lunes, 16 de enero de 2017

Victoria I de Inglaterra. Biografía.

Victoria I de Inglaterra. Biografía.




Victoria I de Inglaterra

La reina Victoria de Inglaterra ascendió al trono a los
dieciocho años y se mantuvo en él más tiempo que ningún otro soberano de
Europa. Durante su reinado, Francia conoció dos dinastías regias y una
república, España tres monarcas e Italia cuatro. En este dilatado
período, que precisamente se conoce como "era victoriana", Inglaterra se
convirtió en un país industrial y en una potencia de primer orden,
orgullosa de su capacidad para crear riqueza y destacar en un mundo cada
vez más dependiente de los avances científicos y técnicos. En el
terreno político, la ausencia de revoluciones internas, el arraigado
parlamentarismo inglés, el nacimiento y consolidación de una clase media
y la expansión colonial fueron rasgos esenciales del victorianismo; en
lo social, sus fundamentos se asentaron en el equilibrio y el compromiso
entre clases, caracterizados por un marcado conservadurismo, el respeto
por la etiqueta y una rígida moral de corte cristiano. Todo ello
protegido y fomentado por la figura majestuosa e impresionante, al mismo
tiempo maternal y vigorosa, de la reina Victoria, verdadera
protagonista e inspiradora de todo el siglo XIX europeo.

Victoria I de Inglaterra
La
que llegaría a ser soberana de Gran Bretaña e Irlanda y emperatriz de
la India nació el 24 de mayo de 1819, fruto de la unión de Eduardo,
duque de Kent, hijo del rey Jorge III, con la princesa María Luisa de
Sajonia-Coburgo, descendiente de una de las más antiguas y vastas
familias europeas. No es de extrañar, por lo tanto, que muchos años
después Victoria no encontrase grandes diferencias entre sus relaciones
personales con los distintos monarcas y las de Gran Bretaña con las
naciones extranjeras, pues desde su nacimiento estuvo emparentada con
las casas reales de Alemania, Rumania, Suecia, Dinamarca, Noruega y
Bélgica, lo que la llevó muchas veces a considerar las coronas de Europa
como simples fincas de familia y las disputas internacionales como
meras desavenencias domésticas.
La niña, cuyo nombre
completo era Alejandrina Victoria, perdió a su padre cuando sólo contaba
un año de edad y fue educada bajo la atenta mirada de su madre,
revelando muy pronto un carácter afectuoso y sensible, a la par que
despabilado y poco proclive a dejarse dominar por cualquiera. El vacío
paternal fue ampliamente suplido por el enérgico temperamento de la
madre, cuya vigilancia sobre la pequeña era tan tiránica que, al
alborear la adolescencia, Victoria todavía no había podido dar un paso
en el palacio ni en los contados actos públicos sin la compañía de ayas e
institutrices o de su misma progenitora. Pero como más tarde haría
patente en sus relaciones con los ministros del reino, Victoria
resultaba indomable si primero no se conquistaba su cariño y se ganaba
su respeto.

Victoria a los cuatro años (cuadro
de Stephen Poyntz Denning)
Muerto su abuelo Jorge III
el mismo año que su padre, no tardó en ser evidente que Victoria estaba
destinada a ocupar el trono de su país, pues ninguno de los restantes
hijos varones del rey tenía descendencia. Cuando se informó a la
princesa a este respecto, mostrándole un árbol genealógico de los
soberanos ingleses que terminaba con su propio nombre, Victoria
permaneció callada un buen rato y después exclamó: "Seré una buena
reina". Apenas contaba diez años y ya mostraba una presencia de ánimo y
una resolución que serían cualidades destacables a lo largo de toda su
vida.
Jorge IV y Guillermo IV, tíos de Victoria, ocuparon el
trono entre 1820 y 1837. Horas después del fallecimiento de éste último,
el arzobispo de Canterbury se arrodillaba ante la joven Victoria para
comunicarle oficialmente que ya era reina de Inglaterra. Ese día, la
muchacha escribió en su diario: "Ya que la Providencia ha querido
colocarme en este puesto, haré todo lo posible para cumplir mi
obligación con mi país. Soy muy joven y quizás en muchas cosas me falte
experiencia, aunque no en todas; pero estoy segura de que no hay
demasiadas personas con la buena voluntad y el firme deseo de hacer las
cosas bien que yo tengo". La solemne ceremonia de su coronación tuvo
lugar en la abadía de Westminster el 28 de junio de 1838.
Una reina de dieciocho años
La
tirantez de las relaciones de Victoria con su madre, que aumentaría con
su llegada al trono, se puso ya de manifiesto en su primer acto de
gobierno, que sorprendió a los encopetados miembros del consejo: les
preguntó si, como reina, podía hacer lo que le viniese en real gana. Por
considerarla demasiado joven e inexperta para calibrar los mecanismos
constitucionales, le respondieron que sí. Ella, con un delicioso mohín
juvenil, ordenó a su madre que la dejase sola una hora y se encerró en
su habitación. A la salida volvió a dar otra orden: que desalojaran
inmediatamente de su alcoba el lecho de la absorbente duquesa, pues en
adelante quería dormir sin compartirlo. Las quejas, las maniobras y
hasta la velada ruptura de la madre nada pudieron hacer: su imperio
había terminado y su voluntariosa y autoritaria hija iba a imponer el
suyo. Y no sólo en la intimidad; también daría un sello inconfundible a
toda una época, la que se ha denominado justamente con su nombre.

