domingo, 15 de enero de 2017

La Biblia en los Padres de la Iglesia

La Biblia en los Padres de la Iglesia









biblia



Profesor de la Universidad de Navarra

Al comenzar esta intervención quisiera
recordar unas líneas de la Sagrada Escritura que me parecen importantes
en este momento. Están tomadas del libro del Deuteronomio y dicen así:
«Porque este precepto que yo te mando hoy no excede tus fuerzas, ni es
inalcanzable. No está en el cielo, para poder decir: "¿Quién de nosotros
subirá al cielo y nos lo traerá y nos lo proclamará, para que lo
cumplamos?". Ni está más allá del mar, para poder decir: "¿Quién de
nosotros cruzará el mar y nos lo traerá y nos lo proclamará, para que lo
cumplamos?". El mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu
boca, para que lo cumplas» (Dt 30, 11-14).
En verdad, la historia milenaria de la
Iglesia nos enseña que la relación de los cristianos con la Biblia ha
sido normalmente discreta y fortuita. Por el contrario, los últimos
cincuenta años –la época transcurrida desde la celebración del último
Concilio Ecuménico– se caracterizan por el ofrecimiento de múltiples
recursos bíblicos que han facilitado la entrada de las Sagradas
Escrituras en los hogares de las familias católicas. Poco a poco se va
haciendo realidad la afirmación deuteronómica, puesto que la Biblia se
convierte ya, dentro de nuestras casas, en el «libro de familia»,
testificando que las Sagradas Escrituras encierran un mensaje «para todo
el pueblo de Dios de todas las épocas y lugares», y que la Biblia
pertenece a cada uno de los bautizados en la Iglesia, independientemente
de sus habilidades exegéticas. Las palabras inspiradas por Dios a
Moisés manifiestan también el compromiso del Espíritu Santo, que es
quien mejor conoce las profundidades de Dios (cf. 1 Cor 2, 10) y, a la
vez, «que su intercesión por los santos es según Dios» (cf. Rom 8, 27),
conforme escribe el apóstol san Pablo.
Por otra parte, quisiera hacer mía
también en este momento aquella advertencia que formulaba san Juan
Crisóstomo, en la semana de Pascua del año 388, a sus fieles
antioquenos: «Cuando considero la mediocridad de mi talento, me siento
agobiado y me echo atrás ante la tarea de hablar a una asamblea tan
numerosa. Pero cuando considero vuestro celo y vuestro insaciable deseo
de escucharme, cobro ánimos, me repongo y me preparo con ánimo para la
prueba (stadion) de tener que impartiros una enseñanza. En efecto,
vosotros seríais capaces, aunque tuvierais un alma de piedra, de hacerla
más ligera que una pluma, por vuestro deseo y vuestra voluntad de
escucharme».
En verdad, nuestra intervención no
alcanza siquiera la perspectiva de una enseñanza. Únicamente pretende
ser una aproximación o acercamiento a la experiencia, ciertamente básica
y fundamental, del contacto de los Padres de la Iglesia con los
escritos divinamente inspirados. En este momento nos corresponde
detenernos en la interpretación que hicieron los Padres de la Iglesia en
la lectura de la Biblia y las consecuencias doctrinales y prácticas que
de ella sacaron, como reflejan sus propios comentarios bíblicos. Con
ello pretendo recordar dos aspectos –son las dos partes en que dividimos
esta intervención– de la hermenéutica patrística: sus métodos
exegéticos y la actitud cristiana con que los practicaron. Con ello
pretendemos evidenciar "las razones de su fe" en el Resucitado.

A. Advertencias preliminares

Pero antes de adentrarme en el argumento
central de lo que pretendo recordar en este momento que se me ha
concedido, quisiera aclarar algunos aspectos que me parecen
imprescindibles.

1. La Biblia patrística

La Biblia tal como nosotros la conocemos
hoy, compuesta indisolublemente de dos partes, Antiguo y Nuevo
Testamento, no comenzó a existir hasta finales del segundo siglo del
cristianismo. La Biblia de los cristianos de los dos primeros siglos era
el Antiguo Testamento, en la traducción griega realizada por los
Setenta. Poco a poco se añadirán la tradición escrita sobre Jesús, las
cartas del apóstol Pedro y de otros varones apostólicos. Serán, entre
otros factores, la enseñanza y la liturgia de la Iglesia de las primeras
comunidades cristianas quienes contribuirán a que dichos escritos
integren lo que nosotros llamamos Nuevo Testamento.
Además del contenido formal conviene
recordar que el carácter más material de la Biblia tampoco es el que
nosotros observamos hoy día, pues durante los dos primeros siglos el
soporte más corriente de la Escritura eran los papiros, de origen
vegetal; el texto era conservado en papiros, pero no todos ellos gozaban
de la mejor preparación y tampoco disfrutaban del perfecto
mantenimiento que se requiere para conservar un rollo, cuando éste tiene
una longitud de varios metros de extensión. Si a estas dificultades
añadimos que eran escritos por ambas caras, atisbaremos los problemas
que la Palabra de Dios ha tenido que resistir. Siguiendo este orden,
cuando los papiros son sustituidos por los pergaminos, de piel animal,
nacen los códices; éstos no son enrollados, pero sí plegados para formar
cuadernos, cosidos unos a otros. Es el origen de nuestros actuales
libros, con la diferencia de que aquellos "encuadernadores"
paleocristianos no eran tan doctos como para coser siempre juntos los
distintos cuadernos pertenecientes a una misma obra escrita. Eran
sencillos "ajustadores", no expertos estudiosos. A estos problemas
materiales también hay que añadir los costos pecuniarios, aunque esta
dificultad la solventaban los escribanos antiguos omitiendo los espacios
entre palabras y prescindiendo de muchos signos ortográficos, que
consideraban de excesiva magnificencia. Todo ello contribuía a una
lectura más difícil, cuyo ministerio estaba encargado a unas personas,
más o menos profesionales: los lectores.
En esta misma perspectiva habrá que
tener en cuenta que la formación de lo que llamamos Nuevo Testamento
constituye al mismo tiempo la historia de la eliminación progresiva de
muchos escritos que se vieron como no "canónicos", es decir, los
llamados escritos "apócrifos", cuyas enseñanzas y prácticas responden a
las preguntas que circulaban en el ambiente cristiano mediante
narraciones y revelaciones, que poco a poco fueron acrisoladas en la
crítica de la Iglesia, con el paso del tiempo mismo. Los títulos de la
mayoría de estos escritos son idénticos a los que más tarde llevarían
aquellos que alcanzarían la canonicidad en la Iglesia, y que ellos
mismos nunca gozaron, en líneas generales.
Así pues, la Biblia que nosotros
tendremos en cuenta en el presente momento, o sea, los textos del
Antiguo y Nuevo Testamento en los que deseamos detenernos, sólo
representan una elección muy limitada de la mucha literatura que durante
esos dos primeros siglos versaba sobre los acontecimientos
veterotestamentarios y sobre los dichos del Señor, los Evangelios, los
Hechos, las Cartas y el Apocalipsis. No deja de tener su interés cómo
fueron utilizadas las tradiciones veterotestamentarias y
neotestamentarias, cómo fueron combatidas e incluso ignoradas. Esos
límites excederían a los que ahora me he propuesto.

2. La exégesis y hermenéutica en la patrística

Igualmente hay que advertir que los
verdaderos comentarios bíblicos de los Padres de la Iglesia no tuvieron
lugar hasta bien entrado el siglo tercero. En este punto tendríamos que
hacer una primera distinción sobre las nociones de "exégesis"
(explicación) y "hermenéutica" (interpretación), tal como se entendían
en aquellos siglos, es decir, explicación e interpretación de todos y
cada uno de los agrupamientos de los libros bíblicos, y los llamados
"testimonia", o sea, aquellos lugares bíblicos que son citados por los
autores paleocristianos como "pruebas escriturísticas" en una
demostración teológica. Estas citas dispersas del Antiguo y del Nuevo
Testamento en los escritos cristianos de los primeros siglos constituyen
una de las tareas más arduas del investigador que desea conocer la
historia de la exégesis de éste o aquél versículo de la Biblia. Yo
utilizaré los términos exégesis y hermenéutica de forma indistinta, pues
así eran considerados en la época patrística.
En esta línea también parece necesario
recordar que dentro de la tradición católica de estos primeros tiempos
se da otro fenómeno: la libertad con la que los textos son recibidos por
los primeros cristianos. En este punto habría que detenerse no sólo en
las diferencias existentes entre el original hebreo del Antiguo
Testamento y sus traducciones griegas, que son las que tuvieron delante
nuestros protagonistas paleocristianos, especialmente los que lengua
helénica; todavía aparecen más desconcertantes las múltiples formas
textuales bajo las que aparecen los relatos neotestamentarios en los
primeros autores pos-apostólicos. Ciertamente encontramos una multitud
de tradiciones argumentales, y el texto recibido tuvo que abrirse paso
poco a poco. No es infrecuente encontrarse en Orígenes, san Agustín o
san Jerónimo con frases que, según ellos, son extractos de la Escritura;
por ejemplo: «Desgraciada la persona que no tenga descendencia en
Israel». También son numerosos los Padres, griegos y latinos, que
transmiten como palabras de Jesús la siguiente frase: «Sabed que los
cambistas expertos...», con la intención de invitar al discernimiento de
los valores auténticos. Estas frases han recibido por parte de los
exegetas el nombre de ágrapha, es decir, palabras «no escritas» en los
libros canónicos. Todos estos aspectos de crítica textual, aunque
importantes, no podrán ser objeto de nuestra atención.

3. El concepto de "Padres de la Iglesia"

En verdad, los escritos de los Padres de
la Iglesia se han revestido de actualidad. Las razones de esta
revitalización por el interés hacia los primeros escritos cristianos son
variadas, pero entre ellas, como he indicado anteriormente, la
insistencia del Concilio Vaticano II, con sus Constituciones y Decretos,
no es la menos significativa; también las periódicas enseñanzas de los
últimos Pontífices, juntamente con los documentos de de los distintos
Dicasterios de la Santa Sede y la importancia que los diversos centros
educativos superiores de la Iglesia vienen dando a las investigaciones
patrísticas, han ampliado el panorama literario sobre los Padres de la
Iglesia. Todo ello se ofrece en variadísimas publicaciones que presentan
no sólo nuevas traducciones de los escritos patrísticos, sino también
esclarecedoras investigaciones sobre muchos aspectos
teologico-pastorales que trataron esos insignes maestros de los primeros
siglos cristianos.
Ahora bien, la causa primera del interés
actual por estos autores paleocristianos debe ser buscada –me parece a
mí– en el hecho de que la identidad cristiana hoy, como en los tiempos
de la patrística, se hace muy necesaria, y que, consecuentemente, no
basta vivir conforme a esa identificación, sino que también se hace
imprescindible demostrarla científicamente de algún modo. Por eso, en la
búsqueda de sus raíces, nuestra fe debe retornar a sus fuentes bíblicas
en primer lugar, y a continuación a sus iniciales gérmenes apostólicos y
patrísticos. Es éste un primer aspecto positivo de la vuelta a los
Padres de la Iglesia
En el caso particular que nos ocupa, me
parece a mí personalmente que existe también una cierta insatisfacción
frente al método histórico-crítico, que ha dominado en los estudios
bíblicos de hace bien poco tiempo, y que ha llevado a un buen número de
cristianos a investigar un método de lectura que sea menos rígido y
pueda alimentar mejor su vida espiritual. No pocos de esos cristianos
han visto en la aproximación patrística una alternativa satisfactoria
para sus inquietudes espirituales, sin olvidar esos otros caminos
exegéticos que satisfacen otras ansias del ser humano.
Ahora nos corresponde intentar mostrar
cuál es el locus del que hablan los Padres de la Iglesia, cuando ellos
meditan y comentan la Biblia. No pretendemos hacer una exposición
sistemática respecto a los caminos emprendidos por la exégesis
patrística o sobre las diferentes "escuelas" –nos gusta más hablar mejor
de "tradiciones"– de la hermenéutica patrística. El objetivo de nuestra
investigación en este punto no es otro que el presentar de forma
panorámica la intención de la primera exégesis cristiana y el estatuto
del exegeta en la Iglesia de los primeros siglos de la historia de la
Iglesia. Así pues, esta intervención no trata de sustituir la lectura de
los comentarios bíblicos de los Padres de la Iglesia, sino introducir
en ellos.
En lo que se refiere al otro término de
mi intervención, es decir, la expresión "Santos Padres de la Iglesia",
parece conveniente la advertencia de que no me referiré exclusivamente a
los ocho Padres dignos de dicho título, en el sentido que lo expresó
san Vicente de Lérins con aquellas cuatro notas distintivas (pureza de
doctrina, santidad de vida, antigüedad y aprobación de la Iglesia) y que
se hizo clásico durante los siglos posteriores, pero que hoy se día se
ha hecho obsoleto. En este momento haré alusión también a otros autores
cristianos de los primeros siglos que, sin gozar de esas notas
exclusivas, nos han legado algún aspecto doctrinal en el tema que ahora
ocupa nuestra atención, y que Su Santidad Benedicto XVI califica como
"grandes figuras de la Iglesia antigua" en las catequesis que ha
dedicado a los personajes y enseñanzas de algunos escritores de esa
época.
Recordadas estas cuestiones previas vayamos al núcleo de nuestra intervención.

