Godefroid Kurth
INTRODUCCIÓN
CUANDO se considera la historia de la humanidad en su
conjunto, se la contempla dividida en dos vertientes. Por un lado, está el mundo
antiguo, asentado en las tinieblas de la muerte; por el otro, el mundo moderno,
que vive a la luz del Evangelio. Este hecho es el más grande de la historia y
ningún otro puede comparársele.
La oposición entre estos dos mundos es nítida y brusca. No hay nada más
vivo, por decirlo así, que la arista de la línea de cumbres que los separa. No
es una evolución insensible y gradual que lleva a la humanidad el uno al otro,
sino una inspiración, una iniciativa trascendente que la hace pasar de golpe de
aquél a éste. Conocemos la fecha precisa de éste gran acontecimiento, y la hemos
adoptado como punto de partida de nuestra cronología. La era cristiana abre los
canales de una nueva creación y de una humanidad nueva.
¿Cuál es el principio vital de esta nueva creación? Es el nuevo ideal
traído al mundo por Jesucristo o, según la simplicidad del lenguaje evangélico,
es lo que el mismo Jesucristo llamó la Nueva Ley, mandatum novum. Depositada en
el seno de la humanidad a la manera de la levadura en la masa, también esta
comparación es Suya, ella produce la maravillosa fermentación que transforma sus
elementos más refractarios. Que la levadura trabaje y realice su obra: mientras
más actúe, más sustancial y nutritivo será el pan de la civilización.
El principio de la civilización cristiana es esencialmente opuesto al de
la sociedad antigua. Comparad estos dos mundos: más allá de las múltiples
analogías de la superficie, constataréis la irreducible antinomia de la idea
fundamental que les sirve de soporte. No se trata de una diferencia de
naturaleza., sino que se refiere a la cuestión más esencial y a los intereses
más vitales de la humanidad. Lo que distingue a las dos sociedades es la
respuesta que dan una y otra al problema de la existencia.
Este problema no ha sido jamás planteado en la Antigüedad en términos
formales; tampoco ella habría osado ni sabido resolverlo. En la práctica, sin
embargo, se le ha dado una mala solución. El cristianismo, en cambio, lo ha
planteado y resuelto de una manera triunfante.
¿Por qué está el hombre en el mundo y cuál es el fin de su existencia?
¿Es sólo el efímero espectador del cuadro de la creación, o el instrumento
inconsciente de alguna misión más alta que la suya, o el juguete lamentable de
las fuerzas ciegas que se disputan sus sentidos y su corazón? ¿En las
contradicciones que están en la raíz de su ser, y en su infinita aptitud para el
sufrimiento, es como el aborto del mundo y el juguete de una ilusión eterna?
¿Tiene un porvenir que conquistar, un fin que alcanzar; valen tales fines y
perspectivas el esfuerzo que le cuestan ? O bien, no es sino una combinación
fortuita y lamentable de elementos asociados durante algún tiempo en la
comunidad de goces y de sufrimientos, para ser en seguida disociados y
reconstruidos más tarde en el ciclo eterno de la implacable fatalidad? El
cristianísimo responde a estas interrogaciones con nitidez y certeza absolutas.
El hombre no es el hijo del azar. Es la criatura de Dios. Dios lo ha
hecho revivir de la creación. Le ha dado una razón para conocerlo, un corazón
para amarlo, una voluntad para conformarse a la suya. Ha abierto ante sus pasos
la vía que debe seguir, le ha enseñado la ley que debe observar, le ha prometido
una felicidad eterna como premio de su fidelidad en el servicio. En otros
términos, ha hecho de la fidelidad del hombre al Sumo Bien la condición
indefectible de su eterno gozo.
Eso es lo que enseña el cristianísimo y en esta promesa de felicidad se
le aproximan todas las religiones y todas las filosofías. Impotentes para
elevarse como él hasta las altas fuentes inmaculadas de donde brota la felicidad
verdadera del género humano, vuelan con sus alas, en la común aspiración a la
felicidad. Le prometen a los hombres, pero no la entienden como la religión
cristiana. El bien en el cual hacen esperar no tiene ninguna cualidad que
garantice esa felicidad: no es absoluto, no es eterno, no es puro. Es un
conjunto de goces que no superan la duración del tiempo, ni las fronteras de la
tierra ni el alcance de la naturaleza. En una palabra, no es la felicidad sino
el placer. Placer de orden elevado cuando, en el caso de las grandes almas,
consiguen la embriaguez de la gloria: placer de orden bajo Y vulgar en la
multitud, que se limita al goce grosero de los sentidos. De todos modos, sea
intelectual o material, no es sino la sombra o, mejor dicho, la apariencia de la
felicidad. Es este placer, sin embargo, y sólo él, aquél que la Antigüedad ha
tenido el valor de prometer a los hombres y de procurar a algunos, no se ha
entendido otra cosa cuando se hablaba de la "felicidad romana", esa ficción tan
querida a los hombres de Estado del Imperio de los Césares.
Era necesario un complicado mecanicismo para realizar esta precaria
felicidad. Era necesario poner en común las facultades de todos los hombres y
depositarlas entre las manos de un ser producido por su colectividad y que se
llamaba Estado. Revestido de todo el poder y de todos los derechos que, de otro
modo, habrían residido en cada uno de sus miembros, el Estado se encargaba de
procurar a éstos toda la suma de placeres que constituía su ideal de felicidad.
Esta se concentraba en dos objetivos: ocio y voluptuosidad. Comer el pan sin
trabajar y pasar el tiempo en las diversiones, tal era, bajo una forma vulgar y
exacta a la vez, el máximo de felicidad tal como lo concebía el Estado antiguo.
Era poco, y, sin embargo, para cuán pocos hombres era esta ínfima
felicidad! Fatalmente no podía ser sino la porción de una minoría. Si el hombre
vive sin trabajar, obliga a los otros a trabajar para él; si vive en el placer,
le es necesario todo un pueblo para su diversión. Hay legiones de esclavos de
todo género para procurar pan y placer a los favorecidos por el Estado; el
paraíso terrestre de los elegidos tenía por correlativo el infierno terrestre de
las multitudes. Pero, por lo menos, los elegidos estarían seguros, a este
precio, de tener su felicidad? Lejos de eso: morían de disgusto y de hastío.
Pues tal es la fatalidad providencial ligada al abuso de los placeres
terrestres. El placer tomado como fin es un dios cruel que devora a sus
adoradores. En medio de la voluptuosidad, los felices de este mundo se sentían
estrangulados por el genio de la muerte agazapado en sus alegrías envenenadas.
Veían en torno suyo agotarse todas las fuentes de prosperidad alimentadas por el
sudor sagrado del trabajo. El Imperio era defendido solamente por los bárbaros,
los esclavos eran los únicos que realizaban los trabajos públicos, los campos
abandonados no producían. Las filas de la Población humana se raleaban de una
manera espantable. La felicidad, tal como la entendía el mundo antiguo, no era
sino el lento suicidio de la sociedad. De este modo brotaba el infortunio de la
raíz misma de una civilización que había prometido a los suyos el goce
terrestre.
La bienaventuranza que el cristianismo promete al hombre presenta un
conjunto de caracteres radicalmente opuestos a los de la felicidad romana.
Aquella consiste en el disfrute del Bien supremo, es decir, en la unión con
Dios. Es por lo tanto perfecta como el Bien que le sirve de principio,
indefectible, eterna, al alcance de todos, con la única condición de la
obediencia a la Ley de amor: amar a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo
como a sí mismo. La felicidad pagana es posible sin la tristeza obligatoria de
la mayoría del género humano. El cristiano no puede ser verdaderamente feliz si
no hace partícipes de su alegría a sus semejantes y los hace tales directamente
por la práctica cotidiana de la caridad, e indirectamente por la mortificación y
el trabajo. Al mortificarse, emancipa a los esclavos de sus voluptuosidades; al
trabajar, produce una riqueza que aumenta el bienestar ajeno estima el principio
de la sociedad cristiana, sociedad de hermanos; por principio, la sociedad
pagana es una sociedad de esclavos. No basta conocer la diferencia o, mejor
dicho, la oposición de los dos principios. Es necesario ver la forma en que el
principio cristiano ha podido implantarse en la sociedad humana, a pesar de la
violencia que hace a la naturaleza, cómo ha podido conservarse a pesar de la
guerra encarnizada de las pasiones, cómo ha llegado a ser el guía y la ley de la
mejor parte del género humano. A qué se debe el que la palabra que ha promulgado
la Nueva Ley domine siempre el desarrollo de nuestra civilización, como un ideal
proclamado incluso por aquellos que lo desconocen, en tan lento que otras
palabras doradas, caídas de los labios de los sabios antiguos han sufrido el
destino de esos perfumes deliciosos por alguna flor de lujo, que después de
haber aromatizado el ambiente, se disipan y desvanecen en el aire sin dejar mas
que su recuerdo. La fe cristiana nos responde que esa palabra es una palabra
divina y que las palabras de Jesucristo, según su promesa, no pasaran. Pero no
está prohibido al fiel que quiere tomar conciencia de su fe el estudio de la
manera cómo la Providencia ha garantizado a su Verbo la indefectible autoridad
que cae debe tener sobre los hombres. Si el cristianismo ha sido algo más que
una sublime doctrina filosófica, si ha sido un principio de vida y de acción que
ha penetrado, conmovido y transformado el mundo, es porque ha sido puesto en las
condiciones necesarias para vivir y perpetuarse sobre la tierra. Ha sido
encarnado, esto es, revestido de un cuerpo que le ha sido unido sustancialmente,
como a su alma, y que es el agente de su acción trascendente: es la Iglesia.
La Iglesia es el, organismo potente e
incorruptible que ha sido creado para constituir, en el seno de la humanidad, el
depósito de la vida divina del cristianismo, para distribuirla y renovarla en su
fuente. La Iglesia ha sido creada perfecta, pues, para cumplir su misión debía
tener en sí misma su principio de vida; soberana, para no ser entrabada por
nadie; universal, para poder comprender a todos los hombres; eterna, para
abrazar a todas las generaciones. En ella y por ella el género humano realiza su
misión sobrenatural, que es la conquista y el disfrute del Bien supremo. La
Iglesia retira al Estado la dirección de la vida moral, dejándole, por lo demás
una parte bastante codiciada y que éste se ha atribuido siempre: le abandona la
tierra, que es su ambición, y le quita el cielo, del cual aquél no se preocupa.
El Estado es la sociedad de los cuerpos, la Iglesia será la sociedad de las
almas: aquél es el Reino de los hombres, éste será el reino de Dios. La Iglesia
no declara la guerra, sino que tiende la mano. Si el Estado la ayuda, aquélla,
lo bendice; si respeta su libertad, ella no pide más; pero, si pretende violar
esa libertad, la Iglesia prefiere derramar su sangre antes que consentir, pues
ésta es su misión y de ella no puede abdicar. Ha recibido la orden de enseñar a
todas las naciones; es responsable frente a Dios por la salvación de la
humanidad, y cualquier hombre tiene el derecho de pedirle cuentas.
¿Cómo ha cumplido la Iglesia su misión? ¿Ha tenido, en el curso de
diecinueve siglos que han transcurrido, la inteligencia de los múltiples y
cambiantes problemas que se han planteado frente a ella ¿Ha sabido, como el
padre de familia del Evangelio, sacar de su tesoro las verdades eternas que no
admiten transacción, y las nuevas aplicaciones que varían según la diversidad de
momentos y lugares que allá podido hablar su lengua en todos los símbolos
atravesados, se ha familiarizado con el envío de todos los pueblos encontrados
en la ruta? ¿Ha sido, ha seguido siendo en verdad la sociedad eterna y universal
que contiene en su matriz toda la civilización, o no Será sino una de las formas
efímeras en las cuales el género humano encarna, en un momento dado, sus
aspiraciones eternamente cambiantes? Tal es la pregunta que se tratará de
responder en los capítulos que siguen.
El espectáculo que pasará ante nuestros ojos es grande; me atrevo a decir
que no hay otro más grande e instructivo en la historia. No quiero prejuzgar sus
enseñanzas, pero desde luego, ¿quién podrá dudar de su magnitud y de su
elocuencia? Aquéllas hablarán bastante alto para que me sea lícito esperar que
serán comprendidas con un pequeño esfuerzo de atención. Nuestra ambición será
más modesta y más alta, a la vez, que la de Pitágoras, que creía oír la armonía
producida por la circulación eterna de las esferas del mundo. Trataremos de oír
la voz que sale de los grandes fenómenos de la historia y que es, en cierta
medida, la voz de Dios.
conjunto, se la contempla dividida en dos vertientes. Por un lado, está el mundo
antiguo, asentado en las tinieblas de la muerte; por el otro, el mundo moderno,
que vive a la luz del Evangelio. Este hecho es el más grande de la historia y
ningún otro puede comparársele.
La oposición entre estos dos mundos es nítida y brusca. No hay nada más
vivo, por decirlo así, que la arista de la línea de cumbres que los separa. No
es una evolución insensible y gradual que lleva a la humanidad el uno al otro,
sino una inspiración, una iniciativa trascendente que la hace pasar de golpe de
aquél a éste. Conocemos la fecha precisa de éste gran acontecimiento, y la hemos
adoptado como punto de partida de nuestra cronología. La era cristiana abre los
canales de una nueva creación y de una humanidad nueva.
¿Cuál es el principio vital de esta nueva creación? Es el nuevo ideal
traído al mundo por Jesucristo o, según la simplicidad del lenguaje evangélico,
es lo que el mismo Jesucristo llamó la Nueva Ley, mandatum novum. Depositada en
el seno de la humanidad a la manera de la levadura en la masa, también esta
comparación es Suya, ella produce la maravillosa fermentación que transforma sus
elementos más refractarios. Que la levadura trabaje y realice su obra: mientras
más actúe, más sustancial y nutritivo será el pan de la civilización.
El principio de la civilización cristiana es esencialmente opuesto al de
la sociedad antigua. Comparad estos dos mundos: más allá de las múltiples
analogías de la superficie, constataréis la irreducible antinomia de la idea
fundamental que les sirve de soporte. No se trata de una diferencia de
naturaleza., sino que se refiere a la cuestión más esencial y a los intereses
más vitales de la humanidad. Lo que distingue a las dos sociedades es la
respuesta que dan una y otra al problema de la existencia.
Este problema no ha sido jamás planteado en la Antigüedad en términos
formales; tampoco ella habría osado ni sabido resolverlo. En la práctica, sin
embargo, se le ha dado una mala solución. El cristianismo, en cambio, lo ha
planteado y resuelto de una manera triunfante.
¿Por qué está el hombre en el mundo y cuál es el fin de su existencia?
¿Es sólo el efímero espectador del cuadro de la creación, o el instrumento
inconsciente de alguna misión más alta que la suya, o el juguete lamentable de
las fuerzas ciegas que se disputan sus sentidos y su corazón? ¿En las
contradicciones que están en la raíz de su ser, y en su infinita aptitud para el
sufrimiento, es como el aborto del mundo y el juguete de una ilusión eterna?
¿Tiene un porvenir que conquistar, un fin que alcanzar; valen tales fines y
perspectivas el esfuerzo que le cuestan ? O bien, no es sino una combinación
fortuita y lamentable de elementos asociados durante algún tiempo en la
comunidad de goces y de sufrimientos, para ser en seguida disociados y
reconstruidos más tarde en el ciclo eterno de la implacable fatalidad? El
cristianísimo responde a estas interrogaciones con nitidez y certeza absolutas.
El hombre no es el hijo del azar. Es la criatura de Dios. Dios lo ha
hecho revivir de la creación. Le ha dado una razón para conocerlo, un corazón
para amarlo, una voluntad para conformarse a la suya. Ha abierto ante sus pasos
la vía que debe seguir, le ha enseñado la ley que debe observar, le ha prometido
una felicidad eterna como premio de su fidelidad en el servicio. En otros
términos, ha hecho de la fidelidad del hombre al Sumo Bien la condición
indefectible de su eterno gozo.
Eso es lo que enseña el cristianísimo y en esta promesa de felicidad se
le aproximan todas las religiones y todas las filosofías. Impotentes para
elevarse como él hasta las altas fuentes inmaculadas de donde brota la felicidad
verdadera del género humano, vuelan con sus alas, en la común aspiración a la
felicidad. Le prometen a los hombres, pero no la entienden como la religión
cristiana. El bien en el cual hacen esperar no tiene ninguna cualidad que
garantice esa felicidad: no es absoluto, no es eterno, no es puro. Es un
conjunto de goces que no superan la duración del tiempo, ni las fronteras de la
tierra ni el alcance de la naturaleza. En una palabra, no es la felicidad sino
el placer. Placer de orden elevado cuando, en el caso de las grandes almas,
consiguen la embriaguez de la gloria: placer de orden bajo Y vulgar en la
multitud, que se limita al goce grosero de los sentidos. De todos modos, sea
intelectual o material, no es sino la sombra o, mejor dicho, la apariencia de la
felicidad. Es este placer, sin embargo, y sólo él, aquél que la Antigüedad ha
tenido el valor de prometer a los hombres y de procurar a algunos, no se ha
entendido otra cosa cuando se hablaba de la "felicidad romana", esa ficción tan
querida a los hombres de Estado del Imperio de los Césares.
Era necesario un complicado mecanicismo para realizar esta precaria
felicidad. Era necesario poner en común las facultades de todos los hombres y
depositarlas entre las manos de un ser producido por su colectividad y que se
llamaba Estado. Revestido de todo el poder y de todos los derechos que, de otro
modo, habrían residido en cada uno de sus miembros, el Estado se encargaba de
procurar a éstos toda la suma de placeres que constituía su ideal de felicidad.
Esta se concentraba en dos objetivos: ocio y voluptuosidad. Comer el pan sin
trabajar y pasar el tiempo en las diversiones, tal era, bajo una forma vulgar y
exacta a la vez, el máximo de felicidad tal como lo concebía el Estado antiguo.
Era poco, y, sin embargo, para cuán pocos hombres era esta ínfima
felicidad! Fatalmente no podía ser sino la porción de una minoría. Si el hombre
vive sin trabajar, obliga a los otros a trabajar para él; si vive en el placer,
le es necesario todo un pueblo para su diversión. Hay legiones de esclavos de
todo género para procurar pan y placer a los favorecidos por el Estado; el
paraíso terrestre de los elegidos tenía por correlativo el infierno terrestre de
las multitudes. Pero, por lo menos, los elegidos estarían seguros, a este
precio, de tener su felicidad? Lejos de eso: morían de disgusto y de hastío.
Pues tal es la fatalidad providencial ligada al abuso de los placeres
terrestres. El placer tomado como fin es un dios cruel que devora a sus
adoradores. En medio de la voluptuosidad, los felices de este mundo se sentían
estrangulados por el genio de la muerte agazapado en sus alegrías envenenadas.
Veían en torno suyo agotarse todas las fuentes de prosperidad alimentadas por el
sudor sagrado del trabajo. El Imperio era defendido solamente por los bárbaros,
los esclavos eran los únicos que realizaban los trabajos públicos, los campos
abandonados no producían. Las filas de la Población humana se raleaban de una
manera espantable. La felicidad, tal como la entendía el mundo antiguo, no era
sino el lento suicidio de la sociedad. De este modo brotaba el infortunio de la
raíz misma de una civilización que había prometido a los suyos el goce
terrestre.
La bienaventuranza que el cristianismo promete al hombre presenta un
conjunto de caracteres radicalmente opuestos a los de la felicidad romana.
Aquella consiste en el disfrute del Bien supremo, es decir, en la unión con
Dios. Es por lo tanto perfecta como el Bien que le sirve de principio,
indefectible, eterna, al alcance de todos, con la única condición de la
obediencia a la Ley de amor: amar a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo
como a sí mismo. La felicidad pagana es posible sin la tristeza obligatoria de
la mayoría del género humano. El cristiano no puede ser verdaderamente feliz si
no hace partícipes de su alegría a sus semejantes y los hace tales directamente
por la práctica cotidiana de la caridad, e indirectamente por la mortificación y
el trabajo. Al mortificarse, emancipa a los esclavos de sus voluptuosidades; al
trabajar, produce una riqueza que aumenta el bienestar ajeno estima el principio
de la sociedad cristiana, sociedad de hermanos; por principio, la sociedad
pagana es una sociedad de esclavos. No basta conocer la diferencia o, mejor
dicho, la oposición de los dos principios. Es necesario ver la forma en que el
principio cristiano ha podido implantarse en la sociedad humana, a pesar de la
violencia que hace a la naturaleza, cómo ha podido conservarse a pesar de la
guerra encarnizada de las pasiones, cómo ha llegado a ser el guía y la ley de la
mejor parte del género humano. A qué se debe el que la palabra que ha promulgado
la Nueva Ley domine siempre el desarrollo de nuestra civilización, como un ideal
proclamado incluso por aquellos que lo desconocen, en tan lento que otras
palabras doradas, caídas de los labios de los sabios antiguos han sufrido el
destino de esos perfumes deliciosos por alguna flor de lujo, que después de
haber aromatizado el ambiente, se disipan y desvanecen en el aire sin dejar mas
que su recuerdo. La fe cristiana nos responde que esa palabra es una palabra
divina y que las palabras de Jesucristo, según su promesa, no pasaran. Pero no
está prohibido al fiel que quiere tomar conciencia de su fe el estudio de la
manera cómo la Providencia ha garantizado a su Verbo la indefectible autoridad
que cae debe tener sobre los hombres. Si el cristianismo ha sido algo más que
una sublime doctrina filosófica, si ha sido un principio de vida y de acción que
ha penetrado, conmovido y transformado el mundo, es porque ha sido puesto en las
condiciones necesarias para vivir y perpetuarse sobre la tierra. Ha sido
encarnado, esto es, revestido de un cuerpo que le ha sido unido sustancialmente,
como a su alma, y que es el agente de su acción trascendente: es la Iglesia.
La Iglesia es el, organismo potente e
incorruptible que ha sido creado para constituir, en el seno de la humanidad, el
depósito de la vida divina del cristianismo, para distribuirla y renovarla en su
fuente. La Iglesia ha sido creada perfecta, pues, para cumplir su misión debía
tener en sí misma su principio de vida; soberana, para no ser entrabada por
nadie; universal, para poder comprender a todos los hombres; eterna, para
abrazar a todas las generaciones. En ella y por ella el género humano realiza su
misión sobrenatural, que es la conquista y el disfrute del Bien supremo. La
Iglesia retira al Estado la dirección de la vida moral, dejándole, por lo demás
una parte bastante codiciada y que éste se ha atribuido siempre: le abandona la
tierra, que es su ambición, y le quita el cielo, del cual aquél no se preocupa.
El Estado es la sociedad de los cuerpos, la Iglesia será la sociedad de las
almas: aquél es el Reino de los hombres, éste será el reino de Dios. La Iglesia
no declara la guerra, sino que tiende la mano. Si el Estado la ayuda, aquélla,
lo bendice; si respeta su libertad, ella no pide más; pero, si pretende violar
esa libertad, la Iglesia prefiere derramar su sangre antes que consentir, pues
ésta es su misión y de ella no puede abdicar. Ha recibido la orden de enseñar a
todas las naciones; es responsable frente a Dios por la salvación de la
humanidad, y cualquier hombre tiene el derecho de pedirle cuentas.
¿Cómo ha cumplido la Iglesia su misión? ¿Ha tenido, en el curso de
diecinueve siglos que han transcurrido, la inteligencia de los múltiples y
cambiantes problemas que se han planteado frente a ella ¿Ha sabido, como el
padre de familia del Evangelio, sacar de su tesoro las verdades eternas que no
admiten transacción, y las nuevas aplicaciones que varían según la diversidad de
momentos y lugares que allá podido hablar su lengua en todos los símbolos
atravesados, se ha familiarizado con el envío de todos los pueblos encontrados
en la ruta? ¿Ha sido, ha seguido siendo en verdad la sociedad eterna y universal
que contiene en su matriz toda la civilización, o no Será sino una de las formas
efímeras en las cuales el género humano encarna, en un momento dado, sus
aspiraciones eternamente cambiantes? Tal es la pregunta que se tratará de
responder en los capítulos que siguen.
El espectáculo que pasará ante nuestros ojos es grande; me atrevo a decir
que no hay otro más grande e instructivo en la historia. No quiero prejuzgar sus
enseñanzas, pero desde luego, ¿quién podrá dudar de su magnitud y de su
elocuencia? Aquéllas hablarán bastante alto para que me sea lícito esperar que
serán comprendidas con un pequeño esfuerzo de atención. Nuestra ambición será
más modesta y más alta, a la vez, que la de Pitágoras, que creía oír la armonía
producida por la circulación eterna de las esferas del mundo. Trataremos de oír
la voz que sale de los grandes fenómenos de la historia y que es, en cierta
medida, la voz de Dios.
LA IGLESIA Y LOS JUDÍOS
EN el presente capítulo trataré de contestar esta
pregunta: ¿Cómo ha llegado el cristianismo a ser una religión universal? A
primera vista, parecería que no cabe tal pregunta. No hay duda, en efecto, para
nosotros los modernos, de que el cristianismo es por esencia la religión del
género humano, y que, habiendo recibido por misión el predicar el Evangelio a
toda criatura, le es imposible evitar esta tarea, bajo pena de perecer. Pero
estas consideraciones, que satisfacen la fe del fiel, no bastan para la
curiosidad del historiador. Lo que a éste interesa no es sólo el término al cual
se ha llegado, sino el camino seguido. Así pues, la pregunta con la que
encabezamos estas líneas se reduce a esta otra: ¿Cuáles han sido los obstáculos
que impedían al cristianismo llegar a ser una religión universal? ¿Y de qué modo
ha llegado a triunfar sobre aquellos?
El gran obstáculo, mejor dicho, el peligro supremo que corrió la Iglesia
en sus primeros años consistió en su ignorancia con respecto a la actitud que
debía tomarse frente la Ley Antigua y a Israel. Este problema ha sido resuelto
por los siglos en forma decisiva y un niño comprende hoy la solución. Entre
Israel reprobado, encerrado en su sinagoga, y el pueblo de Dios, agrupado
alrededor de la Iglesia, nada hay de común. Pero ocurrió algo muy diverso en el
momento en que la Iglesia nació. Un solo cristiano imaginó que Israel era el
pueblo de la reprobación y, los Apóstoles a la cabeza, continuaron
considerándolo como el pueblo de Dios, judíos de nacimiento y fieles a la ley de
Moisés veían en el cristianismo el condimento de ésta, y en la, Iglesia, la
magnífica flor que venía a coronar el tronco fecundo de Jesús.
¿Cómo se habría podido creer otra cosa? Desde hacía siglos, Israel
esperaba al Mesías que debía, según la promesa de los profetas, establecer, el
reino de Dios y hacer reinar sobre la tierra la justicia y la paz. Que este
reino fuera de orden temporal, corno lo creían la: mayor parte de los judíos, o
espiritual, como lo admitieron los cristianos desde el principio, no tenía
importancia: Lo que era cierto para todos era que sería el reino de Israel. ¿No
era el pueblo de Israel el que había recibido las promesas divinas? ¿No se había
anunciado a Abraham, que su posteridad sería numerosa como las estrellas del
cielo, y a David que Dios había hecho un pacto con su casa, y que de ella
saldría el Deseado de las Naciones? ¿No era acaso Israel el guardián de la Ley,
de esa Ley de la cual decía el Cristo que había venido a cumplir y no a abrogar?
¿No había dicho El que había venido primeramente a las ovejas extraviadas de la
casa de Israel, y no había recomendado a sus apóstoles comenzar la predicación
del Evangelio entre los judíos?
Así pues, en el pensamiento de los hombres de esa época, la Iglesia no
era otra cosa que una dilatación de Israel, una nueva eflorescencia de Jacob. La
Iglesia era judía: judío su fundador divino, judíos los apóstoles y discípulos,
y judíos los primeros convertidos. ¡Los tres mil hombres que San Pedro bautizó
el día de Pentecostés en Jerusalén eran judíos de la dispersión! Y cuando les
decía: "Sabed, casa de Israel que ese Jesús a quien habéis crucificado ha sido
hecho por Dios vuestro Señor y su Cristo" se dirigía exclusivamente a los
judíos. Y más tarde, cuando los Apóstoles y discípulos llevaron el Evangelio
fuera de Judea, no se metían sino en las ciudades en que habían judíos, llegaban
hasta los barrios en que éstos habitaban, frecuentaban las sinagogas y allí
anunciaban a todos que el Mesías de los profetas había venido y que era Jesús de
Nazareth. En una palabra, en todas partes, en Jerusalén como en el resto del
mundo, la Iglesia hundía sus raíces en la sinagoga, y las primeras cristiandades
no fueron otra cosa que Juderías.
No es que esta Iglesia cristiana de nacionalidad judía quisiera cerrar
sus puertas a los gentiles. Por el contrario, soñaba con estrechar entre sus
brazos a todos los pueblos de la tierra, para seguir las órdenes de Cristo. Ni
el mismo pueblo judío llegó nunca a practicar frente al resto del género humano
ese aislamiento absoluto que le atribuyen historiadores mal informados. En todo
tiempo trabajó por conquistar para su fe a los hijos de otros pueblos; y su
proselitismo era activo y sincero. El mismo Evangelio da testimonio de ello en
estos términos: "Malditos seáis, vosotros, escribas y fariseos, que recorréis
mares y tierras para hacer un solo prosélito Y, cuando lo habéis conquistado
hacéis de él un hijo de la Gehenna, en proporción doble que la vuestra" (Mt
23, 15).
El pueblo de Israel estaba pues rodeado de una multitud de prosélitos.
Unos se llamaban "prosélitos de la puerta" porque no podían franquear sino la
puerta del primer atrio del templo de Jerusalén: eran los que reconocían al
verdadero Dios, se abstenían de toda idolatría y practicaban los siete preceptos
de la ley natural. Los otros, llamados "prosélitos de la justicia", eran los que
habían abrazado enteramente la religión judía y se obligaban a observar todos
sus preceptos sin excepción. Iniciados por el rito de la circuncisión, tenían
los mismos derechos y deberes que los israelitas de nacimiento.
En suma, para ser servidores del verdadero Dios, los prosélitos debían,
si se me permite una expresión moderna, hacerse naturalizar judíos: tal era la
condición absoluta. Los prosélitos de la justicia, en virtud de la circuncisión,
tenían su patente de naturalización: formaban en adelante parte no sólo de la
Sinagoga, sino también de la nación judía. Los prosélitos de la puerta,
iniciados de una manera mas incompleta, estaban por eso siendo excluidos de la
participación en el templo. Este les estaba cerrado; eran si los protegidos o
clientes de Israel, o, si se quiere, judíos de' segunda 'categoría. En una
palabra, sin contestar a ningún ser -viviente el derecho de adorar al Dios,
verdadero Israel-entendía que cada uno de los adoradores debía-, de algún modo,
recibir de él la investidura, haciéndose judío en la medida en que quisiera
gozar de sus derechos. El pueblo judío Consideraba que él formaba la familia de
los verdaderos servidores de Dios el núcleo central, el grupo de élite: Creía
ser para el resto de la humanidad lo que en su propio seno era Leví, la raza
enarcada Para siempre con el sello de la predilección, la tribu sacerdotal que
era como intermediaria entre Dios y el hombre.
Tal era el punto de vista judío, transportado por los primeros
cristianos, judíos de nacimiento, al cristianismo. Veían en la Iglesia una
Sinagoga de orden superior a la que Dios había revelado el oscuro sentido de las
profecías, pero en definitiva una Sinagoga a la cual no se podía entrar sin ser
miembro.- por nacimiento o por adopción del pueblo de Israel; Ahora bien, me
pregunto, ¿era el medio justo para que los pueblos abrazaran el Evangelio? ¿El
pedirles que, se despojaran de su nacionalidad a la vez que de su culto? Hoy
día, en que vemos el perjuicio causado al apostolado católico y al progreso del
Evangelio por las susceptibilidades nacionales, a menudo muy fundadas, es
posible que nos figuremos lo que habría sucedido si entonces se hubiera impuesto
a las naciones la humillación más insoportable de todas, la de renegar de sí
mismas. Me permitiré un ejemplo. Si, hoy día, los pueblos que deseamos ver
reintegrados a. la unidad de la fe, los luteranos de Alemania, los anglicanos de
Inglaterra, los cismáticos rusos, tuvieran, para poder ser católicos, que
hacerse franceses ¿creéis que esto apresuraría su conversión y que habría
oportunidad de verlos profesar nuestra fe? Y, sin embargo, Francia es una nación
grande y gloriosa, que goza del respeto de todos, aún de los que la odian, en
tanto que los judíos eran un pueblo pequeño, universalmente despreciados, objeto
de odio para todo el género humano, como dice Tácito, y del cual se contaban
historietas repugnantes. Renunciar a la calidad de griego o de romano para
hacerse judío, hubiera sido no solamente abjurar de las tradiciones nacionales,
sino precipitarse jovialmente en el oprobio y en el ridículo, disfrazándose de
natural de un pueblo proscrito, por decirlo así, de la civilización.
He aquí por qué Israel era un obstáculo a la propagación del Evangelio,
por Su pretensión a la hegemonía en el Reino de Dios. En tanto que se
interpusiera entre el Salvador y el género humano, éste se desviaría del
Salvador. Esto es evidente para nosotros, modernos, que miramos esta época a una
distancia necesaria para verla bien, y que tenemos una libertad de espíritu
suficiente para razonar con justicia. Pero no estaban en esta situación los
cristianos o judíos que vivían en medio de los acontecimientos en formación, sin
poder adivinar su sentido. A menos de ser profetas, ¿cómo habrían podido
preverlo? Y, a menos de tener una revelación especial. ¿Cómo habrían osado
elegir una línea de conducta? Los Apóstoles no tenían luz sobre este grave
problema. El Evangelio no les suministraba la solución. Eran hijos de Israel y
no debían dar lugar a la calumnia: ¿podían en tales condiciones, ser otra cosa
que buenos patriotas y fieles observantes de la Ley de Moisés? Y esto es lo que
fueron todos. El tipo más acabado de un verdadero judío, el que todo el pueblo
veneraba y se complacía en llamarle "el Justo", era precisamente un apóstol, un
pariente de Jesús, Santiago el Menor. Ciertamente no era posible que tales
hombres adivinaran el peligro corrido por la Iglesia en el abrazo mortal del
judaísmo; ni menos era posible que ellos, rompieran el lazo que parecía ligarla
para siempre a la Sinagoga.
Humanamente, la Iglesia se halaba, pues en un impasse. Seguía siendo una
religión nacional y no se convertía en religión universal. Era y sería un
fenómeno de la historia interior del judaísmo, una revolución religiosa que
apasionaría sólo a los judíos, y que no atraería sino una curiosidad del resto
del mundo. Los paganos no sabían sobre ella sino lo que decían un Suetonio o un
Tácito, a saber que un pequeño pueblo, entregado por su fanatismo a la
execración de la humanidad, había entrado en ebullición a causa de las novedades
que predicaba en su seno un tal Chrestus, y que, para poner fin a estos
disturbios, se expulsó de Roma a los judíos.
En este momento sucedió la escena
extraordinaria de la cual los "Hechos de los Apóstoles" nos dan un relato
detallado. Le permito reproducir la página sagrada: la historia le cristianismo
no tiene otra que sea tan fatídica.
Había en la ciudad de Cesárea, en Palestina, un centurión -del ejército
romano, llamado Cornelio. Era un hombre justo y temeroso de Dios. Un día se le
apareció un ángel, diciéndole que sus oraciones eran agradables al Señor y que
debía hacer venir a un cierto Simón Pedro, que vivía entonces en Joppé, en la
casa de un zurrador, junto al mar. Cornelio obedeció y envió tres hombres para
ir en busca del apóstol. Dejo, la palabra al texto inspirado:
"9. Al día siguiente, iban caminando y se aproximaron a la ciudad. Pedro
subió a lo alto de la casa, hacia la hora de sexta para orar.
10. Enseguida, teniendo hambre, pidió de corner. Mientras se le preparaba
la comida, fue de pronto arrebatado en espíritu.
11. Vio el cielo abierto y una cosa como un mantel grande suspendido por
sus cuatro puntas, y que bajaba del cielo a la tierra.
12. En este mantel había toda suerte de animales, reptiles de la tierra y
aves del cielo.
13. Al mismo tiempo oyó una voz que le decía: Pedro, levántate-y mata v
come.
14. San Pedro respondió: No haré tal cosa, Señor, pues jamás he comido
cosa impura e inmunda.
15. La voz le dijo de nuevo: No llames impuro lo que Dios ha purificado.
16. Esto se repitió tres veces: y enseguida el mantel fue retirado al
cielo.
17. Mientras Pedro se afanaba por entender la visión que había tenido,
los hombres que habían sido enviados por Cornelio buscaban la casa de Simón y
vinieron a la puerta.
18. Y habiendo llamado a uno, preguntaron si se alojaba allí Simón,
sobrenombrado Pedro.
19. Como Pedro estaba ocupado en su visión, el Espíritu le dijo: Allí hay
tres hombres que te buscan.
20. Levántate, desciende y anda con ellos sin vacilar, pues yo los he
enviad- (Hechos, X).
Pedro, obediente al Espíritu Santo, acompañó a los mensajeros a Cesárea,
donde bautizó a Cornelio v a toda su familia. Por vez primera habla en la
Iglesia un gentil que no había pasado por la Sinagoga.
La visión de San Pedro es la solución divina del punzante problema. Bajo
una expresiva forma simbólica, ella proclama que la ley antigua no es ya
obligatoria para los cristianos y que, en consecuencia, se puede ser cristiano
sin ser judío. La Iglesia no será una comunidad de la nación israelita, sino que
será una sociedad internacional, donde se encontrarán fraternalmente, sin
distinción de rito ni de raza, el judío y el gentil, el amo y el esclavo, el
pobre y el rico. En vano se promete. Israel el primer rango, en el reino de
Dios; Israel puede desaparecer sin dejar un vacío; su misión ha terminado y su
lugar será ocupado en adelante por un Israel espiritual compuesto por todos los
fieles.
Se comprende la emoción de Jerusalén ante la nueva del bautismo de
Cesárea. San Pedro fue interpelado y se explicó: Expuso que había actuado por
orden del Señor, y sus contradictores callaron. Los fieles se repetían entre sí:
El Señor ha acordado incluso a los gentiles la penitencia y la salvación".
Podía parecer, después de eso, que las dificultades habían terminado y
que en la iglesia, orientada en adelante por la mano del mismo Dios, terminaría
toda discusión y toda vacilación. Pero esto sería desconocer las pasiones
doctrinarias. Aquellos cristianos que colocaban su patriotismo por encima de su
fe cristiana no renunciaron a su idea favorita del privilegio de Israel. Esta
doctrina formaba parte y por decirlo así, de su carne y de su sangre; era uno de
los elementos constitutivos de su fe; se identificaba en su pensamiento con la
doctrina cristiana. Parece que ellos dejaron pasar el bautismo de Cesárea como
una excepción milagrosa, no como regla. Quién sabe si tal vez alguno no negó a
Pedro su visión, tratándolo de soñador e iluminado. En todo caso, después,
siguieron profesando tranquilamente, como si Pedro no hubiera hablado, que no
se podía ser cristiano sino una vez naturalizado judío.
Así estaban las cosas, cuando llegó a Jerusalén una noticia mucho más
grave que la del bautismo de una sola familia de gentiles. Se decía que en
Antioquia, la inmensa ciudad que era entonces la reina de Oriente, los fieles
predicaban el Evangelio a los gentes y los recibían por el bautismo en la
comunión, sin ninguna otra iniciación. Transformando en regla la excepción de
Cesárea, no imponían el ritual judío a estos nuevos convertidos, no los
obligaban a la distinción fundamental entre alimentos puros e impuros, los
dispensaban de todas las prescripciones de la Ley y entregaban la herencia de
Israel a estos hijos que no querían a Israel por padre. Y, como para marcar el
que ellos entendían. Y tirar una nueva tradición y romper con el pasado, usaban
un nombre que no había estado jamás en uso entre los fieles y que se acababa de
lanzar en Antioquia: se llamaban cristianos.
Esta vez, el escándalo fue grande. No había manera de disimular el hecho
de que los innovadores de Antioquia destruían todo el orden Jerárquico de las
relaciones entre las naciones, destrozaban los privilegios de Israel y reducían
el pueblo de Dios hasta ser confundido en medio de la turba de los recién
llegados de toda procedencia que invadirían la Iglesia. Si esto predominaba
significaba para el núcleo de fieles de la primera hora, entre los cuales
estaban los discípulos más devotos del Señor, algo así como una destitución; o,
al menos, una amarga humillación.
De consiguiente, toda la indignación del patriotismo, toda la cólera del
amor propio y tal vez del interés se desencadenó contra la escuela de Antioquia,
que no hacía, sin embargo, otra cosa que aplicar la regla de fe planteada por el
Soberano Pontífice. Corrieron a la capital de Siria hombres llenos de celo, para
oponerse a la propaganda de los revoltosos y para persuadir a los nuevos
convertidos de que no había salvación para ellos si no unían al bautismo la
práctica de la Ley. Pero los emisarios de la Sinagoga encontraron en Antioquia
una fuerza que no conocían. Pablo, el mayor genio del cristianismo naciente, se
reveló entonces en toda su potencia. Enviado por la comunidad de Antioquia para
explicarse con los Apóstoles, Pablo partió con Bernabé hacia la ciudad santa, y
entonces tuvo lugar esa asamblea solemne de los Apóstoles y discípulos que los
historiadores han denominado Concilio de Jerusalén. Se planteó la cuestión de
vida o muerte y, como podía adelantarse, ella fue resuelta en el sentido
indicado por la Providencia en la visión de Joppé. Pedro habló en noble lenguaje
v apareció verdaderamente, a los ojos de todos, como el jefe infalible de la
Iglesia de Dios. Al tender la mano al Apóstol de los gentiles. tomaba bajo su
patrocinio a la víctima de los fanáticos, proclamaba su ortodoxia a la faz de
toda la Iglesia, sellando con él esa unión fraternal que los siglos han
consagrado uniéndolos en la gloria, como los dioses penates de la nueva Roma. Lo
que no fue menos decisivo, fue ver a Santiago el justo, el más ortodoxo y
piadoso de los judíos, aquél que era elogiado por los reaccionarios, hablar en
el mismo sentido que Pedro y, prestar la autoridad del prestigio sin igual a
las innovaciones tan malditas. Como consecuencia de este debate, el primer
concilio abrió de par en par las puertas de la Iglesia a los gentiles con esta
sublime declaración: "Ha parecido justo al Espíritu Santo y a nosotros el no
imponer a los fieles otro fardo que el necesario".
El Concilio de Jerusalén había salvado el Cristianismo pero había
sacrificado a Israel. Decidiendo que la Iglesia sería católica, esto es,
internacional, había aniquilado la pretensión nacional del grupo judío. En
adelante terminaba para siempre el sueño secular que mostraba a los creyentes a
los hijos de Israel sentados sobre las gradas del trono sobre el cual el Mesías
gobernaba a todos los pueblos de la tierra. Era un Israel espiritual, una Sión
simbólica lo que habían anunciado los profetas; los extranjeros tomaban en el
banquete el lugar de los hijos de familia; Dios sacaba de las piedras del camino
hijos de Abraham. Así se abría al fin el sentido oculto de las Escrituras. Mas
de un cristiano judío se dijo, tal vez, que Dios no cumplía las promesas hechas
a Abraham Y a Jacob, que rechazaba al pueblo con el cual tenía un pacto eterno y
que cubría de oprobio a la hija de Sión. Muchos, como los hebreos cautivos el,
Babilonia se sentaron a derramar lágrimas amargas, recordando a la desheredada
Sión. Super flumina Babylonis illic sedimus et flevimus, dum recordaremur Sión.
Saludemos con respeto este dolor patriótico, pues no hay otro más noble; pero no
olvidemos que la causa de la Iglesia era superior a la de Israel y que el
interés de la humanidad está antes que el de la patria.
Hubo algunos, entre los judíos cristianos, que no se resignaron. Después
del Concilio de Jerusalén, continuaron su oposición desesperada a la enseñanza
de la Iglesia, a las definiciones promulgadas por ella, al apostolado de la
gente. Agarrándose con obstinación a los vicios prejuicios nacionales, que ellos
identificaban con la ortodoxia, una pequeña secta refractaria lanzada en el
camino de la herejía. La catástrofe en fa cual Jerusalén pereció, algunos años
más tarde, ahogó su oposición en un diluvio de sangre y fue para los cristianos
judíos una revelación definitiva que vino a confirmar la de Toppé. Después de
esto, fue manifiesto que Israel no era ya el pueblo de Dios, sino el de la
reprobación. No conviene detener más la mirada sobre él.
En cuanto a la Iglesia, ella separaba audazmente su causa del destino
precario de una nación. Había rehusado hacerse solidaria de pequeñas
contingencias históricas para no faltar a su misión universal. La chalupa de
Pedro cortaba la amarra que la tenía adherida al puerto y se hacía a la mar,
donde la esperaban las tormentas y las pescas milagrosas.
Tal fue la primera encrucijada en la historia del mundo moderno.
pregunta: ¿Cómo ha llegado el cristianismo a ser una religión universal? A
primera vista, parecería que no cabe tal pregunta. No hay duda, en efecto, para
nosotros los modernos, de que el cristianismo es por esencia la religión del
género humano, y que, habiendo recibido por misión el predicar el Evangelio a
toda criatura, le es imposible evitar esta tarea, bajo pena de perecer. Pero
estas consideraciones, que satisfacen la fe del fiel, no bastan para la
curiosidad del historiador. Lo que a éste interesa no es sólo el término al cual
se ha llegado, sino el camino seguido. Así pues, la pregunta con la que
encabezamos estas líneas se reduce a esta otra: ¿Cuáles han sido los obstáculos
que impedían al cristianismo llegar a ser una religión universal? ¿Y de qué modo
ha llegado a triunfar sobre aquellos?
El gran obstáculo, mejor dicho, el peligro supremo que corrió la Iglesia
en sus primeros años consistió en su ignorancia con respecto a la actitud que
debía tomarse frente la Ley Antigua y a Israel. Este problema ha sido resuelto
por los siglos en forma decisiva y un niño comprende hoy la solución. Entre
Israel reprobado, encerrado en su sinagoga, y el pueblo de Dios, agrupado
alrededor de la Iglesia, nada hay de común. Pero ocurrió algo muy diverso en el
momento en que la Iglesia nació. Un solo cristiano imaginó que Israel era el
pueblo de la reprobación y, los Apóstoles a la cabeza, continuaron
considerándolo como el pueblo de Dios, judíos de nacimiento y fieles a la ley de
Moisés veían en el cristianismo el condimento de ésta, y en la, Iglesia, la
magnífica flor que venía a coronar el tronco fecundo de Jesús.
¿Cómo se habría podido creer otra cosa? Desde hacía siglos, Israel
esperaba al Mesías que debía, según la promesa de los profetas, establecer, el
reino de Dios y hacer reinar sobre la tierra la justicia y la paz. Que este
reino fuera de orden temporal, corno lo creían la: mayor parte de los judíos, o
espiritual, como lo admitieron los cristianos desde el principio, no tenía
importancia: Lo que era cierto para todos era que sería el reino de Israel. ¿No
era el pueblo de Israel el que había recibido las promesas divinas? ¿No se había
anunciado a Abraham, que su posteridad sería numerosa como las estrellas del
cielo, y a David que Dios había hecho un pacto con su casa, y que de ella
saldría el Deseado de las Naciones? ¿No era acaso Israel el guardián de la Ley,
de esa Ley de la cual decía el Cristo que había venido a cumplir y no a abrogar?
¿No había dicho El que había venido primeramente a las ovejas extraviadas de la
casa de Israel, y no había recomendado a sus apóstoles comenzar la predicación
del Evangelio entre los judíos?
Así pues, en el pensamiento de los hombres de esa época, la Iglesia no
era otra cosa que una dilatación de Israel, una nueva eflorescencia de Jacob. La
Iglesia era judía: judío su fundador divino, judíos los apóstoles y discípulos,
y judíos los primeros convertidos. ¡Los tres mil hombres que San Pedro bautizó
el día de Pentecostés en Jerusalén eran judíos de la dispersión! Y cuando les
decía: "Sabed, casa de Israel que ese Jesús a quien habéis crucificado ha sido
hecho por Dios vuestro Señor y su Cristo" se dirigía exclusivamente a los
judíos. Y más tarde, cuando los Apóstoles y discípulos llevaron el Evangelio
fuera de Judea, no se metían sino en las ciudades en que habían judíos, llegaban
hasta los barrios en que éstos habitaban, frecuentaban las sinagogas y allí
anunciaban a todos que el Mesías de los profetas había venido y que era Jesús de
Nazareth. En una palabra, en todas partes, en Jerusalén como en el resto del
mundo, la Iglesia hundía sus raíces en la sinagoga, y las primeras cristiandades
no fueron otra cosa que Juderías.
