lunes, 8 de agosto de 2016

San David. 29 de Diciembre | Santo Judas Tadeo

San David. 29 de Diciembre | Santo Judas Tadeo





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SAN DAVID
Fecha: 29 de diciembre.

†: c. 940 a.C.

canonización: bíblico.


Rey y Profeta.



Hebreo. Del hebreo “Dawid” significa “Aquel que es amado y querido”. Nombre del profeta bíblico y segundo Rey de Israel, que venció al gigante Goliat con una onda.
Patrón de los poetas.
Conmemoración de san David, rey y profeta, hijo de Jesé betlehemita,
que encontró gracia ante Dios y fue ungido con el santo óleo por el
profeta Samuel para regir el pueblo de Israel. Trasladó a la ciudad de
Jerusalén el arca del Señor, y Dios le juró que su descendencia
permanecería para siempre, porque de él nacería Jesucristo según la
carne.
Así como antes de la Navidad
se suceden las memorias de los profetas, que van jalonando la llegada
del Emmanú-El, una vez llegada la Navidad celebramos personajes bíblicos
que tienen más inmediata relación con el nacimiento, como hoy el rey
David, antepasado, modelo y figura del Cristo. Porque «Cristo» es la
palabra griega equivalente a lo que en el hebreo de la Biblia se llama
«Mesías», es decir, Ungido, marcado por el aceite que consagra, del cual
es el mayor ejemplo el ungido por excelencia, el Rey David. En efecto,
«Jesucristo» no es para el Nuevo testamento, ni fue para las primeras
generaciones de cristianos, lo que lamentablemente ha llegado a ser para
nosotros: un nombre propio; en todo el Nuevo Testamente la expresión
«Jesúscristo» se escribe siempre «Jesús el Cristo», es decir, un nombre
propio + un título, el título mesiánico. Cuando Jesús le pregunta a los
suyos (Mc 8,29): «Y vosotros, ¿quién decís que soy?», Pedro, en nombre
de todos, le responde «Tú eres el Cristo»… y con eso no hace falta que
Pedro aclare qué quiso decir, ya que ha invocado la unción que marca el
designio de Dios sobre ese Jesús, como señaló ante todo a David. Cuando
Jesús quiso indicar a la multitud de creyentes venidos de todas partes
de Judea y Galilea a Jerusalén para la fiesta de Pascua quién era, en
realidad, él, hizo como los antiguos reyes de Israel: dio una vuelta
ante todos montado en burro, antiguo gesto de los orígenes de la
monarquía en Israel para reivindicar el derecho a la sucesión.
Nuevamente la figura de David sirviendo de guía a la pregunta de «quién
es Jesús».
David no fue exactamente el
primer rey de israel, porque entre el período que llamamos «de los
jueces» (entre el 1200 y el 1000), es decir, de los líderes carismáticos
regionales que convocaban a las tribus para la guerra santa, y el
reinado de David, hubo un período de transición que tuvo como centro la
figura del malogrado Saúl: en parte juez, en parte rey. Saúl fue «juez»,
porque su elección fue carismática y local, logrando sólo lentamente la
aceptación de todas las tribus; pero también puede decirse que fue
«rey», sobre todo por su aspiración a convertir Israel en un conjunto
organizado, no ya de tribus que tiraran cada una para su lado, sino en
una verdadera conjunción de fuerzas en torno al convocante nombre del
Dios Yahveh, que había sido dos siglos antes, en definitiva, la
aspiración del padre fundador, Moisés. La historia de Saúl y su trágico
final se nos cuenta -no como en un manual de historia, claro, sino en la
perspectiva teológica y catequética de la Biblia- en 1Samuel 9-31.
David fue alguien del
entorno de Saúl que supo comprender muy bien aquello a lo que aspiraba
Saúl. Supo convocar en torno a sí, despaciosa pero certeramente, las
fuerzas vivas que rodeaban al Rey (el profeta, los generales, los
posibles herederos del propio Saúl, ¡incluso a los filisteos!), y cuando
el poder de Saúl decayó, tomó su lugar sin que nadie pudiera decir que
participaba de su misma debilidad. Y una vez en la cima, no impuso su
reinado despóticamente, al contrario, dio a las tribus lo que esperaban:
tiempo para que asimilaran la nueva época, y sólo siete años más tarde
de ser coronado rey de su propia tribu (Judá) buscó la corona de todas
las tribus, y ciñó la doble corona de Judá e Israel. Y para que quedaran
claros los nuevos tiempos, conquistó la ciudad cananea de Jerusalén,
que no era territorio de Israel y por tanto no podía suscitar celos
entre las tribus, y allí fundó «su» ciudad: la ciudad de David, en el
sentido posesivo del término: efectivamente era suya por derecho de
conquista. En estos pocos rasgos, en los que podríamos seguir y acumular
más y más detalles, ya se ve con claridad que estamos ante un político
hábil e inteligente, alguien que sabe leer los signos de los tiempos, y
moverse en esa dirección precisa. La Biblia nos cuenta que todo ello
tiene que ver con algo que celebramos en él pero que poco podemos
denotar con el dedo: fue elegido por el propio Dios en su plan salvífico
para la humanidad, que llegaría a su cumbre en Jesús.
La historia de David se nos
narra en la Biblia a poco de comenzar la de Saúl; tenemos una primer
mención del nombre en 1Samuel 16: a partir de ese capítulo, en el que
Yahvé declara abiertamente que ha rechazado definitivamente a Saúl y
manda al profeta Samuel a que unja a David como rey conforme a sus
planes, la figura de David no hara sino crecer, y la de Saúl
desbarrancarse en la soledad y la locura. La historia de David continúa
luego atravesando todo el libro segundo de Samuel, y acaba en 1Reyes 2,
con el traspaso del reino a uno de sus hijos, Salomón, y la muerte. Pero
su figura no muere allí, sino que será la medida con al que toda la
historia de Israel medirá a sus gobernantes: la talla de David.
De la cronología y de los
orígenes de David no hay datos del todo claros; la Biblia (nuestra única
fuente) se limita a recoger diversas tradiciones y a organizarlas en