Victoria recibiendo de Lord Conyngham y del Arzobispo
de Canterbury la noticia de su ascensión al trono
La
sangre alemana de la joven reina no provenía únicamente de la línea
materna, con su ascendencia más remota en un linaje medieval; había
entrado con la entronización de la misma dinastía, los Hannover, que
fueron llamados en 1714 desde el principado homónimo en el norte de
Alemania para coronar el edificio constitucional que había erigido en el
siglo XVIII la Revolución inglesa. Sus soberanos dejaron, en general,
un recuerdo borrascoso por sus comportamientos públicos y privados y los
feroces castigos infligidos a quienes se atrevían a criticarlos, pero
presidieron la rápida ascensión de Gran Bretaña hacia la hegemonía
europea.
Una pálida excepción la procuró Jorge III,
de larga y desgraciada vida (su reinado duró casi tanto como el de
Victoria), a causa de sus periódicas crisis de locura. Fue, sin embargo,
respetado por sus súbditos, en razón de esa desgracia y de sus
irreprochables virtudes domésticas. La mayoría de sus seis hijos no
participaron de esta ejemplaridad y el heredero, Jorge IV, dañó
especialmente con sus escándalos el prestigio de la monarquía, que sólo
pudo reparar en parte su sucesor, Guillermo IV.
Al
fallecer el rey Guillermo IV el 20 de junio de 1837 y convertirse en su
sucesora al trono, Victoria tenía ante sí una larga tarea. Los celosos
cuidados de la madre habían procurado sustraerla por completo a las
influencias perniciosas de los tíos y del ambiente disoluto de la corte,
regulando su instrucción según austeras pautas, imbuidas de un severo
anglicanismo. Su educación intelectual fue algo precaria, pues parecía
rebuscado pensar que la muerte de otros herederos directos y la falta de
descendencia de Jorge IV y de Guillermo IV le abrirían el paso a la
sucesión. Pero ello no impediría que la reina desempeñara un papel
fundamental en el resurgimiento de un indiscutible sentimiento
monárquico al aproximar la corona al pueblo, borrando el recuerdo de sus
antecesores hasta afianzar sólidamente la institución en la psicología
colectiva de sus súbditos. No fue tarea fácil. Sus hombres de estado
tuvieron que gastar largas horas en enseñarle a deslindar el ámbito
regio en las prácticas constitucionales, y procuraron recortar la
influencia de personajes dudosos de la corte, como el barón de Stockmar,
médico, o la baronesa de Lehzen, una antigua institutriz. Los mayores
roces se producirían con sus injerencias en la política exterior, y
particularmente en las procelosas cuestiones de Alemania, cuando bajo la
égida de Prusia y de Bismarck surgió allí el gran rival de Gran
Bretaña, el imperio germano.