No es que esta Iglesia cristiana de nacionalidad judía quisiera cerrar
sus puertas a los gentiles. Por el contrario, soñaba con estrechar entre sus
brazos a todos los pueblos de la tierra, para seguir las órdenes de Cristo. Ni
el mismo pueblo judío llegó nunca a practicar frente al resto del género humano
ese aislamiento absoluto que le atribuyen historiadores mal informados. En todo
tiempo trabajó por conquistar para su fe a los hijos de otros pueblos; y su
proselitismo era activo y sincero. El mismo Evangelio da testimonio de ello en
estos términos: "Malditos seáis, vosotros, escribas y fariseos, que recorréis
mares y tierras para hacer un solo prosélito Y, cuando lo habéis conquistado
hacéis de él un hijo de la Gehenna, en proporción doble que la vuestra" (Mt
23, 15).
El pueblo de Israel estaba pues rodeado de una multitud de prosélitos.
Unos se llamaban "prosélitos de la puerta" porque no podían franquear sino la
puerta del primer atrio del templo de Jerusalén: eran los que reconocían al
verdadero Dios, se abstenían de toda idolatría y practicaban los siete preceptos
de la ley natural. Los otros, llamados "prosélitos de la justicia", eran los que
habían abrazado enteramente la religión judía y se obligaban a observar todos
sus preceptos sin excepción. Iniciados por el rito de la circuncisión, tenían
los mismos derechos y deberes que los israelitas de nacimiento.
En suma, para ser servidores del verdadero Dios, los prosélitos debían,
si se me permite una expresión moderna, hacerse naturalizar judíos: tal era la
condición absoluta. Los prosélitos de la justicia, en virtud de la circuncisión,
tenían su patente de naturalización: formaban en adelante parte no sólo de la
Sinagoga, sino también de la nación judía. Los prosélitos de la puerta,
iniciados de una manera mas incompleta, estaban por eso siendo excluidos de la
participación en el templo. Este les estaba cerrado; eran si los protegidos o
clientes de Israel, o, si se quiere, judíos de' segunda 'categoría. En una
palabra, sin contestar a ningún ser -viviente el derecho de adorar al Dios,
verdadero Israel-entendía que cada uno de los adoradores debía-, de algún modo,
recibir de él la investidura, haciéndose judío en la medida en que quisiera
gozar de sus derechos. El pueblo judío Consideraba que él formaba la familia de
los verdaderos servidores de Dios el núcleo central, el grupo de élite: Creía
ser para el resto de la humanidad lo que en su propio seno era Leví, la raza
enarcada Para siempre con el sello de la predilección, la tribu sacerdotal que
era como intermediaria entre Dios y el hombre.
Tal era el punto de vista judío, transportado por los primeros
cristianos, judíos de nacimiento, al cristianismo. Veían en la Iglesia una
Sinagoga de orden superior a la que Dios había revelado el oscuro sentido de las
profecías, pero en definitiva una Sinagoga a la cual no se podía entrar sin ser
miembro.- por nacimiento o por adopción del pueblo de Israel; Ahora bien, me
pregunto, ¿era el medio justo para que los pueblos abrazaran el Evangelio? ¿El
pedirles que, se despojaran de su nacionalidad a la vez que de su culto? Hoy
día, en que vemos el perjuicio causado al apostolado católico y al progreso del
Evangelio por las susceptibilidades nacionales, a menudo muy fundadas, es
posible que nos figuremos lo que habría sucedido si entonces se hubiera impuesto
a las naciones la humillación más insoportable de todas, la de renegar de sí
mismas. Me permitiré un ejemplo. Si, hoy día, los pueblos que deseamos ver
reintegrados a. la unidad de la fe, los luteranos de Alemania, los anglicanos de
Inglaterra, los cismáticos rusos, tuvieran, para poder ser católicos, que
hacerse franceses ¿creéis que esto apresuraría su conversión y que habría
oportunidad de verlos profesar nuestra fe? Y, sin embargo, Francia es una nación
grande y gloriosa, que goza del respeto de todos, aún de los que la odian, en
tanto que los judíos eran un pueblo pequeño, universalmente despreciados, objeto
de odio para todo el género humano, como dice Tácito, y del cual se contaban
historietas repugnantes. Renunciar a la calidad de griego o de romano para
hacerse judío, hubiera sido no solamente abjurar de las tradiciones nacionales,
sino precipitarse jovialmente en el oprobio y en el ridículo, disfrazándose de
natural de un pueblo proscrito, por decirlo así, de la civilización.
He aquí por qué Israel era un obstáculo a la propagación del Evangelio,
por Su pretensión a la hegemonía en el Reino de Dios. En tanto que se
interpusiera entre el Salvador y el género humano, éste se desviaría del
Salvador. Esto es evidente para nosotros, modernos, que miramos esta época a una
distancia necesaria para verla bien, y que tenemos una libertad de espíritu
suficiente para razonar con justicia. Pero no estaban en esta situación los
cristianos o judíos que vivían en medio de los acontecimientos en formación, sin
poder adivinar su sentido. A menos de ser profetas, ¿cómo habrían podido
preverlo? Y, a menos de tener una revelación especial. ¿Cómo habrían osado
elegir una línea de conducta? Los Apóstoles no tenían luz sobre este grave
problema. El Evangelio no les suministraba la solución. Eran hijos de Israel y
no debían dar lugar a la calumnia: ¿podían en tales condiciones, ser otra cosa
que buenos patriotas y fieles observantes de la Ley de Moisés? Y esto es lo que
fueron todos. El tipo más acabado de un verdadero judío, el que todo el pueblo
veneraba y se complacía en llamarle "el Justo", era precisamente un apóstol, un
pariente de Jesús, Santiago el Menor. Ciertamente no era posible que tales
hombres adivinaran el peligro corrido por la Iglesia en el abrazo mortal del
judaísmo; ni menos era posible que ellos, rompieran el lazo que parecía ligarla
para siempre a la Sinagoga.
Humanamente, la Iglesia se halaba, pues en un impasse. Seguía siendo una
religión nacional y no se convertía en religión universal. Era y sería un
fenómeno de la historia interior del judaísmo, una revolución religiosa que
apasionaría sólo a los judíos, y que no atraería sino una curiosidad del resto
del mundo. Los paganos no sabían sobre ella sino lo que decían un Suetonio o un
Tácito, a saber que un pequeño pueblo, entregado por su fanatismo a la
execración de la humanidad, había entrado en ebullición a causa de las novedades
que predicaba en su seno un tal Chrestus, y que, para poner fin a estos
disturbios, se expulsó de Roma a los judíos.
En este momento sucedió la escena
extraordinaria de la cual los "Hechos de los Apóstoles" nos dan un relato
detallado. Le permito reproducir la página sagrada: la historia le cristianismo
no tiene otra que sea tan fatídica.
Había en la ciudad de Cesárea, en Palestina, un centurión -del ejército
romano, llamado Cornelio. Era un hombre justo y temeroso de Dios. Un día se le
apareció un ángel, diciéndole que sus oraciones eran agradables al Señor y que
debía hacer venir a un cierto Simón Pedro, que vivía entonces en Joppé, en la
casa de un zurrador, junto al mar. Cornelio obedeció y envió tres hombres para
ir en busca del apóstol. Dejo, la palabra al texto inspirado:
"9. Al día siguiente, iban caminando y se aproximaron a la ciudad. Pedro
subió a lo alto de la casa, hacia la hora de sexta para orar.
10. Enseguida, teniendo hambre, pidió de corner. Mientras se le preparaba
la comida, fue de pronto arrebatado en espíritu.
11. Vio el cielo abierto y una cosa como un mantel grande suspendido por
sus cuatro puntas, y que bajaba del cielo a la tierra.
12. En este mantel había toda suerte de animales, reptiles de la tierra y
aves del cielo.
13. Al mismo tiempo oyó una voz que le decía: Pedro, levántate-y mata v
come.
14. San Pedro respondió: No haré tal cosa, Señor, pues jamás he comido
cosa impura e inmunda.
15. La voz le dijo de nuevo: No llames impuro lo que Dios ha purificado.
16. Esto se repitió tres veces: y enseguida el mantel fue retirado al
cielo.
17. Mientras Pedro se afanaba por entender la visión que había tenido,
los hombres que habían sido enviados por Cornelio buscaban la casa de Simón y
vinieron a la puerta.
18. Y habiendo llamado a uno, preguntaron si se alojaba allí Simón,
sobrenombrado Pedro.
19. Como Pedro estaba ocupado en su visión, el Espíritu le dijo: Allí hay
tres hombres que te buscan.
20. Levántate, desciende y anda con ellos sin vacilar, pues yo los he
enviad- (Hechos, X).
Pedro, obediente al Espíritu Santo, acompañó a los mensajeros a Cesárea,
donde bautizó a Cornelio v a toda su familia. Por vez primera habla en la
Iglesia un gentil que no había pasado por la Sinagoga.
La visión de San Pedro es la solución divina del punzante problema. Bajo
una expresiva forma simbólica, ella proclama que la ley antigua no es ya
obligatoria para los cristianos y que, en consecuencia, se puede ser cristiano
sin ser judío. La Iglesia no será una comunidad de la nación israelita, sino que
será una sociedad internacional, donde se encontrarán fraternalmente, sin
distinción de rito ni de raza, el judío y el gentil, el amo y el esclavo, el
pobre y el rico. En vano se promete. Israel el primer rango, en el reino de
Dios; Israel puede desaparecer sin dejar un vacío; su misión ha terminado y su
lugar será ocupado en adelante por un Israel espiritual compuesto por todos los
fieles.
Se comprende la emoción de Jerusalén ante la nueva del bautismo de
Cesárea. San Pedro fue interpelado y se explicó: Expuso que había actuado por
orden del Señor, y sus contradictores callaron. Los fieles se repetían entre sí:
El Señor ha acordado incluso a los gentiles la penitencia y la salvación".
Podía parecer, después de eso, que las dificultades habían terminado y
que en la iglesia, orientada en adelante por la mano del mismo Dios, terminaría
toda discusión y toda vacilación. Pero esto sería desconocer las pasiones
doctrinarias. Aquellos cristianos que colocaban su patriotismo por encima de su
fe cristiana no renunciaron a su idea favorita del privilegio de Israel. Esta
doctrina formaba parte y por decirlo así, de su carne y de su sangre; era uno de
los elementos constitutivos de su fe; se identificaba en su pensamiento con la
doctrina cristiana. Parece que ellos dejaron pasar el bautismo de Cesárea como
una excepción milagrosa, no como regla. Quién sabe si tal vez alguno no negó a
Pedro su visión, tratándolo de soñador e iluminado. En todo caso, después,
siguieron profesando tranquilamente, como si Pedro no hubiera hablado, que no
se podía ser cristiano sino una vez naturalizado judío.
Así estaban las cosas, cuando llegó a Jerusalén una noticia mucho más
grave que la del bautismo de una sola familia de gentiles. Se decía que en
Antioquia, la inmensa ciudad que era entonces la reina de Oriente, los fieles
predicaban el Evangelio a los gentes y los recibían por el bautismo en la
comunión, sin ninguna otra iniciación. Transformando en regla la excepción de
Cesárea, no imponían el ritual judío a estos nuevos convertidos, no los
obligaban a la distinción fundamental entre alimentos puros e impuros, los
dispensaban de todas las prescripciones de la Ley y entregaban la herencia de
Israel a estos hijos que no querían a Israel por padre. Y, como para marcar el
que ellos entendían. Y tirar una nueva tradición y romper con el pasado, usaban
un nombre que no había estado jamás en uso entre los fieles y que se acababa de
lanzar en Antioquia: se llamaban cristianos.
Esta vez, el escándalo fue grande. No había manera de disimular el hecho
de que los innovadores de Antioquia destruían todo el orden Jerárquico de las
relaciones entre las naciones, destrozaban los privilegios de Israel y reducían
el pueblo de Dios hasta ser confundido en medio de la turba de los recién
llegados de toda procedencia que invadirían la Iglesia. Si esto predominaba
significaba para el núcleo de fieles de la primera hora, entre los cuales
estaban los discípulos más devotos del Señor, algo así como una destitución; o,
al menos, una amarga humillación.
De consiguiente, toda la indignación del patriotismo, toda la cólera del
amor propio y tal vez del interés se desencadenó contra la escuela de Antioquia,
que no hacía, sin embargo, otra cosa que aplicar la regla de fe planteada por el
Soberano Pontífice. Corrieron a la capital de Siria hombres llenos de celo, para
oponerse a la propaganda de los revoltosos y para persuadir a los nuevos
convertidos de que no había salvación para ellos si no unían al bautismo la
práctica de la Ley. Pero los emisarios de la Sinagoga encontraron en Antioquia
una fuerza que no conocían. Pablo, el mayor genio del cristianismo naciente, se
reveló entonces en toda su potencia. Enviado por la comunidad de Antioquia para
explicarse con los Apóstoles, Pablo partió con Bernabé hacia la ciudad santa, y
entonces tuvo lugar esa asamblea solemne de los Apóstoles y discípulos que los
historiadores han denominado Concilio de Jerusalén. Se planteó la cuestión de
vida o muerte y, como podía adelantarse, ella fue resuelta en el sentido
indicado por la Providencia en la visión de Joppé. Pedro habló en noble lenguaje
v apareció verdaderamente, a los ojos de todos, como el jefe infalible de la
Iglesia de Dios. Al tender la mano al Apóstol de los gentiles. tomaba bajo su
patrocinio a la víctima de los fanáticos, proclamaba su ortodoxia a la faz de
toda la Iglesia, sellando con él esa unión fraternal que los siglos han
consagrado uniéndolos en la gloria, como los dioses penates de la nueva Roma. Lo
que no fue menos decisivo, fue ver a Santiago el justo, el más ortodoxo y
piadoso de los judíos, aquél que era elogiado por los reaccionarios, hablar en
el mismo sentido que Pedro y, prestar la autoridad del prestigio sin igual a
las innovaciones tan malditas. Como consecuencia de este debate, el primer
concilio abrió de par en par las puertas de la Iglesia a los gentiles con esta
sublime declaración: "Ha parecido justo al Espíritu Santo y a nosotros el no
imponer a los fieles otro fardo que el necesario".
El Concilio de Jerusalén había salvado el Cristianismo pero había
sacrificado a Israel. Decidiendo que la Iglesia sería católica, esto es,
internacional, había aniquilado la pretensión nacional del grupo judío. En
adelante terminaba para siempre el sueño secular que mostraba a los creyentes a
los hijos de Israel sentados sobre las gradas del trono sobre el cual el Mesías
gobernaba a todos los pueblos de la tierra. Era un Israel espiritual, una Sión
simbólica lo que habían anunciado los profetas; los extranjeros tomaban en el
banquete el lugar de los hijos de familia; Dios sacaba de las piedras del camino
hijos de Abraham. Así se abría al fin el sentido oculto de las Escrituras. Mas
de un cristiano judío se dijo, tal vez, que Dios no cumplía las promesas hechas
a Abraham Y a Jacob, que rechazaba al pueblo con el cual tenía un pacto eterno y
que cubría de oprobio a la hija de Sión. Muchos, como los hebreos cautivos el,
Babilonia se sentaron a derramar lágrimas amargas, recordando a la desheredada
Sión. Super flumina Babylonis illic sedimus et flevimus, dum recordaremur Sión.
Saludemos con respeto este dolor patriótico, pues no hay otro más noble; pero no
olvidemos que la causa de la Iglesia era superior a la de Israel y que el
interés de la humanidad está antes que el de la patria.
Hubo algunos, entre los judíos cristianos, que no se resignaron. Después
del Concilio de Jerusalén, continuaron su oposición desesperada a la enseñanza
de la Iglesia, a las definiciones promulgadas por ella, al apostolado de la
gente. Agarrándose con obstinación a los vicios prejuicios nacionales, que ellos
identificaban con la ortodoxia, una pequeña secta refractaria lanzada en el
camino de la herejía. La catástrofe en fa cual Jerusalén pereció, algunos años
más tarde, ahogó su oposición en un diluvio de sangre y fue para los cristianos
judíos una revelación definitiva que vino a confirmar la de Toppé. Después de
esto, fue manifiesto que Israel no era ya el pueblo de Dios, sino el de la
reprobación. No conviene detener más la mirada sobre él.
En cuanto a la Iglesia, ella separaba audazmente su causa del destino
precario de una nación. Había rehusado hacerse solidaria de pequeñas
contingencias históricas para no faltar a su misión universal. La chalupa de
Pedro cortaba la amarra que la tenía adherida al puerto y se hacía a la mar,
donde la esperaban las tormentas y las pescas milagrosas.
Tal fue la primera encrucijada en la historia del mundo moderno.
LA IGLESIA Y LOS BÁRBAROS
NADA, en adelante, impidió al cristianismo el devenir
la religión del Imperio Romano, es decir, de todos los pueblos agrupados a la
sombra de la civilización romana. No diré nada sobre esto, pues, ante el peligro
que casi le hizo perecer al comienzo de su vida, ¿qué significaban todos los
otros peligros que esperaban a la Iglesia? ¿Qué significan, en este sentido, los
tres siglos de persecución sangrienta que abren la serie de sus anales? Mutilada
por el fierro del verdugo, no cesó de derramar su sangre; pero esta sangre,
según la expresión de un apologista, era un semen de maravillosa fecundidad.
Después de una guerra de exterminio de trescientos años, el Imperio Romano tuvo
que confesarse vencido por su víctima y devolverle las armas. Por el edicto de
Milán, promulgado en 312, el emperador Constantino el Grande proclamó que cada
uno podría en adelante adorar a Dios como quisiere. Era reconocer implícitamente
al cristianismo su derecho a existir. Y es el glorioso privilegio de la Iglesia
Católica el no necesitar otra cosa que el derecho común para conquistar el
universo. Desde que se dio libertad a las conciencias, el mundo romano en su
totalidad se integró a la comunidad de los fieles y antes que terminara el siglo
IV los paganos estaban reducidos a una minoría decepcionada. El cristianismo
había llegado a ser la religión de los emperadores, la religión de las
provincias, y sus confines se extendían tanto como los del Imperio. Había
cristiandades en las riberas del Rhin y del Danubio, del Eufrates y del Nilo, en
la Cólquida y en la lisa de Bretaña, y ruando se hablaba de la religión romana
se designaba claramente a la cristiana.
Henos, pues, aquí con la religión de los humildes Galileos,
asociada ahora al trono de los Césares, y su porvenir ligado al de la
civilización eterna. La potente constitución de la sociedad romana parecía hecha
para una duración indefectible. Era la fe de todos, v jamás un dogma patriótico
reunió adherentes más entusiastas y sinceros que aquel que resumía el credo de
todos los ciudadanos romanos en esta palabra soberbia: la eternidad del Imperio.
Esta fórmula se halla en los versos de los poetas, en las oraciones de los
fieles, en los panegíricos de los oradores, y hasta en los textos de las leyes.
Roma, según el lenguaje de sus adoradores paganos, se llamaba Ciudad Eterna, y
el cristianismo, tomando estas palabras del lenguaje civil, no ha querido, por
lo menos en su origen, modificar el sentido tradicional.
Porque los cristianos habían adoptado sin segunda intención el
pensamiento común de la eternidad de la civilización romana. Aunque sus
perseguidores pretendían lo contrario, eran tan buenos patriotas como los
paganos, bien que de otra manera, y su fe religiosa no contenía nada que
contradijera su convicción de ciudadanos. Más aún, encontraban en sus libros
santos muchos pasajes que afirmaban esa convicción. El cuarto y último imperio
profetizado por Daniel, comparado al hierro para simbolizar su duración
indestructible. ¿No era acaso el Imperio Romano? Esa creencia en la eternidad
del Imperio formaba parte, en cierto modo, de su misma fe: de allí que la veamos
presentada por los primeros apologistas como una prueba irrefutable de su
patriotismo. "¿Cómo podríamos —decía uno de ellos— desear el fin del Imperio,
que sería desear el fin del mundo?"
Pero, ¿qué sombrías nubes se amontonan lentamente en el horizonte,
turbando la serenidad del mundo y anunciando las catástrofes futuras? Son los
bárbaros. Extraños al cristianismo y a la civilización, excluidos de la
felicidad romana, merodean como lobos alrededor del luminoso dominio imperial.
Roma, que primero intentó someterlos, se convenció luego que había terminado
para ella la hora de las conquistas y que no podría triunfar sobre ellos por las
armas. Sólo ellos le suministraban aún soldados y entre ellos Roma reclutó
preferentemente sus defensores. Germania fue en la Antigüedad lo que la
Suiza para la Europa moderna, una tierra de lansquenetes. Año a año,
atravesando el Rhin o los Alpes, los guerreros germánicos venían en bandas a
prestar como mercenarios sus brazos musculosos a los generales del Imperio.
Ávidos de sol, de riqueza, de voluptuosidad, venían a buscar fortuna y a veces
encontraban alguna corona. La historia recuerda a algunos de estos aventureros,
especialmente de Maximino, un coloso brutal que, bajo Septimio Severo corría
durante horas enteras al lado del carro imperial, y que sucedió al emperador
Alejandro después de haberlo asesinado.
Un ermitaño del siglo V que fue la verdadera providencia en la provincia
de la Nórica (actual Baviera), vio detenerse a la puerta de su cabaña a un
bárbaro de talla gigantesca, que tuvo que encorvarse para entrar: era un
militarote que, de paso a Italia para vender sus servicios al Imperio, había
querido saludar al santo anciano. Algunos años más tarde, este militarote era
rey de Italia: se llamaba Odoacro.
¿Qué hizo el Imperio frente a estos hombres a quienes no podía someter y
de los cuales tenía necesidad? Se pensó que era necesario ligarlos a la causa
romana, no pagando la sangre derramada, sino asimilándolos gradualmente,
haciendo de ellos verdaderos romanos y haciéndolos entrar en la Iglesia como
cristianos. Esto parecía relativamente fácil. La civilización romana no era un
mundo cerrado de una manera exclusivista: ella se abría de par en par ante los
bárbaros que querían servirla, y Tenía bastantes atractivos para impulsarlos a
cambiar su barbarie por la vida romana. Y así, por una especie de convención
tácita, se operaba la transfusión del mundo germánico en el mundo romano: aquél
tomando posesión de éste, pero éste asimilándose a aquél. Era el triunfo
pacífico de la civilización, superior a todos los obtenidos por las armas. Ver a
un Stilicon o a un Actius ganar victorias a nombre del Imperio; hacer confesar
la grandeza de Roma, con acento contrito, por el victorioso Ataulfo; ver la
continuación de la obra de los emperadores por Teodorico el Grande, ¿no era esto
una afirmación triunfal de la eternidad de la civilización romana?
El Imperio tenía ante los bárbaros la actitud de Israel ante los
gentiles. Roma no concebía la comunidad de los pueblos sino bajo la forma
romana, y con Roma a la cabeza. Permitidme otra comparación que hará más
tangible mi pensamiento. La Europa de hoy no puede figurarse que nuestra
civilización moderna esté destinada a perecer; no se le viene a la mente que un
día las masas profundas del Asia o la multitud amorfa de los anarquistas puedan
destruirla sin desencadenar al mismo tiempo el caos: sería, según su criterio,
el fin de toda vida social, el retorno del género humano a las tinieblas de la
barbarie primitiva. Pues bien, el romano del siglo IV tenía un criterio bastante
aproximado, sólo que para él "la civilización moderna" era el Imperio Romano.
De este modo, y por segunda vez, los destinos de la Iglesia estaban
adheridos a una institución humana. Lo mismo que para los cristianos judíos el
porvenir de su pueblo se identificaba con el del cristianismo, para los
cristianos romanos éste se identificaba con el del pueblo romano. El Imperio era
la civilización, la felicidad, la sociedad realizada, y su jefe llevaba, en el
solemne lenguaje de entonces, el titulo de príncipe del género humano.
Identificada con el Imperio, la Iglesia parecía estarlo, por este hecho, con
toda la humanidad. Ella había alcanzado su ideal, no tenia nada que pedir a los
siglos futuros, y toda su ambición debía ser la conservación del presente
eterno.
Dado este punto de vista universal de los romanos imaginaos lo que
debieron sentir a medida que, lejos de realizar su sueño, los acontecimientos
parecieron preparar la destrucción del Imperio por los bárbaros. Día a día veían
aumentar el número de esos soldados que eran una verdadera plaga. Gigantescos,
de miembros poderosos, brutales, ignorantes, sucios, de roja cabellera, barba
desordenada, con las piernas envueltas con pingajos, malolientes y groseros,
hablando una jerga ronca e ininteligible, se esparcían por doquiera, trataban a
las provincias como si fueran un botín, sin preocuparse en absoluto por la vida
romana, cogiendo sólo sus goces, guardando respecto de todo lo restante su
género de vida sin intención alguna de cambiarlo. Vino un día de vergüenza y de
duelo, como aún no había conocido otro el mundo, en que estas hordas salvajes se
apoderaron de la Ciudad Eterna. Se vio el santuario de la civilización violado
por un sacrilegio sin precedentes: entonces se hizo presente algo como el gusto
anticipado del fin de todas las cosas.
Pues el fin de la civilización romana era el fin del mundo. Si se
suprimiera toda la belleza de la vida, el lujo, la riqueza, el bienestar, los
juegos públicos, la literatura, las artes, el refinamiento de las costumbres
sociales; si sobre un mundo radioso, encantador, vibrante por la alegría de la
vida, se iba a esparcir el diluvio de la barbarie, ¿qué era esto sino el fin y
la muerte del género humano? He aquí lo que todos decían y sentían. Porque no
cabía en el espíritu de nadie la concepción absurda e imposible de que el género
humano pudiera prescindir de la civilización romana.
Cuando los signos fueron cada vez más transparentes, anunciando la caída
de esta civilización, los verdaderos romanos sólo pudieron tomar un camino,
morir. Unos quisieron sucumbir embriagándose por última vez en el banquete de la
civilización, coronados de rosas y sumidos en la inconsciencia báquica; otros,
envueltos en los pliegues de la vieja bandera romana, esperaron con estoica
desesperación el golpe fatal, como en otro tiempo los senadores, sentados en sus
sillas curules, esperaban la llegada del conquistador galo. Todos perecían con
su ideal, incapaces de concebir otro, asistiendo al hundimiento de su cielo y de
sus dioses. No hay dolores más trágicos que aquéllos, porque hieren a la
humanidad en lo que tiene de más querido y más grandioso. Todas las realidades
pueden mentir, siempre que el ideal quede en pie; si también éste miente, el
corazón se desgarra, el espíritu se retira, la inteligencia se precipita en la
nada, blasfemando.
En crisis semejantes, el vencido responde a la sentencia del destino por
una recrudescencia de fanatismo. Así ocurrió con los romanos de Bretaña.
Colocados en la extremidad del mundo civilizado y abandonados tempranamente por
Roma, vieron extenderse gradualmente la invasión anglosajona, que los empuja día
a día hacia el Oeste de la isla; allí donde se establecían los bárbaros, la
civilización era suprimida. Acantonados los romanos en su hosco patriotismo, sin
comprender el movimiento del mundo, no supieron sino protestar. Siendo
cristianos, no querían que sus vencedores fuesen llamados al beneficio del
Evangelio, y sus sacerdotes rehusaron comunicar a los recién llegados la luz de
la fe, no admitiendo que se pudiera ser a la vez cristiano y anglosajón, como
antaño los indios no concebían que se pudiera ser cristiano e incircunciso. No
se dijeron que, convirtiendo a sus vencedores, se salvarían a sí mismos:
prefirieron vivir odiándolos que reconciliarse con ellos. Es el eterno grito del
fanatismo:"Antes turcos que papistas". Los armenios de hoy saben el valor de
semejante deseo.
Si la Iglesia Católica no hubiera comprendido mejor su rol que el clero
bretón, si no se hubiera alzado por sobre el resentimiento patriótico ciego, el
porvenir del cristianismo habríase liquidado, abismándose en la caída del
Imperio Romano. Pero la Iglesia tuvo una visión más firme y un espíritu más
sereno; no desesperó de la humanidad, no creyó que todo se había perdido porque
Roma había sido condenada. Consideró en su conjunto el gigantesco movimiento del
cual era testigo, y descubrió en él la germinación de un mundo todavía
desconocido. Presintió la novedad sublime que no habría podido ser expresada
entonces sino por un acoplamiento monstruoso de palabras: la civilización
bárbara, es decir, una civilización que podía prescindir de Roma y que debía ir
más lejos que Roma. Y sin temor, con la conciencia de su misión eterna, la
Iglesia se dirigió a los que eran entonces los heraldos del destino y, tomando
sus manos, tomó el camino del porvenir.
He expuesto en otra parte la génesis del movimiento que debía arrastrar a
la Iglesia Católica en esta dirección: ella está relacionada con el nombre del
mayor doctor de la Iglesia latina, San Agustín. Bástenos aquí decir que este
movimiento, nacido del pensamiento de un hombre de genio, y continuado por sus
discípulos, encontró, a fines del siglo V obreros que lo hicieron pasar del
dominio puramente intelectual al de las realidades históricas. Por una parte, es
el episcopado galo, representado por hombres como San Remigio de Reims y San
Avitus de Vienne, que, aceptando sinceramente la dominación bárbara, no les
piden sino ser cristianos, renunciando virilmente al sueño quimérico de
continuar la civilización romana. Por otra parte, es el Papado en la persona del
más grande hombre del siglo VI, San Gregorio el Grande, que toma la iniciativa
de la conversión de los anglosajones, cumpliendo así, desde Letrán, la misión
que no quiso cumplir la Iglesia celta de Bretaña. En todas partes la Iglesia
Católica abre sin condiciones la puerta de sus santuarios y el camino de su
salvación a los nuevos pueblos. Así se explica el éxito prodigioso del
cristianismo en el siglo VI, tanto entre arríanos como entre paganos. Cuando
los bárbaros se convencieron que podían llevar el ligero yugo de Cristo sin
tener que soportar el pesado yugo de Roma, cayeron las desconfianzas contra la
fe católica, y su superioridad natural sobre la herejía y sobre el cristianismo
no encontró ya obstáculos. Alegremente el mundo bárbaro entró a la Iglesia, los
pueblos se convirtieron en conjunto. En menos de tres siglos todas las
naciones germánicas se habían convertido al catolicismo. Había sido necesario
más tiempo para ganar al Imperio, a pesar de la superioridad de ventajas que
ofrecía al apostolado.
Así se franquea la segunda encrucijada de la historia, y tal es el
sentido del bautismo de Clodoveo, que abre esta nueva fase de la historia del
cristianismo. Se ha comparado a menudo este bautismo al de Constantino. Yo diría
que constituye más bien un correlato del bautismo del centurión Cornelio.
Entonces la Iglesia, separando su causa de la del pueblo de Israel, había ido
hacia la Gentilidad, recibiéndola en la comunión cristiana sin imponerle la ley
judaica. Esta vez, separando su destino del del Imperio, iba a los bárbaros y
ponía entre sus manos el cetro del mundo, sin exigirle que vistiera el traje de
la civilización romana. En dos oportunidades se había afirmado la misma superior
estrategia: en ambas el cristianismo, patrimonio común de toda la humanidad,
había rehusado dejarse confiscar. En lugar de llorar sobre las civilizaciones
extinguidas, se había preocupado de conquistar para la fe de Cristo a las
sociedades nacientes. Había indicado, de una manera neta y expresiva. Ante todos
los siglos futuros, que, creada para hacer reinar sobre la tierra el Reino de
Dios, no puede ser solidaria de ninguna de una de esas cosas efímeras que son
una dinastía, una nación, una clase social, una civilización. El cristianismo ha
devenido, a este precio, una religión universal y a este precio seguirá
siéndolo, y continuará verificando el epíteto sublime que San Pablo aplica al
Mesías, cuando lo llama "padre del siglo futuro".
la religión del Imperio Romano, es decir, de todos los pueblos agrupados a la
sombra de la civilización romana. No diré nada sobre esto, pues, ante el peligro
que casi le hizo perecer al comienzo de su vida, ¿qué significaban todos los
otros peligros que esperaban a la Iglesia? ¿Qué significan, en este sentido, los
tres siglos de persecución sangrienta que abren la serie de sus anales? Mutilada
por el fierro del verdugo, no cesó de derramar su sangre; pero esta sangre,
según la expresión de un apologista, era un semen de maravillosa fecundidad.
Después de una guerra de exterminio de trescientos años, el Imperio Romano tuvo
que confesarse vencido por su víctima y devolverle las armas. Por el edicto de
Milán, promulgado en 312, el emperador Constantino el Grande proclamó que cada
uno podría en adelante adorar a Dios como quisiere. Era reconocer implícitamente
al cristianismo su derecho a existir. Y es el glorioso privilegio de la Iglesia
Católica el no necesitar otra cosa que el derecho común para conquistar el
universo. Desde que se dio libertad a las conciencias, el mundo romano en su
totalidad se integró a la comunidad de los fieles y antes que terminara el siglo
IV los paganos estaban reducidos a una minoría decepcionada. El cristianismo
había llegado a ser la religión de los emperadores, la religión de las
provincias, y sus confines se extendían tanto como los del Imperio. Había
cristiandades en las riberas del Rhin y del Danubio, del Eufrates y del Nilo, en
la Cólquida y en la lisa de Bretaña, y ruando se hablaba de la religión romana
se designaba claramente a la cristiana.
Henos, pues, aquí con la religión de los humildes Galileos,
asociada ahora al trono de los Césares, y su porvenir ligado al de la
civilización eterna. La potente constitución de la sociedad romana parecía hecha
para una duración indefectible. Era la fe de todos, v jamás un dogma patriótico
reunió adherentes más entusiastas y sinceros que aquel que resumía el credo de
todos los ciudadanos romanos en esta palabra soberbia: la eternidad del Imperio.
Esta fórmula se halla en los versos de los poetas, en las oraciones de los
fieles, en los panegíricos de los oradores, y hasta en los textos de las leyes.
Roma, según el lenguaje de sus adoradores paganos, se llamaba Ciudad Eterna, y
el cristianismo, tomando estas palabras del lenguaje civil, no ha querido, por
lo menos en su origen, modificar el sentido tradicional.
Porque los cristianos habían adoptado sin segunda intención el
pensamiento común de la eternidad de la civilización romana. Aunque sus
perseguidores pretendían lo contrario, eran tan buenos patriotas como los
paganos, bien que de otra manera, y su fe religiosa no contenía nada que
contradijera su convicción de ciudadanos. Más aún, encontraban en sus libros
santos muchos pasajes que afirmaban esa convicción. El cuarto y último imperio
profetizado por Daniel, comparado al hierro para simbolizar su duración
indestructible. ¿No era acaso el Imperio Romano? Esa creencia en la eternidad
del Imperio formaba parte, en cierto modo, de su misma fe: de allí que la veamos
presentada por los primeros apologistas como una prueba irrefutable de su
patriotismo. "¿Cómo podríamos —decía uno de ellos— desear el fin del Imperio,
que sería desear el fin del mundo?"
Pero, ¿qué sombrías nubes se amontonan lentamente en el horizonte,
turbando la serenidad del mundo y anunciando las catástrofes futuras? Son los
bárbaros. Extraños al cristianismo y a la civilización, excluidos de la
felicidad romana, merodean como lobos alrededor del luminoso dominio imperial.
Roma, que primero intentó someterlos, se convenció luego que había terminado
para ella la hora de las conquistas y que no podría triunfar sobre ellos por las
armas. Sólo ellos le suministraban aún soldados y entre ellos Roma reclutó
preferentemente sus defensores. Germania fue en la Antigüedad lo que la
Suiza para la Europa moderna, una tierra de lansquenetes. Año a año,
atravesando el Rhin o los Alpes, los guerreros germánicos venían en bandas a
prestar como mercenarios sus brazos musculosos a los generales del Imperio.
Ávidos de sol, de riqueza, de voluptuosidad, venían a buscar fortuna y a veces
encontraban alguna corona. La historia recuerda a algunos de estos aventureros,
especialmente de Maximino, un coloso brutal que, bajo Septimio Severo corría
durante horas enteras al lado del carro imperial, y que sucedió al emperador
Alejandro después de haberlo asesinado.
Un ermitaño del siglo V que fue la verdadera providencia en la provincia
de la Nórica (actual Baviera), vio detenerse a la puerta de su cabaña a un
bárbaro de talla gigantesca, que tuvo que encorvarse para entrar: era un
militarote que, de paso a Italia para vender sus servicios al Imperio, había
querido saludar al santo anciano. Algunos años más tarde, este militarote era
rey de Italia: se llamaba Odoacro.
¿Qué hizo el Imperio frente a estos hombres a quienes no podía someter y
de los cuales tenía necesidad? Se pensó que era necesario ligarlos a la causa
romana, no pagando la sangre derramada, sino asimilándolos gradualmente,
haciendo de ellos verdaderos romanos y haciéndolos entrar en la Iglesia como
cristianos. Esto parecía relativamente fácil. La civilización romana no era un
mundo cerrado de una manera exclusivista: ella se abría de par en par ante los
bárbaros que querían servirla, y Tenía bastantes atractivos para impulsarlos a
cambiar su barbarie por la vida romana. Y así, por una especie de convención
tácita, se operaba la transfusión del mundo germánico en el mundo romano: aquél
tomando posesión de éste, pero éste asimilándose a aquél. Era el triunfo
pacífico de la civilización, superior a todos los obtenidos por las armas. Ver a
un Stilicon o a un Actius ganar victorias a nombre del Imperio; hacer confesar
la grandeza de Roma, con acento contrito, por el victorioso Ataulfo; ver la
continuación de la obra de los emperadores por Teodorico el Grande, ¿no era esto
una afirmación triunfal de la eternidad de la civilización romana?
El Imperio tenía ante los bárbaros la actitud de Israel ante los
gentiles. Roma no concebía la comunidad de los pueblos sino bajo la forma
romana, y con Roma a la cabeza. Permitidme otra comparación que hará más
tangible mi pensamiento. La Europa de hoy no puede figurarse que nuestra
civilización moderna esté destinada a perecer; no se le viene a la mente que un
día las masas profundas del Asia o la multitud amorfa de los anarquistas puedan
destruirla sin desencadenar al mismo tiempo el caos: sería, según su criterio,
el fin de toda vida social, el retorno del género humano a las tinieblas de la
barbarie primitiva. Pues bien, el romano del siglo IV tenía un criterio bastante
aproximado, sólo que para él "la civilización moderna" era el Imperio Romano.
De este modo, y por segunda vez, los destinos de la Iglesia estaban
adheridos a una institución humana. Lo mismo que para los cristianos judíos el
porvenir de su pueblo se identificaba con el del cristianismo, para los
cristianos romanos éste se identificaba con el del pueblo romano. El Imperio era
la civilización, la felicidad, la sociedad realizada, y su jefe llevaba, en el
solemne lenguaje de entonces, el titulo de príncipe del género humano.
Identificada con el Imperio, la Iglesia parecía estarlo, por este hecho, con
toda la humanidad. Ella había alcanzado su ideal, no tenia nada que pedir a los
siglos futuros, y toda su ambición debía ser la conservación del presente
eterno.
Dado este punto de vista universal de los romanos imaginaos lo que
debieron sentir a medida que, lejos de realizar su sueño, los acontecimientos
parecieron preparar la destrucción del Imperio por los bárbaros. Día a día veían
aumentar el número de esos soldados que eran una verdadera plaga. Gigantescos,
de miembros poderosos, brutales, ignorantes, sucios, de roja cabellera, barba
desordenada, con las piernas envueltas con pingajos, malolientes y groseros,
hablando una jerga ronca e ininteligible, se esparcían por doquiera, trataban a
las provincias como si fueran un botín, sin preocuparse en absoluto por la vida
romana, cogiendo sólo sus goces, guardando respecto de todo lo restante su
género de vida sin intención alguna de cambiarlo. Vino un día de vergüenza y de
duelo, como aún no había conocido otro el mundo, en que estas hordas salvajes se
apoderaron de la Ciudad Eterna. Se vio el santuario de la civilización violado
por un sacrilegio sin precedentes: entonces se hizo presente algo como el gusto
anticipado del fin de todas las cosas.
Pues el fin de la civilización romana era el fin del mundo. Si se
suprimiera toda la belleza de la vida, el lujo, la riqueza, el bienestar, los
juegos públicos, la literatura, las artes, el refinamiento de las costumbres
sociales; si sobre un mundo radioso, encantador, vibrante por la alegría de la
vida, se iba a esparcir el diluvio de la barbarie, ¿qué era esto sino el fin y
la muerte del género humano? He aquí lo que todos decían y sentían. Porque no
cabía en el espíritu de nadie la concepción absurda e imposible de que el género
humano pudiera prescindir de la civilización romana.
Cuando los signos fueron cada vez más transparentes, anunciando la caída
de esta civilización, los verdaderos romanos sólo pudieron tomar un camino,
morir. Unos quisieron sucumbir embriagándose por última vez en el banquete de la
civilización, coronados de rosas y sumidos en la inconsciencia báquica; otros,
envueltos en los pliegues de la vieja bandera romana, esperaron con estoica
desesperación el golpe fatal, como en otro tiempo los senadores, sentados en sus
sillas curules, esperaban la llegada del conquistador galo. Todos perecían con
su ideal, incapaces de concebir otro, asistiendo al hundimiento de su cielo y de
sus dioses. No hay dolores más trágicos que aquéllos, porque hieren a la
humanidad en lo que tiene de más querido y más grandioso. Todas las realidades
pueden mentir, siempre que el ideal quede en pie; si también éste miente, el
corazón se desgarra, el espíritu se retira, la inteligencia se precipita en la
nada, blasfemando.
En crisis semejantes, el vencido responde a la sentencia del destino por
una recrudescencia de fanatismo. Así ocurrió con los romanos de Bretaña.
Colocados en la extremidad del mundo civilizado y abandonados tempranamente por
Roma, vieron extenderse gradualmente la invasión anglosajona, que los empuja día
a día hacia el Oeste de la isla; allí donde se establecían los bárbaros, la
civilización era suprimida. Acantonados los romanos en su hosco patriotismo, sin
comprender el movimiento del mundo, no supieron sino protestar. Siendo
cristianos, no querían que sus vencedores fuesen llamados al beneficio del
Evangelio, y sus sacerdotes rehusaron comunicar a los recién llegados la luz de
la fe, no admitiendo que se pudiera ser a la vez cristiano y anglosajón, como
antaño los indios no concebían que se pudiera ser cristiano e incircunciso. No
se dijeron que, convirtiendo a sus vencedores, se salvarían a sí mismos:
prefirieron vivir odiándolos que reconciliarse con ellos. Es el eterno grito del
fanatismo:"Antes turcos que papistas". Los armenios de hoy saben el valor de
semejante deseo.
Si la Iglesia Católica no hubiera comprendido mejor su rol que el clero
bretón, si no se hubiera alzado por sobre el resentimiento patriótico ciego, el
porvenir del cristianismo habríase liquidado, abismándose en la caída del
Imperio Romano. Pero la Iglesia tuvo una visión más firme y un espíritu más
sereno; no desesperó de la humanidad, no creyó que todo se había perdido porque
Roma había sido condenada. Consideró en su conjunto el gigantesco movimiento del
cual era testigo, y descubrió en él la germinación de un mundo todavía
desconocido. Presintió la novedad sublime que no habría podido ser expresada
entonces sino por un acoplamiento monstruoso de palabras: la civilización
bárbara, es decir, una civilización que podía prescindir de Roma y que debía ir
más lejos que Roma. Y sin temor, con la conciencia de su misión eterna, la
Iglesia se dirigió a los que eran entonces los heraldos del destino y, tomando
sus manos, tomó el camino del porvenir.
He expuesto en otra parte la génesis del movimiento que debía arrastrar a
la Iglesia Católica en esta dirección: ella está relacionada con el nombre del
mayor doctor de la Iglesia latina, San Agustín. Bástenos aquí decir que este
movimiento, nacido del pensamiento de un hombre de genio, y continuado por sus
discípulos, encontró, a fines del siglo V obreros que lo hicieron pasar del
dominio puramente intelectual al de las realidades históricas. Por una parte, es
el episcopado galo, representado por hombres como San Remigio de Reims y San
Avitus de Vienne, que, aceptando sinceramente la dominación bárbara, no les
piden sino ser cristianos, renunciando virilmente al sueño quimérico de
continuar la civilización romana. Por otra parte, es el Papado en la persona del
más grande hombre del siglo VI, San Gregorio el Grande, que toma la iniciativa
de la conversión de los anglosajones, cumpliendo así, desde Letrán, la misión
que no quiso cumplir la Iglesia celta de Bretaña. En todas partes la Iglesia
Católica abre sin condiciones la puerta de sus santuarios y el camino de su
salvación a los nuevos pueblos. Así se explica el éxito prodigioso del
cristianismo en el siglo VI, tanto entre arríanos como entre paganos. Cuando
los bárbaros se convencieron que podían llevar el ligero yugo de Cristo sin
tener que soportar el pesado yugo de Roma, cayeron las desconfianzas contra la
fe católica, y su superioridad natural sobre la herejía y sobre el cristianismo
no encontró ya obstáculos. Alegremente el mundo bárbaro entró a la Iglesia, los
pueblos se convirtieron en conjunto. En menos de tres siglos todas las
naciones germánicas se habían convertido al catolicismo. Había sido necesario
más tiempo para ganar al Imperio, a pesar de la superioridad de ventajas que
ofrecía al apostolado.
Así se franquea la segunda encrucijada de la historia, y tal es el
sentido del bautismo de Clodoveo, que abre esta nueva fase de la historia del
cristianismo. Se ha comparado a menudo este bautismo al de Constantino. Yo diría
que constituye más bien un correlato del bautismo del centurión Cornelio.
Entonces la Iglesia, separando su causa de la del pueblo de Israel, había ido
hacia la Gentilidad, recibiéndola en la comunión cristiana sin imponerle la ley
judaica. Esta vez, separando su destino del del Imperio, iba a los bárbaros y
ponía entre sus manos el cetro del mundo, sin exigirle que vistiera el traje de
la civilización romana. En dos oportunidades se había afirmado la misma superior
estrategia: en ambas el cristianismo, patrimonio común de toda la humanidad,
había rehusado dejarse confiscar. En lugar de llorar sobre las civilizaciones
extinguidas, se había preocupado de conquistar para la fe de Cristo a las
sociedades nacientes. Había indicado, de una manera neta y expresiva. Ante todos
los siglos futuros, que, creada para hacer reinar sobre la tierra el Reino de
Dios, no puede ser solidaria de ninguna de una de esas cosas efímeras que son
una dinastía, una nación, una clase social, una civilización. El cristianismo ha
devenido, a este precio, una religión universal y a este precio seguirá
siéndolo, y continuará verificando el epíteto sublime que San Pablo aplica al
Mesías, cuando lo llama "padre del siglo futuro".
LA IGLESIA Y EL FEUDALISMO
HEMOS visto cómo la Iglesia Católica, dejando a los
muertos enterrar sus muertos, aceptó el derrumbamiento del carcomido edificio de
la civilización romana, y fue hacia los bárbaros, confiando a ellos sus
destinos. Establecida entre ellos, escogiendo bárbaros como colaboradores (ellos
se llamaron San Bonifacio, Carlomagno, Alfredo el Grande), se puso en trabajo
desde el primer día, preludiando la creación de un mundo nuevo.
Obra inmensa y secular, que ofrece al espíritu humano el espectáculo más
conmovedor y la enseñanza más fecunda. No es éste el lugar en que pueda
desarrollar ni siquiera un esbozo de ella, como he intentado hacerlo en otra
obra ("Orígenes de la civilización moderna"). Mi finalidad es más bien mostrar
aquí como, en el curso de su trabajo, la Iglesia se vio amenazada de convertirse
en presa de la barbarie que ella quería domar, y de qué modo consiguió atravesar
victoriosamente esta crisis.
Sería necesario ver lo que eran, en estos primeros siglos de la Edad
Media, estos pueblos nuevos, que acababan de encorvar la frente bajo las aguas
del bautismo. Fuera de las excepciones que son siempre las almas de élite, no
estaban aún sino en el umbral del cristianismo, y, si estaban bautizados, no
estaban en absoluto civilizados. Amaban sinceramente la religión cristiana, pero
su amor era, a menudo, grosero e interesado. A sus ojos, había dos maneras para
un discípulo de Cristo de dar testimonio de su fe: dar golpes vigorosos a los
enemigos, y hacer grandes liberalidades a los pobres. Creían ellos, como
nosotros, que la limosna cubre la multitud de los pecados. Y como tenían muchos
pecados que hacerse perdonar, se mostraban generosísimos con la Iglesia. Nada
más meritorio, pues la Iglesia era la madre y nodriza de los pobres. Darle a
ella no era sólo contribuir al sostenimiento del culto y a las necesidades de la
milicia religiosa, sino que era también asegurar el presupuesto de beneficencia
y el de instrucción pública, de las cuales únicamente se preocupaba la Iglesia.
