domingo, 11 de septiembre de 2016



La Septuaginta, el Antiguo Testamento de Judíos y Cristianos

Alfredo Garland B.





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1. Origen de la Septuaginta.


1.1. La traducción más primitiva del Antiguo Testamento.


Algunas de las interrogantes que surgen de la lectura de la Sagrada
Escritura y particularmente del Antiguo Testamento versan sobre la
antigüedad de los textos que poseemos de la Biblia. ¿Cual es la versión
más primitiva conocida de aquellos libros, sagrados para judíos y
cristianos? ¿Cuales fueron las versiones del Antiguo Testamento
empleadas por el Señor Jesús y los primeros cristianos? ¿Cual fue la
fuente de las referencias del Antiguo Testamento recogidas por el Nuevo
Testamento? ¿Cual fue la versión del Antiguo Testamento con mayor
difusión entre los primeros cristianos?


La versión en griego del Antiguo Testamento llamada "Septuaginta"
constituye una de las fuentes más importantes para adentrarse en la
antigüedad de los textos de la Sagrada Escritura, tal como los conoció
el Señor Jesús. Estos escritos fueron fundamentales para los primeros
cristianos, tanto de origen hebreo como gentil. La Septuaginta fue
reconocida por la naciente Iglesia y leída con la devoción reservada a
la Revelación de Dios.


La Septuaginta constituye un testimonio de fundamental importancia
para remontarse al pasado más remoto de los textos del Antiguo
Testamento. Es una fuente privilegiada para conocer las llamadas
"versiones paleohebreas", o "hebreas antiguas", veneradas por el pueblo
de Israel en épocas anteriores al Señor Jesús, e incluso leídas,
escuchadas de boca de los rabinos y maestros y estudiadas por el mismo
entorno del Salvador.


La Septuaginta conforma el conjunto de las fuentes
veterotestamentarias con otros escritos venerables como los manuscritos
bíblicos de Qumrán, el "Pentateuco Samaritano" y la "Peshitta", la
traducción del Antiguo Testamento del hebreo al idioma "siriaco",
realizada por judeocristianos a finales del siglo I A. de C. La llamada
"Biblia Hebrea" o la "versión Masorética" es bastante posterior. La
Biblia Masorética fue elaborada a lo largo del primer milenio, ulterior
al Señor Jesús, publicándose recién en su forma definitiva alrededor del
año 900 de la era cristiana.


La Septuaginta o, en diminutivo, los "LXX" (Setenta), constituye la
primera traducción de la Ley Mosaica o "Pentateuco" y de los Profetas, a
un idioma distinto al hebreo, lengua considerada "sagrada" por los
fieles judíos. En los decenios posteriores se sumaron a la Septuaginta
el resto de los "otros escritos" en hebreo antiguo o "paleohebreo" de la
Biblia.


Esta monumental empresa literaria fue iniciada en Alejandría de
Egipto durante el reinado de Ptolomeo II Filadelfo (285-247 A. de C.).
Como documenta Julio Trebolle, "la traducción de todo un cuerpo de
literatura hebrea a la lengua griega constituye un esfuerzo único de
interpretación en todos los sentidos: ortografía, morfología, sintaxis,
semántica, teología, etc." (1).


La Iglesia cristiana primitiva adoptó la Septuaginta como "escritura
sagrada", sin reserva alguna. La mayoría de los textos del Antiguo
Testamento citados por los Evangelistas y los Apóstoles pertenecen a los
LXX.


Después de la Septuaginta, la más antigua e importante traducción del
Antiguo Testamento en otro idioma fue la versión en lengua Siriaca o
Aramea, llamada "Peshitta", o "Traducción Simple". Su origen se vincula a
la conversión al judaísmo de los monarcas de Adiabene. La hebraización
de la dinastía gobernante de este reino Sirio-Helénico ocurrió alrededor
del año 40 D. de C. El manuscrito de mayor antigüedad descubierto de la
"Peshitta" data del año 464 de la era cristiana. Dicho texto contiene
parte del Pentateuco, aunque falta el libro de Levítico (2).


1.2. Los "Setenta".


El Rey Ptolomeo II Filadelfo de Egipto fue un gran admirador de la
cultura y las antigüedades. A Ptolomeo se atribuye la fundación del
primer "Museo" -casa en honor de las "musas" que inspiraban a los
artistas-. Según una carta atribuida a un judío helenizado llamado
Aristeas, dirigida a su hermano Filócrates, Ptolomeo Filadelfo solicitó
al Sumo Sacerdote Eleazar de Jerusalén la presencia de 72 sabios judíos
(seis por cada tribu de Israel) con el fin de traducir la Torah (los
libros de la Ley hebrea revelada por Yahvé) al griego "koiné" para
enriquecer la biblioteca de Alejandría.


El nombre de "Septuaginta" se origina en el número "redondeado" de
sabios que habrían intervenido en la traducción, o más bien en la
"transposición", porque no se "tradujeron" solamente palabras y frases
de una lengua a otra, sino se expresó con lucidez providencial el
sentido auténtico de la Palabra de Dios.


A pesar del recurso a la narrativa empleado por Aristeas en su
relato, la carta parece expresar los hechos esenciales que rodearon la
traducción de los textos del Antiguo Testamento, particularmente el
carácter sagrado del original hebreo, como de la traducción de los
Setenta.


El filósofo judío Aristóbulo, que vivió en Alejandría durante el
reinado de Tolomeo VI Filometor (181-145 A. d. C.), confirmó la
existencia de la versión de los Setenta con anterioridad a la carta de
Aristeas. Aristóbulo atribuyó incluso a Platón el conocimiento de la Ley
Mosaica. El filósofo judío alejandrino relata en una carta al rey
Tolomeo que "la completa traducción de todos los libros de la Ley (fue
hecha) en los tiempos del Rey llamado Filadelfo, vuestro ancestro" (3).


1. 3. Un "texto" inspirado para judíos y cristianos.


Completada la transposición del Pentateuco al griego, se continuó con
la traducción del resto de los libros sagrados. El proceso concluyó
alrededor del año 150 A. de C. El texto griego de los "Setenta" fue
adoptado por una significativa porción de judíos, tanto en Palestina
como en la Diáspora. Los judíos "dispersos" se contaban en cientos de
miles, exilados entre las naciones mediterráneas y del Lejano Oriente,
especialmente Mesopotamia y Alejandría. Esta porción del pueblo hebreo
hablaba griego y participaba de la cultura Helénica, extendida en
Oriente desde Egipto, Etiopía, Palestina, Arabia, Siria, Asia Menor,
Babilonia, Persia, adentrándose incluso hasta la frontera con la India.


El Pueblo Judío estimó la Septuaginta, desde sus orígenes, como
"inspirada", digna de ser leída y estudiada en las sinagogas. Tal
opinión fue compartida por la naciente Iglesia cristiana, que asumió la
Septuaginta como expresión auténtica de la Revelación divina. Los
Evangelistas y los Apóstoles acudieron a los "LXX" cuando escrutaron las
antiguas escrituras en busca de los anuncios proféticos revelados por
el Padre sobre la venida redentora del Hijo.


Dejando de lado los elementos improbables o legendarios de la citada
"Carta de Aristeas" (4), la intención del Rey Filadelfo estaba de
acuerdo con la política cultural de los herederos del imperio de
Alejandro Magno: emprender la helenización de la cuenca Mediterránea y
del Oriente. Con ese propósito se quiso dotar a sus numerosos súbditos
judíos con una versión de la Biblia en griego. En este sentido coinciden
testimonios muy antiguos, como el de Aristóbulo (c. 150 A. de C.), de
Filón de Alejandría, de Flavio Josefo y de Eusebio de Cesarea.


Tanto en Palestina como en la Diáspora hebrea la política del rey
Ptolomeo fue considerada estimable y conveniente por las autoridades.
Ellos promovieron la traducción del resto de los libros bíblicos para el
uso de los judíos "helenizados", escasamente versados en el idioma
hebreo de sus antepasados.


En el fomento de la versión del Antiguo Testamento en un lenguaje
gentil, los líderes judíos estaban siguiendo la senda iniciada en la
época de Esdras, quien fue ministro del rey Atajerjes de Persia. Esta
asimilación cultural fue conflictiva, pero continuo su flujo,
contribuyendo con influencias duraderas. Como explica Abraham Schalit,
la promoción de la traducción de las Escrituras Sagradas judías por
Tolomeo y el reconocimiento de la Torá como la "constitución legal" del
Pueblo Hebreo por reyes extranjeros como el seleúcida Antíoco III, trajo
consigo la alteración de valores entre la población de Judea,
"transformación cuya importancia histórica no es posible exagerar. Por
vez primera en el período del segundo Templo, desde la época de Esdras y
Nehemías, una influyente clase social judía, al mirar más allá de los
confines de su propia cultura, descubría un mundo desconocido, y este
descubrimiento ejerció en ellos una profunda influencia espiritual y
material" (5).


¿Cuál fue la influencia espiritual del helenismo sobre los judíos?
Cuando rige el "Segundo Templo" los nuevos textos recogidos en la Biblia
se alejan del estilo rígido y excluyente del judaísmo "Pre-Exílico".
Por ejemplo, el libro de Jonás muestra una inmensa carga humana cuando
manifiesta su preocupación por la miseria del hombre como tal, sin hacer
distinciones entre judíos y gentiles. En la percepción de Jonás se
descubre un enfoque universal hacia la persona y su destino. En épocas
anteriores los judíos se confirmaban, más bien, en su "razón de
existir", en su identidad como "pueblo elegido" que esperaba su
redención al final de los tiempos. Los llamados gentiles, "el resto" de
la humanidad, incircuncisa y marginada de la Ley de Yahvé, estaban al
margen de la salvación.


Esta preocupación "humanista" no es excluyente a Jonás. También se
descubre en el Eclesiastés, cuando su autor se plantea el problema del
fin último y sentido de la existencia. ¿Podríamos interrogarnos si acaso
esta influencia no habría retornado, del judaísmo hacia el mundo
helénico y posteriormente romano, preparando la conciencia religiosa e
intelectual a los grandes temas que serán respondidos con la predicación
de la Buena Nueva del Evangelio?


La Septuaginta es un testimonio indispensable de esta "apertura
cultural" y una vía fundamental para entrar en contacto con la fe del
Pueblo Hebreo en la época del Señor y en los primeros pasos de la
Iglesia. En el año del nacimiento de Jesús solamente en Alejandría,
Egipto, la población judía sobrepasaba el medio millón de fieles. Los
judíos alejandrinos residían en sus propios barrios y estaban regidos
por Leyes especiales, diversas a las que gobernaban la población local
egipcia o "copta".


El proceso de traducción, culminado en Alejandría a finales del siglo
II, A de C., incluyó libros considerados como sagrados e inspirados,
como I Esdras, Sabiduría, Eclesiástico, Judit, Tobías, Baruc, la "Carta
de Jeremías" (contenida en el libro profético), 1-2 Macabeos y
fragmentos de Ester (10, 4-16; 24).


Los cuestionamientos a la "Canonicidad" (autoridad y fidelidad de los
antiguos libros sagrados) de la Septuaginta aparecieron tardíamente,
concretamente cuando avanzaba el siglo I de la Era Cristiana (6). Los
líderes del llamado "judaísmo fariseo" o "rabínico", la tradición
dominante tras la trágica rebelión de los judíos de Palestina contra los
romanos, entre los años 68 y 70 D. de C., descartaron estos libros
"tardíos" después de la catástrofe que sufrieron bajo las armas romanas.


2. La Septuaginta y su importancia para el conocimiento de las versiones primitivas del Antiguo Testamento.


2.1. La Septuaginta, fuente de estudio para el Antiguo Testamento.
Los LXX tienen un valor especialísimo que no puede relativizarse.
Como reconoce F.M. Cross, uno de los eruditos de las investigaciones
sobre Qumrán y los manuscritos del Mar Muerto, "los traductores de la
Septuaginta reprodujeron con fidelidad y extrema literalidad el
'Vorlage' u 'original' hebreo. Ello significa que la Septuaginta de los
libros históricos debe ser asumida como herramienta primaria de la
crítica del Antiguo Testamento" (7).


Julio Trebollé es aun más enfático:


"La versión de los LXX constituye el mayor y más importante arsenal
de datos para el estudio crítico del texto hebreo. Su testimonio es
indirecto por cuanto se trata de una obra de traducción. Sin embargo,
las numerosas y significativas coincidencias existentes entre LXX y
manuscritos hebreos de Qumrán, han revalorizado el testimonio del texto
griego, frente a corrientes imperantes en la época anterior al
descubrimiento (1947), que consideraban el texto griego desprovisto de
valor crítico y muy valioso en cambio como testimonio de la exégesis
judía contemporánea de la época de la traducción" (8).


Contrariamente algunos autores contemporáneos como Paul Kahle
tendieron a comparar la Septuaginta con el desarrollo de los
"targúmenos" arameos, los comentarios libres a los textos hebreos del
Antiguo Testamento realizados por los escribas y rabinos en el idioma
sirio-arameo hablado corrientemente entre los judíos de Palestina en
tiempos del Señor Jesús.


Sin embargo, las evidencias acumuladas por la crítica textual
conducen a descartar esta hipótesis. Las nuevas investigaciones de las
técnicas de traducción empleadas por los sabios hebreos demuestran que
los "targúmenos" arameos dependen de la Septuaginta, y no al revés (9).


2.2. Fines de la traslación de los "LXX".
La traducción del mensaje salvífico de Dios Padre Misericordioso,
recogido primero en hebreo, y más tarde trasladado a un idioma distinto,
el griego koiné, constituyó una epopeya notable, tanto para la gesta
religiosa, como para la historia del pensamiento.


El Padre Pierre Benoit, el respetado biblista, director y profesor de
la Escuela Bíblica de Jerusalén, destacó cómo la acción de los sabios
traductores israelitas no buscaba solamente hacer más accesible la
Escritura a los judíos de la Diáspora que conocían mal el hebreo, sino
conquistar el pensamiento griego para la sabiduría de la revelación de
la Biblia. Con este doble propósito se entregaron a una epopeya inédita
en la historia antigua (10).


Es difícil exagerar el cúmulo de problemas lingüísticos y teológicos
que debieron enfrentar los traductores alejandrinos. Como observa el
Padre Benoit, el resultado obtenido conduce a expresar profunda
admiración por las cualidades humanas y sociales de los traductores
hebreos. "Aquellos venerables doctores de Israel -destacó Benoit-, eran
buenos conocedores de las Escrituras, de la lengua hebrea y también de
la griega" (11).


Al poder tener en sus manos este texto venerable y fiel del Antiguo
Testamento, los Padres de la Iglesia opinaron, con la sutileza de los
"maestros del espíritu", que la mano de Dios había cuidado cada momento
de la transposición de la Septuaginta.


