Reportaje
El último baile de la nobleza rusa
En febrero de 1903, el zar Nicolás II celebró una fiesta que marcó el principio del declive de los aristócratas rusos
Guardar
De la inmensa fortuna de la dinastía Sheremétev, la más rica y
poderosa casa nobiliaria de la época zarista, solo ha quedado un
cuchillo para untar paté en manos de sus descendientes. Este pequeño
objeto de plata apareció, por obra y gracia de un sucesor directo, ante
el historiador Douglas Smith
en el transcurso de una visita que le hizo a su residencia de
Connecticut. Era el postrimero vestigio de un mundo irrepetible que la
revolución de 1917 se afanó en borrar. Y aunque se extendió un pesado
manto de silencio sobre todo cuanto tuviera que ver con la aristocracia a
lo largo de las más de siete décadas de régimen soviético, hoy la idea
que Occidente se hace de Rusia continúa asociada parcialmente al modo de
vida de una clase que no escatimó en gastos ni esfuerzos para
equipararse en fasto y pompa a cortes como la de Versalles o Potsdam.
Sin duda, el despilfarro fue uno de sus sellos inequívocos. Los
Sheremétev poseían tres grandes palacios que cada año se decoraban de
nuevo para seguir los dictados de la moda europea, con un servicio
doméstico integrado por un ejército de más de un millar de efectivos; un
ingente vestuario confeccionado con telas de importación cosidas con
hilo de oro; una colección de arte de valor incalculable que incluía
obras de Van Dyck, Rembrandt o Rafael (hoy expuesta en las paredes del
museo Ermitage); un gabinete de curiosidades, su propia compañía de
ópera, centenares de miles de “almas” (siervos) y hectáreas de tierra.
Aleksandr Sheremétev jamás viajaba sin un nutrido séquito de sirvientes y
criados domésticos, músicos y coristas, e incluso con vacas de sus
aldeas que garantizaban el abastecimiento diario de leche fresca.
Las
distintas familias nobiliarias rusas, además de compartir una historia
de ostentación, también aportaron obras de algunos de sus miembros que
han perdurado en el tiempo. La prosa de Tolstói, la poesía de Pushkin y
la música de Rimski-Kórsakov o Rajmáninov son buenos ejemplos de ello.
La imagen de ese objeto de plata –un cuchillo de paté– en una ciudad
norteamericana a 16 horas de vuelo de San Petersburgo simboliza la caída
en desgracia, con la llegada de la revolución, de toda una clase social
a la que los bolcheviques estigmatizaron con el sobrenombre de “los de
antes” (byvshie liudi). Esta etiqueta, además de referirse al
centenar de familias de mayor abolengo, englobaba a un grupo heterogéneo
compuesto por nobles de distinto rango, altos funcionarios, mandos del
ejército, terratenientes e incluso sacerdotes. En total, su número
ascendía a una cifra en torno a los dos millones de individuos, que era
mayor a la del proletariado por el cual Lenin llamó a hacer la
revolución. Erradicarlos, rezaba la consigna, era la condición necesaria
para la puesta a cero del contador de la historia. La persecución
política de los nobles, a quienes se les arrebataba sus propiedades,
recluía y ejecutaba, deja al descubierto una mentalidad inmisericorde y
maniquea que sentenció a un colectivo entero a una represión feroz.
El investigador estadounidense Douglas Smith siguió la pista de ese
solitario cuchillo para untar de los Sheremétev y siete años después vio
la luz El ocaso de la aristocracia rusa (Tusquets), ahora
publicado en español. Mediante la consulta de archivos estatales, de
correspondencia y diarios personales, así como las entrevistas que hizo a
varios descendientes desperdigados por el mundo (Marruecos, Inglaterra,
Francia…), el ensayo arroja luz al ajuste de cuentas sin parangón que
se dio en Rusia tras siglos de servidumbre y desigualdad social
sistémica, lo que se tradujo en asesinatos, expropiaciones, trabajos
forzados, pérdida de derechos civiles, hambruna y exilio de una clase
social por el mero hecho de pertenecer a ella. Como se decía en la Cheka
–la primera organización de inteligencia política y militar soviética–,
no había que buscar en los archivos “pruebas incriminatorias para saber
si el acusado se alzó en armas o de palabra contra los soviéticos:
preguntad más bien a qué clase pertenece, cuál es su origen, su
educación o profesión. Esas son las cuestiones que determinarán la
suerte del acusado”. Este tipo de violencia ejercida contra un grupo
social, sostiene Smith, “es sintomática del tipo de violencia que fue
tan trágicamente común en el siglo pasado”.