Por eso, "para salvación del alma y remisión de los pecados", como decían en sus
actas de donación, los hombres de ese tiempo se interesaban por enriquecer a las
instituciones religiosas o fundar otras nuevas. No hay monasterio, iglesia
catedral o colegiata que no haya recibido sus liberalidades, convirtiéndose en
poco tiempo en gran propietario, investido de todo el valor social que daba
entonces la gran propiedad. Más de alguno de estos establecimientos llegó a ser
una verdadera potencia, sobre todo desde el día en que los reyes, sobrepujando
la liberalidad de los grandes, repartieron su autoridad con la Iglesia,
acordándole en feudo condados enteros, con todos los derechos políticos y
civiles, hicieron de los prelados príncipes temporales, los primeros personajes
del Estado después de ellos mismos. La Europa fue cubierta de una red de
principados eclesiásticos, verdaderos contrafuertes de los tronos que los habían
creado.
Pero lejos de ser para la Iglesia una fuerza verdadera, toda esta riqueza
y este brillo vino a ser, al contrario, para ella, un peligro supremo. No hablo
de las violencias de los bandoleros y expoliadores, que eran, en suma, delitos
incontestables contra el derecho y el orden público. Se trataba de un mal más
universal y rotundo. Opulenta y desarmada a la vez, obligada a confiar a manos
de laicos la espada que el Estado ponía en las suyas, y, a consecuencia de la
ausencia dinástica, expuesta a todas las luchas cada vez que morían los
dignatarios, la Iglesia se convirtió inmediatamente en el juguete de los
ambiciosos y en presa de las codicias contrapuestas. Aún aquéllos que en las
horas de recogimiento o de arrepentimiento, se habían mostrado más generosos
hacia ella, disponían sin escrúpulos cíe sus dignidades, persuadidos de que las
larguezas concedidas les daban un derecho de tutela o de protectorado. Todos los
señores estaban al acecho de las muertes episcopales o abaciales, para
disputarse la herencia que se abría. Como tenían segundones, y querían dotarlos
sin perjudicar la herencia del mayor, imaginaban mantenerlo dentro de la
Iglesia, haciéndolos obispos o abades. La Iglesia servía así como una
institución de colocación para los segundones de buenas familias.
Por otra parte, los reyes tenían interés en que las dignidades
eclesiásticas cayeran en manos de gente segura y fiel. La importancia política
que tenían las diócesis y los monasterios en la sociedad feudal era un hecho
demasiado considerable para quedar indiferentes ante, el reclutamiento de la
Jerarquía. Por otro lado, las ricas prebendas eran en manos reales excelentes
medios de gobierno, de los cuales se servían para recompensar la fidelidad de
unos y estimular el celo de otros. No tardaron en tomar por doquiera la
costumbre de escoger por sí mismos los titulares de las principales dignidades
eclesiásticas de sus reinos, contrariamente a los cánones de la Iglesia. Los
reyes de Alemania fueron más lejos: se atribuyeron, desde el siglo X, la
designación de los Pontífices romanos, y durante cien años (963-1073) ningún
Papa pudo subir a la sede de San Pedro si no era designado o, por lo menos,
confirmado por ellos.
Consideremos el régimen más en detalle. Un obispo acaba de morir.
Inmediatamente su capítulo toma las insignias de su dignidad sacerdotal: el
anillo que representa su matrimonio con la diócesis, y el báculo, símbolo de su
autoridad sobre los feligreses, y los envía al rey. Pero, por muy rápidos que se
dirijan estos mensajeros a desempeñar su misión, se les adelantan otros viajeros
aún más presurosos, los ambiciosos que sueñan con encaramarse a la sede vacante,
y que corren a alegar su propia causa ante la corte real. Es el steeplechase de
los candidatos al episcopado. No hay nada que decir sobre las innumerables
intrigas que vienen a cruzar sus hilos alrededor del soberano, las
solicitaciones y promesas, las apetitosas ofertas hechas a los principales
cortesanos, la venta de influencias, las intervenciones extraordinarias que se
ejercen. Todo esto hasta el momento en que la elección del monarca está hecha.
Se ordena traer entonces al feliz elegido y, en ceremonia del más puro sello
feudal, recibe del rey el anillo y el báculo. No hay absolutamente nada
canónico, nada que sea propiamente eclesiástico en todo este procedimiento y en
esta ceremonia: la investidura: es decir, el acto por el cual el nuevo obispo es
revestido de sus poderes, es exclusivamente laica.
Hay que retener estas palabras, investidura laica, pues van a ser famosas
en la historia, como la divisa o emblema del régimen. Y hay que tomar nota,
ciertamente, del carácter que tendrán en adelante las relaciones de la Iglesia y
del Estado. El gran principio evangélico de la distinción de los poderes, que es
la piedra angular de la civilización moderna, fue violado de la manera más
bárbara. Lo espiritual y lo temporal se confunden, no se da a Dios lo que es de
Dios. Parece une no fuera va Vicario de Cristo el Papa, sino el Emperador, y la
Iglesia fuese sólo un anexo del Estado. El feudalismo la ha enriquecido, pero
también la ha hecho sierva, despojándola de su carácter ecuménico y
transformándola en una institución de casta. El Papa es un capellán del
Emperador, los obispos de las cortes reales. La jerarquía no se abre sino a las
grandes familias, nace un feudalismo eclesiástico, paralelo al feudalismo
militar, y reclutados el uno y el otro en la misma clase. La Iglesia se apoya
sobre los poderosos del siglo, comparte su autoridad y su riqueza: parece, en
suma, que su destino está indisolublemente ligado a la sociedad feudal. Como el
pueblo de Israel, como el Imperio romano, el feudalismo quiso confiscar la
Iglesia y por un instante ello pareció posible.
Esta situación era de una gravedad sin precedentes para la salud de la
Iglesia y para su influencia sobre los pueblos. Desde que la elección de los
prelados, en lugar de estar regulada por Las vigorosas prescripciones del
derecho canónico, dependió del arbitrio de los reyes, no fueron ya las virtudes
sacerdotales las que abrieron el acceso al episcopado. Lo importante era dar
garantías de fidelidad a la dinastía o la política de los príncipes, o incluso
el ser apoyado por algunos cortesanos. Ahora bien, estos últimos no daban su
apoyo gratuitamente, sino que lo vendían. La mayor parte de los obispos
compraban su cargo y, naturalmente, una vez en posesión de él, trataban de
indemnizarse, vendiendo a su vez las dignidades secundarias. El clero inferior,
a su turno, vendía los sacramentos: de modo tal que, de arriba abajo de la
escala, la gracia de la Redención era puesta en pública subasta. El templo de
Dios, del cual Jesús había expulsado a los cambistas, volvía a ser una cueva de
ladrones.
Semejante tráfico era, entre todos los abusos, el que la Iglesia
condenaba más severamente, y contra él había fulminado todos sus anatemas. En su
origen mismo, lo había maldecido, cuando Simón el Mago ofreció dinero a San
Pedro para comprar el don de imponer las manos: fue entonces cuando se atrajo de
parte del Príncipe de los Apóstoles una respuesta fulminante: "¡Que tu dinero
quede contigo para tu pérdida!" Desde entonces se reservó la palabra "simonía"
para el tráfico de cosas sagradas, y todas las generaciones habían renovado la
interdicción de esta práctica sacrílega.
Un clero simoniaco, por cierto, no se preocupaba en absoluto de sus
obligaciones de estado. Entrado generalmente en el sacerdocio para asegurarse
una situación cómoda, gozaba alegremente de la vida, desplegaba un gran lujo,
tomaba parte en todas las distracciones mundanas, en las fiestas, en los juegos,
en la caza, incluso en la guerra. Un gran número de sacerdotes no temían mostrar
su amor por los sacramentos recibiendo dos que son incompatibles, el orden y el
matrimonio. Vivían ante el mundo como padres de familia, rodeados por su mujer y
sus hijos, considerando la obligación del celibato como un antiguo uso pasado de
moda. Por cierto que estos pseudos matrimonios, prohibidos por los cánones, no
eran a los ojos de la Iglesia sino vergonzosos concubinatos.
No hay que decir gran cosa de la influencia que un clero tan degradado
podía tener sobre las poblaciones que tenía a su cargo para la instrucción v la
educación. La enseñanza más eficaz es la del ejemplo, y aquí el ejemplo enseñaba
a pisotear, con cinismo e inconsciencia, los preceptos más formales de la
religión de la cual eran ministros. Nosotros que, gracias a Dios, vivimos en un
tiempo en que el clero da testimonio de la verdad de la doctrina por la
admirable dignidad de su vida, sentimos dificultad para figurarnos la triste
condición de los fieles de ese entonces, que veían el sacerdocio invadido por
fornicadores y por vendedores de sacramentos. ¿Cuáles serían los sentimientos de
los auditores, cuando la lujuria y la venalidad se aposentaban en los santuarios
y hablaban desde los púlpitos? "Vosotros sois la sal de la tierra; si la sal se
hace insípida, ¿cómo se le devolverá el sabor?" Esta palabra de Cristo a los
primeros sacerdotes encontraba una triste aplicación en la sociedad de entonces.
El progreso social estaba detenido, el mundo cristiano retrocedía. Entre los
fieles, los más bárbaros imitaban tranquilamente a sus pastores y se sumergían
en el lodazal de todos los vicios; los otros, más lógicos, se desviaban con
disgusto de una religión que veían representada por tales ministros. Unos y
otros estaban, por decirlo así, maduros para una revolución religiosa que podría
haberlos arrancado del cristianismo. La herejía podía golpear a la puerta,
segura de encontrar acogida.
En efecto, desde el comienzo del siglo XI vemos por doquiera la herejía.
¡Y qué herejía!
Una doctrina funesta, lúgubre, espantosa como el pecado, triste como la
muerte. Una noche sombría que desciende con un peso de plomo y con un frío de
hielo sobre las inteligencias y los corazones, un cáncer mortal que destruye
todas las regiones luminosas, una locura asesina que suprime la alegría de vivir
y que hace de la existencia un mal sueño: tal es la herejía de los albigenses.
No podemos compararla a ninguna otra: todas han dejado de pie la bandera sagrada
de la esperanza, han guardado la fe en Cristo redentor, han mantenido en las
almas la alta y viril seguridad de que la vida vale la pena de ser vivida, y de
que el combate del bien y del mal se desenlazará finalmente como lo reclama la
voz de la conciencia humana. Al contrario, según la herejía albigense, no hay
ninguna salvación cierta, ni en la Iglesia, entregada al desprecio, ni en el
Redentor, que ha sufrido también la ley del pecado, ni en Dios, puesto que no es
todopoderoso y es combatido por un principio malo, cuyo poder iguala al suyo. En
lugar de esta armonía que la fe cristiana había mostrado realizada en el
universo por la supremacía de la sabiduría divina, que mantiene la jerarquía y
el equilibrio de toda la creación, no ven los herejes sino una lucha atroz y
espantosa entre el bien y el mal, disputándose el mundo en un duelo en que
nuestra propia alma está en disputa.
Para el albigense la fe cristiana es vana, y la Redención una mentira. El
mal es el principio eterno y el mundo creado, con toda su magnificencia, es obra
suya. Si el hombre está compuesto de un alma, que es la obra del Dios bueno, y
de un cuerpo, que es creado por el Dios malo, esto es por su culpa: el alma se
ha dejado atraer al cuerpo por seducción, es prisionera dé él, y su única
esperanza de salvación consiste en salir del cuerpo. El suicidio es un acto
religioso que liberta el alma; el matrimonio es reprobado pues eterniza, por la
reproducción indefinida, la cautividad de las almas encerradas en los cuerpos.
Desde lejos vemos ya la insinuación del delirio monstruoso de cierta filosofía
moderna, como única solución: el suicidio colectivo.
Tales son los grandes rasgos de esta doctrina desesperada, que seca en su
fuente misma la vida sobrenatural de la humanidad, retornando a la conciencia
humana a las crueles tinieblas de donde Cristo la había sacado, llamándola a la
luz de la Redención. Es necesario que los hombres de esa época hayan estado muy
abandonados, muy decepcionados del ideal cristiano para que, en su desesperación
se hayan arrojado en gran número en tal religión. Sin embargo día a día ésta se
esparcía más. Semejante a esas plagas mortales que venían antes del Asia,
avanzaba cada vez más, se podía seguir en el mapa su itinerario, cubriendo como
una mancha negra todos los países, uno tras otro.
Se le ha llamado herejía albigense y, en efecto, en cierto momento, sus
fuerzas principales estaban concentradas en el Mediodía de Francia. Pero no nos
engañemos, ella está por doquiera: en nuestras regiones, en Arras, en Liège, en
el centro de Francia, en Châlons, en Orléans, y es en estos sitios donde se
sitúan sus primeras manifestaciones. Escondida muchas veces tras apariencias
inofensivas, hasta el punto de que es dificilísimo reconocerla bajo ciertas
sectas de exterior anodino, como los primeros Valdenses, invadió gradual y
fatalmente todos los medios en que la desaparición de la fe católica ha hecho el
vacío, y legiones de hombres viven bajo su sombra sin sospechar que el
cristianismo mutilado que profesaban era una rama del tronco maniqueo. Todas las
sectas de la época son otros tantos canales laterales que vienen a desembocar en
la cloaca central del maniqueísmo, arrojando en ella las aguas vivas de los
medios que ellos riegan parra provecho propio. Directa o indirectamente, todas
las otras herejías son sus tributarias, que hormiguean por doquiera.
Se desarrollan mil sectas extravagantes y escandalosas, como un
repugnante gusano que destruye el pobre cuerpo enfermo de la sociedad. Los
predicadores heréticos más absurdos, los charlatanes más viles encuentran
acogida entre la población desesperada, pero en la cual la necesidad religiosa
no deja de existir. Tenemos como prueba el caso del miserable Tanquelin, cuyo
campo de operaciones fue la ciudad de Anvers. Fue tal el entusiasmo fanático de
sus sectarios, que llegaron hasta beber el agua en la cual se había lavado. Un
día anunció que se casaría con la Santísima Virgen, y que colocaría a ambos
lados de la puerta de la casa dos cajas para saber, según la liberalidad que se
manifestaría en llenarlas, cuáles de sus fieles —hombres y mujeres— le eran más
devotos: las dos cajas estuvieron totalmente llenas.
Si, como acabo de decir, no es siempre fácil reconocer el parentesco
subterráneo que relaciona todas estas sectas a la herejía por excelencia, en
revancha hay un rasgo de familia que es fácil de constatar en todas: su
ilimitada aversión al clero. Y esto nos vuelve, por un desvío que no deja de ser
instructivo, al origen que he asignado a este temible fortalecimiento de la
herejía, a saber, la corrupción del clero. Los escándalos de los sacerdotes
simoníacos y fornicadores han abierto la puerta por la cual las multitudes se
precipitaron fuera de la Iglesia.
Pudo parecer que el cristianismo y la civilización corrían a la
bancarrota. Pero la Iglesia Católica está hecha para la eterna novedad. A veces
parece que las fuentes de gracia y de vida, que descienden sobre ella desde las
alturas de los cielos, se perdieran, escurriéndose hacia- una lejanía
indefinida: pero no nos equivoquemos: en un momento dado, esas gentes brotan de
su seno en columnas de agua viva que son tanto más altas cuanto que brotan mas
lejos, y que caen sobre el cuerpo de la iglesia en cascadas bienhechoras y
fecundas. Eso se vio ciertamente en esos días sombríos. La inagotable vitalidad
religiosa de la bajo el desbordamiento impuro de la herejía, se retiró y se
concentró en su corazón, cogiendo allí una intensidad y una energía magníficas,
preparándose para volver en grandes pulsaciones a todas las arterias y venas de
este gran cuerpo doliente.
Entre tanto, esa vitalidad vivía refugiada en los claustros, eternos
asilos del espíritu cristiano perseguido. No todos los claustros habían quedado
al abrigo de la corrupción, pero en los de Lotaringia y Borgoña se produjo desde
el siglo X un activo movimiento de reforma. Aparecieron reformadores que querían
reintroducir en la vida monástica la plenitud ideal de su perfección, y
alcanzaron éxito en sus esfuerzos. Nacieron centros de reforma en Gorze, en
Brogne, sobre todo en Cluny, y esta regeneración monástica irradió hacia lo
lejos. Cluny, que tuvo la felicidad de tener a su cabeza, durante un siglo, a
hombres eminentes, dio su nombre al movimiento. Los discípulos y admiradores de
la escuela cluniacense llevaron sus ideas y su reforma a todos los países de la
Europa Occidental. Debemos también señalar, para ser justos, la parte que
correspondió a los grandes ascetas italianos, tales como San Romualdo, fundador
de los Camaldulenses, San Juan Gualberto, fundador de Vallumbrosa, San Nilo, que
ganó para la vida religiosa al emperador Otón III y que tal vez habría obtenido
de él la renuncia al Imperio, si la muerte no hubiera arrebatado al joven
príncipe ese pesado fardo.
Todos estos hogares monásticos, que se encienden uno tras otro, como las
estrellas del cielo, mantenían el fuego sagrado del espíritu cristiano,
reconstituían una atmósfera en que iban a sumergirse todos aquéllos que habían
guardado el culto del ideal evangélico y que no habían desesperado del porvenir.
Las filas de la Iglesia militante se rehacían desde los monasterios; el clero
secular, a su vez, daba otros campeones y doctores a la causa de la reforma. Tal
fue, por ejemplo, el magnánimo Wazon, obispo de Liége, el primero que definió,
con nitidez soberana, los principios que se han llamado gregorianos, y que
bastaría llamar católicos. Tal fue, asimismo, el noble Anselmo de Luca, modelo
de gran obispo, que. Papa bajo el nombre de Alejandro II, fue uno de los grandes
antecesores de Gregorio VII, y muchos otros más. Todos han levantado la vista
hacia la cátedra romana : todos, pasando por encima de los obispos corrompidos,
piden al Papa la salud del mundo. Para emplear un término moderno, son
ultramontanos en toda la fuerza del término.
Estos hombres, esparcidos en todas partes, prestando a sus doctrinas
altas y puras el prestigio de una vida irreprochable, conquistaron poco a poco
la simpatía pública: se puede decir que formaron la opinión en los medios donde
había preocupación por los problemas religiosos y sociales. Su acción no quedó
confinada al clero, sino que reclutaron adherentes entre todas las clases de la
sociedad, y aún entre los príncipes y las testas coronadas. Entre éstos vemos al
emperador de Alemania Enrique III enemigo implacable de la simonía y del
nicolaísmo. Nadie ha maldecido estos abusos con mayor a: pereza que él, ni los
ha combatido con mayor vigor. Se cuidó de confiar las sillas episcopales a
hombres irreprochables, y los designados por él para la sede de San Pedro.
Clemente II y Dámaso II, fueron dignos de ella. Esto puede parecer extraño en un
soberano que mantuvo más que ningún otro su pretendido derecho a la investidura
laica; pero es bastante explicable. En la sociedad humana, una cosa es constatar
un abuso, y otra el reconocer su raíz. Las constataciones que hacemos a
distancia, a la luz de la historia y teniendo a la vista todas las piezas del
proceso, no pudieron, evidentemente, ser realizadas con la misma facilidad por
los hombres de entonces, que vivían en la trama de los hechos, no viendo sino
una parte de éstos y que, además, se inclinaban, por interés o por su situación,
a apreciarlos de modo muy diferente al nuestro. Por eso había entonces y hay
ahora, gentes de bien a quienes les abusos sociales hacen gemir, y a los cuales
les indignaría el remedio necesario.
¿Cuál era ese remedio? Como lo he dicho, no era la prohibición pura y
simple de la simonía y del concubinato. Mientras se entregaban las sillas
episcopales a los simoníacos y a los fornicarios, sus vicios reinaban con ellos
sobre las diócesis. Lo que era necesario impedir era que semejantes hombres
pudieran penetrar de sorpresa en el redil, entrar, como se decía, por otra parte
que por la puerta: y para esto, era indispensable poner en vigor las
prescripciones canónicas relativas a la elección de los dignatarios sagrados, es
decir, devolver a la Iglesia su libertad, y respetar la distinción de los dos
poderes, arrebatando a los reyes el derecho de la investidura. Esto era bastante
simple, pero precisamente la simplicidad de la fórmula la hacía terrible y
aparentemente quimérica. Disputar un privilegio a los príncipes, que éstos
—buenos o malos— se arrogaban como algo obvio, significaba desencadenar la
guerra más terrible, una guerra que las sociedades cristianas no habían conocido
todavía, la guerra de la Iglesia y el Estado. Y ésta no era sólo contra los
reyes , sino también contra la clase feudal, contra toda esta sociedad rica y
poderosa que favorecía a su manera a la Iglesia, y sin cuya ayuda ésta parecía
condenada a la impotencia absoluta. Significaba, además, desencadenar dentro de
la misma jerarquía una resistencia furiosa y desesperada de parte de los
prelados que debían sus cargos a la investidura laica, y cuyos títulos de
posesión iban a verse amagados por el anatema lanzado sobre el vicio originario.
Tales eran las temibles previsiones, que debieron turbar el espíritu de los
reformadores. ¿Cómo podemos sorprendernos si más de alguno retrocedió ante tales
eventualidades?
Sin embargo la Iglesia Católica no vaciló: mas, ¡con cuánto tacto, con
qué prudencia, con qué precauciones en los primeros momentos! Proclamar los
verdaderos principios y reclamar su aplicación, era inútil, pues ellos eran
sabidos, pero era peligroso, porque eran desapreciados. Hizo algo mejor: habituó
poco a poco a los espíritus al respeto de tales principios, afirmando
tácitamente el derecho por precedentes que ella creaba cuando podía, haciéndolo
prevalecer sin gran estruendo pero con un soberano vigor. Veremos, por un
ejemplo, cómo se operó esta reforma.
En 1048 la sede pontificia estaba vacante y el emperador Enrique III
designó a su primo Bruno, entonces obispo de Toul, conocido por la historia como
León IX, que pertenecía al grupo de cristianos celosos y fervientes que deseaba
la reforma de la Iglesia. El no protestó contra tal designación, no dijo a su
primo que no tenía derecho a disponer de la cátedra de Pedro y que él, como
obispo, no podía considerarse Papa sino si era elegido por el clero romano de
acuerdo con las reglas canónicas. Semejante lenguaje hubiera echado todo a
perder, y Enrique habría designado a otro Papa, probablemente más complaciente,
y la gran obra de la regeneración no habría tenido lugar. Pero lo que León IX no
quiso decir de una manera explícita, fue proclamado tácitamente con fuerza y con
dulzura, por su conducta. Partió inmediatamente a hacerse cargo de la sede
pontificia, pero como simple peregrino, sin cortejo, apoyándose en un bastón
orando y ayunando en el camino. Entró a Roma a pie descalzo y sólo después de
elegido según el rito canónico revistió las insignias pontificias y se comportó
como jefe de la Iglesia. La investidura laica era invalidada por el mismo que la
recibía, sin el menor conflicto. Los dos sucesores de León IX siguieron su
ejemplo, y al cabo de algunos años, los espíritus estaban hasta tal punto
familiarizados con el principio de la libertad de la sede pontificia, que en
1059 Nicolás II pudo dar otro paso y publicar su célebre constitución sobre las
elecciones del Soberano Pontífice.
Esta constitución es un modelo de energía y de habilidad. Por una parte,
proclama muy alto el derecho, ordenando que el Papa sea elegido por el colegio
de cardenales; por otro lado, toma prudentemente en cuenta los hechos y decide
que el emperador actual y los sucesores a quienes la Iglesia se lo conceda,
tendrán el derecho de confirmar la elección. Esta concesión, destinada a marcar
una transición, caducó muy pronto y quedó en pie la esencia de la constitución
de l059. Diré de paso que sus disposiciones están aún en vigencia. Convengamos
en que una ley electoral que dura desde hace ocho siglos y medio es un fenómeno
de rara longevidad, difícil de encontrar fuera de la Iglesia Católica.
El Papado se ha emancipado; ahora su tarea es emancipar la Iglesia. Es su
misión tradicional, según la palabra dicha a Pedro: "Una vez convertido,
confirma a tus hermanos". Todas las miradas están vueltas hacia el Soberano
Pontífice: después de haber esperado ansiosamente que sea libré, el mundo
cristiano le pide ahora que actúe. Del seno de la Iglesia suben voces imponentes
rogándole que salve a la sociedad: San Pedro Damián es en cierto modo el eco de
todas ellas. Es una hora angustiosa, el momento de la vacilación. ¿Estará el
Papado a la altura de la civilización? ¿Osará mirar cara a cara al mal lleno de
poder y, después de conocerlo claramente, darle el golpe de muerte? ¿Se atreverá
a pronunciar la palabra suprema que, una vez dicha, no podrá ser ya revocada, y
que va a ser el signo de la conflagración universal? Esta pregunta se plantea en
el momento en que acaba de subir a la cátedra de Pedro aquél que ha sido durante
toda una generación el alma de todas las reformas. Era el monje Hildebrando, a
quien hoy llamamos el Papa Gregorio VII: el hombre que separa los siglos, entre
el límite del pasado y el porvenir. Tiene el dardo en la mano y va a lanzarlo; a
este gesto responderán mil clamores confusos y terribles, con el ruido de todo
un mundo que se derrumba o que se yergue.
Imagino que en el momento de dar el golpe supremo, las manos de Gregorio
VII tal vez temblaban. Este gran corazón, el más intrépido quizás que haya
existido sobre la tierra, debe haber sentido entonces un terror sagrado, unido a
ese desfallecimiento de la carne que el mismo Jesús sintió en el huerto de los
Olivos: debilidad augusta y conmovedora que está presente en el sacrificio
voluntario de aquéllos a quienes Dios ha escogido para ser los ejecutores de una
gran misión: son las primeras víctimas, lo saben, y actúan. Así, cuando en 1075
Gregorio VII formuló la prohibición de la investidura laica que renovó en 1078 y
en 1080, prohibiendo incluso a los emperadores y a los reyes conferir alguna
dignidad religiosa, alcanzó el más alto grado de grandeza moral a que se haya
elevado en toda su carrera. Jamás, ni en el brillo pasajero del triunfo, ni en
la magnánima paciencia de las tribulaciones y del destierro, ha hecho Gregorio
VII algo más sublime que esta proclamación, que lo sumergiría en el abismo de
infinitas tribulaciones.
Se había encendido una guerra que duraría cincuenta años, y cuyo fin no
vieron ni Gregorio VII ni Enrique IV. No la relataré, pues sus detalles se
encuentran en cualquier libro; sólo me interesa destacar aquí su sentido. Fue
una lucha encarnizada, en la que tomaron parte todos los pueblos cristianos y
todas las clases de la sociedad, trastornando profundamente a este mundo joven y
apasionado. Desencadenó una nube de panfletos sobre todas las materias posibles,
con una violencia hasta entonces desconocida en los debates doctrinarios. Hubo
capitulaciones y virajes extraños, claudicaciones vergonzosas en los caracteres
más viriles. La buena causa, atacada con un furor sin precedentes, fue a menudo
comprometida por los excesos de sus propios defensores, y el espíritu
revolucionario apareció trabajando, más de una vez, bajo los auspicios de la
autoridad. Y en semejantes momentos, los conservadores asustado s, volviéndose
coléricos hacia el Soberano Pontífice, pudieron decirle: "¡He aquí lo que son
vuestros partidarios, lo que es vuestra obra!"
Como sucede a menudo, se identificó inescrupulosamente a los reformadores
con los revolucionarios: testigo, esa generosa democracia católica de Milán,
guiada por San Arialdo y San Erlemboldo anatematizada por sus adversarios con el
título de cátaros, que ella transformó en epíteto de honor. La tempestad que
trastornaba todo pareció traer la noche de las inteligencias y la decadencia de
la sociedad cristiana. Sin embargo, el Papado, imperturbable en medio del
desenfreno universal —a pesar de Gregorio VII muriendo en Salerno, de Víctor III
huyendo de Roma el día de su consagración, de Urbano II preparando la primera
Cruzada en medio de las luchas, de Pascual II encerrado en las cárceles del
Emperador Enrique V—> verá, más abajo de las convulsiones de la superficie
levantarse las cosechas del futuro. Las verdades sembradas crecían bajo el
viento de huracán, en la conciencia de las naciones. Los principios vitales del
cristianismo desprendían poco a poco sus consecuencias en fórmulas de una
precisión luminosa y enérgica, que, lentamente, acababan por tomar posesión de
los espíritus. Apoyado por la elite del clero regular y secular, sostenido por
la adhesión creciente de las multitudes, servido por la pura abnegación de
personajes como la condesa Matilde de Toscana, a quien se ha llamado la Juana de
Arco del Papado, la Santa Sede se mantuvo firme.
Treinta y siete años después de su muerte, Gregorio VII triunfaba desde
el fondo de su tumba. Por el Concordato de Worms (1122) la Iglesia hizo
reconocer al Estado el derecho por el cual había combatido tanto. Se concedió la
libertad de las elecciones canónicas, desde la del Papa hasta las dignidades
inferiores: era ahora realmente soberano en su dominio; respecto a las
cuestiones mixtas, transigía según su costumbre.
Libre en adelante para consagrarse enteramente a la gran obra de la
Reforma, desplegó en ella una energía y una actividad sin límites. En menos de
un siglo, extinguió el maniqueísmo, envió a toda Europa a las Cruzadas, sacó de
su seno tres Ordenes nuevas, una para el ministerio de las almas, otra para la
predicación de la doctrina, la tercera para la práctica de la pobreza. Presidió
el nacimiento de las Comunas y de las Universidades, cubrió con su prestigio el
arte gótico de la escolástica, vio subir a santos sobre los tronos de Francia y
de Castilla. Y durante dos siglos el XII y el XIII, llegó a ser la autoridad
suprema de Occidente, el oráculo del mundo cristiano.
Tales fueron los resultados de la reacción general por la cual,
arrancándose a la opresión del feudalismo, que quería hacer de ella una religión
de capillas y atarla a su destino efímero, la Iglesia Católica salvó su
porvenir. Comparando el mundo cristiano, tal como era en la víspera del
conflicto, con el que le siguió, podemos tomar conciencia del alcance de este
gran fenómeno, dándonos cuenta de que no hay exageración cuando se ve, en esta
crisis saludable, una de las encrucijadas de nuestra civilización.
muertos enterrar sus muertos, aceptó el derrumbamiento del carcomido edificio de
la civilización romana, y fue hacia los bárbaros, confiando a ellos sus
destinos. Establecida entre ellos, escogiendo bárbaros como colaboradores (ellos
se llamaron San Bonifacio, Carlomagno, Alfredo el Grande), se puso en trabajo
desde el primer día, preludiando la creación de un mundo nuevo.
Obra inmensa y secular, que ofrece al espíritu humano el espectáculo más
conmovedor y la enseñanza más fecunda. No es éste el lugar en que pueda
desarrollar ni siquiera un esbozo de ella, como he intentado hacerlo en otra
obra ("Orígenes de la civilización moderna"). Mi finalidad es más bien mostrar
aquí como, en el curso de su trabajo, la Iglesia se vio amenazada de convertirse
en presa de la barbarie que ella quería domar, y de qué modo consiguió atravesar
victoriosamente esta crisis.
Sería necesario ver lo que eran, en estos primeros siglos de la Edad
Media, estos pueblos nuevos, que acababan de encorvar la frente bajo las aguas
del bautismo. Fuera de las excepciones que son siempre las almas de élite, no
estaban aún sino en el umbral del cristianismo, y, si estaban bautizados, no
estaban en absoluto civilizados. Amaban sinceramente la religión cristiana, pero
su amor era, a menudo, grosero e interesado. A sus ojos, había dos maneras para
un discípulo de Cristo de dar testimonio de su fe: dar golpes vigorosos a los
enemigos, y hacer grandes liberalidades a los pobres. Creían ellos, como
nosotros, que la limosna cubre la multitud de los pecados. Y como tenían muchos
pecados que hacerse perdonar, se mostraban generosísimos con la Iglesia. Nada
más meritorio, pues la Iglesia era la madre y nodriza de los pobres. Darle a
ella no era sólo contribuir al sostenimiento del culto y a las necesidades de la
milicia religiosa, sino que era también asegurar el presupuesto de beneficencia
y el de instrucción pública, de las cuales únicamente se preocupaba la Iglesia.
Por eso, "para salvación del alma y remisión de los pecados", como decían en sus
actas de donación, los hombres de ese tiempo se interesaban por enriquecer a las
instituciones religiosas o fundar otras nuevas. No hay monasterio, iglesia
catedral o colegiata que no haya recibido sus liberalidades, convirtiéndose en
poco tiempo en gran propietario, investido de todo el valor social que daba
entonces la gran propiedad. Más de alguno de estos establecimientos llegó a ser
una verdadera potencia, sobre todo desde el día en que los reyes, sobrepujando
la liberalidad de los grandes, repartieron su autoridad con la Iglesia,
acordándole en feudo condados enteros, con todos los derechos políticos y
civiles, hicieron de los prelados príncipes temporales, los primeros personajes
del Estado después de ellos mismos. La Europa fue cubierta de una red de
principados eclesiásticos, verdaderos contrafuertes de los tronos que los habían
creado.
Pero lejos de ser para la Iglesia una fuerza verdadera, toda esta riqueza
y este brillo vino a ser, al contrario, para ella, un peligro supremo. No hablo
de las violencias de los bandoleros y expoliadores, que eran, en suma, delitos
incontestables contra el derecho y el orden público. Se trataba de un mal más
universal y rotundo. Opulenta y desarmada a la vez, obligada a confiar a manos
de laicos la espada que el Estado ponía en las suyas, y, a consecuencia de la
ausencia dinástica, expuesta a todas las luchas cada vez que morían los
dignatarios, la Iglesia se convirtió inmediatamente en el juguete de los
ambiciosos y en presa de las codicias contrapuestas. Aún aquéllos que en las
horas de recogimiento o de arrepentimiento, se habían mostrado más generosos
hacia ella, disponían sin escrúpulos cíe sus dignidades, persuadidos de que las
larguezas concedidas les daban un derecho de tutela o de protectorado. Todos los
señores estaban al acecho de las muertes episcopales o abaciales, para
disputarse la herencia que se abría. Como tenían segundones, y querían dotarlos
sin perjudicar la herencia del mayor, imaginaban mantenerlo dentro de la
Iglesia, haciéndolos obispos o abades. La Iglesia servía así como una
institución de colocación para los segundones de buenas familias.
Por otra parte, los reyes tenían interés en que las dignidades
eclesiásticas cayeran en manos de gente segura y fiel. La importancia política
que tenían las diócesis y los monasterios en la sociedad feudal era un hecho
demasiado considerable para quedar indiferentes ante, el reclutamiento de la
Jerarquía. Por otro lado, las ricas prebendas eran en manos reales excelentes
medios de gobierno, de los cuales se servían para recompensar la fidelidad de
unos y estimular el celo de otros. No tardaron en tomar por doquiera la
costumbre de escoger por sí mismos los titulares de las principales dignidades
eclesiásticas de sus reinos, contrariamente a los cánones de la Iglesia. Los
reyes de Alemania fueron más lejos: se atribuyeron, desde el siglo X, la
designación de los Pontífices romanos, y durante cien años (963-1073) ningún
Papa pudo subir a la sede de San Pedro si no era designado o, por lo menos,
confirmado por ellos.
Consideremos el régimen más en detalle. Un obispo acaba de morir.
Inmediatamente su capítulo toma las insignias de su dignidad sacerdotal: el
anillo que representa su matrimonio con la diócesis, y el báculo, símbolo de su
autoridad sobre los feligreses, y los envía al rey. Pero, por muy rápidos que se
dirijan estos mensajeros a desempeñar su misión, se les adelantan otros viajeros
aún más presurosos, los ambiciosos que sueñan con encaramarse a la sede vacante,
y que corren a alegar su propia causa ante la corte real. Es el steeplechase de
los candidatos al episcopado. No hay nada que decir sobre las innumerables
intrigas que vienen a cruzar sus hilos alrededor del soberano, las
solicitaciones y promesas, las apetitosas ofertas hechas a los principales
cortesanos, la venta de influencias, las intervenciones extraordinarias que se
ejercen. Todo esto hasta el momento en que la elección del monarca está hecha.
Se ordena traer entonces al feliz elegido y, en ceremonia del más puro sello
feudal, recibe del rey el anillo y el báculo. No hay absolutamente nada
canónico, nada que sea propiamente eclesiástico en todo este procedimiento y en
esta ceremonia: la investidura: es decir, el acto por el cual el nuevo obispo es
revestido de sus poderes, es exclusivamente laica.
Hay que retener estas palabras, investidura laica, pues van a ser famosas
en la historia, como la divisa o emblema del régimen. Y hay que tomar nota,
ciertamente, del carácter que tendrán en adelante las relaciones de la Iglesia y
del Estado. El gran principio evangélico de la distinción de los poderes, que es
la piedra angular de la civilización moderna, fue violado de la manera más
bárbara. Lo espiritual y lo temporal se confunden, no se da a Dios lo que es de
Dios. Parece une no fuera va Vicario de Cristo el Papa, sino el Emperador, y la
Iglesia fuese sólo un anexo del Estado. El feudalismo la ha enriquecido, pero
también la ha hecho sierva, despojándola de su carácter ecuménico y
transformándola en una institución de casta. El Papa es un capellán del
Emperador, los obispos de las cortes reales. La jerarquía no se abre sino a las
grandes familias, nace un feudalismo eclesiástico, paralelo al feudalismo
militar, y reclutados el uno y el otro en la misma clase. La Iglesia se apoya
sobre los poderosos del siglo, comparte su autoridad y su riqueza: parece, en
suma, que su destino está indisolublemente ligado a la sociedad feudal. Como el
pueblo de Israel, como el Imperio romano, el feudalismo quiso confiscar la
Iglesia y por un instante ello pareció posible.
Esta situación era de una gravedad sin precedentes para la salud de la
Iglesia y para su influencia sobre los pueblos. Desde que la elección de los
prelados, en lugar de estar regulada por Las vigorosas prescripciones del
derecho canónico, dependió del arbitrio de los reyes, no fueron ya las virtudes
sacerdotales las que abrieron el acceso al episcopado. Lo importante era dar
garantías de fidelidad a la dinastía o la política de los príncipes, o incluso
el ser apoyado por algunos cortesanos. Ahora bien, estos últimos no daban su
apoyo gratuitamente, sino que lo vendían. La mayor parte de los obispos
compraban su cargo y, naturalmente, una vez en posesión de él, trataban de
indemnizarse, vendiendo a su vez las dignidades secundarias. El clero inferior,
a su turno, vendía los sacramentos: de modo tal que, de arriba abajo de la
escala, la gracia de la Redención era puesta en pública subasta. El templo de
Dios, del cual Jesús había expulsado a los cambistas, volvía a ser una cueva de
ladrones.
Semejante tráfico era, entre todos los abusos, el que la Iglesia
condenaba más severamente, y contra él había fulminado todos sus anatemas. En su
origen mismo, lo había maldecido, cuando Simón el Mago ofreció dinero a San
Pedro para comprar el don de imponer las manos: fue entonces cuando se atrajo de
parte del Príncipe de los Apóstoles una respuesta fulminante: "¡Que tu dinero
quede contigo para tu pérdida!" Desde entonces se reservó la palabra "simonía"
para el tráfico de cosas sagradas, y todas las generaciones habían renovado la
interdicción de esta práctica sacrílega.
Un clero simoniaco, por cierto, no se preocupaba en absoluto de sus
obligaciones de estado. Entrado generalmente en el sacerdocio para asegurarse
una situación cómoda, gozaba alegremente de la vida, desplegaba un gran lujo,
tomaba parte en todas las distracciones mundanas, en las fiestas, en los juegos,
en la caza, incluso en la guerra. Un gran número de sacerdotes no temían mostrar
su amor por los sacramentos recibiendo dos que son incompatibles, el orden y el
matrimonio. Vivían ante el mundo como padres de familia, rodeados por su mujer y
sus hijos, considerando la obligación del celibato como un antiguo uso pasado de
moda. Por cierto que estos pseudos matrimonios, prohibidos por los cánones, no
eran a los ojos de la Iglesia sino vergonzosos concubinatos.
No hay que decir gran cosa de la influencia que un clero tan degradado
podía tener sobre las poblaciones que tenía a su cargo para la instrucción v la
educación. La enseñanza más eficaz es la del ejemplo, y aquí el ejemplo enseñaba
a pisotear, con cinismo e inconsciencia, los preceptos más formales de la
religión de la cual eran ministros. Nosotros que, gracias a Dios, vivimos en un
tiempo en que el clero da testimonio de la verdad de la doctrina por la
admirable dignidad de su vida, sentimos dificultad para figurarnos la triste
condición de los fieles de ese entonces, que veían el sacerdocio invadido por
fornicadores y por vendedores de sacramentos. ¿Cuáles serían los sentimientos de
los auditores, cuando la lujuria y la venalidad se aposentaban en los santuarios
y hablaban desde los púlpitos? "Vosotros sois la sal de la tierra; si la sal se
hace insípida, ¿cómo se le devolverá el sabor?" Esta palabra de Cristo a los
primeros sacerdotes encontraba una triste aplicación en la sociedad de entonces.
El progreso social estaba detenido, el mundo cristiano retrocedía. Entre los
fieles, los más bárbaros imitaban tranquilamente a sus pastores y se sumergían
en el lodazal de todos los vicios; los otros, más lógicos, se desviaban con
disgusto de una religión que veían representada por tales ministros. Unos y
otros estaban, por decirlo así, maduros para una revolución religiosa que podría
haberlos arrancado del cristianismo. La herejía podía golpear a la puerta,
segura de encontrar acogida.
En efecto, desde el comienzo del siglo XI vemos por doquiera la herejía.
¡Y qué herejía!
Una doctrina funesta, lúgubre, espantosa como el pecado, triste como la
muerte. Una noche sombría que desciende con un peso de plomo y con un frío de
hielo sobre las inteligencias y los corazones, un cáncer mortal que destruye
todas las regiones luminosas, una locura asesina que suprime la alegría de vivir
y que hace de la existencia un mal sueño: tal es la herejía de los albigenses.
No podemos compararla a ninguna otra: todas han dejado de pie la bandera sagrada
de la esperanza, han guardado la fe en Cristo redentor, han mantenido en las
almas la alta y viril seguridad de que la vida vale la pena de ser vivida, y de
que el combate del bien y del mal se desenlazará finalmente como lo reclama la
voz de la conciencia humana. Al contrario, según la herejía albigense, no hay
ninguna salvación cierta, ni en la Iglesia, entregada al desprecio, ni en el
Redentor, que ha sufrido también la ley del pecado, ni en Dios, puesto que no es
todopoderoso y es combatido por un principio malo, cuyo poder iguala al suyo. En
lugar de esta armonía que la fe cristiana había mostrado realizada en el
universo por la supremacía de la sabiduría divina, que mantiene la jerarquía y
el equilibrio de toda la creación, no ven los herejes sino una lucha atroz y
espantosa entre el bien y el mal, disputándose el mundo en un duelo en que
nuestra propia alma está en disputa.
Para el albigense la fe cristiana es vana, y la Redención una mentira. El
mal es el principio eterno y el mundo creado, con toda su magnificencia, es obra
suya. Si el hombre está compuesto de un alma, que es la obra del Dios bueno, y
de un cuerpo, que es creado por el Dios malo, esto es por su culpa: el alma se
ha dejado atraer al cuerpo por seducción, es prisionera dé él, y su única
esperanza de salvación consiste en salir del cuerpo. El suicidio es un acto
religioso que liberta el alma; el matrimonio es reprobado pues eterniza, por la
reproducción indefinida, la cautividad de las almas encerradas en los cuerpos.
Desde lejos vemos ya la insinuación del delirio monstruoso de cierta filosofía
moderna, como única solución: el suicidio colectivo.
Tales son los grandes rasgos de esta doctrina desesperada, que seca en su
fuente misma la vida sobrenatural de la humanidad, retornando a la conciencia
humana a las crueles tinieblas de donde Cristo la había sacado, llamándola a la
luz de la Redención. Es necesario que los hombres de esa época hayan estado muy
abandonados, muy decepcionados del ideal cristiano para que, en su desesperación
se hayan arrojado en gran número en tal religión. Sin embargo día a día ésta se
esparcía más. Semejante a esas plagas mortales que venían antes del Asia,
avanzaba cada vez más, se podía seguir en el mapa su itinerario, cubriendo como
una mancha negra todos los países, uno tras otro.
Se le ha llamado herejía albigense y, en efecto, en cierto momento, sus
fuerzas principales estaban concentradas en el Mediodía de Francia. Pero no nos
engañemos, ella está por doquiera: en nuestras regiones, en Arras, en Liège, en
el centro de Francia, en Châlons, en Orléans, y es en estos sitios donde se
sitúan sus primeras manifestaciones. Escondida muchas veces tras apariencias
inofensivas, hasta el punto de que es dificilísimo reconocerla bajo ciertas
sectas de exterior anodino, como los primeros Valdenses, invadió gradual y
fatalmente todos los medios en que la desaparición de la fe católica ha hecho el
vacío, y legiones de hombres viven bajo su sombra sin sospechar que el
cristianismo mutilado que profesaban era una rama del tronco maniqueo. Todas las
sectas de la época son otros tantos canales laterales que vienen a desembocar en
la cloaca central del maniqueísmo, arrojando en ella las aguas vivas de los
medios que ellos riegan parra provecho propio. Directa o indirectamente, todas
las otras herejías son sus tributarias, que hormiguean por doquiera.
Se desarrollan mil sectas extravagantes y escandalosas, como un
repugnante gusano que destruye el pobre cuerpo enfermo de la sociedad. Los
predicadores heréticos más absurdos, los charlatanes más viles encuentran
acogida entre la población desesperada, pero en la cual la necesidad religiosa
no deja de existir. Tenemos como prueba el caso del miserable Tanquelin, cuyo
campo de operaciones fue la ciudad de Anvers. Fue tal el entusiasmo fanático de
sus sectarios, que llegaron hasta beber el agua en la cual se había lavado. Un
día anunció que se casaría con la Santísima Virgen, y que colocaría a ambos
lados de la puerta de la casa dos cajas para saber, según la liberalidad que se
manifestaría en llenarlas, cuáles de sus fieles —hombres y mujeres— le eran más
devotos: las dos cajas estuvieron totalmente llenas.
Si, como acabo de decir, no es siempre fácil reconocer el parentesco
subterráneo que relaciona todas estas sectas a la herejía por excelencia, en
revancha hay un rasgo de familia que es fácil de constatar en todas: su
ilimitada aversión al clero. Y esto nos vuelve, por un desvío que no deja de ser
instructivo, al origen que he asignado a este temible fortalecimiento de la
herejía, a saber, la corrupción del clero. Los escándalos de los sacerdotes
simoníacos y fornicadores han abierto la puerta por la cual las multitudes se
precipitaron fuera de la Iglesia.
Pudo parecer que el cristianismo y la civilización corrían a la
bancarrota. Pero la Iglesia Católica está hecha para la eterna novedad. A veces
parece que las fuentes de gracia y de vida, que descienden sobre ella desde las
alturas de los cielos, se perdieran, escurriéndose hacia- una lejanía
indefinida: pero no nos equivoquemos: en un momento dado, esas gentes brotan de
su seno en columnas de agua viva que son tanto más altas cuanto que brotan mas
lejos, y que caen sobre el cuerpo de la iglesia en cascadas bienhechoras y
fecundas. Eso se vio ciertamente en esos días sombríos. La inagotable vitalidad
religiosa de la bajo el desbordamiento impuro de la herejía, se retiró y se
concentró en su corazón, cogiendo allí una intensidad y una energía magníficas,
preparándose para volver en grandes pulsaciones a todas las arterias y venas de
este gran cuerpo doliente.