Las posibilidades técnicas con que cuentan los filólogos y lingüistas
hodiernos conlleva a la tentación de desmerecer el trabajo de los
antiguos traductores. ¿Cuantos retos debieron haber enfrentado para
desentrañar el cúmulo de problemas que presentó el lenguaje teológico
plasmado en el hebreo? Benoit ha descrito con lucidez el desafío:


"La diferencia entre las lenguas hebrea y griega es el reflejo de una
diversidad profunda entre dos mentalidades, entre dos mundos de
pensamiento, cuyas categorías no coinciden por completo, si es que se
aproximan. Fue todo un drama espiritual pasar de 'kabob' a 'doxa', de
'emeth' a 'apatheia', de 'sadóq' a 'dikaios', etc. Se trataba de
encontrar en un nuevo horizonte de pensamiento modos de expresión que no
traicionaran al antiguo. Y por fuerza que lo modificaban; lo
transformaban y, a la postre, lo hacían progresar. La adopción del
mensaje al mundo griego no era un rebajamiento a modo de concesión; era
un desarrollo por conquista. Dios utilizaba los útiles mentales y,
detrás de ellos, las problemáticas, las doctrinas de otra cultura, para
perfeccionar y universalizar la comunicación de su Palabra (.) Esta
traducción poseía el sabor fresco de una obra que entrañaba nuevos
puntos de vista respecto a la historia de la salvación. La angeología,
la resurrección corporal, la virginidad de la madre del Mesías, son
algunos ejemplos de ello. Cuando se piensa en el alcance capital de esta
nueva Escritura en el progreso de la revelación, no se puede vacilar en
reconocer la acción de un carisma no menor, como dicen los Padres, que
el de la antigua Escritura" (12).


3. La Septuaginta, un texto reconocido por judíos y cristianos.


La Septuaginta asumió la llamada "división tripartita" del Antiguo
Testamento, compuesta por la Torah; los Profetas "Anteriores" y
"Posteriores" o "nebi'im"; y los "otros escritos" o "ketubi'im".


El primer testimonio de esta división "tripartita" está contenida en
el prólogo al libro del Eclesiástico que formó parte de los LXX. El
Eclesiástico fue escrito por Jesús Ben Sirá, "el Venerable". El nieto de
Ben Sirá, llamado Jesús igual que su abuelo, emprendió en alguna fecha
cercana al año 130 A. de C. la laboriosa empresa de traducir al griego
las enseñanzas de su abuelo, redactadas en hebreo alrededor del año 180
A. de C.. Ben Sirá "el Joven" instó a los lectores a examinar "con
benevolencia y atención" este libro sobre la Sabiduría de la Ley,
escrito a semejanza de los Proverbios, para que entrasen "en el
conocimiento de estas cosas y se aplicaran más a vivir según la Ley"
(13).


Ambos Ben Sirá colocaron el Eclesiástico al mismo nivel de
inspiración divina que la Torah y los Profetas. Para ello afirmaban que
el espíritu de profecía estaba vigente en la tierra de Israel. Ben Sirá
"el Venerable" atestiguó este principio mediante las palabras que Yahvé,
Dios, le inspiró a escribir:


"Derramaré la doctrina como profecía, la dejaré a los que buscan sabiduría" (24, 46).


El prólogo del Sirácida daba a entender que existían "otros libros"
que reunían similares características de "profecía" y, por lo tanto,
compartían el carácter sagrado de la Torah y los Profetas. La
Septuaginta recogió estos "libros" en su "colección", con el carácter de
sagrados. Se trataba de Tobías, Judit, Sabiduría, Baruch, 1 y 2
Macabeos, conjuntamente con adiciones a Ester (10, 4; 16.24) y a Daniel
(3, 24-90).


La información aportada por la Septuaginta y el Sirácida sobre la
colección de escritos religiosos divinamente inspirados, y por lo tanto,
portadores de autoridad normativa y sagrada, integrantes del "Canon"
del Antiguo Testamento, es fundamental para inferir que en los días de
la redacción de obras bíblicas tardías como Macabeos (14) y el
Eclesiástico, el proceso de asimilación y fijación de los libros
sagrados estaba aun vigente.


El filósofo judío Filón, quien también residió en Alejandría,
afirmaba que la inspiración no debía circunscribirse solamente a las
Escrituras (la Torah y los Profetas), porque habían personas
auténticamente sabias, virtuosas e inspiradas, capaces de expresar
aquellas cosas "ocultas" de Dios (15).


4. La Septuaginta, la Biblia para los judíos de Palestina y la Diáspora.


La Septuaginta no solo alcanzó amplia difusión entre los hebreos de
la Diáspora. El fluido intercambio entre Alejandría y Palestina permitió
la propagación de la Septuaginta entre los judíos helenizados,
emigrados a Palestina desde ciudades griegas de Siria, Babilonia y Asia
Menor, conjuntamente con los que habitaban las ciudades helénicas de la
"Decápolis" palestina. Estos encontraban mayor familiaridad con el
"koiné" que con el hebreo. Debe anotarse el papel fundamental que
cumplieron los "sabios" de Jerusalén en el proceso de traducción en
Alejandría.


Para los judíos de habla griega establecidos en Palestina y los
habitantes de la Diáspora -y más tarde para los cristianos- la
Septuaginta tuvo el carácter de texto inspirado. En este sentido la
"Carta de Aristeas" expresó que la traducción fue realizada de forma
milagrosa con la intervención de Dios.


Aristeas narró cómo,


"tras haber dado lectura a los libros, los sacerdotes y los ancianos
traductores y la comunidad judía y los líderes del pueblo se colocaron
de pie y manifestaron, que habiéndose realizado una tan excelente y
sagrada y precisa traducción, era correcto que se conservase como
estaba, y ninguna alteración debía hacérsele. Y cuando toda la comunidad
expresó su aprobación, pronunciaron un anatema de acuerdo a sus
costumbres, para que nadie se atreva a realizar ninguna alteración,
añadiendo o cambiando de ninguna manera su contenido, y ninguna de las
palabras que hayan sido escritas, o cometer ninguna omisión. Esta fue
una precaución muy sabia para asegurar que el libro se preserve
inalterado en el tiempo futuro" (16).


Este dato es fundamental cuando se considera la lista de libros
sagrados que integran la Septuaginta y la compleja conformación
posterior del "Canon Farisaico" o "Rabínico" (surgido entre los siglos
II y III D. de C.). Varios de estos libros inspirados fueron retirados
posteriormente, por considerarlos de "origen extranjero".


A pesar de la acción tardía de los dirigentes del "Judaísmo
Rabínico", la tradición que consideró la Septuaginta como divinamente
inspirada fue reconocida por autores hebreos como Flavio Josefo y Filón,
así como por la Patrística cristiana. Filón afirmó, en su "Vida de
Moisés", la inspiración divina de los traductores de la Septuaginta
(17).


5. Lectura de la Septuaginta por los cristianos.


5.1. Opiniones de los Padres.
La certeza de la inspiración divina de la Septuaginta fue decisiva
para su adopción por los primeros cristianos. El que haya sido escrita
en griego la transformó en un instrumento fundamental para la
Evangelización del mundo greco-romano. Justino, Ireneo, Tertuliano,
Clemente de Alejandría y Eusebio consideraron que Dios había iluminado
cada paso en la elaboración de su composición.


A mediados del siglo II D. de C., San Justino, el filósofo cristiano,
describió cómo se reverenciaban copias de la Septuaginta en algunas
sinagogas judías, aun cuando un influyente número de rabinos había
renegado de su empleo por considerar que el Cristianismo las había hecho
suyas[18].


San Ireneo de Lyon se refirió a la Septuaginta como “auténticamente
divina”. “Las Escrituras fueron interpretadas con tal fidelidad y por la
gracia de Dios, y de la misma forma en que Dios preparó y formó nuestra
fe hacia su Hijo, ha preservado inadulteradas las Escrituras en
Egipto”, sentenció San Ireneo[19].


En el siglo IV D. de C., Eusebio, obispo de Cesarea e historiador de
la Iglesia, desarrolló con amplitud el camino seguido para la
realización de la Septuaginta y su carácter inspirado:


“Antes que los romanos establecieran su gobierno, cuando aun los
Macedonios poseían Asia, Ptolomeo, hijo de Lago, muy ansioso por adornar
su biblioteca, que había fundado en Alejandría, con las mejores obras
de todos los hombres, requirió de los habitantes de Jerusalén obtener
una traducción de sus Escrituras al griego. En ese tiempo estaban
sujetos a los Macedonios. Por lo que enviaron a Ptolomeo setenta sabios,
los más experimentados en las Sagradas Escrituras y en ambos lenguajes
(hebreo y griego), deseando Dios que se laborase. Pero Ptolomeo,
queriendo probarlos a su manera, y temiendo que hallan hecho algún
acuerdo previo para esconder las verdaderas Escrituras mediante su
traducción, los separó uno del otro, y les mandó escribir la misma
traducción. Y esto hizo en el caso de todos los libros. Pero, cuando
fueron reunidos por Ptolomeo, y compararon cada uno sus traducciones,
Dios fue glorificado y las Escrituras fueron reconocidas como divinas,
porque todos presentaron las mismas cosas en las mismas palabras y en
los mismos nombres, de principio a fin, así que incluso los paganos que
estaban presentes supieron que las Escrituras fueron traducidas por la
inspiración de Dios”[20].


5.2. Opinión de San Jerónimo.
San Jerónimo estuvo en principio de acuerdo con la opinión de judíos y
cristianos sobre la inspiración de la Septuaginta. Más tarde entró en
contacto con el texto de la “Biblia Hebrea” difundida por los rabinos de
Judea. Las aparentes diferencias aportadas por el texto originado en
los llamados “acuerdos” de Jamnia a finales del siglo I D. de C.,
adoptado como “oficial” por el judaísmo rabínico, le hicieron cambiar de
parecer.


Escribiendo a su amigo Pamaquio[21] (c. 400-5 D. de C.) Jerónimo se
quejó de las dificultades con que se había encontrado para traducir
directamente del hebreo al griego. Según Jerónimo solamente podía
realizarse una traducción “sentido por sentido”, más que “palabra por
palabra”, de estos idiomas. Ello le condujo a dudar de la literalidad de
los LXX con respecto al texto que consideraba como “original hebreo”.
Pero el problema estaba en que estos llamados “originales” eran en
realidad los “Proto-Masoréticos”, los textos oficializados de las
sinagogas. Allí radica el error de apreciación de San Jerónimo.


Ampliando el concepto, San Jerónimo afirmó inexactamente que la
Septuaginta había hecho “grandes adiciones y omisiones”. Cita como
ejemplo el pasaje de Isaías 31, 9, que el consideraba equívoco en la
versión de los LXX[22]. “¿Cómo deberemos enfrentar los originales en
hebreo en donde estos pasajes y otros como ellos son omitidos, pasajes
tan numerosos que para reproducirlos se requerirían libros sin número?”,
se quejó Jerónimo. Pero, a pesar de su incomodidad, Jerónimo admitió el
valor de la Septuaginta empleada por la Iglesia. Se trataba de un texto
antiguo, anterior a la venida del Señor, utilizado por los Apóstoles y
los cristianos primitivos.


La actitud de Jerónimo puede explicarse a partir del texto hebreo
difundido en su época, particularmente el llamado “Proto-Masorético”. El
autor cristiano no tuvo a su disposición los antiguos manuscritos
“paleohebreos” de Egipto y Palestina, que hubieran iluminado su
comprensión de la traducción griega. Más bien Jerónimo comparó la
Septuaginta con los manuscritos hebreos de uso corriente que, según San
Justino, les habrían sido “completamente cancelados” diversos pasajes
que expresaban sentido mesiánico, anunciando la Encarnación del Señor
Jesús[23].


5.3. Posiciones iluminativas de San Justino, San Agustín y Orígenes.
El problema de la “adecuación” de los textos bíblicos a las
enseñanzas rabínico-farisaicas fue confrontado tempranamente por Padres
de la Iglesia como San Justino. En su discusión con el filósofo judío
Trifón, San Justino le manifiesta que no puede apoyarse en los maestros
hebreos porque rehusaban admitir que “la interpretación realizada por
los setenta ancianos que estaban con Ptolomeo, (rey) de Egipto, fue
correcta; intentando ensamblar una nueva...(ellos) han extraído muchos
pasajes de la Escritura de la traducción de los setenta ancianos (...),
por las cuales este mismo hombre que fue crucificado, es probado de
haber sido establecido expresamente como Dios y como hombre y como
siendo crucificado y como muriendo; pero dado que yo soy consciente que
esto es negado por todos en tu nación (judía), no me apoyo en estos
puntos, sino que procedo a avanzar en mi discusión por medio de aquellos
pasajes que son todavía admitidos por ustedes”[24].


San Agustín ofreció una meditada opinión sobre la Septuaginta. Ésta
se alejaba de toda pasión, característica de su amigo San Jerónimo,
concentrándose en la reflexión teológica del texto. Para el obispo de
Hipona, tanto el texto hebreo como el griego eran verdaderos e
inspirados. El tiempo y el lenguaje en que fueron escritos constituyen
como dos etapas deseadas por Dios en el progreso de la Revelación al
Pueblo Hebreo.


Otro Padre, Orígenes de Alejandría, valoró la versión en grieg
ofrecida por la Septuaginta, que consideró superior y más antigua que la
hebrea. Aunque escribiendo en un siglo anterior, Orígenes difería de
San Jerónimo quien consideró la versión hebrea “Pre-Masorética” como
única fiel. San Agustín miró el panorama amplio y retuvo ambas
versiones, hebrea y griega, como expresión de la Palabra divina. Se
trataba de relatos que se se diferenciaban en ciertos aspectos, pero que
eran complementarios y queridos por el mismo Espíritu que las
inspiró[25].


6. Opiniones hodiernas sobre la inspiración de la Septuaginta.


El Padre Pierre Benoit ha sostenido el carácter inspirado de la
Septuaginta. Benoit argumentó que el extenso uso de los LXX, realizado
por los autores sagrados del Nuevo Testamento se debía a que los
Evangelistas la consideraron como fidelísima traducción del original
hebreo. Por lo tanto, asumieron que sus palabras reunían las mismas
condiciones de inspiración debida a la Biblia judía. Esta inspiración se
había hecho extensiva a los traductores[26]. En este sentido Benoit y
quienes se adhirieron a esta enseñanza repetían las enseñanzas antiguas
de los Padres, particularmente de San Justino, a quien se le atribuye
haber afirmado en la “Exhortación a los Griegos”, Cohortatio ad
Graecos::


“Ptolomeo, rey de Egipto, cuando hizo construir una biblioteca en
Alejandría y la hizo llenar recopilando libros de todos los lugares,
supo después que antiguas historias escritas en caracteres hebreos
habían sido cuidadosamente conservadas. Deseoso de conocer estos
escritos, mandó traer setenta sabios de Jerusalén que sabían tanto el
griego como el hebreo y les encomendó traducir los libros (...) Les
proporcionó sirvientes que atendieran a todas sus necesidades y que
evitaran la comunicación de los sabios entre sí, de modo que pudiera
conocerse la precisión de la traducción por la concordancia de uno con
otro. Cuando descubrió que los setenta hombres habían dado no solo el
mismo significado, sino con las mismas palabras, y no habían discrepado
entre sí ni en una sola palabra, sino que habían escrito las mismas
cosas acerca de las mismas cosas, quedó fuertemente asombrado y creyó en
que la traducción había sido escrito con autoridad divina[27].


El P. Benoit empleó una referencia penetrante de San Juan Crisóstomo
para ilustrar su tesis: el Espíritu Santo habría “inspirado” a Moisés la
composición de las Escrituras; “inspiró” a Esdras su restitución en
Judá, cuando concluyó el destierro de Babilonia; envió a los Profetas y,
finalmente, “dispuso” a los Setenta para traducir[28].