Cada fin de época busca la ocasión para brillar una última vez en
todo su esplendor antes de que caiga el telón. Para Nicolás II, la
postrera concesión a la nostalgia asumió la forma de un baile de
disfraces en las opulentas salas del Palacio de Invierno de San
Petersburgo durante dos noches de febrero de 1903. Fascinado por los
primeros Románov que ocuparon el trono, el zar decidió que la fiesta
constituyera un viaje en el tiempo al siglo XVII, concretamente al
reinado de Alejo I. En consonancia con el gusto por lo excesivo de sus
antecesores, la cita se convirtió en uno de los momentos más
deslumbrantes de la historia social del antiguo régimen ruso y,
asimismo, su canto del cisne: rosas traídas de Crimea, caviar y champán a
raudales, trajes de época elaborados para la ocasión con lujosa
pedrería y brocados, joyas y ropajes del Kremlin, así como las
actuaciones del bajo Fiódor Chaliapin y de la aclamada bailarina Anna
Pávlova. La aristocracia y los cuerpos diplomáticos extranjeros bailaron
hasta altas horas de la madrugada. El gran duque Alejandro Románov
escribió: “El destello deslumbrante de una Rusia nueva y hostil se
colaba por los grandes ventanales del palacio. Este imponente desfile
del siglo XVII debió de causar una extraña impresión a los embajadores:
mientras bailábamos, los obreros estaban en huelga y en el Extremo
Oriente las nubes se abatían cada vez más cerca de nosotros”. Eran
premoniciones de la guerra contra Japón o de la revolución de 1905, así
como del inicio de una época que, hasta la muerte de Stalin, marcaría
uno de los periodos más cruentos del siglo pasado. Como el
presentimiento del barón Nikolái Wrángel, padre de uno de los líderes
del Ejército Blanco, quien sostuvo en París que en el futuro se
asistiría a acontecimientos nunca vividos “desde la época de las
invasiones bárbaras”. Sobre los últimos días de los Románov y el
regicidio en el sótano de la casa Ipátiev de Ekaterimburgo se han
volcado mares de tinta que propiciaron el desconocimiento de la suerte
que corrió el resto de asistentes a aquel baile de disfraces y, por
extensión, toda una clase social. “Para muchos, el último zar es
sinónimo de Rusia y de su destino, porque la tragedia de este país tuvo
unas dimensiones tan colosales que era preciso concretar en casos
particulares, y durante un siglo eso se ha hecho limitando el campo de
estudio al final de Nicolás II y su familia”, comenta Smith desde
Seattle. “En Occidente”, añade, “no somos del todo conscientes del medio
siglo sangriento que vivió Rusia, entre revoluciones, guerras civil y
mundiales, hambrunas y el terror de Lenin y Stalin”.