Entre tanto, esa vitalidad vivía refugiada en los claustros, eternos
asilos del espíritu cristiano perseguido. No todos los claustros habían quedado
al abrigo de la corrupción, pero en los de Lotaringia y Borgoña se produjo desde
el siglo X un activo movimiento de reforma. Aparecieron reformadores que querían
reintroducir en la vida monástica la plenitud ideal de su perfección, y
alcanzaron éxito en sus esfuerzos. Nacieron centros de reforma en Gorze, en
Brogne, sobre todo en Cluny, y esta regeneración monástica irradió hacia lo
lejos. Cluny, que tuvo la felicidad de tener a su cabeza, durante un siglo, a
hombres eminentes, dio su nombre al movimiento. Los discípulos y admiradores de
la escuela cluniacense llevaron sus ideas y su reforma a todos los países de la
Europa Occidental. Debemos también señalar, para ser justos, la parte que
correspondió a los grandes ascetas italianos, tales como San Romualdo, fundador
de los Camaldulenses, San Juan Gualberto, fundador de Vallumbrosa, San Nilo, que
ganó para la vida religiosa al emperador Otón III y que tal vez habría obtenido
de él la renuncia al Imperio, si la muerte no hubiera arrebatado al joven
príncipe ese pesado fardo.
Todos estos hogares monásticos, que se encienden uno tras otro, como las
estrellas del cielo, mantenían el fuego sagrado del espíritu cristiano,
reconstituían una atmósfera en que iban a sumergirse todos aquéllos que habían
guardado el culto del ideal evangélico y que no habían desesperado del porvenir.
Las filas de la Iglesia militante se rehacían desde los monasterios; el clero
secular, a su vez, daba otros campeones y doctores a la causa de la reforma. Tal
fue, por ejemplo, el magnánimo Wazon, obispo de Liége, el primero que definió,
con nitidez soberana, los principios que se han llamado gregorianos, y que
bastaría llamar católicos. Tal fue, asimismo, el noble Anselmo de Luca, modelo
de gran obispo, que. Papa bajo el nombre de Alejandro II, fue uno de los grandes
antecesores de Gregorio VII, y muchos otros más. Todos han levantado la vista
hacia la cátedra romana : todos, pasando por encima de los obispos corrompidos,
piden al Papa la salud del mundo. Para emplear un término moderno, son
ultramontanos en toda la fuerza del término.
Estos hombres, esparcidos en todas partes, prestando a sus doctrinas
altas y puras el prestigio de una vida irreprochable, conquistaron poco a poco
la simpatía pública: se puede decir que formaron la opinión en los medios donde
había preocupación por los problemas religiosos y sociales. Su acción no quedó
confinada al clero, sino que reclutaron adherentes entre todas las clases de la
sociedad, y aún entre los príncipes y las testas coronadas. Entre éstos vemos al
emperador de Alemania Enrique III enemigo implacable de la simonía y del
nicolaísmo. Nadie ha maldecido estos abusos con mayor a: pereza que él, ni los
ha combatido con mayor vigor. Se cuidó de confiar las sillas episcopales a
hombres irreprochables, y los designados por él para la sede de San Pedro.
Clemente II y Dámaso II, fueron dignos de ella. Esto puede parecer extraño en un
soberano que mantuvo más que ningún otro su pretendido derecho a la investidura
laica; pero es bastante explicable. En la sociedad humana, una cosa es constatar
un abuso, y otra el reconocer su raíz. Las constataciones que hacemos a
distancia, a la luz de la historia y teniendo a la vista todas las piezas del
proceso, no pudieron, evidentemente, ser realizadas con la misma facilidad por
los hombres de entonces, que vivían en la trama de los hechos, no viendo sino
una parte de éstos y que, además, se inclinaban, por interés o por su situación,
a apreciarlos de modo muy diferente al nuestro. Por eso había entonces y hay
ahora, gentes de bien a quienes les abusos sociales hacen gemir, y a los cuales
les indignaría el remedio necesario.
¿Cuál era ese remedio? Como lo he dicho, no era la prohibición pura y
simple de la simonía y del concubinato. Mientras se entregaban las sillas
episcopales a los simoníacos y a los fornicarios, sus vicios reinaban con ellos
sobre las diócesis. Lo que era necesario impedir era que semejantes hombres
pudieran penetrar de sorpresa en el redil, entrar, como se decía, por otra parte
que por la puerta: y para esto, era indispensable poner en vigor las
prescripciones canónicas relativas a la elección de los dignatarios sagrados, es
decir, devolver a la Iglesia su libertad, y respetar la distinción de los dos
poderes, arrebatando a los reyes el derecho de la investidura. Esto era bastante
simple, pero precisamente la simplicidad de la fórmula la hacía terrible y
aparentemente quimérica. Disputar un privilegio a los príncipes, que éstos
—buenos o malos— se arrogaban como algo obvio, significaba desencadenar la
guerra más terrible, una guerra que las sociedades cristianas no habían conocido
todavía, la guerra de la Iglesia y el Estado. Y ésta no era sólo contra los
reyes , sino también contra la clase feudal, contra toda esta sociedad rica y
poderosa que favorecía a su manera a la Iglesia, y sin cuya ayuda ésta parecía
condenada a la impotencia absoluta. Significaba, además, desencadenar dentro de
la misma jerarquía una resistencia furiosa y desesperada de parte de los
prelados que debían sus cargos a la investidura laica, y cuyos títulos de
posesión iban a verse amagados por el anatema lanzado sobre el vicio originario.
Tales eran las temibles previsiones, que debieron turbar el espíritu de los
reformadores. ¿Cómo podemos sorprendernos si más de alguno retrocedió ante tales
eventualidades?
Sin embargo la Iglesia Católica no vaciló: mas, ¡con cuánto tacto, con
qué prudencia, con qué precauciones en los primeros momentos! Proclamar los
verdaderos principios y reclamar su aplicación, era inútil, pues ellos eran
sabidos, pero era peligroso, porque eran desapreciados. Hizo algo mejor: habituó
poco a poco a los espíritus al respeto de tales principios, afirmando
tácitamente el derecho por precedentes que ella creaba cuando podía, haciéndolo
prevalecer sin gran estruendo pero con un soberano vigor. Veremos, por un
ejemplo, cómo se operó esta reforma.
En 1048 la sede pontificia estaba vacante y el emperador Enrique III
designó a su primo Bruno, entonces obispo de Toul, conocido por la historia como
León IX, que pertenecía al grupo de cristianos celosos y fervientes que deseaba
la reforma de la Iglesia. El no protestó contra tal designación, no dijo a su
primo que no tenía derecho a disponer de la cátedra de Pedro y que él, como
obispo, no podía considerarse Papa sino si era elegido por el clero romano de
acuerdo con las reglas canónicas. Semejante lenguaje hubiera echado todo a
perder, y Enrique habría designado a otro Papa, probablemente más complaciente,
y la gran obra de la regeneración no habría tenido lugar. Pero lo que León IX no
quiso decir de una manera explícita, fue proclamado tácitamente con fuerza y con
dulzura, por su conducta. Partió inmediatamente a hacerse cargo de la sede
pontificia, pero como simple peregrino, sin cortejo, apoyándose en un bastón
orando y ayunando en el camino. Entró a Roma a pie descalzo y sólo después de
elegido según el rito canónico revistió las insignias pontificias y se comportó
como jefe de la Iglesia. La investidura laica era invalidada por el mismo que la
recibía, sin el menor conflicto. Los dos sucesores de León IX siguieron su
ejemplo, y al cabo de algunos años, los espíritus estaban hasta tal punto
familiarizados con el principio de la libertad de la sede pontificia, que en
1059 Nicolás II pudo dar otro paso y publicar su célebre constitución sobre las
elecciones del Soberano Pontífice.
Esta constitución es un modelo de energía y de habilidad. Por una parte,
proclama muy alto el derecho, ordenando que el Papa sea elegido por el colegio
de cardenales; por otro lado, toma prudentemente en cuenta los hechos y decide
que el emperador actual y los sucesores a quienes la Iglesia se lo conceda,
tendrán el derecho de confirmar la elección. Esta concesión, destinada a marcar
una transición, caducó muy pronto y quedó en pie la esencia de la constitución
de l059. Diré de paso que sus disposiciones están aún en vigencia. Convengamos
en que una ley electoral que dura desde hace ocho siglos y medio es un fenómeno
de rara longevidad, difícil de encontrar fuera de la Iglesia Católica.
El Papado se ha emancipado; ahora su tarea es emancipar la Iglesia. Es su
misión tradicional, según la palabra dicha a Pedro: "Una vez convertido,
confirma a tus hermanos". Todas las miradas están vueltas hacia el Soberano
Pontífice: después de haber esperado ansiosamente que sea libré, el mundo
cristiano le pide ahora que actúe. Del seno de la Iglesia suben voces imponentes
rogándole que salve a la sociedad: San Pedro Damián es en cierto modo el eco de
todas ellas. Es una hora angustiosa, el momento de la vacilación. ¿Estará el
Papado a la altura de la civilización? ¿Osará mirar cara a cara al mal lleno de
poder y, después de conocerlo claramente, darle el golpe de muerte? ¿Se atreverá
a pronunciar la palabra suprema que, una vez dicha, no podrá ser ya revocada, y
que va a ser el signo de la conflagración universal? Esta pregunta se plantea en
el momento en que acaba de subir a la cátedra de Pedro aquél que ha sido durante
toda una generación el alma de todas las reformas. Era el monje Hildebrando, a
quien hoy llamamos el Papa Gregorio VII: el hombre que separa los siglos, entre
el límite del pasado y el porvenir. Tiene el dardo en la mano y va a lanzarlo; a
este gesto responderán mil clamores confusos y terribles, con el ruido de todo
un mundo que se derrumba o que se yergue.
Imagino que en el momento de dar el golpe supremo, las manos de Gregorio
VII tal vez temblaban. Este gran corazón, el más intrépido quizás que haya
existido sobre la tierra, debe haber sentido entonces un terror sagrado, unido a
ese desfallecimiento de la carne que el mismo Jesús sintió en el huerto de los
Olivos: debilidad augusta y conmovedora que está presente en el sacrificio
voluntario de aquéllos a quienes Dios ha escogido para ser los ejecutores de una
gran misión: son las primeras víctimas, lo saben, y actúan. Así, cuando en 1075
Gregorio VII formuló la prohibición de la investidura laica que renovó en 1078 y
en 1080, prohibiendo incluso a los emperadores y a los reyes conferir alguna
dignidad religiosa, alcanzó el más alto grado de grandeza moral a que se haya
elevado en toda su carrera. Jamás, ni en el brillo pasajero del triunfo, ni en
la magnánima paciencia de las tribulaciones y del destierro, ha hecho Gregorio
VII algo más sublime que esta proclamación, que lo sumergiría en el abismo de
infinitas tribulaciones.
Se había encendido una guerra que duraría cincuenta años, y cuyo fin no
vieron ni Gregorio VII ni Enrique IV. No la relataré, pues sus detalles se
encuentran en cualquier libro; sólo me interesa destacar aquí su sentido. Fue
una lucha encarnizada, en la que tomaron parte todos los pueblos cristianos y
todas las clases de la sociedad, trastornando profundamente a este mundo joven y
apasionado. Desencadenó una nube de panfletos sobre todas las materias posibles,
con una violencia hasta entonces desconocida en los debates doctrinarios. Hubo
capitulaciones y virajes extraños, claudicaciones vergonzosas en los caracteres
más viriles. La buena causa, atacada con un furor sin precedentes, fue a menudo
comprometida por los excesos de sus propios defensores, y el espíritu
revolucionario apareció trabajando, más de una vez, bajo los auspicios de la
autoridad. Y en semejantes momentos, los conservadores asustado s, volviéndose
coléricos hacia el Soberano Pontífice, pudieron decirle: "¡He aquí lo que son
vuestros partidarios, lo que es vuestra obra!"
Como sucede a menudo, se identificó inescrupulosamente a los reformadores
con los revolucionarios: testigo, esa generosa democracia católica de Milán,
guiada por San Arialdo y San Erlemboldo anatematizada por sus adversarios con el
título de cátaros, que ella transformó en epíteto de honor. La tempestad que
trastornaba todo pareció traer la noche de las inteligencias y la decadencia de
la sociedad cristiana. Sin embargo, el Papado, imperturbable en medio del
desenfreno universal —a pesar de Gregorio VII muriendo en Salerno, de Víctor III
huyendo de Roma el día de su consagración, de Urbano II preparando la primera
Cruzada en medio de las luchas, de Pascual II encerrado en las cárceles del
Emperador Enrique V—> verá, más abajo de las convulsiones de la superficie
levantarse las cosechas del futuro. Las verdades sembradas crecían bajo el
viento de huracán, en la conciencia de las naciones. Los principios vitales del
cristianismo desprendían poco a poco sus consecuencias en fórmulas de una
precisión luminosa y enérgica, que, lentamente, acababan por tomar posesión de
los espíritus. Apoyado por la elite del clero regular y secular, sostenido por
la adhesión creciente de las multitudes, servido por la pura abnegación de
personajes como la condesa Matilde de Toscana, a quien se ha llamado la Juana de
Arco del Papado, la Santa Sede se mantuvo firme.
Treinta y siete años después de su muerte, Gregorio VII triunfaba desde
el fondo de su tumba. Por el Concordato de Worms (1122) la Iglesia hizo
reconocer al Estado el derecho por el cual había combatido tanto. Se concedió la
libertad de las elecciones canónicas, desde la del Papa hasta las dignidades
inferiores: era ahora realmente soberano en su dominio; respecto a las
cuestiones mixtas, transigía según su costumbre.
Libre en adelante para consagrarse enteramente a la gran obra de la
Reforma, desplegó en ella una energía y una actividad sin límites. En menos de
un siglo, extinguió el maniqueísmo, envió a toda Europa a las Cruzadas, sacó de
su seno tres Ordenes nuevas, una para el ministerio de las almas, otra para la
predicación de la doctrina, la tercera para la práctica de la pobreza. Presidió
el nacimiento de las Comunas y de las Universidades, cubrió con su prestigio el
arte gótico de la escolástica, vio subir a santos sobre los tronos de Francia y
de Castilla. Y durante dos siglos el XII y el XIII, llegó a ser la autoridad
suprema de Occidente, el oráculo del mundo cristiano.
Tales fueron los resultados de la reacción general por la cual,
arrancándose a la opresión del feudalismo, que quería hacer de ella una religión
de capillas y atarla a su destino efímero, la Iglesia Católica salvó su
porvenir. Comparando el mundo cristiano, tal como era en la víspera del
conflicto, con el que le siguió, podemos tomar conciencia del alcance de este
gran fenómeno, dándonos cuenta de que no hay exageración cuando se ve, en esta
crisis saludable, una de las encrucijadas de nuestra civilización.
DESPUÉS de la querella de las investiduras, la Iglesia,
victoriosa de los abusos que la deshonraba, se vio rodeada de un prestigio
inaudito. El Papado era como el sol en su cenit: árbitro supremo de la vida
moral y religiosa de los pueblos, sin que ningún interés social le fuera extraño.
¿Qué uso hizo entonces de su gran influencia? Tuvo un doble fin:
pacificar la Europa y lanzar todas sus fuerzas contra el Islam. Los Papas
persiguieron este ideal sublime con un valor y una abnegación magníficos. La paz
entre los pueblos cristianos ha sido su constante cuidado, como lo fue la paz
entre los individuos para los Obispos de los siglos X y XI que consiguieron
establecer la Tregua de Dios. El Papado soñó también con una Tregua de Dios
entre las naciones. La deseaba por sí misma, ya que la civilización humana no
tiene otro fin más elevado que la paz. La ha querido también para poder oponer
una Europa compacta y unida al eterno enemigo, la Media Luna: este sueño de los
Papas de la Edad Media siguió siendo el patrimonio de los espíritus generosos,
desde Juana de Arco y Cristóbal Colón, hasta Leibniz y el Cardenal Lavigerie. Y
tenemos el derecho a esperar que tal será el ideal de Europa, el día en que
Europa vuelva a ser cristiana y se reconcilie con el ideal.
El esplendor del rol social del Papado de esta época encontró
una expresión de sorprendente majestad en las fiestas del primer Jubileo, celebrado
en Roma en 1300, bajo el pontificado de Bonifacio VIII. Durante todo el curso
del año, el Papa pudo ver, desde lo alto de las ventanas de su palacio, el
universo cristiano desfilando ante él, para dirigirse a la tumba de los
Apóstoles, para ganar las indulgencias del jubileo. La Ciudad Eterna ofreció
entonces un espectáculo increíble: jamás tuvo menos de doscientos mil
visitantes, cifra verdaderamente prodigiosa dada la exigüidad de los medios de
circulación de aquel entonces. Un testigo ocular nos ha descrito, en versos
inmortales, la multitud que pasaba por el puente de Santangelo, de ida o de
regreso del Vaticano: los que iban hacia él seguían la derecha, los que
regresaban seguían la izquierda, como hoy día en los puentes de las grandes
ciudades alemanas. Y la pintura, como la poesía, ha querido eternizar este
recuerdo, pues uno de los más antiguos cuadros de Giotto, que se conserva hoy en
San Juan de Letrán. es su Bonifacio VIII proclamando, desde lo alto de la loggia
de este santuario, el jubileo universal. Ciertamente, en este año embriagador,
en que el Papa parecía más que un hombre y veía a toda la humanidad a sus pies,
le era necesaria una profunda humildad para resistir a la sugestión de semejante
brillo, y debió recordar más de una vez las palabras pronunciadas en el día de
su coronación, al quemarse la estopa al pie del trono pontificio: "Santo Padre,
así pasa la gloria del mundo".
Así pasó en efecto la gloria del mundo para Bonifacio VIII. Este viejo de
setenta y siete años tuvo que asistir, antes de morir, a la catástrofe en la que
se abismó el incomparable destino de la Santa Sede. Dos años después del triunfo
del gran Jubileo, los mercenarios del rey cristianísimo maltrataban al Vicario
de Jesucristo en su propio palacio, y la nación que se proclamaba la hija mayor
de la Iglesia preparaba la decadencia de la Santa Sede romana. Bajando a la
tumba, amargado y humillado, el Papa pudo decirse que una terrible revolución se
había consumado, o, al menos, que se había afirmado victoriosamente el principio
de esa revolución, y que por muchos siglos se arrebataba el imperio de la
sociedad al Vicario de Cristo.
¿Cuál era el enemigo misterioso y terrible que debía trastornar la Europa
cristiana, paralizar la acción del Pontificado y cambiar el curso de la
civilización? Lo diré en una palabra: es el Estado laico, fuerza nueva y
conquistadora que los siglos precedentes no conocieron y que surgió de pronto,
como un gigante, frente al Papado, al cual desafía a un duelo sin piedad.
Armado, desde su origen, de una teoría de la cual deriva su omnipotencia, que es
impuesta a sus fieles con la autoridad de un dogma que supera toda discusión,
pero que en realidad emana simplemente de la fuerza, el Estado laico va a
comenzar contra la Iglesia de Cristo el combate secular que aún no toca a su fin
y cuyas peripecias futuras son, para nuestros descendientes el problema más
solemne de la historia.
Quiero recordar una vez más que lo que dirige el mundo son las ideas. En
la región inmaterial del espíritu se elaboran las fuerzas irresistibles que
fecundan o que destruyen: como sobre lo alto de los Alpes, en las cumbres
silenciosas y solitarias, se forman los torrentes que se precipitan sobre los
valles, llevando la vida cuando su curso es tranquilo, o la devastación cuando
es empujado por el huracán.
Subamos pues a las cumbres para indagar cómo se ha formado, en la región
de las ideas, la doctrina política que va a caer como avalancha sobre la
sociedad. Desde Juego, es totalmente contradictoria con el espíritu de la Edad
Media. El rey, para los hombres de esta época, es sin duda el jefe de la
sociedad, y la religión lo reviste de un carácter sagrado e inviolable. Pero su
autoridad está muy lejos de ser ilimitada: encuentra por doquiera en el castigo
del señor en el recinto amurallado de las ciudades, bajo las bóvedas de iglesias
y monasterios, en el trono sublime de Pedro fuerzas libres que le sirven de
contrapeso, y que no le permiten superar los límites fijados por la religión y
la costumbre. El rey en la Edad Media es en realidad un rey constitucional,
como diríamos hoy día, no porque existan documentos escritos que limiten
formalmente su poder, sino, sobre todo, porque los privilegios de las diversas
clases sociales son un límite de hecho que no puede franquear sin oír en torno a
su trono el estallido de la cólera popular.
Si es así, ¿cómo es posible que la idea del absolutismo real haya podido
apoderarse, en un momento dado, de los espíritus, y triunfar finalmente, hasta
eliminar de la política moderna la influencia de la Iglesia y de su Jefe? Esta
pregunta es muy compleja, pero trataré de responderla con claridad y precisión.
Manifiestamente, hay en los pueblos modernos, y en cierta medida en todos
los pueblos, una invencible repugnancia al gobierno internacional. Cada nación
busca en sí misma el principio soberano de su actividad, no obedece de buen
grado sino a las autoridades emanadas de su seno, y cree ver, en todo amo
colocado a mucha distancia, un extranjero. Si por su carácter sagrado, por la
necesaria universalidad del dogma, las instituciones religiosas escapan a esta
tendencia centrífuga, no sucede lo mismo con las instituciones políticas, que
los pueblos no soportan sino con la condición de que sean exclusivamente
nacionales. Así se explica la división del Imperio de Carlomagno, que sólo fue
lamentado por un puñado de espíritus elegidos; así se comprende también la
oposición secular de Italia a la autoridad de los emperadores. Estas tendencias
nacionales se convertían en pasiones, y cuando un poder tuvo interés en
excitarlas, ellas no reconocieron límite. "¿Es el Papa o el rey el que debe ser
el señor del reino de Francia?" Planteada en esta forma la pregunta, no podía
recibir sino una respuesta, y los mejores cristianos, interpelados de tal modo,
se unían espontáneamente alrededor del rey, haciendo causa común con él contra
el Jefe de la cristiandad, en defensa de las libertades nacionales.
A esta influencia del amor propio nacional, cuya fuerza es evidente, se
agregaba otra que no era menos poderosa. Ya no era el tiempo en que todas las
superioridades intelectuales y científicas se concentraban en las filas del
clero. La sociedad laica había nacido y se había desarrollado: en ella existían
espíritus, superiores, sabios, juristas, hombres de Estado; tenía ahora
conciencia de su fuerza y de su dignidad, tomaba posiciones frente al orden
eclesiástico, sin permitir que éste tomara la dirección exclusiva de las
inteligencias, y se incorporaba vigorosamente a la política y a la legislación.
De este modo, el nacionalismo y el laicismo, sin ser en principio
hostiles a la Iglesia, tenían sin embargo un ideal diferente de ella y
perseguían un fin que era fácil oponerle. Para que esta oposición deviniera
consciente y encarnizada, era necesario, sin embargo, que fuera estimulada por
un agente resuelto: este agente estaba ya en marcha.
El estudio de la antigüedad fue la pasión de la Edad Media. Se entregaba
a su estudio con tanto mayor ardor cuanto que la antigüedad era en esa época el
único objeto del conocimiento científico. En ella encontrábase la ocasión de
conocer otra sociedad y otra civilización, que aparecían, a través del prisma
radiante de sus obras maestras, con los colores mágicos de un mundo mejor. Así,
los poetas y filósofos de la antigüedad gozaban de una autoridad que sólo cedía
ante la del Evangelio. Aristóteles era el fetiche de la escuela, "el maestro de
los que saben", y cuando se invocaba su autoridad (magister dixit), todo quedaba
dicho. En cuanto a Virgilio, no sólo se le honraba como gran poeta: había
llegado a ser un personaje maravilloso, semimaravilloso y semiprofético. A veces
estas predilecciones trastornaban literalmente la cabeza de algunos: como aquel
pobre monje del siglo X que, seiscientos años antes de Don Quijote, tomó por
realidad la ficción de los libros y enseñó que la única religión verdadera era
la de la Eneida.
En ninguna parte este fetichismo por la antigüedad se manifestó en formas
más absurdas ni produjo resultados más desastrosos que entre los hombres de
leyes. Los legistas, como se les llamaba entonces. Me limitaré a dar un solo
ejemplo de esta enfermedad intelectual. Los cronistas nos cuentan que un
manuscrito de Las Pandectas conservado en Florencia era venerado como una
reliquia. Sus fieles venían en peregrinación, y dos hombres, con cirios en la
mano, se colocaban a ambos lados de la vitrina donde aquél recibía los homenajes
de Los devotos. Esto es sólo grotesco; pero lo que es más serio es que desde el
siglo XI, la primera escuela de Derecho de Europa, la de Bologna, propagó en
Occidente el culto del Corpus Juris Civilis y no quiso reconocer otra fuente de
jurisprudencia. El derecho nacional de los pueblos modernos, desdeñado por los
legistas orgullosos de su iniciación en el derecho de Justiniano, se vio más y
más abandonado. El derecho romano comenzó la carrera triunfal que debía darle la
prepotencia sobre toda la Cristiandad.
Se explica en parte esta predilección por la incontestable superioridad,
en muchos aspectos, del derecho romano sobre el derecho germánico medieval. Este
último había emanado de antiguas costumbres bárbaras y guardaba aun el sello de
la sociedad rudimentaria a la cual expiraba. Escrito en una lengua informe, era
fundamentalmente penal, y dejaba sin resolver la mayor parte de los complejos
problemas que resultan de la convivencia de hombres civilizados. Carecía de todo
prestigio a los ojos de los sabios, no evocaba el recuerdo de ningún gran
jurisconsulto, y semejaba en fin a uno de esos trajes demasiado cortos, que
estuvieron bien en la infancia, pero que molestan al hombre adulto. Al
contrario, el derecho romano, elaborado desde hacía siglos por generaciones de
sabios de primer orden, presentaba la imagen de un grandioso monumento, que
posaba sobre cimientos indestructibles. Tenía la amplitud, la riqueza, la
nitidez científica propia de una gran civilización: todo estaba previsto,
analizado y juzgado por una inteligencia luminosa y profunda, que parecía haber
penetrado la vida social íntegra y que tenía algo de universal y de infalible.
El pueblo romano, jurídico por excelencia, no había producido nada más grande
que su derecho: si queremos tener una idea de él por la obra que traduzca mejor
su genio, deberemos estudiar su derecho. No es pues sorprendente que el espíritu
de los hombres de la Edad Media haya quedado deslumbrado ante el derecho romano,
tal como los viajeros de esa época, venidos desde las ciudades del Norte, antes
de la erección de nuestras grandes catedrales, se detenían sofocados de
admiración ante la columna Trajana, el Coliseo o las Termas de Caracalla. Y como
no hay sino un paso de la admiración a la imitación, es igualmente comprensible
que ellos lo hayan dado, soñando con hacer del Corpus Juris Civilis el código de
la sociedad civilizada de su época.
Aquí comienza el deplorable y trágico error.
Si el derecho romano era científicamente superior al derecho medieval;
si, con respecto a las relaciones civiles mostraba una perfección a la cual no
podían siquiera aproximarse los códigos bárbaros, en cambio, consagraba un
sistema político del cual el espíritu de los hombres libres de la Edad Media
debió desviarse con repugnancia. El absolutismo más desenfrenado era erigido en
doctrina con una audacia y una lógica que no se ha visto en ningún otro caso. En
el derecho romano, el soberano, es decir el Emperador, era un verdadero dios, no
por cierto porque los escépticos e incrédulos romanos del Imperio se figurasen
que tenía realmente una naturaleza divina (sabían demasiado lo contrario), sino
porque le atribuían sobre los súbditos el mismo poder que tiene Dios sobre sus
criaturas. Su voluntad era la justicia y la ley. Aún cuando esta voluntad no
fuera, ordinariamente sino un capricho sangriento e impuro en la multitud de
tiranos que llevan los nombres siniestros de Calígula, Nerón, Domiciano, Cómodo,
Caracalla, Eleogábalo, etc., había que curvarse ante ella sin resistir ni
murmurar, limitándose a enviar al amo, desde el fondo de la agonía, el saludo
del gladiador moribundo. El mundo pagano no concebía otra manera de poder
soberano ni de obediencia.
Cosa digna de atención, los legistas medievales, hipotizados por el
Corpus Juris Civilis, no retrocedieron ante esta monstruosa teoría del poder,
tan radicalmente opuesta a los principios cristianos y a las tradiciones
germánicas. Convencidos de la perfección ideal del derecho romano, no vieron o
no quisieron ver esta tara incontestable de la obra maestra. Hay que creer que
el absolutismo imperial se les apareció como la condición y garantía de esta
perfección. Se persuadieron sin duda que era necesario que el soberano fuese
omnipotente para que pudiera hacer reinar la plenitud del derecho. Aceptaron en
bloque la herencia jurídica del Imperio Romano y el cesarismo (nombre que lleva
en la historia la teoría romana del poder absoluto), vino a ser el primer
artículo de su credo político.
No nos sorprendamos de ver a hombres nacidos en una sociedad libre
hacerse los apologistas del absolutismo y soñar con reducir el género humano a
la servidumbre. Semejantes aberraciones no son raras: el espíritu de sistema lo
explica sin justificarlo. Y además, los hombres no ven casi nunca las
consecuencias de los principios que admiten, y aquél que los predica con más
ardor tiembla a veces ante su aplicación. Es una pequeñez innata en el género
humano: por muy humillante que sea confesarlo, sería pueril negarlo.
Cuando los legistas esparcieron y desarrollaron sus principios, hubo
soberanos que quisieron aplicarlos: los reyes de Alemania de la casa de Suabia.
Los Hohenstaufen (nombre de uno de sus castillos) tenían, al lado de grandes
cualidades personales de orden intelectual, una ambición sin límites: se
hicieron por eso los campeones de las doctrinas que legitimaban esa ambición.
Fueron los primeros que se consideraron sucesores directos y legítimos de los
antiguos emperadores romanos, para poder reivindicar el poder que habían tenido
sus pretendidos antecesores. Alumnos dóciles de los legistas, se inspiraron en
sus máximas, en su conducta política y trataron de hacerlas prevalecer.
Pero el mundo de la Edad Media no estaba aún maduro para la servidumbre.
El Papado protestó, las comunas se sublevaron, una parte del feudalismo rehusó
cambiar un suzerano por un amo. El emperador Federico Barbarroja después de
haber intentado imponer a Italia leyes dictadas por el puro espíritu cesáreo,
chocó con una resistencia obstinada de las ciudades lombardas. En 1176. éstas lo
vencieron en la batalla de Legnano, y lo forzaron a reconocer solemnemente los
derechos que él había atropellado. Su nieto Federico II renovó la misma
tentativa en el siglo XIII; vencido a su vez, y excomulgado por el Papa, vio
derrumbarse toda su potencia, y murió a tiempo para no asistir a la caída y al,
exterminio de toda su dinastía.
Los legistas perdieron dos veces la partida. El espíritu católico había
triunfado ya dos veces de las teorías del cesarismo; y se mantuvo de pie, sobre
las ruinas de un imperio que los emperadores mismos habían destruido por su
ambición, el gran principio de la república cristiana de la Edad Media. Europa
seguía siendo una unidad moral y religiosa bajo la tuición internacional de la
paz, confiada al Papa, protector del derecho y guardián de las libertades
públicas.
Pero, si en estos conflictos, los pueblos se habían levantado contra las
nuevas ideas, no por eso éstas habían muerto. Los principios del cesarismo
continuaban esparciéndose entre los legistas, y como éstos se multiplicaban en
una sociedad que, al crecer, tenía cada vez más necesidad de ellos, resultó que
en toda la Europa nació una especie de estado mayor de espíritus dirigentes,
imbuidos de un derecho público esencialmente anticristiano, aunque, a menudo,
estos adherentes no tuvieran conciencia de esta oposición. Y vino un día, medio
siglo después de su segunda derrota, en que los legistas tuvieron su revancha.
La encontraron en Francia, y se las proporcionó el rey Felipe el Hermoso.
Nieto de San Luis, rodeado del prestigio que el rey santo había trasmitido a su
corona y a su dinastía, dotado, además, de uno de los caracteres más tenaces e
imperiosos que haya conocido la historia. Felipe el Hermoso podía mucho, para
bien y para mal. Estaba rodeado de una pléyade de legistas, como Enguerrando de
Marigny, Pedro Flotte, Guillermo de Plasian, Guillermo de Nogaret, y otros
hombres nefastos, cuya sociedad fue su atmósfera intelectual. Ellos imbuyeron en
su espíritu la nueva doctrina, y de ella tomó su frío fanatismo de déspota,
incapaz de detenerse ante una consideración moral y dispuesto a sacrificar todo
el universo a su ambición.
Este hombre abrirá una nueva fase de la historia moderna: su lucha contra
el Papado no es sólo un episodio de la historia de la Edad Media, sino que es
una encrucijada de la historia, universal. Detengámonos en la consideración de
la importancia del combate que va a librarse.
Cuando el Papa Bonifacio VIII subió al trono pontificio (1294), la
cristiandad estaba desolada por tristes acontecimientos San Juan de Acre, la
última ciudad que los cristianos poseían en Tierra Santa, acababa de ser
reconquistada por los musulmanes. Toda la Palestina había caído entre sus manos,
y la sangre de dos millones de cristianos caídos en su defensa durante dos
siglos había caído en vano. Fue un amargo dolor para el Papado, y Bonifacio
VIII, revistiendo lo que el poeta llamó "el peso del gran manto" sintió ese peso
en toda su dureza. Su sueño fue remediar esta terrible situación, restableciendo
la paz entre todos los príncipes cristianos y consiguiendo de ellos que hicieran
una nueva expedición en Tierra Santa. Para ello era necesario a cualquier precio
conjurar la guerra que parecía inminente entre el rey de Francia Felipe el
Hermoso y el rey de Inglaterra Eduardo I.
Esta guerra impía amenazaba con Incendiar toda Europa. Ambos adversarios
se conseguían aliados en todas partes: Felipe contaba con Escocia, Eduardo con
el Imperio, Flandes y Brabante. Pero en este momento el Papa interviene,
cumpliendo los deberes de su cargo, llamando al sentimiento de humanidad a estos
locos furiosos que se aprestaban a ensangrentar el mundo por los más fútiles
pretextos. Les habló un lenguaje noble, firme, afectuoso y confiado, como se
podía esperar del Jefe de la cristiandad. "¿Son éstos, les decía en sustancia,
hazañas dignas de vosotros y de vuestros antepasados, es ésta la manera cómo
cumplís vuestra obligación de correr al socorro de los cristianos de Tierra Santa?"
Cediendo a la voz del Papa y tal vez a la de la conciencia
cristiana, los rivales se decidieron a firmar una tregua de un año, que debía
expirar el 24 de Junio de 1296. Era un éxito para la causa de la civilización y
el Papa así lo juzgó, pues el 13 de Abril de 1296 renovó la, tregua por dos años
más, bajo su propia autoridad, declarándola obligatoria bajo pena de excomunión.
Sin embargo, para salvaguardia el amor propio de los dos reyes, y tal vez porque
esperaba un acto espontáneo, ordenó a los legados que no promulgaran la tregua
en espera de la iniciativa de los reyes.
Entonces se levantó la voz del rey de Francia, dando por vez primera una
nota discordante en la armonía del sentido social de la Edad Media. Felipe el
Hermoso protestó contra la bula del Papa; rehusó incluso oír su lectura antes de
haber hecho las declaraciones siguientes: Que el gobierno temporal de su reino
le pertenecía exclusivamente: que no reconocía en esta materia ningún superior;
que no se sometería jamás en este aspecto a ningún alma viviente; Que quería
ejercer su jurisdicción en sus feudos, defender su reino y realizar el derecho
con la ayuda de sus súbditos, de sus aliados y de Dios: que la tregua no lo
obligaba. En cuanto a lo espiritual estaba dispuesto, siguiendo el ejemplo de
sus antecesores, a recibir humildemente las advertencias de la Santa Sede, como
un verdadero hijo de la Iglesia. En fin, agregó que aceptaría la mediación del
Papa, pero sólo a título de árbitro, no de autoridad.
Hay que retener estas declaraciones de Felipe, pues ellas tienen un
alcance inmenso y que va mucho más allá de la cuestión que las provocó. Discutir
al Papa el derecho de intervenir entre los reyes beligerantes para imponerles la
paz, era no solamente invalidar la atribución más gloriosa y bienhechora de la
Santa Sede, no solamente destruir el único obstáculo que impedía a las
ambiciones criminales el trastornar y ensangrentar el mundo: por muy desastrosas
que fuesen, desde este punto de vista, las declaraciones del rey de Francia para
el porvenir de la civilización europea, ellas eran aún más funestas por el
principio que las inspiraba. Por vez primera desde el origen del cristianismo,
se proclamaba la separación de la política y de la moral, y se entregaban los
destinos de los pueblos al capricho de los soberanos. Se había visto hasta
entonces lo contrario, y los reyes habían admitido que su gobierno debía
conformarse a la ley moral del cristianismo. Felipe el Hermoso lo niega
implícitamente, ya que no quiere que la voluntad, de un soberano pueda ser
ligada por esa ley. Esto significaba declarar que el poder real no tenía
límites, y, de hecho, no tendrá otros que los que quiera aceptar. Es la teoría
pagana en toda su nitidez: El príncipe está por encima de las leyes, la ley es
su voluntad. Si el rey lo quiere, tal es la ley. Durante cinco siglos, tal será
el axioma de todos los gobiernos.
He aquí pues el origen del absolutismo regio en Europa: es la antípoda de
la teoría cristiana del poder. Los principios formulados por Felipe el Hermoso
son los que los Papas han combatido y vencido en su doble lucha contra los
Hohenstaufen; son los que se invocarán siempre en lo sucesivo, cuando se quiera
humillar y disminuir a la Santa Sede, cada vez que se quiera herir en un punto
el viejo patrimonio del derecho público cristiano. Y es digno de curiosidad el
hecho de que gran número de historiadores, con un séquito enorme de
inteligencias secundarias, estén persuadidos, con increíble ingenuidad, de que
las teorías del absolutismo real son teorías católicas. Se afirma esto
diariamente en las polémicas de la prensa, y no sabemos qué admirar más en el
éxito de esta mentira: si la bonhomía de los que la creen o la audacia de los
que la hacen circular.
Ante las declaraciones del rey de Francia, que acentuaban con crudeza sin
límites la violenta oposición de la política nueva a la tradición católica,
¿qué hizo Bonifacio VIII? La respuesta está fijada de antemano para los que no
conocen al Pontífice sino a través de las mentiras seculares de la
historiografía oficial. Se dice que protestó, manifestó su indignación, que
lanzó la excomunión sobre el audaz rey de Francia. Nada de esto, Bonifacio VIII
se guardó la afrenta, dejó pasar sin protestar los aforismos de la nueva
política, consintió en que se aceptara su arbitraje en las humillantes
condiciones planteadas por el rey de Francia, es decir, no a título de autoridad
y, en calidad de soberano pontífice, sino a título de persona privada y, según
los términos empleados, como Benito Cayetano. ¿Por qué tanta condescendencia y
longanimidad? Aparentemente porque, para el Papa, toda consideración era
secundaria ante el interés de la paz pública, incluso aquéllas que se refirieran
a la dignidad de la Santa Sede. Lo vemos, en efecto, con una abnegación y un
celo que no se desmentirán ni un instante, consagrarse enteramente a la tarea de
reconciliar Francia e Inglaterra. He aquí, por ejemplo, los términos en los
cuales se dirige al emperador Adolfo de Nassau, enemigo de Felipe el Hermoso,
para pedirle que no tome las armas contra éste: "Hemos pasado noches de
insomnio, buscando la manera de poder establecer relaciones pacíficas entre vos
y nuestros hijos en Cristo, los reyes ilustres Felipe de Francia y Eduardo de
Inglaterra, procurando la tranquilidad del pueblo cristiano, a fin de que los
jefes de los fieles y sus súbditos no vuelvan contra ellos mismos las espadas
que deben ser sacadas para la defensa de la Tierra Santa y contra los enemigos
de la cruz de Cristo. Por eso os advertimos, os rogamos, os exhortamos
vivamente, y os emplazamos, por la sangre de Jesucristo, a no atacar al dicho
rey de Francia ni a su reino; sino que vuestra alma real condescienda y se
incline a la paz o al menos a una tregua larga y suficiente, durante la cual se
pueda tratar eficazmente sobre la paz en nuestra presencia, por los enviados de
las diversas partes".
En fin, el 27 de Junio de 1298 Bonifacio VIII dio su sentencia. Ella
estaba marcada por el sello de la más pura equidad, y ciertamente (esto lo
admiten los mismos historiadores franceses) el rey de Francia no tenía por qué
quejarse. En efecto, la sentencia aprobaba el matrimonio de su hija Isabel con
el príncipe de Gales, y por esta combinación sacrificaba la causa de Guy de
Dampierre, que había comprometido sucesivamente sus dos hijas a este príncipe, y
que las veía abandonadas una después de la otra. Pero a los ojos del Papa el
interés de la paz europea primaba sobre todas las otras consideraciones. Había
llegado en fin. al precio de muchas tribulaciones, al resultado ardientemente
deseado, aunque a última hora el que ganaba más con la paz aparentó vacilar en
aceptar el arbitraje, como demasiado adverso.
Tal fue el primer choque del Papado y de la nueva política. La he
expuesto con detalles, a causa de que es poco conocida y, enseguida, porque
caracteriza perfectamente la actitud de las partes en el curso del largo
conflicto. Magistratura internacional y defensora de los intereses generales de
la cristiandad, el Papado salvaguardaba la paz de los pueblos y hacía, para
lograr este objeto, todas las concesiones compatibles con su alta dignidad. El
rey de Francia no tiene cuidados semejantes: su única preocupación es establecer
su absolutismo frente al Soberano Pontífice y frente a sus súbditos, sin ningún
miramiento por el bien general de la civilización. Mientras que para el Papa lo
que importaba era la paz del mundo, para el rey era su poder ilimitado.
Agreguemos, pues esto es capital, que el Papa en este debate encarna la
tradición católica de la Europa, y el rey las aspiraciones revolucionarias de
los legistas. Era importante anotar esta oposición, porque los falsarios a
sueldo han trastornado los roles. De oírlos a ellos, habría sido el Papa el que
innovó y el rey quien se defendió.
Todo el resto del conflicto entre Bonifacio VIII y Felipe el Hermoso
ofrece los mismos caracteres que este primer episodio. El asunto de las
inmunidades eclesiásticas, estalló poco después, puso de nuevo frente a frente
al Papado, que defiende el derecho público tradicional de la Europa cristiana, y
el rey, que intenta hacer prevalecer las máximas revolucionarias del derecho
pagano. Felipe tenía siempre necesidad de dinero y sus legistas le habían
enseñado que le pertenecían los bienes de sus súbditos, de modo que los tomaba
allí donde los encontraba. Tomaba los bienes de los templarios, de los judíos,
de todos los contribuyentes (al hacer moneda falsa), y era natural que quisiese
también apoderarse de los bienes de la Iglesia.
Pero los bienes de la Iglesia estaban protegidos por inmunidades
especiales. Según la doctrina de la época, eran bienes de los pobres, y no
podían ser gravados con impuestos. Esto no quiere decir que, como han escrito,
algunos con inconcebible ignorancia, la Iglesia no contribuyera a los gastos
públicos. Pero ella lo hacía en forma de dones voluntarios, abandonando al rey
cuando éste tenía necesidad, el décimo de sus rentas globales ("décime"). Se ha
calculado que, en poco más de un medio siglo, de 1247 a 1300, el clero francés
pagó al rey la cantidad de 39 "décimes", esto es cerca de cuatro veces su renta
global, o la quinta parte de su haber total. Estas cifras atestiguan que la
exención de impuestos era para la Iglesia un privilegio puramente honorífico, y
que el patriotismo del clero neutralizaba sus inmunidades. Los dones voluntarios
lo gravaban más que una imposición obligatoria.
Invitado en 1295 a pagar un nuevo "décime" el clero protestó y, ante un
nuevo llamamiento, apeló al Papa. Este era el guardián de los privilegios de la
Iglesia entera y el protector de sus derechos: invocado por el clero de Francia,
tenía como obligación rigurosa, bajo pena de traicionar sus deberes más
sagrados, el acudir en socorro de los oprimidos, y así lo hizo. No relataré las
peripecias de este nuevo conflicto con la corona: bastará decir que aún el Papa
se mostró magnánimo con el rey prevaricador. Junto con recordarle, como era su
deber, que no tenía el derecho de imponer tributos sobre el clero sin el
consentimiento del Papa, proclamó que no rehusaría jamás este consentimiento
cada vez que se tratara de la defensa del reino, y que tendería los tesoros
sagrados antes que comprometer un interés tan grande. Agregó que en caso de
necesidad urgente y bien constatada, permitía que se procediera sin esperar el
consentimiento del Papa pero que en todo otro caso era necesario someterse a la
ley. Hay que confesar que esto era llevar el espíritu de conciliación tan lejos
como lo permitía la justicia, y, gracias a la moderación del Papa, nuevamente se
evitó el conflicto.
Pero esta vez no fue por mucho tiempo. El desprecio del derecho fue
siempre la característica de Felipe el Hermoso: parecía que no gozaba de la
plenitud del poder real mientras existiera aún un límite no franqueado. Un día
el Papa le pidió la liberación de Guy de Dampierre, el infortunado conde de
Flandes, que languidecía en las prisiones del rey. El enviado encargado de este
mensaje tan digno del padre de los fieles era Bernardo Saisset, obispo de
Pamiers. ¿Qué pasó en la entrevista entre el rey y el obispo? Lo ignoramos, pero
el rey pretendió que el embajador había usado un lenguaje irrespetuoso, y
persiguió al desdichado prelado con un encarnizamiento increíble. Quiso que el
Papa lo despojara del episcopado y aún del privilegio del clero, para que fuera
entregado a un tribunal laico que lo condenaría como criminal de Estado. Esta
petición era ignominiosa: parecía que el rey había insistido en exigir del Papa,
en un solo instante la violación de los derechos más sagrados: el respeto debido
a un obispo, la inmunidad legítima del sacerdote, el carácter sagrado del
embajador, sin contar con la vergüenza que significaba imponer medidas odiosas
contra un servidor cuyo único crimen era haber servido a su señor.
El Papa respondió con la dignidad y la calma de la fuerza, llamando ante
su propio tribunal la causa de Bernardo Saisset, y se preocupó de reunir un
concilio en Roma para tomar las medidas requeridas por la situación. Al mismo
tiempo, se dirigió al tirano por la Bula "Ausculta fili", exponiéndole sus
quejas en un tono del cual podemos tener una idea por el solo nombre de la bula
("Escucha, hijo"). El rey, inspirado por sus legistas respondió a estas medidas
por un conjunto inaudito de violencias y fraudes. Convocó a los Estados
Generales de Francia, les hizo leer una falsa bula papal, fabricada por sus
hombres de leyes en que ponía en la boca del Soberano Pontífice un lenguaje
altanero y despreciativo, e hizo dar lectura a una respuesta al Papa, que era un
tejido de odiosas calumnias y enseguida obtuvo de los Estados aterrorizados un
Acuerdo de aprobación de su conducta.
Esta vez la medida de la paciencia se colmó. El Papa lanzó la Bula "Unam
Sanctam" exposición solemne y moderada de la pura doctrina católica sobre las
relaciones de los dos poderes, según la tradición de la Iglesia, tal como había
sido formulada por Gregorio VII, Alejandro III e Inocencio III. Al mismo tiempo,
preparó la excomunión del rey prevaricador. Entonces Felipe el Hermoso se
decidió a dar el último golpe. Para eclipsar todos sus crímenes pasados,
despachó a Italia a uno de los más viles calumniadores del Papa, Guillermo de
Nogaret, con la misión de fomentar un complot contra la Santa Sede. El miserable
después de haber intentado quebrantar la fidelidad del pueblo romano, fue a
sorprender al anciano en su villa de Anagni. Bonifacio estaba indefenso: se
revistió de las insignias pontificales y, tomando en sus manos las llaves de San
Pedro, esperó a sus enemigos. Ni esta grandeza de ánimo, ni la majestad del
Vicario de Cristo, ni los cabellos blancos de un anciano de ochenta y seis años,
emocionaron a los criminales. El Papa estuvo en su poder durante tres días,
hasta que la población de Anagni se levantó y los arrojó. Bonifacio no quiso que
se les persiguiese, pero la emoción quebrantó sus fuerzas y expiró días después.
La indignación ante el atentado de Anagni fue grande en el mundo
cristiano. Dante, que sin embargo creía tener motivos para acusar al anciano
Papa, ha estigmatizado para siempre a sus autores en versos inmortales: "Veo a
las flores de lis entrar en Anagni, veo a Cristo aprisionado en su Vicario, lo
veo entregado nuevamente a la irrisión, lo veo nuevamente obligado a beber el
vinagre y la hiel, y crucificado entre nuevos ladrones (Purgatorio, XX, 86-90).
Este juicio del mayor poeta de la Edad Media es el de la conciencia
humana, y los cobardes cortesanos de la monarquía absoluta no lo ignoraban: por
eso han trabajado, siguiendo el ejemplo del real malhechor, en falsear la
opinión de la posteridad, con un encarnizamiento y un cinismo ilimitados.