torno a los núcleos de enseñanza que quiere extraer de ello, sin
preocuparse demasiado por la discordancia entre esas tradiciones. Así,
se lo presenta a David como casi un niño que cae en gracia a Saúl y le
sirve como escudero y como músico personal que calma sus ataques de
depresión (el «espíritu malo de parte de Yahvé» que lo atormentaba),
1Sam 16; pero en otro relato, contado casi a renglón seguido de ése -en
1Sam 17- lo presenta como un intrépido jovencito, hermano de tres
soldados de Saúl, que se atreve a liberar a Israel de los filisteos
venciendo en nombre de Yahvé al gigante Goliat con una piedra. Estos
diversos relatos de los orígenes de David fueron recogidos por la
tradición oral, transmitidos, ampliados, esquematizados, y llegaron
siglos después al narrador bíblico, que se aprovechó de todo ese
material no para contarnos una versión crítica y erudita de la historia
de David, sino una catequesis en torno a su polifacética figura, y por
eso se preocupó poco de armonizar las tradiciones discordantes.
Por mi parte, de todo lo que habría para señalar sobre
el rey David, me gustaría detenerme en tres momentos que evocan muy
claramente cierto modo de vivir el vínculo religioso con Dios, que sigue
siendo aleccionador para nosotros:
David peca gravemente ante
Yahvé abusando de su poder, arrebatándole la mujer (Betsabé) a uno de
sus servidores (Urías, el hitita); de esa unión nace un hijo que, en los
códigos religiosos del momento «debe» morir, así que el profeta Natán
anuncia a David que Yahvé lo ha perdonado, pero que el niño no vivirá,
entonces, «…David suplicó a Dios por el niño; hizo David un ayuno
riguroso y entrando en casa pasaba la noche acostado en tierra. Los
ancianos de su casa se esforzaban por levantarle del suelo, pero el se
negó y no quiso comer con ellos. El séptimo día murió el niño; los
servidores de David temieron decirle que el niño había muerto, porque se
decían: “Cuando el niño aún vivía le hablábamos y no nos escuchaba.
¿Cómo le diremos que el niño ha muerto? ¡Hará un desatino!” Vio David
que sus servidores cuchicheaban entre sí y comprendió David que el niño
había muerto y dijo David a sus servidores: “¿Es que ha muerto el niño?”
Le respondieron: “Ha muerto.” David se levantó del suelo, se lavó, se
ungió y se cambió de vestidos. Fue luego a la casa de Yahveh y se
postró. Se volvió a su casa, pidió que le trajesen de comer y comió. Sus
servidores le dijeron: “¿Qué es lo que haces? Cuando el niño aún vivía
ayunabas y llorabas, y ahora que ha muerto te levantas y comes.”
Respondió: “Mientras el niño vivía ayuné y lloré, pues me decía: ¿Quién
sabe si Yahveh tendrá compasión de mí y el niño vivirá? Pero ahora que
ha muerto, ¿por qué he de ayunar? ¿Podré hacer que vuelva? Yo iré donde
él, pero él no volverá a mí.”»
(2Sam 12,16-23). Esta realista
aceptación de la voluntad de Dios, muchas veces inescrutable, es también
un gesto de libertad que enseña claramente que el verdadero gesto
religioso no es la repetición mecánica de unos ritos, sino la aceptación
completa y sin fisuras de Aquel a quien esos ritos van dirigidos.
Se nos cuenta también relacionada con esta actitud otra historia: «Cuando
el rey David llegó a Bajurim salió de allí un hombre del mismo clan que
la casa de Saúl, llamado Semeí, hijo de Guerá. Iba maldiciendo mientras
avanzaba. Tiraba piedras a David y a todos los servidores del rey,
mientras toda la gente y todos los servidores se colocaban a derecha e
izquierda. Semeí decía maldiciendo: “Vete, vete, hombre sanguinario y
malvado. Yahveh te devuelva toda la sangre de la casa de Saúl, cuyo
reino usurpaste. Así Yahveh ha entregado tu reino en manos de Absalón tu
hijo. Has caído en tu propia maldad, porque eres un hombre
sanguinario.” Abisay, hijo de Sarvia, dijo al rey: “¿Por qué ha de
maldecir este perro muerto a mi señor el rey? Voy ahora mismo y le corto
la cabeza.” Respondió el rey: “¿Qué tengo yo con vosotros, hijos de
Sarvia? Deja que maldiga, pues si Yahveh le ha dicho: “Maldice a David”
¿quién le puede decir: “Por qué haces esto?… Dejadle que maldiga, pues
se lo ha mandado Yahveh. Acaso Yahveh mire mi aflicción y me devuelva
Yahveh bien por las maldiciones de este día.”»
(2Sam 16,5-12). Se
trata de la aceptación incondicional de la voluntad de Dios, pero
también de un paso más: de situarse del lado de la justicia de Dios,
siempre distinta a nuestros criterios, incluso los más nobles y
equilibrados.
Y también precisamente con
esto tiene relación una tercera historia: David traslada el Arca de la
Alianza a Jerusalén, y va él personalmente ejerciendo funciones
sacerdotales, ofreciendo sacrificios a medida que el arca avanza; como
es lógico, viste una vestidura sacerdotal, el efod, que es una pieza de
tela de lino sin costuras, y que lo cubre como una capa. Naturalmente no
puede llevar ninguna otra vestidura, porque es así el símbolo de la
vestidura: íntegra y sin piezas. Como va realizando una danza,
posiblemente extática, ante el arca, el efod se levanta y lo muestra
desnudo ante la gente, entonces la despechada Mikal, hija de Saúl, dice
el relato «que estaba mirando por la ventana, vio al rey David saltando y
girando ante Yahveh, y le despreció en su corazón.», y así ocurrirá
que «Cuando se volvía David para bendecir su casa, Mikal, hija de
Saúl, le salió al encuentro y le dijo: “¡Cómo se ha cubierto hoy de
gloria el rey de Israel, descubriéndose hoy ante las criadas de sus
servidores como se descubriría un cualquiera!” Respondió David a Mikal:
“En presencia de Yahveh danzo yo. Vive Yahveh, el que me ha preferido a
tu padre y a toda tu casa para constituirme caudillo de Israel, el
pueblo de Yahveh, que yo danzaré ante Yahveh, y me haré más vil todavía;
seré vil a tus ojos pero seré honrado ante las criadas de que hablas.»