Muy claramente Benoit afirmó que podría hablarse de “inspiración”
para todo ese impulso que suscitó y llevó a cabo la transposición del
mensaje bíblico en pensamiento griego, y de “revelación” para todas las
verdades nuevas que los traductores recibieron antes de su trabajo o en
el curso del mismo y que han enseñado en nombre de Dios a través de su
obra[29]. “La Iglesia -escribió Benoit-, ha admitido ciertamente la
inspiración de los Sesenta en los primeros siglos (...) esta creencia es
al mismo tiempo convincente y posible”[30].


7. ¿Porqué el Judaísmo Rabínico posterior a la destrucción de Jerusalén el año 70 D. de C. abandonó la Septuaginta?


7.1. La confrontación con el Cristianismo y el abandono de la Septuaginta.
El empleo que hicieron los cristianos de la Septuaginta, sobre todo
en lo referente a los pasajes que mostraban el cumplimiento en el Señor
Jesús de las profecías mesiánicas, determinó que a finales del siglo I
de la era cristiana los rabinos reaccionasen contra el antiguo texto. A
partir del siglo II D. de C. intervinieron para que se proscribiese su
empleo.


Los rabinos y los hebreos en general comenzaron a considerar
erróneamente a la Septuaginta como la “Biblia de los Cristianos”. Este
criterio está equivocado porque al mismo tiempo que los primeros
cristianos, la Septuaginta fue venerada y empleada por las comunidades
de judíos helenizados.


Sin embargo cerca del ochenta por ciento de las citas del Antiguo
Testamento contenidas en el Nuevo Testamento pertenecen a la versión de
los LXX. Como evidencia Trifón, los judíos se vieron en la disyuntiva de
negar el valor textual de los Setenta. Tampoco aceptaron como
“inspirados” ciertos libros Septuagintos (Tobías, Judit, Baruc,
Eclesiástico, 1 y 2 Macabeos y Sabiduría), que según las enseñanzas
rabínicas, databan de una época posterior a Esdras y Nehemías, cuando ya
habría culminado la época de los Profetas.


En realidad la exclusión de la Septuaginta y los siete libros
erróneamente llamados en la época contemporánea “Deuterocanónicos”, se
produjo de forma gradual[31]. El proceso culminó bien entrado el siglo
III D. de C., definitivamente con posterioridad a la supuesta definición
de los libros inspirados en las deliberaciones que los rabinos
sostuvieron en Jamnia (aprox. año 90 D. de C.).


Los descubrimientos de manuscritos bíblicos y extrablíbicos en las
cuevas de Qumrán han demostrado que los judíos en Palestina conocían y
empleaban los libros “Santos” o “Hagiógrafos”. En grutas y cuevas del
Mar Muerto se hallaron fragmentos de tres textos: del Eclesiástico
(cueva n. 3); de Tobías (cueva n. 4) y Baruc (cueva n. 7).


Tras de la destrucción de Jerusalén en el año 70 D. de C. ocurrió un
cambio radical en la actitud de aquellos judíos que aceptaron el
liderazgo de los rabinos fariseos. Como expone Lee Martin McDonald, “los
límites finales que se le señalan al Canon hebreo del Antiguo
Testamento parecen haber sido determinados en el contexto de los
conflictos judeocristianos, cuando los judíos intentaron apartar a su
pueblo de la lectura de los libros considerados como ‘cristianos’’”[32].


Ese ánimo explica el violento y apasionado abandono de la Septuaginta
ocurrido entre las comunidades hebreas. En lugar de la fiesta que se
celebraba en tiempos de Filón (m. 42 D. de C.), para solemnizar la
traducción griega de los LXX, se mandó observar un día de ayuno para
llorar el día en que la Ley fue traducida a una lengua profana[33].


7.2. El abandono de la Septuaginta y los conflictos entre griegos y judíos.
El abandono de la antigua Septuaginta, alentada por círculos
rabínicos de Palestina, fue facilitado por la precaria situación por la
que atravesaba la influyente comunidad judeo-helénica de Alejandría. El
texto de los LXX, venerado como exponente fiel de las Escrituras
Sagradas, conformó el núcleo del culto y del estudio de la Ley en las
sinagogas Alejandrinas.


El gran puerto mediterráneo había sido el principal lugar de
encuentro y acrisolamiento entre la cultura helénica y el judaísmo.
Pensadores judeo-helénicos como Filón creyeron firmemente que la
Revelación de Dios, manifestada al pueblo hebreo a través de la Torah y
los Profetas, junto con la filosofía racional de los griegos, debía
constituirse en base del pensamiento humano. En este sentido, Filón
sostuvo que la Septuaginta fue inspirada en orden a iluminar el mundo
grecorromano en su camino a Yahvé.


A principios del siglo I D. de C. una serie de prejuicios religiosos,
raciales, económicos y sociales enfrentaron a judíos y griegos. La
marginación ritual practicada por la mayoría de los judíos, separándose
de sus vecinos gentiles, tampoco contribuyó a mejorar las cosas. El
conflicto fue asusado por la colaboración que la comunidad hebrea
prestaba a los romanos.


Los griegos, desilusionados tras medio siglo de gobierno imperial
romano, favorecieron un partido de nacionalistas antiromanos
extremistas. Al alinearse contra Roma[34], asumieron una postura
antijudía militante. En el año 38 de la era cristiana la comunidad judía
solicitó al emperador Calígula la concesión de la ciudadanía
alejandrina, privilegio reservado solamente a los griegos.


La mayoría griega consideró la solicitud como una grave usurpación.
La reacción violenta no se hizo esperar. Hordas helénicas descontentas y
vengativas invadieron los barrios hebreos, entregándose al pillaje y la
matanza. Las sinagogas fueron saqueadas. Las viviendas, los comercios y
los talleres artesanales fueron arrasados. La violencia obligó a la
población hebrea a emigrar a una estrecha localidad en el delta del
Nilo. Este barrio sobrepoblado, asediado por la enfermedad y el hambre,
se transformó en el primer “ghetto” de refugiados judíos en el mundo
romano.


La antigua comunidad judía de Alejandría, otrora la más rica y
poderosa del Imperio, cayó en una situación de pobreza y destitución de
la que nunca se recuperó. Estos enfrentamientos se multiplicaron en
otras localidades donde convivían judíos y griegos. Los griegos fueron
quienes llevaron la peor parte en Cesárea de Filipo, Gaza y Jamnia,.


La revisión de la Septuaginta coincidió con el clima de rencor
generalizado contra toda expresión de Helenismo. El antiguo texto hebreo
perdió a sus abogados y difusores más calificados entre los judíos. Al
debilitarse la cultura judeo-helénica en Alejandría, el venerable texto
de los Setenta solamente tuvo defensores entre los cristianos.


Como explicó el historiador Michael Grant, “el judaísmo helenizado
desapareció sin dejar rastro alguno, sustituido por la tradición
rabínica”[35]. Filón, el principal exponente del helenismo judío, se
transformó en anatema para los autores rabínicos. Su nombre nunca fue
mencionado en el Talmud o en otros libros religiosos. “El Fariseísmo fue
promovido al rango de forma normal del judaísmo”, expone Schalit[36].


Al rechazar la antigua Septuaginta, los hebreos intentaron
reemplazarla con otras versiones en griego, más ajustadas al texto
llamado Proto-Masorético. El reto de preparar una nueva traducción fue
asumido por un prosélito judío del Ponto, llamado Aquila. La versión de
Aquila (c. 128 D. de C.) fue tan textual y similar al texto judío, que
solamente podía ser comprendida por quien supiese leer hebreo.


8.La Biblia Hebrea y el Fariseísmo.


8.1. Adopción de una única versión bíblica.
La segunda destrucción del Templo de Jerusalén[37] por las Legiones
romanas en el año 70 de la era cristiana trajo consigo cambios radicales
para la historia social y religiosa de Israel. Mientras los refugiados
judíos abandonaban la desbastada ciudad de David, las autoridades
religiosas rabínicas establecieron una realidad cultual nueva, centrada
en la Palabra recogida en la Biblia y la sinagoga, en reemplazo de los
sacrificios en el Templo. A partir de aquel momento de prueba, la
corriente exegética[38] que predominó en el judaísmo fue la postulada
por el Fariseísmo, una de las principales sectas hebreas, surgidas en
los pasados doscientos años.


Conjuntamente con su interpretación bíblica los rabinos fariseos
impusieron aquellos textos de la Sagrada Escritura empleados por su
“escuela”. Estas versiones de la Biblia reemplazaron la pluralidad de
textos que había existido anteriormente.


Los manuscritos hallados en la comunidad de Qumrán reflejan la
diversidad de documentos hebreos antiguos (paleo-hebreos[39]) al alcance
de los fieles judíos con anterioridad a la conflagración del año 70 D.
de C. Los manuscritos contenidos en la biblioteca de la comunidad
Esenia, la “secta” que construyó y habitó Qumrán, aportó luces
fundamentales para comprender el judaísmo antiguo. Al tomar contacto con
manuscritos bíblicos anteriores en un milenio a los conocidos, los
investigadores comprobaron que no se podía hablar de una “tradición
judía unificada”.


Más bien, como destacó el eminente semitista W.F. Albright, había que
referirse a distintas “familias” textuales, originadas en diversas
localidades geográficas donde florecieron comunidades judías[40]. A
estos manuscritos deben añadirse las Escrituras empleadas desde épocas
muy remotas por la secta de los Samaritanos, el “Pentateuco
Samaritano”[41], y la Biblia de los judíos de habla griega, la
“Septuaginta”.


La traumática conclusión del culto sacrificial en el Templo de
Jerusalén, destruido en el año 70 por los romanos, trajo consecuencias
determinantes y duraderas para el Judaísmo. Las sectas hebreas, salvo la
Farisea, se desvanecieron de la historia de Israel. Los líderes
religiosos fariseos configuraron el judaísmo según la teología y las
prácticas cultuales que les fueron propias.


El desplazamiento de las versiones de las Escrituras Sagradas que no
eran aceptadas por los escribas fariseos, constituyó otra de las etapas
fundamentales del cambio acaecido en la religión hebrea. Esta tendencia
hacia la “unificación unilateral” estaba ya presente entre los Fariseos.


Hillel (c. 60 A. de C.- 20 D. de C.), un “escriba” o sóferim,
establecido en Jerusalén a finales del siglo I A. de C., fue su
principal proponente. Se puede considerar a los “soferim” como los
predecesores de los “masoretas”. A su vez los soferim son los herederos
de los “Escribas” que copiaron los rollos bíblicos en la época del
exilio y el postexilio. Durante quinientos años los soferim fueron
colocando las bases para la futura vocalización y el establecimiento de
una “interpretación autorizada” rabínica. Correspondió a la escuela de
Hillel iniciar el proceso para “oficializar”, en el seno del judaísmo,
un grupo de textos de la Biblia hebrea empleados en su nativa Babilonia.


Tras la derrota hebrea en la “Primera Guerra Judía” (66-72 D. de C.) y
la consecuente ocupación y vasallaje de Palestina por las legiones de
Vespaciano y Tito, el Fariseísmo se instituyó en “judaísmo rector”.
Contribuyó su prestigio popular y su organización socio-religiosa. Los
escribas y rabinos fariseos se inclinaron por la tradición textual
difundida durante siglos entre los judíos establecidos en Mesopotamia.


Como explica F.M. Cross, “los eruditos rabínicos y los escribas no
procedieron a una revisión integral (de textos bíblicos conocidos), ni a
enmiendas, ni a procedimientos recensionales eclécticos, ni a
combinaciones. Ellos seleccionaron una sola tradición textual, que puede
ser llamada “Proto-Masorética” (anterior a los textos masoréticos); un
texto que ya llevaba existiendo homogéneamente algún tiempo”[42].


A partir de aquel momento existió una fuerte tendencia entre los
rabinos y escribas paro no permitir que se reprodujesen otros textos,
salvo los “Proto-Masoréticos”. En este sentido opina Julio Trebollé:
(las) “otras líneas de tradición textual (de las Escrituras Hebreas)
...fueron borradas a finales del siglo I D. de C. y comienzos del siglo
siguiente”. Tan sólo quedaron reflejos de estos textos, conservados en
los “LXX”, el “Pentateuco Samaritano” y en citas de escritos apócrifos o
del Nuevo Testamento[43]. Los textos bíblicos hallados en las cuevas de
Murabba’at, pertenecientes a la época de la rebelión judía de Bar
Kokhba (años 132-35 de la era cristiana) confirman esta tendencia de
unificación en torno a los “Proto-Masoréticos” y el esfuerzo para
difundirlos.


El término “masoretas” puede traducirse literalmente por el de
“transmisores”. A partir del siglo VI los “masoretas” toman el lugar de
los “sóferim”, los antiguos Escribas, a cuyo cargo estuvo el cuidado y
transmisión del texto bíblico. Además de la labor de copiado, los
masoretas introdujeron un aparato textual a cuya luz se interpretó la
Sagrada Escritura. Los eruditos hebreos se dedicaron a incorporar y
unificar las tradiciones de puntuación, vocalización, acentuación y
división de los textos en hebreo, hasta ese momento de estructura
consonántica.


Existieron tres “tradiciones” o “escuelas” de masoretas: una en
Babilonia, otra en Palestina y otra en Tiberiades (Galilea). Con el
pasar de los siglos fue imponiendose la “tradición tiberiense”. En
Tiberiades convivieron a su vez dos “corrientes”, la de la familia de
los Ben Aser, y la de los Ben Neftalí. Cada una representaba ciertos
rasgos propios.


Pese a la campaña en la dirección de un texto único, subsistieron
otras tradiciones textuales de la Biblia hebrea, aunque su impacto no
fue tan significativo. La actividad de las “Escuelas Masoréticas”
comenzó solamente a partir de los siglos V y VI de la era cristiana. La
sola existencia de diversas “escuelas” de masoretas evidencia que, ya
avanzado el primer milenio, no se podía hablar de “un único texto
establecido de la Biblia (hebrea)”[44].


La adopción de una “familia textual” -en este caso la babilónica-, en
época de Hillel y sus sucesores inmediatos en el siglo I D. de C.,
permitió que las escuelas rabínicas fariseas difundiesen una creencia
que no parecería reflejar la realidad de la historia textual: que para
el siglo I de la era cristiana ya existía un texto oficial de la Biblia
hebrea, una “Hebraica veritas” junto a otros textos menos favorecidos y
que estaban caminando a la extinción. Esta versión fue alentada por
afirmaciones de fariseos prominentes, como el historiador judío Flavio
Josefo, que escribió a finales de aquel siglo:


“Hemos dado pruebas prácticas de nuestra reverencia por la Escritura.
A pesar de haber transcurrido largos años, nadie se ha aventurado a
añadir o remover, o alterar alguna sílaba; es un instinto en cada judío,
desde el día de su nacimiento, a considerar las Escrituras como decreto
de Dios, a vivir por ellas, y si es necesario, a morir con alegría por
ellas”[45].


Flavio Josefo consideraba la versión de la Biblia hebrea difundida en
su tiempo como un texto inmutable, nunca alterado en lo accidental o
substancial por acción de los escribas y los sabios. Los escritos
bíblicos y las recensiones[46] que dieron origen a los textos
masoréticos se habrían originado de este “texto único”. Los
descubrimientos en Qumrán, a partir de 1947 y la crítica literaria
moderna de la Biblia, muestran que esta posición es insostenible.