Después de haber ultrajado a la víctima, han querido calumniarla; después de
haberlo llevado a la tumba, han querido deshonrar su nombre. Es difícil tener
idea de la pasión con la cual Felipe el Hermoso se empeñó en hacer condenar la
memoria de Bonifacio VIII por sus sucesores: no lo logró, pero logró distraer la
atención sobre sus propios crímenes, y esto al menos lo consiguió. En cuanto a
los historiógrafos oficiales, especialmente a los Dupuy, a los Baillet y a
tantos otros, han continuado la tradición legada por los legistas de Felipe el
Hermoso. Han inventado documentos, han falsificado otros, aquéllos cuyo texto no
han podido ignorar ni alterar han sido cambiados en su fecha, para hacerlos
decir a menudo lo contrario de su sentido, y modificar su alcance; en una
palabra, han acumulado sobre la memoria de Bonifacio VIII tal conjunto de
mentiras y calumnias, que después de cinco siglos aún no puede despejarse la
perspectiva histórica.
Sin embargo, ha sonado ya la hora de la justicia. Desde que el
absolutismo real, vencido a su vez no tiene ya a su servicio las plumas impuras
de sus aduladores, los mismos historiadores franceses reconocen hoy día que sus
reyes han desfigurado la verdad cuando había provecho en ello. Confiesan también
ahora que la agresión no venía del Papado, sino del poder regio, que armado de
las teorías del cesarismo. perseguía el derrumbe de un régimen político basado
en la unidad religiosa del mundo y en el poder indirecto de los Papas.
"Bonifacio VIII, escribe M. Bouíaric en un libro célebre ("Francia bajo Felipe
el Hermoso", pág. 94), no reivindicó nuevas pretensiones para la cátedra de
Pedro; su política ante los príncipes extranjeros fue la de sus predecesores".
Pero nadie dirá que la política de Felipe fue la misma de San Luis: fue
ciertamente, la de Federico de Suabia, es decir, la de los Césares romanos. En
una palabra, fue la política pagana haciendo un nuevo esfuerzo para arrebatar a
los principios cristianos la dirección de los Estados modernos.
He dicho ya que esta política triunfó e indiqué, al comienzo de esta
lección las connivencias que ella encontró dentro del cuerpo social. Quiero
señalar, para terminar, los resultados de su victoria.
Desde luego, el primero de ellos fue la destrucción de lo que se ha
llamado la república cristiana de la Edad Media. La Europa estaba hasta entonces
sólidamente unida, no sólo por la identidad de la fe, sino por las máximas
políticas: había una vinculación del derecho a la moral cristiana, y se
reconocía como intérprete de ésta al Vicario de Cristo. A partir de Felipe el
Hermoso ya no sucedió tal cosa. No hubo república cristiana y esto se hizo
perceptible en la desaparición del gran hecho que la expresaba, la Cruzada. San
Luís fue el último de los reyes cristianos y el último de los cruzados. Y
Europa, que hasta entonces había llevado el estandarte de la Cruz a Jerusalén, a
Túnez, a Damasco, retrocedió ahora frente a la Media Luna. Hubo que restituir
Jerusalén al Islam y entregarle Constantinopla. Mahomet fue el árbitro del
Mediterráneo y los turcos, el terror del mundo. Debemos al cesarismo el que los
más hermosos países de la tierra estén sumergidos en la barbarie. Este es, desde
el punto de vista internacional, el balance de la reyecía absoluta.
Desde el punto de vista nacional, el absolutismo de los reyes ha roto el
equilibrio del cuerpo social, concentrando toda la vida en la cabeza, ha
atrofiado las instituciones libres y hecho de la revolución el correctivo único
de la tiranía. Y aún más: las naciones cristianas arrancadas a la dirección de
la Iglesia no han encontrado su vía: parece que están condenadas a atravesar
todo el ciclo del error antes de recuperarla. Cada día prestan oídos a nuevos
sistemas que caen en bancarrota uno tras otro. Filosofismo, liberalismo,
socialismo, anarquismo, sin hablar de doctrinas intermediarias, son los
herederos legítimos del absolutismo real; como él, traicionaran todas sus
promesas.
El mal durará en tanto que las naciones cristianas
entreguen su destino en manos de una política que no se ocupa de los principios
cristianos. La Iglesia Católica, sentada al pie de la cruz, espera tranquilamente
que las revoluciones hayan terminado de educar a la humanidad.
victoriosa de los abusos que la deshonraba, se vio rodeada de un prestigio
inaudito. El Papado era como el sol en su cenit: árbitro supremo de la vida
moral y religiosa de los pueblos, sin que ningún interés social le fuera extraño.
¿Qué uso hizo entonces de su gran influencia? Tuvo un doble fin:
pacificar la Europa y lanzar todas sus fuerzas contra el Islam. Los Papas
persiguieron este ideal sublime con un valor y una abnegación magníficos. La paz
entre los pueblos cristianos ha sido su constante cuidado, como lo fue la paz
entre los individuos para los Obispos de los siglos X y XI que consiguieron
establecer la Tregua de Dios. El Papado soñó también con una Tregua de Dios
entre las naciones. La deseaba por sí misma, ya que la civilización humana no
tiene otro fin más elevado que la paz. La ha querido también para poder oponer
una Europa compacta y unida al eterno enemigo, la Media Luna: este sueño de los
Papas de la Edad Media siguió siendo el patrimonio de los espíritus generosos,
desde Juana de Arco y Cristóbal Colón, hasta Leibniz y el Cardenal Lavigerie. Y
tenemos el derecho a esperar que tal será el ideal de Europa, el día en que
Europa vuelva a ser cristiana y se reconcilie con el ideal.
El esplendor del rol social del Papado de esta época encontró
una expresión de sorprendente majestad en las fiestas del primer Jubileo, celebrado
en Roma en 1300, bajo el pontificado de Bonifacio VIII. Durante todo el curso
del año, el Papa pudo ver, desde lo alto de las ventanas de su palacio, el
universo cristiano desfilando ante él, para dirigirse a la tumba de los
Apóstoles, para ganar las indulgencias del jubileo. La Ciudad Eterna ofreció
entonces un espectáculo increíble: jamás tuvo menos de doscientos mil
visitantes, cifra verdaderamente prodigiosa dada la exigüidad de los medios de
circulación de aquel entonces. Un testigo ocular nos ha descrito, en versos
inmortales, la multitud que pasaba por el puente de Santangelo, de ida o de
regreso del Vaticano: los que iban hacia él seguían la derecha, los que
regresaban seguían la izquierda, como hoy día en los puentes de las grandes
ciudades alemanas. Y la pintura, como la poesía, ha querido eternizar este
recuerdo, pues uno de los más antiguos cuadros de Giotto, que se conserva hoy en
San Juan de Letrán. es su Bonifacio VIII proclamando, desde lo alto de la loggia
de este santuario, el jubileo universal. Ciertamente, en este año embriagador,
en que el Papa parecía más que un hombre y veía a toda la humanidad a sus pies,
le era necesaria una profunda humildad para resistir a la sugestión de semejante
brillo, y debió recordar más de una vez las palabras pronunciadas en el día de
su coronación, al quemarse la estopa al pie del trono pontificio: "Santo Padre,
así pasa la gloria del mundo".
Así pasó en efecto la gloria del mundo para Bonifacio VIII. Este viejo de
setenta y siete años tuvo que asistir, antes de morir, a la catástrofe en la que
se abismó el incomparable destino de la Santa Sede. Dos años después del triunfo
del gran Jubileo, los mercenarios del rey cristianísimo maltrataban al Vicario
de Jesucristo en su propio palacio, y la nación que se proclamaba la hija mayor
de la Iglesia preparaba la decadencia de la Santa Sede romana. Bajando a la
tumba, amargado y humillado, el Papa pudo decirse que una terrible revolución se
había consumado, o, al menos, que se había afirmado victoriosamente el principio
de esa revolución, y que por muchos siglos se arrebataba el imperio de la
sociedad al Vicario de Cristo.
¿Cuál era el enemigo misterioso y terrible que debía trastornar la Europa
cristiana, paralizar la acción del Pontificado y cambiar el curso de la
civilización? Lo diré en una palabra: es el Estado laico, fuerza nueva y
conquistadora que los siglos precedentes no conocieron y que surgió de pronto,
como un gigante, frente al Papado, al cual desafía a un duelo sin piedad.
Armado, desde su origen, de una teoría de la cual deriva su omnipotencia, que es
impuesta a sus fieles con la autoridad de un dogma que supera toda discusión,
pero que en realidad emana simplemente de la fuerza, el Estado laico va a
comenzar contra la Iglesia de Cristo el combate secular que aún no toca a su fin
y cuyas peripecias futuras son, para nuestros descendientes el problema más
solemne de la historia.
Quiero recordar una vez más que lo que dirige el mundo son las ideas. En
la región inmaterial del espíritu se elaboran las fuerzas irresistibles que
fecundan o que destruyen: como sobre lo alto de los Alpes, en las cumbres
silenciosas y solitarias, se forman los torrentes que se precipitan sobre los
valles, llevando la vida cuando su curso es tranquilo, o la devastación cuando
es empujado por el huracán.
Subamos pues a las cumbres para indagar cómo se ha formado, en la región
de las ideas, la doctrina política que va a caer como avalancha sobre la
sociedad. Desde Juego, es totalmente contradictoria con el espíritu de la Edad
Media. El rey, para los hombres de esta época, es sin duda el jefe de la
sociedad, y la religión lo reviste de un carácter sagrado e inviolable. Pero su
autoridad está muy lejos de ser ilimitada: encuentra por doquiera en el castigo
del señor en el recinto amurallado de las ciudades, bajo las bóvedas de iglesias
y monasterios, en el trono sublime de Pedro fuerzas libres que le sirven de
contrapeso, y que no le permiten superar los límites fijados por la religión y
la costumbre. El rey en la Edad Media es en realidad un rey constitucional,
como diríamos hoy día, no porque existan documentos escritos que limiten
formalmente su poder, sino, sobre todo, porque los privilegios de las diversas
clases sociales son un límite de hecho que no puede franquear sin oír en torno a
su trono el estallido de la cólera popular.
Si es así, ¿cómo es posible que la idea del absolutismo real haya podido
apoderarse, en un momento dado, de los espíritus, y triunfar finalmente, hasta
eliminar de la política moderna la influencia de la Iglesia y de su Jefe? Esta
pregunta es muy compleja, pero trataré de responderla con claridad y precisión.
Manifiestamente, hay en los pueblos modernos, y en cierta medida en todos
los pueblos, una invencible repugnancia al gobierno internacional. Cada nación
busca en sí misma el principio soberano de su actividad, no obedece de buen
grado sino a las autoridades emanadas de su seno, y cree ver, en todo amo
colocado a mucha distancia, un extranjero. Si por su carácter sagrado, por la
necesaria universalidad del dogma, las instituciones religiosas escapan a esta
tendencia centrífuga, no sucede lo mismo con las instituciones políticas, que
los pueblos no soportan sino con la condición de que sean exclusivamente
nacionales. Así se explica la división del Imperio de Carlomagno, que sólo fue
lamentado por un puñado de espíritus elegidos; así se comprende también la
oposición secular de Italia a la autoridad de los emperadores. Estas tendencias
nacionales se convertían en pasiones, y cuando un poder tuvo interés en
excitarlas, ellas no reconocieron límite. "¿Es el Papa o el rey el que debe ser
el señor del reino de Francia?" Planteada en esta forma la pregunta, no podía
recibir sino una respuesta, y los mejores cristianos, interpelados de tal modo,
se unían espontáneamente alrededor del rey, haciendo causa común con él contra
el Jefe de la cristiandad, en defensa de las libertades nacionales.
A esta influencia del amor propio nacional, cuya fuerza es evidente, se
agregaba otra que no era menos poderosa. Ya no era el tiempo en que todas las
superioridades intelectuales y científicas se concentraban en las filas del
clero. La sociedad laica había nacido y se había desarrollado: en ella existían
espíritus, superiores, sabios, juristas, hombres de Estado; tenía ahora
conciencia de su fuerza y de su dignidad, tomaba posiciones frente al orden
eclesiástico, sin permitir que éste tomara la dirección exclusiva de las
inteligencias, y se incorporaba vigorosamente a la política y a la legislación.
De este modo, el nacionalismo y el laicismo, sin ser en principio
hostiles a la Iglesia, tenían sin embargo un ideal diferente de ella y
perseguían un fin que era fácil oponerle. Para que esta oposición deviniera
consciente y encarnizada, era necesario, sin embargo, que fuera estimulada por
un agente resuelto: este agente estaba ya en marcha.
El estudio de la antigüedad fue la pasión de la Edad Media. Se entregaba
a su estudio con tanto mayor ardor cuanto que la antigüedad era en esa época el
único objeto del conocimiento científico. En ella encontrábase la ocasión de
conocer otra sociedad y otra civilización, que aparecían, a través del prisma
radiante de sus obras maestras, con los colores mágicos de un mundo mejor. Así,
los poetas y filósofos de la antigüedad gozaban de una autoridad que sólo cedía
ante la del Evangelio. Aristóteles era el fetiche de la escuela, "el maestro de
los que saben", y cuando se invocaba su autoridad (magister dixit), todo quedaba
dicho. En cuanto a Virgilio, no sólo se le honraba como gran poeta: había
llegado a ser un personaje maravilloso, semimaravilloso y semiprofético. A veces
estas predilecciones trastornaban literalmente la cabeza de algunos: como aquel
pobre monje del siglo X que, seiscientos años antes de Don Quijote, tomó por
realidad la ficción de los libros y enseñó que la única religión verdadera era
la de la Eneida.
En ninguna parte este fetichismo por la antigüedad se manifestó en formas
más absurdas ni produjo resultados más desastrosos que entre los hombres de
leyes. Los legistas, como se les llamaba entonces. Me limitaré a dar un solo
ejemplo de esta enfermedad intelectual. Los cronistas nos cuentan que un
manuscrito de Las Pandectas conservado en Florencia era venerado como una
reliquia. Sus fieles venían en peregrinación, y dos hombres, con cirios en la
mano, se colocaban a ambos lados de la vitrina donde aquél recibía los homenajes
de Los devotos. Esto es sólo grotesco; pero lo que es más serio es que desde el
siglo XI, la primera escuela de Derecho de Europa, la de Bologna, propagó en
Occidente el culto del Corpus Juris Civilis y no quiso reconocer otra fuente de
jurisprudencia. El derecho nacional de los pueblos modernos, desdeñado por los
legistas orgullosos de su iniciación en el derecho de Justiniano, se vio más y
más abandonado. El derecho romano comenzó la carrera triunfal que debía darle la
prepotencia sobre toda la Cristiandad.
Se explica en parte esta predilección por la incontestable superioridad,
en muchos aspectos, del derecho romano sobre el derecho germánico medieval. Este
último había emanado de antiguas costumbres bárbaras y guardaba aun el sello de
la sociedad rudimentaria a la cual expiraba. Escrito en una lengua informe, era
fundamentalmente penal, y dejaba sin resolver la mayor parte de los complejos
problemas que resultan de la convivencia de hombres civilizados. Carecía de todo
prestigio a los ojos de los sabios, no evocaba el recuerdo de ningún gran
jurisconsulto, y semejaba en fin a uno de esos trajes demasiado cortos, que
estuvieron bien en la infancia, pero que molestan al hombre adulto. Al
contrario, el derecho romano, elaborado desde hacía siglos por generaciones de
sabios de primer orden, presentaba la imagen de un grandioso monumento, que
posaba sobre cimientos indestructibles. Tenía la amplitud, la riqueza, la
nitidez científica propia de una gran civilización: todo estaba previsto,
analizado y juzgado por una inteligencia luminosa y profunda, que parecía haber
penetrado la vida social íntegra y que tenía algo de universal y de infalible.
El pueblo romano, jurídico por excelencia, no había producido nada más grande
que su derecho: si queremos tener una idea de él por la obra que traduzca mejor
su genio, deberemos estudiar su derecho. No es pues sorprendente que el espíritu
de los hombres de la Edad Media haya quedado deslumbrado ante el derecho romano,
tal como los viajeros de esa época, venidos desde las ciudades del Norte, antes
de la erección de nuestras grandes catedrales, se detenían sofocados de
admiración ante la columna Trajana, el Coliseo o las Termas de Caracalla. Y como
no hay sino un paso de la admiración a la imitación, es igualmente comprensible
que ellos lo hayan dado, soñando con hacer del Corpus Juris Civilis el código de
la sociedad civilizada de su época.
Aquí comienza el deplorable y trágico error.
Si el derecho romano era científicamente superior al derecho medieval;
si, con respecto a las relaciones civiles mostraba una perfección a la cual no
podían siquiera aproximarse los códigos bárbaros, en cambio, consagraba un
sistema político del cual el espíritu de los hombres libres de la Edad Media
debió desviarse con repugnancia. El absolutismo más desenfrenado era erigido en
doctrina con una audacia y una lógica que no se ha visto en ningún otro caso. En
el derecho romano, el soberano, es decir el Emperador, era un verdadero dios, no
por cierto porque los escépticos e incrédulos romanos del Imperio se figurasen
que tenía realmente una naturaleza divina (sabían demasiado lo contrario), sino
porque le atribuían sobre los súbditos el mismo poder que tiene Dios sobre sus
criaturas. Su voluntad era la justicia y la ley. Aún cuando esta voluntad no
fuera, ordinariamente sino un capricho sangriento e impuro en la multitud de
tiranos que llevan los nombres siniestros de Calígula, Nerón, Domiciano, Cómodo,
Caracalla, Eleogábalo, etc., había que curvarse ante ella sin resistir ni
murmurar, limitándose a enviar al amo, desde el fondo de la agonía, el saludo
del gladiador moribundo. El mundo pagano no concebía otra manera de poder
soberano ni de obediencia.
Cosa digna de atención, los legistas medievales, hipotizados por el
Corpus Juris Civilis, no retrocedieron ante esta monstruosa teoría del poder,
tan radicalmente opuesta a los principios cristianos y a las tradiciones
germánicas. Convencidos de la perfección ideal del derecho romano, no vieron o
no quisieron ver esta tara incontestable de la obra maestra. Hay que creer que
el absolutismo imperial se les apareció como la condición y garantía de esta
perfección. Se persuadieron sin duda que era necesario que el soberano fuese
omnipotente para que pudiera hacer reinar la plenitud del derecho. Aceptaron en
bloque la herencia jurídica del Imperio Romano y el cesarismo (nombre que lleva
en la historia la teoría romana del poder absoluto), vino a ser el primer
artículo de su credo político.
No nos sorprendamos de ver a hombres nacidos en una sociedad libre
hacerse los apologistas del absolutismo y soñar con reducir el género humano a
la servidumbre. Semejantes aberraciones no son raras: el espíritu de sistema lo
explica sin justificarlo. Y además, los hombres no ven casi nunca las
consecuencias de los principios que admiten, y aquél que los predica con más
ardor tiembla a veces ante su aplicación. Es una pequeñez innata en el género
humano: por muy humillante que sea confesarlo, sería pueril negarlo.
Cuando los legistas esparcieron y desarrollaron sus principios, hubo
soberanos que quisieron aplicarlos: los reyes de Alemania de la casa de Suabia.
Los Hohenstaufen (nombre de uno de sus castillos) tenían, al lado de grandes
cualidades personales de orden intelectual, una ambición sin límites: se
hicieron por eso los campeones de las doctrinas que legitimaban esa ambición.
Fueron los primeros que se consideraron sucesores directos y legítimos de los
antiguos emperadores romanos, para poder reivindicar el poder que habían tenido
sus pretendidos antecesores. Alumnos dóciles de los legistas, se inspiraron en
sus máximas, en su conducta política y trataron de hacerlas prevalecer.
Pero el mundo de la Edad Media no estaba aún maduro para la servidumbre.
El Papado protestó, las comunas se sublevaron, una parte del feudalismo rehusó
cambiar un suzerano por un amo. El emperador Federico Barbarroja después de
haber intentado imponer a Italia leyes dictadas por el puro espíritu cesáreo,
chocó con una resistencia obstinada de las ciudades lombardas. En 1176. éstas lo
vencieron en la batalla de Legnano, y lo forzaron a reconocer solemnemente los
derechos que él había atropellado. Su nieto Federico II renovó la misma
tentativa en el siglo XIII; vencido a su vez, y excomulgado por el Papa, vio
derrumbarse toda su potencia, y murió a tiempo para no asistir a la caída y al,
exterminio de toda su dinastía.
Los legistas perdieron dos veces la partida. El espíritu católico había
triunfado ya dos veces de las teorías del cesarismo; y se mantuvo de pie, sobre
las ruinas de un imperio que los emperadores mismos habían destruido por su
ambición, el gran principio de la república cristiana de la Edad Media. Europa
seguía siendo una unidad moral y religiosa bajo la tuición internacional de la
paz, confiada al Papa, protector del derecho y guardián de las libertades
públicas.
Pero, si en estos conflictos, los pueblos se habían levantado contra las
nuevas ideas, no por eso éstas habían muerto. Los principios del cesarismo
continuaban esparciéndose entre los legistas, y como éstos se multiplicaban en
una sociedad que, al crecer, tenía cada vez más necesidad de ellos, resultó que
en toda la Europa nació una especie de estado mayor de espíritus dirigentes,
imbuidos de un derecho público esencialmente anticristiano, aunque, a menudo,
estos adherentes no tuvieran conciencia de esta oposición. Y vino un día, medio
siglo después de su segunda derrota, en que los legistas tuvieron su revancha.
La encontraron en Francia, y se las proporcionó el rey Felipe el Hermoso.
Nieto de San Luis, rodeado del prestigio que el rey santo había trasmitido a su
corona y a su dinastía, dotado, además, de uno de los caracteres más tenaces e
imperiosos que haya conocido la historia. Felipe el Hermoso podía mucho, para
bien y para mal. Estaba rodeado de una pléyade de legistas, como Enguerrando de
Marigny, Pedro Flotte, Guillermo de Plasian, Guillermo de Nogaret, y otros
hombres nefastos, cuya sociedad fue su atmósfera intelectual. Ellos imbuyeron en
su espíritu la nueva doctrina, y de ella tomó su frío fanatismo de déspota,
incapaz de detenerse ante una consideración moral y dispuesto a sacrificar todo
el universo a su ambición.
Este hombre abrirá una nueva fase de la historia moderna: su lucha contra
el Papado no es sólo un episodio de la historia de la Edad Media, sino que es
una encrucijada de la historia, universal. Detengámonos en la consideración de
la importancia del combate que va a librarse.
Cuando el Papa Bonifacio VIII subió al trono pontificio (1294), la
cristiandad estaba desolada por tristes acontecimientos San Juan de Acre, la
última ciudad que los cristianos poseían en Tierra Santa, acababa de ser
reconquistada por los musulmanes. Toda la Palestina había caído entre sus manos,
y la sangre de dos millones de cristianos caídos en su defensa durante dos
siglos había caído en vano. Fue un amargo dolor para el Papado, y Bonifacio
VIII, revistiendo lo que el poeta llamó "el peso del gran manto" sintió ese peso
en toda su dureza. Su sueño fue remediar esta terrible situación, restableciendo
la paz entre todos los príncipes cristianos y consiguiendo de ellos que hicieran
una nueva expedición en Tierra Santa. Para ello era necesario a cualquier precio
conjurar la guerra que parecía inminente entre el rey de Francia Felipe el
Hermoso y el rey de Inglaterra Eduardo I.
Esta guerra impía amenazaba con Incendiar toda Europa. Ambos adversarios
se conseguían aliados en todas partes: Felipe contaba con Escocia, Eduardo con
el Imperio, Flandes y Brabante. Pero en este momento el Papa interviene,
cumpliendo los deberes de su cargo, llamando al sentimiento de humanidad a estos
locos furiosos que se aprestaban a ensangrentar el mundo por los más fútiles
pretextos. Les habló un lenguaje noble, firme, afectuoso y confiado, como se
podía esperar del Jefe de la cristiandad. "¿Son éstos, les decía en sustancia,
hazañas dignas de vosotros y de vuestros antepasados, es ésta la manera cómo
cumplís vuestra obligación de correr al socorro de los cristianos de Tierra Santa?"
Cediendo a la voz del Papa y tal vez a la de la conciencia
cristiana, los rivales se decidieron a firmar una tregua de un año, que debía
expirar el 24 de Junio de 1296. Era un éxito para la causa de la civilización y
el Papa así lo juzgó, pues el 13 de Abril de 1296 renovó la, tregua por dos años
más, bajo su propia autoridad, declarándola obligatoria bajo pena de excomunión.
Sin embargo, para salvaguardia el amor propio de los dos reyes, y tal vez porque
esperaba un acto espontáneo, ordenó a los legados que no promulgaran la tregua
en espera de la iniciativa de los reyes.
Entonces se levantó la voz del rey de Francia, dando por vez primera una
nota discordante en la armonía del sentido social de la Edad Media. Felipe el
Hermoso protestó contra la bula del Papa; rehusó incluso oír su lectura antes de
haber hecho las declaraciones siguientes: Que el gobierno temporal de su reino
le pertenecía exclusivamente: que no reconocía en esta materia ningún superior;
que no se sometería jamás en este aspecto a ningún alma viviente; Que quería
ejercer su jurisdicción en sus feudos, defender su reino y realizar el derecho
con la ayuda de sus súbditos, de sus aliados y de Dios: que la tregua no lo
obligaba. En cuanto a lo espiritual estaba dispuesto, siguiendo el ejemplo de
sus antecesores, a recibir humildemente las advertencias de la Santa Sede, como
un verdadero hijo de la Iglesia. En fin, agregó que aceptaría la mediación del
Papa, pero sólo a título de árbitro, no de autoridad.
Hay que retener estas declaraciones de Felipe, pues ellas tienen un
alcance inmenso y que va mucho más allá de la cuestión que las provocó. Discutir
al Papa el derecho de intervenir entre los reyes beligerantes para imponerles la
paz, era no solamente invalidar la atribución más gloriosa y bienhechora de la
Santa Sede, no solamente destruir el único obstáculo que impedía a las
ambiciones criminales el trastornar y ensangrentar el mundo: por muy desastrosas
que fuesen, desde este punto de vista, las declaraciones del rey de Francia para
el porvenir de la civilización europea, ellas eran aún más funestas por el
principio que las inspiraba. Por vez primera desde el origen del cristianismo,
se proclamaba la separación de la política y de la moral, y se entregaban los
destinos de los pueblos al capricho de los soberanos. Se había visto hasta
entonces lo contrario, y los reyes habían admitido que su gobierno debía
conformarse a la ley moral del cristianismo. Felipe el Hermoso lo niega
implícitamente, ya que no quiere que la voluntad, de un soberano pueda ser
ligada por esa ley. Esto significaba declarar que el poder real no tenía
límites, y, de hecho, no tendrá otros que los que quiera aceptar. Es la teoría
pagana en toda su nitidez: El príncipe está por encima de las leyes, la ley es
su voluntad. Si el rey lo quiere, tal es la ley. Durante cinco siglos, tal será
el axioma de todos los gobiernos.
He aquí pues el origen del absolutismo regio en Europa: es la antípoda de
la teoría cristiana del poder. Los principios formulados por Felipe el Hermoso
son los que los Papas han combatido y vencido en su doble lucha contra los
Hohenstaufen; son los que se invocarán siempre en lo sucesivo, cuando se quiera
humillar y disminuir a la Santa Sede, cada vez que se quiera herir en un punto
el viejo patrimonio del derecho público cristiano. Y es digno de curiosidad el
hecho de que gran número de historiadores, con un séquito enorme de
inteligencias secundarias, estén persuadidos, con increíble ingenuidad, de que
las teorías del absolutismo real son teorías católicas. Se afirma esto
diariamente en las polémicas de la prensa, y no sabemos qué admirar más en el
éxito de esta mentira: si la bonhomía de los que la creen o la audacia de los
que la hacen circular.
Ante las declaraciones del rey de Francia, que acentuaban con crudeza sin
límites la violenta oposición de la política nueva a la tradición católica,
¿qué hizo Bonifacio VIII? La respuesta está fijada de antemano para los que no
conocen al Pontífice sino a través de las mentiras seculares de la
historiografía oficial. Se dice que protestó, manifestó su indignación, que
lanzó la excomunión sobre el audaz rey de Francia. Nada de esto, Bonifacio VIII
se guardó la afrenta, dejó pasar sin protestar los aforismos de la nueva
política, consintió en que se aceptara su arbitraje en las humillantes
condiciones planteadas por el rey de Francia, es decir, no a título de autoridad
y, en calidad de soberano pontífice, sino a título de persona privada y, según
los términos empleados, como Benito Cayetano. ¿Por qué tanta condescendencia y
longanimidad? Aparentemente porque, para el Papa, toda consideración era
secundaria ante el interés de la paz pública, incluso aquéllas que se refirieran
a la dignidad de la Santa Sede. Lo vemos, en efecto, con una abnegación y un
celo que no se desmentirán ni un instante, consagrarse enteramente a la tarea de
reconciliar Francia e Inglaterra. He aquí, por ejemplo, los términos en los
cuales se dirige al emperador Adolfo de Nassau, enemigo de Felipe el Hermoso,
para pedirle que no tome las armas contra éste: "Hemos pasado noches de
insomnio, buscando la manera de poder establecer relaciones pacíficas entre vos
y nuestros hijos en Cristo, los reyes ilustres Felipe de Francia y Eduardo de
Inglaterra, procurando la tranquilidad del pueblo cristiano, a fin de que los
jefes de los fieles y sus súbditos no vuelvan contra ellos mismos las espadas
que deben ser sacadas para la defensa de la Tierra Santa y contra los enemigos
de la cruz de Cristo. Por eso os advertimos, os rogamos, os exhortamos
vivamente, y os emplazamos, por la sangre de Jesucristo, a no atacar al dicho
rey de Francia ni a su reino; sino que vuestra alma real condescienda y se
incline a la paz o al menos a una tregua larga y suficiente, durante la cual se
pueda tratar eficazmente sobre la paz en nuestra presencia, por los enviados de
las diversas partes".
En fin, el 27 de Junio de 1298 Bonifacio VIII dio su sentencia. Ella
estaba marcada por el sello de la más pura equidad, y ciertamente (esto lo
admiten los mismos historiadores franceses) el rey de Francia no tenía por qué
quejarse. En efecto, la sentencia aprobaba el matrimonio de su hija Isabel con
el príncipe de Gales, y por esta combinación sacrificaba la causa de Guy de
Dampierre, que había comprometido sucesivamente sus dos hijas a este príncipe, y
que las veía abandonadas una después de la otra. Pero a los ojos del Papa el
interés de la paz europea primaba sobre todas las otras consideraciones. Había
llegado en fin. al precio de muchas tribulaciones, al resultado ardientemente
deseado, aunque a última hora el que ganaba más con la paz aparentó vacilar en
aceptar el arbitraje, como demasiado adverso.
Tal fue el primer choque del Papado y de la nueva política. La he
expuesto con detalles, a causa de que es poco conocida y, enseguida, porque
caracteriza perfectamente la actitud de las partes en el curso del largo
conflicto. Magistratura internacional y defensora de los intereses generales de
la cristiandad, el Papado salvaguardaba la paz de los pueblos y hacía, para
lograr este objeto, todas las concesiones compatibles con su alta dignidad. El
rey de Francia no tiene cuidados semejantes: su única preocupación es establecer
su absolutismo frente al Soberano Pontífice y frente a sus súbditos, sin ningún
miramiento por el bien general de la civilización. Mientras que para el Papa lo
que importaba era la paz del mundo, para el rey era su poder ilimitado.
Agreguemos, pues esto es capital, que el Papa en este debate encarna la
tradición católica de la Europa, y el rey las aspiraciones revolucionarias de
los legistas. Era importante anotar esta oposición, porque los falsarios a
sueldo han trastornado los roles. De oírlos a ellos, habría sido el Papa el que
innovó y el rey quien se defendió.
Todo el resto del conflicto entre Bonifacio VIII y Felipe el Hermoso
ofrece los mismos caracteres que este primer episodio. El asunto de las
inmunidades eclesiásticas, estalló poco después, puso de nuevo frente a frente
al Papado, que defiende el derecho público tradicional de la Europa cristiana, y
el rey, que intenta hacer prevalecer las máximas revolucionarias del derecho
pagano. Felipe tenía siempre necesidad de dinero y sus legistas le habían
enseñado que le pertenecían los bienes de sus súbditos, de modo que los tomaba
allí donde los encontraba. Tomaba los bienes de los templarios, de los judíos,
de todos los contribuyentes (al hacer moneda falsa), y era natural que quisiese
también apoderarse de los bienes de la Iglesia.
Pero los bienes de la Iglesia estaban protegidos por inmunidades
especiales. Según la doctrina de la época, eran bienes de los pobres, y no
podían ser gravados con impuestos. Esto no quiere decir que, como han escrito,
algunos con inconcebible ignorancia, la Iglesia no contribuyera a los gastos
públicos. Pero ella lo hacía en forma de dones voluntarios, abandonando al rey
cuando éste tenía necesidad, el décimo de sus rentas globales ("décime"). Se ha
calculado que, en poco más de un medio siglo, de 1247 a 1300, el clero francés
pagó al rey la cantidad de 39 "décimes", esto es cerca de cuatro veces su renta
global, o la quinta parte de su haber total. Estas cifras atestiguan que la
exención de impuestos era para la Iglesia un privilegio puramente honorífico, y
que el patriotismo del clero neutralizaba sus inmunidades. Los dones voluntarios
lo gravaban más que una imposición obligatoria.
Invitado en 1295 a pagar un nuevo "décime" el clero protestó y, ante un
nuevo llamamiento, apeló al Papa. Este era el guardián de los privilegios de la
Iglesia entera y el protector de sus derechos: invocado por el clero de Francia,
tenía como obligación rigurosa, bajo pena de traicionar sus deberes más
sagrados, el acudir en socorro de los oprimidos, y así lo hizo. No relataré las
peripecias de este nuevo conflicto con la corona: bastará decir que aún el Papa
se mostró magnánimo con el rey prevaricador. Junto con recordarle, como era su
deber, que no tenía el derecho de imponer tributos sobre el clero sin el
consentimiento del Papa, proclamó que no rehusaría jamás este consentimiento
cada vez que se tratara de la defensa del reino, y que tendería los tesoros
sagrados antes que comprometer un interés tan grande. Agregó que en caso de
necesidad urgente y bien constatada, permitía que se procediera sin esperar el
consentimiento del Papa pero que en todo otro caso era necesario someterse a la
ley. Hay que confesar que esto era llevar el espíritu de conciliación tan lejos
como lo permitía la justicia, y, gracias a la moderación del Papa, nuevamente se
evitó el conflicto.
Pero esta vez no fue por mucho tiempo. El desprecio del derecho fue
siempre la característica de Felipe el Hermoso: parecía que no gozaba de la
plenitud del poder real mientras existiera aún un límite no franqueado. Un día
el Papa le pidió la liberación de Guy de Dampierre, el infortunado conde de
Flandes, que languidecía en las prisiones del rey. El enviado encargado de este
mensaje tan digno del padre de los fieles era Bernardo Saisset, obispo de
Pamiers. ¿Qué pasó en la entrevista entre el rey y el obispo? Lo ignoramos, pero
el rey pretendió que el embajador había usado un lenguaje irrespetuoso, y
persiguió al desdichado prelado con un encarnizamiento increíble. Quiso que el
Papa lo despojara del episcopado y aún del privilegio del clero, para que fuera
entregado a un tribunal laico que lo condenaría como criminal de Estado. Esta
petición era ignominiosa: parecía que el rey había insistido en exigir del Papa,
en un solo instante la violación de los derechos más sagrados: el respeto debido
a un obispo, la inmunidad legítima del sacerdote, el carácter sagrado del
embajador, sin contar con la vergüenza que significaba imponer medidas odiosas
contra un servidor cuyo único crimen era haber servido a su señor.
El Papa respondió con la dignidad y la calma de la fuerza, llamando ante
su propio tribunal la causa de Bernardo Saisset, y se preocupó de reunir un
concilio en Roma para tomar las medidas requeridas por la situación. Al mismo
tiempo, se dirigió al tirano por la Bula "Ausculta fili", exponiéndole sus
quejas en un tono del cual podemos tener una idea por el solo nombre de la bula
("Escucha, hijo"). El rey, inspirado por sus legistas respondió a estas medidas
por un conjunto inaudito de violencias y fraudes. Convocó a los Estados
Generales de Francia, les hizo leer una falsa bula papal, fabricada por sus
hombres de leyes en que ponía en la boca del Soberano Pontífice un lenguaje
altanero y despreciativo, e hizo dar lectura a una respuesta al Papa, que era un
tejido de odiosas calumnias y enseguida obtuvo de los Estados aterrorizados un
Acuerdo de aprobación de su conducta.
Esta vez la medida de la paciencia se colmó. El Papa lanzó la Bula "Unam
Sanctam" exposición solemne y moderada de la pura doctrina católica sobre las
relaciones de los dos poderes, según la tradición de la Iglesia, tal como había
sido formulada por Gregorio VII, Alejandro III e Inocencio III. Al mismo tiempo,
preparó la excomunión del rey prevaricador. Entonces Felipe el Hermoso se
decidió a dar el último golpe. Para eclipsar todos sus crímenes pasados,
despachó a Italia a uno de los más viles calumniadores del Papa, Guillermo de
Nogaret, con la misión de fomentar un complot contra la Santa Sede. El miserable
después de haber intentado quebrantar la fidelidad del pueblo romano, fue a
sorprender al anciano en su villa de Anagni. Bonifacio estaba indefenso: se
revistió de las insignias pontificales y, tomando en sus manos las llaves de San
Pedro, esperó a sus enemigos. Ni esta grandeza de ánimo, ni la majestad del
Vicario de Cristo, ni los cabellos blancos de un anciano de ochenta y seis años,
emocionaron a los criminales. El Papa estuvo en su poder durante tres días,
hasta que la población de Anagni se levantó y los arrojó. Bonifacio no quiso que
se les persiguiese, pero la emoción quebrantó sus fuerzas y expiró días después.
La indignación ante el atentado de Anagni fue grande en el mundo
cristiano. Dante, que sin embargo creía tener motivos para acusar al anciano
Papa, ha estigmatizado para siempre a sus autores en versos inmortales: "Veo a
las flores de lis entrar en Anagni, veo a Cristo aprisionado en su Vicario, lo
veo entregado nuevamente a la irrisión, lo veo nuevamente obligado a beber el
vinagre y la hiel, y crucificado entre nuevos ladrones (Purgatorio, XX, 86-90).
Este juicio del mayor poeta de la Edad Media es el de la conciencia
humana, y los cobardes cortesanos de la monarquía absoluta no lo ignoraban: por
eso han trabajado, siguiendo el ejemplo del real malhechor, en falsear la
opinión de la posteridad, con un encarnizamiento y un cinismo ilimitados.
Después de haber ultrajado a la víctima, han querido calumniarla; después de
haberlo llevado a la tumba, han querido deshonrar su nombre. Es difícil tener
idea de la pasión con la cual Felipe el Hermoso se empeñó en hacer condenar la
memoria de Bonifacio VIII por sus sucesores: no lo logró, pero logró distraer la
atención sobre sus propios crímenes, y esto al menos lo consiguió. En cuanto a
los historiógrafos oficiales, especialmente a los Dupuy, a los Baillet y a
tantos otros, han continuado la tradición legada por los legistas de Felipe el
Hermoso. Han inventado documentos, han falsificado otros, aquéllos cuyo texto no
han podido ignorar ni alterar han sido cambiados en su fecha, para hacerlos
decir a menudo lo contrario de su sentido, y modificar su alcance; en una
palabra, han acumulado sobre la memoria de Bonifacio VIII tal conjunto de
mentiras y calumnias, que después de cinco siglos aún no puede despejarse la
perspectiva histórica.
Sin embargo, ha sonado ya la hora de la justicia. Desde que el
absolutismo real, vencido a su vez no tiene ya a su servicio las plumas impuras
de sus aduladores, los mismos historiadores franceses reconocen hoy día que sus
reyes han desfigurado la verdad cuando había provecho en ello. Confiesan también
ahora que la agresión no venía del Papado, sino del poder regio, que armado de
las teorías del cesarismo. perseguía el derrumbe de un régimen político basado
en la unidad religiosa del mundo y en el poder indirecto de los Papas.
"Bonifacio VIII, escribe M. Bouíaric en un libro célebre ("Francia bajo Felipe
el Hermoso", pág. 94), no reivindicó nuevas pretensiones para la cátedra de
Pedro; su política ante los príncipes extranjeros fue la de sus predecesores".
Pero nadie dirá que la política de Felipe fue la misma de San Luis: fue
ciertamente, la de Federico de Suabia, es decir, la de los Césares romanos. En
una palabra, fue la política pagana haciendo un nuevo esfuerzo para arrebatar a
los principios cristianos la dirección de los Estados modernos.
He dicho ya que esta política triunfó e indiqué, al comienzo de esta
lección las connivencias que ella encontró dentro del cuerpo social. Quiero
señalar, para terminar, los resultados de su victoria.
Desde luego, el primero de ellos fue la destrucción de lo que se ha
llamado la república cristiana de la Edad Media. La Europa estaba hasta entonces
sólidamente unida, no sólo por la identidad de la fe, sino por las máximas
políticas: había una vinculación del derecho a la moral cristiana, y se
reconocía como intérprete de ésta al Vicario de Cristo. A partir de Felipe el
Hermoso ya no sucedió tal cosa. No hubo república cristiana y esto se hizo
perceptible en la desaparición del gran hecho que la expresaba, la Cruzada. San
Luís fue el último de los reyes cristianos y el último de los cruzados. Y
Europa, que hasta entonces había llevado el estandarte de la Cruz a Jerusalén, a
Túnez, a Damasco, retrocedió ahora frente a la Media Luna. Hubo que restituir
Jerusalén al Islam y entregarle Constantinopla. Mahomet fue el árbitro del
Mediterráneo y los turcos, el terror del mundo. Debemos al cesarismo el que los
más hermosos países de la tierra estén sumergidos en la barbarie. Este es, desde
el punto de vista internacional, el balance de la reyecía absoluta.
Desde el punto de vista nacional, el absolutismo de los reyes ha roto el
equilibrio del cuerpo social, concentrando toda la vida en la cabeza, ha
atrofiado las instituciones libres y hecho de la revolución el correctivo único
de la tiranía. Y aún más: las naciones cristianas arrancadas a la dirección de
la Iglesia no han encontrado su vía: parece que están condenadas a atravesar
todo el ciclo del error antes de recuperarla. Cada día prestan oídos a nuevos
sistemas que caen en bancarrota uno tras otro. Filosofismo, liberalismo,
socialismo, anarquismo, sin hablar de doctrinas intermediarias, son los
herederos legítimos del absolutismo real; como él, traicionaran todas sus
promesas.
El mal durará en tanto que las naciones cristianas
entreguen su destino en manos de una política que no se ocupa de los principios
cristianos. La Iglesia Católica, sentada al pie de la cruz, espera tranquilamente
que las revoluciones hayan terminado de educar a la humanidad.
OS hablaré ahora de la historia del Renacimiento, que
es, sin contradicción, uno de los fenómenos más importantes de la humanidad.
Desde luego, el término "Renacimiento" está bastante mal escogido para designar
el vasto movimiento intelectual de los siglos XV y XVI. Lo que se produjo
entonces fue una expansión más bien que un renacimiento, y este es un punto
capital. No hay que creer, como algunos, que esta época fuese una brusca y
repentina resurrección de la vida intelectual después de largos siglos de
tinieblas. No: en la historia, como en la naturaleza, no hay, efecto sin causa.
Nada viene de la nada, todo se encadena y se engendra, y el único fenómeno que
hace excepción a esta ley es el cristianismo, que no es de origen humano.
El movimiento que estudiamos no es en suma sino la aceleración natural,
conforme a las leyes de la velocidad adquirida, del desarrollo progresivo e
ininterrumpido de la sociedad de la Edad Media, tal corno la vemos desenvolverse
de siglo en siglo, hasta el umbral de los siglos actuales. Nacido en esta
sociedad, el genio moderno ha crecido con ella durante los siglos laboriosos y
fecundos de su infancia: después, en su primavera, se abre corno una flor,
desplegando a la vez todas las riquezas de la vitalidad más magnífica.
Esta manera de concebir el Renacimiento es conforme a todas las leyes de
la naturaleza y a las enseñanzas de la historia. Toda la humanidad, dice Pascal,
debe ser considerada como un solo hombre que subsiste siempre y aprende
continuamente. Esto es verdadero sobre todo respecto de la sociedad moderna.
Desde Carlomagno al siglo XVI, no había cesado de desarrollar sus conocimientos
adquiridos y de aumentar su capital intelectual. Un buen día, ella se encontró
rica, sin poder marcar el instante preciso en que su pobreza se cambió en
riqueza. Nada sería más interesante de esto estudiar que las fases diversas de
este progreso intelectual. Veríamos sucesivamente, descendiendo el curso de las
edades, la floración literaria bajo Carlomagno, la eclosión de los idiomas
modernos, el nacimiento de la poesía popular y de sus grandes epopeyas, la
aparición de la poesía cortesana y caballeresca, los trovadores y los
Minnesinger, el teatro con su escenario tan original y vasto, las grandes
discusiones teológicas y filosóficas del siglo XII, el nacimiento de la ciencia
experimental con Roger Bacon, el vasto movimiento intelectual creado por la
potente impulsión de las Cruzadas, la elaboración de las enciclopedias en las
cuales genios corno Alberto el Grande o Santo Tomás. o compiladores como Vicente
de Beauvais resumen el saber de su tiempo. el esplendor de las artes plásticas,
que cubren Europa de monumentos jamás igualados, luego los grandes viajes de
exploración que, a partir del siglo XVI quiebran el círculo de los conocimientos
adquiridos para ensanchar prodigiosamente el horizonte, v finalmente, los
inventos por los cuales el género humano acelera esta marcha del progreso y hace
posibles nuevos progresos.
Algunos ejemplos aclararán mi pensamiento. Cuando Colón descubre las
Indias Occidentales y Vasco de Gama las Indias Orientales, no fueron iniciadores
maravillosos que, apareciendo como meteoros, arrastraron a la humanidad hasta
entonces inexplorados. No lejos de eso, ellos fueron de esos intrépidos
navegantes portugueses que, desde hacía un siglo, en una serie de viajes
progresivos, habían explorado todo el litoral del África Occidental hasta la
desembocadura del congo, no dejando a su sucesor sino el cuidado de dar la
última nota y de conquistar toda la gloria.
De un modo semejante cuando Gutenberg descubrió el arte de multiplicar
los libros que contenían lo mejor del genero humano no hacían sino aplica, por
un medio ingenioso, la idea de los monjes que muchos siglos antes que el,
consagraban su vida a la copia de manuscritos" dando tantos pinchazos en el
cuerpo al diablo como caracteres trazaban" y era el continuador directo por
decirlo así de esos "hermanos de la pluma" que imaginaron la solución del mismo
problema haciéndose en cierta manera maquinas tipográficas vivientes.
Seria fácil continuar esta revista pero debo limitarme y constato
solamente que encontramos por doquiera una fructificación abundante de los
capitales existentes, un aumento prodigioso, pero natural e inevitable de las
riquezas sociales. encontraremos una correspondencia con el fenómeno intelectual
del siglo XVI en el fenómeno económico del cual ha sido testigo nuestro siglo,
en que las maquinas han activado la producción al infinito y arrojado a todos
los mercados una cantidad incalculable de productos industriales lo mismo que la
invención de las maquinas no fue posible sino por los vastos progresos
realizados por la ciencia a partir del siglo XVI, igualmente, a su vez estas
ultimas conquistas han sido preparadas y elaborados por los esfuerzos sostenidos
y constantes de las generaciones medievales. la vida intelectual del mundo de
entonces es como la cumbre de una escala, en que cada escalón es una generación.
los frutos sabrosos que maduran sobre el árbol de la civilización son la
culminación de un serie incalculable se esfuerzos pacientes y desinteresados,
representa la sucesión de la generaciones desaparecidas.
He aquí lo que es el renacimiento; no podemos menos de sonreír cuando
leemos en los textos que este grandioso fenómeno es debido a los profesores
griegos arrojados de oriente por las invasiones turcas, que habrían traído al
occidente maravillado los tesoros literarios de la antigüedad. poseíamos estos
tesoros. antes de su llegada; hemos aceptado de las manos de los sabios griegos
la parte que, gracias a nuestros propios esfuerzos, éramos capaces de apreciar.
La renovación de las letras antiguas en Occidente no es el origen del
Renacimiento, sino una de sus consecuencias.