(2Sam 6,11ss). David vive en el «secreto de Dios», está convencido de
la justicia de Yahvé, y que esa justicia implica una misteriosa
inclinación de Yahvé por lo débil antes que por la fuerza y el poder;
siendo el hombre más poderoso de Israel de ese momento, no mira en su
poder lo que se debe a su propia habilidad, sino que sabe que la razón
última de su poder está en «ser pequeño a los ojos de Dios».
David gobernó Israel por 40
años (quizás la cifra sea simbólica), durante la primera mitad del siglo
X a.C., posiblemente del 980 al 940. Consolidó un reinado que había
sido un mero proyecto vacilante en su antecesor; dejó una descendencia
brillante también en Salomón; amplió el territorio de la tierra bíblica a
límites que nunca más volvió a tener; inauguró un período de auténtico
esplendor de la monarquía bíblica (en realidad el único período
verdaderamente esplendoroso). Su reinado, como cualquier otro, también
tiene sombras, pero si queremos buscar un ejemplo bíblico de aquello a
lo que se refiere Jesús cuando enseña que debemos ser «como niños», es
David el mejor modelo. Quizás por eso cuando Jesús quiere enseñar que el
respeto a Dios siempre supone la libertad, vuelve su mirada al rey
David, como en Mc 2,25-28.