La historia del texto de la Biblia hebrea constituye una senda de
unificación y depuración de diversas tradiciones anteriores, en un
intento de preservar la narración recibida. A esta empresa se deben
añadir los difíciles factores idiológico-religiosos e históricos que
rodearon el devenir del judaísmo entre los siglos V A. de C. y III D. de
C. No debe descontarse que los Escribas hayan introducido matices y
“cambios voluntarios” con el fin de conformar el texto a sus ideas o las
de su escuela exegética[47]. Sin duda éstos ejercieron influencia
decisiva cuando se adoptó una “familia” determinada de escritos - las
evidencias textuales indican que fue la “Babilónica”- para la lectura de
los fieles judíos[48].


El biblista José Salguero sostienen que en el “segundo período de la
historia del texto hebreo del Antiguo Testamento (s. I D de C. a V D. de
C.) se caracteriza por la fijación definitiva del texto (consonántico).
Se elige una recensión y se eliminan las variantes, quedando así fijado
un texto uniforme que prevalece sobre los demás y se propaga
rápidamente. Ello fue obra de los ‘sóferim’ o escribas, y será
perfeccionado por los masoretas”[49].


¿Qué impulsó a la secta judía de los “fariseos” a avanzar en la
dirección de un “texto único”? ¿Porqué la opinión de “Hillel el Sabio” y
su escuela de Escribas tuvo un peso tan decisorio en la “fijación” del
texto “Proto-Masorético”? Para responder a estas interrogantes es
necesario adentrarse en la historia y la cosmovisión de los Fariseos,
así como la de los Escribas.


La naciente Cristiandad y sus complejas relaciones con el judaísmo
fueron un factor decisivo, aunque relativamente tardío, en la
determinación de los textos de la Biblia hebrea. En repetidas
oportunidades el Señor Jesús criticó ásperamente a los escribas y
fariseos por haber relativizado los mandamientos de Dios (ver por
ejemplo Mt 15, 3). En seis oportunidades los calificó de “hipócritas”,
porque descuidaron aspectos esenciales de la Ley (Mt 23, 13-33). En el
mismo capítulo los denunció como “guías ciegos” de su pueblo (16). Estos
reproches del Señor no se hicieron extensivos a todo escriba y fariseo.
Un número importante buscó sinceramente la verdad. Está el caso de
aquel escriba que deseaba seguir al Señor “a cualquier sitio” (Mt 8,
19). ¿No se trataría acaso del mismo al que San Marcos describió
interrogando al Señor sobre “el primero de todos los mandamientos”? (Mc
12, 28, ss.) Luego de penetrar en su corazón, el Señor Jesús le
respondió: “No estás lejos del Reino de Dios”.


Las autoridades del Sanedrín[50] y sus sucesores, el “Consejo de
Rabinos”, rechazaron que el Señor Jesús se proclamase “Mesías” y que
postulase una interpretación de la Ley de Moisés que no estuviera en
consonancia con la establecida “oficialmente” por los Escribas. Como el
Hijo de Dios, venido para revelar al Padre, el Señor ejercía una
autoridad única en la interpretación de la Torah. Era verdadero
“Maestro” (Mt 7, 29), el “Ungido”, (Mashiah), el Hijo de David
escatológico y salvador. La controversia del Señor Jesús con los
Escribas se trasladó posteriormente a la Iglesia y la sinagoga. Por esta
razón los rabinos “levantaron una cerca”[51] alrededor de la Torah,
desestimando la lectura de la “Septuaginta”, la versión en griego de la
Escritura adoptada por la Iglesia.


8.2. Los Fariseos: el “partido popular”.
El nombre “fariseo” viene del hebreo tardío “parus” o “perushim”. Hay
un equivalente en la palabra griega “pharisa’os” y del arameo “p’ras”,
que quiere decir “separado”. De acuerdo a interpretaciones tempranas,
“fariseo” significó “examinador”, “intérprete” (de las Sagradas
Escrituras). En la literatura rabínica dicho verbo quería decir
“separarse”.


El historiador Emil Schürer describe a los Fariseos como “aquellos
que, de manera seria y consistente, se esforzaban por cumplir en la
práctica el ideal de vida legal plasmado por los Escribas (...) la Ley,
en la maduración de complejidad que le fue otorgada por las labores de
los Escribas en el transcurso de los siglos, fue la base de sus
esfuerzos. Cumplir esta meta constituyó principio y fin de sus
empeños”[52].


En el contexto rabínico[53] el nombre parece describir un grupo
“puritano” que, de acuerdo a sus interpretaciones de la Ley, guardaba e
impulsaba celosamente la pureza ritual. Entre los judíos en la época del
Señor Jesús, “pertenecer a los fariseos” solía interpretarse como “uno
que se separaba”, particularmente de la gente sencilla que se negaba a
observar meticulosamente la Ley. Esta separación también parece haber
ocurrido con los que “observaban” la Ley, pero lo hacían de una manera
distinta a los preceptos Fariseos. En este orden estaban los Esenios y
posiblemente aquellos primeros discípulos de Jesús.


Es errado asumir que el Fariseo era el “disidente” o “separatista”.
En ocasiones “parus” podía simbolizar “disidente”, pero no se refería a
la secta Farisea particularmente. Sorprende el grado de “helenización”
que asumieron los fariseos. Algunos consideraron que ciertos aspectos de
la cultura helénica no contradecían los preceptos de la Torah, -que
para ellos comprendía la Ley “escrita”, y la Ley “oral”-.


Esta adecuación se hace más notable en el pasaje narrado por San
Lucas (7, 36-50), cuando Simón el Fariseo niega al Señor Jesús la
hospitalidad tradicional judía, ejemplificada por el lavatorio de los
pies, al trasponer el visitante el umbral de la casa. Antes bien, Simón
invitó a los asistentes a tomar los alimentos a la manera grecorromana,
reclinados alrededor de la mesa. Aparentemente ciertas concesiones a las
costumbres helenizadas no contradecían la interpretación farisea de la
Ley[54].


Tanto en el Nuevo Testamento, como en Flavio Josefo y la literatura
rabínica, los fariseos fueron mostrados como lo opuesto a una secta
marginada de las mayorías judías. Constituyeron un partido popular, muy
arraigado en la sociedad hebrea, tanto de Palestina como de la Diáspora.
Mantenían una organización y estructuras bien definidas. “Estos
-escribió Flavio Josefo- ejercen un gran poder sobre las multitudes, que
cuando dicen algo contra el rey o el sumo sacerdote, es puntualmente
aceptado”[55].


La doctrina de los fariseos estaba centrada en un concepto
trascendente de la pureza ritual con la cual nos familiarizan pasajes
del Antiguo y el Nuevo Testamento. El concepto básico de fariseo no era
el de “separado” o “apartado” del resto de la gente. Se separaban de lo
“poluto”, de lo que consideraban como “impureza” y “abominación” por
influencias foráneas a la Torah presente en la tierra de Israel y en el
resto de naciones. En este sentido puede comprenderse a los fariseos
como los modernos “puritanos”.


Esta creencia de los “puros” - los que eran especialmente exactos y
puntillosos en la interpretación y la observancia de la Ley, hasta el
punto de ser “rígidamente legalistas”[56]- halló expresión en la
disciplina ritual extraída de la Torah y aplicada rigurosamente al
pueblo, junto a políticas sociales tendientes a concretizar las
exigencias de la Alianza. Dios había revelado normas de pureza a través
de la Escritura, la tradición y la sabiduría de los Escribas.
Correspondía a los “maestros de la Ley” -en su mayoría fariseos-
interpretarlas y cuidar su aplicación.


Los fariseos se entregaron a difundir la Revelación como fue
entendida por los Escribas, haciéndola aplicable a la sociedad para que
cada judío pudiese alcanzar el ideal de Pueblo de la Alianza. Los
Escribas fariseos se especializaron en interpretar los preceptos de la
Ley, aplicando de manera escrupulosa sus criterios, tal como creían
entender que mandaba el Pentateuco, restaurado por Esdras y Nehemías en
Israel tras el destierro babilónico.


8.3. La autoridad de los Escribas.
Los Escribas fueron los “Maestros de la Ley”. La fuente de su
influencia residía en el conocimiento de la Torah [57]. Esta erudición
les significó una inmensa autoridad ante el pueblo y las autoridades. La
“corporación de Escribas” estaba abierta a todos los ámbitos sociales
del judaísmo. Escribas fueron personajes de origen aristocrático como
Ananías, el “capitán” de la guardia del Templo; Saulo un judío de Tarso,
fabricante de tiendas; un comerciante como Johanan ben Zakkai; y un
obrero asalariado como Hillel.


El origen de los Escribas como grupo selecto de estudiosos de la
Sagrada Escritura y la “Ley oral” debe ubicarse en el segundo exilio
-tanto de Babilonia como de Egipto-. En el año 587 A. de C. el reino de
Judá, con Jerusalén, fue destruido por el rey babilónico Nabucodonozor.
La acción del monarca fue un acto de venganza por la rebelión de los
judíos contra la dominación asirio-babilónica establecida durante la
“primera” conquista del año 597 A.de C., cuando se deportó a Mesopotamia
un número importante de los dirigentes, junto a los mejores artesanos
del país.


Sedecías, gobernante de Judá, estableció una desastrosa alianza con
los egipcios, enemigos acérrimos de los babilonios (Jr 41, 10; Ez 21, 23
ss.). La represalia de Nabucodonozor fue inmediata. En el año 588 puso
sitio a la ciudad. El esperado socorro egipcio nunca llegó. En julio del
año 587 los Caldeos y Babilonios lograron abrir una brecha en la
muralla, minando la moral de la resistencia. Sedecías intentó escapar,
pero fue capturado.


Temiendo nuevos brotes de resistencia y conociendo que el templo era
el centro del nacionalismo hebreo, Nabucodonozor mandó a su general
Nabuzaradán para que incendie el Templo. El tesoro fue saqueado y los
sacerdotes principales ejecutados. Los babilonios capturaron y
deportaron a un numeroso grupo de dirigentes. Con la dominación
babilónica dejó de existir el reino de Judá. Aparte de los judíos
conducidos a Babilonia por la fuerza, un gran número abandonó Judá en
busca de seguridad. Muchos se encaminaron a Egipto (Jr 42),
distribuyéndose por todo el país. Los egipcios establecieron una
guarnición de “judíos” en Elefantina, Etiopía, cerca a la primera
catarata del Nilo[58].


Para el pueblo judío fue importantísimo saber cómo poner en práctica
los preceptos de la Ley durante la estancia forzada en tierras
extranjeras. El reto de la enseñanza de la Torah fue asumido por
personas piadosas y sabias, que se abocaron a “elaborar” una tradición
legal.


A partir del siglo I D. de C. esta normativa compartió junto a la
sinagoga el dominó del judaísmo. “Sinagoga” venía del nombre griego
“synagogé” y del hebreo “bet-knesset”. La sinagoga era un lugar de
reunión y enseñanza de la Sagrada Escritura, particularmente el día
sábado. Flavio Josefo relataba que,


“todas las semanas los hombres dejaban un momento sus ocupaciones
para reunirse a escuchar la Ley y para obtener certero conocimiento de
élla” (Antigüedades, 2, 175). Los Escribas instaban a la gente a que
escaparan de la ignorancia de la Ley. En este sentido enseñaba Filón:
“El legislador Moisés decretó que los judíos se instruyan en las Leyes
ancestrales; que se reúnan en el día séptimo para escuchar la lectura de
la Ley, para que no haya ningún ignorante” (Hypotetica, 7, 10-12).


Henri Cazelles cree encontrar el origen de la liturgia sinagogal en
las reuniones que celebraban el sábado, “a orillas de los ríos de
Babilonia”(Sal 137, 1) [59].


Los primeros “ejemplos” de Escribas notables fueron aportados por
personajes de la historia de Israel como Baruc, “amanuense” de
Jeremías[60], y Esdras, quien reintrodujo en Judá la práctica de Ley
mosaica[61]. De Esdras se dice que “era escriba diligente en la Ley de
Moisés” (Esr 7, 6). Atajerjes, rey de los persas, fue gran admirador
suyo. Permitió a Esdras restablecer el culto del templo de Jerusalén:
“Esdras, sacerdote, escriba entendido en las palabras y preceptos del
Señor y en las ceremonias que dio a Israel (...) muy docto en la Ley del
Dios del cielo” (Esr 7, 11-12).


El libro del Sirácida, especialmente el capítulo 39, ofrece un “programa” en forma de máximas” para el escriba estudioso:


“El sabio indagará la sabiduría de todos los antiguos, estudiará en
los profetas. Contemplará atentamente lo que dijeron los hombres
ilustres, asimismo penetrará en las sutilezas de las parábolas” (39,
1-2).


El estudioso, Padre R. de Vaux, asoció el origen de los Escribas a
los Levitas, empleados desde antaño como “escribanos”, “sóferim” -que
viene de la raíz acádica “str” , escribir”-. Actuaban también como
“asesores adjuntos de los jueces”. Fuera del culto, estos Levitas tenían
una función de enseñanza. Josafat les encomendó la instrucción de la
Torah en Judá, donde acudían “provistos del libro de la Ley de
Yahveh”[62]. Los Levitas, “sóferim”, eran “los que aportaban la
inteligencia”, el conocimiento de las cosas de Dios[63].


En el período Helenista (c. 332 A de C.- 64 A. de C.) fue ocurriendo
un cambio substancial en la corporación de los Escribas. Pasaron de una
condición “carismática”[64], donde destacaba el papel fundamental de
Dios como “dador” del espíritu de inteligencia, a una posición
eminentemente “profesional”. Fue precisamente este “estilo”,
caracterizado como un apego a la “letra de la Ley”, la actitud que el
Señor Jesús criticó ásperamente en ciertos Escribas[65].


Durante los períodos Asmoneo (o Macabeo) y Romano los Escribas
conformaron una corporación reverenciada, dedicada a la instrucción de
estudiantes en la Escritura y en la tradición oral de los maestros
anteriores. Entre sus funciones más importantes estaba la de aconsejar
judicialmente al Sanedrín, especialmente en los aspectos intrincados de
la interpretación de la Torah[66].


No hubo mayor honra en el Israel post-exílico que estudiar la Ley,
meditarla, enseñarla y aplicarla en las situaciones de la vida diaria.
El Antiguo Testamento ofrece un testimonio fundamental con la literatura
sapiencial. Escribas como Tobías y Ben Sirá se entregaron a la
enseñanza de los preceptos prácticos y piadosos de la Ley. El “sabio”
era quien temía a Dios y guardaba sus normas (Esd. 7, 25; Sal 19, 7-14;
119).


La educación del escriba comenzaba desde tierna edad. Flavio Josefo,
quien se educó como escriba, afirmaba que para los catorce años ya
dominaba la interpretación de la Ley[67]. Aquel que postulaba a la
“corporación” debía estudiar varios años, culminando con la “sanción”
legal o “autoridad reconocida” por la comunidad de fieles para enseñar.
La instrucción era casuística. Implicaba la memorización de las Sagradas
Escrituras y las sentencias de los “sóferim”, los Escribas anteriores.
Se impartía mediante el contacto personal con el maestro.


El pupilo (“talmid”) aprendía el método llamado “haláquico”[68],
buscando mostrar competencia para legislar sobre cuestiones religiosas y
penales en el contexto de la Ley. Se entendía que la formación
culminaba a los cuarenta años, cuando el discípulo alcanzaba la edad
reglamentaria para el reconocimiento legal como escriba.