Pero toda riqueza, material o intelectual, tiene su peligro. La primera
impurifica al corazón por la voluptuosidad, la segunda lo infla de orgullo. Y
cuando el Evangelio dice: "¡Ay de los ricos!", podencos creer que esta palabra
severa se aplica no sólo a los que caen bajo el fardo del oro, sino a los que
sucumben bajo el peso del saber. A los unos y a los otros, si no son pobres de
espíritu, es decir, si no hacen servir sus tesoros para los fine superiores de
la caridad, es imposible la entrada en el reino de Dios. Y estoy persuadido de
que sobre todo a aquéllos que han llegado a las alturas de la vida intelectual
se dirige la lección del Señor, cuando, colocando en medio de sus discípulos a
un niño, les declaró que el cielo estaba cerrado para aquéllos que no le fueran
semejantes.
Muchos hombres de esta época sucumbieron a este peligro inherente a toda
riqueza que consiste en amarla por sí misma. No hablaré de los que se apegaron a
la riqueza material y a las voluptuosidades que ella procura: los voluptuosos no
tienen lugar en la historia, su rol social es nulo y representan en los destinos
de la humanidad un elemento puramente negativo. Pero veamos cómo se comportaron
aquéllos que en jerga moderna se llaman intelectuales, esto es, los que
asimilaron toda la cultura de su tiempo y que actuaron sobre el espíritu de los
contemporáneos. La vida intelectual fue para muchos de ellos un vino capitoso
que los embriagó. No quisieron reconocer ninguna medida en el gozo de sus
delicias. Rehusaron recordar la ley moral que temperaba su uso. Yo supieron ser
otra cosa que humanistas v no se inquietaron por saber si continuaban siendo
cristianos. Como los legistas del siglo XIV, entregaron su cuerpo y su alma al
culto de la Antigüedad. Fueron paganos porque los antiguos lo fueron y, según la
expresión enérgica de los Libros Santos, llegaron a ser semejantes a sus ídolos.
Es que no se puede estudiar la Antigüedad sin sucumbir a su encanto
imperioso y sin devenir pagano, de inteligencia o de corazón Muy al contrario:
nos basta con recordar el Renacimiento carolingio, cristiano en su inspiración,
a pesar del lugar que concedió al estudio de la literatura antigua; o bien eso-
potentes genios del siglo XIII, nutridos de Antigüedad, y, sin embargo,
conscientes de su superioridad sobre ella, Santo Tomás de Aquino no ha
esclavizado el pensamiento moderno al de su maestro Aristóteles, sino que más
bien ha empleado a Aristóteles para la demostración de las verdades cristianas.
Dante Alighieri rindió culto a Virgilio, en quien personifica la ciencia humana,
pero aunó más a Beatriz, símbolo de la ciencia divina. Son modelos ilustres. de
los cuales pudieron recordarse los hombres de los siglos XV y XVI, para
inspirarse en ellos. Y de hecho, un gran número de humanistas a los cuales las
letras 2-, pudieron borrar el cristianismo: entre otros podemos nombrar a
Rodolfo Agrícola, Victorino de Feltre, Aleandro, Maffeo Vegio, Sadoleto, Pico de
la Mirandola, Alejandro Hegius, Thomas Morus, el cardenal Fischer, Luis Vives,
nuestro admirable Cleynaerts y tantos otros.
Pero debemos reconocer que no todos los espíritus tuvieron el mismo grado
de virtud y de higiene intelectual. Muchos sucumbieron al perfume envenenado que
salía de las tumbas antiguas. No se espantaron ante los vicios reprobados por la
moral cristiana, cuando los vieron surgir idealizados con todo el prestigio de
la poesía. Envidiaron la libertad absoluta del pensamiento antiguo, que, no
estando limitado por el lazo de ninguna verdad, divagaba por el campo infinito
de la especulación filosófica. A menudo fueron arrastrados fuera de las
posiciones seguras planteadas por la educación cristiana de la voluntad y del
espíritu. Bajaron su nivel moral para colocarlo al nivel de la Antigüedad, y
rompieron las verdades que se les antojaban cadenas y que eran, en suma,
soportes.
Era inevitable. La esperanza de conservarse intactos con una imaginación
tan infatuada hubiera sido semejante a la pretensión de ciertos mancebos de
nuestro tiempo que después de conseguir la autorización de algún confesor fácil
para leer -bajo pretexto de estudios literarios- todas las producciones
pornográficas contemporáneas, creyeran poder salir de tal contacto con una
imaginación inmaculada, una vida moral no falseada, una voluntad siempre recta.
Así, el estudio apasionado de los griegos y los romanos produjo, en diferentes
categorías de admiradores, fenómenos muy variados que intentaremos clasificar y
apreciar.
En general, en el siglo XVI. todo el mundo, los mejores cristianos y los
paganos más devotos, sufrieron con docilidad ejemplar la influencia literaria de
la Antigüedad: era. por decirlo así, el mínimum del paganismo. Nació la
convicción universal de que los tipos incomparables de lo bello habían sido
concebidos por los antiguos, y que los modernos debíamos imitarlos eternamente
si queríamos realizar el ideal estético. Nadie dudaba de que los antiguos habían
creado los moldes en los cuales deberíamos arrojar las producciones de nuestro
genio. bajo pena de producir obras bárbaras v monstruosas. y el más alto
esfuerzo artístico que nos era pedido, era alcanzar por la imitación el nivel de
las obras que ellos habían sacado de su imaginación. Estaba escrito en el libro
de nuestros destinos eternos que el rol de creador estaba reservado a la
antigüedad y que la edad moderna debía contentarse con el de imitador.
Esta absurda concepción de la vida estética se explica
en gran parte por la ignorancia de los que la formularon. No se conocía desde hacía
tiempo, y esto duraría mucho, a la Edad Media. Los juicios de Boileau, en su Arte
Poético, son bastante significativos en este sentido. Está convencido, y lo dice
con admirable serenidad, que nuestros devotos abuelos no han conocido ninguna
especie de poesía ni de ritmo y que el teatro ha sido para ellos un placer
ignorado: aserción monstruosa para los que sabemos que los trovadores y los
Minnesaenger de la Edad Media son los padres del lirismo moderno; que todas
nuestras epopeyas datan de esa época, desde la incomparable "Chanson de Roland"
hasta el "Roman du Renard", pasando por el Poema del Cid y por la Canción de los
Nibelungos, y, en fin, que jamás el teatro ha gozado de una popularidad y de una
influencia social comparable a la de la Edad Media. En nuestros días Littré ha
dado una lección al buen Nicolás Despréaux, sugiriéndole que sus juicios no son
dignos de un legislador del Parnaso.
Pero hay algo más que ignorancia en el punto de vista literario de los
hombres de los siglos XVI y XVII, es una verdadera fatuidad. Era el tiempo en
que el buen Padre Maffei pedía permiso para leer su breviario en griego, para no
corromper su estilo en el mal latín de la Iglesia. Ferreri, encargado por León X
de la reforma del breviario latino, desfiguraba los himnos más bellos bajo
pretexto de expulsar los barbarismos, trataba a la Virgen de ninfa y de diosa y
hablaba de Dios como el soberano de los dioses. ¡Y qué decir de los prejuicios
sobre la plástica! Estos hombres desfiguraban los nobles monumentos de las
catedrales góticas -a cuya sombra vivían y morían- para hacerlas semejantes a la
exigua y fría belleza de los templos griegos. Tenían bajo su vista la radiante
majestad de las puertas de las catedrales-de Reims, de París y de Amiens, y las
despreciaban. Uno de los más preclaros, y a la vez de los más simpáticos, entre
los escritores del siglo XVII, formuló contra el arte de nuestros antepasados
una condenación, en que todas las líneas y todas las palabras son un ultraje a
la verdad, al buen gusto y al sentido estético. Esta extraña ceguera provenía
simplemente de que se había convenido a priori' que no había belleza sino en el
arte antiguo o en el de sus imitadores, porque la absoluta superioridad
artística de los antiguos era un axioma tan indiscutible como los dogmas de la
fe cristiana.
En vano se habría ensayado hacer comprender a las gentes
que pensaban así que ellos injuriaban al cristianismo al figurárselo incapaz de
realizar un ideal de belleza; se habrían limitado a responder con Boileau:
"De la religión los misterios Terribles de adornos
agraciados no son susceptibles"; y si se les apurara mucho, habrían declarado
que no hay nada común entre la religión y la estética, más o menos como hoy se dice,
a la derecha, que no hay nada común entre la religión y las cuestiones económicas,
y a la izquierda, que no hay nada común entre la religión y la política.
Había, incluso entre los mejores, una disminución de la
fe cristiana. ya que excluían la influencia de ésta en el vasto dominio intelectual,
y hacían en su espíritu dos compartimentos. uno reservado a la vida artística y a la
poesía, y la religión era confinada al otro.
Ignoraban u olvidaban que el cristianismo es como el sol,
que debe penetrarlo todo para vivificarlo todo; qué hay una estética cristiana. como
hay una política cristiana y una economía cristiana; que lo bello, como lo bueno y lo
verdadero, es uno de los aspectos del Ser por excelencia, que es Dios, v que en el
arte como en la naturaleza, todo lo que es bello lleva en su frente el reflejo de la
belleza increada. Estas verdades, que forman parte de la doctrina cristiana no eran,
según parece, ni siquiera sospechadas, y hemos debido esperar el "Genio del cristianismo"
para que se recordara que el cristianismo tenía una belleza.
Dado un culto semejante por las letras antiguas,
¿cómo habría sido
posible preservarse de una adhesión igual a la civilización expresada por esa
literatura? La seductora elocuencia, la flor de poesía que ornaba todas las
producciones del genio antiguo, hacían aparecer bajo una luz radiante y casi
divina el mundo pintado en ellas. Viéndola a través de esta aureola, los hombres
del Renacimiento imaginaron una Antigüedad que jamás existió, en que todo era
bello y grande, luminoso y sereno, en que la nobleza de voluntad marchaba al par
de la amplitud de inteligencia, en que todas las cosas humanas tomaban
proporciones sobrenaturales, en que los héroes históricos adquirían el tamaño de
semidioses. Surgió la visión de los sabios paseándose con sus discípulos a la
sombra del Jardín de Academus, conversando sobre la existencia de Dios y la
inmortalidad del alma. La imaginación cristiana de los hombres del Renacimiento,
proyectando su propio espectro sobre las nubes que le velaban el pasado, se
admiraba a sí misma en un mundo que no era sino su reflejo.
Se me dirá que no había tanto mal en todo esto, y que se
trataba, a lo sumo, de una de esas eternas ilusiones de óptica que los hombres no
cesarán de representar. No estoy muy seguro de que sea así, porque hay que constatar
que los hombres que han profesado por los antiguos, este culto entusiasta han sido,
en igual proporción, injustos hacia la sociedad cristiana y el cristianismo. Si es
verdad que los más nobles representantes de la especie humana se encuentran entre los
paganos, si es verdad, como decía Thiers en un informe oficial que "la Antigüedad es
lo más bello del mundo", hay que ser lógico y decir con Dante:
"No había necesidad de que María diera a luz".
("Mestier non era partorir María", Purgatorio, III, 39).
En otros términos, el cristianismo es inútil, es responsable de la
decadencia humana, ya que desde su advenimiento el hombre ha perdido lo que
constituye el sello del verdadero genio. El cristianismo no es sino un
paréntesis vacío: cerrándolo y volviendo directamente a las fuentes antiguas, el
espíritu se recuperará a sí mismo y recogerá el curso interrumpido de su destino
glorioso.
Esta conclusión era demasiado lógica para que hubiesen gentes capaces de
sacarla. A diferencia de los ingenuos que cristianizan la Antigüedad, ellos
quisieron paganizar el mundo moderno, y comenzaron la experiencia en sí mismos.
Tomaron de la Antigüedad el giro del pensamiento y la forma de la vida.
Sacudiendo del espíritu el yugo del dogma y de la ley moral, quisieron usar a su
gusto de las poderosas facultades de entender y de querer que son lo propio del
hombre y gire en todo tiempo han sido regidas por leyes providenciales. Se
despojaron alegremente de la doble superioridad de que eran deudores al
cristianismo y triunfaron en su voluntad de descender al nivel del naturalismo
pagano, del cual estaba ausente la gracia. Olvidaron el origen del hombre v
sobre todo su fin último; abandonaron la vía estrecha por la cual el Maestro ha
querido que fuéramos a la vida eterna, tomando el ancho camino de la vida fácil,
que no conoce la alegría del sacrificio libremente aceptado, ni la consolación
del dolor soportado con resignación, ni la delicia sublime de la caridad que
eleva el hombre hasta Dios. Para ellos, como para los antiguos, toda la
existencia decía gravitar en dos polos: la voluptuosidad y la gloria, y tal fue
su doble ideal de vida.
No hablaré de la voluptuosidad, sino para constatar
que ningún antiguo estuvo exento de estas manchas. y que los hombres más célebres
de la Antigüedad por haber triunfado de sus sentidos, no los ha domado sino para
sucumbir en otra ocasión. No existe entre los paganos un alma verdaderamente a
prueba de la voluptuosidad, y si se encuentra una, la excepción no hace sino
confirmar la regla.
En cuanto a la grandeza de la gloria, es sin duda un sentimiento más
elevado y ha encontrado a veces en la Antigüedad una expresión doble v digna de
respeto. No conozco nada más noble que Epaminondas moribundo, respondiendo a los
que se lamentaban de que no dejara hijos que heredaran su gloria: "Amigos, muero
contento: dejo dos hijas inmortales, Leuctra y Mantinea". Grandes y orgullosas
palabras, dignas de un héroe. Y sin embargo hay otras más bellas: "Da mihi
nesciri". Otórgame el ser ignorado, Señor. Así habla el autor del más hermoso
libro que haya salido de la mano de hombre, salvo el Evangelio; y por cinco
siglos se ha realizado la petición del autor de la Imitación de Cristo: ha
permanecido escondido tras su obra, más grande en el aniquilamiento que el héroe
tebano en la exaltación de su fama. No se debe menospreciar el amor de la gloria
cuando es un estímulo para las grandes cosas, pero hay que reconocer que la
humildad cristiana produce más cosas y cuesta menos a la sociedad. Destruir la
jerarquía de ambos móviles es dar un paso atrás en la civilización.
¡Si por lo menos, al resucitar la pasión antigua de la fama, los
humanistas la hubieran resucitado a la manera de Epaminondas y no al modo de los
escolares! Porque son, en su mayoría, escolares que sueñan con la inmortalidad
por un déstico bien compuesto, por una expresión nueva o por un dicho gracioso.
Leed, en la "Mujeres sabias" de Molière la escena de Trissoten y de Vadius, y
esto os dará a conocer a casi todos los humanistas paganos y semipaganos del
Renacimiento. En sus libros, en su correspondencia, en su conversación, vemos
reinar una vanidad pueril, una susceptibilidad ilimitada, una fatuidad
prodigiosa. Si alguien hace solamente el gesto de tocar uno de los rayos de su
aureola, estos semidioses lanzarán groseras invectivas, todas las injurias del
vocabulario menos escogido, olvidándose que son inmortales, para hablar como
carreteros. Lo que contrista más es que, gracias a sus pretensiones a la gloria,
la mayor parte de estos grandes hombres han girado sobre la posteridad una letra
de cambio que ha sido puntualmente pagada. Erasmo de Rotterdam, nuestro
semicompatriota, es el más célebre y estimable de esta familia espiritual. En su
tiempo fue inciensado como un dios y se consideró de buena fe como un genio
director de la cultura, cuando era simplemente un escolar que había dirigido muy
bien su latín y su griego.
Si de los pensadores pasamos a los hombres de acción, vemos que el
paganismo se realiza con sorprendente audacia. Son una legión los que en esta
época han roto totalmente con la idea cristiana para conformarse a la moral
pagana del placer y del éxito. Abundan en todas las capas sociales, incluso en
el clero y hasta en la sede de San Pedro. El Papa Alejandro VI es la
encarnación más siniestra del paganismo bajo la tiara: sereno y sonriente en
medio del fango de los vicios, exhibe con inmensa inconsciencia el espectáculo
de sus torpezas, y prolonga hasta la helada vejez, la mirada del universo
estupefacto, el carnaval de una existencia sin sentido moral.
Si Alejandro VI es el modelo del voluptuoso, César Borgia su hijo, nos
ofrece el tipo más acabado del político pagano. Joven, bello, valiente
inteligente, amigo de las artes, modelo de cortesía es, en todas sus cualidades
exteriores, el más cruel, perverso e inescrupuloso de los hombres. La conquista
del poder y la gloria es para él el único ideal de vida. y parece no haber
sospechado jamás que semejante ideal pudiera estar limitado por alguna ley
moral. Nada hay para él de común entre religión y política. La política es un
arte que se cultiva por sí mismo y que conoce cono única ley el éxito: así lo ha
enseñado el maestro de César Borgia. el más venal y atroz de los representantes
del Renacimiento, aquél cuyo nombre a sido dado a la política de inmoralidad que
no se d percibir siquiera la existencia del cristianismo: Nicolás Maquiavelo.
Nada más elocuente que el retrato de ese genio sin corazón v sin
entrañas, tal como lo podemos contemplar hoy en la Galería de los Ufizzi en
Florencia. Mirad ese perfil desmesuradamente fino, ese hocico cruel de zorro,
en que se traduce la bajeza de los instintos y la sorprendente agudez de
inteligencia: es algo que sin intención alguna de vuestra parte os hace temblar
pasar adelante, con una impresión de malestar y de miedo. Maquiavelo ha dejado
además otro retrato no menos parecido en sus escritos, especialmente en el
Príncipe, que ha sido, durante siglos, el breviario de los monarcas absolutas,
incluso de los que escribían un Anti-Maquiavelo, como Federico II de Prusia. No
es necesario decir que Maquiavelo no ha tenido mejores costumbres que su fe:
este despreciador demoníaco de la Iglesia y del Papado ha tenido una vida
privada que no es sino un tejido de oprobios.
No os he citado sino un corto número de tipos característicos, pero, para
hacer conocer toda la variedad de paganos célebres de la época, habría que
hablar aún de otros, desde Lorenzo Valla, que profeso en sus libros los
principios del epicureismo más abyecto, hasta Pomponazzi, que negó la
inmortalidad del alma y terminó su vida en el suicidio. Habría además que
recordar, para dar una idea de la atmósfera intelectual y moral del tiempo, la
prodigiosa suerte del innoble Aretino, una especie de Leo Taxil del siglo XVI,
con más talento. Ante él temblaron los príncipes los reyes le concedían
pensiones, espantados por el poder de su pluma de panfletario. Todos estos
hombres, por su talento, su audacia, su número, su sabio agrupamiento, dan la
impresión, de ser los verdaderos representantes de su tiempo, la verdadera
expresión del espíritu del Renacimiento. Y, en realidad, si el movimiento
intelectual de este nombre puede ser juzgado por aquéllos que se apoderaron de
él, es exacto que el Renacimiento ha sido un retorno a las ideas y aspiraciones
paganas. Negamos esta conclusión porque rechazarnos las premisas, pero es muy
fácil engañarse.
Las equivocaciones comenzaron en la misma época. Arte la inaudita
desvergüenza de las ideas, que continuaba la relajación de las costumbres,
muchos espíritus sinceros espantaron y atribuyeron al movimiento intelectual
aquellos escándalos que provenían solamente del abuso. Anatematizaron por eso el
arte y la ciencia, haciéndolos responsables de la crisis moral y religiosa de
la época. Viendo que la cultura intelectual producía frutos semejantes, la
rechazaron, decidiendo atenerse simplemente a la ciencia divina. Era el
lenguaje que aún hoy tienen ciertas personas honestas cuales se verifica la
palabra del Evangelio de que los hijos de las tinieblas son más astutos que los
hijos de la luz. Es tan fuerte la tentación de razonar así que, para el gran
número, es irresistible. ¡Es tan expeditivo y cómodo, para inteligencias que
carecen de horizonte, el condenar en bloque todo progreso intelectual y social,
a causa de los abusos a que da lugar!
Sin contar con que esta estrechez de espíritu se pone a menudo bajo el
patrocinio de la religión, a la cual compromete por su rebeldía contra todo
progreso y su incompatibilidad con el desarrollo de la civilización. No es el
espíritu amplio y vivificante del cristianismo, sino la mezquina inspiración del
más grosero fanatismo, el que dicta, en toda época, la actitud de los
reaccionarios. "Si esos libros dicen lo mismo que el Corán, son inútiles; si
dicen lo contrario, son perjudiciales y hay que quemarlos, en uno u otro caso.
Este lenguaje es digno del califa Ornar. que hizo prender fuego a la biblioteca
de Alejandría; pero ha sido también el de celosos cristianos, que no se creían
en absoluto musulmanes. Fue el lenguaje de Adriano de Corneto, cuando quiso
demostrar, en 1507, que toda la ciencia estaba en las Escrituras y que era
locura buscarla en otra parte.
Ese era también el lenguaje de los rigoristas morales, que, viendo en la
corrupción del tiempo el resultado del lujo, lo que era verdadero, imaginaron
volver, si era preciso por la fuerza, a la simplicidad de las costumbres y a la
observación de los consejos evangélicos. ¡Qué hermoso sueño para los espíritus
exaltados y quiméricos, que creían poder prescindir de la libertad humana en el
reino de Dios, era el de hacer del inundo un vasto convento, donde cada
habitante estaría sometido a la severa observancia de las reglas monásticas, y
en el cual se habría quemado, en gigantescos autos de fe, todos los productos de
un lujo frívolo corruptor Y también a los que no quisieran abjurar de su
idolatría! Fue el sueño de muchas de las repúblicas medievales semi-teocráticas
y semi-populares, y los puritanos lo realizaron en América, y Calvino en
Ginebra. Presenta el mismo carácter la empresa de Jerónimo Savonarola, ese monje
de corazón generoso pero de espíritu desmesurado. Este reformador desdichado. al
cual no podemos negar la nobleza de las inspiraciones y el celo sincero por la
fe católica, fué el dictador de Florencia por un tiempo bastante largo como para
que se persuadiera de que había realizado su ideal, desencadenando contra él una
oposición furiosa que lo llevó al fin a la hoguera.
Savonarola no comprendió la ley de crecimiento, que rige a la humanidad
como a la naturaleza, y que no permite que una sociedad envejecida, ni un
individuo, tenga las mismas costumbres y el mismo género de vida que en sus
primeros años. Como el individuo, ella pasa por múltiples fases que, dejando
subsistir los elementos característicos de su originalidad. alteran notablemente
sus manifestaciones. A medida que crece, se despoja de los rasgos de su juventud
para revestir los de la edad madura, pierde impulso y gana en experiencia, hace
fructificar el trabajo anterior, extiende sus conocimientos, suaviza las
relaciones entre los hombres, se estudia a sí misma por medio del control del
moralista y del sabio. Desarrollándose de esta manera, conforme a su naturaleza,
la sociedad no se pone en contradicción con el cristianismo, pues la fe de
Jesucristo no condena ninguna facultad humana ni exige' de la civilización el
sacrificio de ninguna de sus conquistas, siempre que estos trabajos y goces se
sometan a la ley superior de la caridad. Por eso, cuando Savonarola, emocionado
por las miserias de su tiempo, creyó que debía remediarlas por reformas que
herían la naturaleza y que parecían peores que el mal, en realidad actuaba a
ciegas y debía provocar la espantosa reacción de la cual él fue la primera y más
noble de las víctimas.
La Iglesia Católica no entró en la vía a la cual quería arrastrarla
Savonarola. Frente al gran movimiento renacentista, ella se recordó de su misión
eterna: no era solamente la religión de los pueblos jóvenes v de las sociedades
pobres, sino que también tenía que conducir hacia Dios a las naciones más ricas
v a las sociedades más ilustradas. Lejos de maldecir las riquezas de la ciencia
y la opulencia de las artes porque se hacía de ellas un uso perverso, las
bendijo y quiso hacerlas servir a la gloria de Dios v a la salvación de las
almas. Con la audacia de miras v con la amplitud de movimientos que hemos visto
en ella en las crisis anteriores, en lugar de oponerse al porvenir, y ser
aplastada por él o quedar atrás, se apoderó resueltamente de la bandera del
progreso intelectual y tomó la dirección del movimiento que arrastraba a la
humanidad hacia un destino ilimitado.
No digo que esta actitud de la Iglesia ante el Renacimiento fue siempre
el resultado de una deliberación formal, ni siquiera que los jefes de la
jerarquía tuvieran una conciencia permanente del destino y del sentido de su
actuación. Ellos sufrían personalmente el encanto de la vida literaria y
artística, y para arrastrar tras de sí a la Iglesia no les era necesario sino
dejarse llevar sin resistencia por la seducción que los rodeaba; muchos de ellos
se embriagaron de tal modo con el vino del Renacimiento que perdieron el sentido
católico y se olvidaron de que eran sacerdotes, obispos o cardenales para
recordar que eran simplemente humanistas. Pero, precisamente porque la corriente
tuvo tal intensidad, fue sorprendente que la Iglesia, en lugar de dejarse
arrastrar sin más, emprendió la tarea de dirigirla y lo logró en gran parte.
No anatematizó el Renacimiento, como lo querían los
Ardelione, ni sacrificó las legítimas exigencias del espíritu cristiano, como lo
hicieron los humanistas, sino que creó un Renacimiento católico. Citar los nombres
de Pío II, Nicolás V, julio II y León X es evocar el recuerdo de la más poderosa y
eficaz protección que haya recibido la vida intelectual de parte de la autoridad
soberana.
No se trata de narrar en detalle la historia de estos
incomparables Mecenas, ni de mostrar a los soberanos pontífices rodeados de la
gloriosa falange de artistas a cuya cabeza brillan los nombres inigualados de Miguel
Ángel, Bramante y el divino Rafael. No creo ser exagerado al decir que ningún
siglo ha visto y, tal vez no verá nacer un conjunto de obras como el Domo de San
Pedro, la capilla Sixtina, las Stanzas y las Loggias del Vaticano. Si Roma no es
hoy día lo que son Jerusalén, Antioquía, Atenas, Bagdad o Córdoba, es decir,
tumba en ruinas de una grandeza indescriptible, si la Ciudad Eterna resplandece
siempre a los ojos del universo, con el brillo incomparable de sus santuarios,
museos y bibliotecas. si el mundo no cesa de ir en peregrinación al centro
viviente de la civilización, esto se debe a los Papas renacentistas, pues no son
los monumentos antiguos los que le valen, en la atención del universo, un rango
superior al de Atenas, que tiene el Partenón, o de Tréveris, que se glorifica
por su Porta Nigra. Los Papas han hecho de la Ciudad Eterna una página, de
apologética escrita bajo su dictado por la mano de los más grandes artistas del
mundo; y que hablará de siglo en siglo con elocuencia sobrehumana.
Pero en esto, como en todo, Roma no es sino el símbolo de la Iglesia.
Gracias a los Papas renacentistas, la Iglesia Católica llevará en adelante una
nueva tiara que la hace respetable incluso a los que desprecian la otra es la
triple corona de la ciencia, el arte y la poesía. Estas tres cosas están desde
entonces dentro de su clientela, con todo su orgullo y toda su libertad, y
rodeada de todas ellas. la Iglesia avanza a través de la historia dejando una
estela deslumbrante de gloria y de magnificencia. Como lo deseaba Nicolás V
moribundo, en un discurso que parece traducir mejor que cualquier otro documento
el pensamiento de este gran Pontífice y de sus semejantes, la Iglesia subyuga la
imaginación humana y produce la admiración por el prestigio incomparable de su
grandeza estética.
Esto se comprende muy bien en Roma, bajo la cúpula sombría que cubre la
tumba del pescador de hombres, desde lo alto de la cual circula la palabra
divina: "Tú eres Pedro v sobre esta piedra edificaré mi Iglesia". Nadie puede
hurtarse a la magia de este ambiente: no hay un cristiano que no sienta allí el
corazón ensanchado, ningún indiferente que no recupere un resto de alegría
católica, ningún disidente que no sienta en el fondo del alma un dolor
melancólico ante la ruptura de la unidad de la antigua fe cristiana. Los
enemigos de la Iglesia, por ardiente que sea su odio y por duros que hayan sido
los golpes que ha dado contra ella, adivinan la presencia del que dijo: "El
pecador verá y será transportado de cólera; crujirán sus dientes, se consumirá
de rabia, pero el deseo del pecador perecerá con él".
Esta es, si no me equivoco, la forma cómo podemos considerar el rol de la
Iglesia y del Papado en esta encrucijada de la historia que llamamos
Renacimiento. Sé que este juicio no es general. Hay muchos, sobre todo entre los
mejores cristianos, que quieren restaurar en el arte y en la poesía la
inspiración católica. v que miran con dolor la parte que tuvo la Iglesia en el
Renacimiento. Les parece que ella protegió demasiado a los artistas y
humanistas, que no salvaguardó ante las nuevas ideas la tradición del arte y el
pensamiento católico, sacrificándolos sin necesidad al gusto del momento y
perdiendo así los elementos de la vitalidad cristiana: piensan que sólo un poco
más, y el paganismo habría invadido los santuarios y la Iglesia de Cristo habría
llegado a ser cautiva del mundo. No faltan circunstancias que den a este juicio
una apariencia de verdad y de justicia. Reuniendo todo lo que suministra la
crónica escandalosa del siglo XVI, en Roma y fuera de ella, agrupando todas las
palabras y acciones que, en los príncipes de la Iglesia, están manifiestamente
en contradicción con la ley de Dios, es fácil trazar un cuadro de abominación,
lo mismo que, tomando los elementos opuestos, se puede presentar la imagen de
una sociedad digna de los primeros siglos cristianos. Pero la historia no puede
interesarse en estos alegatos abogadiles.
Lo que es cierto es que si la Iglesia, frente al intenso movimiento
intelectual se hubiera limitado a protestar y a reaccionar, envolviéndose en la
tradición como un soldado vencido en los pliegues de su bandera. habría sido
dejada a un lado por la civilización, perdiendo todo contacto con el porvenir,
toda acción sobre la élite de la humanidad, deviniendo una capilla cerrada con
fieles cada vez más escasos. llorando sobre las ruinas y maldiciendo el tiempo
presente. Debemos estar reconocidos a la Iglesia por haber resistido a esta
tentación y de haber permanecido, gracias a la estrategia de los Papas, a la
altura del siglo XVI, a la altura del siglo XX y de todos los siguientes. Lo
esencial es que al abrir de par en par la puerta de los templos a la nueva vida
intelectual humana, no sacrificó ni una parcela de las verdades superiores, ni
un mandamiento., ni un artículo de su Credo. Sin duda ha sido muy difícil en
ciertos momentos hacer coexistir las severas prescripciones de la ley eterna con
las formas audaces del espíritu moderna y, a veces, la mirada del moralista o
del esteta puede chocar con alguna contradicción imperfectamente disimulada que
presenta la historia de la unión de la Iglesia con el Renacimiento. Pero no es
plenos cierto que la Iglesia del siglo XVI nos ha trasmitido intacto el
patrimonio de la cristiandad primitiva.
Una anécdota narrada por vez primera en la hermosa Historia de los Papas
de Luis Pastor me parece expresar este pensamiento en tina forma que quiero
presentar como coronamiento de esta lección. Julio II había hecho construir San
Pedro del Vaticano por Bramante, el más grande y audaz genio arquitectónico
renacentista. Bramante unía a una fe ilimitada en su arte ese desprecio del
pasado que se puede reprochar a casi todos los artistas de la época. Comenzó por
demoler la vieja basílica vaticana, que, a la verdad, amenazaba ruina, pero lo
hizo con una precipitación y falta de respeto inexcusable. Fue aún más lejos en
su audacia genial: para que la nueva iglesia produjera más efecto, quiso cambiar
su orientación y quiso cambiar de lugar la tumba en que reposaban, como en un
asilo inviolado durante quince siglos, los restos sagrados del Príncipe de los
Apóstoles. Entonces el Papa Julio, que hasta entonces había concedido todo a su
artista, le opuso por primera vez un no categórico. Bramante insistió, hizo
valer razones artísticas, e incluso religiosas: la tumba trasladada y armonizada
con el edificio, produciría una impresión saludable sobre los fieles: en fin,
empleó todas sus fuerzas, con un fuego y una obstinación que parecían
irresistibles. El Papa fue inquebrantable, declarando que por ningún precio
dejaría tocar la tumba de aquél sobre el cual Cristo construyó la Iglesia
universal. El Arte tuvo que inclinarse ante la Religión. Los restos de San Pedro
no fueron movidos de su cripta y la orientación de la iglesia permaneció
inmutable.
Esta historia es significativa. Dice a los amigos y enemigos de la
Iglesia que ésta se acomoda a todos los progresos del pensamiento y a todas las
formas del arte, pero que, afirmada en la roca de verdad eterna, no deja
desplazar el eje del mundo, orientado hacia el cielo.
es, sin contradicción, uno de los fenómenos más importantes de la humanidad.
Desde luego, el término "Renacimiento" está bastante mal escogido para designar
el vasto movimiento intelectual de los siglos XV y XVI. Lo que se produjo
entonces fue una expansión más bien que un renacimiento, y este es un punto
capital. No hay que creer, como algunos, que esta época fuese una brusca y
repentina resurrección de la vida intelectual después de largos siglos de
tinieblas. No: en la historia, como en la naturaleza, no hay, efecto sin causa.
Nada viene de la nada, todo se encadena y se engendra, y el único fenómeno que
hace excepción a esta ley es el cristianismo, que no es de origen humano.
El movimiento que estudiamos no es en suma sino la aceleración natural,
conforme a las leyes de la velocidad adquirida, del desarrollo progresivo e
ininterrumpido de la sociedad de la Edad Media, tal corno la vemos desenvolverse
de siglo en siglo, hasta el umbral de los siglos actuales. Nacido en esta
sociedad, el genio moderno ha crecido con ella durante los siglos laboriosos y
fecundos de su infancia: después, en su primavera, se abre corno una flor,
desplegando a la vez todas las riquezas de la vitalidad más magnífica.
Esta manera de concebir el Renacimiento es conforme a todas las leyes de
la naturaleza y a las enseñanzas de la historia. Toda la humanidad, dice Pascal,
debe ser considerada como un solo hombre que subsiste siempre y aprende
continuamente. Esto es verdadero sobre todo respecto de la sociedad moderna.
Desde Carlomagno al siglo XVI, no había cesado de desarrollar sus conocimientos
adquiridos y de aumentar su capital intelectual. Un buen día, ella se encontró
rica, sin poder marcar el instante preciso en que su pobreza se cambió en
riqueza. Nada sería más interesante de esto estudiar que las fases diversas de
este progreso intelectual. Veríamos sucesivamente, descendiendo el curso de las
edades, la floración literaria bajo Carlomagno, la eclosión de los idiomas
modernos, el nacimiento de la poesía popular y de sus grandes epopeyas, la
aparición de la poesía cortesana y caballeresca, los trovadores y los
Minnesinger, el teatro con su escenario tan original y vasto, las grandes
discusiones teológicas y filosóficas del siglo XII, el nacimiento de la ciencia
experimental con Roger Bacon, el vasto movimiento intelectual creado por la
potente impulsión de las Cruzadas, la elaboración de las enciclopedias en las
cuales genios corno Alberto el Grande o Santo Tomás. o compiladores como Vicente
de Beauvais resumen el saber de su tiempo. el esplendor de las artes plásticas,
que cubren Europa de monumentos jamás igualados, luego los grandes viajes de
exploración que, a partir del siglo XVI quiebran el círculo de los conocimientos
adquiridos para ensanchar prodigiosamente el horizonte, v finalmente, los
inventos por los cuales el género humano acelera esta marcha del progreso y hace
posibles nuevos progresos.
Algunos ejemplos aclararán mi pensamiento. Cuando Colón descubre las
Indias Occidentales y Vasco de Gama las Indias Orientales, no fueron iniciadores
maravillosos que, apareciendo como meteoros, arrastraron a la humanidad hasta
entonces inexplorados. No lejos de eso, ellos fueron de esos intrépidos
navegantes portugueses que, desde hacía un siglo, en una serie de viajes
progresivos, habían explorado todo el litoral del África Occidental hasta la
desembocadura del congo, no dejando a su sucesor sino el cuidado de dar la
última nota y de conquistar toda la gloria.
De un modo semejante cuando Gutenberg descubrió el arte de multiplicar
los libros que contenían lo mejor del genero humano no hacían sino aplica, por
un medio ingenioso, la idea de los monjes que muchos siglos antes que el,
consagraban su vida a la copia de manuscritos" dando tantos pinchazos en el
cuerpo al diablo como caracteres trazaban" y era el continuador directo por
decirlo así de esos "hermanos de la pluma" que imaginaron la solución del mismo
problema haciéndose en cierta manera maquinas tipográficas vivientes.
Seria fácil continuar esta revista pero debo limitarme y constato
solamente que encontramos por doquiera una fructificación abundante de los
capitales existentes, un aumento prodigioso, pero natural e inevitable de las
riquezas sociales. encontraremos una correspondencia con el fenómeno intelectual
del siglo XVI en el fenómeno económico del cual ha sido testigo nuestro siglo,
en que las maquinas han activado la producción al infinito y arrojado a todos
los mercados una cantidad incalculable de productos industriales lo mismo que la
invención de las maquinas no fue posible sino por los vastos progresos
realizados por la ciencia a partir del siglo XVI, igualmente, a su vez estas
ultimas conquistas han sido preparadas y elaborados por los esfuerzos sostenidos
y constantes de las generaciones medievales. la vida intelectual del mundo de
entonces es como la cumbre de una escala, en que cada escalón es una generación.
los frutos sabrosos que maduran sobre el árbol de la civilización son la
culminación de un serie incalculable se esfuerzos pacientes y desinteresados,
representa la sucesión de la generaciones desaparecidas.
He aquí lo que es el renacimiento; no podemos menos de sonreír cuando
leemos en los textos que este grandioso fenómeno es debido a los profesores
griegos arrojados de oriente por las invasiones turcas, que habrían traído al
occidente maravillado los tesoros literarios de la antigüedad. poseíamos estos
tesoros. antes de su llegada; hemos aceptado de las manos de los sabios griegos
la parte que, gracias a nuestros propios esfuerzos, éramos capaces de apreciar.
La renovación de las letras antiguas en Occidente no es el origen del
Renacimiento, sino una de sus consecuencias.
Pero toda riqueza, material o intelectual, tiene su peligro. La primera
impurifica al corazón por la voluptuosidad, la segunda lo infla de orgullo. Y
cuando el Evangelio dice: "¡Ay de los ricos!", podencos creer que esta palabra
severa se aplica no sólo a los que caen bajo el fardo del oro, sino a los que
sucumben bajo el peso del saber. A los unos y a los otros, si no son pobres de
espíritu, es decir, si no hacen servir sus tesoros para los fine superiores de
la caridad, es imposible la entrada en el reino de Dios. Y estoy persuadido de
que sobre todo a aquéllos que han llegado a las alturas de la vida intelectual
se dirige la lección del Señor, cuando, colocando en medio de sus discípulos a
un niño, les declaró que el cielo estaba cerrado para aquéllos que no le fueran
semejantes.
Muchos hombres de esta época sucumbieron a este peligro inherente a toda
riqueza que consiste en amarla por sí misma. No hablaré de los que se apegaron a
la riqueza material y a las voluptuosidades que ella procura: los voluptuosos no
tienen lugar en la historia, su rol social es nulo y representan en los destinos
de la humanidad un elemento puramente negativo. Pero veamos cómo se comportaron
aquéllos que en jerga moderna se llaman intelectuales, esto es, los que
asimilaron toda la cultura de su tiempo y que actuaron sobre el espíritu de los
contemporáneos. La vida intelectual fue para muchos de ellos un vino capitoso
que los embriagó. No quisieron reconocer ninguna medida en el gozo de sus
delicias. Rehusaron recordar la ley moral que temperaba su uso. Yo supieron ser
otra cosa que humanistas v no se inquietaron por saber si continuaban siendo
cristianos. Como los legistas del siglo XIV, entregaron su cuerpo y su alma al
culto de la Antigüedad. Fueron paganos porque los antiguos lo fueron y, según la
expresión enérgica de los Libros Santos, llegaron a ser semejantes a sus ídolos.
Es que no se puede estudiar la Antigüedad sin sucumbir a su encanto
imperioso y sin devenir pagano, de inteligencia o de corazón Muy al contrario:
nos basta con recordar el Renacimiento carolingio, cristiano en su inspiración,
a pesar del lugar que concedió al estudio de la literatura antigua; o bien eso-
potentes genios del siglo XIII, nutridos de Antigüedad, y, sin embargo,
conscientes de su superioridad sobre ella, Santo Tomás de Aquino no ha
esclavizado el pensamiento moderno al de su maestro Aristóteles, sino que más
bien ha empleado a Aristóteles para la demostración de las verdades cristianas.
Dante Alighieri rindió culto a Virgilio, en quien personifica la ciencia humana,
pero aunó más a Beatriz, símbolo de la ciencia divina. Son modelos ilustres. de
los cuales pudieron recordarse los hombres de los siglos XV y XVI, para
inspirarse en ellos. Y de hecho, un gran número de humanistas a los cuales las
letras 2-, pudieron borrar el cristianismo: entre otros podemos nombrar a
Rodolfo Agrícola, Victorino de Feltre, Aleandro, Maffeo Vegio, Sadoleto, Pico de
la Mirandola, Alejandro Hegius, Thomas Morus, el cardenal Fischer, Luis Vives,
nuestro admirable Cleynaerts y tantos otros.
Pero debemos reconocer que no todos los espíritus tuvieron el mismo grado
de virtud y de higiene intelectual. Muchos sucumbieron al perfume envenenado que
salía de las tumbas antiguas. No se espantaron ante los vicios reprobados por la
moral cristiana, cuando los vieron surgir idealizados con todo el prestigio de
la poesía. Envidiaron la libertad absoluta del pensamiento antiguo, que, no
estando limitado por el lazo de ninguna verdad, divagaba por el campo infinito
de la especulación filosófica. A menudo fueron arrastrados fuera de las
posiciones seguras planteadas por la educación cristiana de la voluntad y del
espíritu. Bajaron su nivel moral para colocarlo al nivel de la Antigüedad, y
rompieron las verdades que se les antojaban cadenas y que eran, en suma,
soportes.
Era inevitable. La esperanza de conservarse intactos con una imaginación
tan infatuada hubiera sido semejante a la pretensión de ciertos mancebos de
nuestro tiempo que después de conseguir la autorización de algún confesor fácil
para leer -bajo pretexto de estudios literarios- todas las producciones
pornográficas contemporáneas, creyeran poder salir de tal contacto con una
imaginación inmaculada, una vida moral no falseada, una voluntad siempre recta.
Así, el estudio apasionado de los griegos y los romanos produjo, en diferentes
categorías de admiradores, fenómenos muy variados que intentaremos clasificar y
apreciar.
En general, en el siglo XVI. todo el mundo, los mejores cristianos y los
paganos más devotos, sufrieron con docilidad ejemplar la influencia literaria de
la Antigüedad: era. por decirlo así, el mínimum del paganismo. Nació la
convicción universal de que los tipos incomparables de lo bello habían sido
concebidos por los antiguos, y que los modernos debíamos imitarlos eternamente
si queríamos realizar el ideal estético. Nadie dudaba de que los antiguos habían
creado los moldes en los cuales deberíamos arrojar las producciones de nuestro
genio. bajo pena de producir obras bárbaras v monstruosas. y el más alto
esfuerzo artístico que nos era pedido, era alcanzar por la imitación el nivel de
las obras que ellos habían sacado de su imaginación. Estaba escrito en el libro
de nuestros destinos eternos que el rol de creador estaba reservado a la
antigüedad y que la edad moderna debía contentarse con el de imitador.
Esta absurda concepción de la vida estética se explica
en gran parte por la ignorancia de los que la formularon. No se conocía desde hacía
tiempo, y esto duraría mucho, a la Edad Media. Los juicios de Boileau, en su Arte
Poético, son bastante significativos en este sentido. Está convencido, y lo dice
con admirable serenidad, que nuestros devotos abuelos no han conocido ninguna
especie de poesía ni de ritmo y que el teatro ha sido para ellos un placer
ignorado: aserción monstruosa para los que sabemos que los trovadores y los
Minnesaenger de la Edad Media son los padres del lirismo moderno; que todas
nuestras epopeyas datan de esa época, desde la incomparable "Chanson de Roland"
hasta el "Roman du Renard", pasando por el Poema del Cid y por la Canción de los
Nibelungos, y, en fin, que jamás el teatro ha gozado de una popularidad y de una
influencia social comparable a la de la Edad Media. En nuestros días Littré ha
dado una lección al buen Nicolás Despréaux, sugiriéndole que sus juicios no son
dignos de un legislador del Parnaso.
Pero hay algo más que ignorancia en el punto de vista literario de los
hombres de los siglos XVI y XVII, es una verdadera fatuidad. Era el tiempo en
que el buen Padre Maffei pedía permiso para leer su breviario en griego, para no
corromper su estilo en el mal latín de la Iglesia. Ferreri, encargado por León X
de la reforma del breviario latino, desfiguraba los himnos más bellos bajo
pretexto de expulsar los barbarismos, trataba a la Virgen de ninfa y de diosa y
hablaba de Dios como el soberano de los dioses. ¡Y qué decir de los prejuicios
sobre la plástica! Estos hombres desfiguraban los nobles monumentos de las
catedrales góticas -a cuya sombra vivían y morían- para hacerlas semejantes a la
exigua y fría belleza de los templos griegos. Tenían bajo su vista la radiante
majestad de las puertas de las catedrales-de Reims, de París y de Amiens, y las
despreciaban. Uno de los más preclaros, y a la vez de los más simpáticos, entre
los escritores del siglo XVII, formuló contra el arte de nuestros antepasados
una condenación, en que todas las líneas y todas las palabras son un ultraje a
la verdad, al buen gusto y al sentido estético. Esta extraña ceguera provenía
simplemente de que se había convenido a priori' que no había belleza sino en el
arte antiguo o en el de sus imitadores, porque la absoluta superioridad
artística de los antiguos era un axioma tan indiscutible como los dogmas de la
fe cristiana.
En vano se habría ensayado hacer comprender a las gentes
que pensaban así que ellos injuriaban al cristianismo al figurárselo incapaz de
realizar un ideal de belleza; se habrían limitado a responder con Boileau:
"De la religión los misterios Terribles de adornos
agraciados no son susceptibles"; y si se les apurara mucho, habrían declarado
que no hay nada común entre la religión y la estética, más o menos como hoy se dice,
a la derecha, que no hay nada común entre la religión y las cuestiones económicas,
y a la izquierda, que no hay nada común entre la religión y la política.
Había, incluso entre los mejores, una disminución de la
fe cristiana. ya que excluían la influencia de ésta en el vasto dominio intelectual,
y hacían en su espíritu dos compartimentos. uno reservado a la vida artística y a la
poesía, y la religión era confinada al otro.
Ignoraban u olvidaban que el cristianismo es como el sol,
que debe penetrarlo todo para vivificarlo todo; qué hay una estética cristiana. como
hay una política cristiana y una economía cristiana; que lo bello, como lo bueno y lo
verdadero, es uno de los aspectos del Ser por excelencia, que es Dios, v que en el
arte como en la naturaleza, todo lo que es bello lleva en su frente el reflejo de la
belleza increada. Estas verdades, que forman parte de la doctrina cristiana no eran,
según parece, ni siquiera sospechadas, y hemos debido esperar el "Genio del cristianismo"
para que se recordara que el cristianismo tenía una belleza.
Dado un culto semejante por las letras antiguas,
¿cómo habría sido
posible preservarse de una adhesión igual a la civilización expresada por esa
literatura? La seductora elocuencia, la flor de poesía que ornaba todas las
producciones del genio antiguo, hacían aparecer bajo una luz radiante y casi
divina el mundo pintado en ellas. Viéndola a través de esta aureola, los hombres
del Renacimiento imaginaron una Antigüedad que jamás existió, en que todo era
bello y grande, luminoso y sereno, en que la nobleza de voluntad marchaba al par
de la amplitud de inteligencia, en que todas las cosas humanas tomaban
proporciones sobrenaturales, en que los héroes históricos adquirían el tamaño de
semidioses. Surgió la visión de los sabios paseándose con sus discípulos a la
sombra del Jardín de Academus, conversando sobre la existencia de Dios y la
inmortalidad del alma. La imaginación cristiana de los hombres del Renacimiento,
proyectando su propio espectro sobre las nubes que le velaban el pasado, se
admiraba a sí misma en un mundo que no era sino su reflejo.