David, Santo
Festividad: 29 de Diciembre.
Rey y Profeta.



Rey, antepasado de Jesùs

Martirologio Romano: Conmemoración
de san David, rey y profeta, hijo de Jesé betlehemita, quien encontró
gracia ante Dios y fue ungido con el santo óleo por el profeta Samuel
para regir el pueblo de Israel. Trasladó a la ciudad de Jerusalén el
arca del Señor, y el Señor le juró que su descendencia permanecería para
siempre, porque de él nacería Jesucristo según la carne.

Etimología: David = aquel que es amado, es de origen hebreo.


En la Biblia, el nombre de David sólo lo ostenta el segundo rey de
Israel, el bisnieto de Booz y Rut (Rut 4 18 ss.). Era el más joven de
los ocho hijos de Isaí, o Jesé (I Reyes 16 8; cf. I Cro 2 13), un
pequeño propietario de la tribu de Judá que habitaba en Belén, dónde
nació David. Nuestro conocimiento de la vida y características de David
se deriva exclusivamente de las páginas de Sagrada Escritura (ver I R
16; II R 2; I Cro 2, 3 y 10-19; Rut 4 18-22) y los títulos de muchos
Salmos. Según la cronología usual, David nació en 1085 y reinó de 1055 a
1015 a.C. Recientes escritores han datado su reinado, deduciéndolo de
inscripciones asírias, unos 30 ó 50 años más tarde. Por las
limitaciones, no es posible dar más que un esbozo de los eventos de su
vida y una simple estimación de sus características y su importancia en
la historia del pueblo elegido, como rey, salmista, profeta e imagen del
Mesías.


La historia de David se divide en tres períodos: (1) antes de su
elevación al trono; (2) su reinado, en Hebrón sobre Judá y en Jerusalén
sobre todo Israel, hasta su pecado; (3) su pecado y sus últimos años.
Aparece primero en la historia sagrada como un joven pastor que cuidaba
los rebaños de su padre en los campos cercanos a Belén, “rubio, de
bellos ojos y hermosa presencia”.


