Cristóbal Colón
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tantos rasgos ambiguos como la del navegante que llamamos Cristóbal
Colón,
pese a que no nació con ese nombre. Es reconocido como «el descubridor
de América», aunque él nunca lo supo y, desde un
punto de vista estricto, no lo haya sido cabalmente. Su verdadera
identidad, su lugar de nacimiento, su origen nobiliario o plebeyo, sus
estudios o ignorancias,
sus aventuras de juventud, sus ambiciones o mezquindades y sus
conocimientos ciertos o delirios afortunados se han prestado a numerosas
disquisiciones
y debates entre biógrafos e historiadores.
Cristóbal Colón (retrato de Rafael Tejedo, 1828)
años después), las investigaciones de los eruditos españoles Muñoz y Fernández Navarrete y el más reciente Diplomatorio
Colombino dan cuenta, definitivamente, de su origen genovés y
humilde, y permiten reconstruir sin mayores dudas ni lagunas los
avatares de
su agitada e intensa biografía.
Respecto a la importancia de su hazaña cabe señalar que fue
sorprendente en lo geográfico y oportuna en lo político, pero
no tan novedosa en lo científico como se suele afirmar. La ciencia de
fines del siglo XV ya aceptaba que la Tierra era un globo esférico,
sabía que teóricamente se podía llegar a las antípodas navegando hacia
el oeste, conocía la existencia de islas y tierras
septentrionales exploradas por vikingos y daneses, y suponía que quien
intentara arribar a las Indias por el poniente podía tropezar en su
camino con alguna «terra incógnita».
Desde la Edad Media existían especulaciones y leyendas sobre los
límites del Mar Tenebroso. El irlandés San Brandán habló ya
de un gran continente y de «una inmensa isla con siete ciudades», e
historias parecidas se registran en las tradiciones gaélicas, celtas
e islandesas, mientras que los árabes peninsulares mencionan la
expedición de los magrurinos, que zarparon de Lisboa y «después
de navegar once días en dirección al oeste y veinticuatro días hacia el
sur» llegaron a unas tierras donde pastaban ovejas de
carne amarga.
Ya en siglo XIV, el veneciano Niccolò Zeno dibujó un mapa en el que se definían claramente Groenlandia y las costas de Terranova
y Nueva Escocia. Y unos años antes el cardenal Pierre d'Ailly, en su obra Imago Mundi, desarrolló con toda amplitud la idea de llegar
a los dominios del Gran Kan (descritos por Marco Polo) tras una travesía relativamente breve hacia el oeste. El propio Colón
estaba absolutamente convencido de que hallaría tierra firme «unas setecientas leguas más allá de las Canarias».
Cristóbal Colón (supuesto retrato de Sebastiano del Piombo, 1519)
cartógrafos y navegantes como posible alternativa a la larga ruta de las
especias.
Tanto, que uno de los mayores temores de Colón era que otro se le
adelantara en cruzar el Atlántico. Pero lo que ni él ni los sabios
o los marinos de ese tiempo podían imaginar era la inmensa extensión de
la «terra incógnita», ni la inesperada vastedad
del Pacífico. Ése fue el verdadero descubrimiento científico que se
inició aquel día de 1492: no sólo apareció un «Nuevo
Mundo», sino que el antiguo globo terráqueo se expandió a casi el doble
del tamaño que se le suponía.
Un joven aventurero
El estudio comparado de diversas documentaciones permite asegurar que
el futuro navegante nació en Génova y que tal hecho debió de
ocurrir entre el 25 de agosto y el 31 de octubre del año 1451. Se le dio
el nombre de Cristóforo, y fue el primer hijo del matrimonio formado
unos cinco años antes por Doménico Colombo y Susana Fontanarossa. La
familia estaba asentada en la Liguria desde por lo menos un siglo atrás,
aunque sus miembros siempre fueron campesinos o artesanos sin medios de
fortuna. El propio Doménico parece haberse trasladado desde Quinto a
Génova
alrededor de 1429 para aprender el oficio de tejedor. Los Colombo
tuvieron otros tres hijos y una hija, Bianchinetta. Dos de estos
hermanos Colombo habrían
de jugar un papel preponderante y continuo en las aventuras y
desventuras del primogénito: Bartolomé y Giacomo. Al segundo de ellos
se le llamaría Diego en España.