Esta “sanción” significaba el ingreso a la “orden” de los Escribas.
La corporación podía estar compuesta por judíos procedentes de la
nobleza, del sacerdocio, e incluso de la secta Saducea. Pero el grupo
más nutrido estuvo conformado por Fariseos de toda condición social.
Para la época del Señor Jesús, la totalidad de los Fariseos en el
Sanedrín eran Escribas.


Joaquín Jeremías los describe como una “clase ascendente”[69], de
enorme prestigio político y social, incluso con mayor autoridad que el
“sacerdocio” tradicional. El prestigio del Sumo Sacerdote, cabeza del
Sanedrín, había sufrido notablemente desde la conquista helénica. Las
autoridades tolomeas, seleúcidas, asmoneas, herodianas y romanas
convirtieron en práctica común nombrar y destituir a los sacerdotes del
Templo de acuerdo a intereses políticos y económicos.


Al disminuir el prestigio de los sacerdotes, el pueblo comenzó a
recurrir a quienes tenían por más cercanos y detentaban sabiduría en la
Ley. Entre las funciones y responsabilidades fijadas a los Escribas,
estaba la administración de los tribunales de infracciones menores y de
la enseñanza en las sinagogas.


La manera correcta de denominar a un escriba fue “rabí” (“mi señor”).
Otras personas ajenas al ciclo de formación farisea podían recibir
dicho apelativo porque mostraban autoridad sobre la Escritura. Este fue
el caso del Señor Jesús. Esta situación fue cambiando en el transcurso
del siglo I D. de C. Para esta época solamente podía detentar el título
de “rabí” o “rabino” aquella persona que culminaba los estudios y
recibía la ordenanza de ejercer dicho ministerio. Los Escribas más
notables comenzaron a emplear vestimentas especiales, anteriormente
reservadas a la nobleza. Para la época del Señor el poder real del
Sanedrín estaba en manos de los Fariseos. Los “sumos sacerdotes” de la
familia “Ananita”, de origen saduceo, buscaron la alianza con los
Fariseos.


El Sanedrín cumplía la función de “corte superior de justicia”. Sus
dictámenes se basaban en el dominio de la exégesis escriturística, en la
que destacaban los Escribas fariseos. Junto a esta presencia en la
“corte” judía, los Escribas escalaron importantes posiciones en la
administración del “estado sacerdotal” judío. La Escritura ha guardado
nombres de fariseos notables como Nicodemo y Gamaliel I. Por otras
fuentes conocemos a Shemaiah, Simeón, hijo de Gamaliel I y Johanan ben
Zakkai.


Correspondía a Escribas reconocidos legislar y “transmitir” la
tradición derivada de la interpretación de la Torah. A partir del año 70
de la era cristiana la exégesis y la legislación se realizó de acuerdo a
la cosmovición teológica y cultual de los rabinos y escribas fariseos.


Esta etapa coincide con la transformación del concepto de “escriba”
al de “hakamim”, “hombre sabio”, y, de manera más popular, “rabino”. La
masa de judíos piadosos guardaba en gran estima la opinión de estos
“rabinos”. Sus sentencias fueron vistas como “iguales”, e incluso
“superiores” a la propia Torah. Para los judíos de Palestina y la
diáspora, las decisiones y opiniones de los rabinos tenían el poder de
“atar” y “desatar” en cuestiones de la Ley[70].


La razón principal del reconocimiento y veneración de los Escribas y
rabinos debe buscarse también en su condición de “guardianes de
conocimientos secretos”, herederos de una tradición esotérica. Por
ejemplo, existían reglas estrictas para la exposición de ciertos pasajes
de la Escritura. “La historia de la creación no debe ser expuesta ante
dos personas, ni el capítulo de Carro de Fuego ante uno, a no ser que
sea un sabio que domina plenamente estos conocimientos”, rezaba una de
sus “reglas”[71]. Ellos creían que contenían los secretos más profundos
del Ser Divino.


Entre los siglos I antes de la era cristiana y I después de la era
cristiana, la tradición oral depositada en la “Halaka”, la “legislación”
inscrita en el texto bíblico, se transformó en dominio de este
“esoterismo”, donde solamente tenían acceso los Escribas “iniciados”.


La enseñanza en sinagogas y academias no podía ser propagada por la
palabra escrita, porque se trataba del “secreto de Dios”. Solamente
podía transmitirse oralmente, de maestro a alumno. Alfred Edersheim
expone cómo deleitaba a la mente del judío oriental escribir
enigmáticamente, esto es, cubriendo con un manto tenue ciertas
expresiones que solamente eran familiares para los iniciados. Los textos
de los Escribas estaban llenos de palabras misteriosas, marcadas
solamente con iniciales[72].


Los investigadores de Qumrán encontraron dificultades complejas
cuando debieron enfrentarse al estudio de ciertos comentarios a los
libros de los Profetas y a los Salmos. Los autores Esenios de estos
textos o “pesharim”, consideraban al Libro Sagrado como poseedor de un
misterio que debía permanecer oculto, salvo aquellos iniciados de la
secta. Solamente ciertos “pesharim” accedían al líder sectario, llamado
“Maestro de Justicia”[73].


A partir del siglo II de la era cristiana los rabinos cambiaron esta
aproximación. Su acción hizo más accesible la “Torah escrita” (“texto
Proto-Masorético”). Su fin fue contrarrestar los textos bíblicos
empleados por los cristianos, particularmente la “Septuaginta”. De esta
manera existió la tendencia de despojar a la Escritura del carácter
esotérico. Incluso, en la etapa “rabínica”, la Escritura no fue
completamente abordable por las masas judías. La Biblia estaba escrita
en hebreo, lenguaje considerado “sagrado” cuando las lenguas de uso
común eran el arameo y el griego.


Sorprende, por ejemplo, que entre los textos escriturísticos hallados
en las grutas de Murabba’at y Nahal Hever, pertenecientes al período de
132-135 d e la era cristiana se hubiesen encontrado fragmentos del
texto hebreo de los Profetas Menores (Joel y Zacarías). Mientras que en
la vecina Hever se hallaron manuscritos de los seis Profetas Menores
traducidos al griego. En Hever también se encontraron cartas personales
escritas en arameo.


Durante los siglo I y II D. de C., a pesar del trilinguismo existente
en Judea, los Escribas rechazaron la fijación y difusión de textos de
la Escritura en arameo. Se cuenta que al recibir Gamaliel I una copia de
un Targum de Job (una traducción al arameo), la hizo tapiar en una
pared por tratarse de un libro prohibido[74]. Tal autoridad solamente
podía emanar de un personaje venerado. El “sóferim” era considerado como
heredero y sucesor inmediato de los profetas: sus sentencias eran
veneradas como poseedoras de autoridad soberana.


Cuando sucumbió Jerusalén bajo las armas romanas en el año 70 de la
era cristiana los Escribas fariseos permanecieron como la única fuente
para comprender la “revelación”. El pueblo respondió tributándoles una
reverencia reservada a los “virtuosos”. Las tumbas de escribas y rabinos
recibieron la misma veneración que las de los profetas. Sus vidas
fueron recordadas por acontecimientos portentosos. Este prestigio,
proyectado en la organización cúltica y exegética de las sinagogas y
“academias rabínicas”, reemplazó efectivamente al Templo y los
sacrificios en la religión judía[75].


Un ejemplo de la narrativa del “culto” a los Escribas involucra a
Shammai y a Hillel. Se cuenta que un gentil le hizo la siguiente
pregunta a Shammai: “Si el sabio logra enseñarme toda la Ley mientras me
paro en un pie, entonces me haré prosélito”. Dudando de su sinceridad,
Shammai cogió un palo y lo corrió. Acudió con la misma pregunta a
Hillel, quien le dijo: “Aquello que es odioso para ti, no lo hagas a tu
vecino; esta es toda la Torah. El resto es comentario”[76].


8.4. La “Escuela” de Hillel.
El papel de un judío nativo de Babilonia llamado Hillel fue
trascendental en el proceso de fijación del texto bíblico. Asimismo sus
enseñanzas influyeron de manera determinante para “fijar” una “lista” de
libros Sagrados, aceptados por el judaísmo farisaico. Hillel era un
escriba fariseo de origen humilde, que se ganaba la vida como jornalero.
Su celo por el aprendizaje de la Ley lo hizo recorrer a pie el camino
entre Babilonia y Jerusalén con el fin de instruirse en la “habura” o
escuela de los Escribas Shemaiah y Abtalion.


A pesar de los largos años pasados en el exilio a orillas del
Eúfrates, rodeados del ambiente hostil y sugerente del politeísmo
Oriental, los judíos de Babilonia habían conservado la fe en el Dios de
la Escritura. Los judíos de Jerusalén, ciudad de geografía y
proporciones austeras, fueron transportados a una urbe de insólita
riqueza. El Templo construido por Salomón, dilapidado por los siglos y
el descuido de los gobernantes de Judá, quedaba opacado frente a los
magníficos centros de culto dedicados a los dioses paganos.


El profeta Isaías dio la voz de alarma frente al riesgo de apostasía
cuando los judíos exilados en los días de Nabucodonosor (587 A. de C.)
cuestionaron el poder de Yahvé para defender a su Pueblo (Ez 18, 2; 25).
El libro de Job trasluce con dramatismo el estado de ánimo de un pueblo
embargado por el torbellino de la tragedia y el desconcierto. El nuevo
exilio en tierras extranjeras probó la fe de Israel. Muchos judíos se
sintieron tentados de abandonar las creencias ancestrales, centradas en
la Alianza con Moisés (Jr 44, 15-19; Ez 20, 23).


Los Israelitas lograron sobrevivir a esta experiencia formativa,
mientras que otros pueblos no tuvieron igual destino. La identidad como
nación se sostuvo sobre dos pilares: la esperanza de la restauración a
la tierra prometida (Ez 37), ofrecida por Yahvé a través de los
profetas; y el tremendo empeño en el cuidado de la Ley. Los profetas
habían interpretado que el exilio era consecuencia del pecado de un
pueblo que le había dado la espalda a Dios y su Torah. La teología del
exilio fue asumiendo la idea que el futuro de Israel iba a depender de
un cumplimiento escrupuloso de los preceptos de la Ley. Como explica
Bright:


“El exilio podía ser considerado como un castigo merecido y como una
purificación que preparaba a Israel para un futuro nuevo. Con estas
palabras, y con la seguridad dada al pueblo de que Yahvé no estaba lejos
de ellos ni siquiera en el país de su destierro, prepararon los
profetas el camino para la formación de una nueva comunidad”[77].


Desaparecidos el culto del Templo y el reino judío, solamente quedaba
a los desperdigados por Mesopotámea y Asia Menor reagruparse en torno a
una entidad, en este caso la Ley, y las obligaciones rituales que
imponía: la importancia del Sábado, la circuncisión y la pureza ritual.
La totalidad de la vida del nuevo Israel debía ser regulada y sostenida
en la Torah. Con anuencia de los persas, el Profeta Esdras restableció
la practica de la Ley en Jerusalén. Este pacto se hizo extensivo a los
judíos dispersos por el mundo antiguo. Israel ya no sería una entidad
nacional, limitada a las cambiantes fronteras de Palestina. “Judío” era
aquel que asumía la responsabilidad de obedecer la Torah.


En ningún lugar fue más importante guardar y aplicar rectamente la
normatividad mosaica que en las comunidades judías inmersas en tierras y
costumbres extrañas. Particularmente en Babilonia, identificada desde
antiguo como un lugar permisivo. En este lugar los Escribas adquirieron
una importancia fundamental. Se acudió a ellos en busca de guía para la
recta interpretación y aplicación de la Ley, especialmente cuando sus
textos parecían poco comprensibles.


Esdras constituye un importante testimonio de la vida en esta
vigorosa comunidad de “anawim”[78]. Un “anaw” como Esdras “se había
entregado al estudio y a la práctica de la Ley del Señor, enseñándola a
los israelitas” (Es 7, 10). Ellos construyeron un “seto” protector entre
los judíos y las costumbres paganas de sus vecinos.


Al igual que Esdras, Hillel había aprendido la Torah en las escuelas
de Babilonia, donde se formaron algunos de los más importantes
Escribas[79]. Hillel acudió a Jerusalén porque la ciudad Santa era el
principal centro de aprendizaje para la Ley y sus comentarios. En la
ciudad santa estableció una “escuela” que logró un universal respeto
entre los judíos. Se puede considerar a Hillel como una de las
personalidades rectoras y más creativas del judaísmo de su tiempo. Sus
descendientes espirituales e intelectuales (Gamaliel I, Akiba, y
Gamaliel II) fueron los líderes que condujeron la normatividad de vida
entre los judíos por varias generaciones.


Hillel, nacido alrededor del año 60 A. de C. y muerto alrededor del
año 20 D. de C. alcanzó la categoría de “Príncipe”, “Nasi”, del consejo
rabínico cuando intervino en una disputa sobre la prioridad del
sacrificio pascual sobre el descanso del “Sábado”. Al parecer el Consejo
había “olvidado” la legislación. Al emitir su sentencia, Hillel
estableció un “precedente” de procedimiento cuando apeló a la tradición
previa: “Así les escuché enseñar a Shamaiah y Abtalion”[80].


A principios del siglo I D. de C. convivieron en Judea dos escuelas
principales de escribas fariseos, la de Shammai y la de Hillel. La de
Shammai dominó la interpretación de la Torah hasta la destrucción del
Templo en el año 70 de la era cristiana. Shammai (50 A. de C.-30 D. de
C.) se adhería la letra de la Ley mientras que Hillel favorecía una
interpretación más libre de los textos bíblicos.


9. Los “comentarios exegéticos” del fariseísmo rabínico.


Tras la hecatombe del año 70 D. de C. la escuela de Hillel lideró la
reorganización del judaísmo, ganando una ascendencia única entre los
judíos de Palestina y la Diáspora. Su aproximación más indulgente hacia
la Ley contribuyó a este proceso. El prestigio de la escuela rabínica
fue creciendo bajo la autoridad personal de líderes como Gamaliel el
Mayor (Ver Hch 22, 3; 5, 34) y el rabino Johanan ben Zakkai, que
restableció el “Consejo de Ancianos” en Jamnia. Esta nueva entidad
rectora del judaísmo estuvo conformada únicamente por representantes del
fariseísmo.


A pesar de la visión más atemperada de la Ley y la aproximación
comprensiva de Gamaliel el Mayor ante los Apóstoles, correspondió a uno
de los líderes posteriores de la escuela, Gamaliel II, excluir
formalmente de las sinagogas a los cristianos de origen hebreo. Llamados
“Judeocristianos”, habían conservado ciertas costumbres ancestrales
mosaicas.


A principios del siglo II D de .C., Gamaliel II, rector de la
academia de Tiberiades, concretó la expulsión pronunciando la severa
sentencia: “Dejad que los Nazarenos y los herejes perezcan en un
instante. Permite que sean excluidos del libro de los vivos y permite
que sean separados de entre los justos”[81].


La palabra hebrea “Midrash” significa literalmente “investigación”.
En el ámbito de los rabinos “tanaitas” (transmisores de tradición),
“Midrash” expresaba la acción de “investigar”, “escrutar” y “comentar”
las Sagradas Escrituras. Los rabinos y los fieles “investigaban” la
Biblia para hallar las normas que deberían regir sus vidas. Esta lectura
meditada fue practicada en las sinagogas durante los servicios de los
Sábados. El “lector” proclamaba las Escrituras, para luego explicarlas.
Se trataba de desentrañar, tanto su significado “oculto”, como su
sentido práctico.