B. Criterios exegéticos en la época patrística

1. Las primeras interpretaciones patrísticas

Como hemos indicado, desde los primeros
momentos de su existencia la Iglesia tuvo una Biblia que era la Sagrada
Escritura del pueblo hebreo. Pero los cristianos no leían esos textos
del mismo modo que los judíos; los cristianos los leían a la luz de la
obra de Dios en la persona de Jesucristo. Así pues, la Escritura nunca
ejerció sobre los cristianos una autoridad tan fuerte como ejercía la
Torah sobre los judíos. Cristo sería la autoridad máxima para los
cristianos. San Agustín expresó de un modo muy acertado la autoridad
condicionada que tenían las Escrituras para los cristianos, al escribir:
«Cuando llegue, pues, nuestro Señor Jesucristo... no habrá necesidad de
lámparas, ni se nos leerán los profetas, ni se abrirán las cartas del
Apóstol, ni iremos en busca del testimonio de Juan, ni necesitaremos
siquiera del Evangelio mismo. Desaparecerán, pues, todas las Escrituras,
que, como lámparas, estaban encendidas en la noche de este siglo con el
fin de no dejarnos en tinieblas».
Siglo y medio antes, con lenguaje
alegórico, Orígenes, quizás en su escrito más importante, el titulado De
principiis, y redactado a mediados del siglo tercero, afirma: «Quien
con cuidado y atención se ocupa de los escritos proféticos, demostrando
con esa lectura el sentido de la inspiración divina, por ello mismo se
convencerá de que esos escritos que nosotros creemos palabra de Dios no
son obra humana; sentirá dentro de sí que estos libros no han sido
redactados con arte humano ni con estilo de un mortal, sino, por decirlo
de alguna manera, mediante una elevación divina. El esplendor de la
venida de Cristo ilumina la ley de Moisés con el resplandor de la
verdad; quitado el velo que cubría su letra, pone al descubierto ante
todos los creyentes los bienes que permanecían ocultos». La cita
origeniana merecería sin duda un detenimiento mayor que la que yo puedo
prestarla en estos momentos, pero debo proseguir.
Pero el problema que planteaba la Biblia
a los cristianos de los dos primeros siglos puede resumirse en la
siguiente pregunta: ¿hasta qué punto la nueva Iglesia la considera
Palabra de Dios a las Sagradas Escrituras? Pablo ya había advertido a
los cristianos que no cayeran en los errores de los judíos, quienes
tomaban todos los textos de la Biblia al pie de la letra.
Tres enfoques se abrían ante los
primeros cristianos con respecto a la Escritura judía: o bien tenía
rango de ley, o de profecía, o era algo irrelevante. Pablo en persona se
enfrentó al problema de modo radical: las Escrituras eran sin duda ley,
Ley de Dios, y como tal eran buenas; pero se trataba de una ley
temporal que había sido superada por Cristo y por la intervención de la
gracia. La Carta a los Hebreos trata una cuestión similar: aquello que
en la Antigua Alianza se repetía y de modo imperfecto, se cumplió y
consumó definitivamente en Cristo. Por el contrario, los evangelios de
Mateo y Juan, y otros escritos cristianos de los inicios, como la
Primera Apología de Justino, entendieron el Antiguo Testamento como una
profecía. La tercera posibilidad, es decir que la Biblia judía fuese
irrelevante para el cristianismo, se percibe en varios libros del Nuevo
Testamento, en los cuales «la Escritura» nunca se cita; y es también
evidente en escritores post-apostólicos como Ignacio de Antioquía.
A finales del siglo I y principios del
II, la actitud de los cristianos sobre las Escrituras cambia. Los
primeros cristianos, judíos conversos, aceptan la Escritura hebrea y
encontraron en ella la confirmación de su fe en Cristo; por otra parte,
los cristianos posteriores, convertidos desde el paganismo, aceptaron
primero la fe en Cristo y después la confrontaron con la Escritura,
cuyos textos consideraban misteriosos y a menudo desconcertantes. En
algunos casos, este encuentro acabó en crisis, en una crisis de
interpretación. Dos autores cristianos quisieron resolver esta crisis
desde sus propios puntos de vista: Marción de Sínope, y el autor anónimo
de la Carta de Bernabé. Nos encontramos a mediados del siglo segundo de
nuestra Era.
Marción leía las Escrituras de modo
literal y sólo literal, palabra por palabra. Defendía la idea de un Dios
ignorante que tenía que preguntar a Adán: "¿Dónde estás?". Además este
Dios era tan voluble que primero prohibió a Moisés que hiciera imágenes
esculpidas y, a continuación, le mandó esculpir una serpiente. Era un
Dios indeciso, pues un simple hombre como Moisés podía hacerle cambiar
de parecer. La Escritura también atestigua que Dios podía arrepentirse,
ser despiadado y ordenar terribles castigos incluso a mujeres y a niños.
Marción llegó a la única conclusión que le era posible: había que
rechazar esas Escrituras fuera de la Iglesia, porque no eran apropiadas
para referirse al Padre de Cristo, el Dios del amor.
El autor de la Carta de Bernabé, por el
contrario, leyó la Escritura hebrea sólo de un modo figurado, y llegó a
la conclusión de que los judíos nunca llegaron a entenderla. Según su
teoría, la Alianza sólo fue válida en el periodo comprendido desde que
Moisés recibió los mandamientos en el Sinaí hasta cuando descendió a la
ladera de la montaña y destruyó las tablas de la ley, momento en el que
un ángel malvado llegó a los judíos y les convenció de que había que
interpretar la Escritura al pie de la letra.
Así pues, Marción leyó la Escritura sólo
desde el punto de vista literal y con su actitud la alejó de la
Iglesia; Bernabé la leyó de modo figurado y la sacó de las sinagogas.
Con todo, la Iglesia expulsó a Marción y no aceptó por completo a
Bernabé; decidió mantener la Escritura hebrea como propia,
entendiéndola, de algún modo, con una doble interpretación. La Escritura
era literalmente verdadera: Dios mostró su rostro a los Patriarcas y
habló por medio de los profetas; Dios estableció su Alianza con Israel.
Pero Cristo ofreció a los cristianos una nueva llave para entender la
antigua Escritura, pues la interpretación literal no era la única
válida: la lectura de la Escritura a la luz de Cristo revelaba una
verdad mucho más profunda.
La exégesis bíblica de los dos primeros
siglos de la Iglesia se puede seguir con matices y suertes diferentes en
los Santos Padres de la Iglesia, principalmente en la catequesis, la
liturgia y la controversia. Será san Justino, también a mediados del
siglo ii, quien precisa la lectura bíblica del cristiano estudioso,
«porque hay veces –afirma– [en que el Espíritu] hacía cumplir acciones
que eran figuras (typos) del futuro; otras veces [ese mismo Espíritu]
pronunciaba palabras (logoi) sobre lo que había de acontecer, y hablaba
como si estuviesen sucediendo los hechos o ya hubiesen acontecido. Si
los lectores no caen en la cuenta de este procedimiento, tampoco podrán
seguir debidamente los discursos de los profetas». Es decir, en palabras
del primer filósofo cristiano las figuras están constituidas por hechos
y personas que jalonan la historia, desde la creación y el diluvio
hasta la alianza, con Adán, Noé, Abrahán, Moisés, Josué, el éxodo y la
Pascua; por otra parte, las palabras abrazan la Ley y las instituciones,
los Profetas y los Salmos, de manera privilegiada. En definitiva,
Justino presenta los dos elementos necesarios en la correcta
interpretación de la Sagrada Escritura: las figuras y las palabras.
También en esta línea hay que ver el
argumento que utiliza Taciano para dirigirse a los griegos. De forma
velada pero no menos cierta, Taciano lee la Escritura y saca las mismas
conclusiones que san Justino. Ésta será también la hermenéutica seguida
por otros autores de la época.
Ireneo de Lyon será el primero en
elaborar una teoría sobre cómo estaban relacionados el Antiguo y el
Nuevo Testamento. En su época, alrededor del 190, ya estaba claro que la
Iglesia tendría un Nuevo Testamento, esto es, una colección de libros
sagrados escritos por los cristianos y con la misma autoridad que la
Escritura hebrea, que entonces se podía llamar Antiguo Testamento
(aunque Ireneo no utilizó este término). Ireneo restablece de forma
admirable el equilibrio, frente a las elucubraciones dualistas de los
gnósticos, estableciendo la unidad de Dios y la unidad de su economía
salvífica desde la creación hasta la parusía final; unidad esencialmente
dinámica y progresiva, conforme a la ley que caracteriza todo lo que ha
sido creado, tanto el hombre como la historia. Concibe la historia de
la salvación como una elipse con dos polos: Adán y Cristo. Los dos
Testamentos representan una importante escena: el comienzo en Adán, la
pérdida de la gracia, y un nuevo inicio o recapitulación en Cristo.
Estas son sus palabras literales: «Cristo prefigura y anuncia de
antemano las cosas futuras por sus patriarcas y profetas, haciendo uso
por adelantado de su parte por "las economías de Dios", y acostumbrando a
su heredad a obedecer a Dios, a atravesar el mundo como peregrinos, a
seguir al Verbo y a significar de antemano las cosas venideras: en
efecto, no hay nada vacío y sin significado en las obras de Dios».
Esta teoría es aceptada por la
cristiandad, pero la Iglesia carecía de un instrumento práctico que
comentara los libros del Antiguo Testamento uno a uno. Hipólito de Roma,
que muere en el 235, fue uno de los primeros que quiso solventar esta
carencia. Su Comentario a Daniel es la observación cristiana más crítica
y antigua que poseemos sobre un libro veterotestamentario; Hipólito
también escribió otros comentarios que desaparecieron quizá porque no
fueron considerados de utilidad. Baste un ejemplo del mencionado
comentario para que veamos, otra vez más, la identidad entre Cristo y
las Escrituras sagradas: «Ezequiel mostró también aquellos seres
animados que ensalzan a Dios, destacando en las figuras de los cuatro
evangelistas no sólo la gloria del Padre, sino también su efecto en
dirección de los cuatro puntos cardinales. "Uno de los animales, dice,
tenía cuatro rostros", y como cada figura es un evangelio, aparece en
forma cuádruple. La primera figura, que era semejante a un toro,
significa la gloria sacerdotal de Jesús como la presenta Lucas. La
segunda, que parecía un león, significa el caudillaje y la dignidad real
de aquel león "que proviene de la tribu de Judá", y esta es la que da a
conocer Mateo. La tercera se asemejaba a un hombre y designa la
pasibilidad del Hijo y la debilidad de la naturaleza humana, que ha
descrito Marcos. La cuarta, en cambio, la del águila, enseña el misterio
del espíritu que vuela en el cielo de la Palabra, y esto es lo que
anuncia Juan».
El hombre que aseguró la permanencia del
Antiguo Testamento en la Iglesia fue Orígenes (c. 185-254); y lo hizo
gracias al enorme corpus de comentarios y homilías que elaboró sobre
casi todos los libros del Antiguo Testamento. Sirva como ejemplo el
siguiente comentario del maestro Alejandrino a un pasaje del libro del
Levítico, donde recurre a una imagen que procede de Melitón, el obispo
de Sardes: «Nosotros, que pertenecemos a la Iglesia, recibimos a Moisés y
nos unimos a sus escritos pensando que es un profeta y que,
manifestándose en él Dios, ha descrito en símbolos, figuras y
expresiones alegóricas los misterios que se cumplieron en su momento...
La Ley y todo lo que hay en la Ley, inspirado, conforme a la sentencia
del Apóstol [Pablo], hasta el tiempo de la enmienda, es como esas gentes
cuyo oficio es hacer estatuas de bronce y fundirlas: antes de sacar a
la luz la obra verdadera de bronce, plata u oro, hacen primero un esbozo
en arcilla a imagen de la estatua futura. Este esbozo es necesario,
pero sólo hasta que se acaba la obra real. Una vez que se concluye la
obra en función de la cual el esbozo ha sido modelado, no se pide a éste
ningún servicio más. Comprende que hay algo semejante en las cosas que
han sido escritas y realizadas como tipo y figura de las cosas futuras
en la Ley y los Profetas. El propio Artista ha venido, como autor de
todo, y ha hecho pasar la Ley que tenía la sombra de los bienes futuros a
la imagen misma de las cosas».
A partir de Orígenes quedaron
establecidos los principios de la exégesis cristiana veterotestamentaria
y, en poco tiempo, se pudo disponer de una biblioteca de comentarios y
homilías sobre las Escrituras. Aunque hubo quienes no valoraron sus
escritos y rebatieron sus argumentos, todavía hoy es imposible calcular
el valor de su influencia en la historia de la exégesis de la Iglesia.
La mayor parte de su obra ha desaparecido, por lo cual no resulta fácil
establecer su influencia, especialmente en autores griegos; por otro
lado, gran parte de lo que tenemos disponible son traducciones al latín.
Ambrosio y Jerónimo, entre otros muchos, dependen profundamente de
Orígenes, a veces de tal modo que sus explicaciones de la Escritura son
prácticamente traducciones de Orígenes. El mismo san Agustín es deudor
en muchos puntos del exegeta Alejandrino.
Así pues, con Ireneo y Orígenes quedaron
establecidas las bases teóricas y prácticas de la exégesis. La
Escritura hebrea sería también el Antiguo Testamento cristiano, cuyo
significado pleno se debería ver sólo desde la luz de Cristo. Este acto
de fe –y verdaderamente lo era– quedó depositado en el Credo de
Constantinopla (381), en el que los católicos confesamos que «al tercer
día resucitó, según las Escrituras» y que el Espíritu Santo «habló por
medio de los profetas». Esta última expresión recoge el rechazo final de
la Iglesia al marcionismo y su convicción de que el Espíritu Santo
habló con una sola voz en ambos Testamentos.
A partir de entonces la teoría y la
práctica hermenéuticas cristianas quedaron establecidas con seguridad,
como lo testifican las obras de Tertuliano, el primer teólogo cristiano
del África proconsular, quien viene a afirmar que el Dios de la
revelación es único o no es Dios. Este Dios, al modelar al hombre, ve a
lo lejos al Cristo futuro; a su vez, Eva anuncia la Iglesia venidera.
Desde los orígenes, la historia de la salvación tiende hacia el Verbo
que se hará carne, «pues todo lo que se expresaba en ese barro –escribe
Tertuliano– había sido concebido en referencia a Cristo, que sería
hombre, es decir, también barro, y al Verbo que sería carne, es decir,
también tierra, en ese momento».
Sin embargo, a la Iglesia le quedaba una
tarea pendiente: necesitaba reflexionar de manera científica sobre la
palabra de Dios para llegar a conocer, con fe y esperanza, más
plenamente el mensaje que el Espíritu Santo había enviado por medio de
los profetas y los evangelistas.