Apenas tenía Cristóforo edad suficiente cuando ayudaba ya a su padre
en sus sucesivos trabajos como quesero y tabernero, o lo acompañaba
en viajes de negocios a Quinto o Savona. Era un chico despierto e
inquieto, pero no consta que hubiera seguido ningún tipo de estudios. Lo
que verdaderamente
le atraía era el puerto, los relatos de marineros, las naves que
llegaban de tierras lejanas. Génova era un importante centro del
comercio
marítimo y no le costaba mucho al joven Colombo enrolarse en los barcos
de las grandes compañías navieras de la ciudad, que realizaban
diversos itinerarios mercantiles por el Mediterráneo. Así aprendió, en
la práctica sobre cubierta, el oficio del mar. Hablaba
con los pilotos de vientos y corrientes, leía las cartas marinas y
ensayaba el uso de los instrumentos náuticos. A los veinte años
era ya un buen marinero.
Las carabelas de Colón
la isla griega de Quíos, que formaba parte de los dominios genoveses,
en 1476 Cristóforo se embarcó en una flotilla comercial con destino a
Flandes. Pero, a poco de atravesar el estrecho de Gibraltar, un suceso
providencial cambiaría la vida del joven Colombo. Era el momento en que
portugueses y franceses apoyaban a Juana la Beltraneja en la lucha por
la
sucesión
de Castilla, y navíos de guerra galos atacaron sin mayor razón que el
bucanerismo al convoy genovés.
Hundida su nave, Cristóforo alcanzó a nado la costa lusitana. Poco
después se encontraba instalado en Lisboa, como agente de la
importante casa naviera Centurione, armadora de la flotilla atacada.
Allí cambió su nombre por Cristóbal y su apellido por Colomo
o Colom, mientras se le reunía su hermano Bartolomé, también marino e
interesado en la cartografía.
Cuenta la tradición que los Colomo llevaban una vida aposentada y
tranquila, y que el mayor acostumbraba oír misa en el convento de
Santos.
Allí se fijó en una de las pupilas, Felipa Moniz Palestrello, joven
hermosa y de familia importante. La madre, Isabel Moniz, era de noble
linaje, emparentado con el de Braganza; el padre, Diego Palestrello,
también genovés, estaba estrechamente relacionado con las empresas
náuticas
de la corona portuguesa y era a la sazón gobernador de la isla de Porto
Santo, en el archipiélago de Madeira. Cristóbal pidió y
obtuvo la mano de Felipa en 1477, y un año después nació un hijo al que
bautizaron como Diego.
Bajo la influencia de su suegro, Colón se interesó cada vez más en los aspectos geográficos y científicos de la navegación,
apartándose de su faceta meramente comercial. En esto pudo pesar también su temprana viudez (Felipa murió un año después
de dar a luz) y sus desavenencias con la casa Centurione, a la que puso el prolongado pleito parcialmente reflejado en el Documento Aseretto.
El gran proyecto
A partir de ese momento, Cristóbal Colón comenzó a soñar y diseñar el
ambicioso y desmesurado proyecto que habría
de obsesionarlo toda su vida: descubrir una ruta más corta y segura a
las Indias, navegando hacia occidente. Ya se ha dicho que la idea
teórica
estaba bastante difundida y se han citado antecedentes más o menos
legendarios, a los que hay que agregar los que el propio navegante pudo
recoger
en sus estancias en Porto Santo y la atmósfera de «expansión oceánica»
que se respiraba en Portugal a partir de los
descubrimientos y exploraciones de los archipiélagos atlánticos y las
costas de África.