La reina Victoria en 1843
(retrato de Franz Xavier Winterhalter)
En
el momento de la coronación, la escena política inglesa estaba dominada
por William Lamb, vizconde de Melbourne, que ocupaba el cargo de primer
ministro desde 1835. Lord Melbourne era un hombre rico, brillante y
dotado de una inteligencia superior y de un temperamento sensible y
afable, cualidades que fascinaron a la nueva reina. Victoria, joven,
feliz y despreocupada durante los primeros meses de su reinado, empezó a
depender completamente de aquel excelente caballero, en cuyas manos
podía dejar los asuntos de estado con absoluta confianza. Y puesto que
lord Melbourne era jefe del partido whig (liberal), ella se rodeó de damas que compartían las ideas liberales y expresó su deseo de no ver jamás a un tory (conservador), pues los enemigos políticos de su estimado lord habían pasado a ser automáticamente sus enemigos.
Tal era la situación cuando se produjeron en la Cámara de los Comunes diversas votaciones en las que el gabinete whig de lord Melbourne no consiguió alcanzar la mayoría. El primer ministro decidió dimitir y los tories,
encabezados por Robert Peel, se dispusieron a formar gobierno. Fue
entonces cuando Victoria, obsesionada con la terrible idea de separarse
de lord Melbourne y verse obligada a sustituirlo por Robert Peel, cuyos
modales consideraba detestables, sacó a relucir su genio y su
testarudez, disimulados hasta entonces: su negativa a aceptar el relevo
fue tan rotunda que la crisis hubo de resolverse mediante una serie de
negociaciones y pactos que restituyeron en su cargo al primer ministro whig.
Lord Melbourne regresó al lado de la reina y con él volvió la
felicidad, pero pronto iba a ser desplazado por una nueva influencia.
El príncipe Alberto
El
10 de febrero de 1840 la reina Victoria contrajo matrimonio. Se trataba
de una unión prevista desde muchos años antes y determinada por los
intereses políticos de Inglaterra. El príncipe Alberto de
Sajonia-Coburgo-Gotha, alemán y primo de Victoria, era uno de los
escasísimos hombres jóvenes que la adolescente soberana había tratado en
su vida y sin duda el primero con el que se le permitió conversar a
solas. Cuando se convirtió en su esposo, ni la predeterminación ni el
miedo al cambio que suponía la boda impidieron que naciese en ella un
sentimiento de auténtica veneración hacia aquel hombre no sólo apuesto,
exquisito y atento, sino también dotado de una fina inteligencia
política.

El príncipe Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha
(retrato de Franz Xavier Winterhalter, 1846)
Alberto
tampoco dejó de tener sus dificultades al principio. Por un lado, tardó
en acostumbrarse al puesto que le había trazado de antemano el
parlamento, el de príncipe consorte, un status que adquirió a partir de
él (en Gran Bretaña y en Europa) sus específicas dimensiones. Por otro
lado, tardó aún más en hacerse perdonar una cierta inadaptación a los
modos y maneras de la aristocracia inglesa, al soslayar su innata
timidez con el clásico recurso del envaramiento oficial y la altivez de
trato. Pero con el tacto y perseverancia del príncipe, y la viveza
natural y el sentido común de Victoria, la real pareja despejó en una
misma voluntad todos los obstáculos y se granjeó un universal respeto
con sus iniciativas. Fue el suyo un amor feliz, plácido y hogareño, del
que nacieron cuatro hijos y cinco hijas; ellos y sus respectivos
descendientes coparon la mayor parte de las cortes reales e imperiales
del continente, poniendo una brillante rúbrica a la hegemonía de Gran
Bretaña en el orbe, vigente hasta la Primera Guerra Mundial. Llegó el
día en que Victoria fue designada «la abuela de Europa».
Alberto
fue para Victoria un marido perfecto y sustituyó a lord Melbourne en el
papel de consejero, protector y factótum en el ámbito de la política. Y
ejerció su misión con tanto acierto que la soberana, aún inexperta y
necesitada de ese apoyo, no experimentó pánico alguno cuando en 1841 el
antaño aborrecido Peel reemplazó por fin a Melbourne al frente del
gabinete. A partir de ese momento, Victoria descubrió que los políticos tories no sólo no eran monstruos terribles, sino que, por su conservadurismo, se hallaban mucho más cerca que los whigs
de su talante y sus creencias. En adelante, tanto ella como su marido
mostraron una acusada predilección por los conservadores, siendo
frecuentes sus polémicas con los gabinetes liberales encabezados por
lord Russell y lord Palmerston.