Las manifiestas contradicciones de la Rusia de principios del siglo
pasado carcomían su estabilidad. Pujante potencia vigilada con recelo
por el resto de naciones europeas, enorme imperio multiétnico de mayoría
campesina sin un tejido industrial consolidado, albergaba
extraordinarios avances en el arte, la ciencia y la técnica que se
combinaban con una estructura sociopolítica atascada en el pasado. “Lo
viejo y lo nuevo, el toque liberal y el patriarcal, la pobreza mortífera
y la riqueza inevitable se veían irremediablemente entrelazados en
aquella extraña primera década de nuestro siglo”, escribió Vladímir
Nabokov en Habla, memoria. La clase alta, en la cúspide de la
pirámide, vivía del trabajo de millones de siervos, de inversiones y
rentas. La recuperación de sus historias personales, emprendida por
Smith con especial atención a las distintas ramas de los Sheremétev de
San Petersburgo y los Golítsin de Moscú, no tiene como fin poner en
valor o enaltecer un dolor –el de los privilegiados– por encima del
resto de la población que arrastraba siglos de esclavitud y represión a
sus espaldas, sino que expone las tácticas y argucias puestas en
práctica y que luego se aplicaron a toda suerte de “enemigos de clase”,
esa categoría pantagruélica que acabó por devorar insaciablemente a
individuos de toda clase y condición. Llama la atención que fueran
precisamente algunos sectores de las clases altas los que alzaron la
voz, en distintas épocas, exigiendo reformas democráticas al zar, y que
se los aniquilara a todos por igual. “Los antecesores de Trotski fueron
los nobles intelectuales de los siglos XVIII y XIX, pero si esos nobles
reformistas, como los decembristas, hubieran conseguido cambiar el
sistema, hombres como Lenin y Stalin no habrían aparecido en la arena de
la historia”, señala Smith. Al igual que Lenin, hijo de un alto
funcionario zarista, el “padre del socialismo” Aleksandr Herzen también
fue de origen noble y, asimismo, los filósofos anarquistas Mijaíl
Bakunin y Piotr Kropotkin. “Es fácilmente comprensible la sed de
justicia del grueso de la población rusa, pero gente como Lenin sacó
provecho de ello para alcanzar sus propios objetivos, alentó el odio de
clase como una herramienta más en la lucha por el poder”, sostiene el
autor.
Una tesis que se desmonta en este libro es que la nobleza rusa fue
borrada de un plumazo con la llegada de la revolución, y que los pocos
supervivientes abandonaron el país cuando la victoria del Ejército Rojo
era ya inminente, en gran parte desde Crimea, rumbo a Constantinopla:
solo en unos pocos días de noviembre de 1920 partieron 145.000
exiliados. Un número considerable, pero no todos se decidieron a hacer
las maletas. Para unos era una traición; otros, en cambio, no concebían
la idea de dejar su país y no poder regresar; la mayoría de ellos no
tenían los medios para hacerlo. Los variopintos destinos de los miembros
de las familias Sheremétev y Golítsin dan muestra de lo azarosa que es
la vida: bien murieron en las primeras orgías de violencia, bien fueron
reclutados por el ejército ante la falta de mandos militares en la
guerra contra los alemanes, bien participaron como ingenieros en los
megaproyectos estalinistas. Algunos, en cambio, sirvieron como tutores
de los hijos de la nomenklatura, otros se encargaron de
custodiar museos y colecciones artísticas, otros perecieron en el Gulag.
Y, cómo no, sirvieron de chivo expiatorio siempre que se necesitara
hallar un culpable ante cualquier contratiempo.
También fueron perseguidos por motivos tan peregrinos como bailar música americana –el conocido como caso Foxtrot–
o relegados a un exilio interior, esto es, la prohibición de vivir en
las seis ciudades principales de la Unión Soviética. De entre todos los
personajes destaca por su fino análisis de los acontecimientos el
príncipe Vladímir Golítsin, antaño alcalde de Moscú. Poco antes de morir
de una neumonía en 1932, escribió un pequeño texto titulado Pronóstico:
“Este régimen carece de capacidad de creación; sabe destruir, abolir,
desechar, pero es incapaz de crear. Y, por ello, su caída se producirá
por la fuerza de la inercia, no por el golpe de una amenaza exterior ni
por el estallido de alguna tempestad; caerá por sí solo, por su propio
peso”. Eso fue lo que ocurrió en 1991, y los oligarcas se pusieron a
construir sus grandes mansiones y palacios. “Desde el derrumbe de la
Unión Soviética, Rusia ha estado buscando una noción de identidad
nacional, y en esa búsqueda, aún hoy en marcha, tira de los hilos de la
historia, tanto del pasado soviético como del zarista”, comenta Smith.
