concentrar a todos los judíos en Alejandría, y los hizo llevar engrillados al circo para que fueran pisoteados por elefantes previamente emborrachados, pero los animales hicieron más daño entre los soldados que entre los judíos. Posteriormente estalló una persecución política casi permanente en Alejandría, motivada, al principio, más por razones políticas que religiosas, y cuya consecuencia fue que los judíos pasaron a ser los enemigos de los gobernantes ptolomeos. El mencionado Libro de los Macabeos cuenta también cómo los judíos tuvieron que desprenderse de todos sus bienes para que no los llevaran como esclavos; vivían escondidos y privados de sus derechos. No se sabe con exactitud si los instigadores de esta ola antijudía eran griegos o egipcios, pero desde aquella época, la vida de los judíos en Alejandría estaba llena de sobresaltos. Escritores, historiadores o simplemente demagogos, no dejaban de alentar el odio contra ellos. El Libro menciona otra masacre: la que cometió Ptolomeo Lathyro alrededor de 100 a.e.c., al ocupar una parte de Judea, capturando y matando a muchos de sus habitantes. Desde entonces los habitantes de Alejandría fueron netamente antisemitas. El antisemitismo se convirtió en una persecución directa bajo el reinado de Antíoco Epifanes (175-164 a.e.c.).Este rey se caracterizó por ser el creador de leyes especiales dirigidas directamente contra la existencia judía. Según una que promulgó, todo judío debía abandonar su religión y ofrecer sacrificios a los dioses griegos. A tal fin estableció altares donde el sacrificio obligatorio era preferentemente el cerdo. Prohibió la circuncisión, la observancia de las fiestas, y la conservación de las leyes dietéticas. Pero como todo esto no le parecía suficiente, dio orden a los jefes de sus ejércitos para eliminar físicamente a todos los judíos. Al entrar a Jerusalén, Antíoco ordenó ejecutar una masacre y profanó el Santuario, robó todos los objetos de oro y plata que allí había. Al salir relató que dentro del Santuario había visto una estatua de mármol representando a un hombre montado en un asno y con un libro en la mano, y dijo: “ése es el Dios de los judíos, a esa estatua se venera”. Por otra parte, señaló que había escuchado la voz de un griego pidiéndole que lo liberara, ya que los judíos lo tenían encerrado desde mucho tiempo atrás, para sacrificarlo algún día a su Dios, renovando así su voto de hostilidad contra todos los griegos. La actitud antisemita de Antíoco obedecía a móviles políticos. El objetivo del rey era que todos los pueblos de su imperio abandonaran sus costumbres autóctonas y se asimilaran al helenismo, para unificar así el reino y fortalecer su dominio. Es completamente refutable la opinión de quienes quisieron presentar esta guerra como una lucha cultural, la lucha de una cultura más elevada contra otra inferior. En el año 88 a.e.c. las turbas agredían a los judíos en Alejandría, y los escritos comenzaron a caldear el ambiente contra ellos. Por primera vez en la historia se aprovecha la publicidad para diseminar el odio. Sabemos que en Roma y en toda Italia vivieron judíos desde tiempo inmemorial. Llegaron a Roma como comerciantes, transportando trigo desde Egipto y otros productos de Oriente, pero en un principio no formaron comunidades organizadas. La mayoría habitaba en la orilla del río Tíber. Roma les concedió plenos derechos de ciudadanos, e incluso con sus votos a menudo influyeron en la política interna del Estado. La religión judía era respetada por los gobiernos. Los judíos tenían el privilegio del descanso del sábado, y no los obligaban a cumplir el servicio militar, ni a tributar honores a las estatuas de los emperadores. Con respecto a este último, Cayo Calígula fue el primer emperador que trató de forzarlos a hacerlo, aunque luego desistió. Calígula también trató de segregar a los judíos del resto de la población asignándoles un barrio separado, pero tampoco lo logró. Es necesario señalar que los romanos en su relación con los judíos distinguieron desde el primer momento entre quienes habitaban en Judea y en las demás partes del Imperio. La situación de los primeros siempre fue peor que la de los segundos, no por razones religiosas ni sociales, sino netamente políticas. El Imperio Romano siempre temía que desde Judea surgiera algún líder o movimiento revolucionario que pudiera amenazar y poner en peligro su seguridad. Quizás los romanos no llegaron a comprender la sensibilidad religiosa de los judíos, pero la respetaban, por lo menos en los primeros siglos de su convivencia. El primer contacto a nivel oficial entre judíos y romanos, después de la Alianza de Amistad pactada en la época de Judá Makabi y renovada en la de Simón, fue la imposición del tratado con los reyes Hashmoneos (63 a.e.c.), que puso a Judea bajo la protección de Roma. Esta alianza se renovó periódicamente, sin que existan garantías de que los romanos la cumplirían. Al principio la situación parecía buena, hasta que los romanos descubrieron que la integración de los judíos dentro de su imperio distaba de ser completa. En ese momento comenzaron a imponer las medidas de seguridad necesarias como para sofocar cualquier revuelta que pudiera surgir como exteriorización del sentimiento nacionalista judío. Pero esto sucedió mucho tiempo después. Julio César mantuvo una política amistosa para con los judíos del imperio, pese a que percibió las dificultades que podría tener esta relación. Conservó todos sus privilegios, y los amplió permitiendo la eximición de lo impuestos para gastos militares. A los judíos les fue permitido recurrir a tribunales propios y vivir según sus propias leyes. Si en cualquiera de las provincias surgía un movimiento contra ellos, los responsables del mismo eran llamados a comparecer ante los tribunales. César los defendió contra los griegos de Alejandría, considerándolos como dignos de la confianza imperial. Fuentes contemporáneas se quejan por el supuesto favoritismo de los romanos para con los judíos egipcios. Pero cuando llegaron a conocer mejor la esencia de su religión y la constante esperanza en la llegada de un salvador o Mesías, surgió el rencor y la desconfianza, las buenas relaciones fueron quedando en el olvido. Otra de las causas de este hecho fue que en las altas esferas romanas la religión judía tenía cada vez más aceptación y admiración, lo cual disgustó a los gobernantes. Sin embargo, la situación en Roma todavía era aceptable, si se tiene en cuenta que tanto Bruto como Octavio confiaron en la fidelidad de los judíos, autorizándolos a realizar el comercio marítimo y fluvial en el río Nilo, cobrándoles solamente los impuestos correspondientes. Así pudieron mantener su autonomía interna, recibieron la parte que les correspondía en la distribución estatal del trigo y todos ellos, incluyendo a los libertos, pudieron establecer nuevos centros de culto para la práctica de su tradición. Octavio, ya conocido como Augusto, primer emperador, intentó restringir y dominar el odio que estaba propagándose contra los judíos, al menos en Italia; pero no pudo o no quiso impedir la actividad del hostil procurador Poncio Pilato en Judea. Este hombre se propuso herir a los judíos en su sentimiento religioso, y por eso ordenó la colocación, con la obligación de veneración, de estatuas del emperador en el Santuario y en toda la ciudad de Jerusalén. Cuando los dirigentes del pueblo judío se presentaron en una audiencia para protestar contra este hecho, los hizo esperar durante 5 días y luego les comunicó que los haría masacrar si no dejaban de quejarse. Los griegos y egipcios del Asia Menor, pese a los privilegios concedidos por los gobernantes romanos, trataron de amargar la vida de los pobladores judíos. Los obligaron a participar del servicio militar y trabajar en los días festivos. La muchedumbre irrumpió en las sinagogas interfiriendo en el oficio divino, robando las Escrituras Sagradas y cuanto objeto valioso encontraran. A pedido de los judíos, Augusto