2. La influencia de la hermenéutica pagana

A menudo, al referirnos a la
interpretación bíblica de los Padres, las primeras categorías utilizadas
son «literal» y «alegórica», pasando a continuación a rechazar esta
última por considerarla fruto de la fantasía y asumir que no corresponde
al verdadero significado de la Biblia. Pero «literal» y «alegórica» no
hacen justicia a la interpretación que los Padres de la Iglesia hicieron
de la Biblia, pues hay que tener en cuenta que el modo en que los
Padres interpretan la Biblia depende de la educación que recibieron y su
convencimiento, desde la fe, de que cada frase de la Biblia, entendida
correctamente, tenía algo importante que decir a cada cristiano. Así lo
expresa uno de los grandes comentaristas patrísticos: «El Antiguo
Testamento –escribe Teodoreto de Ciro– está lleno de profecías acerca
del Señor. Lo de «santas» Pablo no lo ha escrito sin razón, sino en
primer lugar con la intención de enseñar que también al Antiguo
Testamento lo reconoce como divino y luego para excluir cualquier otro. Y
es que sólo la Escritura divinamente inspirada contiene lo útil. Dice
además [Pablo] que es la imagen de la promesa».
Aunque la Biblia fuera un libro
complicado, los antiguos cristianos ya contaban con un método de
interpretación aprendido en el desarrollo de su educación literaria.
Tanto los griegos como los romanos contaban con relatos épicos
nacionales: La Iliada y La Odisea de Homero para los griegos, y La
Eneida de Virgilio para los latinos. Homero, para centrarnos en el mundo
griego, presentaba serios problemas de interpretación a los lectores
tanto en el periodo helenístico como después. Algunas palabras,
construcciones y alusiones textuales no tenían sentido, porque para
entonces el griego de Homero tenía ya seis o siete siglos de antigüedad y
con frecuencia su comprensión resultaba imperfecta. También hay que
decir que algunas narraciones eran cualquier cosa menos edificantes. Los
filósofos habían desarrollado una noción de Dios idealizada y
excesivamente espiritual que contrastaba con la que los escolares leían
respecto de los dioses del Olimpo: dioses falibles, belicosos y a menudo
de conducta escandalosa. La cuestión era ¿cómo esta épica nacional
podía conducir a un ideal e incluso a un ideal religioso?
Los maestros paganos se enfrentaban a
dos problemas: entender el texto y después interpretarlo. Los maestros
de gramática del imperio romano desarrollaron un método para analizar
los grandes relatos épicos de su cultura, cuyo proceso era el siguiente:
crítica textual o enmendatio, lectura, explicación (en griego
exegesis), y finalmente juicio. Los exegetas cristianos siguieron los
primeros tres pasos. No pudieron seguir el cuarto porque Dios era su
juez y ellos no podían juzgar la palabra divina.
Aristarco y otros gramáticos paganos
contaban con varias estrategias filosóficas y filológicas para conservar
el texto. Aristarco formuló el principio de que en la interpretación de
Homero, para juzgar frases concretas, no había que usar criterios
científicos o históricos demasiado estrechos. Defendía la idea de que el
poeta había subordinado algunos elementos concretos a un fin más
amplio: la composición. Así pues, Homero podía revelar discrepancias en
aspectos concretos, pero esas discrepancias estaban al servicio de una
verdad más amplia. Siguiendo esta idea, Orígenes pudo cimentar su
convicción de que los evangelistas querían contar verdades espirituales y
materiales al mismo tiempo, allí donde fuera posible; pero cuando esto
no era factible, preferían que prevaleciera la verdad espiritual sobre
la material. Podríamos decir que, con frecuencia, la verdad espiritual
se preserva sobre una falsedad material.
Otro principio, formulado por Aristarco,
fue el llamado «la persona que habla», por el que, cuando un exegeta
explicaba una palabra, tenía que dejar constancia de quién la había
pronunciado. Orígenes se preguntaba en nombre de quién se decía un
salmo; un profeta podía hablar «en nombre de Dios». Hay que distinguir,
por ejemplo, la voz de Juan el Bautista de la de Juan el Evangelista.
Cuando Cristo decía palabras de los salmos, éstas adquirían un
significado diferente. La persona puede también hablar en una situación
única; el Redentor dijo el salmo veintiséis en el momento de la Pasión.
Si Cristo habla en Moisés, en los profetas y en todas las Escrituras,
entonces podremos comprender las Escrituras sólo con el espíritu de
Cristo, es decir, con el espíritu de quien las proclama.
A partir del principio de «la persona
que habla» Aristarco llegó a la cima de sus axiomas exegéticos: el
principio de que un autor tiene que ser interpretado desde sí mismo. En
su formulación clásica, el principio es «explicar a Homero desde
Homero». Orígenes utiliza con frecuencia este principio en su exégesis.
La Biblia debería interpretarse desde la Biblia; esto es, una palabra o
expresión de significado oscuro, tiene que encontrar su explicación al
estudiar esa misma palabra o expresión en otros lugares de la Biblia.
Orígenes afirma que, cuando él sigue este principio está cumpliendo el
mandamiento de Jesús: «Investigad las Escrituras». A menudo los Padres
de la Iglesia citaban verso tras verso para clarificar el significado de
una sola palabra; por eso Orígenes escribió: «[El exegeta] debe hacer
todo lo posible para encontrar, mediante el uso de expresiones
semejantes, el significado diseminado por doquier en las Escrituras».
Por otra parte, aplica este axioma de
Aristarco a otra dimensión: explicar las Escrituras desde las Escrituras
también significa interpretar el Antiguo Testamento desde el Nuevo, y
el Nuevo Testamento desde el Antiguo, pues ambos Testamentos forman una
unidad y esto es para Orígenes un principio teológico; por eso escribe:
«Se deben comparar pasajes no sólo del Nuevo Testamento sino también del
Antiguo». La palabra «debe» expresa un principio teológico; «comparar»
describe un método hermenéutico.
Todo esto llevó a los Padres a
preguntarse si era posible distinguir entre las palabras de las
Escrituras y su significado. Este planteamiento ya estaba presente en
Platón. Su diálogo Crátilo trataba la tan discutida cuestión de si el
lenguaje nombra las cosas de acuerdo con su naturaleza o sólo por
convención. La conclusión de Platón fue que la palabra es un signo,
formado por símbolos y letras, de una cosa; y avala la teoría de que las
palabras tienen una validez objetiva incluso cuando no consiguen
expresar adecuadamente sus objetos. Orígenes está de acuerdo; las
palabras son tipos, figuras y formas. También Agustín desarrolló una
filosofía del lenguaje y del significado conforme estudiaba las
Escrituras.
La teoría de Platón se basa en la
suposición de que el conocimiento de la realidad precede al lenguaje;
esto es, el conocimiento de las formas o las ideas. Para los Padres la
fe realiza esta función. La fe nos permite conocer esa realidad mediante
la cual las palabras de las Escrituras son ciertas. La fe es la luz que
ilumina las palabras de las Escrituras, las protege de ser mal
interpretadas y nos da certeza sobre su significado verdadero. Una
exégesis sin fe no puede llevar a nadie al verdadero significado de las
Escrituras; las palabras son sólo analogías y los no creyentes no pueden
llegar a aquello que está ausente en sus vidas.

3. Las tradiciones exegéticas alejandrina y antioquena

Entre los cristianos de los primeros
siglos se desarrollaron dos tendencias que daban una explicación
diferente sobre cómo estaban relacionadas las palabras de las Escrituras
con su significado. La escuela alejandrina y la antioquena constituyen
las dos tradiciones más importantes de la explicación bíblica que
realizaron los Padres de la Iglesia, y se distinguen, respectivamente,
por ser defensoras de la exégesis alegórica y de la interpretación
literal del texto, aunque ya hemos advertido que esta terminología no es
del todo exacta para definir ambas tradiciones.
El progreso decisivo de la exégesis
cristiana se realizó en Alejandría, donde los métodos clásicos de
interpretación de los gramáticos y de los filólogos, la herencia
hermenéutica de Filón, juntamente con la presencia de maestros gnósticos
heterodoxos, crearon un medio cultural propicio a la expansión de la
Escuela de Alejandría, cuyo acercamiento exegético desempeñaría un papel
decisivo en los siglos siguientes. Clemente de Alejandría, que no fue
exegeta en sentido estricto, es el primero en diseñar una teoría de la
alegoría como medio de expresión propia a todo discurso religioso. Este
autor nos ha dejado escrito lo siguiente: «Dice [la Escritura]: "Lo que
oís al oído (evidentemente de modo oculto –glosa nuestro escritor– y en
forma misteriosa es lo que significa alegóricamente hablar al oído)
anunciadlo sobre los terrados" (Mt 10, 25); acogiendo noblemente las
Escrituras, transmitiéndolas con orgullo y explicándolas de acuerdo al
canon de la verdad. En efecto, ni la profecía, ni el Salvador mismo
expusieron los divinos misterios de modo tan sencillo como para que uno
cualquiera los captase fácilmente, sino [que fueron expuestos] en
parábolas. Incluso los apóstoles dicen respecto del Señor que "habló
todo en parábolas y no decía nada sin parábolas'' (Mt 13, 34). Ahora
bien, si "todo fue hecho por medio de Él y sin Él no se hizo nada" (Jn
1, 3), entonces también la profecía y la Ley fueron hechas por Él, y
fueron dichas en parábolas por medio de Él. Por lo demás, "todas las
cosas son claras para los entendidos" (Pr 8, 9), dice la Escritura; es
decir, para los que reciben y conservan conforme al canon eclesiástico
la exégesis de las Escrituras declarada por Él. Y canon eclesiástico es
el acuerdo y armonía de la Ley y de los profetas con el Testamento
transmitido a raíz de la venida del Señor». El texto clementino explica
las razones, fundadas en la misma actuación de Cristo, del método
alegórico y nos advierte sobre la importancia del «canon» bíblico, que
no es el que hoy tenemos nosotros; el maestro alejandrino se refiere a
la concordancia entre ambos Testamentos.
Orígenes, discípulo de Clemente de
Alejandría, es quien desarrolla el concepto de un triple sentido –él
habla de sombra, imagen y realidad– en la lectura de la Escritura y que
se convertirá en el inspirador de la reflexión exegética durante siglos.
Veamos rápidamente un ejemplo.
En su Comentario al evangelio de san
Lucas, el maestro Alejandrino está preocupado por desentrañar al
auditorio cristiano al que se dirige los elementos del seguimiento a
Cristo, aplicando el dictado del mensaje evangélico al hombre concreto
real; pero lo hace con pericia hermenéutica, que parte de la exposición
del sentido literal –el sentido auténtico querido por Dios, aunque
inadecuado para producir toda la riqueza del provecho salvífico inmerso
por el Espíritu Santo en el texto literario–, hasta llegar a las más
escondidas significaciones espirituales, investigadas mediante la
utilización de una metodología y técnicas alegóricas; primero acude al
recurso de la explicación de las variantes textuales, de los términos,
de las etimologías de los nombres, de las divergencias entre los
evangelistas, de las tipologías, del simbolismo de los números y de los
animales, etc. Todos estos detalles textuales son tenidos como
importantes respecto al objetivo de la comprensión del mensaje salvífico
y de la transformación de la existencia cristiana.
Ahora bien, en el pensamiento de
Orígenes, quien abraza únicamente la perspectiva literalista interpreta
los libros santos en un horizonte meramente humano, que no alcanza el
descubrimiento de los misterios escondidos por el Espíritu Santo bajo
las palabras escritas, sino que se detiene en la justificación puramente
material de las palabras, como hacen «los que son amigos de las
letras», dice el exegeta alejandrino. En realidad éstos leen los libros
santos interpretándolos equivocadamente y aduciendo sus testimonios con
intención perversa, pues «pronuncian únicamente el sonido de esas
palabras, mientras que ignoran todo su significado».
En la hermenéutica origeniana existe
además una óptica espiritual, que lee e invoca el testimonio de la
Escritura con rectitud –rectius légimus, afirma– e investiga los
significados espirituales, iluminando ciertos secretos que hacen
comprensibles los misterios, y a la vez hacen mejor la existencia y la
semejanza con Cristo, que es el verdadero misterio escondido en la
sencillez de las palabras. Toda la disertación de la homilía XXXI de su
Comentario al evangelio de san Lucas versa sobre estos aspectos. Nuestro
exegeta no se contenta con buscar el primer significado obvio, sencillo
y simple –el literal– del texto bíblico, sino que investiga
sistemáticamente aquel más sublime, más preciso y escondido: el místico,
convencido que se debe investigar y estudiar con mayor atención –no
pocas veces «con dolor y angustia»–, y profundizar «en Jesucristo, el
significado, hasta en los detalles, de las palabras divinas: Todo esto,
me parece –concluye él–, tiene un sentido más profundo que el
significado de la simple narración».
En otra parte geográfica, más al norte,
los cristianos en Antioquía tienen también maestros insignes a quienes
preocupa la Escritura en sí misma y por sí misma, y no primeramente al
servicio de una apología teológica, como era el caso de los autores
alejandrinos. Esta escuela alcaza su cima bajo la dirección de Diodoro
de Tarso, en el siglo iv. Entre los discípulos antioquenos más
importantes se encontrarán Teodoro de Mopsuestia, Teodoreto de Ciro y
san Juan Crisósotomo, por ejemplo. Estos comentaristas bíblicos se
esfuerzan por limitar la exégesis alegórica, que les parece poco segura.
«No prohibimos una interpretación más elevada –escribe Diodoro–, ni la
theoria (intuición profética), porque el relato histórico no la excluye,
sino que, por el contrario, es el fundamento y el cimiento de
intuiciones más elevadas... No obstante hay que tomar precauciones para
no dejar que la theoria desplace al fundamento histórico, porque el
resultado no sería la theoria sino la alegoría». De esta forma el
maestro antioqueno sostiene el fundamento sólido de la tipología.
También Severiano de Gábala establece una distinción esclarecedora en
esta misma línea: "Una cosa es hacer violencia a la historia para sacar
de ella una alegoría, y otra respetar íntegramente la historia,
descubriendo en ella una theoria (intuición) por encima y más allá de
ella».
La conclusión práctica de estos autores
es que reducen al mínimo la relación del Antiguo Testamento, que
consideran en teoría prefiguración simbólica y profética de hechos
neotestamentarios, con las enseñanzas del Nuevo Testamento. El ejemplo
más claro a este respecto es que Teodoro de Mopsuestia negaba el
significado tradicional del Cantar de los cantares, donde no veía en los
dos amantes a Cristo y su Iglesia, sino un simple cantar de amor
profano, compuesto por Salomón para su esposa.
San Juan Crisóstomo, el autor más
prolífico de entre los griegos cristianos, distingue, por su parte, la
profecía verbal de la profecía tipológica o figurativa: ésta utiliza los
hechos, mientras que la otra es verbal, de palabras. Un ejemplo de las
profecías verbal y figurativa, que se aplican a un mismo tema sería el
siguiente ejemplo: "Como cordero llevado al matadero, como oveja ante el
esquilador, enmudecía y no abría la boca" (Is 53, 7); ésta es una
profecía oral. Cuando Abrahán llevó consigo a Isaac, vio un carnero
enredado por los cuernos en un matorral; lo llevó y lo ofreció en
sacrificio, anunciando, a modo de prefiguración, el sacrificio de
nuestra salvación; ésta es una profecía figurativa.
El Patriarca de Constantinopla resume
las orientaciones exegéticas de Antioquía diciendo que todas las
palabras de la Escritura se agrupan en tres categorías: las que
manifiestan, más allá de la letra, un sentido más profundo, objeto de la
theoría; otras que sólo pueden ser comprendidas conforme al enunciado
literal; y finalmente otras pueden ser comprendidas en un sentido
diferente de la materialidad de las palabras, es decir, el sentido
alegórico. Pero sobre todo las Sagradas Escrituras son manifestación de
la condescendencia divina para con el ser humano. Así comenta las
palabras "Señor, no me corrijas con ira, no me castigues con furor" (Sal
6, 1): «Cuando escuches «furor» e «ira» respecto a Dios, no supongas
nada humano: son palabras de condescendencia (synkatábasis). Y es que la
divinidad está lejos de todas estas cosas. Habla así, sin embargo, para
apoderarse de la inteligencia de los más torpes. También nosotros,
cuando hablamos a los extranjeros, utilizamos su lengua, y cuando nos
dirigimos a un niño, balbuceamos con él, y aunque seamos mucho más
sabios, condescendemos hasta su escasa estatura. Y ¿tiene algo de
admirable, si hacemos esto con las palabras, el hacerlo también con las
obras, y que, mordiéndonos las manos y fingiendo ira, corrijamos de esa
manera al niño? Así también Dios se sirve de tales palabras al pretender
dirigirse a los más iletrados. Pues no trata de hablar en favor de su
propia dignidad, sino en provecho de los que escuchan».
Los ejemplos de esta tradición exegética
se podrían multiplicar; basten los recordados. Como se ha podido
observar los límites exegéticos de los autores representativos que aquí
hemos traído a colación no son tan diferenciados de los comentarios
alejandrinos, como a veces se ha pretendido. En realidad los antioquenos
distinguen entre alegoría y tipología (Diodoro define esta última como
theoria), en el sentido que la theoria (intuición de verdades
trascendentes) sobrepone el sentido cristiano al literal del Antiguo
Testamento, sin eliminarlo, mientras que la alegoría (lit. otro-hablar),
según ellos, lo elimina.