“Hay una perceptible nostalgia, pero es vaga y confusa. Si en un primer
momento hubo nostalgia del pasado zarista, ahora prevalece una amalgama
de anhelo por el poder y la belleza de la Rusia de los zares (tal y como
se imagina hoy que fue, un siglo más tarde) y una añoranza del orden,
de la estabilidad y del poderío internacional del pasado soviético”.
elpaissemanal@elpais.es
poderosa casa nobiliaria de la época zarista, solo ha quedado un
cuchillo para untar paté en manos de sus descendientes. Este pequeño
objeto de plata apareció, por obra y gracia de un sucesor directo, ante
el historiador Douglas Smith
en el transcurso de una visita que le hizo a su residencia de
Connecticut. Era el postrimero vestigio de un mundo irrepetible que la
revolución de 1917 se afanó en borrar. Y aunque se extendió un pesado
manto de silencio sobre todo cuanto tuviera que ver con la aristocracia a
lo largo de las más de siete décadas de régimen soviético, hoy la idea
que Occidente se hace de Rusia continúa asociada parcialmente al modo de
vida de una clase que no escatimó en gastos ni esfuerzos para
equipararse en fasto y pompa a cortes como la de Versalles o Potsdam.
Sin duda, el despilfarro fue uno de sus sellos inequívocos. Los
Sheremétev poseían tres grandes palacios que cada año se decoraban de
nuevo para seguir los dictados de la moda europea, con un servicio
doméstico integrado por un ejército de más de un millar de efectivos; un
ingente vestuario confeccionado con telas de importación cosidas con
hilo de oro; una colección de arte de valor incalculable que incluía
obras de Van Dyck, Rembrandt o Rafael (hoy expuesta en las paredes del
museo Ermitage); un gabinete de curiosidades, su propia compañía de
ópera, centenares de miles de “almas” (siervos) y hectáreas de tierra.
Aleksandr Sheremétev jamás viajaba sin un nutrido séquito de sirvientes y
criados domésticos, músicos y coristas, e incluso con vacas de sus
aldeas que garantizaban el abastecimiento diario de leche fresca.
Las
distintas familias nobiliarias rusas, además de compartir una historia
de ostentación, también aportaron obras de algunos de sus miembros que
han perdurado en el tiempo. La prosa de Tolstói, la poesía de Pushkin y
la música de Rimski-Kórsakov o Rajmáninov son buenos ejemplos de ello.
Erradicar a los aristócratas, rezaba la consigna, era la condición necesaria para la puesta a cero del contador de la historia
La imagen de ese objeto de plata –un cuchillo de paté– en una ciudad
norteamericana a 16 horas de vuelo de San Petersburgo simboliza la caída
en desgracia, con la llegada de la revolución, de toda una clase social
a la que los bolcheviques estigmatizaron con el sobrenombre de “los de
antes” (byvshie liudi). Esta etiqueta, además de referirse al
centenar de familias de mayor abolengo, englobaba a un grupo heterogéneo
compuesto por nobles de distinto rango, altos funcionarios, mandos del
ejército, terratenientes e incluso sacerdotes. En total, su número
ascendía a una cifra en torno a los dos millones de individuos, que era
mayor a la del proletariado por el cual Lenin llamó a hacer la
revolución. Erradicarlos, rezaba la consigna, era la condición necesaria
para la puesta a cero del contador de la historia. La persecución
política de los nobles, a quienes se les arrebataba sus propiedades,
recluía y ejecutaba, deja al descubierto una mentalidad inmisericorde y
maniquea que sentenció a un colectivo entero a una represión feroz.
El investigador estadounidense Douglas Smith siguió la pista de ese
solitario cuchillo para untar de los Sheremétev y siete años después vio
la luz El ocaso de la aristocracia rusa (Tusquets), ahora
publicado en español. Mediante la consulta de archivos estatales, de
correspondencia y diarios personales, así como las entrevistas que hizo a
varios descendientes desperdigados por el mundo (Marruecos, Inglaterra,
Francia…), el ensayo arroja luz al ajuste de cuentas sin parangón que
se dio en Rusia tras siglos de servidumbre y desigualdad social
sistémica, lo que se tradujo en asesinatos, expropiaciones, trabajos
forzados, pérdida de derechos civiles, hambruna y exilio de una clase
social por el mero hecho de pertenecer a ella. Como se decía en la Cheka
–la primera organización de inteligencia política y militar soviética–,
no había que buscar en los archivos “pruebas incriminatorias para saber
si el acusado se alzó en armas o de palabra contra los soviéticos:
preguntad más bien a qué clase pertenece, cuál es su origen, su
educación o profesión. Esas son las cuestiones que determinarán la
suerte del acusado”. Este tipo de violencia ejercida contra un grupo
social, sostiene Smith, “es sintomática del tipo de violencia que fue
tan trágicamente común en el siglo pasado”.