reafirmó la orden de respetar sus privilegios en todo el ámbito del Imperio, pero con su muerte la situación empeoró, tanto en Judea como en el resto de las provincias romanas. Desde esa época, los romanos intervinieron en la elección del Sumo Sacerdote. Ordenaron un impuesto especial para las personas y otro a la tierra, poniendo obstáculos al libre ejercicio de la práctica religiosa. Tiberio presentía el gran peligro que representaba el judío para el estilo de vida y culto romanos. El gran entusiasmo y espíritu de sacrificio que empeñaban los judíos en difundir su judaísmo ejercía gran influencia sobre los paganos, incluyendo a los mismos romanos. Muchos de ellos se convirtieron al judaísmo. Como esto era intolerable para el emperador, emitió un decreto el cual amenazaba a los judíos con la deportación forzada si no abandonaban su credo. Así se suscitó el primer martirio judío en el mundo occidental. Según un escritor de la época, el exterminio de los judíos era la meta suprema de los gobernantes; y a tal efecto, miles de jóvenes judíos fueron deportados a la isla de Cerdeña para ser utilizados en la lucha contra los bandidos que asolaban la zona. Algunos consideran que la expulsión se debió al antisemitismo de Sejano, ministro favorito del emperador. Bajo el reinado de Calígula abiertamente o todavía en forma solapada, suscitaron el odio contra los judíos. La debilidad moral del emperador, juntamente con su maniática voluntad de ser considerado como dios, generó toda clase de angustias para los judíos, quienes fueron obligados a venerar estatuas del emperador. Toda resistencia ha sido castigada muy severamente. En la época de Claudio comenzó la “generalización” respecto de los judíos. Cualquier problema surgido por la acción de un individuo constituía una amenaza para toda la colectividad y no solamente para el que cometiera la trasgresión. Claudio introdujo la prohibición de formar congregaciones y los prosélitos del judaísmo fueron declarados ateos, lo que en esa época equivalía a ser enemigo del estado, pudiendo entonces ser castigado junto a la comunidad que lo acogiera. Vespasiano introdujo el "impuesto judaico", como forma de humillar directamente a los judíos, hiriéndolos tanto en lo económico como en sus convicciones religiosas. Todo el dinero recaudado se utilizaba en el mantenimiento del templo de Júpiter Capitolino. Vespasiano comenzó la guerra contra Judea, que fue terminada por su hijo y sucesor, Tito, con la destrucción del Santuario y de toda Jerusalén, y con la completa liquidación de la autonomía del pueblo judío en Judea. La crueldad de los dos emperadores con los prisioneros, y la firme voluntad de destruir todo lo que fuera sagrado para el pueblo judío, son bien conocidas. Domiciano también agregó lo suyo a este esquema de persecución en constante aumento; premió a todos aquellos que denunciasen a personas dispuestas a convertirse e introdujo la confiscación de los bienes de los prosélitos. Puso en vigencia un reglamento según el cual se podía deportar temporariamente a los judíos de una ciudad o provincia. El historiador Valerio Máximo señala que los judíos fueron expulsados de Roma y, según Livio, también de toda Italia. Por esta época fue cerrado el templo en Heliópolis. Trajano, poniendo en práctica esa ley, expulsó a los judíos a la isla de Chipre. Las persecuciones llegaron a ser insoportables bajo Adriano, quien prohibió la circuncisión, el culto y la enseñanza religiosa, suprimiendo además todos los privilegios de los judíos, vedándoles la posibilidad de vivir en Jerusalén. Contra estas restricciones estalló la rebelión capitaneada por Bar Kojba y Rabi Akiba, que fuera sofocada, y que sirvió de pretexto para producir un empeoramiento en las condiciones de vida. Sin embargo, aunque el odio seguía creciendo en todo el Imperio, en ningún lugar alcanzó la misma magnitud como entre los griegos y los egipcios de Alejandría. Ya hace mucho tiempo ellos contemplaban con envidia cómo los judíos, debido a la confianza que les dispensaban los romanos, ocupaban los cargos públicos más importantes, y lo consideraban un favoritismo injusto. Los recaudadores de impuestos judíos tampoco aumentaron la popularidad del pueblo judío. El odio latente así generado solo esperaba una oportunidad propicia para manifestarse, empeorando el status general de los judíos en todo el Imperio. Durante el primer siglo de la era común dicho odio era tan fuerte que los judíos se veían obligados a separarse del resto de la población y vivir en barrios especiales. Esta separación, en un principio voluntario, se convirtió posteriormente en obligatoria y ningún judío podía cambiar su lugar de residencia. También controlaron fuertemente la inmigración, no permitiéndose a ningún judío establecerse en Alejandría. En el teatro municipal las mujeres de apariencia extranjera eran obligadas a comer carne de cerdo, como una manera de determinar si eran judías o no. Los judíos que vivían en Alejandría tenían solamente el derecho de residencia, pero no los derechos de los demás ciudadanos. El resentimiento deliberadamente agitado tenía por objeto disfrazar las dificultades internas de la ciudad, sirviendo también como modelo a las posteriores olas antisemitas producidas en la Edad Media. Los más importantes dirigentes antisemitas de esa época eran los conocidos políticos de Alejandría: Dionisio, lsidoro y Lampón. El lema principal de su movimiento tenía aparentemente un carácter político: querían demostrar su apego a Roma y obtener el apoyo imperial o gubernamental. Difamaron a los judíos manifestando que no eran fieles al emperador, y que su organización comunitaria era un gobierno dentro del gobierno, aguardando el momento para liberarse del yugo extranjero, por todo lo cual merecían ser eliminados siendo obligación luchar contra ellos. Alejandría tiene el muy dudoso mérito de haber establecido por primera vez en la historia una disputa teológica. Flaco, el representante del poder romano en la ciudad, Dionisio e Isidoro participaron en una disputa contra "uno de los ancianos de la ciudad". No conocemos el resultado, pero sí que la discusión adquirió un cariz muy brutal, y tanto el consejo directivo de ancianos de la comunidad, como la comunidad misma, fueron vituperados. Isidoro fue el primer hombre en la historia que organizó un partido político antisemita. Los judíos, según la opinión artificialmente torcida de esos elementos alejandrinos, eran culpables de todos los males que padecía el país. Por medio de su riqueza y solidaridad interna procuraban dominar el resto de la población, por lo tanto debían ser condenados a sufrir pagando de esa manera por el daño causado. Esta teoría fue ampliamente utilizada mas adelante, por las Iglesias Cristianas durante 19 siglos, siendo también una de las principales armas de los antisemitas modernos. Pero en la época que comentamos, los principales divulgadores de los prejuicios antijudíos eran los griegos, mucho más que los egipcios o los romanos. Probablemente porque la superioridad judía en el comercio tocaba los intereses griegos más que los de cualquier otro pueblo del Imperio. Además, fueron los griegos quienes, quisieron consolidar el culto a sus emperadores. Codo a codo con los dirigentes políticos mencionados, los escritores Apión, Lysímaco y Chairemon hicieron todo lo posible para divulgar el odio contra los judíos. La magnitud de este odio tornose evidente en los episodios relacionados con Agripa, hijo de Aristóbulo, asesinado por Herodes y favorito del Emperador Calígula. En el año 38 Agripa, sin invitación alguna, llegó a Alejandría y se autoproclamó como patrón y defensor de los judíos. Su comportamiento y su vestimenta provocaron disgusto entre los habitantes de esta ciudad, quienes representaron una obra teatral burlona e irónica a raíz de la cual el populacho decidió erigir la estatua del emperador en cada sinagoga, para que los judíos la venerasen. Este acto no fue dirigido contra la religión judía, sino