4. Otras hermenéuticas orientales

La polémica entre alegoristas y
literalistas se extendió no sólo a las tradiciones seguidas por
distintos maestros en Alejandría y Antioquía, sino que también se
desarrolló en otros ambientes cristianos del Oriente, como lo demuestran
los escritos de los llamados Padres capadocios. Un ejemplo
significativo lo tenemos en san Basilio de Cesarea. Conservamos su
comentario al capítulo primero del Génesis (Hexaemeron), cuyas homilías
presentan un tipo de interpretación estrictamente literal e incluso con
toques polémicos contra los alegoristas. En cambio, sus homilías sobre
los Salmos, aun siendo de tendencia literalista, no carecen de cierta
iniciación alegórica. Este gran legislador del monacato cristiano, será
quien establezca los primeros criterios monacales con que deben leerse
las Escrituras divinas. En su carta a san Gregorio escribe: «El gran
camino que lleva al descubrimiento del deber es la meditación de las
Escrituras inspiradas. En ellas se encuentran las reglas de conducta y
las vidas de los bienaventurados que la Escritura nos ha transmitido».
En efecto, los anacoretas, con
frecuencia iletrados, aprendían de memoria los textos, particularmente
los Salmos. Sus Apotegmas o sentencias, reflejan sobre todo episodios y
escenas referentes a la hagiografía y que caracterizan a sus personajes.
Ante la penuria bíblica en esta clase de escritos es difícil encontrar
el criterio o los principios básicos que condujeron a estos cristianos
por caminos hermenéuticos concretos. Los monjes cristianos de la primera
época se limitan a leer para poder hacer un uso sencillo de la Biblia.
Así lo reflejan las Reglas de san Antonio y san Pacomio, en las que el
único objeto de empeño intelectual debe ser la escucha de la Escritura.
En todo caso, la finalidad hermenéutica de los monjes de esta época
primera no es otra –ciertamente no pequeña– que la paradoja del asceta
iletrado pero intérprete profundo de la Escritura, según el modelo de
los pescadores del lago de Tiberiades, que fueron los primeros en seguir
a Jesús. La "escucha de la Escritura" en la vida de estos monjes
suponía leerla individualmente, copiarla, transcribirla, «rumiarla» en
cada momento del día, en sus casi interminables horas comunitarias
dedicadas a la liturgia hasta aprendérsela de memoria y hacerla propia,
pues veían en ella un depósito inagotable de modelos específicos para
sus vida.
El caso más significativo de esa
tendencia aglutinadora es el que representa san Gregorio de Nisa, quien
asimiló más profundamente la influencia de Orígenes en el ámbito
exegético y también dogmático, como lo demuestra su defensa de la teoría
de la apocatástasis origeniana. El Niseno emprenderá un camino nuevo en
la exégesis cristiana: el empleo de la alegoría –aunque evitó este
término, prefiriendo anagogé, theoría o diánoia– en la interpretación de
los textos veterotestamentarios, mientras que evitó dicho método para
los textos del Nuevo Testamento. Los otros dos criterios que inspiraron
la exégesis de este gran maestro de la Iglesia Antigua fueron la
finalidad (skopos) y la ilación o conveniencia (akoloutheia), que
Orígenes también había intuido, aunque no desarrolló suficientemente.
Para el Niseno todos los textos de la Sagrada Escritura encierran un fin
específico más allá de la exigencia de interpretarlo espiritualmente, y
por tanto deben ser explicados en función de esa finalidad específica.
La meta a la que tiende toda la Escritura –viene a decir– es hacer de
guía a sus lectores para alcanzar la bienaventuranza mediante el arduo
camino de la práctica de las virtudes cristianas. De esta manera se abre
un nuevo camino más amplio en la interpretación de los textos bíblicos.
En efecto, su Vida de Moisés explica literalmente y alegóricamente el
transcurso de la vida terrena del santo Patriarca como tipo del alma en
su camino de perfección hacia Dios: una vez alejadas las pasiones
terrenas comienza la felicidad. Ascesis y progreso indefinido en el
conocimiento del Dios infinito constituirán los fundamentos de toda su
doctrina hermenéutica.
Traspasando las fronteras del Imperio
Romano, más al Oriente, se desarrolla la llamada «escuela de los
persas», establecida primero en Nisibi, donde además de la Escritura y
su lectura, se enseñaban otras ciencias, como la música, con marcados
matices cristianos fieles a Roma. Los avatares de la historia
trasladarían estos conocimientos hasta la ciudad de Edesa, donde conoce
todo su esplendor gracias a maestros como el diácono san Efrén. Los
exegetas de esta región se caracterizan por un deseo de fidelidad al
texto original, pero con un enfoque más próximo al terreno cultural
semítico, apartándose del helénico y alejandrino. El ejemplo más
significativo del interés bíblico en esta región es la traducción de las
Escrituras en la conocida Peshitta, resultado de una versión que tomó
por base el texto hebreo de las Escrituras.
La interpretación de la Biblia en estas
comarcas cristianas más orientales se realiza estrictamente en la
fidelidad a la tipología tradicional, ya recuperada, durante la
prolongación de la catequesis y de la liturgia. En estos ambientes, y de
autores como San Efrén o Jacobo de Sarug, nace un simbolismo
inagotable, que presenta la creación como la primera revelación de Dios.
Basten unas frases de san Efrén, para evidenciar lo que pretendo:
«Nadie piense que en las obras de los seis días hay [alguna] alegoría.
No puede decirse que estas [realidades] pertenecientes a los días
aparecen simbólicamente, ni tampoco que son nombres vacíos, o que otras
realidades se nos aparecen simbolizadas por medio de [ésos] sus nombres:
sepamos más bien de qué modo fueron creados al principio el cielo y la
tierra; verdaderamente eran el cielo y la tierra, y con el nombre de
«cielo» y «tierra» se nos indica a otra realidad. El resto de las obras y
de las cosas que aparecen después tampoco tienen un significado vacío,
pues sus sustancias y sus naturalezas corresponden a lo que sus nombres
significan». Todos los Himnos de san Efrén recurren, hasta el
agotamiento, al paralelismo antitético, ya iniciado en el libro de los
Proverbios, y permite al más grande de los poetas patrísticos una
aproximación permanente entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, a la vez
que sabe diferenciarlos de nivel en la perspectiva de la historia de la
salvación.
Por su parte, Jacobo de Sarug cuenta una
anécdota, predicando a sus fieles que dice: «Un hombre sabio me
preguntó un día: "¿Qué significa el velo en el rostro de Moisés? ¿Con
qué finalidad se cubría este gran profeta el rostro ante los hebreos y
por qué no podían contemplar su rostro? ¿Qué razón llevó a este hombre
que había hablado con Dios a desempeñar en medio del pueblo la función
de un actor enmascarado de teatro? ¿Por qué él, la fuente primera del
profetismo, se mostró a los ojos de los espectadores con el rostro
cubierto con un velo?... Ven, Gracia que desvelas los divinos misterios,
para resolver los enigmas que proponen los sabios... El velo sobre el
rostro de Moisés –concluye el orador cristiano– significa que las
palabras proféticas encierran un sentido escondido. Dios veló así el
rostro de Moisés, porque debía ser el "tipo" del sentido velado de las
profecías».
Ciertamente, el pensamiento y la
exégesis siríacos, de los siglos iii al vii, se desarrolla de forma
autónoma en las categorías del mundo semítico. De esta forma se vincula
con la primera teología de la Iglesia, y representa un nuevo brote en su
florecimiento. Su importancia en la historia de la exégesis católica
pienso que todavía está por valorar.