Cada fin de época busca la ocasión para brillar una última vez en
todo su esplendor antes de que caiga el telón. Para Nicolás II, la
postrera concesión a la nostalgia asumió la forma de un baile de
disfraces en las opulentas salas del Palacio de Invierno de San
Petersburgo durante dos noches de febrero de 1903. Fascinado por los
primeros Románov que ocuparon el trono, el zar decidió que la fiesta
constituyera un viaje en el tiempo al siglo XVII, concretamente al
reinado de Alejo I. En consonancia con el gusto por lo excesivo de sus
antecesores, la cita se convirtió en uno de los momentos más
deslumbrantes de la historia social del antiguo régimen ruso y,
asimismo, su canto del cisne: rosas traídas de Crimea, caviar y champán a
raudales, trajes de época elaborados para la ocasión con lujosa
pedrería y brocados, joyas y ropajes del Kremlin, así como las
actuaciones del bajo Fiódor Chaliapin y de la aclamada bailarina Anna
Pávlova. La aristocracia y los cuerpos diplomáticos extranjeros bailaron
hasta altas horas de la madrugada. El gran duque Alejandro Románov
escribió: “El destello deslumbrante de una Rusia nueva y hostil se
colaba por los grandes ventanales del palacio. Este imponente desfile
del siglo XVII debió de causar una extraña impresión a los embajadores:
mientras bailábamos, los obreros estaban en huelga y en el Extremo
Oriente las nubes se abatían cada vez más cerca de nosotros”. Eran
premoniciones de la guerra contra Japón o de la revolución de 1905, así
como del inicio de una época que, hasta la muerte de Stalin, marcaría
uno de los periodos más cruentos del siglo pasado. Como el
presentimiento del barón Nikolái Wrángel, padre de uno de los líderes
del Ejército Blanco, quien sostuvo en París que en el futuro se
asistiría a acontecimientos nunca vividos “desde la época de las
invasiones bárbaras”. Sobre los últimos días de los Románov y el
regicidio en el sótano de la casa Ipátiev de Ekaterimburgo se han
volcado mares de tinta que propiciaron el desconocimiento de la suerte
que corrió el resto de asistentes a aquel baile de disfraces y, por
extensión, toda una clase social. “Para muchos, el último zar es
sinónimo de Rusia y de su destino, porque la tragedia de este país tuvo
unas dimensiones tan colosales que era preciso concretar en casos
particulares, y durante un siglo eso se ha hecho limitando el campo de
estudio al final de Nicolás II y su familia”, comenta Smith desde
Seattle. “En Occidente”, añade, “no somos del todo conscientes del medio
siglo sangriento que vivió Rusia, entre revoluciones, guerras civil y
mundiales, hambrunas y el terror de Lenin y Stalin”.