contra los judíos como personas, y tuvo la intención de poner en evidencia la lealtad de los gentiles y la deslealtad judía hacia el emperador. Calígula, convencido de su origen divino, recibía entusiasmado estas muestras de adoración. Sinagogas y casas aledañas fueron incendiadas. El gobernador local mantuvo conversaciones con los dirigentes judíos con el fin de recuperar la calma perdida, pero esas tratativas resultaron infructuosas ya que el propio gobernador era partidario del odio reinante. Como represalia aún mayor, este funcionario dispuso quitar a los judíos el derecho de residencia, lo cual equivalía a dejarlos a merced de sus enemigos. Se les prohibió la observancia del sábado, privándolos de todos los privilegios que les habían concedido los romanos. Este movimiento se podría considerar como el primer pogrom de la historia. Todos los judíos fueron obligados a vivir en una zona muy reducida de la ciudad, habiendo sido incendiados y saqueados todos los negocios y casas de su propiedad fuera de este barrio. A los habitantes del ghetto se les prohibió terminantemente que hicieran abandono del lugar aún para buscar comida, y como consecuencia, en poco tiempo más, reinaban allí el hambre y las epidemias. Los barcos de los mercaderes judíos que llegaban al puerto local fueron quemados, y la mercadería robada. Los dirigentes de la colectividad fueron capturados, detenidos y torturados públicamente. No sabemos cómo terminó este pogroms, pero sí que su origen fue la pieza teatral burlesca ya mencionada. La historia de estos tristes acontecimientos nos ha llegado a través de las obras de Filón, jefe de la delegación encargada, infructuosamente, de convencer al emperador sobre la necesidad de otorgar ciudadanía a los judíos y protegerlos contra las injurias. Mientras se hallaba desempeñando esta misión, fue varias veces humillado. Durante su misión le llegó la noticia que el Santuario de Jerusalén fue ocupado, y la estatua del emperador fue erigida allí, como en otros lugares de Jerusalén, con el anuncio de que toda resistencia seria reprimida por las armas. Los emperadores que sucedieron a Calígula trataron de restablecer una relación tranquila con los judíos de Alejandría. Especialmente Claudio se destacó en esta actitud conciliadora, al devolver el privilegio del descanso sabático y decretar la prohibición que fuesen molestados durante los oficios religiosos. También les permitió la observancia de las leyes dietéticas, pero jamás se les otorgó el pleno derecho de ciudadanía. La inmigración judía desde Siria y Egipto fue limitada, con el pretexto que los judíos eran portadores y propagadores de epidemias. Tenemos datos de otra agresión llevada a cabo alrededor del año 66 e.c., en la que murieron muchos judíos; según algunas fuentes, casi 50.000 personas. Este ataque tuvo como punto de partida la acusación de espionaje formulada contra un individuo judío. La matanza sólo pudo ser sofocada mediante el envío de tropas desde Roma. Los judíos en Egipto desde mucho tiempo atrás fueron obligados a pagar un impuesto per cápita más elevado que los otros residentes. Después de la destrucción del Templo debieron pagar un impuesto especial, que reemplazaba la contribución voluntaria del medio shekel anual al tesoro del Templo. III. LAS ACUSACIONES En el capítulo anterior hemos presentado algunos acontecimientos históricos dirigidos contra los judíos, como demostración del antisemitismo existente en la Antigüedad. Una lección de la historia universal nos enseña que para justificar determinados sucesos son necesarios argumentos, verdaderos o falsos, con los cuales se pueda movilizar la masa de hombres sencillos. Se prepara así espiritualmente el terreno para que, sobre la base de ese odio y desprecio ya esparcidos, pueda florecer la violencia. Fueron los escritores, oradores, políticos y demagogos, hombres de espíritu y de palabra, quienes ejecutaron esta tarea de agitación mucho más nociva que la violencia misma, durante todo el periplo de la historia judía. Esa clase de propagandistas del odio tuvieron una activa intervención en las persecuciones de la Antigüedad. Antes de tratar las verdaderas causas del antisemitismo de aquella época, veremos sucintamente cuáles eran las acusaciones que se formulaban como propaganda dirigida y organizada para fomentar el odio. En las fuentes históricas de la época se encuentran imputaciones tales como: - "los judíos consideraban a todo aquel que no fuera judío como su enemigo. Tenían hostilidad indiscriminada contra los gentiles. Eran inhumanos. No querían sentarse a la mesa ni compartir su comida con nadie que no fuera judío. No entablarían amistad con un gentil, ni le mostrarían el camino que lo conduce a la fuente" (Juvenal). - "Eran ateos y carecían de costumbres religiosas perceptibles. Eran un pueblo militante respecto a la divulgación de su religión, despreciando a los dioses de los demás pueblos. No participaban del culto estatal, ni ofrecían sacrificios a los emperadores, despreciando las costumbres nacionales. Eran gente con temeridad y desenfrenada locura" (Tácito). Una parte muy importante de las acusaciones se referían específicamente a la religión y práctica. Decían que los judíos deificaban al asno o al cerdo. Veneraban a su dios con sacrificio humano o bien de animales domésticos. La observación del descanso del día de Shabat (sábado) era solamente por pereza, y que era un día dedicado a la holgazanería (Séneca). También se decía que perdían una séptima parte de su vida en sentarse a la luz de una pequeña lámpara comiendo dulces sin hacer nada. Que ayunaban sin saber por qué; y que no trabajan en los séptimos años porque eran perezosos. No comían carne de cerdo porque les recordaba a la lepra por la cual habían sido expulsados de Egipto, o según otra acusación, por brujería. La circuncisión era considerada como una señal de su brutalidad y salvajismo. En resumen, el judaísmo era la base de muchas insensateces; y su primer legislador, Moisés, no era judío sino egipcio. El tercer grupo de acusaciones se refería a su comportamiento como hombres de la sociedad y como ciudadanos. Mencionaba que no merecían ningún respeto porque su origen era impuro; y como pueblo fueron expulsados por ser leprosos. No contribuían ni se adaptaban a la cultura, desconociendo hasta el idioma vernáculo. Eran ladrones y cobardes, misántropos, bruscos e impetuosos. No conocían las restricciones de la moral en su vida en común. Eran sucios y desaliñados; un olor desagradable emanaba de su cuerpo. Eran sacrílegos por que destruían los altares de las otras religiones. Divulgaban la magia. Eran astutos, malignos y engañaban a los demás. También los acusaban de provocar los incendios de las ciudades. No consideraban a sus compañeros y vecinos como sus hermanos y a su morada como su patria. Eran oportunistas porque en caso de guerra civil apoyaban a todo bando que suponían iba a ser victorioso. Apoyaban y aprobaban la opresión del pueblo por su gobierno, pero al mismo tiempo eran falsos en su fidelidad hacia la autoridad. Querían la igualdad de derechos, sin participar de las obligaciones. Trataremos de explicar el por qué de estas acusaciones. Los judíos, durante casi toda su historia en la Antigüedad, vivían como una minoría, estando sometidos a la opresión de los sectores mayoritarios. El simple hecho de vivir en forma distinta irritó a sus conciudadanos, suscitando adversidad, rencor y persecución. Esta vida transcurría predominantemente en barrios, elegidos voluntariamente por ellos mismos, para poder cumplir más estrictamente con sus preceptos. La vida interior de estos barrios provocaba temor y desconfianza, o repugnancia y desprecio. Cada persona consideraba que era su destino como individuo y como pueblo cumplir por convicción y por mandato divino resistir a la masificación. Esta actitud ofendía a las mayorías sumisas, a veces carentes de convicciones, que escuchaban y obedecían mecánicamente los mandatos de un jefe y de