Pero es probable que el factor desencadenante fuese una carta que el sabio florentino Paolo dal Pozzo Toscanelli
había dirigido
al canónigo lusitano Fernando Martins para que interesara al rey de
Portugal en sus ideas. El documento -o una copia de éste- llegó a
manos de Cristóbal Colón, quizá por mediación de Diego Palestrello. La
teoría del humanista de Florencia resume los
conocimientos de la época sobre el globo terráqueo, que acertaban en su
forma esférica y erraban en el cálculo de sus dimensiones,
adjudicando sólo 125 grados a la distancia que separaba Canarias de
Asia.
El primer viaje de Colón
expedicionario y la elevó al rey Juan II. El monarca portugués
puso como condición que no se zarpase desde las Canarias, pues en caso
de que el viaje tuviera éxito, la Corona de Castilla podría
reclamar las tierras conquistadas en virtud del Tratado de Alcaçovas. A
Colón, que sólo confiaba en los cálculos que había
trazado desde las Canarias, le pareció demasiado arriesgado partir de
Madeira, de modo que no hubo acuerdo. Hay quien dice que el monarca
recelaba
de aquel extranjero sin títulos ni estudios, y envió en secreto otra
expedición que terminó en fracaso. Resentido por este
engaño, o más probablemente a causa de sus apuros económicos y la
ilusión de encontrar otro protector, Cristóbal abandonó Lisboa
junto a su hijo Diego y su hermano Bartolomé. Bordearon la península con
la intención de dejar al pequeño Diego a cargo de
su tía
materna Violante Moniz, que vivía en Huelva.
En el camino se detuvieron en el cercano convento franciscano de La
Rábida, donde se alojaron como albergados. El padre guardián, fray
Juan Pérez, que había sido confesor de la reina, se entusiasmó con el
proyecto del extranjero que se hacía llamar Xrobal Colón
(XR era en la época el anagrama de Cristo), e interesó en él a su
erudito cofrade fray Antonio de Marchena, experto en astronomía
y cosmografía. Ambos frailes le dieron recomendaciones para el duque de
Medinaceli, quien se apasionó por la idea y retuvo a Colón
durante más de un año, con el propósito de preparar la expedición. Pero
los Reyes Católicos desautorizaron tal proyecto,
y todo lo que pudo hacer el duque fue enviarles al navegante a su corte
de Córdoba.
Una vez más, en 1486, un consejo de sabios reunido en Salamanca desaconsejó la empresa, quizá porque ya poseían indicios
de lo extenso y arduo de la travesía. Pero la reina Isabel la Católica,
pese a estar
enzarzada en la guerra de Granada, no descartó del todo la idea de
llevar a las Indias el pabellón de Castilla; otorgó una pensión
al navegante y le rogó que
permaneciera en Córdoba. Cristóbal se instaló en un mesón, donde entabló
relación con la joven Beatriz Enríquez,
veinte años menor que él. De esa unión nació en 1488 un hijo, Hernando Colón,
que sería el primer
biógrafo del Almirante y el principal responsable de los ocultamientos y
ambigüedades que durante siglos envolverían a su figura.
Cristóbal Colón y su hijo Diego en el convento de La Rábida (óleo de Giustiniano Degli Avancini, 1834)
recibieron con mejor talante a Colón. Pero las pretensiones del
extranjero resultaban desmesuradas: el almirantazgo de la Mar Océana, el
virreinato hereditario de las tierras que encontrara y una parte
importante
de todas las riquezas que él o sus hombres obtuvieran por conquista o
por comercio. El rey Fernando
el Católico le hizo
notar su exceso; la reina Isabel, en cambio, le despidió con vagas
promesas. Colón, harto de su deambular ibérico, resolvió llevar
su proyecto ante el rey de Francia.
Los frailes de La Rábida consiguieron disuadirlo y, con la
colaboración de los cortesanos Luis de Santángel y Juan de Coloma,
convencieron
a los monarcas católicos de avenirse al llamado Protocolo de Santa Fe,
que en 1492 concedió al Almirante los títulos y prebendas que
exigía, aunque sólo el diez por ciento de los eventuales beneficios.