Los antecesores de Trotski fueron los nobles intelectuales del XVIII y
el XIX. De haber cambiado el sistema, Lenin y Stalin no habrían
aparecido
Douglas Smith, historiador
Las manifiestas contradicciones de la Rusia de principios del siglo
pasado carcomían su estabilidad. Pujante potencia vigilada con recelo
por el resto de naciones europeas, enorme imperio multiétnico de mayoría
campesina sin un tejido industrial consolidado, albergaba
extraordinarios avances en el arte, la ciencia y la técnica que se
combinaban con una estructura sociopolítica atascada en el pasado. “Lo
viejo y lo nuevo, el toque liberal y el patriarcal, la pobreza mortífera
y la riqueza inevitable se veían irremediablemente entrelazados en
aquella extraña primera década de nuestro siglo”, escribió Vladímir
Nabokov en Habla, memoria. La clase alta, en la cúspide de la
pirámide, vivía del trabajo de millones de siervos, de inversiones y
rentas. La recuperación de sus historias personales, emprendida por
Smith con especial atención a las distintas ramas de los Sheremétev de
San Petersburgo y los Golítsin de Moscú, no tiene como fin poner en
valor o enaltecer un dolor –el de los privilegiados– por encima del
resto de la población que arrastraba siglos de esclavitud y represión a
sus espaldas, sino que expone las tácticas y argucias puestas en
práctica y que luego se aplicaron a toda suerte de “enemigos de clase”,
esa categoría pantagruélica que acabó por devorar insaciablemente a
individuos de toda clase y condición. Llama la atención que fueran
precisamente algunos sectores de las clases altas los que alzaron la
voz, en distintas épocas, exigiendo reformas democráticas al zar, y que
se los aniquilara a todos por igual. “Los antecesores de Trotski fueron
los nobles intelectuales de los siglos XVIII y XIX, pero si esos nobles
reformistas, como los decembristas, hubieran conseguido cambiar el
sistema, hombres como Lenin y Stalin no habrían aparecido en la arena de
la historia”, señala Smith. Al igual que Lenin, hijo de un alto
funcionario zarista, el “padre del socialismo” Aleksandr Herzen también
fue de origen noble y, asimismo, los filósofos anarquistas Mijaíl
Bakunin y Piotr Kropotkin. “Es fácilmente comprensible la sed de
justicia del grueso de la población rusa, pero gente como Lenin sacó
provecho de ello para alcanzar sus propios objetivos, alentó el odio de
clase como una herramienta más en la lucha por el poder”, sostiene el
autor.
Una tesis que se desmonta en este libro es que la nobleza rusa fue
borrada de un plumazo con la llegada de la revolución, y que los pocos
supervivientes abandonaron el país cuando la victoria del Ejército Rojo
era ya inminente, en gran parte desde Crimea, rumbo a Constantinopla:
solo en unos pocos días de noviembre de 1920 partieron 145.000
exiliados. Un número considerable, pero no todos se decidieron a hacer
las maletas. Para unos era una traición; otros, en cambio, no concebían
la idea de dejar su país y no poder regresar; la mayoría de ellos no
tenían los medios para hacerlo. Los variopintos destinos de los miembros
de las familias Sheremétev y Golítsin dan muestra de lo azarosa que es
la vida: bien murieron en las primeras orgías de violencia, bien fueron
reclutados por el ejército ante la falta de mandos militares en la
guerra contra los alemanes, bien participaron como ingenieros en los
megaproyectos estalinistas. Algunos, en cambio, sirvieron como tutores
de los hijos de la nomenklatura, otros se encargaron de
custodiar museos y colecciones artísticas, otros perecieron en el Gulag.
Y, cómo no, sirvieron de chivo expiatorio siempre que se necesitara
hallar un culpable ante cualquier contratiempo.
También fueron perseguidos por motivos tan peregrinos como bailar música americana –el conocido como caso Foxtrot–
o relegados a un exilio interior, esto es, la prohibición de vivir en
las seis ciudades principales de la Unión Soviética. De entre todos los
personajes destaca por su fino análisis de los acontecimientos el
príncipe Vladímir Golítsin, antaño alcalde de Moscú. Poco antes de morir
de una neumonía en 1932, escribió un pequeño texto titulado Pronóstico:
“Este régimen carece de capacidad de creación; sabe destruir, abolir,
desechar, pero es incapaz de crear. Y, por ello, su caída se producirá
por la fuerza de la inercia, no por el golpe de una amenaza exterior ni
por el estallido de alguna tempestad; caerá por sí solo, por su propio
peso”. Eso fue lo que ocurrió en 1991, y los oligarcas se pusieron a
construir sus grandes mansiones y palacios. “Desde el derrumbe de la
Unión Soviética, Rusia ha estado buscando una noción de identidad
nacional, y en esa búsqueda, aún hoy en marcha, tira de los hilos de la
historia, tanto del pasado soviético como del zarista”, comenta Smith.
“Hay una perceptible nostalgia, pero es vaga y confusa. Si en un primer
momento hubo nostalgia del pasado zarista, ahora prevalece una amalgama
de anhelo por el poder y la belleza de la Rusia de los zares (tal y como
se imagina hoy que fue, un siglo más tarde) y una añoranza del orden,
de la estabilidad y del poderío internacional del pasado soviético”.
elpaissemanal@elpais.es
No hay comentarios:
Publicar un comentario