Samuel, el profeta y último de los jueces, fue enviado a ungirlo en
lugar de Saúl. a quien Dios había rechazado por su desobediencia. Los
relatos de David no parecen haber reconocido la importancia de esta
unción que lo marcó como sucesor al trono después de la muerte de Saúl.


Durante un período de enfermedad, cuando un espíritu maligno
atormentaba a Saúl, David fue llevado a la corte para aliviar al rey
tocando el arpa. Ganó la gratitud de Saúl y lo puso al frente del
ejército, pero su estancia en la corte fue breve. Más tarde, mientras
sus tres hermanos mayores estaban en el campo, luchando bajo Saúl contra
los Filisteos, David fue enviado al campamento con algunos comestibles y
regalos; allí oyó las palabras con las que el gigante, Goliat de Gat,
desafiaba a todo Israel a un combate singularizar y él se ofreció para
matar al filisteo con la ayuda de Dios. Su victoria sobre Goliat provocó
la derrota del enemigo. Las preguntas de Saúl a Abner en este momento,
parecen implicar que él nunca había visto antes a David, sin embargo,
como hemos visto, David ya había estado en la corte. Se han hecho varias
conjeturas para explicar esta dificultad. Como el pasaje hace pensar en
una contradicción en el texto hebreo, es omitido por la traducción de
los Setenta, algunos autores han aceptado el texto griego en preferencia
al hebreo. Otros suponen que el orden de las narraciones se ha
confundido en nuestro texto hebreo actual. Un solución más simple y más
probable mantiene que, en la segunda ocasión, Saúl sólo preguntó a Abner
por la familia de David y sobre su infancia. Antes no había prestado
atención a estas cosas.

La victoria de David sobre Goliat le ganó la amistad entrañable de
Jonatán, el hijo de Saúl. Obtuvo un lugar permanente en la corte, pero
su gran popularidad y las imprudentes canciones de las mujeres excitaron
los celos del rey, que intentó matarlo en dos ocasiones. Como jefe de
mil hombres buscó nuevos riesgos para ganar la mano de Merab, la hija
mayor de Saúl: pero, a pesar de la promesa del rey, fue dada a Adriel de
Mejolá. Mical, la otra hija de Saúl, estaba enamorada de David, y, con
la esperanza de que finalmente fuera muerto por los Filisteos, su padre
prometió dársela en matrimonio, con tal de que David matara a cien
Filisteos. David tuvo éxito y se caso con Mical. Este éxito, sin
embargo, hizo temer más a Saúl y finalmente le indujo a ordenar que
debiera matarse a David. Por mediación de Jonatán fue perdonado durante
un tiempo, pero el odio de Saúl le obligó finalmente a huir de la corte.


Primero fue a Ramá y desde allí, con Samuel, a Nayot. Los grandes
esfuerzos de Saúl por asesinarlo eran frustrado por la interposición
directa de Dios. Una entrevista con Jonatán le convenció de que la
reconciliación con Saúl era imposible y de que, para el resto del reino,
él era un desterrado y un bandido. En Nob, David y sus compañeros
fueron armados por el sacerdote Ajimélec, que después fue acusado de
conspiración y asesinado con todos sus sacerdotes. De Nob, David fue a
la corte de Aquis, rey de Gat, de donde escapó de la muerte fingiendo
locura. En su retorno se convirtió en cabeza de una banda de
aproximadamente cuatrocientos hombres, algunos parientes suyos otros
entrampados y desesperados, que se reunieron en la cueva o refugio de
Adulán. Poco tiempo después su número llegó a seiscientos. David liberó
la ciudad de Queilá de los filisteos, pero fue obligado a huir de nuevo
de Saúl. Su siguiente morada fue el desierto de Zif, memorable por la
visita de Jonatán y por la alevosía de los zifitas que avisaron al rey.
David se libró por la llamada a Saúl para rechazar un ataque de los
filisteos. En los desiertos de Engadí estuvo de nuevo en gran peligro;
pero, cuando Saúl estaba a su merced, él generosamente le perdonó la
vida. La aventura con Nabal, el matrimonio de David con Abigail, y una
segunda ocasión rehusada de matar a Saúl, fueron seguidas por la
decisión de David de ofrecer sus servicios a Aquis de Gat y así poner
fin a la persecución de Saúl. Como vasallo del rey filisteo, se
estableció en Sicelag, desde donde hizo incursiones a las tribus
vecinas, devastando sus tierras y no dejando con vida hombre ni mujer.
Pretendiendo que estas expediciones eran contra su propio pueblo de
Israel, se aseguró el favor de Aquis. Sin embargo, cuando los filisteos
se prepararon en Afec para emprender la guerra contra Saúl, los otros
príncipes no fueron partidarios de confiar en David, y él regresó a
Sicelag. Durante su ausencia había sido atacada por los amalecitas.
David los persiguió, destruyó sus fuerzas y recuperó todo su botín.
Entretanto había tenido lugar la fatal batalla en el monte de Gelboé, en
la que Saúl y Jonatán fueron muertos. La elegía conmovedora, que se
conserva para nosotros en II Reyes 1, es un arranque de pesar de David
por su muerte.