Los Evangelios narran como el Señor Jesús acudía a las sinagogas a
enseñar: “Vino a su patria (Nazaret) y los instruía en sus sinagogas”
(Mt 13, 54). El contraste entre las enseñanzas “midráshicas” del Señor y
los Apóstoles; y las de los Escribas y rabinos, es notoria. El
comentario cristiano atribuyó mayor importancia al sentido propio de la
Escritura. Se evitaban las sutilezas de la Ley tan ajustadas a la
casuística de las escuelas rabínicas. Sin descuidar el recurso al
Antiguo Testamento, los cristianos solían enseñar con más sencillez el
mensaje sagrado. Como marco de fondo estaba presente el anuncio del
Señor sobre la revelación del Reino a los sencillos antes que a los
sabios (Mt 11, 25)[82].


Las primeras misiones cristianas coinciden con el esfuerzo desplegado
por los rabinos para codificar de la “Ley oral”, que junto al
Pentateuco, fue preservada y ampliada por los “Maestros de la Ley” y los
Escribas. Las figuras dominantes del judaísmo en esta etapa fueron el
rabino Akiba y su discípulo Meir. La tradición rabínica farisaica
distingue entre una “Torá Escrita” y una “Torá oral”. La “Tora escrita”
es el Pentateuco, los cinco libros de Moisés; la “Torá oral” es la
elaboración en la tradición, de los preceptos legales contenidos en la
“Torá escrita”. Según la tradición rabínica, la Torá oral era la
heredera legal de la profecía.


Las sentencias de Mishná Aboth. 1, 1, decían: “Moisés recibió la Torá
en el Sinaí y la entregó a Josué, Josué la dio a los ancianos, los
ancianos a los profetas, y los profetas las pasaron a los hombres del
Gran Sanedrín”. Desde esta perspectivas, los Maestros de la Ley y los
Escribas creían firmemente que existía una línea directa entre Moisés y
ellos. Esta concepción de “Torá oral” fue el argumento empleado por los
rabinos farisaicos para legitimar sus sentencias y enseñanzas en los
primeros siglos de la Era Cristiana. Bajo esta “legitimidad” se
interviene repetidas veces en el contenido del “Canon” hebreo.


A principios del siglo III (189 D. de C.), un sucesor de Akiba y
Meir, el maestro Judá ben Hanasi, concluyó en Tiberiades la redacción
del compendio de los comentarios a la Ley. Esta recopilación de las
interpretaciones, sentencias y enseñanzas de los Escribas -llamados
“tanaitas”, “repetidores” o “Maestros de la Ley oral”-, recibió el
nombre de “Mishná”[83].


“Mishná” significa “estudio” y “repetición” de lo aprendido[84]. Sus
alcances abarcan fundamentalmente preceptos legales, en forma de
“dichos” e “instrucciones”. La Mishná fue redactada en hebreo, pero le
fueron añadidas palabras y términos en otras lenguas vecinas a la región
de Tiberiades, principalmente en griego y arameo[85]. La Mishná reúne
las opiniones de los sabios sobre tres doctrinas fundamentales del
judaísmo rabínico: la resurrección de los muertos, el origen divino de
la Torah (sea la de carácter escrito y la de carácter oral) y la
intervención de Dios en la existencia del hombre.


Los comentarios a la Mishná conformaron el conjunto llamado Talmud o
“enseñanza”. Las escuelas rabínicas de Palestina (Tiberiades) y de
Babilonia dieron origen a sus propios talmuds. El “Talmud de Babilonia”
es más extenso que el de Palestina. Incluso goza de mayor autoridad. El
“Talmud palestinense” fue concluido primero (siglo V de la era
cristiana); mientras que el Babilonio fue recibiendo adiciones hasta
bien entrado el siglo VII D. de C.


10. El problema de la fijación de una “lista” de libros de la Sagrada Escritura: el llamado “Canon” fariseo.


A partir de la segunda mitad del siglo I D. de C. se intentó
concretar una “lista” oficial de libros de la Sagrada Escritura. Aunque
no constituyó una tendencia uniforme en el judaísmo -como muestra la
pluralidad de textos en la biblioteca de Qumrán-, los rabinos fariseos
impulsaron un “catálogo” invariable donde no se podría sumar o restar
ningún libro.


Flavio Josefo fue explícito al mencionar los libros “divinos”. Al
parecer Josefo estaba siguiendo las enseñanzas difundidas por Escribas
como Hillel con respecto al “Canon” de libros que consideraban
inspirados. Hillel había enseñado que los libros sagrados comenzaban con
el Pentateuco y concluían con Esdras y Nehemías. Flavio Josefo enumeró
esta lista en su obra llamada “Contra Apión”, escrita en Roma al
finalizar el siglo I D. de C. (años 97 y 98 de la era cristiana):


“Nosotros (judíos) no poseemos miríadas de libros inconsistentes,
enfrentados uno a otro. Nuestros libros, aquellos justamente
acreditados, son solamente dos y veinte, y contienen la historia de
todos los tiempos. De éstos, cinco son los libros de Moisés,
comprometiendo las Leyes, y la historia tradicional desde el nacimiento
del hombre hasta la muerte del gran legislador (...) De la muerte de
Moisés hasta Atajerjes, quien sucedió a Jerjes como Rey de Persia, los
profetas siguientes a Moisés escribieron la historia de los eventos de
su tiempo en trece libros. Los cuatro libros siguientes contienen los
himnos de Dios y los preceptos de la conducta humana. Desde Atajerjes
hasta el tiempo presente la historia completa ha sido escrita, pero no
ha sido digna del mismo crédito como lo fueron anteriores
recopilaciones, porque se quebró la exacta sucesión de profetas”[86].


La “lista” de Flavio Josefo excluye explícitamente aquellos libros
escritos durante la época Helénica. Más bien extrajo los nombres, lo
mismo que Hillel y Filón, del llamado “Canon de Esdras”. De los
testimonios que aportó Esdras no es posible extraer la información que
determinaría la existencia de un “catálogo” cerrado de los Libros
Sagrados. El libro de Esdras relata que el líder hebreo, “un escriba muy
versado en la Ley de Moisés” (Esdras 7, 6), subió a Jerusalén, “para
cumplir (la Ley de Yahvé) y para enseñar en Israel las Leyes y los
preceptos” (7, 10).


Siguiendo el criterio del erudito hebraista S.R. Driver, del
testimonio escriturístico solamente podemos inferir que Esdras se
entregó a la promoción de la observancia de la Ley, olvidada por los
israelitas. No así a la redacción de un “Canon” que haya contenido los
libros proféticos y los posteriores (Hagiógrafos):


“(Esdras 7, 6 y 10) no aporta soporte histórico alguno para suponer
que Ezra haya tenido alguna parte en la recolección o edición de los
libros del Antiguo Testamento, o en completar el Canon del Antiguo
Testamento”[87].


Quien reintrodujo hodiernamente el tema del “Canon cerrado” de Esdras
fue el estudioso judío Elías Levita (m. 1549), autor de una obra
dedicada al origen y naturaleza de los textos masoréticos llamada
“Massoreth ha-Massoreth”. Las opiniones de Elías Levita fueron asumidas
por diversas autoridades protestantes para apoyar la exclusión del Canon
de los Libros Hagiógrafos, aceptados por la tradición católica.


Sin embargo los libros de Esdras y Nehemías constituyen ricos
depósitos de información histórica. Tanto Esdras como Nehemías
ejercieron una labor providencial en la reconstrucción del judaísmo en
Palestina en época del rey persa Artajerjes I Longimano (465-425 A. de
C.). Lo que parece incierto es que Esdras y Nehemías[88] hayan
determinado un número exacto de textos bíblicos “inspirados”, en este
caso, los veintidós citados por Flavio Josefo.


Las observaciones que pueden realizarse a esta teoría son diversas.
Si ya existía un “Canon” para el año 444 A. de C. cuando Esdras
“restableció” la Ley en Judá[89], cabe preguntarse porqué continuaron en
el seno de la religión hebrea los debates sobre la “Canonicidad” de
ciertos libros del Antiguo Testamento.


La presunta fuente del “Pseudo Canon Esdrino”, los dos libros de las
Crónicas y los de Esdras y Nehemías, fueron compuestos en su forma
definitiva, en época muy posterior a la muerte de los estos profetas,
concretamente durante el período helenista y romano. Esdras y Nehemías
solamente pudieron ser conocidos en esta etapa, porque se hace mención
de acontecimientos posteriores. Por ejemplo, se cita a un cierto Sumo
Sacerdote llamado Yadua[90], que según fuentes exteriores fue
contemporáneo de Alejandro Magno. Desde su redacción entre los siglo
IV-III A. de C., Esdras y Nehemías formaron parte de los libros sagrados
de los hebreos. Por lo tanto el “catálogo” debió ser cerrado con
bastante posterioridad a Esdras y Nehemías.


Lo más probable es que en tiempos de Esdras se hayan recopilado los
libros sagrados, que ya eran reconocidos como inspirados desde la época
ante-exílica cuando el rey Josías (640-608 A. de C.) unificó el culto
según la Torah, y reconoció la autoridad de los textos bíblicos
existentes en su época.


El argumento de Josefo tropieza con diversas dificultades. No existe
evidencia suficientemente clara que con anterioridad al año 70 D de C.
haya existido un “Canon” o “texto fijado”. Los Esenios de Qumrán no
exhibieron semejante “Canon” hebreo. Lo mismo ocurre con la comunidad
judía de Alejandría, o las comunidades primitivas de la Iglesia en la
época apostólica, llamadas “judeo-cristianas”.


Hasta años recientes se habló de un “concilio” judío en Jamnia
(Yabneh) llevado a cabo a finales del I siglo D. de C.. El llamado
“Concilio de Jamnia” constituye una designación inexacta de una sesión
particular de la “academia” rabínica o “corte” farisea en dicha
localidad.


Difícilmente los rabinos fijaron el “Canon” hebreo durante los
procedimientos celebrados en Jamnia alrededor del año 90 D. de C.
Evidencias históricas demuestran que, a lo más, discutieron sobre
determinados libros. Los rabinos afirmaron que el Eclesiastés y el
Cantar de los Cantares “desafiaban las manos”. Por lo tanto, eran libros
inspirados y les correspondía formar parte la Escritura hebrea.


Se debe insistir que los procedimientos de Jamnia no constituyeron un
“concilio”, menos aún en el sentido eclesiástico. Las decisiones de
Jamnia fueron tomadas en base a opiniones anteriores. Una vez sancionado
el tema, los desacuerdos sobre la “inclusión” de éstos libros en la
Biblia continuaron.


La “academia” de Jamnia fue fundada por Yohanan ben Zakkai, discípulo
de Hillel. Un descendiente de Hillel, llamado Gamaliel II, fue quien la
dirigió entre los años 80 D. de C. hasta el siglo siguiente. Tras la
destrucción de Jerusalén en el año 70, los “maestros” Escribas de la
academia hicieron las veces de “sanhedrín”, ejerciendo autoridad
normativa en materia religiosa.


La “lista” publicada por Flavio Josefo deja entrever los prejuicios
de los fariseos hacia ciertos libros designados peyorativamente, a
partir del siglo XVI por Sixto de Siena, “Deuterocanónicos”. El nombre
empleado por Sixto fue inexacto. Los textos del Antiguo Testamento en
cuestión son: Tobías, Judit, Baruc, Sabiduría, Eclesiástico (Ben Sirá), y
1 y 2 Macabeos.


Es muy probable que la “fijación” de una “lista oficial” haya
comenzado con la “oficialización” del “Texto Rabínico” en el seno de la
escuela de Hillel. Estas unificaciones concurren con la imposición de
“reglas” en materias como la sistematización de principios hermenéuticos
y de la dialéctica “halaquiica” -el modo de razonamiento legal por
medio del cual se deducen Leyes religiosas en la Escritura-. La
autoridad de Hillel y su escuela fueron fundamentales para establecer un
“manto protector” hacia el “Pentateuco Babilónico” y la llamada “lista
corta” de 22 libros inspirados. El empleo continuo de un número de
libros condujo, a través de los años, a considerar que “desafiaban las
manos” (inspirados).


La “Septuaginta”, cuya traducción se inició en medios judíos
alejandrinos alrededor del año 280 A. de C., refleja la existencia de un
criterio “canónico” muy antiguo, diverso al planteado por el fariseísmo
babilónico y jerosolimitano.


Los “LXX” son la versión del Antiguo Testamento más mencionada en los
Evangelios. A la lista alejandrina de libros sagrados se le opuso una
de más reciente factura (de finales del siglo II D. de C.), que
reflejaba el proceso iniciado en círculos rabínicos en el contexto de
los conflictos entre las sectas judías de la época de Hillel. Con la
difusión del cristianismo, el judaísmo rabínico descartó la versión
“antigua” de los “Setenta” (LXX), y el “Canon” que sustentaba.


Los descubrimientos de Qumrán han confirmado el valor del texto
bíblico de la Septuaginta. Los manuscritos en hebreo, arameo y griego
confirman la fidelidad de la traducción con respecto a las versiones
antiguas o paleo-hebreas en uso en Palestina durante la época
ante-cristiana. Ha quedado completamente descartada la postura de que la
Septuaginta era una “versión parafrástica” semejante a un Targum o
comentario.


Los principios que guiaron la exclusión de ciertos libros del llamado
“Canon rabínico-farisaico”, realidad que refleja el escrito de Josefo,
estuvieron orientados a eliminar aquellos escritos que resultaban
extraños a Hillel y su escuela. Estos tenían la característica de haber
sido redactados en época tardía, durante el período de dominación
Helenística.


En Qumrán se ve claramente la existencia de diversos libros que
desafían la existencia de un “Canon” temprano, anterior al año 70 D. de
C. No ocurre así con obras antiguas y veneradas por el judaísmo, como
Ezequiel, el Cantar de los Cantares y el Eclesiastés, e incluso con
Baruch y la “Carta de Jeremías”, añadida al libro del profeta. Al
parecer el criterio seguido por los rabinos fue aceptar aquellos
escritos que ya estaban fijados cuando finalizaba el período Persa
(siglo IV A. de C.). Esta “lista” que expresaba las opiniones de Hillel y
su escuela no halló aceptación inmediata, incluso en círculos fariseos.
El proceso por el cual fueron imponiéndose los libros del texto de
Hillel, ocurrió durante el intervalo entre las dos rebeliones judías
(70-132 D. de C.).


11. Intentos tempranos de reemplazar la Septuaginta: la traducción del “Proto-Teodoción”.


En años recientes salieron a la luz fragmentos de una traducción
desconocida del hebreo al griego. Se trataba de una sorprendente
revisión temprana de la Septuaginta (c. 50 D. de C.) para conformarla
con los Proto-Masoréticos cuando se hallaban en plena formación.


Según Dominique Barthélemy, autor del primer estudio de los textos
llamados del “Proto-Teodoción”, los escribas y rabinos hicieron una
serie de intentos de “alinear” la Biblia griega con la “cambiante”
tradición textual inspirada por la autoridad religiosa de los líderes
fariseos. Barthélemy estableció sólidamente que el “Proto-Teodoción”
sirvió como base común para otras traducciones de la Biblia griega (p.
ej. Teodoción y Símaco), y ante todo, la de Aquila[91].


Sorprende que el judaísmo rabínico haya emprendido, en una etapa tan
temprana, la empresa de distanciar sus Escrituras Sagradas de los
cristianos. Ello testimonia el intenso empleo que hizo la Iglesia
cristiana apostólica del Antiguo Testamento para evidenciar el
cumplimiento de los anuncios proféticos en el Señor Jesús. ¿Acaso en
esta fecha temprana no circulaban ya los Evangelios con citas
veterotestamentarias extraídas de la Septuaginta?


