Pero
le llegó su hora a Asiria: mientras por un lado las amenazas exteriores
cada vez más numerosas mantenían en jaque a los ejércitos de Nínive,
por otro, las crisis de palacio hacían tambalear el poder con cada
cambio de rey. Los reinos sometidos y reducidos a provincias del imperio
asirio se aprovecharon de esa coyuntura para sacudir el yugo de la
opresión: los más activos en la rebelión fueron evidentemente Egipto y
Babilonia. Ezequías creyó oportuno aliarse a los rebeldes, contando
sobre todo con el apoyo del faraón; pero le fue mal. Senaquerib, rey
de Asur, invadió Judá, sitió todas las ciudades fortificadas y se
apoderó de todas ellas… Ezequías, pues, le entregó todo el dinero que se
hallaban en la Casa de Yavé y en los tesoros de la casa real (2Re 18,13).
Senaquerib (705-681) volvió de nuevo con la intención, al parecer, de
acabar con Jerusalén; el rey, aconsejado por el profeta Isaías, se negó
a rendirse y, Dios, respondiendo a su plegaria, intervino
milagrosamente. Teniendo que acudir a sofocar la rebelión de Egipto,
Senaquerib levantó precipitadamente el sitio de la Ciudad Santa. Pero ya
no iba a volver más al reino de Judá; diez años más tarde, sus dos
hijos lo degollaron en Nínive en el templo de su dios Nisrok.
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