Por mandato de Dios, David, que tenía ahora treinta años, subió a
Hebrón para reclamar el poder real. Los hombres de Judá lo aceptaron
como rey y fue ungido de nuevo, solemne y públicamente. Por influencia
de Abner, el resto de Israel permanecía fiel a Isbóset, hijo de Saúl.
Abner atacó las fuerzas de David, pero fue derrotado en Gabaón. La
guerra civil continuó durante algún tiempo, pero el poder de David
aumentaba continuamente. En Hebrón tuvo seis hijos: Amnón, Quilab,
Absalón, Adonías, Sefatías, y Yitreán. Como resultado de una riña con
Isbóset, Abner hizo maniobras para llevar a todo Israel bajo el poder de
David; sin embargo, fue alevosamente asesinado por Joab, sin el
consentimiento del rey. Isbóset fue asesinado por dos benjamitas y David
fue aceptado por todo Israel y ungido rey. Su reinado en Hebrón sobre
Judá había durado siete años y medio.


David tuvo éxito en sus sucesivas guerras, haciendo de Israel un
estado independiente y provocando que su propio nombre fuera respetado
por todas las naciones circundantes. Una notable hazaña fue, al
principio de su reinado, la conquista de la ciudad jebusita de
Jerusalén, a la que hizo capital de su reino, “la ciudad de David”, el
centro político de la nación. Construyó un palacio, tomó más esposas y
concubinas, y engendró más hijos e hijas. Habiéndose liberado del yugo
de los filisteos, resolvió hacer de Jerusalén el centro religioso de su
pueblo, transportando el Arca de la Alianza (ver artículo) desde Baalá
(Quiriat Yearín). La trajo a Jerusalén y la puso en la nueva tienda
construida por el rey. Después, cuando propuso construir un templo para
ella, le fue dicho, por el profeta Natán, que Dios había reservado esta
tarea para su sucesor. En premio a su piedad, le fue hecha la promesa de
que Dios le construiría a una casa y establecería su reino para
siempre.