12. Los Textos Masoréticos.


12.1. La existencia de diversas tradiciones.
Entre las sinagogas del siglo II D. de .C. se difundió la costumbre
de excluir aquellos libros de la Sagrada Escritura que no estuviesen
comprendidos en la “lista” rabínica. Este criterio abarcó los textos
empleados por los cristianos, principalmente la “Septuaginta”. Aquel
período coincidió con el inicio de la compilación de las tradiciones
jurídicas y exegéticas, tanto legales (Misnah), como de exégesis
escriturística (la literatura midrásica). Este esfuerzo estuvo orientado
a reconstruir el judaísmo sobre la base de la Tanak, la Biblia de
Moisés y los Profetas.


La ingerencia del judaísmo rabínico fue trascendental. En los
dominios romanos, especialmente en Oriente, convivían cuatro millones de
judíos, representando el siete por ciento de la población del Imperio.
El personaje representativo del período posterior a la destrucción del
Templo de Jerusalén fue el rabino Akiba. Su mayor esfuerzo estuvo
orientado a “fijar” el texto consonántico de la Biblia hebrea. Akiba fue
heredero del proceso iniciado en la época de Hillel. Akiba, al igual
que sus antecesores, mantuvo la preocupación por la pureza textual,
concretamente la conservación del texto heredado de las escuelas
rabínicas (el texto “Proto-Masorético”) y la “lista” difundida por
círculos fariseos (como los de Hillel).


La tendencia de clarificar la Ley demandó la “fijación” del texto
bíblico. Para esta fijación textual los rabinos se inclinaron por un
texto, descartando completamente los otros conocidos. Se intentó obtener
artificialmente la uniformidad, eligiendo un determinado texto, el
“Consonántico Rabínico”, también llamado “Texto Proto Masorético”. Aquel
texto fue protegido, encerrándolo dentro de un muro impenetrable. Para
asegurar el predominio exclusivo de los Proto Masoréticos se dictaron
Leyes estrictísimas para su copiado. También se procedió a la
destrucción minuciosa de manuscritos antiguos, ajenos a la tradición
rabínica seleccionada.


El movimiento orientado hacia la “pureza” del texto floreció en la
segunda parte del siglo II D. de C. bajo el liderazgo de Akiba. Pero sus
antecedentes pueden trazarse hasta el siglo I A. de C. con las
discusiones legalistas entre las escuelas de Hillel y Shammai. La
tradición de Zechariah ben ha-Kazzav establece la costumbre de
interpretar la Torah y sus comentarios hasta en sus más mínimos detalles
con el fin de clarificar su interpretación. El mentor de Akiba, Nahum
ben Gimzo, dirigió sus esfuerzos para lograr un texto fijado hasta en
sus más mínimos detalles. Para Akiba cada letra, sílaba y palabra de la
Torah era importante y santa. Incluso el título: “Torah”, inspiró
diversas interpretaciones sujetas a reglas estrictas.


Un criterio tan escrupuloso ante el texto y su interpretación no
podía tolerar la existencia de manuscritos bíblicos con otras
interpretaciones o textos divergentes. Akiba advirtió contra las
enseñanzas contenidas en los “libros incorrectos”. Insistió en
establecer la “tapia” de la Tradición alrededor de la Torah. Otro
maestro contemporáneo llamado Ishmael urgía a los Escribas extremo
cuidado, no vaya a ser que omitieran o añadieran una sola letra, porque
al hacerlo destruirían la Palabra.


A pesar de sus esfuerzos los rabinos nunca consiguieron uniformar
totalmente el texto bíblico. El método forzoso utilizado desconocía
otros textos difundidos entre diversas comunidades judías. Es por ello
que sobrevivieron variantes del Texto Proto Masorético, por ejemplo el
“Pentateuco Samaritano”. También debe tomarse en cuenta la idiosincrasia
de los copistas, que podían producir variantes similares con
independencia unos de otros. A esta diversidad debe añadirse la terca
persistencia de textos ajenos a los Masoréticos dentro de la tradición
consonántica. Al parecer algunos textos se “negaron” a desaparecer
completamente durante el proceso de eliminación propiciado por las
escuelas rabínicas descendientes del fariseísmo.


Trebolle expone el caso de la “Familia Textual Palestina” que era
independiente a las tiberiense y babilónica difundidas en el ceno del
fariseísmo:


“La convergencia del texto hebreo palestino con el texto griego de
los LXX (y con versiones filiales de ésta) no es un hecho esporádico
(...) Posiblemente el texto P (Palestinense) y el de LXX (Septuaginta)
tienen un origen común en medios sacerdotales del Templo”, expuso
Trebollé.


12.2. La “Masorah” y los “Textos Masoréticos”.
El término “masorah” deriva de la raíz hebrea “atar”. Otros
consideran que viene del verbo “transmitir”. El término “masorah”
significa “tradición”. Designa el conjunto de notas que acompañan al
texto y en las que los masoretas recopilaron las tradiciones rabínicas
relativas a la Biblia. La “masorah” comienza a desarrollarse alrededor
del año 500 de la era cristiana y tiene vigencia hasta el año 1000 D. de
C.


La masorah cumple una doble función:


Conservar la integridad del texto.


Interpretar el texto.


Lo que se llama “Texto Masorético” es el consonántico hebreo que los
“masoretas” “vocalizaron”, “acentuaron” y dotaron de “anotaciones”
cuando una letra podía dar motivo a confusión.


La masorah no fue homogénea. Existieron dos tradiciones diferentes de
masorah. Una fue la Babilónica, dividida en las escuelas de Nahardea,
Sura y Pumbedita. La otra fue la Palestinense, establecida
principalmente en Tiberiades (Galilea). Ambas ciudades fueron centros
principales de la vida religiosa y cultural judía tras la segunda
destrucción de Jerusalén por los romanos en el año 132 D. de C. El
judaísmo babilónico y palestinense dio pié al desarrollo de dos
corrientes de interpretación que fueron recogidas por el “Talmud
palestinense” y el “Talmud babilónico”.


A través de los siglos fue imponiéndose la Masorah Tiberiense. En
Tiberiades existieron dos familias de masoretas: los Ben Aser y los Ben
Neftalí. Entre ambas prevaleció la de Ben Aser. El más famoso de los Ben
Aser fue el último expositor de la escuela, Aaron ben Moisés ben Aser. A
esta familia se atribuyen los Códices de Alepo y de San Petersburgo
(Aaron ben Moises ben Aser, año 1008 D. de C.), los textos masoréticos
de mayor antigüedad disponibles. A pesar de la transmisión “familiar”
del texto bíblico, no existió un único texto masorético establecido del
Antiguo Testamento. En este sentido la edición de los Ben Aser no es
completamente homogénea[92].


Los textos de uso hodierno de la “Biblia Hebrea” se “estabilizan”
recién hacia finales del siglo XIX cuando se unifican criterios en el
empleo de consonantes, vocales y puntuación. Como punto informativo las
“recensiones” o “colecciones de textos” en que se sustentan las
ediciones modernas de la “Biblia Hebrea” son básicamente tres:


La edición de Soncino de 1494. Fue un texto muy inexacto en lo referente a las anotaciones masoréticas.


La Políglota Complutense (1514-17). Recopilada bajo la dirección del
Cardenal Francisco Ximenes de Cisneros. Está basada directamente en
textos hebreos de la tradición manuscrita, sin apoyo de ediciones
impresas anteriores.


La Segunda Biblia Rabínica de Jacob ben Hayyim (1524-25). Fue
considerada por largo tiempo como el “texto recibido”, la edición
autorizada de la Biblia Hebrea.


Las siguientes ediciones hicieron un empleo “ecléctico” o “mixto” de
las recensiones citadas. Es el caso de la “Biblia Políglota de Amberes” .


En el tiempo presente están en uso:


La Edición de Ginsburg (1908-26). Basada en la Segunda Biblia Rabínica de Ben Hayyim. Superada por las que siguieron.


La “Biblia Hebraica”, o recensión de R. Kittel. La más utilizada en
el siglo XX. Las dos primeras ediciones: 1906-1912, seguían el texto de
Ben Hayyim. A propuesta de P. Kahle, la tercera edición (1937) siguió el
texto del Códice de San Petersburgo, copia concluida en 1008. Su origen
estaba en la tradición de Aaron ben Moises ben Aser.


La “Biblia Hebraica Stuttgartensia”. Concluida en 1977, basada en el Códice de San Petesburgo.


En preparación: la “Biblia Hebrea” de la Universidad de Jerusalén.
Basada en el Códice de Alepo, fechada en la primera mitad del siglo X.
El Códice de Alepo presenta un texto de “Ben Aser”, de mejor calidad que
el de San Petersburgo. Podría tratarse del códice autorizado por
Maimónides (muerto en 1204), quien afirmó que dicho manuscrito contenía
la totalidad del texto de la Biblia y había servido en Jerusalén para
copiar otros textos, posiblemente el mismo Códice de San Petersburgo.


La dificultades halladas por estas ediciones modernas ilustran las
diversas “familias” de textos donde se recogen las versiones de la
Biblia Hebraica. A diferencia de la Iglesia Católica, el judaísmo nunca
tuvo realmente un texto similar a la “Vulgata”[93] o texto sancionado de
gran antigüedad.


13. Conclusión.
A partir de lo expuesto se sigue que el actual “Texto Hebreo de la
Biblia” y su “Canon corto” dependen de una “familia” textual particular,
la Babilónica, difundida por las escuelas rabínicas farisaicas,
dependientes de la tendencia marcada por Hillel, continuada por Gamaliel
I, retomada finalmente en Jamnia por Jacob ben Zakkai y Gamaliel II, y
por Akiba en Tiberiades. La preservación de este texto, llamado “Proto
Masorético”, pasó al dominio de las escuelas de “soferim”. A partir del
siglo VI D de C. se concretó en la tradición masorética, con los textos
copiados, vocalizados, puntuados y comentados por las escuelas de
masoretas de Ben Aser y Ben Neftalí. Lo que se puede considerar “texto
recibido” corresponde a la tradición de Ben Aser, los Códices de San
Petersburgo y Alepo.


La tendencia de los rabinos fue “eliminar” todos aquellos textos que
no fueron considerados en la “línea sucesoria” de esta tradición. Uno de
los argumentos esgrimidos provino de la Tradición Tanaíta, en los
tiempos primitivos del Fariseísmo. Esta versión manifestaba que el don
de la profecía había abandonado Israel después de los tres profetas
menores, Ageo, Zacarías y Malaquías. Sin embargo fue inevitable la
profusión de manuscritos más o menos acomodados a la consonántica
“Recensión Rabínica”. Las biblias hebreas actuales han optado por
“atarse” como patrón principal a un códice, sea el de San Petersburgo o
el de Alepo. También está el “Códice Cairiota”, procedente de la Secta
Karaita.


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NOTAS


[1] Julio Trebolle, La Biblia judía y la Biblia cristiana.
Introducción a la historia de la Biblia, Editorial Trotta, Madrid 1993,
p. 338.


[2] Ver John L. McKenzie, Dictionary of the Bible, McMillan Publishing, New York 1965, p. 860.


[3] Fragmento que ha sobrevivido en la obra de Eusebio de Cesarea,
Praeparatio evangelica, 13.12, 1-2, Ver Mogens Müller, The first Bible
of the Church. A plea for the Septuagint, en Journal for the Study of
the Old Testament, Copenhagen International Seminar 1, N. 206, Sheffield
Academic Press, Sheffield 1993, pp. 58-59.


[4] Tanto el filósofo judío Aristóbulo (s. II A. de C.), como Filón
(m. 42 D. de C.) y el historiador Flavio Josefo consideraron como
histórica la carta de Aristeas. La crítica textual de los LXX hecha
posible a partir de los descubrimientos de Qumrán, que le atribuyen a
los Setenta la autoridad de una reproducción fiel del texto hebreo, han
mostrado el sustento histórico de las afirmaciones esenciales de la
misiva de Aristeas.


[5] Ver Abraham Schalit, Choque de Ideologías. Palestina bajo los
Seléucidas y los Romanos, en El Crisol del Cristianismo, Alianza
Editorial, Madrid 1988, p. 74.


[6] "Canon" significa una "lista" o "catálogo" de libros que podían
ser leídos en público, o en la liturgia. Por ser inspirados -de origen
sagrado-, constituían para judíos y cristianos una norma de fe y de
costumbres. En la Iglesia católica "Canon" significa una lista de libros
reconocida por la Tradición y el Magisterio eclesial. La condición para
la Canonicidad es el reconocimiento de su inspiración.


[7] Frank Moore Cross, The Ancient Library of Qumran, Fortress Press, Minneapolis 1995, p. 132.


[8] Julio Trebolle Barrera, ob. Cit., p. 337.


[9] Ver Mogens Müller, ob. cit., p. 43.


[10] Ver Pierre Benoit, La inspiración de los Setenta según los
Padres, en Exégesis y Teología, T. I, Ediciones Studium, Madrid 1965, p.
174.


[11] Ob. Cit., p. 173.


12] Ob. Cit., p. 177.


[13] Ecle, Prol.


[14] I Macabeos fue redactado originalmente en hebreo, entre los años
134 y 105 A de. C. Mientras que II Macabeos fue escrita en griego entre
los años 134 y el 70 A de .C.


[15] Ver Canon of the Old Testament, en The International Standard
Bible Encyclopedia, T. I, , Ed. Geoffrey W. BromiLey, William B.
Eerdmans Publishing Company, Gran Rapids 1993, p. 596.


[16] Ep. Aristeas.


[17] Ver 13, 12.


[18] San Justino, Diálogo con Trifón, 72.


[19] San Ireneo, Contra Herejes, 3, 21, 2, 3.


[20] Ver Eusebio de Cesarea, Historia Eclesiástica, 5, 8, 11-14.


[21] Carta N. LVII a Pamaquio, 11.


[22] La crítica textual moderna transmite este pasaje como: “Lo dijo
el Señor, cuyo fuego está en Sión y su horno en Jerusalén” (Versión de
la Biblia Americana San Jerónimo”).


[23] San Justino, Diálogo con Trifón, LXX.


[24] Lug. Cit.. Justino se refería a Jer 11, 19: “Yo como cordero
manso que es llevado al matadero, no comprendí qué habían maquinado
contra mí, diciendo: ‘Pongamos veneno en su pan y borrémosle de la
tierra de los vivos; no quede memoria de su nombre”.


[25] Ver De civitate Dei, XVIII, 43-44.


[26] Ver Septuagint, en Dictionary of the Bible, John L. McKenzie, McMillan, 1965, p. 787.


[27] Éste es el relato aristeano acerca de la traducción de la
Septuaginta, llamado así porque es narrado por primera vez en la Carta
de Aristeas, un documento que data de aproximadamente el final del siglo
III a. de C. Muchos Padres aceptan el relato aristeano, en sentido
literal y por ello consideran la Septuaginta como inspirada.


[28] Ver San Juan Crisóstomo, Hom. In Heb., VIII, 4.


[29] Ver Pierre Benoit, ob. Cit., p. 178.


[30] Ver Ver Manuel de Tuya y José Salguero, Introducción a la
Biblia, T. I, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1977, pp. 479-80.