Se me dirá que no había tanto mal en todo esto, y que se
trataba, a lo sumo, de una de esas eternas ilusiones de óptica que los hombres no
cesarán de representar. No estoy muy seguro de que sea así, porque hay que constatar
que los hombres que han profesado por los antiguos, este culto entusiasta han sido,
en igual proporción, injustos hacia la sociedad cristiana y el cristianismo. Si es
verdad que los más nobles representantes de la especie humana se encuentran entre los
paganos, si es verdad, como decía Thiers en un informe oficial que "la Antigüedad es
lo más bello del mundo", hay que ser lógico y decir con Dante:
"No había necesidad de que María diera a luz".
("Mestier non era partorir María", Purgatorio, III, 39).
En otros términos, el cristianismo es inútil, es responsable de la
decadencia humana, ya que desde su advenimiento el hombre ha perdido lo que
constituye el sello del verdadero genio. El cristianismo no es sino un
paréntesis vacío: cerrándolo y volviendo directamente a las fuentes antiguas, el
espíritu se recuperará a sí mismo y recogerá el curso interrumpido de su destino
glorioso.
Esta conclusión era demasiado lógica para que hubiesen gentes capaces de
sacarla. A diferencia de los ingenuos que cristianizan la Antigüedad, ellos
quisieron paganizar el mundo moderno, y comenzaron la experiencia en sí mismos.
Tomaron de la Antigüedad el giro del pensamiento y la forma de la vida.
Sacudiendo del espíritu el yugo del dogma y de la ley moral, quisieron usar a su
gusto de las poderosas facultades de entender y de querer que son lo propio del
hombre y gire en todo tiempo han sido regidas por leyes providenciales. Se
despojaron alegremente de la doble superioridad de que eran deudores al
cristianismo y triunfaron en su voluntad de descender al nivel del naturalismo
pagano, del cual estaba ausente la gracia. Olvidaron el origen del hombre v
sobre todo su fin último; abandonaron la vía estrecha por la cual el Maestro ha
querido que fuéramos a la vida eterna, tomando el ancho camino de la vida fácil,
que no conoce la alegría del sacrificio libremente aceptado, ni la consolación
del dolor soportado con resignación, ni la delicia sublime de la caridad que
eleva el hombre hasta Dios. Para ellos, como para los antiguos, toda la
existencia decía gravitar en dos polos: la voluptuosidad y la gloria, y tal fue
su doble ideal de vida.
No hablaré de la voluptuosidad, sino para constatar
que ningún antiguo estuvo exento de estas manchas. y que los hombres más célebres
de la Antigüedad por haber triunfado de sus sentidos, no los ha domado sino para
sucumbir en otra ocasión. No existe entre los paganos un alma verdaderamente a
prueba de la voluptuosidad, y si se encuentra una, la excepción no hace sino
confirmar la regla.
En cuanto a la grandeza de la gloria, es sin duda un sentimiento más
elevado y ha encontrado a veces en la Antigüedad una expresión doble v digna de
respeto. No conozco nada más noble que Epaminondas moribundo, respondiendo a los
que se lamentaban de que no dejara hijos que heredaran su gloria: "Amigos, muero
contento: dejo dos hijas inmortales, Leuctra y Mantinea". Grandes y orgullosas
palabras, dignas de un héroe. Y sin embargo hay otras más bellas: "Da mihi
nesciri". Otórgame el ser ignorado, Señor. Así habla el autor del más hermoso
libro que haya salido de la mano de hombre, salvo el Evangelio; y por cinco
siglos se ha realizado la petición del autor de la Imitación de Cristo: ha
permanecido escondido tras su obra, más grande en el aniquilamiento que el héroe
tebano en la exaltación de su fama. No se debe menospreciar el amor de la gloria
cuando es un estímulo para las grandes cosas, pero hay que reconocer que la
humildad cristiana produce más cosas y cuesta menos a la sociedad. Destruir la
jerarquía de ambos móviles es dar un paso atrás en la civilización.
¡Si por lo menos, al resucitar la pasión antigua de la fama, los
humanistas la hubieran resucitado a la manera de Epaminondas y no al modo de los
escolares! Porque son, en su mayoría, escolares que sueñan con la inmortalidad
por un déstico bien compuesto, por una expresión nueva o por un dicho gracioso.
Leed, en la "Mujeres sabias" de Molière la escena de Trissoten y de Vadius, y
esto os dará a conocer a casi todos los humanistas paganos y semipaganos del
Renacimiento. En sus libros, en su correspondencia, en su conversación, vemos
reinar una vanidad pueril, una susceptibilidad ilimitada, una fatuidad
prodigiosa. Si alguien hace solamente el gesto de tocar uno de los rayos de su
aureola, estos semidioses lanzarán groseras invectivas, todas las injurias del
vocabulario menos escogido, olvidándose que son inmortales, para hablar como
carreteros. Lo que contrista más es que, gracias a sus pretensiones a la gloria,
la mayor parte de estos grandes hombres han girado sobre la posteridad una letra
de cambio que ha sido puntualmente pagada. Erasmo de Rotterdam, nuestro
semicompatriota, es el más célebre y estimable de esta familia espiritual. En su
tiempo fue inciensado como un dios y se consideró de buena fe como un genio
director de la cultura, cuando era simplemente un escolar que había dirigido muy
bien su latín y su griego.
Si de los pensadores pasamos a los hombres de acción, vemos que el
paganismo se realiza con sorprendente audacia. Son una legión los que en esta
época han roto totalmente con la idea cristiana para conformarse a la moral
pagana del placer y del éxito. Abundan en todas las capas sociales, incluso en
el clero y hasta en la sede de San Pedro. El Papa Alejandro VI es la
encarnación más siniestra del paganismo bajo la tiara: sereno y sonriente en
medio del fango de los vicios, exhibe con inmensa inconsciencia el espectáculo
de sus torpezas, y prolonga hasta la helada vejez, la mirada del universo
estupefacto, el carnaval de una existencia sin sentido moral.
Si Alejandro VI es el modelo del voluptuoso, César Borgia su hijo, nos
ofrece el tipo más acabado del político pagano. Joven, bello, valiente
inteligente, amigo de las artes, modelo de cortesía es, en todas sus cualidades
exteriores, el más cruel, perverso e inescrupuloso de los hombres. La conquista
del poder y la gloria es para él el único ideal de vida. y parece no haber
sospechado jamás que semejante ideal pudiera estar limitado por alguna ley
moral. Nada hay para él de común entre religión y política. La política es un
arte que se cultiva por sí mismo y que conoce cono única ley el éxito: así lo ha
enseñado el maestro de César Borgia. el más venal y atroz de los representantes
del Renacimiento, aquél cuyo nombre a sido dado a la política de inmoralidad que
no se d percibir siquiera la existencia del cristianismo: Nicolás Maquiavelo.
Nada más elocuente que el retrato de ese genio sin corazón v sin
entrañas, tal como lo podemos contemplar hoy en la Galería de los Ufizzi en
Florencia. Mirad ese perfil desmesuradamente fino, ese hocico cruel de zorro,
en que se traduce la bajeza de los instintos y la sorprendente agudez de
inteligencia: es algo que sin intención alguna de vuestra parte os hace temblar
pasar adelante, con una impresión de malestar y de miedo. Maquiavelo ha dejado
además otro retrato no menos parecido en sus escritos, especialmente en el
Príncipe, que ha sido, durante siglos, el breviario de los monarcas absolutas,
incluso de los que escribían un Anti-Maquiavelo, como Federico II de Prusia. No
es necesario decir que Maquiavelo no ha tenido mejores costumbres que su fe:
este despreciador demoníaco de la Iglesia y del Papado ha tenido una vida
privada que no es sino un tejido de oprobios.
No os he citado sino un corto número de tipos característicos, pero, para
hacer conocer toda la variedad de paganos célebres de la época, habría que
hablar aún de otros, desde Lorenzo Valla, que profeso en sus libros los
principios del epicureismo más abyecto, hasta Pomponazzi, que negó la
inmortalidad del alma y terminó su vida en el suicidio. Habría además que
recordar, para dar una idea de la atmósfera intelectual y moral del tiempo, la
prodigiosa suerte del innoble Aretino, una especie de Leo Taxil del siglo XVI,
con más talento. Ante él temblaron los príncipes los reyes le concedían
pensiones, espantados por el poder de su pluma de panfletario. Todos estos
hombres, por su talento, su audacia, su número, su sabio agrupamiento, dan la
impresión, de ser los verdaderos representantes de su tiempo, la verdadera
expresión del espíritu del Renacimiento. Y, en realidad, si el movimiento
intelectual de este nombre puede ser juzgado por aquéllos que se apoderaron de
él, es exacto que el Renacimiento ha sido un retorno a las ideas y aspiraciones
paganas. Negamos esta conclusión porque rechazarnos las premisas, pero es muy
fácil engañarse.
Las equivocaciones comenzaron en la misma época. Arte la inaudita
desvergüenza de las ideas, que continuaba la relajación de las costumbres,
muchos espíritus sinceros espantaron y atribuyeron al movimiento intelectual
aquellos escándalos que provenían solamente del abuso. Anatematizaron por eso el
arte y la ciencia, haciéndolos responsables de la crisis moral y religiosa de
la época. Viendo que la cultura intelectual producía frutos semejantes, la
rechazaron, decidiendo atenerse simplemente a la ciencia divina. Era el
lenguaje que aún hoy tienen ciertas personas honestas cuales se verifica la
palabra del Evangelio de que los hijos de las tinieblas son más astutos que los
hijos de la luz. Es tan fuerte la tentación de razonar así que, para el gran
número, es irresistible. ¡Es tan expeditivo y cómodo, para inteligencias que
carecen de horizonte, el condenar en bloque todo progreso intelectual y social,
a causa de los abusos a que da lugar!
Sin contar con que esta estrechez de espíritu se pone a menudo bajo el
patrocinio de la religión, a la cual compromete por su rebeldía contra todo
progreso y su incompatibilidad con el desarrollo de la civilización. No es el
espíritu amplio y vivificante del cristianismo, sino la mezquina inspiración del
más grosero fanatismo, el que dicta, en toda época, la actitud de los
reaccionarios. "Si esos libros dicen lo mismo que el Corán, son inútiles; si
dicen lo contrario, son perjudiciales y hay que quemarlos, en uno u otro caso.
Este lenguaje es digno del califa Ornar. que hizo prender fuego a la biblioteca
de Alejandría; pero ha sido también el de celosos cristianos, que no se creían
en absoluto musulmanes. Fue el lenguaje de Adriano de Corneto, cuando quiso
demostrar, en 1507, que toda la ciencia estaba en las Escrituras y que era
locura buscarla en otra parte.
Ese era también el lenguaje de los rigoristas morales, que, viendo en la
corrupción del tiempo el resultado del lujo, lo que era verdadero, imaginaron
volver, si era preciso por la fuerza, a la simplicidad de las costumbres y a la
observación de los consejos evangélicos. ¡Qué hermoso sueño para los espíritus
exaltados y quiméricos, que creían poder prescindir de la libertad humana en el
reino de Dios, era el de hacer del inundo un vasto convento, donde cada
habitante estaría sometido a la severa observancia de las reglas monásticas, y
en el cual se habría quemado, en gigantescos autos de fe, todos los productos de
un lujo frívolo corruptor Y también a los que no quisieran abjurar de su
idolatría! Fue el sueño de muchas de las repúblicas medievales semi-teocráticas
y semi-populares, y los puritanos lo realizaron en América, y Calvino en
Ginebra. Presenta el mismo carácter la empresa de Jerónimo Savonarola, ese monje
de corazón generoso pero de espíritu desmesurado. Este reformador desdichado. al
cual no podemos negar la nobleza de las inspiraciones y el celo sincero por la
fe católica, fué el dictador de Florencia por un tiempo bastante largo como para
que se persuadiera de que había realizado su ideal, desencadenando contra él una
oposición furiosa que lo llevó al fin a la hoguera.
Savonarola no comprendió la ley de crecimiento, que rige a la humanidad
como a la naturaleza, y que no permite que una sociedad envejecida, ni un
individuo, tenga las mismas costumbres y el mismo género de vida que en sus
primeros años. Como el individuo, ella pasa por múltiples fases que, dejando
subsistir los elementos característicos de su originalidad. alteran notablemente
sus manifestaciones. A medida que crece, se despoja de los rasgos de su juventud
para revestir los de la edad madura, pierde impulso y gana en experiencia, hace
fructificar el trabajo anterior, extiende sus conocimientos, suaviza las
relaciones entre los hombres, se estudia a sí misma por medio del control del
moralista y del sabio. Desarrollándose de esta manera, conforme a su naturaleza,
la sociedad no se pone en contradicción con el cristianismo, pues la fe de
Jesucristo no condena ninguna facultad humana ni exige' de la civilización el
sacrificio de ninguna de sus conquistas, siempre que estos trabajos y goces se
sometan a la ley superior de la caridad. Por eso, cuando Savonarola, emocionado
por las miserias de su tiempo, creyó que debía remediarlas por reformas que
herían la naturaleza y que parecían peores que el mal, en realidad actuaba a
ciegas y debía provocar la espantosa reacción de la cual él fue la primera y más
noble de las víctimas.
La Iglesia Católica no entró en la vía a la cual quería arrastrarla
Savonarola. Frente al gran movimiento renacentista, ella se recordó de su misión
eterna: no era solamente la religión de los pueblos jóvenes v de las sociedades
pobres, sino que también tenía que conducir hacia Dios a las naciones más ricas
v a las sociedades más ilustradas. Lejos de maldecir las riquezas de la ciencia
y la opulencia de las artes porque se hacía de ellas un uso perverso, las
bendijo y quiso hacerlas servir a la gloria de Dios v a la salvación de las
almas. Con la audacia de miras v con la amplitud de movimientos que hemos visto
en ella en las crisis anteriores, en lugar de oponerse al porvenir, y ser
aplastada por él o quedar atrás, se apoderó resueltamente de la bandera del
progreso intelectual y tomó la dirección del movimiento que arrastraba a la
humanidad hacia un destino ilimitado.
No digo que esta actitud de la Iglesia ante el Renacimiento fue siempre
el resultado de una deliberación formal, ni siquiera que los jefes de la
jerarquía tuvieran una conciencia permanente del destino y del sentido de su
actuación. Ellos sufrían personalmente el encanto de la vida literaria y
artística, y para arrastrar tras de sí a la Iglesia no les era necesario sino
dejarse llevar sin resistencia por la seducción que los rodeaba; muchos de ellos
se embriagaron de tal modo con el vino del Renacimiento que perdieron el sentido
católico y se olvidaron de que eran sacerdotes, obispos o cardenales para
recordar que eran simplemente humanistas. Pero, precisamente porque la corriente
tuvo tal intensidad, fue sorprendente que la Iglesia, en lugar de dejarse
arrastrar sin más, emprendió la tarea de dirigirla y lo logró en gran parte.
No anatematizó el Renacimiento, como lo querían los
Ardelione, ni sacrificó las legítimas exigencias del espíritu cristiano, como lo
hicieron los humanistas, sino que creó un Renacimiento católico. Citar los nombres
de Pío II, Nicolás V, julio II y León X es evocar el recuerdo de la más poderosa y
eficaz protección que haya recibido la vida intelectual de parte de la autoridad
soberana.
No se trata de narrar en detalle la historia de estos
incomparables Mecenas, ni de mostrar a los soberanos pontífices rodeados de la
gloriosa falange de artistas a cuya cabeza brillan los nombres inigualados de Miguel
Ángel, Bramante y el divino Rafael. No creo ser exagerado al decir que ningún
siglo ha visto y, tal vez no verá nacer un conjunto de obras como el Domo de San
Pedro, la capilla Sixtina, las Stanzas y las Loggias del Vaticano. Si Roma no es
hoy día lo que son Jerusalén, Antioquía, Atenas, Bagdad o Córdoba, es decir,
tumba en ruinas de una grandeza indescriptible, si la Ciudad Eterna resplandece
siempre a los ojos del universo, con el brillo incomparable de sus santuarios,
museos y bibliotecas. si el mundo no cesa de ir en peregrinación al centro
viviente de la civilización, esto se debe a los Papas renacentistas, pues no son
los monumentos antiguos los que le valen, en la atención del universo, un rango
superior al de Atenas, que tiene el Partenón, o de Tréveris, que se glorifica
por su Porta Nigra. Los Papas han hecho de la Ciudad Eterna una página, de
apologética escrita bajo su dictado por la mano de los más grandes artistas del
mundo; y que hablará de siglo en siglo con elocuencia sobrehumana.
Pero en esto, como en todo, Roma no es sino el símbolo de la Iglesia.
Gracias a los Papas renacentistas, la Iglesia Católica llevará en adelante una
nueva tiara que la hace respetable incluso a los que desprecian la otra es la
triple corona de la ciencia, el arte y la poesía. Estas tres cosas están desde
entonces dentro de su clientela, con todo su orgullo y toda su libertad, y
rodeada de todas ellas. la Iglesia avanza a través de la historia dejando una
estela deslumbrante de gloria y de magnificencia. Como lo deseaba Nicolás V
moribundo, en un discurso que parece traducir mejor que cualquier otro documento
el pensamiento de este gran Pontífice y de sus semejantes, la Iglesia subyuga la
imaginación humana y produce la admiración por el prestigio incomparable de su
grandeza estética.
Esto se comprende muy bien en Roma, bajo la cúpula sombría que cubre la
tumba del pescador de hombres, desde lo alto de la cual circula la palabra
divina: "Tú eres Pedro v sobre esta piedra edificaré mi Iglesia". Nadie puede
hurtarse a la magia de este ambiente: no hay un cristiano que no sienta allí el
corazón ensanchado, ningún indiferente que no recupere un resto de alegría
católica, ningún disidente que no sienta en el fondo del alma un dolor
melancólico ante la ruptura de la unidad de la antigua fe cristiana. Los
enemigos de la Iglesia, por ardiente que sea su odio y por duros que hayan sido
los golpes que ha dado contra ella, adivinan la presencia del que dijo: "El
pecador verá y será transportado de cólera; crujirán sus dientes, se consumirá
de rabia, pero el deseo del pecador perecerá con él".
Esta es, si no me equivoco, la forma cómo podemos considerar el rol de la
Iglesia y del Papado en esta encrucijada de la historia que llamamos
Renacimiento. Sé que este juicio no es general. Hay muchos, sobre todo entre los
mejores cristianos, que quieren restaurar en el arte y en la poesía la
inspiración católica. v que miran con dolor la parte que tuvo la Iglesia en el
Renacimiento. Les parece que ella protegió demasiado a los artistas y
humanistas, que no salvaguardó ante las nuevas ideas la tradición del arte y el
pensamiento católico, sacrificándolos sin necesidad al gusto del momento y
perdiendo así los elementos de la vitalidad cristiana: piensan que sólo un poco
más, y el paganismo habría invadido los santuarios y la Iglesia de Cristo habría
llegado a ser cautiva del mundo. No faltan circunstancias que den a este juicio
una apariencia de verdad y de justicia. Reuniendo todo lo que suministra la
crónica escandalosa del siglo XVI, en Roma y fuera de ella, agrupando todas las
palabras y acciones que, en los príncipes de la Iglesia, están manifiestamente
en contradicción con la ley de Dios, es fácil trazar un cuadro de abominación,
lo mismo que, tomando los elementos opuestos, se puede presentar la imagen de
una sociedad digna de los primeros siglos cristianos. Pero la historia no puede
interesarse en estos alegatos abogadiles.
Lo que es cierto es que si la Iglesia, frente al intenso movimiento
intelectual se hubiera limitado a protestar y a reaccionar, envolviéndose en la
tradición como un soldado vencido en los pliegues de su bandera. habría sido
dejada a un lado por la civilización, perdiendo todo contacto con el porvenir,
toda acción sobre la élite de la humanidad, deviniendo una capilla cerrada con
fieles cada vez más escasos. llorando sobre las ruinas y maldiciendo el tiempo
presente. Debemos estar reconocidos a la Iglesia por haber resistido a esta
tentación y de haber permanecido, gracias a la estrategia de los Papas, a la
altura del siglo XVI, a la altura del siglo XX y de todos los siguientes. Lo
esencial es que al abrir de par en par la puerta de los templos a la nueva vida
intelectual humana, no sacrificó ni una parcela de las verdades superiores, ni
un mandamiento., ni un artículo de su Credo. Sin duda ha sido muy difícil en
ciertos momentos hacer coexistir las severas prescripciones de la ley eterna con
las formas audaces del espíritu moderna y, a veces, la mirada del moralista o
del esteta puede chocar con alguna contradicción imperfectamente disimulada que
presenta la historia de la unión de la Iglesia con el Renacimiento. Pero no es
plenos cierto que la Iglesia del siglo XVI nos ha trasmitido intacto el
patrimonio de la cristiandad primitiva.
Una anécdota narrada por vez primera en la hermosa Historia de los Papas
de Luis Pastor me parece expresar este pensamiento en tina forma que quiero
presentar como coronamiento de esta lección. Julio II había hecho construir San
Pedro del Vaticano por Bramante, el más grande y audaz genio arquitectónico
renacentista. Bramante unía a una fe ilimitada en su arte ese desprecio del
pasado que se puede reprochar a casi todos los artistas de la época. Comenzó por
demoler la vieja basílica vaticana, que, a la verdad, amenazaba ruina, pero lo
hizo con una precipitación y falta de respeto inexcusable. Fue aún más lejos en
su audacia genial: para que la nueva iglesia produjera más efecto, quiso cambiar
su orientación y quiso cambiar de lugar la tumba en que reposaban, como en un
asilo inviolado durante quince siglos, los restos sagrados del Príncipe de los
Apóstoles. Entonces el Papa Julio, que hasta entonces había concedido todo a su
artista, le opuso por primera vez un no categórico. Bramante insistió, hizo
valer razones artísticas, e incluso religiosas: la tumba trasladada y armonizada
con el edificio, produciría una impresión saludable sobre los fieles: en fin,
empleó todas sus fuerzas, con un fuego y una obstinación que parecían
irresistibles. El Papa fue inquebrantable, declarando que por ningún precio
dejaría tocar la tumba de aquél sobre el cual Cristo construyó la Iglesia
universal. El Arte tuvo que inclinarse ante la Religión. Los restos de San Pedro
no fueron movidos de su cripta y la orientación de la iglesia permaneció
inmutable.
Esta historia es significativa. Dice a los amigos y enemigos de la
Iglesia que ésta se acomoda a todos los progresos del pensamiento y a todas las
formas del arte, pero que, afirmada en la roca de verdad eterna, no deja
desplazar el eje del mundo, orientado hacia el cielo.
El que hubiera dicho, el 5 de Mayo de 1789, cuando
se abrieron en Versailles los Estados Generales de Francia, que, menos de cinco
años después, la monarquía sería suprimida, el rey y la reina condenados a muerte,
el delfín languideciendo y muriendo tras lenta agonía en la tienda de un zapatero
remendón, la nobleza debiendo elegir entre la guillotina y la
emigración, la religión proscrita, una prostituta subiendo a los altares de
Notre Dame de París con el nombre de diosa Razón y que uno de los diputados que
iban en la procesión, tal vez el más ridículo, torpe y limitado de todos,
cortaría el cuello a la mayoría de los otros, el que esto hubiera dicho, repito,
habría desencadenado una tempestad de risas y gritos indignados. Y esta serie de
hipótesis inverosímiles, dramatizadas después por La Harpe en su "Predicación de
Cazotte", está aún lejos de las atroces realidades que hicieron abismarse al
Antiguo Régimen en un torbellino de sangre.
La generación que fue testigo de estas escenas inauditas
en los fastos de la historia no pudo presentir la espantosa catástrofe. Fuera de
ciertos puntos negros que no podían tener significación fatídica sino para las
miradas muy penetrantes, el cielo estaba sereno y el porvenir parecía propicio. La
dinastía era popular, como se había visto cuando el nacimiento del Delfín. Los
cuadernos del 89 atestiguan que la inmensa mayoría de los electores era sinceramente
devota de la religión y del rey.
Es cierto que se reclamaban reformas, pero éstas se referían a abusos tan
evidentes, que nadie defendía, ni siquiera los que se beneficiaban con ellos. La
cortesía en las costumbres era tan grande, que no se podía temer ni siquiera de
los reformadores más enérgicos. Todos eran "hombres sensibles" hasta un extremo
del cual otro tiempo se habría avergonzado. La literatura, instrumento soberano
de la época, era cada vez más idílica, el mundo entero estaba cada vez más
penetrado por la ternura universal. Se tenía tal confianza en la bondad natural
del hombre y en la excelencia de los principios filosóficos, que se veía el
porvenir como una edad de oro a la cual ciertamente se llegaría. Las primeras
medidas de la Constituyente, votadas en medio del entusiasmo general y a veces a
propuesta de los mismos privilegiados, parecieron confirmar este sentimiento. La
fiesta de la Federación fue la fiesta de la más sincera ilusión. Se creyó sellar
para siempre el pacto fraternal sobre la base de la libertad. El error duró
largo tiempo. Cuando ya resonaban los truenos, todavía las gentes se daban
"besos a la Lamourette". Los más siniestros verdugos tienen la tenaz visión de
una humanidad pastoral. El elocuente adversario de la pena de muerte, Robes
Pierre, celebrará al aire libre la fiesta del Ser Supremo, en traje celeste, con
espigas y flores en la mano. Soñaba indiscutiblemente en la felicidad del género
humano, en la dulzura de la vida campestre, en el encanto de la virtud y de la
inocencia: faltaban pocos días para el 9 Thermidor.
Si es así, ¿ cómo explicarse esta atroz Revolución, este monstruoso
carnaval al cual la humanidad consternada fue arrastrada por la locura sacrílega
y la impiedad sanguinaria? ¿Cómo comprender el vértigo que, en un momento dado,
se apoderó de la primera nación del mundo, haciéndola trastornarse como un
ebrio, sin que después haya podido nunca recuperarse totalmente? ¿Son éstas las
convulsiones necesarias que acompañan el parto de un mundo nuevo, o la agonía de
una civilización, o las fases trágicas de un gigantesco combate entre las dos
fuerzas que se disputan eternamente la sociedad, entre el bien y el mal, entre
la verdad y el error, entre Dios y Satanás?
Desde luego, es ocioso explicar la Revolución por los abusos del Antiguo
Régimen. Sería fijar causas minúsculas a efectos incalculables. Siempre han
habido abusos, y en 1789 los había igualmente fuera de Francia. En cambio no se
veía en otras partes la buena voluntad sincera para extirpar esos abusos, que
existía en las clases superiores francesas. "El mejor de lo reyes" era un claro
ejemplo de ello: devolvía a los protestantes sus derechos civiles, suprimía la
tortura, reunía la Asamblea de lo notables, y, por primera vez después de 1614,
tomó la iniciativa de convocar a los Estados Generales para organizar la
colaboración entre el rey y su pueblo en vista de las necesarias reformas.
Existía la misma buena voluntad en las dos órdenes privilegiadas, clero y
nobleza. Ambas sacrificaron a la paz pública y al interés general sus
prerrogativas: el clero con una sincera resignación, la nobleza con un
entusiasmo irreflexivo. Jamás se habrá visto el espectáculo de los privilegiados
renunciando a sus privilegios por razones de patriotismo y de filosofía. Se
puede decir que, si la Revolución se hizo contra los abusos, ella habría
terminado el 4 de Agosto de 1789, es decir, recién comenzada.
Es pues falso pretender que la Revolución tuvo por causa los abusos del
Antiguo Régimen. La revolución es algo muy diverso a un esfuerzo de resistencia
a abusos que ya han perecido cuando ella está triunfante. Lo que ella quiere no
es la reforma del régimen, sino su destrucción. Fuerza ciega e irresistible,
actúa con la potencia de un elemento desencadenado que trastorna la sociedad
entera, desarraigando todo al modo de un ciclón y sembrando el suelo de ruinas.
Pero lo mismo que la meteorología puede explicar la aparición de esas
catástrofes, igualmente la revolución puede ser reducida a sus causas.
El espíritu revolucionarlo es anterior a la Revolución. En Francia, como
fuera de ella, podemos seguir su huella desde el Renacimiento, del mismo modo
que un río desprendiéndose de un glaciar. El Renacimiento ha desarrollado dos
corrientes, cuya conjunción, en un momento determinado, ha sido la gran fuerza
destructiva. La primera corriente es el pensamiento libre, la otra es el libre
goce: el hogar del libre pensamiento fué la literatura, el del goce, la alta
sociedad. Durante largo tiempo los librepensadores vivieron aislados,
desdeñosamente indiferentes a las luchas religiosas. No veían en ellas sino
querellas de santurrones; solo a veces bajaban a la arena, golpeando con el arma
de la ironía a aquel adversario que les parecía momentáneamente más temible. El
cristianismo en todas sus formas les inspiraba igual aversión. Su admiración se
dirigía a la sociedad pagana, sin dogmas que encadenaran los espíritus, ni
sacerdotes que interpretaran los dogmas. Acorazados tras de un puro naturalismo,
esperaban el momento en que el protestantismo, que les preparaba
inconscientemente el camino, terminara de abatir los contrafuertes del templo,
para lanzarse sobre el noble edificio con la zapa y el martillo.
Muy especiales como revolucionarios, no luchaban contra el poder, desde
luego porque el cesarismo triunfante realizaba el ideal de política pagana, y
también porque no sentían la vocación del martirio. Su espíritu no se dejó
conquistar por la restauración católica del siglo XVII: pasó subterráneamente
durante esa época y reapareció en el umbral del siglo XVIII, cuando lo denunció
la voz tonante de Bossuet. Esta vez se derramó como una cloaca sobre el mundo,
preparado ya para recibirla. Entonces tomó revancha del largo silencio a que
había sido obligado. Entre Fontenelle, que, según nos dice, no habría abierto su
mano si la hubiera tenido llena de verdades y Bayle, que abrió la suya, llena de
sofismas y de mentiras, hay una distancia cronológica imperceptible. Pero para
el que sabe mirar, ¡qué inmenso es el camino recorrido entre la "Historia de los
Oráculos", que el primero publicó en 1687, y el "Diccionario histórico" del
segundo, aparecido en 1697! En el primero estaba el escepticismo elegante del
hombre de mundo, que desliza una duda discreta en un giro de frase, en un
chiste, en una sonrisa; en el segundo, la incredulidad abierta y cínica se
exhibe en toda su brutalidad. Como ya se ha dicho otras veces, Voltaire está
íntegramente ya en el "Diccionario histórico". El rol del patriarca de Ferney
consistió en popularizar la filosofía de Bayle, dándole un carácter militante y
agresivo.
Paralelamente a la incredulidad se desenvuelve la licencia en las
costumbres. Esta nace en el gran mundo, donde el hombre no comprendía la vida
sino como placer. Había ya contaminado la corte de los Valois, y encontramos sus
vergonzosas huellas en la popularísima fisonomía del bearnés Enrique IV. ¡Qué
costumbres las de esta sociedad, que Brantôme en el siglo XVI y Hamilton en el
XVII han analizado tan complacidamente! Es sorprendente el cinismo y la
frivolidad con que se precipitaban hombres y mujeres en el torbellino
desenfrenado de los placeres más inconfesables. Mientras vivió Luis XIV, el
prestigio de su reinado cubrió todas las torpezas bajo los pliegues de la
púrpura regia, y se mantuvo un cierto pudor, un cierto respeto de sí mismo y de
los demás hasta en los más inmundos excesos; pero su muerte dio la señal del más
inaudito desenfreno. Ofendería a mi auditorio si tratara de indicar, aún en la
forma más discreta, lo que fué el ejemplo dado por el Regente y luego por Luis
XV. Estos ejemplos fueron muy imitados, y fuera de ciertas honrosas excepciones,
la alta sociedad quiso transformar a Francia en una casa pública. Jamás la
civilización cristiana había asistido a un espectáculo tan vergonzoso.
Las dos corrientes de que hablé más arriba mezclan más de una vez sus
aguas fangosas durante los años que precedieron al advenimiento de Voltaire; con
éste, ellas se confunden en un solo movimiento que va a inundar a Francia. En el
Temple, donde se reunía el Estado Mayor del vicio y de la impiedad, comienza a
crecer el siniestro pontífice de la irreligiosidad moderna. Este familiar de los
libertinos del gran mundo, fué también conocido de la demasiado famosa Ninon de
Lenclos, que le legó en su testamento dos mil francos para comprar libros. No
debe molestarnos que el mayor enemigo de la fe cristiana haya sido el protegido
de una mujer galante. Cuando considero que la "filosofía" sale del boudoir de
Ninon, siento algo semejante a Tertuliano, cuando se felicitaba de que el primer
perseguidor del cristianismo haya sido Nerón.
Voltaire fué la más completa encarnación de la irreligiosidad del siglo
XVIII. A la corrupción y frivolidad francesas agregó el odioso fanatismo que
aprendió en Inglaterra de los deístas. Vuelto de Inglaterra, se convirtió en el
más maravilloso obrero de la destrucción que haya aparecido. Espíritu dotado de
una vivacidad y una flexibilidad sin iguales, escritor universal, manejando con
arte infernal el arma envenenada del sarcasmo y la ironía, desplegó, en la
guerra a muerte contra el cristianismo, todos los recursos de una mente
excepcionalmente templada para la lucha intelectual, y la actividad infatigable
de un odio satánico contra la Iglesia. Durante casi un siglo llevó la campaña
con un espíritu de proselitismo irreligioso cuyo encarnizamiento asombra, y fué,
según la expresión de un gran poeta moderno, un misionero del diablo entre los
hombres de su tiempo. Hoy ya no lo leemos porque, a pesar de su prodigioso
talento, su obra era íntegramente de circunstancia , y aún hoy día el cristiano
no puede mirar su mascarilla sin un sentimiento de horror y de espanto.
Alrededor de Voltaire se agruparon todos los sostenedores de la impiedad,
de la filosofía, como se decía entonces. Del seno de esta pléyade salió la
Enciclopedia, temible máquina de guerra que, bajo pretexto de ofrecer al público
un resumen del saber moderno, llevó a todas las clases el odio y el desprecio
hacia el cristianismo. "¡Aplastad al infame!" fué la consigna del maestro, que
los discípulos sobrepasaron más de una vez, encontrando que su maestro era un
santurrón, ya que ellos eran ateos, en tanto que Voltaire hacía a Dios el honor
de creer en él. Agrupados, organizados, dueños de la opinión, rodeados del
prestigio de la ciencia, débilmente perseguidos por el poder y sacando de esta
misma persecución otro elemento de popularidad, los Enciclopedistas minaron
impunemente todos los fundamentos de la vida moral y social. Supieron a veces
poner al poder de su lado. Estos revolucionarios religiosos eran conservadores
en política, al menos en apariencia.
Audaces sólo contra Dios, sabían respetar a los déspotas, a veces
glorificarlos. Los reyes que odiaban la religión eran buenos reyes. Voltaire se
echó de bruces ante Federico II, ante Catalina II, ante la misma Pompadour,
indiferente a todo lo que no fuera el combate contra la fe de Cristo. Le basta
con que se le entregue la religión, no se preocupa del resto, tal vez porque se
da cuenta de que esto basta. Parece que, por intervalos, en medio de su trabajo
de muerte, entrevé lo que va a suceder: "Después de mí, habrá una buena
camorra", escribió. Pero esto es sólo un relámpago, y continúa su trabajo
maldito.
Las conclusiones políticas que Voltaire no se atreve a sacar por amor de
su reposo y porque tiene en el fondo el alma de un hombre del Antiguo Régimen,
otro las va a inferir en lugar suyo. Este no será el gran señor que quiere morir
tranquilo en la bella soledad de Ferney, sino el plebeyo agraviado, mal educado,
desconfiado y misántropo hasta el extremo. Alma de poeta y corazón de lacayo,
Juan Jacobo odia y desprecia la sociedad en que vive, la civilización que lo
rodea, toda sociedad y toda civilización. Tiene lo que es necesario para
trasmitir sus pasiones revolucionarias: el calor del verbo, la verdadera
sensibilidad, la emoción sincera, el entusiasmo por lo bello y lo bueno o por lo
que se cree que es tal. Trae un acento nuevo a la literatura francesa. El
salvaje que ha dormido bajo las estrellas viene a revelar a esta sociedad de
salones el encanto de lo natural, hace gustar las bellezas del paisaje a los
grandes señores que no lo habían visto jamás sino a través del Oeil de Boeuf; a
su voz, la corte entera se levanta con María Antonieta para contemplar la salida
del sol. El mismo Voltaire tiene su hora de concesión a la moda.
Pero éstos no son los verdaderos triunfos de Juan Jacobo. Este hizo muchos
otros descubrimientos en sus ensueños de paseador solitario. Descubrió que el
hombre, bueno por naturaleza, se corrompe en la sociedad: herejía y sofisma,
pues niega el pecado original, y, además, ¿qué es la sociedad sin el hombre?
Juan Jacobo descubrió que las artes y la civilización, en especial las ciencias
y las letras, no hacen sino aumentar la corrupción. Descubrió que la sociedad es
el resultado de un contrato entre sus miembros y que la voluntad de éstos,
expresándose cada vez que quiere, es la ley. ¡Nada de religión, de moral ni de
tradiciones! El pueblo es el único soberano, y toda institución, toda ley, toda
voluntad que va contra su voluntad es una tiranía, una usurpación, un crimen de
lesa majestad.
Tales son las teorías que Rousseau, con toda su elocuencia y su pasión,
logró esparcir entre sus contemporáneos. Una sociedad a la cual se había
enseñado a reír de la ley religiosa y a no creer en nada, acogió con entusiasmo
tesis tan seductoras. La doctrina del Contrato Social llevó a ser en poco tiempo
la del público letrado. Los discípulos de Rousseau fueron legión, principalmente
en aquellas clases a las cuales los sarcasmos de Voltaire habían desviado de la
religión y que, habiendo cesado de creer en el ideal cristiano, pero que no
podían prescindir de tener uno, creyeron encontrarlo en las ensoñaciones del
sofista ginebrino.
Se me preguntará si la alianza del libre pensamiento y de la voluptuosidad
basta para producir la revolución. En Inglaterra las clases dominantes exhibían,
con no menos cinismo que en Francia, su desprecio por la fe cristiana y por la
ley moral, sin que la Inglaterra haya dejado de ser la nación más conservadora
del mundo. Esto es verdad, y sería interesante seguir de cerca la enérgica
reacción gracias a la cual el pueblo inglés se desembarazó de sus filósofos para
volver a la tradición cristiana. Pero, sin contar con que el mal era más
profundo en Francia, no hay que olvidar que Francia es un país en que toda idea
aspira a traducirse en hechos: allí no se soporta la contradicción entre ideal y
realidad. Los letrados franceses tenían su ideal político, elaborado por el
Renacimiento y acabado por el siglo XVIII. Este ideal, heredado de la literatura
antigua y adaptado a la sociedad moderna, era aun sueño de la imaginación, una
concepción abstracta de la razón pura; nada parecía más urgente y más fácil que
realizarla, haciendo descender sobre la tierra la libertad, la virtud cívica, la
razón, la filosofía, la felicidad universal: bastaba con decretarlo.
Así se creía, por lo menos. Se estaba ya muy lejos de la fe religiosa y
patriótica de Juan Racine, cuando éste escribía esta frase tan galicana: "Dios
me ha dado la gracia de no ruborizarme jamás del rey ni del Evangelio". A la
inversa, se pensaba que la monarquía y la religión, o, como se decía en la
época, el fanatismo y el despotismo, eran la causa de los males humanos. La
humanidad engañada por los sacerdotes, aplastada por los tiranos, estaría a la
altura de su misión sólo cuando se desembarazara de unos y otros, para no
prestar oídos sino a las enseñanzas de la filosofía. Ya hemos dicho con cuánta
embriaguez los corazones sensibles de los filósofos y de sus discípulos
esperaban ese día. Agreguemos que todo lo que obstaculiza su edad de oro, toda
reacción contra los generosos esfuerzos que ellos hacen por el bien público, les
causan a estos mortales tan dulces y humanos una cólera considerable. Ven en
ello un monstruoso atentado contra la libertad humana y no hay castigo, por duro
que sea, que no sueñen con infligir a los autores de estas criminales empresas.
Pues también la "filosofía" es una religión y si no envía los herejes a la
hoguera, pues tiene horror a la Inquisición, inventa ciertamente otro medio para
castigar a los enemigos de la ortodoxia. Se podría decir que lo único que
inventó la Revolución fué justamente ese medio.
Sin duda, los filósofos y sus discípulos no eran la nación. Pero eran el
sector movedizo y actuante y pudo pasar fácilmente por la mayoría. Hablaban
alto, hablaban sin mandato alguno en nombre del pueblo, se hacían oír cada día
más porque decían, con Sieyès, que no eran nada y debían serlo todo. Apenas se
reunieron los Estados Generales, aquéllos se convirtieron en mayoría, afectando
considerar a las otras órdenes como inexistentes y al rey como su mandatario.
Luis XVI, imprudentemente, tomó posiciones, ordenando que se votase por órdenes,
y el Tercer Estado quería que se votase por cabeza, e inmediatamente pareció que
la voluntad del Tercer Estado se colocaba por encima de la del rey. El
Presidente Bailly respondió al maestro de ceremonias que pedía al Estado llano
que se dirigiera a la sala de sesiones, abandonando la de reuniones generales:
"Creo que la nación reunida no puede recibir órdenes". Estas palabras, más
auténticas que las que se atribuyen a Mirabeau, son más expresivas; en la boca
del tribuno, son una insolencia de un faccioso; en la boca del Presidente del
Estado llano, era la expresión modesta, pero altanera en el fondo, de la
usurpación de todos los poderes por el pueblo.
La Revolución estaba consumada. Los acontecimientos que siguieron no son
sino el desarrollo lógico de esta iniciación. Si la sed de sangre y el amor por
lo ruidoso no formaran parte del espíritu revolucionario, los actuales amos de
Francia celebrarían su aniversario el 23 de Junio y no el 14 de julio de 1789.
El Antiguo Régimen está, pues, desde ese día, en manos de los Estados
Generales, que no dejan al rey sino el dudoso privilegio de consagrar su obra,
bajo pena de nuevos disturbios. Los filósofos son los señores de Francia, la
razón por fin reinará.
Pero muy pronto esta razón se mostrará en toda su pobreza, y los
legisladores muy por debajo de su rol. En conjunto, forman una corporación
inexperta y torpe, a la vez que presuntuosa, que se carga con una tarea
gigantesca. Alejados de la política durante un siglo, no sabían como se manejan
las sociedades humanas. Son reformadores de gabinete, que creen en la felicidad
dictada legislativamente, que decretan el patriotismo y la unión nacional. Casi
todos se alimentan de recuerdos clásicos y de virtudes antiguas, que se les
hacía admirar en los estudios escolares: ahora legislan como escolares. ¿Hay un
rasgo más lúgubremente grotesco en la historia que el de Hérault de Séchelles,
aquel Presidente de la Convención, que, en el momento en que se iba a fabricar
una de las numerosas Constituciones con que los revolucionarios han gratificado
a Francia, pidió en la Biblioteca Nacional las leyes de Minos, para calcar sobre
este monumento legislativo las instituciones que que ría dar a su patria?
La fuerza de las cosas, las leyes de la historia y del sentido común se
vengarán de las teorías de Rousseau. Apenas los Estados Generales comunicaron al
rey que el pueblo era el único soberano, salieron del seno de la multitud mil
voces amenazadoras que dicen a su vez a los Estados Generales: ¡El pueblo
soberano somos nosotros y vosotros no sois sino nuestros mandatarios!
¿Quién habla así? ¿Es el pueblo de Francia? No: el pueblo está en sus
hogares, en el taller, en el arado, en el trabajo fecundo y civilizador: ha
manifestado su voluntad en los cuadernos de 1789, y cada vez que puede
manifestar su voluntad, lo hace para desautorizar a los intrigantes y
malhechores que hablan en su nombre. ¿Pero qué les importa tal cosa a éstos?
Desde que ya no hay un señor en Francia, después del 14 de Julio y del 5 de
Octubre, que liquidan la autoridad regia, ellos se sienten los verdaderos
señores de Francia. Se han organizado, saben lo que quieren, tienen al rey y a
los Estados Generales bajo su poder, lanzan sobre ellos, cada vez que les
conviene, los disturbios populares ya estilizados en este sentido, hacen el 20
de Junio, el 10 de Agosto, todas las grandes fechas revolucionarias. Los
talleres de estos fabricantes de movimientos populares son los clubes, donde
mandan los más fanáticos e inescrupulosos, de tal modo que, en último término,
el pueblo soberano son dos o tres individuos, los peores dentro de su ralea.
Taine ha caracterizado con elocuencia corrosiva el triunvirato que tiene
en sus manos el destino de Francia: un loco, Marat; un bárbaro, Danton; y un
escolar utópico, Robespierre: son los verdaderos hijos de Voltaire y Rousseau.
Robespierre es el hombre que tomó el Contrato Social por Evangelio; no tiene
otra formación política. Con un puñado de cómplices, estos miserables se
pusieron en marcha sin otro fin ni otro ideal que abatir todo lo que les
molestaba: reyes, nobles, sacerdotes, todos los que no participaban de su ideal
revolucionario; los que eran moderados, los "Feuillants", los Girondinos; hasta
que al final de esta nivelación no les quedó sino destruirse entre sí: los
Jacobinos cortaron el cuello a los "Cordeliers", los Thermidorianos a los
Jacobinos, y el Directorio deportando a todo el resto. Finalmente vino un
dictador aplaudido por toda Francia que expulsó a todo el circo y restableció en
provecho propio al tan combatido despotismo. Los últimos revolucionarios se
convirtieron en sus lacayos y cortesanos: los hizo llevar cómodas libreas
doradas y uno de ellos, que llegó a ser príncipe del Imperio (Cambacères), decía
sus antiguos camaradas de la Montaña: "En público, tendréis que tratarme de
Excelencia, pero, cuando estemos a solas, llamadme simplemente Monseñor".
Esto es sin duda risible, y los enemigos de la Revolución pudieron
alegrarse de ver terminar la tragedia en una farsa. Pero lo que es menos cómico
es que, antes de su retractación en las antecámaras del nuevo César, el espíritu
revolucionario pudo invadir toda Europa y esparció por doquiera el germen del
mal del cual aún hoy sufrimos: la creencia en que se puede tratar a las
sociedades políticas como creaciones de la razón pura, escapando a las leyes
divinas que rigen la vida del mundo y de la humanidad.
Tal es, en suma, el origen de la Revolución. Antes de ser un hecho, ella
triunfó en los espíritus y en los corazones, gracias a la abdicación o a la
derrota de todas las fuerzas que habrían podido resistirle. Fué la explosión de
una enfermedad intelectual y moral que minaba desde hacía tiempo a una nación y
que se había trasmitido de las clases superiores a los medios burgueses, donde
se transformó en una catástrofe política. ¿Habría podido evitarse tal
catástrofe?
Respondo categóricamente que sí, y que se habría evitado si la Iglesia
Católica hubiera actuado. Pero ella no pudo hacerlo en Francia. Excluida desde
el siglo XIV, gradualmente, de los consejeros políticos, considerada por los
reyes como extranjera y aún como rival, reprimida hasta el punto de sacrificar
los jesuitas a los manejos de la francmasonería, discutida hasta el punto de no
poder enseñar la doctrina de la infabilidad del Soberano Pontífice, la Iglesia
francesa no era sino un rodaje puesto en movimiento por despotismo del Estado.
La Iglesia galicana se dejó imponer por el poder laico la doctrina de los cuatro
artículos, audaz intervención del Estado en un problema de doctrina: la Iglesia
francesa debía recibir de manos del rey dogmas que eran rechazados por el Papa.
No le servía de nada constituir un orden y gozar de privilegios: al contrario,
esta situación, favorable en apariencia, era una fuente de menosprecio y de
impopularidad. Vinculada al poder, pasaba a ser solidaria con él, y la opinión
la hacía responsable de todas las faltas de un régimen del cual formaba parte.
No tenía contacto con el espíritu público, no disponía de una palanca para
movilizar las inteligencias y el mundo de las ideas escapaba a su influencia.
¿No es lastimoso ver que todos los dignatarios eran elegidos en la clase
nobiliaria, en una época en que la nobleza era el blanco de todas las
antipatías? Habían figurado, bajo Luis XIV, algunos burgueses en el alto clero,
que no hacían un papel demasiado malo en las sedes episcopales: uno de ellos se
llamaba Bossuet. Pero en el momento en que estalló la Revolución, no se
encontraba, entre los ciento treinta obispos del Reino de Francia, un solo
plebeyo. El conjunto, el episcopado era respetable en su vida privada y no
carecía de cualidades; pero había un abismo entre él y la nación, fuente de
todos los mal entendidos. Este alto clero noble, cortesano, ausentista, mundano,
casi laicizado, no estaba a la altura de los acontecimientos: no tenía ni el
prestigio de la ciencia, ni el brillo de las grandes virtudes, ni el de la
verdadera popularidad; no estaba hecho para guiar a la Iglesia a través de las
tempestades.