5. La exégesis bíblica en el Occidente cristiano

Son muchas las hipótesis que se han
planteado sobre el retraso exegético en el Occidente cristiano respecto a
los del Oriente. Efectivamente son cerca de siglo y medio los que
distancian el Comentario al evangelio de san Juan, realizado por
Heracleón, a mediados del siglo II, y los escritos exegéticos realizados
por Victorino de Petovio a finales del siglo III. En efecto, los
motivos de esta tardanza son múltiples, pero no el menos importante es
que en Occidente no tenían lugar reuniones comunitarias entre semana
dedicadas a la lectura y explicación de las Sagradas Escrituras.
En esta parte occidental de la Iglesia
tenemos que remontarnos hasta la segunda mitad del siglo cuarto para
poder entresacar algunos principios exegéticos. Nos estamos refiriendo
al Comentario al evangelio de san Mateo, elaborado por san Hilario de
Poitiers. Este santo Obispo entiende que las narraciones evangélicas
poseen fundamentalmente un sentido literal, histórico, pero que
encierran también otro significado que hay que descubrir. Con frecuencia
habla del sentido "típico" de los acontecimientos históricos de la vida
de Jesús, refiriéndose normalmente a la salvación universal de todo el
género humano. Su opinión respecto al Antiguo Testamento puede resumirse
con estas palabras suyas: «La Ley, bajo el velo de las palabras
espirituales, ha hablado del nacimiento de nuestro Señor Jesucristo, de
su encarnación, de su pasión y de su resurrección... Tanto los profetas
como los apóstoles son garantes de ello». Los hechos evangélicos no
prefiguran sólo la salvación que ya se realiza en este mundo con la fe
en Jesucristo, sino también la consumación definitiva que coincidirá con
la segunda venida del Señor.
Por la misma época, finales del siglo
IV, aparece lo que podemos llamar el primer manual occidental de
exégesis bíblica, pues ofrece una serie de reglas que intentan, de forma
sistemática, iluminar las oscuridades de la Escritura. Será el mismo
san Agustín, ya entrado el siglo V, quien nos presenta al autor de este
manual, titulado Libro de las reglas, con las siguientes palabras: «Un
tal Ticonio, que a pesar de ser él donatista escribió infatigablemente
contra los donatistas, y en esto demostró su extraña ceguera al no
querer separarse por completo de ellos, compuso un libro que llamó de
las "reglas", porque en él expuso ciertas siete reglas que son como las
llaves con las que se abren los secretos de las divinas Escrituras». Una
reciente publicación de estas reglas esclarece lo que Ticonio entiende
por «regla»: no es un procedimiento hermenéutico o metodológico
inventado por Ticonio a manera de herramienta que se aplica a la
Escritura para iluminarla o comprenderla. En ningún momento afirma
Ticonio que pretenda crear o fabricar unas reglas. Éstas existen en la
Escritura misma; son místicas en cuanto se relacionan con el misterio y,
además no de una manera superficial, pues llegan hasta los recovecos de
toda la Ley, es decir de toda la Escritura... se presentan como algo
con lo que el Espíritu selló la Ley; son sellos del Espíritu mediante
los cuales protege el camino de la luz.
También en el Occidente cristiano
tenemos al exegeta científico representado en la persona de san
Jerónimo. Formado exegéticamente en la escuela de Antioquía, pues
profundiza en los conocimientos bíblicos de Apolinar de Laodicea, pronto
es subyugado por la hermenéutica origeniana. Los muchos comentarios
bíblicos que escribió siguen en general los procedimientos clásicos,
aunque la interpretación bíblica no sea para él un mero ejercicio
científico para adentrarse en la comprensión de un texto literario sin
más. Se trata de un acto religioso por el que el creyente ve las
Sagradas Escrituras «como verdadera comida y bebida, tomadas de la
Palabra de Dios». Por ello la Biblia exige una acogida religiosa,
creyente. La fe será en san Jerónimo la clave para leer e interpretar
correctamente los textos del Antiguo y del Nuevo Testamento. El
procedimiento más general en la hermenéutica del Patrono de los exégetas
es el de la tipología paulina, en la que los acontecimientos y
personajes veterotestamentarios guardan una relación directa con el
cumplimiento y plenitud, histórica o escatológica, que se concretan en
Cristo, en la Iglesia y en la vida espiritual del creyente.
Con san Jerónimo quedarán establecidos
en la historia de la hermenéutica cristiana los sentidos con los que hay
que leer e interpretar los textos bíblicos. Así lo escribe en una carta
dirigida a una dama de la nobleza romana, y fechada en el año 407,
donde podemos leer: «En nuestro corazón –escribe a Hedibia– hay una
triple regla para exponer las Escrituras. La primera nos ayuda a
entenderlas según la historia; la segunda, según la tropología, y la
tercera, según el sentido espiritual. En la historia se mantiene el
orden de lo que está escrito; en la tropología, nos elevamos de la letra
a cosas superiores, y lo que en el plano carnal aconteció al primer
pueblo, nosotros lo interpretamos en el sentido figurado moral, y lo
convertimos en provecho de nuestra alma; en la contemplación espiritual
nos remontamos a cosas más sublimes, y dejando atrás lo terreno,
conversamos de la bienaventuranza futura y de las cosas del cielo, de
modo que la meditación de la vida presente es anticipo de la dicha
futura».
El contacto directo y cuidadoso con los
textos bíblicos para traducirlos o comentarlos detenidamente, permite a
san Jerónimo sentir la importancia primordial de la letra y la necesidad
absoluta de aferrarse a ella para librarse de las extralimitaciones de
la fantasía. Por otra parte, los procedimientos exegéticos de nuestro
maestro sufrieron no pocas sospechas a propósito de los errores de
Orígenes; y las relaciones de san Jerónimo con los doctores judíos
influyeron también en sus ideas y métodos. No es menos cierto que sus
huellas metodológicas hicieron camino en la interpretación bíblica
posterior entre los comentaristas cristianos.
«No provoques a quien es ya un
veterano», escribe Jerónimo al joven Agustín, cuya gloria naciente ya
proyectaba una cierta sombra sobre el anciano erudito, aunque el Obispo
de Hipona reconoce la capacidad del exegeta latino y a quien escribe
precisamente para aclarar sus propias dudas en la lectura de la Biblia.
En efecto, desde el «tolle et lege» de su conversión, Agustín se
dedicará con pasión a la lectura de la Escritura en la Iglesia, pues de
ella la ha recibido, y durante toda su vida la interpretará y comentará,
desde las más variadas perspectivas: catequética y también
profundamente teológica. A finales del siglo cuarto comienza su manual
de hermenéutica, Sobre la doctrina cristiana, dirigido a los clérigos,
pero también a los laicos cultos; terminará esta obra cuatro años antes
de su muerte, acaecida en el 430.
El santo obispo de Hipona reflexiona
sobre las siete reglas ticonianas, que le parecen fundamentales para
iluminar las oscuridades de la Escritura, aunque las entenderá de manera
algo diferente. Al igual que san Jerónimo considera el texto bíblico
como fundamental y básico para desentrañar las enseñanzas del Espíritu
Santo en sus Escrituras sagradas, pero su desconocimiento de la lengua
bíblica le obliga a recurrir a la versión griega, cuyo idioma conoce
únicamente por sus estudios académicos, y sobre todo a la vieja versión
latina. Ambas versiones ya estaban superadas por los estudios de san
Jerónimo.
Además de los recursos textuales, san
Agustín da una gran importancia a la interpretación de la Escritura por
la Escritura misma, pues siendo Dios su autor queda garantizada su
interpretación. Éste será también el principio unificador de todos los
libros de la Biblia y el que valida las contradicciones solo aparentes
entre algunos de sus textos. De esta manera desaparece definitivamente
la distancia entre ambos Testamentos, pues aunque los signos sean
distintos la misma fe es la protagonista en los dos. Poco a poco van
quedando enterradas las críticas paganas y también las de los herejes
ante la diversa presentación histórica que describen ambos Testamentos.
La conclusión agustiniana, es que cuando la interpretación de un texto
implica la oposición de otros textos, el verdadero desenlace supone o
que el texto contiene algún error en su transmisión o que se equivocó el
traductor o que él no lo entiende.
De esta manera, san Agustín concede un
nuevo impulso a la hermenéutica cristiana de la Biblia: ve la perfección
de su Autor y se olvida un tanto de las debilidades y contradicciones
de la mano humana. La perspectiva cristológica, que aparece solapada en
la mayoría de sus predecesores en la interpretación cristiana de la
Biblia, no tiene parangón alguno. Puede que el más cercano sea Ticonio
con su primera regla, que tenía al Señor y su cuerpo como primer paso en
la exégesis bíblica. Pero a decir verdad, mientras Ticonio entiende por
«Señor» a Dios Padre y «cuerpo» a su Hijo, el santo obispo de Hipona
piensa que el «cuerpo» del Señor es la Iglesia, cuya cabeza es el
Salvador mismo, nacido de la Virgen María. Ambas perspectivas,
cristológica y eclesiológica, no podrán disociarse en la interpretación
de las Sagradas Escrituras, pues sería tanto como separar la Cabeza del
cuerpo. Desde esta perspectiva agustiniana es esclarecedora la expresión
del Santo Padre Benedicto XVI: "El pueblo es el verdadero y más
profundo "autor" de las Escrituras». Dios actúa continuamente en la
historia humana y sigue hablando a los lectores de las Sagradas
Escrituras.
Estos horizontes nos encaminan hacia el
último apartado que desearíamos desarrollar en este momento, pues los
grandes comentaristas patrísticos posteriores no harán otra cosa que
sacar y divulgar las conclusiones de este gran principio hermenéutico
agustiniano. Es verdad que existen comentadores bíblicos egregios en los
siglos cristianos posteriores pero, aparte de algunas intuiciones
magistrales que nos han transmitido, continúan los senderos abiertos por
sus predecesores. Es el caso de san Gregorio Magno, quien entre sus
comentarios a diversos libros de la Sagrada Escritura nos ha dejado en
herencia estas palabras realmente incisivas: «Los varones santos
aprenden en la Sagrada Escritura cómo han de vivir moralmente, esto es,
que las divinas palabras crecen con el que las lee, pues las Sagradas
Escrituras se elevan a la par del que las lee, porque más las entiende
cada cual cuanto más profundamente las medita». La fórmula acuñada por
san Gregorio compara el proceder paralelo entre el crecimiento de la
Escritura y el progreso espiritual de quien se acerca a ella con fe. Es
sorprendente advertir la convicción gregoriana de la vitalidad
intrínseca del texto inspirado, que es puesto como interlocutor «a la
par» de su lector. Con otras palabras, ni el texto, aunque contenga la
Palabra de Dios, reivindica una superioridad sobre el lector; ni este
último puede pretender la «posesión» del texto cosificándolo, como si
pudiese ser objeto exclusivo de sus propios análisis.

C) Biblia y teología en los comentarios patrísticos

Aunque de forma panorámica, hemos visto
que todos los escritores patrísticos están plenamente convencidos de la
presencia de un segundo significado en el texto de las Sagradas
Escrituras, además del estrictamente literal. La identificación de este
segundo significado estuvo estrechamente ligado, para cada uno de ellos,
a la problemática apologética, teológica o espiritual del «aquí y
ahora» en el que los Padres de la Iglesia se encontraban. De esta forma
podemos descubrir que un mismo autor puede utilizar métodos y claves
hermenéuticas distintas respecto a un mismo texto bíblico. De hecho lo
que interesaba a los Padres no era el significado del texto mismo en su
«literalidad», sino el sentido que un determinado texto poseía en el
«hoy» histórico, teológico o espiritual en el que era leído. De esta
forma se puede pensar en los distintos tratamientos que un mismo texto
recibía en Alejandría, Antioquía, Hipona, Roma o Jerusalén.
Los Padres de la Iglesia conectan
siempre ese segundo significado con la confesión de la fe y la
indispensable comunión de amor con la comunidad de la Iglesia, que era
reconocida por todos como la «conditio sine qua non», para el
descubrimiento de un segundo significado de los textos en las Sagradas
Escrituras. Con otras palabras, la Biblia constituye la biblioteca
fundamental para cualquier aspecto de la vida cristiana de los primeros
creyentes. La catequesis y la liturgia, la teología y la iconografía; en
fin, toda la doctrina cristiana se fundamenta en la exégesis bíblica,
en una relación siempre creciente, dinámica, de adhesión a la Palabra,
encarnada en el Verbo de Dios. Desde esta nueva perspectiva la exégesis
patrística significa también un impacto en la sociedad de su tiempo, una
capacidad de proporcionar o dar un estilo de vida y una influencia muy
específica en la adquisición de lo característicamente cristiano en la
misma interpretación de las páginas bíblicas.
Hace ya algún tiempo que el cardenal
Henri de Lubac, nos dejó escrito que «la antigua exégesis cristiana es
algo más que una antigua forma de exégesis. Es sobre todo la principal
forma que durante largo tiempo ha revestido la síntesis cristiana. Es al
menos el instrumento que la ha permitido construirse, y es hoy día una
de las vías de acceso más útiles para abordarla». Ciertamente la
exégesis de los Padres de la Iglesia entraña una verdadera tarea
teológica, que incluye una dogmática, una moral y una espiritualidad
unificadas. Para los autores patrísticos la mejor manera de hacer
teología es comentar la Escritura, lo que implica, bien entendido, que
su exégesis es preferentemente teológica. En este momento no podemos
detenernos, aunque no dejaría de tener su interés, a analizar todas las
implicaciones existentes entre los comentarios bíblicos de los Padres y
su manera de hacer teología.
Nuestro intento actual no va más allá
del esclarecimiento de los senderos que recorrieron los Padres de la
Iglesia en esa selva inmensa –como afirma Orígenes– que es la Sagrada
Escritura; Jerónimo dirá que es el «misterioso laberinto de Dios». La
exégesis patrística no se limita a enseñarnos únicamente sus diversas
interpretaciones, sino que sobre todo nos muestra los presupuestos
doctrinales y vitales de quienes hicieron tal hermenéutica. Así, por
ejemplo, entre los distintos géneros literarios –escolios, cuestiones y
comentarios– que emplearon los comentaristas patrísticos de la Biblia se
pueden ver cómo discutían sobre la interpretación de las palabras
mismas del texto, pero principalmente el interés por conocer la
naturaleza de las cosas narradas les inducía a discutir también sobre
las cosas mismas y elevarse a la contemplación del mismo Autor de las
cosas.
En el uso patrístico de la Biblia la
tendencia más común era la de partir de unos datos preconcebidos. Éstos
podían ser fundamentalmente bíblicos, pero también podían estar tomados
de las ciencias o de la propia experiencia personal, siempre con la
condición de que fueran análogos a los datos de la Biblia. En este orden
hay que destacar uno de los presupuestos más extendidos entre los
comentaristas patrísticos; se trata de la llamada «regla de fe» o «canon
de la verdad», que a san Justino le servía para describir la religión
cristiana, o los fundamentos básicos de la teología, como es el caso en
san Ireneo, Tertuliano y Orígenes, o incluso la enseñanza catequética,
que se condensaría más tarde en el símbolo bautismal.
Esta verdad fundamental proviene de la
misma Biblia y reagrupada habitualmente en el esquema de la fe bautismal
«en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo», que
constituye la base de esa exégesis que podría llamarse dogmática. En
otros casos la regla de fe vendrá definida por las confesiones de fe de
los cristianos que alcanzarán por ello el martirio; también por las
fórmulas litúrgicas con motivo de la celebración eucarística en las
fiestas, por los procedimientos utilizados en las alabanzas a Dios –las
doxologías–, o los testimonios aducidos frente a las distintas herejías.
Todas estas variantes de la regla de fe, entresacadas de la Biblia
misma, son el presupuesto básico para discernir la correcta hermenéutica
patrística de la falsa.