Pero los exhaustos tesoros reales no aportaron un solo maravedí para
financiar la expedición; pese a lo que diga la leyenda, las joyas de la
reina ya habían sido pignoradas a los usureros valencianos. Con
ellos tuvo relación Santángel, a quien se debió la brillante idea de
hipotecar el arrendamiento de los derechos genoveses al puerto
de Valencia, baza que tomó, por mediación del propio Cristóbal Colón, el
rico banquero ligur Juanoto Berardi. Resuelto el problema
financiero, sólo faltaba hallar los barcos y las tripulaciones.
El descubrimiento de América
Tuvo entonces Colón otro encuentro providencial: Martín Alonso Pinzón,
acaudalado armador, viejo lobo de mar y
próspero mercader de Huelva, que se apasionó por el proyecto colombino.
Gracias al prestigio de Pinzón, los recelosos marinos onubenses
aceptaron enrolarse en la extraña empresa, y los armadores Pinto y Niño
accedieron a desprenderse de sendas carabelas que serían bautizadas
con sus nombres. Martín Alonso y su hermano Vicente Yáñez Pinzón pilotarían esas naves, mientras que
el Almirante escogió una nao cantábrica anclada en el puerto de Palos, llamada Marigalante. Su armador, el cartógrafo Juan
de la Cosa, ofreció incorporarse a la expedición como maestre, y la
nave capitana fue rebautizada como Santa María. Restaba
aún comprar aparejos y provisiones. Los hermanos Pinzón y sus amistades
reunieron el dinero faltante, y todo quedó listo para hacerse
a la mar.
Salida del puerto de Palos
a la oposición de Martín Alonso y las dudas de Juan
de la Cosa, Colón insistió obcecadamente en mantener el derrotero que
marcaba el grado 28 de latitud, que pasaba por la isla de Hierro. Por
fortuna, intuición o saberes que el Almirante no reveló, ese rumbo se
mostraba muy favorable para avanzar sin zozobra hacia el poniente.
Y la pequeña escuadra se internó en el enigma del «Mar Tenebroso».
Pero pasaron más de dos meses sin avistar tierra y se produjeron
conatos de rebelión, reducidos gracias a la autoridad indiscutida de
Pinzón. Fue también el veterano piloto quien finalmente convenció a
Cristóbal Colón de torcer el rumbo al sudoeste.
Pronto comenzaron a ver ramas flotantes, pájaros y otros signos
inequívocos de que se acercaban a una costa. Debe decirse que, si
hubieran
seguido el derrotero del paralelo 28, habrían llegado a la Florida, y
quizá la historia de América hubiese sido otra.
En la noche del 11 al 12 de octubre de 1492, el marinero Juan
Rodríguez Bermejo, apodado el Trianero, dio el grito de «¡Tierra!» desde
la cofa de La Pinta. Al amanecer desembarcaron en una isla (Guanahaní o
Watling, en las Bahamas), a la que Colón dio el nombre de San Salvador.
Convencido de encontrarse en los dominios del Gran Kan, el navegante
recorrió el archipiélago en busca de riquezas. Pero sólo hallaron
forestas tropicales y nativos desnudos. Luego de tocar la isla de Juana
(Cuba), la Santa María encalló irremisiblemente en la costa de La
Española (actual isla de Santo Domingo).
Primer desembarco de Cristóbal Colón en América (Dióscoro Teófilo Puebla, c. 1862)
precario fuerte, que llamó La Navidad por ser 25 de diciembre.
Quedaron allí unos pocos voluntarios; el resto de la expedición
emprendió el regreso el 4 de enero de 1493. El Almirante capitaneaba
La Niña y ordenó gobernar al norte, rumbo aparentemente erróneo. Pero
una vez más acertó, pues la corriente del golfo
lo enfiló sin dificultad hacia la península, mientras La Pinta de Martín
Alonso Pinzón era desviada por un temporal. Arribaron el
uno a Lisboa y el otro a Bayona (Galicia). Y en tanto Colón rechazaba
las ofertas de Juan II de Portugal para apropiarse del descubrimiento,
Martín
Alonso Pinzón, enfermo, moría poco después.
