domingo, 11 de septiembre de 2016

Contenido

Contenido



El reino de Judá



Cuando Roboam regresó a Jerusalén, huyendo de las tribus rebeldes,
se encontró a la cabeza de un reino muy amputado, que iba a seguir su
propio camino, ya como aliado o ya como enemigo de su vecino del norte,
Israel. A diferencia de este último, no cambió nunca su capital,
conservando la ciudad que David le había dado. Ese reino aparecerá en el
texto con los nombres de Reino de Judá o Judá, y a veces Jerusalén,
designando en esos casos la capital a todo el reino.



Judá, el reino de la promesa



Igual que cualquier linaje real, el de David tendrá sus grandes
soberanos y sus monarcas lastimosos, vivirá horas de gloria y momentos
de miseria y humillación, pero a diferencia de cualquier otro llevará
consigo una promesa divina que perdurará a través de los siglos y que
hallará su coronación en el reinado universal de Jesús. Por medio del
profeta Natán, Dios se había comprometido con la familia de David, y
Dios es fiel a sus promesas: la estabilidad dinástica fue la primera
señal de ello. Una prueba fehaciente de esa fidelidad tuvo lugar con
motivo del golpe de estado contra la reina Atalía (841-835).


Hija de Ajab, rey de Israel, de origen fenicio por su madre Jezabel,
Atalía pensó que había masacrado a todos los descendientes del rey, pero
el más joven se salvó (2Re 11,1). Cuando el principito tuvo siete años,
el sumo sacerdote organizó un complot. El niño fue coronado y la abuela
ejecutada: la dinastía de David recuperaba sus derechos.







Judá en los arcanos de la política internacional



La
promesa de Dios no impidió que Jerusalén conociera todos los vaivenes
de la historia. De regreso en Jerusalén, luego del cisma de Siquem,
Roboam preparó una expedición contra las tribus del norte con el fin de
ponerlas de nuevo bajo su autoridad, pero el profeta Semaya lo hizo
entrar en razón: el rey renunció a su proyecto. Poco después los
egipcios, encabezados por el faraón Sesonq I (950-929) emprendieron una
campaña contra Judá durante la cual el Templo y el palacio real fueron
despojados de sus riquezas; así quedó al descubierto la fragilidad del
reino. Cuando, dos siglos más tarde, los reyes de Samaria y de Damasco
quisieron comprometer a Jerusalén en una coalición contra Asiria (734),
Ajaz, que reinaba entonces en Judá, siguiendo los sabios consejos del
profeta Isaías, se negó; suerte para él, se libró del problema pagando
un fuerte tributo, pero los aliados perdieron sus reinos.





Ezequías



Pero
le llegó su hora a Asiria: mientras por un lado las amenazas exteriores
cada vez más numerosas mantenían en jaque a los ejércitos de Nínive,
por otro, las crisis de palacio hacían tambalear el poder con cada
cambio de rey. Los reinos sometidos y reducidos a provincias del imperio
asirio se aprovecharon de esa coyuntura para sacudir el yugo de la
opresión: los más activos en la rebelión fueron evidentemente Egipto y
Babilonia. Ezequías creyó oportuno aliarse a los rebeldes, contando
sobre todo con el apoyo del faraón; pero le fue mal. Senaquerib, rey
de Asur, invadió Judá, sitió todas las ciudades fortificadas y se
apoderó de todas ellas… Ezequías, pues, le entregó todo el dinero que se
hallaban en la Casa de Yavé y en los tesoros de la casa real
(2Re 18,13).


Senaquerib (705-681) volvió de nuevo con la intención, al parecer, de
acabar con Jerusalén; el rey, aconsejado por el profeta Isaías, se negó
a rendirse y, Dios, respondiendo a su plegaria, intervino
milagrosamente. Teniendo que acudir a sofocar la rebelión de Egipto,
Senaquerib levantó precipitadamente el sitio de la Ciudad Santa. Pero ya
no iba a volver más al reino de Judá; diez años más tarde, sus dos
hijos lo degollaron en Nínive en el templo de su dios Nisrok.