1. La divina Escritura

Otro de los presupuestos religiosos con
que los Padres de la Iglesia leen y comentan las Sagradas Escrituras es
la consideración de divina que se dispensaba a la Escritura.
Precisamente este valor trascendente de la Biblia es el que justifica
todo el trabajo de los Padres de la Iglesia en investigar todas sus
partes y bajo todos los aspectos posibles, presentándola como fuente de
verdad y orientadora segura para la vida. Los libros sagrados
representan en el pensamiento patrístico la autoritas divina, pero
únicamente en cuanto vienen presentados como tales por la Iglesia y
recibidos en la comunión de la fe católica.
Este valor trascendente lo ponen de
manifiesto los diversos adjetivos con los que los autores patrísticos
califican esta clase de Escrituras. Estaba fuera de toda discusión la
idea de que Dios era en última instancia el origen de la Biblia y que el
mismo Dios había decidido cuál debía ser su contenido y el respaldo y
autoridad que la confería. Como hemos recordado, el término Escritura,
en singular y también en plural, designaba entre los cristianos de los
dos primeros siglos a los libros del Antiguo Testamento y es a partir
del siglo tercero cuando se comienza a incluir en la designación también
a los escritos neotestamentarios, aunque se tardarán todavía dos siglos
más en señalar los límites extensivos de ambos Testamentos.
Los escritores patrísticos añaden al
sustantivo «Escritura» diferentes calificativos para designar el origen o
autoridad de la misma. Así uno de esos adjetivos que acompañan con más
frecuencia al sustantivo es el de «divina». San Agustín al calificativo
de «divina» añade el de «santa» como epíteto. Clemente de Alejandría
habla de las «Escrituras del Señor». Orígenes, y también san Cirilo de
Jerusalén, escriben que «las Escrituras están inspiradas por Dios». Y la
lista se haría excesivamente amplia, si pretendiéramos recordar aquí
todos los términos utilizados por los autores de la patrística para
significar el origen divino de las Sagradas Escrituras.
Lo mismo tendríamos que decir del
término veterotestamentario «Biblia», que también es adoptado por los
autores paleocristianos para designar los libros inspirados por Dios,
como lo testimonia el vestigio de esta denominación que encontramos en
las Actas de los mártires escilitanos, hacia el año 180, donde se
mencionan «los libros y la cartas de Pablo, hombre justo». Idénticos
calificativos acompañan a otros sustantivos como letra, palabra, página
–también en plural– para designar la misma realidad.
En verdad, la Sagrada Escritura,
reconocida como obra de un autor divino y recibida como una instrucción
salvífica, se consideraba superior a cualquier autoridad humana en la
Iglesia. En orden a la edificación de ésta, y a fin de que se fuera
configurando una autodefinición eclesial a partir de las disputas y
confusiones doctrinales en los primeros siglos cristianos, la Escritura
divina sirvió como única garantía de una fe auténtica en Cristo. La
hermenéutica patrística interpretaba la verdad divina de la Escritura
haciendo posible que la voz de Cristo anunciara o proclamara y
estableciera en ella todo lo que era vital para los cristianos en su
presencia en este mundo. Dios era identificado, al margen de toda
metafísica, en los términos propuestos por la Escritura. El mismo Dios
introducía realmente a los creyentes elegidos en la divina dispensación
asegurada por la Escritura sagrada.
A mediados del siglo ii el judío Trifón y
el filósofo cristiano Justino podían diferir en sus opiniones, sobre la
base de una convicción compartida respecto a la naturaleza divina de
las Escrituras. Y este mismo carácter sagrado de todos y cada uno de los
libros divinamente inspirados se supone todavía aún en el uso narrativo
y popular que de ellos hacía san Gregorio Magno. La misma enseñanza la
encontramos en san Juan Crisóstomo: «Todas las cosas que los profetas
afirmaron respecto a los judíos, todas alcanzaron su cumplimiento, e
incluso la realización de las mismas fue evidente a todos: también las
referentes a Cristo en el Nuevo [Testamento], que muestran sobremanera
que la Escritura es divina. Mas si es divina, todo lo que se ha dicho en
ella sobre Dios también es verdad». El texto del Patriarca de
Constantinopla incluye la afirmación del origen divino de la Biblia con
el argumento racional de que las profecías se han cumplido, lo cual no
deja de tener su importancia científica.
Durante los siglos cuarto y quinto, los
autores cristianos admitían en general que la Biblia tenía como autor a
Dios. Habían aceptado de manera pacífica este dato central de la
herencia judía y eran poco propensos a contestarlo ya que el ambiente
antiguo no tenía dificultad en aceptar la inspiración divina de los
libros sagrados. Así se expresa, por ejemplo, san Cirilo de Jerusalén en
sus Catequesis: «Por tanto, no salga de nuestra boca más que lo que
dice la Escritura acerca del Espíritu Santo; y si algo no aparece en la
Escritura, no andemos curioseando. El Espíritu Santo en persona dictó
las Escrituras; Él también dijo de sí mismo cuanto quiso, o lo que
correspondía a nuestra capacidad de comprensión. Que se diga, pues, lo
que dijo, y que nosotros no alberguemos la pretensión de decir lo que no
dijo». Otros testimonios podemos cotejarlos entre las obras de san
Basilio, san Gregorio de Nisa, san Jerónimo, Teodoro de Mopsuestia,
Teodoreto de Ciro, y otros muchos.
A pesar de esta unanimidad, cuando se
trata de definir la naturaleza de la inspiración misma, las opiniones
patrísticas difieren. Así, Teodoro de Mopsuestia distingue entre la
inspiración profética, que incluye la visión de las cosas futuras, y la
sabiduría de los autores sapienciales. También es interesante la opinión
de san Ambrosio, quien afirma que los hagiógrafos no han escrito
conforme al arte humano, sino según la gracia, que supera todo arte,
porque escribieron todo lo que el Espíritu Santo les había inspirado.
Los autores de la Patrística no se
conforman con afirmar el hecho de la inspiración divina, y de algún modo
su naturaleza, sino que también sacan sus consecuencias. Así, puesto
que el Espíritu Santo ha inspirado los libros sagrados, éstos están
llenos de misterios, escondidos a quienes no creen, abiertos en cambio a
los que llaman y buscan. También, porque provienen de Dios, todas las
palabras son útiles y todos los libros constituyen la única Biblia y
pueden ser interpretados uno por medio de otro, como cita expresamente
san Agustín.
Plenamente convencidos del origen divino
de la Escritura y sintiéndose además ligados por la autoridad de la
tradición eclesiástica pasaban sin dificultad alguna sobre la
contribución específica de los autores humanos. La importancia de la
historia en la retórica, y especialmente las costumbres que regulaban
los prólogos de los comentarios paganos, les obligaba a olvidarse que
todo libro bíblico tenía también su autor humano. Para nuestros
comentaristas, el interés de la Biblia patrística era el medio
privilegiado de comunicación con Dios, y el texto sagrado permitía a
nuestros comentaristas una simbiosis excepcional entre su locutor
trascendente y sus destinatarios humanos. Éstos eran sus objetivos
hermenéuticos primordiales.

2. Fe en Cristo y su Iglesia

Otro de los criterios básicos que
determinó el inicio y todo el desarrollo de la exégesis patrística fue
la convicción de que la divina Escritura sólo tiene sentido cuando es
interpretada en y para la Iglesia. Ciertamente, a la luz de las
convicciones evangélicas, el texto sagrado incorporaba un cúmulo de
conocimientos muy necesarios acerca de Cristo. Estos datos
cristológicos, descubiertos por los primeros intérpretes de la Escritura
en la Iglesia del Nuevo Testamento, respaldaron la apropiación
cristiana de la Biblia hebrea, cuyo carácter divino se identificó a
partir de entonces como cristiano.
La resurrección de Jesús, reconocido
como Señor, constituye el punto de partida, la raíz, el centro y la
cima, de la hermenéutica patrística de la Biblia. Ahora bien, no es la
Biblia quien implanta la resurrección, sino lo contrario: es la
resurrección del Señor quien introduce en la Biblia. Los Padres
sostienen que sólo el reconocimiento de Jesús como Señor, permite leer
adecuadamente la Biblia, y además añaden que este reconocimiento puede
ser pleno y auténtico únicamente si es tenido en la Iglesia, conforme a
su regla de fe. De aquí nace el principio fundamental del trabajo
exegético de los Padres de la Iglesia: Ecclesia tenet et legit librum
Scripturarum (la Iglesia posee e interpreta el libro de las Escrituras).
Esta convicción entró muy pronto con sencillez en las fórmulas de fe
que debían adoptar los candidatos al bautismo, en los símbolos de las
distintas reuniones sinodales y mucho más de los de los concilios
ecuménicos, cuando éstos tuvieron lugar, las distintas alabanzas a Dios
con sus variadas formulaciones, los testimonios martiriales y de la
conducta misma de los creyentes no son más que algunos testimonios de
los que la "Iglesia tenía y de cómo leía el libro de las Escrituras".
Ya en los años últimos del siglo ii los
escritos del Antiguo y Nuevo Testamento fueron recibidos por los
numerosos grupos cristianos como el tesoro más preciado de la Iglesia.
Tanto Ireneo de Lyon como Tertuliano tenían perfectamente claro que las
disputas por establecer correctamente el elenco de los libros canónicos
sólo tenían sentido si aquellos libros se consideraban ya propiedad de
la Iglesia. Esta misma consideración tenían incluso los enemigos de la
Iglesia, y así en las épocas de persecución, se exigía a los cristianos
que entregaran sus libros sagrados, pues era de todos conocido que una
de las peores traiciones a la Iglesia consistía en entregar los libros
sagrados a las autoridades civiles. Así nacieron los conocidos con el
nombre de traditores en la Iglesia antigua.
La piedad de Orígenes le llevará a
escribir: «Mi mejor deseo es ser verdaderamente de la Iglesia, ser
llamado con el nombre de Cristo, y no con el de cualquier heresiarca,
tener ese nombre, bendito en toda la tierra. Mi deseo es ser realmente y
denominarme cristiano, tanto por las palabras como por los
sentimientos». Es la voz de un hombre en el que se mezclan el amor y la
confianza; es la fuerza del amor la que exige la rectitud de la fe. No
contento con alegar «la regla de las Escrituras» o «la regla evangélica y
apostólica», el maestro alejandrino invoca la «regla de la Iglesia», la
«fe de la Iglesia», la «palabra de la Iglesia», la «predicación de la
Iglesia», la «doctrina de la Iglesia», el «pensamiento y el magisterio
de la Iglesia». Todas estas expresiones origenianas han surcado los
tiempos hasta nuestros días y han dejado su impronta en la configuración
de la exégesis cristiana en toda su historia.
No sólo se pensaba que las Sagradas
Escrituras habían sido confiadas a la Iglesia, sino que a la vez se
afirmaba que constituían el mensaje fundamental de ésta. Es decir, lo
que la Iglesia tenía que anunciar no era otra cosa que la Sagrada
Escritura, a la vez que todo el mensaje de la palabra de Dios no era
otra cosa que la proclamación de la Iglesia. Así, durante los siglos
patrísticos uno de los principios básicos de la recepción inicial y de
la interpretación subsiguiente de la Sagrada Escritura en la Iglesia era
siempre el mismo: La Sagrada Escritura tenía sentido en términos
cristianos, porque era propiedad de la Iglesia; no por estar ordenada a
su servicio. Por haber sido entregada a la Iglesia, la Sagrada Escritura
tenía que ser entregada a su vez y en su totalidad a cada uno de los
miembros de la Iglesia. Nunca hubo en la Iglesia primitiva un círculo
específico al que se vinculara un uso exclusivo de la Biblia. Florecían
en algunos lugares círculos de intérpretes amigos, pero ningún cristiano
quedaba privado de la apropiación personal de la Sagrada Escritura en
cuanto tal. Esto es lo que demuestra precisamente que la exégesis
patrística diera como fruto un sin número de sermones y otros tratados
elaborados por miembros del pueblo cristiano y dirigidos al pueblo
cristiano.
Las reuniones litúrgicas, la oración
comunitaria y personal, los métodos catequéticos, las festividades, las
visitas y comunicaciones entre cristianos de diversos lugares
constituyen un sinfín de ejemplos patrísticos respecto a la exégesis de
los Padres de la Iglesia: asignaba a los dirigentes intelectuales de las
comunidades eclesiales; conseguía que los hermanos cristianos
compartieran sus bienes espirituales y materiales; en definitiva, la
Sagrada Escritura estaba presente en todas las circunstancias de la vida
cristiana.
San Agustín nos recuerda este principio
básico en la lectura e interpretación de las Sagradas Escrituras. «Si
queremos –escribe el obispo de Hipona– comprender la Escritura, es
indispensable que descubramos al Cristo completo y total, es decir,
Cristo cabeza y cuerpo. Cristo habla muchas veces en persona únicamente
de la cabeza, la cual es el mismo Salvador, nacido de la Virgen María;
otras habla en persona de su cuerpo, el cual es la santa Iglesia,
difundida por toda la tierra. Nosotros somos su cuerpo, si es que
nuestra fe sincera, nuestra esperanza segura y nuestra caridad ardiente
se fundan en Él; somos su cuerpo y miembros de Él... Por tanto, al oír
las voces del cuerpo, no separéis la Cabeza, y al oír las voces de la
Cabeza, no separéis el cuerpo, porque ya no son dos, sino una carne».
Consecuencia de esta común convicción de
fe era que las personas, las instituciones, los acontecimientos, las
leyes, los sacrificios, y en general todo de lo que se habla en el
Antiguo Testamento fueran interpretados como referidos a la persona
misma de Jesucristo. No se trata sólo de algunos sucesos fundamentales
del Antiguo Testamento, sino de todos, hasta los más particulares. El
significado de toda esa realidad veterotestamentaria es modificada por
la lectura cristiana hasta el punto de que entonces se puede hablar de
un significado que ya no se refiere sólo a Israel, sino que mira a
Jesús, identificado con el Espíritu Santo mismo por las Escrituras
hebreas.
En definitiva es general en los Padres
de la Iglesia la convicción de que Jesús resucitado no constituye sólo
el contenido de las Escrituras, sino también el que lleva a descubrir
gradualmente su contenido. De ahí la conclusión de los comentaristas
patrísticos: sólo puede entender las Escrituras quien lleva la misma
vida del Maestro hasta el fin de los tiempos. Con otras palabras,
únicamente puede pensar haber logrado el verdadero sentido del texto
bíblico quien puede detectar en sí mismo la presencia de un alter
Christus.
Estos intérpretes de la Biblia basaron
su exégesis en afirmaciones hechas desde la fe. Para los Padres, el
hecho de poder comprender las Escrituras es una gracia y un don que el
intérprete debe pedir en la oración. Por eso, el punto de partida de
gran parte de la exégesis patrística sobre el Antiguo Testamento es la
creencia que éste, en su conjunto, es un anuncio de Jesucristo; o a la
inversa, que Cristo es la llave para entender el Antiguo Testamento.
Ciertamente, Cristo es el que asume y recapitula toda la línea del
tiempo anterior y posterior, desde el primer hombre hasta el último. Y
esta lectura tipológica de la Biblia no se limita sólo a Cristo, sino
que éste es inseparable de su cuerpo, de su pueblo, que constituye el
misterio en su plenitud: «Cristo y su Iglesia».