Los Reyes Católicos recibieron a Cristóbal Colón en Barcelona con gran pompa y ceremonia, sin dejarse convencer por las intrigas
que ya se tejían contra él. Le confirmaron sus títulos y privilegios y por real cédula adicionaron un castillo y un león
a su escudo de armas. Pero el Almirante sólo pensaba en regresar a las Indias, y esta vez con gran despliegue náutico.
El 25 de septiembre de 1493 zarpó de Cádiz al frente de una poderosa
flota de mil quinientos tripulantes, con capitanes como Ponce de León,
Pedro de Margarit o Bernal Díaz, eclesiásticos, cartógrafos y el hidalgo
conquense Alonso de
Ojeda, que llegaría
a ser paradigma del conquistador temerario. Este segundo viaje duró más
de dos años y en él se exploraron las Pequeñas
Antillas y las islas de Puerto Rico y Jamaica, además de bordear las
costas de Cuba. El antiguo fuerte de La Navidad había sido arrasado
por los indios, y Colón fundó un
nuevo enclave que denominó La Isabela. Dejó allí como adelantado y
gobernador a su hermano Bartolomé Colón,
no sin antes reprimir duramente a los nativos con la ayuda de Ojeda. En
el ínterin habían llegado a la península noticias, quizás
interesadamente exageradas, sobre las arbitrariedades del Almirante y
las matanzas de indígenas. Lo cierto es que Colón resultó tan
torpe gobernante en tierra como insigne nauta en el mar.
Cristóbal Colón ante los Reyes Católicos (Juan Cordero, 1850)
autorizaron un nuevo viaje «para
enmendar los yerros» que pudiera haber cometido. Seis carabelas
partieron de Sanlúcar de Barrameda el 30 de mayo de 1498, tripuladas en
su
mayor parte por penados: tanto era el temor y la desconfianza que ya
inspiraban las historias de mucho riesgo y poco beneficio que llegaban
de las nuevas
tierras. Esta tercera expedición fue la que llegó más
al sur, circundando la isla Trinidad y avistando la desembocadura del
Orinoco, en la actual Venezuela. Pero a Colón le acuciaba volver a La
Española,
tras una ausencia de treinta meses. Encontró allí un verdadero caos. El
corregidor Francisco
Roldán, apoyado por
ex reclusos y caciques inamistosos, se había sublevado contra sus
hermanos Bartolomé y Diego Colón, mientras las fuerzas regulares
permanecían neutrales.
Incapaz de dominar la situación, el Almirante reclamó auxilio a la corona, reconociendo tácitamente sus desaciertos como virrey.
Meses más tarde, tras nuevas bravatas de Roldán y excesos de los Colón, arribó el comisario real, Francisco
de Bobadilla. Éste
mandó apresar a los tres hermanos, que al llegar a la península
permanecieron encarcelados en Cádiz. La historiografía actual
entiende que la actuación de Bobadilla fue correcta, dadas las
circunstancias. No obstante, los reyes ordenaron liberar a los
detenidos, aunque
privaron provisionalmente a Cristóbal Colón de la gobernación del Nuevo
Mundo.
Tanto porfiaba el Almirante en volver que finalmente se le permitió
embarcar, aunque con expresa prohibición de acercarse a La Española.
En este cuarto y último viaje tocó las costas de Centroamérica (Panamá,
Costa Rica, Nicaragua). Regresó cansado y enfermo
para afincarse en Valladolid, donde (contra otro mito muy difundido)
disfrutó de muy buenas rentas hasta que le sorprendió la muerte el 20
de mayo de 1506. Inicialmente fue enterrado en Sevilla; años después, su
hijo Diego Colón trasladó sus restos
a La Española (Santo Domingo), de la que era gobernador.
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