Los profetas



La historia del reino de Judá no habría tenido una tal significación
si los cuatro siglos de su historia, desde el rey David hacia el año
1000 hasta el Exilio el año 587, no hubiesen sido el tiempo de los
profetas, o al menos, de los más grandes de ellos. Y fueron los libros
proféticos de la Biblia los que nos guardaron lo más significativo de
esa historia. Aun cuando su testimonio y sus llamados no lograron
detener la lenta pero inevitable decadencia del pequeño reino de
Jerusalén, hicieron de la alianza sellada en el Sinaí y de las promesas
de Dios una fuerza espiritual definitivamente enraizada en el pueblo de
Israel. Sin ellos no podrían comprenderse los continuos regresos de
Israel a la Alianza que Dios le había a la vez ofrecido e impuesto.


Las primeras manifestaciones de esa llama que permaneció viva en
los peores momentos fueron la gran Pascua de Ezequías y la reforma de
Josías. Luego, será la hazaña extraordinaria de la vuelta del Exilio.
Por último será el apostolado entre los paganos, que preparó la
evangelización del mundo. Pero aquí nada mejor que leer los libros
sagrados.







La gran Pascua



Era
el tiempo, antes o después del año 700, en que el profeta Isaías
pronunciaba sus oráculos y no vacilaba en intervenir directamente en la
política real. Aun cuando pueda parecer que los profetas hablaban a
menudo sin ser escuchados, éstos y sus cofradías ejercían una poderosa
influencia. El segundo libro de las Crónicas atribuye al rey Ezequías
una obra de reforma muy importante en el plano religioso. Y la
manifestación más importante de esa renovación fue la gran Pascua que
celebró en Jerusalén hacia el año 700. El pueblo de Judá, a sabiendas de
los desastres que habían llevado a la ruina al reino de Samaria,
comprendió que era necesario volver a sus orígenes. Muchos sacerdotes
del reino del norte se habían refugiado en Jerusalén y tomaron parte en
ese esfuerzo que trataba de regular toda la vida del pueblo conforme a
la ley de Moisés, adaptada a las circunstancias de esa época. Fue
entonces, probablemente, cuando comenzó a ser redactado el Deuteronomio,
cuyo descubrimiento ochenta años después sería el origen de la Reforma
de Josías.


Pero ese despertar religioso no duró más que algunos años. Luego
vino el muy largo reinado de Manasés, quien sólo quiso seguir la
pendiente más fácil. La preponderancia de Asiria se dejó sentir hasta en
los asuntos religiosos y una vez más las religiones importadas
suplantaron el culto de Yavé hasta en su mismo templo. Después de él
vino su hijo Amón, quien siguió sus pasos y acabó siendo asesinado por
los militares. Pero entonces, igual que en los días de Atalía, los
elementos más sanos del “pueblo del país”, es decir, los burgueses de
Jerusalén, pusieron en jaque a los conjurados y sentaron en el trono a
un hijo del difunto, un niño llamado Josías.







La reforma de Josías



Después de la muerte de los reyes perseguidores, los fieles
despertaron lentamente. A lo mejor habían olvidado o escondido los
libros sagrados. Un acontecimiento fortuito contribuyó a estimular este
despertar aún tímido: fue el descubrimiento en un rincón del Templo del
Libro de la Ley, que era, en realidad, la primera edición del
Deuteronomio. En el libro de los Reyes se lee el relato de este
acontecimiento que iba a ser decisivo. Era el año 622.


Aprovechándose de la decadencia del imperio asirio, Josías
emprende la reconquista del territorio de Israel que había pasado a ser
una provincia asiria hacía ya cien años. Allí destruyó los santuarios
provinciales más o menos sospechosos de sincretismo y derribó los
ídolos. Josías reforzó la preponderancia del clero de Jerusalén. Antes,
todos los levitas participaban del sacerdocio, pero en adelante
solamente los levitas de Jerusalén serían considerados como
descendientes de Aarón y sacerdotes como él. Los otros, que fueron
reinsertados después de la eliminación de los santuarios de provincias,
serían simplemente levitas, al servicio del Templo.