No hay detalles sobre las diversas guerras emprendidas por David;
sólo tenemos algunos hechos aislados. La guerra con los amonitas es
recordada de un modo más completo porque, cuando su ejército estaba en
el campo durante esta campaña, David cometió los pecados de adulterio y
asesinato, atrayendo por ello grandes calamidades para él y su casa.
Estaba entonces en la plenitud de su poder, era un gobernante respetado
por todas las naciones, del Eufrates al Nilo. Después de su pecado con
Betsabé y el asesinato indirecto de Urías su marido, David la convirtió
en su esposa. Pasço un año de arrepentimiento por su pecado, pero su
contrición fue tan sincera que Dios le perdonó; aunque, al mismo tiempo,
le anunció los severos sufrimientos que le sucederían. El espíritu con
que David aceptó estas penas lo ha hecho en todo tiempo modelo de
penitentes. El incesto de Amnón y el fratricidio de Absalón (ver
artículo) trajeron la vergüenza y la aflicción a David. Absalón
permaneció tres años en el destierro. Cuando fue llamado de regreso,
David lo mantuvo en desgracia durante dos años más y entonces le
restauró a su anterior dignidad, sin ninguna señal de arrepentimiento.
Molesto por el tratamiento de su padre, Absalón se consagró durante los
siguientes cuatro años a seducir a la gente y finalmente se proclamó rey
en Hebrón. David fue cogido por sorpresa y obligado a huir de
Jerusalén. Las circunstancias de su huída se narran en la Escritura con
gran simplicidad y patetismo. El rechazo de Absalón del consejo de
Ajitófel y su consecuente retraso en la persecución del rey, hizo
posible a éste último reunir sus fuerzas y vencer en Majanáin dónde
Absalón murió. David retornó triunfante a Jerusalén. Una gran rebelión
bajo Seba fue reprimida rápidamente en el Jordán.


En este punto de la narración de II de Reyes leemos que “hubo hambre,
en los días de David, durante tres años consecutivos”, en castigo por
el pecado de Saúl contra los gabaonitas. A su llamada, siete de la
familia de Saúl fueron entregados para ser crucificados. No es posible
fijar la fecha exacta de la hambruna. En otras ocasiones, David mostró
gran compasión con los descendientes de Saúl, sobre todo con Mefibóset,
el hijo de su amigo Jonatán. Después de una breve mención de cuatro
expediciones contra los filisteos, el escritor sagrado recuerda un
pecado de orgullo por parte de David en su resolución de hacer un censo
del pueblo. Como penitencia por este pecado, se le permitió escoger
entre hambre, derrotas o peste. David escogió la tercera y en tres días
murieron 70.000. Cuando el ángel estaba a punto de golpear Jerusalén,
Dios se apiadó y cesó la peste. David fue enviado a ofrecer un
sacrificio en la era de Arauná, el lugar del futuro templo.


Los últimos días de David fueron perturbados por la ambición de
Adonías, cuyos planes para la sucesión fueron frustrados por Natán, el
profeta, y Betsabé, la madre de Salomón. El hijo que nació después del
arrepentimiento de David, fue elegido con preferencia sobre sus hermanos
mayores. Para asegurarse que Salomón le sucedería en el trono, David lo
había ungido públicamente. Las últimas palabras recogidas del anciano
rey son una exhortación a Salomón a ser fiel a Dios, premiar a los
sirvientes fieles y para castigar a los malos. David falleció a la edad
de setenta años, tras haber reinado en Jerusalén treinta y tres años.
Fue enterrado en el Monte Sión. San Pedro dice que su tumba todavía
existía en el día de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo descendió
sobre los Apóstoles (Hch 2 29). David es honrado por la Iglesia como un
santo. Se le cita en el Martirologio romano, el 29 de diciembre.

El carácter histórico de las narraciones sobre la vida de David ha
sido atacado principalmente por escritores que han desatendido el
propósito del narrador de I Cro. Este pasa por encima los
acontecimientos que no están relacionadas con la historia del Arca. En
los Libros de los Reyes se narran los eventos principales, buenos y
malos. La Biblia recuerda los pecados de David y sus debilidades sin
excusa ni paliativos, pero también recuerda su arrepentimiento, sus
actos de virtud, su generosidad hacia Saúl, su gran fe y su piedad. Los
críticos que han juzgado duramente su carácter no han considerado las
circunstancias difíciles en las que vivió o los modales de su edad. No
es crítico ni científico exagerar sus faltas o imaginar que toda la
historia es una serie de mitos. La vida de David fue un momento
importante en la historia de Israel. Fue el fundador real de la
monarquía, la cabeza de la dinastía. Escogido por Dios “como un hombre
según Su propio corazón”, David fue probado en la escuela del sufrir
durante los días de destierro y se convirtió en un renombrado líder
militar. A él es debida la completa organización del ejército. Dio una
capital, una corte y un gran centro de culto religioso, a Israel. La
pequeña banda de Adulán se convirtió en el núcleo de una eficiente
fuerza. Cuando fue proclamado rey de todo Israel, tenía 339.600 hombres
bajo su mando. En el censo se cuentan 1.300.000 capaces de empuñar un
arma. Un ejército dispuesto, que constaba de doce cuerpos, cada uno con
24.000 hombres, que se turnaban para servir durante un mes cada vez, en
la guarnición de Jerusalén. La administración de su palacio y su reino
exigió un gran séquito de sirvientes y oficiales. Sus diferentes
funciones están fijas en I Cro 27. El rey mismo ejerció la función de
juez, aunque posteriormente los levitas fueron designados para este
propósito, así como otros oficiales menores.