sus costumbres ancestrales. Los ataques contra el judaísmo en el terreno intelectual se suelen clasificar en tres grandes rubros: los que cuestionan sus orígenes; los que enumeran deficiencias casi congénitas de orden moral o espiritual y los que quieren demostrar que las leyes son intrínsecamente imperfectas y muy inferiores a las de los otros pueblos. Los antisemitas de la Antigüedad pusieron mucho empeño en negar los orígenes atribuidos al pueblo judío. En aquella época negar el origen noble de un pueblo o explicar su procedencia en forma ignominiosa, descalificaba totalmente al individuo perteneciente a ese pueblo, por muy altos que fuesen sus merecimientos propios. La importancia de tener ancestros esclavos en una sociedad estratificada y llena de prejuicios implicaba, según creían, que solo podían tener un comportamiento innoble y vil. Las masas en realidad entienden poco de genealogía, pero en cambio perciben y asumen fácilmente las acusaciones referentes a hechos cotidianos, a modalidades religiosas desaprobadas o a conductas que manifiestan una marcada diferencia con las que ellas practican y consideran como norma única y verdadera. Si, por añadidura, esas diferencias se explican sobre la base de un origen vergonzoso, resulta aún más sencillo descalificar a este grupo de individuos, sembrando la semilla del odio y afirmando que su presencia en el seno de la sociedad era un escándalo para las costumbres generales. Su ética o falta de ética, y su religión, ofenden las creencias y costumbres admitidas y sancionadas. Pero ¿qué otra cosa se puede esperar de los judíos? Son inferiores y su origen es infame, por lo tanto, ni siquiera se puede esperar que se adapten o se integren a la sociedad. En esta dirección iban preparando el camino para que las acusaciones de carácter político sean aceptadas: los judíos son peligrosos por carecer de un sentido de ciudadanía y por sus prácticas religiosas disolventes. Es evidente que en la población de Alejandría, los "nobles" griegos o egipcios merecían todo respeto, mientras que los judíos sólo el desprecio porque jamás se asimilaban, ni se permitían hacerlo en un futuro. Para justificar este desprecio y odio, empezaron a inventar historias referentes al pasado de los judíos. Uno de los temas favoritos de esas historias era la estadía y posterior expulsión de los hebreos de Egipto y el papel que desempeño Moisés en ese proceso. Una fuente de la época encontró una relación entre el triunfo de los egipcios sobre los hicsos y la expulsión de los judíos, quienes habrían sido los favoritos de los invasores. Otra explicación cuenta la victoria de los partidarios del culto antiguo, politeísta, sobre el culto monoteísta del Sol, y dado que los hebreos eran monoteístas, los egipcios no pudieron soportarlos más y los castigaron con la esclavitud y luego con la expulsión. Estas afirmaciones pudieron tener veracidad histórica o no; pero de ninguna manera eran verdaderos los infundios que se hicieron circular sobre enfermedades como la lepra, la peste u otras epidemias, que habrían padecido los judíos y por la cual fueron forzosamente expulsados. Esta versión tendenciosa y humillante se encuentra en las obras de Manetón, Chairemón, Lysimacho y Apión quienes, además de procurar avergonzar a los judíos, querían mejorar sus propias relaciones con los egipcios. Manetón fue el primero quien comenzó a difundir esta versión sobre el origen e historia de los hijos de Israel, describiéndolos como seres retardados, leprosos; a quienes en determinadas épocas los egipcios arrojaron de su país por el temor de que contaminasen su población. Después de haber relatado la liberación de la esclavitud y la huída de los esclavos a Canaán, escribe: "Su legislador llamado Osarsiph, un sacerdote de Osiris venerado en Heliópolis, al cambiar el nombre de la nación a formarse cambió también el suyo propio adoptando el de Moisés". Poseidonio también trató este tema con ligeras variantes. Para este autor, los egipcios habían acusado a los hebreos de ser impíos de espíritu y detestables, y los expulsaron como "leprosos espirituales". Estas acusaciones fueron consideradas suficientes como para atribuir un origen infame a los judíos y así exponerlos al odio de las masas. En la mentalidad antigua, una legislación no se aprobaba por su excelencia. La dignidad y superioridad quedaba comprobada por el carácter e importancia del legislador y por el origen que se le atribuía al código recibido. Al sostener que el legislador, Moisés era de raza y origen egipcio y sacerdote de un templo gentil de Heliópolis, ofendía no solamente a la personalidad de Moisés, sino que despreciaba indirectamente las leyes que a él se le atribuían, y de esta manera trataron de destruir el orgullo de la nación que las consideraba como suyas. En el segundo grupo de acusaciones que hemos mencionado se encontraba obsesivamente presente el carácter poco sociable de los judíos. También aquí se pueden encontrar explicaciones históricas: la encarnizada resistencia judía, bajo el comando de los Macabeos contra la helenización llamó la atención de sus contemporáneos. Ya en el siglo II antes de la era común, el estoico Poseidon de Apamea, al relatar el sitio de Jerusalén por Antíoco Epífanes, le atribuye la intención de avasallar por completo la raza judía, única entre las naciones que se negaba a mantener relación social alguna con los otros pueblos y a quienes consideraba irremediablemente como sus enemigos. Se necesitaba “fabricar” un pretexto. Antíoco mismo dijo ser testigo de que anualmente los judíos apresaban a un griego, lo engordaban y luego lo llevaban a un bosque para sacrificarlo de acuerdo con los ritos judaicos, consumiendo sus vísceras. Al inmolarlo, renovaban el juramento de eterna enemistad y odio contra los gentiles. Es suficientemente conocido que esta acusación es la transferencia sobre los judíos de una costumbre habitual entre los pueblos primitivos: la de sacrificar verdadera o, al menos simbólicamente, a sus adversarios para apoderarse de su fuerza o para provocar su destrucción. Si bien es una superstición muy primitiva, siempre demostró ser un eficaz instrumento para reavivar las chispas del odio. Con ciertas variaciones en los detalles, Lysimacho de Alejandría, Poseidonio de Apamea y otros autores retomaron esa fábula, que resultó importante como propagadora del desprecio hacia. Igual que la imputación de ser portadores de la lepra conllevaba la idea de impureza, asociada a la calumnia adicional de ser un grupo completamente insociable. Según Lysimacho, Moisés mismo exhortó a los judíos a no mostrar benevolencia hacia nadie y destruir cualquier altar de los dioses que encontrasen. Hecateio de Abdera escribió: “Moisés instituyó para los judíos un estilo de vida contrario al humanismo y a la hospitalidad". Otros autores griegos, como Diodoro de Sicilia, Filóstrato, y autores latinos como Pompeio Trago y Juvenal, mantenían viva la acusación que se encuentra resumida en forma lapidaria en el célebre pasaje de Tácito: “Los judíos mantienen entre si una visión obstinada, una activa conmiseración que contrasta con el rigor implacable que alimentan hacia los demás hombres. Nunca comen, jamás se acuestan en presencia de extranjeros y esa raza, aunque muy inclinada al libertinaje, se abstiene de todo trato con mujeres extranjeras”. Los pueblos que aspiraban a tener una buena organización política y social siempre adoptaron una ley, sobre la cual desarrollaron sus actividades. Las naciones antiguas, los egipcios, los griegos y los romanos, para dar firmeza, respeto y distinción a su legislación, le atribuyeron a la misma un origen antiguo y divino. Estaban convencidos de que una ley de origen humano carecería de la suficiente validez y resultando inferior a las de origen divino. Siguiendo esta línea de razonamiento, los autores egipcios, griegos y romanos proclamaron la legislación judía de origen humano, de Moisés, concluyendo que no podía ser buena, ni la gente que