La reina Victoria y el príncipe en el castillo de Windsor
La
habilidad política del príncipe Alberto y el escrupuloso respeto
observado por la reina hacia los mecanismos parlamentarios, contrariando
en muchas ocasiones sus propias preferencias, contribuyeron en gran
medida a restaurar el prestigio de la corona, gravemente menoscabado
desde los últimos años de Jorge III a causa de la manifiesta
incompetencia de los soberanos. Con el nacimiento, en noviembre de 1841,
del príncipe de Gales, que sucedería a Victoria más de medio siglo
después con el nombre de Eduardo VII,
la cuestión sucesoria quedó resuelta. Puede afirmarse, por lo tanto,
que en 1851, cuando la reina inauguró en Londres la primera Gran
Exposición Internacional, la gloria y el poder de Inglaterra se
encontraban en su momento culminante. Es de señalar que Alberto era el
organizador del evento; no hay duda de que había pasado a ser el
verdadero rey en la sombra.
El esplendor de la viudez
A lo
largo de los años siguientes, Alberto continuó ocupándose
incansablemente de los difíciles asuntos de gobierno y de las altas
cuestiones de Estado. Pero su energía y su salud comenzaron a resentirse
a partir de 1856, un año antes de que la reina le otorgase el título de
príncipe consorte con objeto de que a su marido le fueran reconocidos
plenamente sus derechos como ciudadano inglés, pues no hay que olvidar
su origen extranjero. Fue en 1861 cuando Victoria atravesó el más
trágico período de su vida: en marzo fallecía su madre, la duquesa de
Kent, y el 14 de diciembre expiraba su amado esposo, el hombre que había
sido su guía y soportado con ella el peso de la corona.
Como
en otras ocasiones, y a pesar del dolor que experimentaba, la soberana
reaccionó con una entereza extraordinaria y decidió que la mejor manera
de rendir homenaje al príncipe desaparecido era hacer suyo el objetivo
central que había animado a su marido: trabajar sin descanso al servicio
del país. La pequeña y gruesa figura de la reina se cubrió en lo
sucesivo con una vestimenta de luto y permaneció eternamente fiel al
recuerdo de Alberto, evocándolo siempre en las conversaciones y
episodios diarios más baladíes, mientras acababa de consumar la
indisoluble unión de monarquía, pueblo y estado.

La familia real británica en 1880
Desde ese instante hasta su muerte, Victoria nunca dejó
de dar muestras de su férrea voluntad y de su enorme capacidad para
dirigir con aparente facilidad los destinos de Inglaterra. Mientras en
la palestra política dos nuevos protagonistas, el liberal William Gladstone y el conservador Benjamin Disraeli,
daban comienzo a un nuevo acto en la historia del parlamentarismo
inglés, la reina alcanzaba desde su privilegiada posición una notoria
celebridad internacional y un ascendiente sobre su pueblo del que no
había gozado ninguno de sus predecesores. En un supremo éxito, logró
también que una aristocracia proverbialmente licenciosa se fuera
impregnando de los valores morales de la burguesía, a medida que ésta
llevaba a su apogeo la Revolución Industrial
y cercenaba las competencias del último reducto nobiliario, la Cámara
de los Lores. Ella misma extremó las pautas más rígidas de esa moral y
le imprimió ese sello personal algo pacato y estrecho de miras, que no
en balde se ha denominado victoriano.
El único paréntesis en este estado de viudez permanente
lo trajeron los gobiernos de Disraeli, el político que mejor supo
penetrar en el carácter de la reina, alegrarla y halagarla, y desviarla
definitivamente de su antigua predilección por los whigs. También
la convirtió en símbolo de la unidad imperial al coronarla en 1877
emperatriz de la India, después de dominar allí la gran rebelión
nacional y religiosa de los cipayos. La hábil política de Disraeli puso
asimismo el broche a la formidable expansión colonial (el imperio inglés
llegó a comprender hasta el 24 % de todas las tierras emergidas y 450
millones de habitantes, regido por los 37 millones de la metrópoli) con
la adquisición y control del canal de Suez. Londres pasó a ser así,
durante mucho tiempo, el primer centro financiero y de intercambio
mundial. Un sinfín de guerras coloniales llevó la presencia británica
hasta los últimos confines de Asia, África y Oceanía.

La reina Victoria en 1897, durante las ceremonias

que conmemoraron el 60º aniversario de su coronación
Durante las últimas tres décadas de su reinado, Victoria
llegó a ser un mito viviente y la referencia obligada de toda actividad
política en la escena mundial. Su imagen pequeña y robusta, dotada a
pesar de todo de una majestad extraordinaria, fue objeto de reverencia
dentro y fuera de Gran Bretaña. Su apabullante sentido común, la
tranquila seguridad con que acompañaba todas sus decisiones y su íntima
identificación con los deseos y preocupaciones de la clase media
consiguieron que la sombra protectora de la llamada Viuda de Windsor se
proyectase sobre toda una época e impregnase de victorianismo la segunda
mitad del siglo.
Su vida se extinguió lentamente,
con la misma cadencia reposada con que transcurrieron los años de su
viudez. Cuando se hizo pública su muerte, acaecida el 22 de enero de
1901, pareció como si estuviera a punto de producirse un espantoso
cataclismo de la naturaleza. La inmensa mayoría de sus súbditos no
recordaba un día en que Victoria no hubiese sido su reina.





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