Cuando el Arca fue llevada a Jerusalén, David emprendió la
organización del culto religioso. Las funciones sagradas se confiaron a
24.000 levitas; además 6.000 fueron escribas y jueces, 4.000 porteros, y
4.000 cantores. Organizó las diversas partes de los ritos, y asignó a
cada sección sus tareas. Los sacerdotes estaban divididos en
veinticuatro familias; los músicos en veinticuatro coros. A Salomón
había sido reservado el privilegio de construir la casa de Dios; pero
David hizo amplias preparaciones para el trabajo reuniendo tesoros y
materiales, así como transmitiendo a su hijo un plan para el edificio y
todo sus detalles. Se nos relata en I Cro., cómo exhortó a su hijo
Salomón para llevar a cabo este gran trabajo y dio a conocer a la
asamblea de jefes la importancia de las preparaciones.


La parte más importante de los trabajos del templo, musicada y
cantada, como compuso David, está rápidamente explicada con sus
habilidades poéticas y musicales. Su habilidad para la música se
recuerda en I Reyes, 16 18 y Amós 6 5. Se encuentran poemas compuestos
por él en II Reyes, 1, 3, 22 y 23. Su conexión con el Libro de Salmos,
muchos de los cuales se atribuyen expresamente a diferentes situaciones
de su carrera, fue tomada para atribuirle por parte de muchos, en los
últimos tiempos, todo Salterio. La paternidad literaria de estos himnos y
las cuestiones acerca de en qué medida pueden ser considerados un medio
para proporcionar material ilustrativo sobre la vida de David, se trata
en el artículo los SALMOS.


David no fue meramente un rey y gobernante, también fue un profeta.
“El espíritu del Señor ha hablado por mi y su palabra por mi lengua” (II
Reyes, 23 2), es una declaración directa de inspiración profética en el
poema allí recordado. San Pedro nos dice que era un profeta (Hch 2 30).
Sus profecías están inmersas en los Salmos literalmente mesiánicos que
compuso y en las “últimas palabras de David” (II R 23). El carácter
literal de estos Salmos Mesiánicos se indica en el Nuevo Testamento.
Ellos se refieren al sufrimiento, la persecución y la liberación
triunfante de Cristo, o a las prerrogativas conferidas a Él por el
Padre. Además de estas profecías directas, el propio David siempre ha
sido considerado como un modelo del Mesías. En esto la Iglesia siguió
las enseñanzas de los profetas del Antiguo Testamento. El Mesías sería
el gran rey teocrático; David, el antepasado del Mesías, era un rey
según el corazón de Dios. Se atribuyen sus cualidades y su mismo nombre
al Mesías. Episodios en la vida de David son considerados por los Padres
como prefiguración de la vida de Cristo; Belén es el lugar de
nacimiento de ambos; la vida de pastor de David apunta hacia Cristo, el
Buen Pastor; las cinco piedras escogidas para matar a Goliat son tipo de
las cinco llagas; la traición por su consejero de confianza, Ajitófel, y
el pasaje en el Cedrón nos recuerda la Sagrada Pasión de Cristo. Muchos
de los Salmos davídicos, tal y como los comprendemos, desde el Nuevo
Testamento, son claramente el anuncio del futuro Mesías.






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