la aceptaba, correcta. Así surgió la acusación: los judíos, quienes, guiados por su legislación mosaica, son peligrosos por su carencia de sentido de ciudadanía y por sus prácticas religiosas. La negativa de los judíos a levantar imágenes de los emperadores en sus lugares de culto fue interpretada por los pueblos como una falta de patriotismo. De igual manera fue considerada la resistencia judía a servir en los ejércitos y la negativa de participar en los gastos de mantenimiento de los mismos. También fue muy mal vista la intención de obtener la igualdad civil y política total, sin participar de las obligaciones.. La ausencia de imágenes en las sinagogas era un hecho incomprensible para los gentiles. No se concebía, ni siquiera la posibilidad de que se adorara a una divinidad irrepresentable y de que el templo fuera el lugar elegido para la manifestación de fe en un Dios Invisible. En esta época, la gente no podía entender la existencia de una forma de religiosidad sin imágenes, aun si estas imágenes no fueran más que una cabeza un animal, sin valor alguno. La deducción continuaba así: si los judíos “expulsaron” las esculturas u otras representaciones de sus templos; allí no se practicaba la piedad sino el ateísmo. La pregunta era ¿qué tipo de legislación corresponde al ateísmo o para aquella época, que legislación surge de una persona “sin religión? Ninguna. La legislación judía era prácticamente inaceptable para los romanos. Tener en el mismo libro y con el mismo valor la legislación religiosa-nacional y la social, era algo que no se había visto nunca y que no se comprendía. Nunca, en su extenso imperio habian visto otros pueblos que estuvieran sometidos a tantas prohibiciones como el pueblo judío. Frente a este pueblo educado en las prohibiciones y en la represión de los instintos se alza la visión helénico-romana sobre el mundo que afirma la libre y desenfrenada realización de los instintos en la vida. Jamás comprendieron que el sistema de represión de los instintos, juntamente con otras prescripciones, había unido a los judíos en una comunidad organizada, mientras la cultura greco-romana se disgregaba en el individualismo absoluto y aislado. Un judío no tomaba del vino de un pagano, ni se sentaba a la mesa con él. La segregación ritual en el consumo de alimentos envenenó la intimidad de las relaciones sociales. Si un gentil quería casarse con una judía, la familia de ésta exigía la conversión, no sólo del individuo afectado, sino también de toda su familia, o por lo menos a renunciar a los lazos familiares. Los antisemitas detestaron todo lo que no fuera uniforme y no admitieron, por lo tanto, la existencia de grupos que no quisieran renunciar a su particularidad. Insistieron al afirmar que los judíos, por ser diferentes de los otros, merecían el menosprecio y el odio. Al rechazar las costumbre comunes, los judíos significaban un peligro de disolución social, por lo tanto había que luchar contra ellos. Es necesario destacar aquí la indignación que manifestaron ciertos autores antiguos por el proselitismo practicado por los judíos. La religión judía atrajo adeptos por su antigüedad, sus ritos exóticos, su vocabulario foráneo y por el prestigio resultante de aquella concepción que la sabiduría proviene del Oriente. Muchos se acercaron por estas ideas, por el alto nivel de la moral o por su singularidad, se incorporaron al judaísmo por propia voluntad, sin que mediara el proselitismo. Los ataques contra la religión judía mencionaron siempre los ritos y las manifestaciones exteriores, ya que los antisemitas eran incapaces de comprender el significado de estos actos del culto, falseando sistemáticamente su contenido. La síntesis del argumento de los autores antiguos respecto de dicha religión era: los judíos tienen un comportamiento religioso distinto al nuestro; por lo tanto están equivocados y, desde ya, son inmorales. En esa época, ya era conocida la idea "cuius regio eius religo[2]". Cada cual debía profesar y adoptar la religión del país donde vive. Más tarde, esta norma también fue recogida por las autoridades de la Iglesia. Si los judíos querían vivir en un cierto país, debían acomodarse a los usos religiosos de ese lugar. Si no, tenían que sufrir por su negativa a aceptar la religión estatal. Los griegos y los romanos no pudieron soportar que un pequeño pueblo, aislado y débil, dudara de sus creencias más sagradas y que alegaran que las Escrituras Hebreas eran las únicas que contenían la verdad divinamente inspirada. El enigma y el misterio que surgieron alrededor del culto judío y de la circuncisión, causaron también miedo y odio, aunque por distintas razones, entre los pueblos antiguos. En otras comunidades también se practicaba la circuncisión, pero solamente corno una señal de privilegio social o sacerdotal y esta práctica no era extendida a todo el pueblo. La practicaban los príncipes, los sacerdotes y los guerreros distinguidos, mientras la masa miraba con envidia a quienes recibían esa marca del privilegio, con esta solemne iniciación. En otras partes del mundo antiguo consideraban la circuncisión como una forma de la castración. Juzgaban a los judíos como crueles, sosteniendo que si el padre judío era capaz de castrar a su propio hijo, tanto más daños podrá causar a un no judío. Según algunos autores, esta idea bien pudo servir como antecedente de la acusación del crimen ritual. Algunos pueblos vencidos sumaban los dioses romanos a los suyos propios o al menos cambiaron algunos detalles al adoptar los nombres romanos a sus divinidades. Cabe la pregunta ¿Por qué adoptaron una actitud distinta con la religión judaica? La posible respuesta es que los judíos tenían convicciones religiosas más firmes. Divulgaban con orgullo que sus leyes tenían origen divino, por lo cual eran irreductibles y no admitían concesión alguna. Tampoco aceptaban que Dios fuera identificado con cualquier divinidad olímpica, imperial u oriental. Por supuesto, rechazaban la denominada religión universal, que se abría paso en la mente de los filósofos. Todas estas conductas judías irritaban a los pueblos con quienes ellos convivían y en particular a los gobernantes romanos. Buscando las raíces del antisemitismo en Alejandría, donde convivieron dos culturas: la helénica, nutrida por la tradición del Antiguo Egipto y la judía, encontramos que el creciente nacionalismo egipcio imponía la pretensión de restaurar las viejas tradiciones culturales y religiosas, y que tenían que ser acatadas por toda la población. Los descendientes greco – romanos tenían menos afinidad intelectual, pero eran los invasores y los dueños del país, mientras que los judíos nunca llegaron a ser políticamente influyentes. Quizás los recuerdos glorificados del Éxodo hirieron la susceptibilidad nacional de los egipcios, y el odio no era, sino la descarga del resentimiento que la población sentía contra los conquistadores, a quienes los judíos aceptaban. En el Imperio Romano algunos creyeron descubrir alguna semejanza entre la religión judía y el culto de Dionisio, perseguido en aquellos tiempos. Fueron identificadas ambas creencias en una sola, acusando a los judíos de haber divulgado el culto de Dionisio en el Imperio. ¿En qué se basaba semejante comparación? Los seguidores de Dionisio practicaban su culto en secreto, en general por la noche y únicamente entre iniciados. Su concepto sobre el pecado y sobre el perdón de los pecados era parecido al de los judíos. Roma se opuso oficialmente a este culto y condenó en forma severa a sus prosélitos. La coincidencia entre judíos y seguidores de Dionisio era casual y muy superficial, pero la aversión y la animosidad contra este culto influyo sobre los sentimientos romanos hacia el judaísmo. Los intelectuales de la época, sin duda alguna, no pudieron captar el concepto del Dios concebido por los judíos. Este Dios gobierna el mundo, según leyes rígidas y eternas, imposibilitando la formación de toda mitología, puesto que excluía la noción del juego