3. Unidad y utilidad de toda la Biblia

De la "divinidad" y "eclesialidad" de la
Biblia deriva también la sinfonía de los dos Testamentos que componen
las Sagradas Escrituras; es decir, su unidad, y no sólo en su
perspectiva apologética, sino sobre todo y principalmente en su sentido
más profundo: saber caso por caso, si una lectura determinada cristiana
es homogénea a la Escritura en su conjunto, conforme a su dinamismo
profundo. Esta característica es la que celebra y goza la exégesis
patrística, como lo demuestra que sus resultados llegarían a ser
componentes de la liturgia cristiana y permanecen hasta nuestros días.
Al creer en Dios, como único autor
principal de la Biblia, los autores patrísticos se sienten capacitados
para aplicar con mayor convencimiento el principio de la hermenéutica
clásica «Homero por Homero», el autor por el autor. No se limitan a
citar continuamente textos bíblicos que se explican unos a otros. Como
hemos visto en san Agustín, tienen en cuenta que pasajes oscuros hay que
explicarlos por medio de otros más claros, y que una contradicción
aparente entre dos pasajes puede ser resuelta por medio de un tercer
texto.
Por otra parte, los intérpretes
patrísticos de las Sagradas Escrituras saben distinguir perfectamente
entre el Logos, palabra eterna y personal de Dios, y la palabra divina
que resuena en el oído humano y que el ojo del hombre lee en la Biblia.
Esa presencia del Logos personal en la Escritura es la razón más
profunda de su unidad esencial, en cuanto mensaje del único misterio que
asume expresiones diversas según los tiempos y los hombres. Nos
encontramos ante un concepto fundamental de la patrística que da la
clave de los criterios interpretativos de los Padres de la Iglesia. Ésta
es la verdadera razón y el motivo necesario y urgente que tenían, por
ejemplo, Ireneo, Tertuliano, Hipólito y Orígenes, entre otros, para
afirmar la unidad de los dos Testamentos frente a los herejes que
repudiaban los textos veterotestamentarios o, en el mejor de los casos,
los interpretaban mal porque la faltaba la luz emanada de los de la
Nueva Alianza realizada por Jesucristo.
En el siguiente texto de san Juan
Crisóstomo el criterio de la unidad de la Escritura se muestra de manera
esclarecedora: «Si de un costado se toma una parte, en ella se hallarán
todos los elementos de que consta el animal entero: nervios, venas,
huesos, arterias, sangre y, por decirlo así, una muestra de todo el
conjunto: lo mismo en las Escrituras: en una parte cualquiera brilla el
parentesco con el todo». El lector de los escritos patrísticos encuentra
en esta motivación exegética la explicación oportuna sobre la abundante
repetición de textos bíblicos que se halla en todos los comentarios
bíblicos de cualquier autor de los primeros siglos de la Iglesia.
El autor real de las Escrituras es el
Espíritu Santo, y el Espíritu Santo es uno. Así pues, las Sagradas
Escrituras, tomadas en su conjunto, deben enseñar una verdad, la verdad.
Y, más aún, si el Espíritu Santo es su autor, las Escrituras nunca
pueden considerarse como un lugar común o algo superficial. Orígenes,
por ejemplo, escribe: «¿De qué me sirve a mí, que he venido a escuchar
lo que el Espíritu Santo enseña al género humano, oír que Abrahán estaba
de pie debajo de un árbol?», o que «el propósito [del Apóstol] es que
aprendamos cómo tratar otros pasajes, y en especial aquellos en los que
la narración histórica parece que no cuenta nada valioso acerca de la
ley divina» o bien este otro pasaje: «Y, ciertamente, si como algunos
piensan, el texto de la divina Escritura fue compuesto sin cuidado y de
modo confuso, se podría haber dicho que Abrahán bajó a Egipto para
habitar allí a causa del hambre que sufría». Por ello, concluirá el
exegeta alejandrino, lo mismo que el hagiógrafo necesita de la
intervención del Espíritu Santo para redactar las Sagradas Escrituras,
igualmente el lector necesita de la ayuda de ese mismo Espíritu para
comprender con rectitud lo que lee en esas mismas Escrituras.
De este modo, la exégesis de los Padres
era una tarea fascinante, llena de misterios, sorpresas y complicaciones
que resolver. También Orígenes utilizó una maravillosa imagen que
aprendió del rabí que le enseñó el hebreo; decía él que la Escritura es
como una gran casa que tiene muchas habitaciones. Todas las habitaciones
están cerradas con llave y hay una llave para cada puerta cerrada. La
labor del estudioso es encontrar la llave que abra cada puerta. Y es
ésta una gran tarea.
La exégesis patrística comienza con el
estudio literal de los términos, pero el interés real de los Padres de
la Iglesia estaba puesto en la cristiandad y en la doctrina cristiana.
Quizás la mejor manera de decirlo es que las cosas y sucesos del Antiguo
Testamento les recordaban las verdades y realidades cristianas. Con
expresión clásica de Wilhelm Vischer, se puede decir con toda verdad que
«el Antiguo Testamento nos muestra lo que es Cristo, mientras que el
Nuevo Testamento nos muestra quién es Cristo». Este proceso de relación
de ideas ya había comenzado en el Nuevo Testamento, y nosotros lo
encontramos resumido en los dos primeros versículos de la Carta a los
Hebreos. San Juan Crisóstomo lo hará de la siguiente manera: «Nada hay
inútil o innecesario en la Sagrada Escritura, ni siquiera una iota o una
tilde; más aún, ni siquiera un simple saludo, puesto que el saludo nos
abre un mar inmenso de sentidos y nos da abundante materia».

4. La Biblia como argumento demostrativo

En este momento sólo podemos esbozar lo
que ya hemos dicho en otra ocasión respecto al valor que la Biblia tiene
entre sus comentadores patrísticos en relación a los tres frentes que
se encontraron: judíos, paganos y herejes. Estos tres ámbitos opuestos
al cristianismo primitivo tuvieron precisamente en los comentarios
bíblicos de los Padres de la Iglesia sus oportunas respuestas, teniendo
como base de su argumento precisamente la Biblia. Ciertamente las
Sagradas Escrituras fueron siempre el referente básico para definir las
distinciones con unos y con otros.
«La polémica, la persecución, la
oposición y marginación social –afirma Angelo di Berardino– obligan a
cerrar filas o, mejor todavía, a animar una conciencia más persuasiva de
la propia identidad, que precisamente los cristianos expresan en
términos tan claros que echan por tierra la mayoría de las veces el
juicio de los opresores». En efecto, el camino que recorren los primeros
cristianos, siguiendo el ejemplo de su Maestro, no es el del
enfrentamiento con las estructuras de la sociedad o de las
confrontaciones en los conflictos sociales y políticos que ciertamente
existían. Frente al mundo judío y pagano, el cristiano de los primeros
siglos parece concentrarse en un único objetivo: el anuncio de
Jesucristo y del proyecto de vida que había traído. De esta manera el
texto de la Biblia se convierte en el centro de sus mejores reflexiones
para subrayar las concepciones teológicas y la orientación kerigmática
de sus comportamientos.
Los exegetas cristianos de esta época se
fijan en la Biblia para poner de relieve las diferencias y similitudes
con sus coetáneos del judaísmo, para señalar ciertos acontecimientos
particularmente significativos en las Sagradas Escrituras en sus
relaciones con ellos y para manifestar el sentido direccional de toda la
historia veterotestamentaria, que implica una radical conversión de las
personas. En definitiva, el texto bíblico es para los cristianos de los
primeros siglos una invitación a los judíos para tomar parte de la vida
y del comportamiento de la nueva comunidad fundada por Cristo, la
Iglesia, que es la heredera auténtica de las promesas realizadas por
Dios al pueblo judío.
La Escritura, como historia de
salvación, es también la tierra fructífera donde hunde sus raíces el
mensaje cristiano frente a la polémica de los paganos. Si la historia,
la filosofía y la literatura paganas son verdaderas por la antigüedad de
que gozan, más verdadera será la doctrina cristiana que se funda en las
páginas multiseculares de la Biblia. La historia cristiana también
reconoce los hechos, su concatenación y sus consecuencias. Pero con los
ojos de la fe el historiador cristiano observa a Cristo como el gran
protagonista de la historia humana. La época de los mitos y de las
narraciones de los filósofos paganos no es sino una preparación para
conocer toda la verdad que traerá más tarde el Evangelio de Cristo. Por
eso el historiador cristiano recurrirá a la fidelidad de la memoria de
Cristo, a la capacidad de interpretar los acontecimientos a la luz de
esa memoria y a la fuerza de su exhortación eficaz y convincente.
También el texto bíblico se convierte en
el centro de los conflictos entre cristianos y los que llevan «el falso
nombre de cristianos» durante todos los siglos que abarca la época
patrística. La concepción de la Biblia y los métodos de interpretación
han marcado profundamente la identidad de los verdaderos cristianos
frente a los herejes. Las interpretaciones bíblicas de marcionitas y
gnósticos frente a los cristianos de «la gran Iglesia» trajo consigo
unas consecuencias capitales: la unidad de los dos Testamentos, la
puesta a punto del canon neotestamentario y el desarrollo de los métodos
exegéticos que configurarán para siempre la hermenéutica cristiana.
En este momento citaremos únicamente un
texto que nos parece muy significativo; es del primer autor cristiano
que unifica toda la Escritura en dos partes, que él, entrando en la
historia de la exégesis cristinan, llama Antiguo y Nuevo Testamento. En
efecto, Clemente de Alejandría escribe: «Demostramos el objeto de
nuestra investigación con la palabra del Señor, la cual ofrece una
garantía mayor que toda demostración, mejor aún, es la única
demostración que realmente existe. Conforme a esta ciencia son fieles
quienes sólo prueban por las Escrituras, pero son "conocedores" los que
siguen adelante para alcanzar un conocimiento más perfecto de la verdad,
pues también en la vida tienen una cierta superioridad los
especialistas respecto a los profanos, y en comparación a las ideas
comunes modelan mejor. Del mismo modo también nosotros, demostrando con
perfección lo concerniente a las Escrituras a partir de ellas mismas,
estamos persuadidos por la fe de manera convincente. Y si los que siguen
las herejías se atreven a servirse de los escritos proféticos, en
primer lugar no se sirven de todos, y no [lo hacen] de forma íntegra, ni
tampoco dan a entender el conjunto ni el contexto de la profecía, sino
que entresacando las frases ambiguas las traducen según sus propias
opiniones, recogiendo de un sitio y otro unas pocas palabras, sin
examinar su significado, sino que se contentan con la misma simple
expresión. En efecto, en casi todos los textos que aducen se puede ver
cómo atienden sólo a los nombres, substituyendo los significados, porque
desconocen lo que expresan, ni utilizan aquellas selecciones [de
textos] que presentan como la naturaleza de los mismos reclama. Mas la
verdad no se encuentra en cambiar los significados (pues de esta manera
arruinan toda verdadera doctrina), sino en examinar lo que es
perfectamente propio y conveniente al Señor y Dios todopoderoso, y en
confirmar cada una de las pruebas de las Escrituras mediante otros
pasajes paralelos de las mismas Escrituras». Las palabras del
Alejandrino merecerían una reflexión detenida, pero no es posible en
este momento; parecen escritas en cualquiera de neustros días, donde los
eufemimos tratan de cambiar el significado de las palabras.