La muerte del justo y la vuelta de los reyes impíos



Josías,
el santo rey de la reforma, murió víctima de un error político. Desde
hacía mucho tiempo Israel hacía de tapón entre Egipto y Asiria. Cuando
Babilonia comenzó a amenazar seriamente el poderío asirio, el Faraón,
preocupado por el dinamismo de esa nueva “gran potencia” quiso ir en
auxilio de la Asiria debilitada, olvidándose de su hostilidad de ayer.
Josías no quiso que realizara su plan porque sólo aguardaba la ruina
definitiva de Asiria para llevar a cabo su proyecto de reunificar el
antiguo reino de David. No veía con buenos ojos una intervención de
Egipto como árbitro de los conflictos del Cercano Oriente. El encuentro
entre Necao II y Josías tuvo lugar en Meguido, donde Josías fue herido
de muerte (2Re 23,29). Corría el año 609.


¿Cómo había Dios podido permitir que muriera Josías, el santo rey
que había llevado a cabo tales reformas? Ese escándalo marcó
profundamente la reflexión judía posterior y también el anuncio del
Evangelio.


Muerto Josías, el reino no tuvo más orientación. Su hijo Joacaz
sólo subió al trono para ser encadenado por el faraón quien lo reemplazó
por uno de sus hermanos, Joaquim.







La ruina del reino de Judá



Debido a su demora en Judea, el auxilio del Faraón le llegó al asirio
demasiado tarde. Asur Ubalit, el último soberano de Asiria, se había
replegado no lejos de Carquemís para juntar los restos de su reino;
cuando, un día del año 605, el faraón se presentó ante la ciudad, fue
barrido por los hombres del joven Nabucodonosor, que acababa de
reemplazar a su padre Nabopolasar en el trono de Babilonia. A pesar de
esa humillante derrota, ni los príncipes de Egipto ni los reyezuelos que
acababan de pasar del yugo de Nínive al de Babilonia aceptaban que el
prestigioso país del Nilo hubiese perdido su gloria pasada. En Jerusalén
el partido pro-egipcio se impone en la familia real y entre los jefes
del ejército, y los más prudentes, como Jeremías, son sospechosos de
complicidad con los caldeos.


El inevitable drama se consumó diez años después. Cuando el
faraón Samético II subió al trono (593) se atrajo a los pequeños estados
que soportaban mal el yugo de Babilonia: Judá, sometido ya a un pesado
tributo, formó parte de los conjurados.







Dispersos entre las naciones



Ante la inminencia del peligro caldeo, muchos optaron por abandonar el
país e irse a Egipto, reforzando así un movimiento de diáspora que había
comenzado con la invasión del reino del norte por los asirios a fines
del siglo octavo. Estos sucumbieron rápidamente a la tentación de
asimilación y de sincretismo; un buen ejemplo de ello fue la comunidad
de Elefantina en el Alto Egipto. Según los manuscritos encontrados en la
isla, se trataba de una colonia militar puesta allí por los faraones
para defender la frontera sur del imperio. Desechando las prescripciones
del Deuteronomio que hacían del Templo de Jerusalén el único lugar de
culto de Israel, esos judíos refugiados en Egipto edificaron un templo
donde veneraban además de Yavé a otras divinidades como Eschem-Betel,
Herem-Betel, o Anat-Betel. Pero eso nos les impidió seguir celebrando
las grandes fiestas tradicionales de Israel. Desarraigados de su pueblo,
desprovistos de un verdadero apoyo para su fe, esos colonos fueron
absorbidos por el paganismo que los rodeaba y sus huellas desaparecen en
los primeros años del cuarto siglo a.C.



No hay comentarios:

Publicar un comentario