incierto y misterioso del destino. El Dios de los judíos era – y es -, efectivamente, único en su género, y bajo este aspecto no podía ser comparado con los dioses de ningún otro pueblo. El origen de todas las demás religiones estriba en el sentimiento, en el enlace con la naturaleza y en la inseguridad del destino. El pueblo judío ha reprimido todos estos sentimientos para llegar a creer en el Dios de la razón, de la ley, del Dios lógico. Esto explica por qué la religión judía no tiene sus raíces en la vida, sino, por el contrario, se propone “formar” la vida según las leyes divinas. El judaísmo con su Ley, erigida en Dios y con su Dios erigido en la Ley, se opone a todos los dioses de los demás pueblos. Algunos autores antiguos llegan a una sorprendente conclusión: los judíos son ateos. Su franca oposición a las otras divinidades, su eterna negativa a ofrecer sacrificios en los altares estatales eran razones suficientes como para considerarlos raza impía. Cuando Pompeyo penetró audazmente en el Templo, en el año 63 antes de la era común, comprobó que en su interior no se veía imagen alguna, ni representación de alguna divinidad, que la casa se hallaba vacía y que los secretos de su santuario no eran tales. Los hebreos, al no ser adictos a un dios visible, eran considerados ateos; y esto equivalía, a la sazón, como un crimen. Aun que no nos llegaran documentos sobre la hostilidad a los judíos por razones económicas, podemos suponer que al igual que en otras épocas, también en la antigüedad había este tipo de justificaciones para el antisemitismo. Ningún autor de la época habló sobre la usura o las opulencias judías. Según una teoría, el origen del antisemitismo se remonta al supuesto hecho de que los judíos conquistaron y monopolizaron en todos los países el comercio y las finanzas. Con ello se aseguraron riquezas e influencias. El separatismo judío, que de por sí despertaba odio, cobró un acento peculiar debido a una cierta superioridad económica, manifiesta como una unidad económica herméticamente cerrada e impermeable para los extraños, por encima de las masas oprimidas. Al tener un judío o una comunidad judía en particular éxito en el comercio, suscitaban inmediatamente envidia y celos de aquellos que no habían escalado a la misma posición, desde la antigüedad hasta las épocas actuales. Recuérdese que en el Medioevo, los contribuyentes no odiaban tanto a los recaudadores judíos de impuestos, como aquellos que aspiraban a reemplazarlos. Cuando los judíos pusieron las bases del comercio internacional, nadie les dio importancia y nadie quería arriesgar bienes, pero cuando esta actividad les trajo beneficios, fueron acusados de comerciar solamente entre ellos mismos, y porque se reservaron, de hecho, el monopolio de esa profesión. El aumento de la influencia económica judía no era visualizado como agente transmisor de la afluencia de bienes y de prosperidad para la ciudad o el país, sino contrariamente, como hecho generador de odio contra los que lo traían. Hablar sobre la riqueza judía en esa época era tan incorrecto como decir que todos los judíos eran ricos. Los había ricos, pero la mayoría pertenecía a las clases media y baja. No todos eran comerciantes o banqueros, y sin embargo, su actividad económica pudo ser considerada factor contribuyente del odio que despertaba entre las masas. El problema de los judíos que vivían en Judea no era con Roma, ni con los emperadores, sino con sus delegados locales y con los procuradores. Los judíos debían someterse al poder romano que se manifestaba por su intermedio, y cuyas manos eran abusivas, oprimentes y ofensivas. Acrecentaban arbitrariamente tributos, ya de por sí excesivos, para su propio beneficio, y lo que era aún más penoso, cada vez con mayor sadismo ofendían los sentimientos nacionales y religiosos del pueblo, tratándolos como si fueran esclavos. Poncio Pilato, por ejemplo, introdujo las imágenes del emperador en la ciudad de Jerusalén, y para apagar la naciente sublevación, mandó ejecutar a millares de judíos. Otro procurador romano, Félix, contrató hombres para asesinar al Sumo Sacerdote, por venganza, dados los constantes reclamos de éste para que dispensara un mejor trato a los judíos. Los procuradores creyeron contar con carta blanca para hacer lo que mas les gustase. Desde su asiento en Cesárea, administraban como monarcas absolutos, contando con sus propias tropas para imponer su voluntad. El carácter de algunos de estos funcionarios era aterradoramente irresponsable, y no tenían capacidad para entender los puntos de vista de los judíos. ¿Qué podían hacer con un pueblo que se plantaba decididamente frente al palacio del procurador y declaraba su disposición a sacrificar su propia vida antes de permitir que los estandartes con la imagen imperial se llevaran en triunfo por la Ciudad Santa? ¿Cómo se podía mostrar paciencia ante un predicador ambulante que prometía a sus adeptos la liberación por orden divina? ¿Se podía creer seriamente que este predicador, que atraía multitudes, hablaba solamente de un reino que no era de este mundo y que no abrigaba intenciones de rebelión contra el Imperio Romano? Los rumores que circulaban sobre el origen y las costumbres de los judíos, que hemos detallado antes, no ayudaban a inclinar el ánimo en su favor. Muchos funcionarios romanos vinieron a Judea con el preconcepto del odio nacido de la influencia antijudía de los griegos y egipcios y por el muro contra el que se estrellaban ante una mentalidad espiritual radicalmente distinta a la que estaban acostumbrados. Para ellos había una incompatibilidad religiosa y cultural entre los gentiles y los judíos, entre el politeísmo y el monoteísmo, entre la satisfacción epicúrea y el ascetismo judío. Cada uno de los procuradores puso en práctica nuevos suplicios para subyugar a los judíos, ya no con la mira de acrecentar su explotación, sino para irritarlos y provocar una rebelión que justificaría un ataque del ejército romano y demostraría su poderío. No hubo límites para los insultos, ofensas o injurias, hasta que por fin llegó lo inevitable: la destrucción del Santuario y la eliminación de la independencia política que aún conservaban parcialmente. Roma había subyugado a muchas naciones y sus habitantes, hoscos o resignados, aceptaban el dominio romano, obedeciendo a las leyes impuestas. Tan solo los judíos, con su extraordinaria pasión por la libertad y especialmente por la libertad religiosa, se mantenían irreconciliables. Los romanos continuaban estrechando su sistema de opresión, pero a cada vuelta de torniquete, la ira y el resentimiento de los judíos se hacían más intensos. Impotentes contra el poder del tirano, se encerraban cada vez más en sí mismos, y su exasperada esperanza de libertad giraba en el vacío, alimentando las esperanzas de una inmediata intervención divina. Flotaba en el aire la idea de que el tiempo estaba maduro para el advenimiento del gran Libertador, del Mesías, del Rey, retoño de David, quien salvaría a su pueblo de la opresión. Las ideas de rebelión circulaban agitadamente y cualquier reunión podía tomar un giro sedicioso. El anhelo mesiánico inspiraba al pueblo judío en todo el imperio. Judea era como un polvorín y los romanos sofocaban con la máxima crueldad cualquier chispa que pudiera provocar un incendio. En sus orígenes el pueblo judío era completamente igual a los demás. Aprendieron lentamente a cultivar la tierra y las artesanías, siguieron desarrollándose con altibajos hasta que pudieron establecer un reino, un estado, pero que nunca se transformó en un imperio. Los judíos no tenían ningún rasgo especial que los diferenciara de los otros pueblos, y por eso mismo resulta sorprendente que mientras aquellos han desaparecido, los judíos sobrevivieron a lo largo de la historia. Creemos que este milagro es explicable únicamente por razones espirituales o intelectuales poco difundidos. Se dieron cuenta de que los ideales transmitidos por Moisés primero, por los profetas, y