[31] El empleo incorrecto del término “Deuterocanónico”: El nombre de
“Deuterocanónicos” es sumamente equívoco, e incluso inválido. Indica
que se trataría de libros que fueron admitidos tardiamente al “Canon” de
la Sagrada Escritura. El artículo “deutero”, “segundo”, ubica estos
libros en un orden inferior a los Profetas. Contrastarían con los
“protocanónicos”, sobre los que no hubo sombra alguna. El término
“Deuterocanónicos” se introdujo en el siglo XVI. Mientras que el nombre
antiguo con que se conocieron los “otros libros” fue “Hagiografa”, del
griego “libros santos”. El empleo hasta épocas tardías de textos
presuntamente “Deuterocanónicos” por judíos de la Dispersión como de
Palestina, obliga a revisar dicho concepto de condición de inferioridad.


[32] Lee Martin McDonald, The formation of the Christian Biblical Canon, Abingdon Press, Nashville 1988, p. 62.


[33] José Salguero, Introducción a la Biblia, T. I, ob. Cit., p. 481.


[34] Los conflictivos vínculos entre Roma e Israel se originaron por
iniciativa de la última nación, cuando el siglo II a. de C. Los celosos
judíos sostenían una cruel guerra contra el dominio helenista del
imperio sirio de los Seleúcidas. El líder de los combatientes judíos,
Judas Macabeo, que para independizarse de los Seleúcidas necesitaba
aliarse con una gran potencia que se hallase también en conflicto con
los helenos. Esta potencia era el naciente imperio Romano que se estaba
expandiendo hacia el Asia y el Mediterráneo oriental. Al parecer Judas
desconocía la codicia de la política expansionista de los Romanos. Con
este propósito Judas se dirigió en el año 161 A. de C. al Senado Romano.
Roma otorgó a los enviados de Judas un “Tratado en Términos de
Igualdad”, privilegio rara vez concedido.


[35] Michael Grant, The Jews in the Roman World, Barnes and Noble, New York 1995, p. 127.


[36] Ver Kurt Schubert, Una fe dividida. Sectas y partidos religiosos
judíos, en El Crisol del Cristianismo, Alianza Editorial, Madrid 1988,
p. 129.


[37] La primera destrucción ocurrió a manos de los Babilonios en el año 587 A. de C.


[38] Exégesis quiere decir la explicación o interpretación de un texto bíblico.


[39] En la época de los gobernantes Macabeos (Asmoneos) se alentó, en
un giro nacionalista y nostálgico, el empleo del “paleo-hebreo” o
“hebreo antiguo” en la corte, en el Templo y en los círculos cultos
principalmente. El hebreo constituyó una alternativa al arameo
ampliamente difundido, y el griego, identificado con la cultura opresora
de los vecinos helenos. Los Esenios también hicieron amplio uso del
“paleo-hebreo” como una manera de reafirmar la conciencia de constituir
el “resto de Israel”. Ello no supuso el abandono de los textos griegos
de la Biblia y los comentarios arameos (targúmenos).


[40] Armando Rolla, La Biblia ante los últimos descubrimientos, Ediciones Rialp, Madrid 1969, pp. 459-60.


[41] Podría considerarse en este conjunto de versiones de la Biblia
Judía la traducción realizada del hebreo al griego en Alejandría,
llamada “versión de los Setenta”, y empleada por la comunidad judía de
habla griega, tanto en Palestina como en la “dispersión”, y por los
cristianos.


[42] Ver Frank Moore Cross, The history of biblical text in the light
of discoveries in the judean desert, en Qumran and the history of the
biblical text, ed. Shemaryahu Talmon, Harvard University Press, Cambrige
1978, p. 185.


[43] Ver Julio Trebolle Barrera, La Biblia Hebrea y la Biblia
Cristiana. Introducción a la historia de la Biblia, Editorial Trotta,
Madrid 1993, p. 295.


[44] Ver Julio Trebolle Barrera, Ob. Cit., pp. 287-88. El estudioso
Emanuel Tov comparte la misma opinión: “En ningún momento existió un
‘Texto Masorético’; siempre hubieron diversos ‘Textos Masoréticos’. El
‘Texto Masorético’ conocido actualmente por nosotros, fue ‘creado’ a
principios del Medioevo”. Ver Emanuel Tov, Manuscripts. Hebrew Bible, en
The Oxford Companion to the Bible, Ed. Bruce M. Metzger, Oxford
University Press, New York 1993, p.487.


[45] Flavio Josefo, Contra Apión, I, 42.


[46] La “recensión” es la reconstrucción de un texto único, adoptando
como base manuscritos de procedencia diversa, para sustituir los textos
demasiado divergentes o incorrectos. De una recensión pueden provenir
manuscritos similares que reciben el nombre de “familias”.


[47] Ver Manuel de Tuya y José Salguero, Introducción a la Biblia, T. I, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1977, p. 418.


[48] La teoría de los “textos locales” fue formulada por F.M. Cross.
Según este estudioso de los Manuscritos del Mar Muerto, se pueden
agrupar los documentos escritos pertenecientes al Antiguo Testamento
hallados en las cuevas de las cercanías de Qumrán, a partir de 1947, en
tres grupos textuales hebreos: uno, difundido en Palestina; y otros dos,
el primero extendido en la diáspora de Babilonia; y el otro en la de
Egipto. Una de las razones de peso para explicar las distinciones entre
los textos es el aislamiento geográfico de las localidades donde se
emplearon. Cada “familia” textual presenta características propias que
permiten distinguirlos. Ver Frank Moore Cross, The Ancient Library of
Qumran, Fortress Press, Minneapolis 1995, pp. 138-140; Y del mismo autor
The Text Behind the Text of the Hebrew Bible, en Undertanding the Dead
Sea Scrolls, Ed. Hershel Shanks, Random House, New York 1992, pp.
139-155.


[49] Ver Manuel de Tuya y José Salguero, ob. Cit., T. I, p. 419.


[50] “Sanedrín” procede de un término griego que designa “asamblea”.
El Sanedrín” apareció en la historia de Palestina después del retorno de
un significativo núcleo de judíos procedentes del destierro de
Babilonia, en los siglos III/II antes de Cristo. Este aristocrático
senado fue la fuerza rectora del Estado teocrático que se restableció
tras aquel destierro, para reemplazar a la realeza desaparecida. El
Sanedrín legislaba bajo la luz de la Torá. La Ley de Yahvé fue
reconocida, primero por los Persas, y más tarde por los imperios
helénicos de Siria y Egipto, herederos de Alejandro Magno, y potencias
dominantes sobre Palestina, como “constitución de la
ciudad-estado-templo” de Jerusalén. El dominio secular y religioso del
Sanedrín se hizo extensivo a todo el pueblo de Judea, que era el
territorio de la “ciudad-estado”. En la época del dominio de los
Seléucidas, el “Consejo de los Ancianos de Judea”, el Sanedrín, obtuvo
del rey Antíoco los privilegios de “gobernar” a los judíos como “jefes
de la nación” y como “rectores del Templo”. En su primera condición
secular, al Sanedrín le correspondía administrar, hacer justicia y
dirigir al pueblo judío. Para los tiempos del Señor, este cuerpo tenía
una responsabilidad fundamentalmente religiosa. El Sanedrín estaba
compuesto por tres grupos de la sociedad judía: los sacerdotes; los
ancianos y los escribas. Ver P. Pierre Benoit, Pasión y Resurrección del
Señor, Ediciones FAX, Madrid 1971, pp. 48-49.


[51] Mishná, Aboth, I, 1.


[52] Emil Schürer, A History of The Jewish People in the time of
Jesus Christ, Vol II, Hendrickson Publishers, Massachusetts 1994, p. 10.


[53] Título designado a aquellos personajes judíos que habían
recibido una “sanción” u “ordenación” y que poseían “autoridad” para
estudiar y exponer las Leyes judías, contenidas fundamentalmente en la
Torah. A estas funciones se añadía la de juez. Etimológicamente “rabino”
quiere decir “mi señor”.


[54] Ver Ben Witherington III, The Jesus Quest. The Third Search for
the Jew of Nazareth, Intervarsity Press, Downers Grove 1995, p. 24.


[55] Flavio Josefo, Antigüedades Judías, XIII, X, 5.


[56] Ver Emil Schürer, lug. Cit.


[57] Ver Joachim Jeremias, Jerusalem in the time of Jesus, Fortress Press, Filadelfia 1975, p. 235.


[58] Ver John Bright, La Historia de Israel, Desclée de Brouwer,
Bilbao 1970, pp. 392-396; y Henri Cazelles, Historia política de Israel,
Ediciones Cristiandad, Madrid 1984, pp. 191-192.


[59] Ver Ob. Cit., p. 201.


[60] Ver Jr 36, 4, 18; 32.


[61] Ver Esr 7, 11; Neh 8, 9; 12, 26.


[62] Ver 2 Cro 17, 8-9.


[63] Ver 2Cro 35, 3; R. de Vaux, Instituciones del Antiguo Testamento, Herder, Barcelona 1985, p. 221 y 504.


[64] Ver Sir 39, 8-9: “Si el Soberano Señor quiere, le llenará de
espíritu de inteligencia. Él derramará como lluvia las palabras de su
sabiduría y en la oración alabará al Señor”.


[65] Ver Lc 11, 39-40.


[66] Ver John E. Stambaugh, David L. Balch, The New Testament in its
social environment, The Westminster Press, Filadelfia 1986, p. 99.


[67] Flavio Josefo, Vita, 9.


[68] Dinámica de estudio de la Sagrada Escritura por la cual se
trataba de hallar las partes legislativas en el texto bíblico,
especialmente la Torah, con el fin de encontrar nuevas reglas, sobre
todo de orden jurídico, que permitan resolver los problemas surgidos en
el contacto con las situaciones nuevas. Ver José Salguero, Introducción a
la Biblia, T. II, ob. Cit., p. 178.


[69] Joaquín Jeremías, ob. Cit., p. 233.


[70] D.A. Hagner, Scribes, en The International Standard Bible
Encyclopedia, T. IV, Ed. Geoffrey W. BromiLey, William B. Eerdmans
Publishing Company, Gran Rapids 1993, p. 361; Ver Joaquín Jeremías, ob.
Cit., p. 236.


[71] Ob. Cit. , p. 237-238.


[72] Ver Alfred Edersheim, Jewish Social Life, Hendrickson 1994, p. 122.


[73] Ver Florentino García Martínez y Julio Trebolle Barrera, Los hombres de Qumrán, Editorial Trotta, Madrid 1993, p. 230.


[74] Ob. Cit., p. 241.


[75] Ver Shaye Cohen, Ob. Cit., p. 218.


[76] Ver Hillel, en The International Standard Bible Encyclopedia, ob. Cit., T. II, p. 716.


[77] John Bright, ob. Cit., p. 416.


[78] Los “anawim” eran los humildes, los afligidos, los desterrados,
los pobres. Especialmente en el destierro dicho término adquirió
especial significado para identificar a los israelitas que se
mantuvieron fieles a Yahvé y sus preceptos. A pesar de la opresión
extranjera, los “anawim” eran los predilectos de Dios (Is 57, 15; 66,
2).


[79] Las “academias” de Nehardea y Sura, a orillas del Eúfrates, y
Nisibis, situada en el valle, fueron célebres en el mundo judío antiguo.
Posteriormente de estas escuelas se originó el “Talmud Babilónico” Ver
Emil Schurer, ob. Cit., T. II, p. 224-25.


[80] Ver Hillel, en The International Standard Bible Encyclopedia, ob. Cit., p. 716.


[81] Ver Everett Ferguson, Backgrounds of Early Christianity, ob.
Cit. pp. 463-464. La sentencia del rabino Gamaliel fue introducida en el
libro que recogía las oraciones que los judíos recitaban diariamente.


[82] Ver Ver Manuel de Tuya y José Salguero, ob. Cit., T. II, p. 180.


[83] La recopilación junto con los comentarios y adiciones del
Patriarca Judío no tuvieron la intención de constituirse en el “texto
autorizado” de las “Enseñanzas”. En un primer momento fue conocida como
“Mishná del rabino Judá Hanasi”, pero con el tiempo su difusión fue tan
completa que pasó a ser la “Mishná” autorizada.


[84] La Mishná hebrea (instrucciones). Consta de sesenta y tres
tratados llamados en hebreo "massekoth", acopiados en Tiberiades
alrededor del año 200 d. de C. Los tratados de la Mishná está compuesto
de sesenta y tres tratados que tratan de las opiniones de los sabios
sobre seis grandes temas: las leyes concernientes a los ciclos de la
agricultura; sobre los días santos y los festivales; sobre los derechos
de la propiedad; sobre el templo y las cosas santas; y sobre la impureza
y la purificación. La Mishná desarrolló tres doctrinas seminales del
judaísmo rabínico: la resurrección de los muertos, el origen divino de
la Torah (sea la de carácter escrito y la de carácter oral), y la
intervención de Dios en la existencia del hombre.


[85] Arameo es una lengua semítica emparentada con el hebreo. Para el
siglo IV a.C. el arameo había entrado con pie firme en Palestina. El
arameo se había convertido en la “lengua franca” de las naciones vecinas
a los israelitas. También fue el idioma oficial del imperio persa. Se
hizo imperioso que los judíos aprendieran a hablarlo. Al principio fue
un idioma secundario, hasta adquirir preeminencia gradual sobre el
hebreo. Éste, en cambio, fue transformándose en lenguaje para discursos y
composiciones religiosas. En la época del Señor era hablado y leído por
las personas cultas y en círculos religiosos (como los esenios). La
influencia “aramea” recayó también en la escritura. La hebrea del
pre-exilio fue reemplazada por los caracteres “cuadrados” posteriores,
tan familiares en la redacciones de Qumrán. Ver John Bright, ob. Cit. ,
p. 490-91.


[86] Contra Apión, 1, 7-8.


[87] S.R. Driver, An introduction to the literature of the Old Testament, International Theology Library, Edinburg 1961, p. VI.


[88] Nehemías fue copero del rey Artajerjes I, posición de gran
privilegio. Al recibir noticias de la decadencia material y espiritual
de Jerusalén, logró que el monarca persa lo nombrara gobernador de la
ciudad (443 d.C.). Al parecer, Nehemías reconstruyó las murallas de la
dilapidada ciudad. También logró el retorno de Esdras “el escriba”, para
que enseñara la Torah a los jerosolimitanos. El “libro de Nehemías”
constituye fundamentalmente un texto de sus memorias.


[89] Nehemías narra como Esdras, sacerdote y escriba, Leyó y explicó
la Ley de Moisés. Después de escucharlo, los judíos prometieron regresar
al cumplimiento de la Ley, que habían olvidado mientras duró el dominio
babilonio en Palestina. Ver Neh 8, 3.


[90] Esd 7; Neh 8.


[91] Ver Ver Frank Moore Cross, History of the biblical text, en
Qumran and the history of the Biblical text, ob. Cit., pp. 177-180.


[92] Lo que hacen las Biblias contemporáneas es reproducir un texto
único manuscrito (San Petersburgo o Alepo). La exigencia de fidelidad en
la reproducción lleva a copiar los errores del manuscrito, que son
señalados convenientemente para advertir la falta. Se renuncia a
establecer una edición “ecléctica” del texto masorético, asumiéndose que
de ese mismo manuscrito proceden los siguientes.


[93] Para su traducción al latín del Antiguo Testamento San Jerónimo utilizó la Recensión Rabínica de uso “común” en su época.




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