5. Escuela de virtudes

Los Padres creyeron que las Escrituras,
entendidas de modo adecuado, les hablaban en su búsqueda de la santidad
cristiana. Así pues, la simple narración de los sucesos del pasado no es
inútil. Así la frase: «Moisés consignó por escrito, por orden del
Señor, las etapas que recorrieron» (Nm 33, 2), es comentada por Orígenes
de la siguiente manera: «Habéis oído que "Moisés consignó por escrito"
estas cosas "conforme a la palabra del Señor". Y ¿por qué el Señor quiso
que se escribieran? ¿Para que este pasaje de la Escritura sobre los
mandatos hechos a los hijos de Israel nos reporte algún beneficio o no
nos sirva de nada? ¿Quién se atrevería a afirmar que las cosas escritas
por mandato de la palabra del Señor no reportan utilidad o salvación
alguna, sino que tan sólo narran unos acontecimientos, y que lo que
entonces sucedió no tiene ahora ninguna relación con nosotros?». En
verdad, es principio exegético fundamental la pregunta que los Padres se
hacen continuamente sobre qué me dice este pasaje y cómo me puede
ayudar.
El conocimiento de Dios es evidentemente
para los exegetas patrísticos sinónimo de salvación. El conocimiento de
Dios que concede la fe y asciende por el amor tiene como finalidad el
conocimiento de la Escritura, no sólo leída, sino también meditada y
contemplada por el cristiano, que no se contenta con simples ideas, sino
que busca el penetrar en el misterio del Hijo de Dios, y trata de
hacerse semejante a Él interiorizando las páginas sagradas de la Biblia.
Este tema tiene para los escritores de la edad patrística dos
fundamentos principales en la Escritura. El primero se encuentra en el
Génesis, donde se lee que el hombre fue creado a imagen y semejanza de
Dios (cf. Gn 2, 26). Este texto sirve a la mayoría de los comentaristas
paleocristianos para indicar que el hombre todavía no posee el parecido
pleno que una imagen exige. El segundo de los textos, también
veterotestamentario es el mandato a Moisés de marchar por el camino de
Dios y obedecer sus mandatos. Con este inicio –la imagen de Dios– y esta
meta –la perfecta semejanza–, se desenvuelve todo el camino moral de
los Padres de la Iglesia, y la importancia que las Escrituras asumen en
el acompañamiento del itinerario del fiel cristiano: el camino que
conduce desde el inicio hasta el término es el de la Sabiduría y el de
la Palabra de Dios.
Recordemos, entre muchos, dos ejemplos
de tradiciones hermenéuticas tan distanciadas como la alejandrina y la
antioquena. En su Comentario a la Carta a los Romanos, Orígenes nos ha
dejado estas palabras: «Nuestra mente es renovada mediante la práctica
de la sabiduría, la meditación de la Palabra de Dios y la inteligencia
espiritual de su ley; y cuanto más progrese uno en la lectura de las
Escrituras, más arriba subirá su entendimiento; así será nuevo siempre y
cada día. Ignoro, en cambio, si puede renovarse la mente perezosa en
relación con las divinas Escrituras y la práctica de la inteligencia
espiritual, con las que no sólo puede entender como verdadero lo que
está escrito, sino también explicarlo con más claridad y manifestarlo
con mayor diligencia».
Y un asiduo predicador antioqueno de las
Escrituras como lo fue el Crisóstomo también nos ha dejado escrito: «Si
nosotros, los que diariamente disfrutamos de la lectura de los profetas
y los apóstoles, apenas refrenamos las pasiones y cohibimos la ira y
dominamos los alborotos de las codicias y con dificultad rechazamos la
peste de la envidia, a pesar de que estamos continuamente repitiendo en
medio de nuestras perturbaciones los versículos de la Escritura, y con
trabajo y apenas domesticamos semejantes bestias feroces e impudentes
¿qué esperanza de salud queda, pregunto, para quienes jamás han usado de
la dicha medicina ni han escuchado cómo tratar de las virtudes?».
De la exégesis alegórica de Orígenes,
construida sobre la base de la exégesis literal, derivan dos
consecuencias lógicas: la exégesis tropológica, que se refiere a la
conducta moral del cristiano en el seguimiento de Cristo, y la exégesis
anagógica, que es el convencimiento de los misterios de la
bienaventuranza eterna y de su incoación en esta vida. En el pensamiento
del Alejandrino lo mismo que el sentido alegórico transforma el Antiguo
Testamento en el Nuevo, también el sentido tropológico y el anagógico
convienen a la Antigua Alianza, puesto que ésta es transformada por la
Nueva. Ambas alianzas son imprescindibles para el lector cristiano, como
lo demuestra su comentario a la Vida de Moisés, por ejemplo.
Ciertamente las Escrituras Sagradas no
son sólo levadura que fermenta las capacidades del lector, sino que la
palabra de Dios es también el alimento que «nutre y deleita el alma de
los prudentes, que es fulgurante y suave, iluminando con el esplendor de
la verdad y deleitando las almas de los oyentes con la dulzura de las
virtudes», como nos recuerda san Ambrosio.
En verdad los Padres de la Iglesia, como
hijos de su tiempo, eran conscientes de la importancia de las
costumbres de los mayores, la tradición, como lo reflejan sus
comentarios bíblicos. No existe convivencia sin tradición; por este
motivo la misma religión era considerada como base de la vida en común,
tanto en la sociedad como en la familia. Y en general se consideraba que
la antigüedad era uno de los principales criterios de veracidad. Por
ello no resulta extraño que los comentadores bíblicos de los primeros
siglos hagan hincapié en los personajes bíblicos como espejos de
conducta cristiana. Ellos recorren la Sagrada Escritura para apoyar su
llamada a la vida sencilla en dos fundamentos principales. De una parte
existe un bien superior al de los alimentos, al dinero y al placer, que
con tanta avidez buscan los hombres. Pero a continuación explican cómo
la razón y la sobriedad –medida– son bienes en sí mismos.
La enseñanza ético-moral de las cartas
paulinas, por ejemplo, tal como las entienden los Padres, brota de sus
reflexiones sobre la personalidad de Pablo, y en consecuencia sobre la
vida cristiana como disciplina espiritual. La auténtica vida cristiana
consiste en seguir los preceptos cuyo cumplimiento se hace posible con
la ayuda de la gracia de Cristo, tal y como han quedado expresados en la
Sagrada Escritura y la tradición. Cuestiones de interpretación hacían
surgir controversias sobre el grado de literalidad y severidad con que
se habían de tomar tales mandatos, especialmente cuando se tenían que
aplicar a la vida en sociedad y también a la vida de las comunidades
monásticas. Esta tensión aumentaría la casuística y darían pie a los
primeros catálogos tanto de virtudes como de vicios.
Consecuentemente, los Padres recalcan
con énfasis todos aquellos pasajes bíblicos donde se pondera la
importancia moral de la vocación cristiana para un correcto conocimiento
y práctica del ascetismo. La ley del Antiguo Testamento tiene validez
para todo tiempo como guía del comportamiento ético de los creyentes;
incluso cuando descienden al plano disciplinar respecto a cierta falta
de madurez en la práctica moral, lo hacen precisamente para abrir camino
a una vida espiritual más perfecta. Las frecuentes advertencias contra
lo terrenal recalcan los peligros del deseo de riqueza, de la
inclinación a los placeres carnales en las relaciones domésticas o en el
desenfreno sexual, y del afán de aprobación y reconocimiento humanos a
través del éxito mundano.
Una cuestión que no olvidan estos
comentaristas es el referido al tema de lo relativamente provechoso que
resulta el matrimonio y la familia y el mandato de procreación humana
dado por Dios, especialmente en debates entre defensores extremistas de
la vida doméstica por un lado, y del rigor ascético y el fanatismo por
otro. Distinto tema era el referente al legalismo externo, en
contraposición a la ansiada vida interior encaminada a una auténtica
unión espiritual con Dios. Juan Crisóstomo constituye un buen ejemplo de
aquellos Padres que advierten, una y otra vez, que la verdadera
virginidad y auténtico celibato se hallan en el corazón y en la mente, y
que nunca pueden reducirse a una serie de reglas de conducta. En la
misma línea se desenvuelve el pensamiento de san Ambrosio, el teólogo
patrístico de la virginidad.
En definitiva, los Padres latinos,
griegos, siríacos y coptos, más allá de sus diferencias de énfasis y
formulación, nos enseñan unánimemente que las cualidades propias del
carácter que brota de un corazón contrito y humilde, constituyen en
última instancia la manera de ser del cristiano, y estas lecciones
pueden aprenderse mediante la lectura de las Sagradas Escrituras.

 

D. Conclusión

La Biblia en los Padres de la Iglesia es
como un gran mar al que es muy difícil poner orillas. Ciertamente en
ese misterioso "cara a cara" entre objeto y sujeto del trabajo exegético
se genera un movimiento continuo, que permite crecer al uno y al otro
hasta el infinito gracias a la energía que recíprocamente se dan, como
nos lo indicaba san Gregorio Magno en el texto citado más arriba. Pero a
nosotros nos corresponde ahora al menos resumir las fases iniciales de
ese flujo y reflujo permanente entre el texto inspirado y el lector
patrístico.
1. El primer paso lo constituye el
correcto acercamiento a la autenticidad del texto: la congruencia del
texto con la fuente original y las particularidades de orden gramatical,
sintáctico o etimológico. Ciertamente, los métodos exegéticos propios
de la cultura clásica greco-romana desempeñaron un papel importante.
Pero igualmente forman parte de este primer paso dos aspectos
metodológicos de importancia decisiva: el contexto del texto en el
conjunto unitario de los dos Testamentos y el significado del texto con
el depositum fidei, custodiado por la fe de la Iglesia.
2. En segundo lugar los Padres de la
Iglesia construyeron su exégesis en la importancia de seguir una norma
segura que les ayudara a descubrir no sólo la «objetividad» del texto
bíblico, sino sobre todo el sentido revelado del texto en una mente y un
corazón que hubieran recibido el don de una visión en profundidad
(theoria), previa la ausencia de toda pasión y la adquisición de la
virtud. En definitiva, la garantía y la verificación correcta del
sentido profundo de un texto bíblico estaba en consonancia con la
adhesión a la doctrina y vida queridas por la Iglesia. La mente y el
corazón del exegeta patrístico no podían errar sustancialmente en la
comprensión última del texto bíblico, porque su fe le convencía no de
hipótesis más o menos verificables, sino del misterio de su propia
salvación, es decir, de un contenido cuyo conocimiento y correspondiente
adhesión conducía a la salvación eterna, siempre dentro de la Iglesia,
verdadera depositaria de las Sagradas Escrituras.
3. Con estas predisposiciones
científicas y morales, el exegeta patrístico se encontraba en las
mejores condiciones para abordar el «tejido» textual y encaminarse hacia
la fuente luminosa que se escondía en el texto examinado. El modo
concreto utilizado por los Padres de la Iglesia para pasar del texto a
la fuente misma de la luz era el de establecer una relación entre lo que
decía el texto concreto examinado con lo que se observaba en el
conjunto de los dos Testamentos y en el depositum fidei custodiado por
la Iglesia. Como es natural en todo este proceso jugaba un papel
decisivo no sólo la inteligencia del exegeta y su cultura
histórico-bíblica, teológica y literaria, sino también la profundidad de
su mirada sobre el conjunto de los libros de las Sagradas Escrituras y
sobre el patrimonio de fe de la Iglesia. Esta enseñanza de la Iglesia
era el núcleo central de la verdadera exégesis patrística, y era
identificado por diversos elementos como las fórmulas de fe, la
tradición, los símbolos o reglas de fe, las doxologías y la conducta
individual junto con la vida comunitaria reflejada en las asambleas
litúrgicas. Este criterio de verdad es expresado con distintos términos
por los autores patrísticos, quienes ven la verdad objetiva y tratan de
encontrar su existencia siguiendo un criterio o canon. También en este
punto nuestros hermeneutas no hacen otra cosa que seguir los precedentes
paganos, quienes insistían que sin un canon que sepa las opiniones es
imposible la investigación racional, como ya afirmaba Epicuro; la
finalidad de esta regla es separar la verdad de la apariencia, con la
aplicación de reglas racionales.
4. El conocimiento intelectual y vital
de Cristo era el único camino digno de emprender al exegeta patrístico, y
Cristo se deja conocer en las Sagradas Escrituras. En sentido inverso,
el desconocimiento de las Escrituras era igualmente ignorancia sobre
Cristo y, como consecuencia, esa falta de experiencia entrañaba el grave
peligro de perder la salvación por una incorrecta comprensión de las
mismas Escrituras. La verdadera comprensión de los libros inspirados
sólo es posible gracias al encuentro, personal y comunitario, con Cristo
resucitado, proclamado como Cristo y Señor. Y el misterio de Cristo
abarca a toda su persona, que implica el conjunto de su cuerpo
identificado con la Iglesia.
5. En verdad, la regla de fe es la que
da coherencia y consistencia. Nada puede ser más consistente –dirá san
Ireneo– que reunir todas las cosas en Cristo, donde todo sucede en el
tiempo justo y no se deja nada fuera. También para el obispo de Lyón la
regla es la verdad original que la Iglesia conserva. Y verdad e Iglesia
se identifican; siempre que el término Iglesia sea entendido con
aquellos parámetros de los comentadores bíblicos de la patrística y que
la teología posterior supo recoger tan admirablemente con cuatro
adjetivos: una, santa, católica y apostólica. Con otras palabras, Biblia
e Iglesia, Iglesia y Biblia, constituyen dos elementos que no se pueden
disociar: se explican mutuamente y se necesitan ambos. Son dos círculos
concentricos que deben ocupar el mismo espacio en la mente y el corazón
del creyente.
Deseo terminar esta intervención con
unas palabras tomadas de la última Exhortación Apostólica Postsinodal
del Santo Padre Benedicto XVI. Dicen así: «Los Padres de la Iglesia nos
muestran todavía hoy una teología de gran valor, porque en su centro
está el estudio de la Sagrada Escritura en su integridad. Efectivamente,
los Padres son en primer lugar y esencialmente unos "comentadores de la
Sagrada Escritura". Su ejemplo puede "enseñar a los exegetas modernos
un acercamiento verdaderamente religioso a la Sagrada Escritura, así
como una interpretación que se ajusta constantemente al criterio de
comunión con la experiencia de la Iglesia, que camina a través de la
historia bajo la guía del Espíritu Santo"». Y a todos nosotros –concluyo
ya– nos muestran un camino que recorrer, individual y comunitariamente,
en el fructífero acercamiento a la Biblia.
Muchas gracias.




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