luego por los rabinos y los maestros, tenían una gran fuerza sostenedora. Ese descubrimiento les permitió soportar las persecuciones y les dio la convicción de que valía la pena sufrir. Sufrían, no por ser inferiores, sino por querer divulgar la enseñanza divina y cumplir la misión a ellos confiada. Su vida transcurría de tal manera que cada minuto estaba dedicado al servicio de Dios. La religión y el sentido nacional compenetraron su ser, regularon su vida y los transformaron en algo incomprensible para todos los observadores externos. El apego por la Torá, por la enseñanza, y su observancia hizo surgir entre ellos el sentido de la hermandad, pero al mismo tiempo, los separó de los demás pueblos. Cada judío, al cumplir con los preceptos, sabia que sus hermanos de otras ciudades, de otros países practicaban el mismo culto y esto los hacia sentir como una comunidad, un único pueblo. Estaban convencidos de que solamente así podían asegurar su supervivencia. Consideraron que la observancia no era una carga sino una obligación honrosa, y la sentían como su misión eterna para mejorar a la humanidad toda. Muchos historiadores preguntan, por qué el pueblo judío no pudo o no quiso acomodarse, o al menos adaptarse, al Imperio Romano. Todos los pueblos subyugados lo habían aceptado, menos el judío. Quizás la razón esté en el tremendo abismo que separaba el concepto de vida de los judíos y de los romanos. Sin embargo algunos siglos antes, los judíos convivieron con los griegos. Hubo luchas ardorosas y prolongadas entre ambos pueblos, pero al final el pueblo judío consiguió su libertad política y religiosa. Ambos pueblos pudieron interconectarse intelectualmente y se influyeron recíprocamente. A pesar de saberse diferentes, esa capacidad de convivencia permitió la transmisión de sus valores característicos en beneficio mutuo. Con Roma la situación fue diferente. El pueblo judío no había recibido la enseñanza de Horacio y Virgilio, ni el famoso derecho romano. El Imperio Romano no se presentó en Judea como portador de cultura, de intelecto. En nombre de Roma se presentaron feroces soldados, muchos de ellos de raza teutónica, procuradores inhumanos e infames, explotadores y recaudadores de tributos. Los judíos no se sintieron honrados por haber sido incorporados al Imperio Romano, tal como sucedió con muchas de las naciones que sufrieron la misma suerte. Por otra parte, el nacionalismo judío hervía al constatar cómo los extranjeros estaban pisando el polvo de la Tierra Santa. Cuando compararon sus propias leyes, costumbres y tradiciones con las del opresor, el resultado fue doloroso. El supremo valor y objetivo de la vida era el amor al prójimo, la solidaridad social, la fe en la justicia divina, y en la esperanza en el mejoramiento del mundo. La misión del hombre era el trabajo para lograr esa meta. El aprecio por el ser humano, la intelectualidad y el descanso sabático, eran conceptos completamente desconocidos y sin valor para los romanos. Los invasores fueron percibiendo poco a poco el sentimiento de rechazo de los judíos hacia ellos. Se dieron cuenta de que este pueblo subyugado permanecería por siempre ajeno, en una independencia espiritual que no tardaría en derivar en intentos de emancipación política. Todos los pueblos sometidos contribuyeron espiritualmente en algo al Imperio, y los romanos se mostraron agradecidos, de manera tal, que mandaron construir templos en Roma en homenaje a los dioses de estos pueblos vencidos. Contrariamente, los judíos no exigieron templo en Roma, ni lo admitieron. Pagaban sus impuestos y contribuciones, cumplían con los reglamentos estatales, pero no entregaron su espíritu, no sacrificaron su tradición, sus costumbres ancestrales, ni su religión nacional. Los romanos comprendieron que por mas presión que ejercitasen, el judío seguiría siendo judío por voluntad propia, porque se quería sentir elegido. Los romanos pretendieron quebrantar esta resistencia espiritual, y esa acción empeoró más rápidamente la convivencia. Para completar este cuadro cabe mencionar, que los grupos conservadores de Roma responsabilizaron a los judíos por el desmoronamiento progresivo de los principios morales tradicionales y opinaban, - como Tácito -, que los judíos constituían una amenaza para el orden establecido, pues subvertían sus tres pilares fundamentales: religión, patria y familia. Otros temían por la desaparición de la civilización antigua, que tanto amaban y apreciaban. IV. LAS FUENTES Los intelectuales de la época no tenían un real conocimiento sobre los judíos. Casi ninguno de los escritores, historiadores o filósofos, conocía la Biblia, ni las demás fuentes del judaísmo. Eran famosos por su superficialidad y se conformaron con repetir las acusaciones de los anteriores. Como consecuencia, las descripciones que realizaron sobre la vida y costumbres del pueblo judío estaban llenas de errores, fruto de la ignorancia. En las primeras fuentes literarias que mencionan a los judíos no se encuentra ningún rasgo de agresividad contra ellos, sino más bien una curiosidad benévola, pero también transmite un gran desconocimiento, que llevaría a algunas deducciones sorprendentes sobre la religión de los judíos. Sin mala intención, se comparaba y confundía el pensamiento judío con el de los filósofos orientales o hindúes. Algunas fuentes miraban a los judíos con simpatía y comprensión, respetando las diferencias. Exceptuando el Libro de Ester y el apócrifo 3er. Libro de los Macabeos, hasta el siglo IV no encontramos literatura alguna en contra. El primer autor cuya obra nos llega y que menciona por primera vez la expulsión de Egipto, es Hecateio de Abdera. El historiador egipcio Maneton describió los acontecimientos de su país con abundante uso de las fuentes jeroglíficas. Vivió en el siglo III antes de la era común. Su obra sigue cronológicamente la lista de los reyes y las dinastías egipcias, con el agregado de cuentos populares de valor histórico discutible. Atribuye a los judíos un origen impuro, identificando además a Moisés con Osarsiph, y a los judíos con los hicsos de Avaris. Las obras de Apolonio Molon (siglo II a.e.c.) no llegaron directamente a nosotros. Sin embargo, Flavio Josefo, en su apología, habla del gran antisemita, Apión, y cita la diatriba contra los judíos escrito por Apolonio Molon, donde acusaba a los judíos de ser arreligiosos, antihumanos, irrespetuosos de las leyes y normas reales e incapaces de toda actividad útil. Poseidonio, estoico griego siríaco (135-50 a.e.c.) expresó en sus obras desprecio contra los judíos. No conocemos los originales de los libros por él escritos, pero parece que era el inspirador de Apión. Sin embargo podemos afirmar, que Poseidonio encuentra algunos rasgos valiosos en la religión hebrea tales como el monoteísmo, el reposo sabático, la falta de imágenes, etc., y hace diferencias entre el contenido ancestral de las enseñanzas judaicas y las supersticiones y ritos extraños, que fueron agregados más tarde. Diodoro de Sicilia, historiador griego (siglo I. a.e.c.) menciona con gran énfasis la acusación de que los judíos siempre estaban separados y que no querían convivir con los demás pueblos. Estrabón (66-24 a.e.c.) también escribe contra los judíos: "Este pueblo ha abierto su camino en todas las ciudades y no es fácil encontrar un lugar en el mundo habitado que no haya recibido a este pueblo y donde el no haya hecho sentir su poderío"; o en otro lugar: "... los judíos se gobiernan por un etnarca nombrado de sus propias filas quien gobierna al pueblo, decide juicios, supervisa los contratos, como si fuera jefe de un estado soberano". Lysimacho, egipcio de Alejandría (alrededor de 30 a. E. C.) repite y magnífica las fábulas de Manetón, con todo su rencor antijudío. Apión (siglo I a.e.c.) fue tal vez el más peligroso de los antisemitas de la época, puesto que no solamente escribió contra los judíos, sino que divulgó propaganda antisemita, calumnias en Grecia y en Asia Menor. Recogió todas las