Tampoco el bajo clero estaba al nivel de la situación. Ciertamente, daba
ejemplo de virtudes cristianas y, en medio de una sociedad gangrenada, era el
único intacto. Tocqueville le ha rendido un magnífico homenaje: "He comenzado el
estudio de la antigua sociedad lleno de prejuicios contra él y he terminado
lleno de admiración". Los otros testigos hablan en este mismo sentido, y todos
saben el valor con que el clero afrontó los malos días de la Revolución. Pero,
aunque moralmente bien conservado, no tenía noción de su verdadero rol. Sufría
el estado general de depresión, se había resignado a no ser nada, no se
sublevaba ante la humillación de la Iglesia. Como lo ha dicho un buen juez,
carecía de valor intelectual, era más apto para el martirio que para el
apostolado. Peor aún, un gran número de sus miembros ignorando la belleza de la
doctrina social del catolicismo, se dejaron ganar por la de Rousseau, y
aplaudieron, como descubrimientos de los filósofos, las parcelas de verdad
católica aprehendidos por ellos. ¡Hasta tal punto estaba perdida la tradición
social y política en las filas del clero! No hay nada más doloroso que estos
guardianes del tesoro que admiten moneda falsa.
Lo más doloroso en este siglo no fueron los ensordecedores clamores de la
multitud, no fué ni el error ni el crimen, sino el no oír la voz de la Iglesia
Católica proclamando la verdad social. Todas las mentiras toman la palabra, sólo
la Iglesia de Dios está muda. Su voz es la única que no se levanta en el
concierto de voces discordantes que hacen tan extraño y ardiente el tono
intelectual del siglo XVIII, sin formular, por medio de alguna voz que hubiera
estado dotada de autoridad o de elocuencia, los luminosos y firmes conceptos
católicos sobre la naturaleza de la sociedad, la misión del Estado y los poderes
públicos. Estas grandes nociones fueron las únicas que nadie defendió, en tanto
que no hubo un solo sofisma que no tuviera por patrón a algún hombre de genio o
de talento.
Sin embargo, algo grande habría ocurrido si, durante la época del apoyo
monárquico, se hubieran levantado obispos, sacerdotes y, tras ellos, fieles, que
hubieran proclamado los eternos principios sociales del cristianismo y que,
mirando más allá del Renacimiento, hacia los grandes doctores de la Edad Media,
hubieran enseñado al mundo sorprendido que había una política cristiana que no
se confundía con la del absolutismo regio, que comprendía a la vez verdades
eternas y aplicaciones temporales, "nova et vetera".
Si, como lo hizo Fenelón en su "Plan de Gobierno" para el duque de
Borgoña, los católicos hubieran protestado contra la esclavitud de la Iglesia,
reclamando para ella "la libertad, como la hay en Turquía", predicando la
supresión del lujo desenfrenado de la corte, maldiciendo todos los abusos y
buscando los modos de remediar los males de la sociedad..., entonces ¿qué no
habría ocurrido? ¿No es posible creer que habrían sido escuchados y tal vez
tenemos el derecho a pensar que habrían salvado la monarquía? Y, del mismo modo,
¿no habrían cambiado los destinos del mundo si, en el momento en que se
plantearon los problemas de la reorganización social, se hubiera encontrado un
episcopado que recordara el Evangelio y la doctrina católica como bases de esa
reorganización, en vez del "Espíritu de las Leves" y del "Contrato Social"? Si
la Iglesia hubiese hablado con el acento de autoridad que le pertenece en todo
lo que afecta a la felicidad humana, ¡con qué luces habrían iluminado sus
doctores las tinieblas de la controversia sobre la misión del Estado y la
sociedad! ¡Qué recursos habría puesto al servicio de todos los espíritu
generosos y sinceros que, en los comienzos de la Revolución, soñaban con una
Francia libre y rejuvenecida, bajo la égida de la religión y la autoridad del
rey! La nación habría tenido un Credo político que oponer a los innovadores, y
no habría tenido razón de ser el divorcio planteado por los sofistas entre la
religión y la libertad. La atracción universal de los hombres de entonces hacia
las mentiras de la Revolución no fué posible sino por el silencio de una Iglesia
amordazada e impotente; habría sido conjurada por una Iglesia que tuviera
conciencia de sí misma y que disfrutara de la plenitud de su libertad.
Desde entonces, la Iglesia Católica se ha rehecho, si es que puede
emplearse tal expresión. Se pudo creer que dormía cuando se desencadenó la
Revolución, pero hay que reconocer que era el sueño de Jesús en la barca
sacudida por la tempestad. Su despertar, tardío para nuestra ansiedad, ha sido
fecundo. Un inmenso movimiento de concentración intelectual y social se opera
bajo nuestra vista en las filas de la Iglesia: son los preliminares del gran
combate, el más gigantesco que haya librado hasta contra el poder de las
tinieblas.
No nos engañemos por las apariencias contrarias. Ciertamente, nuestra
atmósfera está tan cargada como en la víspera de la Revolución. Me atrevo a
decir que ésta no fué precedida de síntomas tan temibles como los que, bajo
nuestra mirada, parecen anunciar una nueva catástrofe. Hoy nadie respondería con
sonrisas de incredulidad al nuevo Cazotte que quisiera trazar, como a fines del
siglo XVIII, el cuadro más sombrío y desesperado del porvenir.
Y sin embargo, se equivocaría. Porque la situación del mundo cristiano se
ha modificado profundamente desde hace un siglo. Entonces el espíritu
revolucionario era joven y desbordaba vitalidad, venía con las manos llenas de
promesas de una infinita felicidad, era el señor de la tierra, era aclamado por
toda la humanidad, las fuerzas de la conservación social le habían entregado
todas sus armas. Hoy está viejo y decaído, la mentira de sus promesas es un
hecho tan evidente como la luz del día, está condenado ante todos los que
piensan, no es sino una superstición para el uso de las inteligencias medianas.
En esa época la Iglesia Católica, mutilada y encadenada, era como una cautiva a
quien la catástrofe encontró tendida al pie del trono y que esperaba su turno
para subir al cadalso. Hoy día, liberada y dueña de sí, se alza como un gigante
frente a la Revolución, no sólo para defender contra ella los dominios que le
quedan, sino para recuperar lo que le ha sido arrebatado. Ha comenzado por
quebrantar las proposiciones del filosofismo; ha rehecho la Orden de los
jesuitas, cuya disolución le fué impuesta; ha proclamado la infalibilidad de su
Jefe; ha condenado en dos ocasiones, en 1832 y en 1864, los falsos dogmas de
1789. Reconstruyendo sobre las ruinas de la ciudad de la mentira, ha proclamado,
en encíclicas inmortales, la constitución cristiana de los Estados y la gran
carta de libertad del trabajo.
¿Quién niega hoy día que, como en plena Edad Media, la Iglesia Católica
sea la más alta autoridad del mundo? Ella habla a nombre de todo el género
humano, con un acento dulce y fuerte que sólo ella puede usar; y ella es la
única que puede hablar, pues en el universal derrumbe de tronos, escuelas,
doctrinas, es la única fuerza moral que se tiene en píe: su asombrosa
superioridad se revela por la profundidad de la caída de todo lo demás. Cada vez
que levanta la voz, le responden mil ecos desde todos los puntos del universo.
Hoy día hay un pensamiento católico, que mide todas las ideas con la vara de la
verdad cristiana, las condena si ellas la combaten, las acoge si no le son
hostiles. Fuerte y respetado, consciente de sí mismo, circula de un extremo al
otro de la tierra; ya que no hay un sofisma victorioso al cual no oponga su
intrépida contradicción. En la sociología, en la ciencia, en el arte, en todas
las manifestaciones de la vida intelectual y moral de los pueblos, el
pensamiento católico se afirma con una fuerza y una energía crecientes. No se la
refuta porque es irrefutable; se la combate sólo por la conspiración del
silencio.
Y esto no es todo. Descendiendo del terreno de la doctrina al de la
acción, el espíritu católico comienza a recuperar la vida pública. Los
batallones católicos se reorganizan, levantándose por doquiera un ejército
laico: es el pueblo que viene a prestar ayuda a su clero, es la landwehr de la
Iglesia que reclama su parte en la justa guerra. ¡Qué alegría para el corazón y
el espíritu, el ver, bajo el soplo de los huracanes, a los reclutas que se
reúnen, agrupándose alrededor de los estandartes! Largo y lento trabajo que, sin
duda, no está acabado, ni mucho menos, pero que ya nada podrá eliminar. Tiene ya
buenos comienzos en Bélgica, Holanda, Alemania católica, Italia septentrional;
en otras naciones, la persecución será el espolón de los retardatarios.
Sería ciego el que se engañara y viera en el furor y el encarnizamiento de
los perseguidores otra cosa que el supremo esfuerzo de la iniquidad a punto de
ser vencida.
Lo que asegura el triunfo de la causa católica, desde el punto de vista
meramente humano, es que hoy, como en todas las épocas de crisis de
conocimiento, hay entre ella y el porvenir una maravillosa correspondencia.
Desligando su causa de la de una clase que quería hacerla solidaria con ella, la
Iglesia le responde como a los judíos, a los romanos, a los feudales, como a
todo pasado: deja que los muertos entierren a sus muertos y concluye un pacto
con las fuerzas vitales del siglo XX. Da un programa a las masas populares que
se levantan y buscan su vía. Este programa contenido en la Encíclica "Rerum
Novarum", no es el de la Revolución, como dicen sus calumniadores, sino el del
Evangelio, el de Santo Tomás de Aquino. Es el reino de Dios abierto a todos, en
que nada se da por nacimiento o fortuna, sino al mérito y a la virtud: es la
democracia evangélica construida sobre los pobres y realizando la justicia y la
fraternidad en una aplicación siempre más amplia del mandamiento nuevo.
Al sangriento y siniestro ideal representado por la bandera roja coronada
por el gorro de los forzados, opone su incomparable ideal del amor de Dios y de
los hombres, coronado por el signo de la cruz. No cabe dudar de que triunfe al
fin, cualesquiera que sean las apariencias contrarias. El alma humana es
naturalmente cristiana, todo lo que hay en ella de elevado y de grande está
orientado por el Evangelio. Y la sociedad humana, con un instinto seguro,
gravita en la dirección de Jesucristo cada vez que obedece a las leyes naturales
de la conservación. Hay que dejar hacer al espíritu del mal: él mismo se
encargará de precipitar los acontecimientos, apresurando la llegada del día en
que la humanidad tendrá que elegir entre la civilización católica y la anarquía
revolucionaria; y la elección será muy rápida.
Saludemos con esperanza y respeto el trabajo de fermentación que se
realiza en este momento en el seno de la sociedad religiosa. Germina una
primavera del catolicismo. Los siglos han desarrollado ante nosotros un
espectáculo de este género. Acabamos de contemplar el pasado y esto nos ayuda a
apreciar lo que pasa bajo nuestra mirada, y nos trae una prueba de la vitalidad
indefectible de la Iglesia. Los que se espantan ante este espectáculo no
comprenden nada de las enseñanzas de la historia, ya que deberían reanimarse
frente a él. Y sólo podrán afligirse los que prefieren los intereses de una
clase a la causa del género humano.
se abrieron en Versailles los Estados Generales de Francia, que, menos de cinco
años después, la monarquía sería suprimida, el rey y la reina condenados a muerte,
el delfín languideciendo y muriendo tras lenta agonía en la tienda de un zapatero
remendón, la nobleza debiendo elegir entre la guillotina y la
emigración, la religión proscrita, una prostituta subiendo a los altares de
Notre Dame de París con el nombre de diosa Razón y que uno de los diputados que
iban en la procesión, tal vez el más ridículo, torpe y limitado de todos,
cortaría el cuello a la mayoría de los otros, el que esto hubiera dicho, repito,
habría desencadenado una tempestad de risas y gritos indignados. Y esta serie de
hipótesis inverosímiles, dramatizadas después por La Harpe en su "Predicación de
Cazotte", está aún lejos de las atroces realidades que hicieron abismarse al
Antiguo Régimen en un torbellino de sangre.
La generación que fue testigo de estas escenas inauditas
en los fastos de la historia no pudo presentir la espantosa catástrofe. Fuera de
ciertos puntos negros que no podían tener significación fatídica sino para las
miradas muy penetrantes, el cielo estaba sereno y el porvenir parecía propicio. La
dinastía era popular, como se había visto cuando el nacimiento del Delfín. Los
cuadernos del 89 atestiguan que la inmensa mayoría de los electores era sinceramente
devota de la religión y del rey.
Es cierto que se reclamaban reformas, pero éstas se referían a abusos tan
evidentes, que nadie defendía, ni siquiera los que se beneficiaban con ellos. La
cortesía en las costumbres era tan grande, que no se podía temer ni siquiera de
los reformadores más enérgicos. Todos eran "hombres sensibles" hasta un extremo
del cual otro tiempo se habría avergonzado. La literatura, instrumento soberano
de la época, era cada vez más idílica, el mundo entero estaba cada vez más
penetrado por la ternura universal. Se tenía tal confianza en la bondad natural
del hombre y en la excelencia de los principios filosóficos, que se veía el
porvenir como una edad de oro a la cual ciertamente se llegaría. Las primeras
medidas de la Constituyente, votadas en medio del entusiasmo general y a veces a
propuesta de los mismos privilegiados, parecieron confirmar este sentimiento. La
fiesta de la Federación fue la fiesta de la más sincera ilusión. Se creyó sellar
para siempre el pacto fraternal sobre la base de la libertad. El error duró
largo tiempo. Cuando ya resonaban los truenos, todavía las gentes se daban
"besos a la Lamourette". Los más siniestros verdugos tienen la tenaz visión de
una humanidad pastoral. El elocuente adversario de la pena de muerte, Robes
Pierre, celebrará al aire libre la fiesta del Ser Supremo, en traje celeste, con
espigas y flores en la mano. Soñaba indiscutiblemente en la felicidad del género
humano, en la dulzura de la vida campestre, en el encanto de la virtud y de la
inocencia: faltaban pocos días para el 9 Thermidor.
Si es así, ¿ cómo explicarse esta atroz Revolución, este monstruoso
carnaval al cual la humanidad consternada fue arrastrada por la locura sacrílega
y la impiedad sanguinaria? ¿Cómo comprender el vértigo que, en un momento dado,
se apoderó de la primera nación del mundo, haciéndola trastornarse como un
ebrio, sin que después haya podido nunca recuperarse totalmente? ¿Son éstas las
convulsiones necesarias que acompañan el parto de un mundo nuevo, o la agonía de
una civilización, o las fases trágicas de un gigantesco combate entre las dos
fuerzas que se disputan eternamente la sociedad, entre el bien y el mal, entre
la verdad y el error, entre Dios y Satanás?
Desde luego, es ocioso explicar la Revolución por los abusos del Antiguo
Régimen. Sería fijar causas minúsculas a efectos incalculables. Siempre han
habido abusos, y en 1789 los había igualmente fuera de Francia. En cambio no se
veía en otras partes la buena voluntad sincera para extirpar esos abusos, que
existía en las clases superiores francesas. "El mejor de lo reyes" era un claro
ejemplo de ello: devolvía a los protestantes sus derechos civiles, suprimía la
tortura, reunía la Asamblea de lo notables, y, por primera vez después de 1614,
tomó la iniciativa de convocar a los Estados Generales para organizar la
colaboración entre el rey y su pueblo en vista de las necesarias reformas.
Existía la misma buena voluntad en las dos órdenes privilegiadas, clero y
nobleza. Ambas sacrificaron a la paz pública y al interés general sus
prerrogativas: el clero con una sincera resignación, la nobleza con un
entusiasmo irreflexivo. Jamás se habrá visto el espectáculo de los privilegiados
renunciando a sus privilegios por razones de patriotismo y de filosofía. Se
puede decir que, si la Revolución se hizo contra los abusos, ella habría
terminado el 4 de Agosto de 1789, es decir, recién comenzada.
Es pues falso pretender que la Revolución tuvo por causa los abusos del
Antiguo Régimen. La revolución es algo muy diverso a un esfuerzo de resistencia
a abusos que ya han perecido cuando ella está triunfante. Lo que ella quiere no
es la reforma del régimen, sino su destrucción. Fuerza ciega e irresistible,
actúa con la potencia de un elemento desencadenado que trastorna la sociedad
entera, desarraigando todo al modo de un ciclón y sembrando el suelo de ruinas.
Pero lo mismo que la meteorología puede explicar la aparición de esas
catástrofes, igualmente la revolución puede ser reducida a sus causas.
El espíritu revolucionarlo es anterior a la Revolución. En Francia, como
fuera de ella, podemos seguir su huella desde el Renacimiento, del mismo modo
que un río desprendiéndose de un glaciar. El Renacimiento ha desarrollado dos
corrientes, cuya conjunción, en un momento determinado, ha sido la gran fuerza
destructiva. La primera corriente es el pensamiento libre, la otra es el libre
goce: el hogar del libre pensamiento fué la literatura, el del goce, la alta
sociedad. Durante largo tiempo los librepensadores vivieron aislados,
desdeñosamente indiferentes a las luchas religiosas. No veían en ellas sino
querellas de santurrones; solo a veces bajaban a la arena, golpeando con el arma
de la ironía a aquel adversario que les parecía momentáneamente más temible. El
cristianismo en todas sus formas les inspiraba igual aversión. Su admiración se
dirigía a la sociedad pagana, sin dogmas que encadenaran los espíritus, ni
sacerdotes que interpretaran los dogmas. Acorazados tras de un puro naturalismo,
esperaban el momento en que el protestantismo, que les preparaba
inconscientemente el camino, terminara de abatir los contrafuertes del templo,
para lanzarse sobre el noble edificio con la zapa y el martillo.
Muy especiales como revolucionarios, no luchaban contra el poder, desde
luego porque el cesarismo triunfante realizaba el ideal de política pagana, y
también porque no sentían la vocación del martirio. Su espíritu no se dejó
conquistar por la restauración católica del siglo XVII: pasó subterráneamente
durante esa época y reapareció en el umbral del siglo XVIII, cuando lo denunció
la voz tonante de Bossuet. Esta vez se derramó como una cloaca sobre el mundo,
preparado ya para recibirla. Entonces tomó revancha del largo silencio a que
había sido obligado. Entre Fontenelle, que, según nos dice, no habría abierto su
mano si la hubiera tenido llena de verdades y Bayle, que abrió la suya, llena de
sofismas y de mentiras, hay una distancia cronológica imperceptible. Pero para
el que sabe mirar, ¡qué inmenso es el camino recorrido entre la "Historia de los
Oráculos", que el primero publicó en 1687, y el "Diccionario histórico" del
segundo, aparecido en 1697! En el primero estaba el escepticismo elegante del
hombre de mundo, que desliza una duda discreta en un giro de frase, en un
chiste, en una sonrisa; en el segundo, la incredulidad abierta y cínica se
exhibe en toda su brutalidad. Como ya se ha dicho otras veces, Voltaire está
íntegramente ya en el "Diccionario histórico". El rol del patriarca de Ferney
consistió en popularizar la filosofía de Bayle, dándole un carácter militante y
agresivo.
Paralelamente a la incredulidad se desenvuelve la licencia en las
costumbres. Esta nace en el gran mundo, donde el hombre no comprendía la vida
sino como placer. Había ya contaminado la corte de los Valois, y encontramos sus
vergonzosas huellas en la popularísima fisonomía del bearnés Enrique IV. ¡Qué
costumbres las de esta sociedad, que Brantôme en el siglo XVI y Hamilton en el
XVII han analizado tan complacidamente! Es sorprendente el cinismo y la
frivolidad con que se precipitaban hombres y mujeres en el torbellino
desenfrenado de los placeres más inconfesables. Mientras vivió Luis XIV, el
prestigio de su reinado cubrió todas las torpezas bajo los pliegues de la
púrpura regia, y se mantuvo un cierto pudor, un cierto respeto de sí mismo y de
los demás hasta en los más inmundos excesos; pero su muerte dio la señal del más
inaudito desenfreno. Ofendería a mi auditorio si tratara de indicar, aún en la
forma más discreta, lo que fué el ejemplo dado por el Regente y luego por Luis
XV. Estos ejemplos fueron muy imitados, y fuera de ciertas honrosas excepciones,
la alta sociedad quiso transformar a Francia en una casa pública. Jamás la
civilización cristiana había asistido a un espectáculo tan vergonzoso.
Las dos corrientes de que hablé más arriba mezclan más de una vez sus
aguas fangosas durante los años que precedieron al advenimiento de Voltaire; con
éste, ellas se confunden en un solo movimiento que va a inundar a Francia. En el
Temple, donde se reunía el Estado Mayor del vicio y de la impiedad, comienza a
crecer el siniestro pontífice de la irreligiosidad moderna. Este familiar de los
libertinos del gran mundo, fué también conocido de la demasiado famosa Ninon de
Lenclos, que le legó en su testamento dos mil francos para comprar libros. No
debe molestarnos que el mayor enemigo de la fe cristiana haya sido el protegido
de una mujer galante. Cuando considero que la "filosofía" sale del boudoir de
Ninon, siento algo semejante a Tertuliano, cuando se felicitaba de que el primer
perseguidor del cristianismo haya sido Nerón.
Voltaire fué la más completa encarnación de la irreligiosidad del siglo
XVIII. A la corrupción y frivolidad francesas agregó el odioso fanatismo que
aprendió en Inglaterra de los deístas. Vuelto de Inglaterra, se convirtió en el
más maravilloso obrero de la destrucción que haya aparecido. Espíritu dotado de
una vivacidad y una flexibilidad sin iguales, escritor universal, manejando con
arte infernal el arma envenenada del sarcasmo y la ironía, desplegó, en la
guerra a muerte contra el cristianismo, todos los recursos de una mente
excepcionalmente templada para la lucha intelectual, y la actividad infatigable
de un odio satánico contra la Iglesia. Durante casi un siglo llevó la campaña
con un espíritu de proselitismo irreligioso cuyo encarnizamiento asombra, y fué,
según la expresión de un gran poeta moderno, un misionero del diablo entre los
hombres de su tiempo. Hoy ya no lo leemos porque, a pesar de su prodigioso
talento, su obra era íntegramente de circunstancia , y aún hoy día el cristiano
no puede mirar su mascarilla sin un sentimiento de horror y de espanto.
Alrededor de Voltaire se agruparon todos los sostenedores de la impiedad,
de la filosofía, como se decía entonces. Del seno de esta pléyade salió la
Enciclopedia, temible máquina de guerra que, bajo pretexto de ofrecer al público
un resumen del saber moderno, llevó a todas las clases el odio y el desprecio
hacia el cristianismo. "¡Aplastad al infame!" fué la consigna del maestro, que
los discípulos sobrepasaron más de una vez, encontrando que su maestro era un
santurrón, ya que ellos eran ateos, en tanto que Voltaire hacía a Dios el honor
de creer en él. Agrupados, organizados, dueños de la opinión, rodeados del
prestigio de la ciencia, débilmente perseguidos por el poder y sacando de esta
misma persecución otro elemento de popularidad, los Enciclopedistas minaron
impunemente todos los fundamentos de la vida moral y social. Supieron a veces
poner al poder de su lado. Estos revolucionarios religiosos eran conservadores
en política, al menos en apariencia.
Audaces sólo contra Dios, sabían respetar a los déspotas, a veces
glorificarlos. Los reyes que odiaban la religión eran buenos reyes. Voltaire se
echó de bruces ante Federico II, ante Catalina II, ante la misma Pompadour,
indiferente a todo lo que no fuera el combate contra la fe de Cristo. Le basta
con que se le entregue la religión, no se preocupa del resto, tal vez porque se
da cuenta de que esto basta. Parece que, por intervalos, en medio de su trabajo
de muerte, entrevé lo que va a suceder: "Después de mí, habrá una buena
camorra", escribió. Pero esto es sólo un relámpago, y continúa su trabajo
maldito.
Las conclusiones políticas que Voltaire no se atreve a sacar por amor de
su reposo y porque tiene en el fondo el alma de un hombre del Antiguo Régimen,
otro las va a inferir en lugar suyo. Este no será el gran señor que quiere morir
tranquilo en la bella soledad de Ferney, sino el plebeyo agraviado, mal educado,
desconfiado y misántropo hasta el extremo. Alma de poeta y corazón de lacayo,
Juan Jacobo odia y desprecia la sociedad en que vive, la civilización que lo
rodea, toda sociedad y toda civilización. Tiene lo que es necesario para
trasmitir sus pasiones revolucionarias: el calor del verbo, la verdadera
sensibilidad, la emoción sincera, el entusiasmo por lo bello y lo bueno o por lo
que se cree que es tal. Trae un acento nuevo a la literatura francesa. El
salvaje que ha dormido bajo las estrellas viene a revelar a esta sociedad de
salones el encanto de lo natural, hace gustar las bellezas del paisaje a los
grandes señores que no lo habían visto jamás sino a través del Oeil de Boeuf; a
su voz, la corte entera se levanta con María Antonieta para contemplar la salida
del sol. El mismo Voltaire tiene su hora de concesión a la moda.
Pero éstos no son los verdaderos triunfos de Juan Jacobo. Este hizo muchos
otros descubrimientos en sus ensueños de paseador solitario. Descubrió que el
hombre, bueno por naturaleza, se corrompe en la sociedad: herejía y sofisma,
pues niega el pecado original, y, además, ¿qué es la sociedad sin el hombre?
Juan Jacobo descubrió que las artes y la civilización, en especial las ciencias
y las letras, no hacen sino aumentar la corrupción. Descubrió que la sociedad es
el resultado de un contrato entre sus miembros y que la voluntad de éstos,
expresándose cada vez que quiere, es la ley. ¡Nada de religión, de moral ni de
tradiciones! El pueblo es el único soberano, y toda institución, toda ley, toda
voluntad que va contra su voluntad es una tiranía, una usurpación, un crimen de
lesa majestad.
Tales son las teorías que Rousseau, con toda su elocuencia y su pasión,
logró esparcir entre sus contemporáneos. Una sociedad a la cual se había
enseñado a reír de la ley religiosa y a no creer en nada, acogió con entusiasmo
tesis tan seductoras. La doctrina del Contrato Social llevó a ser en poco tiempo
la del público letrado. Los discípulos de Rousseau fueron legión, principalmente
en aquellas clases a las cuales los sarcasmos de Voltaire habían desviado de la
religión y que, habiendo cesado de creer en el ideal cristiano, pero que no
podían prescindir de tener uno, creyeron encontrarlo en las ensoñaciones del
sofista ginebrino.
Se me preguntará si la alianza del libre pensamiento y de la voluptuosidad
basta para producir la revolución. En Inglaterra las clases dominantes exhibían,
con no menos cinismo que en Francia, su desprecio por la fe cristiana y por la
ley moral, sin que la Inglaterra haya dejado de ser la nación más conservadora
del mundo. Esto es verdad, y sería interesante seguir de cerca la enérgica
reacción gracias a la cual el pueblo inglés se desembarazó de sus filósofos para
volver a la tradición cristiana. Pero, sin contar con que el mal era más
profundo en Francia, no hay que olvidar que Francia es un país en que toda idea
aspira a traducirse en hechos: allí no se soporta la contradicción entre ideal y
realidad. Los letrados franceses tenían su ideal político, elaborado por el
Renacimiento y acabado por el siglo XVIII. Este ideal, heredado de la literatura
antigua y adaptado a la sociedad moderna, era aun sueño de la imaginación, una
concepción abstracta de la razón pura; nada parecía más urgente y más fácil que
realizarla, haciendo descender sobre la tierra la libertad, la virtud cívica, la
razón, la filosofía, la felicidad universal: bastaba con decretarlo.
Así se creía, por lo menos. Se estaba ya muy lejos de la fe religiosa y
patriótica de Juan Racine, cuando éste escribía esta frase tan galicana: "Dios
me ha dado la gracia de no ruborizarme jamás del rey ni del Evangelio". A la
inversa, se pensaba que la monarquía y la religión, o, como se decía en la
época, el fanatismo y el despotismo, eran la causa de los males humanos. La
humanidad engañada por los sacerdotes, aplastada por los tiranos, estaría a la
altura de su misión sólo cuando se desembarazara de unos y otros, para no
prestar oídos sino a las enseñanzas de la filosofía. Ya hemos dicho con cuánta
embriaguez los corazones sensibles de los filósofos y de sus discípulos
esperaban ese día. Agreguemos que todo lo que obstaculiza su edad de oro, toda
reacción contra los generosos esfuerzos que ellos hacen por el bien público, les
causan a estos mortales tan dulces y humanos una cólera considerable. Ven en
ello un monstruoso atentado contra la libertad humana y no hay castigo, por duro
que sea, que no sueñen con infligir a los autores de estas criminales empresas.
Pues también la "filosofía" es una religión y si no envía los herejes a la
hoguera, pues tiene horror a la Inquisición, inventa ciertamente otro medio para
castigar a los enemigos de la ortodoxia. Se podría decir que lo único que
inventó la Revolución fué justamente ese medio.
Sin duda, los filósofos y sus discípulos no eran la nación. Pero eran el
sector movedizo y actuante y pudo pasar fácilmente por la mayoría. Hablaban
alto, hablaban sin mandato alguno en nombre del pueblo, se hacían oír cada día
más porque decían, con Sieyès, que no eran nada y debían serlo todo. Apenas se
reunieron los Estados Generales, aquéllos se convirtieron en mayoría, afectando
considerar a las otras órdenes como inexistentes y al rey como su mandatario.
Luis XVI, imprudentemente, tomó posiciones, ordenando que se votase por órdenes,
y el Tercer Estado quería que se votase por cabeza, e inmediatamente pareció que
la voluntad del Tercer Estado se colocaba por encima de la del rey. El
Presidente Bailly respondió al maestro de ceremonias que pedía al Estado llano
que se dirigiera a la sala de sesiones, abandonando la de reuniones generales:
"Creo que la nación reunida no puede recibir órdenes". Estas palabras, más
auténticas que las que se atribuyen a Mirabeau, son más expresivas; en la boca
del tribuno, son una insolencia de un faccioso; en la boca del Presidente del
Estado llano, era la expresión modesta, pero altanera en el fondo, de la
usurpación de todos los poderes por el pueblo.
La Revolución estaba consumada. Los acontecimientos que siguieron no son
sino el desarrollo lógico de esta iniciación. Si la sed de sangre y el amor por
lo ruidoso no formaran parte del espíritu revolucionario, los actuales amos de
Francia celebrarían su aniversario el 23 de Junio y no el 14 de julio de 1789.
El Antiguo Régimen está, pues, desde ese día, en manos de los Estados
Generales, que no dejan al rey sino el dudoso privilegio de consagrar su obra,
bajo pena de nuevos disturbios. Los filósofos son los señores de Francia, la
razón por fin reinará.
Pero muy pronto esta razón se mostrará en toda su pobreza, y los
legisladores muy por debajo de su rol. En conjunto, forman una corporación
inexperta y torpe, a la vez que presuntuosa, que se carga con una tarea
gigantesca. Alejados de la política durante un siglo, no sabían como se manejan
las sociedades humanas. Son reformadores de gabinete, que creen en la felicidad
dictada legislativamente, que decretan el patriotismo y la unión nacional. Casi
todos se alimentan de recuerdos clásicos y de virtudes antiguas, que se les
hacía admirar en los estudios escolares: ahora legislan como escolares. ¿Hay un
rasgo más lúgubremente grotesco en la historia que el de Hérault de Séchelles,
aquel Presidente de la Convención, que, en el momento en que se iba a fabricar
una de las numerosas Constituciones con que los revolucionarios han gratificado
a Francia, pidió en la Biblioteca Nacional las leyes de Minos, para calcar sobre
este monumento legislativo las instituciones que que ría dar a su patria?
La fuerza de las cosas, las leyes de la historia y del sentido común se
vengarán de las teorías de Rousseau. Apenas los Estados Generales comunicaron al
rey que el pueblo era el único soberano, salieron del seno de la multitud mil
voces amenazadoras que dicen a su vez a los Estados Generales: ¡El pueblo
soberano somos nosotros y vosotros no sois sino nuestros mandatarios!
¿Quién habla así? ¿Es el pueblo de Francia? No: el pueblo está en sus
hogares, en el taller, en el arado, en el trabajo fecundo y civilizador: ha
manifestado su voluntad en los cuadernos de 1789, y cada vez que puede
manifestar su voluntad, lo hace para desautorizar a los intrigantes y
malhechores que hablan en su nombre. ¿Pero qué les importa tal cosa a éstos?
Desde que ya no hay un señor en Francia, después del 14 de Julio y del 5 de
Octubre, que liquidan la autoridad regia, ellos se sienten los verdaderos
señores de Francia. Se han organizado, saben lo que quieren, tienen al rey y a
los Estados Generales bajo su poder, lanzan sobre ellos, cada vez que les
conviene, los disturbios populares ya estilizados en este sentido, hacen el 20
de Junio, el 10 de Agosto, todas las grandes fechas revolucionarias. Los
talleres de estos fabricantes de movimientos populares son los clubes, donde
mandan los más fanáticos e inescrupulosos, de tal modo que, en último término,
el pueblo soberano son dos o tres individuos, los peores dentro de su ralea.
Taine ha caracterizado con elocuencia corrosiva el triunvirato que tiene
en sus manos el destino de Francia: un loco, Marat; un bárbaro, Danton; y un
escolar utópico, Robespierre: son los verdaderos hijos de Voltaire y Rousseau.
Robespierre es el hombre que tomó el Contrato Social por Evangelio; no tiene
otra formación política. Con un puñado de cómplices, estos miserables se
pusieron en marcha sin otro fin ni otro ideal que abatir todo lo que les
molestaba: reyes, nobles, sacerdotes, todos los que no participaban de su ideal
revolucionario; los que eran moderados, los "Feuillants", los Girondinos; hasta
que al final de esta nivelación no les quedó sino destruirse entre sí: los
Jacobinos cortaron el cuello a los "Cordeliers", los Thermidorianos a los
Jacobinos, y el Directorio deportando a todo el resto. Finalmente vino un
dictador aplaudido por toda Francia que expulsó a todo el circo y restableció en
provecho propio al tan combatido despotismo. Los últimos revolucionarios se
convirtieron en sus lacayos y cortesanos: los hizo llevar cómodas libreas
doradas y uno de ellos, que llegó a ser príncipe del Imperio (Cambacères), decía
sus antiguos camaradas de la Montaña: "En público, tendréis que tratarme de
Excelencia, pero, cuando estemos a solas, llamadme simplemente Monseñor".
Esto es sin duda risible, y los enemigos de la Revolución pudieron
alegrarse de ver terminar la tragedia en una farsa. Pero lo que es menos cómico
es que, antes de su retractación en las antecámaras del nuevo César, el espíritu
revolucionario pudo invadir toda Europa y esparció por doquiera el germen del
mal del cual aún hoy sufrimos: la creencia en que se puede tratar a las
sociedades políticas como creaciones de la razón pura, escapando a las leyes
divinas que rigen la vida del mundo y de la humanidad.
Tal es, en suma, el origen de la Revolución. Antes de ser un hecho, ella
triunfó en los espíritus y en los corazones, gracias a la abdicación o a la
derrota de todas las fuerzas que habrían podido resistirle. Fué la explosión de
una enfermedad intelectual y moral que minaba desde hacía tiempo a una nación y
que se había trasmitido de las clases superiores a los medios burgueses, donde
se transformó en una catástrofe política. ¿Habría podido evitarse tal
catástrofe?
Respondo categóricamente que sí, y que se habría evitado si la Iglesia
Católica hubiera actuado. Pero ella no pudo hacerlo en Francia. Excluida desde
el siglo XIV, gradualmente, de los consejeros políticos, considerada por los
reyes como extranjera y aún como rival, reprimida hasta el punto de sacrificar
los jesuitas a los manejos de la francmasonería, discutida hasta el punto de no
poder enseñar la doctrina de la infabilidad del Soberano Pontífice, la Iglesia
francesa no era sino un rodaje puesto en movimiento por despotismo del Estado.
La Iglesia galicana se dejó imponer por el poder laico la doctrina de los cuatro
artículos, audaz intervención del Estado en un problema de doctrina: la Iglesia
francesa debía recibir de manos del rey dogmas que eran rechazados por el Papa.
No le servía de nada constituir un orden y gozar de privilegios: al contrario,
esta situación, favorable en apariencia, era una fuente de menosprecio y de
impopularidad. Vinculada al poder, pasaba a ser solidaria con él, y la opinión
la hacía responsable de todas las faltas de un régimen del cual formaba parte.
No tenía contacto con el espíritu público, no disponía de una palanca para
movilizar las inteligencias y el mundo de las ideas escapaba a su influencia.
¿No es lastimoso ver que todos los dignatarios eran elegidos en la clase
nobiliaria, en una época en que la nobleza era el blanco de todas las
antipatías? Habían figurado, bajo Luis XIV, algunos burgueses en el alto clero,
que no hacían un papel demasiado malo en las sedes episcopales: uno de ellos se
llamaba Bossuet. Pero en el momento en que estalló la Revolución, no se
encontraba, entre los ciento treinta obispos del Reino de Francia, un solo
plebeyo. El conjunto, el episcopado era respetable en su vida privada y no
carecía de cualidades; pero había un abismo entre él y la nación, fuente de
todos los mal entendidos. Este alto clero noble, cortesano, ausentista, mundano,
casi laicizado, no estaba a la altura de los acontecimientos: no tenía ni el
prestigio de la ciencia, ni el brillo de las grandes virtudes, ni el de la
verdadera popularidad; no estaba hecho para guiar a la Iglesia a través de las
tempestades.
Tampoco el bajo clero estaba al nivel de la situación. Ciertamente, daba
ejemplo de virtudes cristianas y, en medio de una sociedad gangrenada, era el
único intacto. Tocqueville le ha rendido un magnífico homenaje: "He comenzado el
estudio de la antigua sociedad lleno de prejuicios contra él y he terminado
lleno de admiración". Los otros testigos hablan en este mismo sentido, y todos
saben el valor con que el clero afrontó los malos días de la Revolución. Pero,
aunque moralmente bien conservado, no tenía noción de su verdadero rol. Sufría
el estado general de depresión, se había resignado a no ser nada, no se
sublevaba ante la humillación de la Iglesia. Como lo ha dicho un buen juez,
carecía de valor intelectual, era más apto para el martirio que para el
apostolado. Peor aún, un gran número de sus miembros ignorando la belleza de la
doctrina social del catolicismo, se dejaron ganar por la de Rousseau, y
aplaudieron, como descubrimientos de los filósofos, las parcelas de verdad
católica aprehendidos por ellos. ¡Hasta tal punto estaba perdida la tradición
social y política en las filas del clero! No hay nada más doloroso que estos
guardianes del tesoro que admiten moneda falsa.
Lo más doloroso en este siglo no fueron los ensordecedores clamores de la
multitud, no fué ni el error ni el crimen, sino el no oír la voz de la Iglesia
Católica proclamando la verdad social. Todas las mentiras toman la palabra, sólo
la Iglesia de Dios está muda. Su voz es la única que no se levanta en el
concierto de voces discordantes que hacen tan extraño y ardiente el tono
intelectual del siglo XVIII, sin formular, por medio de alguna voz que hubiera
estado dotada de autoridad o de elocuencia, los luminosos y firmes conceptos
católicos sobre la naturaleza de la sociedad, la misión del Estado y los poderes
públicos. Estas grandes nociones fueron las únicas que nadie defendió, en tanto
que no hubo un solo sofisma que no tuviera por patrón a algún hombre de genio o
de talento.
Sin embargo, algo grande habría ocurrido si, durante la época del apoyo
monárquico, se hubieran levantado obispos, sacerdotes y, tras ellos, fieles, que
hubieran proclamado los eternos principios sociales del cristianismo y que,
mirando más allá del Renacimiento, hacia los grandes doctores de la Edad Media,
hubieran enseñado al mundo sorprendido que había una política cristiana que no
se confundía con la del absolutismo regio, que comprendía a la vez verdades
eternas y aplicaciones temporales, "nova et vetera".
Si, como lo hizo Fenelón en su "Plan de Gobierno" para el duque de
Borgoña, los católicos hubieran protestado contra la esclavitud de la Iglesia,
reclamando para ella "la libertad, como la hay en Turquía", predicando la
supresión del lujo desenfrenado de la corte, maldiciendo todos los abusos y
buscando los modos de remediar los males de la sociedad..., entonces ¿qué no
habría ocurrido? ¿No es posible creer que habrían sido escuchados y tal vez
tenemos el derecho a pensar que habrían salvado la monarquía? Y, del mismo modo,
¿no habrían cambiado los destinos del mundo si, en el momento en que se
plantearon los problemas de la reorganización social, se hubiera encontrado un
episcopado que recordara el Evangelio y la doctrina católica como bases de esa
reorganización, en vez del "Espíritu de las Leves" y del "Contrato Social"? Si
la Iglesia hubiese hablado con el acento de autoridad que le pertenece en todo
lo que afecta a la felicidad humana, ¡con qué luces habrían iluminado sus
doctores las tinieblas de la controversia sobre la misión del Estado y la
sociedad! ¡Qué recursos habría puesto al servicio de todos los espíritu
generosos y sinceros que, en los comienzos de la Revolución, soñaban con una
Francia libre y rejuvenecida, bajo la égida de la religión y la autoridad del
rey! La nación habría tenido un Credo político que oponer a los innovadores, y
no habría tenido razón de ser el divorcio planteado por los sofistas entre la
religión y la libertad. La atracción universal de los hombres de entonces hacia
las mentiras de la Revolución no fué posible sino por el silencio de una Iglesia
amordazada e impotente; habría sido conjurada por una Iglesia que tuviera
conciencia de sí misma y que disfrutara de la plenitud de su libertad.
Desde entonces, la Iglesia Católica se ha rehecho, si es que puede
emplearse tal expresión. Se pudo creer que dormía cuando se desencadenó la
Revolución, pero hay que reconocer que era el sueño de Jesús en la barca
sacudida por la tempestad. Su despertar, tardío para nuestra ansiedad, ha sido
fecundo. Un inmenso movimiento de concentración intelectual y social se opera
bajo nuestra vista en las filas de la Iglesia: son los preliminares del gran
combate, el más gigantesco que haya librado hasta contra el poder de las
tinieblas.
No nos engañemos por las apariencias contrarias. Ciertamente, nuestra
atmósfera está tan cargada como en la víspera de la Revolución. Me atrevo a
decir que ésta no fué precedida de síntomas tan temibles como los que, bajo
nuestra mirada, parecen anunciar una nueva catástrofe. Hoy nadie respondería con
sonrisas de incredulidad al nuevo Cazotte que quisiera trazar, como a fines del
siglo XVIII, el cuadro más sombrío y desesperado del porvenir.
Y sin embargo, se equivocaría. Porque la situación del mundo cristiano se
ha modificado profundamente desde hace un siglo. Entonces el espíritu
revolucionario era joven y desbordaba vitalidad, venía con las manos llenas de
promesas de una infinita felicidad, era el señor de la tierra, era aclamado por
toda la humanidad, las fuerzas de la conservación social le habían entregado
todas sus armas. Hoy está viejo y decaído, la mentira de sus promesas es un
hecho tan evidente como la luz del día, está condenado ante todos los que
piensan, no es sino una superstición para el uso de las inteligencias medianas.
En esa época la Iglesia Católica, mutilada y encadenada, era como una cautiva a
quien la catástrofe encontró tendida al pie del trono y que esperaba su turno
para subir al cadalso. Hoy día, liberada y dueña de sí, se alza como un gigante
frente a la Revolución, no sólo para defender contra ella los dominios que le
quedan, sino para recuperar lo que le ha sido arrebatado. Ha comenzado por
quebrantar las proposiciones del filosofismo; ha rehecho la Orden de los
jesuitas, cuya disolución le fué impuesta; ha proclamado la infalibilidad de su
Jefe; ha condenado en dos ocasiones, en 1832 y en 1864, los falsos dogmas de
1789. Reconstruyendo sobre las ruinas de la ciudad de la mentira, ha proclamado,
en encíclicas inmortales, la constitución cristiana de los Estados y la gran
carta de libertad del trabajo.
¿Quién niega hoy día que, como en plena Edad Media, la Iglesia Católica
sea la más alta autoridad del mundo? Ella habla a nombre de todo el género
humano, con un acento dulce y fuerte que sólo ella puede usar; y ella es la
única que puede hablar, pues en el universal derrumbe de tronos, escuelas,
doctrinas, es la única fuerza moral que se tiene en píe: su asombrosa
superioridad se revela por la profundidad de la caída de todo lo demás. Cada vez
que levanta la voz, le responden mil ecos desde todos los puntos del universo.
Hoy día hay un pensamiento católico, que mide todas las ideas con la vara de la
verdad cristiana, las condena si ellas la combaten, las acoge si no le son
hostiles. Fuerte y respetado, consciente de sí mismo, circula de un extremo al
otro de la tierra; ya que no hay un sofisma victorioso al cual no oponga su
intrépida contradicción. En la sociología, en la ciencia, en el arte, en todas
las manifestaciones de la vida intelectual y moral de los pueblos, el
pensamiento católico se afirma con una fuerza y una energía crecientes. No se la
refuta porque es irrefutable; se la combate sólo por la conspiración del
silencio.
Y esto no es todo. Descendiendo del terreno de la doctrina al de la
acción, el espíritu católico comienza a recuperar la vida pública. Los
batallones católicos se reorganizan, levantándose por doquiera un ejército
laico: es el pueblo que viene a prestar ayuda a su clero, es la landwehr de la
Iglesia que reclama su parte en la justa guerra. ¡Qué alegría para el corazón y
el espíritu, el ver, bajo el soplo de los huracanes, a los reclutas que se
reúnen, agrupándose alrededor de los estandartes! Largo y lento trabajo que, sin
duda, no está acabado, ni mucho menos, pero que ya nada podrá eliminar. Tiene ya
buenos comienzos en Bélgica, Holanda, Alemania católica, Italia septentrional;
en otras naciones, la persecución será el espolón de los retardatarios.
Sería ciego el que se engañara y viera en el furor y el encarnizamiento de
los perseguidores otra cosa que el supremo esfuerzo de la iniquidad a punto de
ser vencida.
Lo que asegura el triunfo de la causa católica, desde el punto de vista
meramente humano, es que hoy, como en todas las épocas de crisis de
conocimiento, hay entre ella y el porvenir una maravillosa correspondencia.
Desligando su causa de la de una clase que quería hacerla solidaria con ella, la
Iglesia le responde como a los judíos, a los romanos, a los feudales, como a
todo pasado: deja que los muertos entierren a sus muertos y concluye un pacto
con las fuerzas vitales del siglo XX. Da un programa a las masas populares que
se levantan y buscan su vía. Este programa contenido en la Encíclica "Rerum
Novarum", no es el de la Revolución, como dicen sus calumniadores, sino el del
Evangelio, el de Santo Tomás de Aquino. Es el reino de Dios abierto a todos, en
que nada se da por nacimiento o fortuna, sino al mérito y a la virtud: es la
democracia evangélica construida sobre los pobres y realizando la justicia y la
fraternidad en una aplicación siempre más amplia del mandamiento nuevo.
Al sangriento y siniestro ideal representado por la bandera roja coronada
por el gorro de los forzados, opone su incomparable ideal del amor de Dios y de
los hombres, coronado por el signo de la cruz. No cabe dudar de que triunfe al
fin, cualesquiera que sean las apariencias contrarias. El alma humana es
naturalmente cristiana, todo lo que hay en ella de elevado y de grande está
orientado por el Evangelio. Y la sociedad humana, con un instinto seguro,
gravita en la dirección de Jesucristo cada vez que obedece a las leyes naturales
de la conservación. Hay que dejar hacer al espíritu del mal: él mismo se
encargará de precipitar los acontecimientos, apresurando la llegada del día en
que la humanidad tendrá que elegir entre la civilización católica y la anarquía
revolucionaria; y la elección será muy rápida.
Saludemos con esperanza y respeto el trabajo de fermentación que se
realiza en este momento en el seno de la sociedad religiosa. Germina una
primavera del catolicismo. Los siglos han desarrollado ante nosotros un
espectáculo de este género. Acabamos de contemplar el pasado y esto nos ayuda a
apreciar lo que pasa bajo nuestra mirada, y nos trae una prueba de la vitalidad
indefectible de la Iglesia. Los que se espantan ante este espectáculo no
comprenden nada de las enseñanzas de la historia, ya que deberían reanimarse
frente a él. Y sólo podrán afligirse los que prefieren los intereses de una
clase a la causa del género humano.
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