acusaciones inventadas por sus antecesores, agregó otras nuevas. Presentó varias obras literarias contra los judíos y se puede decir que fue el primer antisemita práctico y tendencioso. Como ya hemos mencionado, difundió la leyenda inventada por Manetón, contando que los judíos proceden de un grupo de leprosos u hombres impuros, infectados por diversas enfermedades. En un principio, contaron con la protección y el apoyo de Amenofis y llegaron a adueñarse de Egipto con la ayuda de gente que vino de Jerusalén, para colaborar con ellos; siendo finalmente expulsados por su antiguo protector Amenofis y por el rey Ramsés. El jefe de los revoltosos, Osarsiph, sacerdote de Heliópolis, había cambiado su nombre por el de Moisés. Decía que los judíos llegaron a radicarse en Alejandría clandestinamente, bajo los gobiernos de Filometer y Physeon mantuvieron una conducta sediciosa, siendo hostiles para con los dioses alejandrinos y rehusaron erigir estatuas al emperador romano. El autor intentó destruir las raíces ancestrales del pueblo judío, y por eso no solamente reedita y amplía las acusaciones referentes al culto de una cabeza de asno y al homicidio ritual, sino que agrega que el pueblo judío, por naturaleza, es esclavo y servil, carece de civismo, no ha dado grandes personalidades al mundo como los otros pueblos lo hicieron, abusa de los sacrificios con animales, observa normas alimentarías absurdas, practica la circuncisión y otras costumbres extrañas que son pruebas evidentes del peligro que significarían para las naciones que los toleraran. Chairemon (alrededor de 50 a.e.c.) contemporáneo de Apión, sacerdote del antiguo culto egipcio, afecto al estoicismo, repite la narración de Manetón agregando otras imputaciones por su propia cuenta. Este hombre, erudito y prestigioso, aportó mucho a las persecuciones contra los judíos. Hermaisco, jefe antisemita del siglo II dice así (a Trajano): “me duele ver que vuestro concejo privado esté lleno de judíos". Muchos de los escritores e historiadores romanos difundieron noticias sobre los judíos. Algunos con indiferencia, otros con moderada antipatía, y algunos con odio. Entre los últimos el más importante es el gran historiador Tácito (55-120 e.c.). Al igual que todos los demás nombrados, consideraba a los judíos como pertenecientes a un mundo separado y encerrado en sí mismo. Afirmaba que no sólo sus costumbres y tradiciones eran distintas, sino que su religión resultaba inconcebible a ojos romanos. Sugería, que hasta tanto no amenazaran la seguridad del Imperio Romano podrían ser tolerados, pero que el punto de vista nacional judío, y sobre todo su concepto mesiánico, eran facetas que representaban un serio peligro para el Imperio, por lo que merecían ser perseguidos y destruidos. Repite las acusaciones conocidas y emite su propia opinión: los judíos carecen de cultura, desprecian a los demás pueblos, son repugnantes y no valen nada. Cicerón (siglo I. a.e.c.), el más elocuente de los oradores romanos, en su discurso de defensa en el caso de Valerio Flaco, ya en la época en que Judea había sido puesta bajo la dominación romana, dijo: "Aunque Jerusalén permaneciera y los judíos se comportaran pacíficamente con nosotros, la simple práctica de sus ritos sagrados estaría en oposición con la gloria del Imperio, con la dignidad de nuestro nombre y con las costumbres de nuestros antepasados", y continúa: "vosotros sabéis qué multitud numerosa forman, cómo son solidarios entre sí, cuán grande es su influencia”. Horacio (65-8 a.e.c.) y Juvenal (42-125 e.c.) ponen en ridículo en sus sátiras a los neófitos judíos, Valerio Máximo (siglo I. e.c.) los acusa de corromper las costumbres romanas mediante un culto nuevo. Séneca (2-65 e.c.) afirma que las prácticas de los judíos - pueblo perverso - han prevalecido en forma tal que son aceptadas y los vencidos han dictado sus leyes a sus vencedores. V. CONCLUSIONES ¿Por qué las cosas sucedieron de esta manera? Un midrash, antiguo relato de la tradición judía dice así: ”El ángel defensor de Israel recrimina a Dios: Los hijos de Israel son perseguidos no por idolatría, ni por impureza o por asesinos, sino sólo porque ellos observan Tus mandamientos y viven según Tus preceptos." ¿Dónde y cuando empezó el antisemitismo? ¿Cuál fue la causa y cuáles sus efectos? ¿Fue el odio lo determinante de la situación social de los judíos, o bien al contrario, su posición social incitaba al odio? ¿Cómo podemos descubrir el origen de este odio? El pueblo judío, exceptuando el pequeño grupo que vivió en Judea, permaneció en constante dispersión y siempre constituyó una minoría en el seno del pueblo huésped, diferenciándose de los demás por su religión, su mentalidad y estilo de vida. Este judaísmo constituía una unidad homogénea, garantizada por su religión. Por eso es evidente que el blanco ideológico del antisemitismo de la Antigüedad era la religión. Los ataques se dirigían contra los miembros de la comunidad religiosa, y el individuo se consideró siempre distinto de los demás por pertenecer a la comunidad, es decir, por ser judío. No se puede negar, por otra parte, que un aura de adversidad rodeaba a los judíos en todo momento en que vivieron en la Diáspora. Esta adversidad, muchas veces manifestada en odio, buscaba constantemente justificarse, para creer y hacer creer a los demás que los judíos merecerían plenamente este odio inacabable e inagotable que les acompañaba por doquier. Ya desde su aparición en el escenario de la historia, diferentes razones, tanto internas al judaísmo como circundantes, llevaron a establecer una separación muy clara entre ellos y los demás pueblos, a raíz, principalmente, de la religión. Según esta religión, Dios escogió a Israel para ser su pueblo preferido, y esta convicción de ser el pueblo electo del Señor, llevó a los judíos a separarse, a aislarse de los demás y vivir en medio de los pueblos, cumplir con su destino de divulgar la moral entre las naciones. Sin embargo, mientras los demás pueblos contemporáneos del antiguo Israel perecieron, fundiéndose en los otros y desapareciendo en el ingente flujo de la historia, los judíos parecen haberse armado de la energía necesaria para defenderse contra ese mismo destino, con el resultado de su conservación hasta el día de hoy. El misterio de su supervivencia jamás pudo ser comprendido o explicado. Por fin, tenemos que volver una vez más a aquel judaísmo tradicional e histórico que se fundamentaba en la Alianza de una comunidad confiada en el Dios protector y amparador. Se observa palmariamente la diferencia fundamental que existe entre el espíritu judío y aquel otro espíritu contemporáneo, semejante a la que separa las concepciones del colectivismo y del individualismo, tan opuestas que provocaron forzosamente el odio. En el judaísmo, la idea de la comunidad pesa en las almas y en los hechos del individuo. La misión de todo el pueblo es demasiado grande y sublime para que el individuo pueda encontrar en ella su pequeña felicidad personal. Por esta razón, el judaísmo bíblico y talmúdico desconocía el placer que hace olvidar todo, tampoco reconocía el éxtasis por la satisfacción de los instintos. Sofoca los afectos e impulsos sintiendo la íntima necesidad de supeditarse a una instancia suprema, a Dios, a quien se ligó con leyes rígidas hasta en las más mínimas manifestaciones emocionales. ¿Por qué comenzó el antisemitismo, y por qué perdura aún en nuestros tiempos? Quizás por que la humanidad jamás ha podido perdonar al pueblo judío que hubiera sido él quien diera a todos los hombres la creencia en un solo Dios, en lugar de los dioses paganos, mucho más cómodos, y que sustituyera las religiones de mitos por la religión de la Ley y de la Biblia, obligando a renunciar a tantos placeres y a ligar sus instintos destructores con la cuerda de los Diez Mandamientos. |
miércoles, 23 de noviembre de 2016
El Antisemitismo en la Antigüedad
El Antisemitismo en la Antigüedad
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