martes, 16 de agosto de 2016

Noble y Real: Las residencias de la nobleza: palacios urbanos

Noble y Real: Las residencias de la nobleza: palacios urbanos












































martes, 29 de marzo de 2011






Las residencias de la nobleza: palacios urbanos


A
finales de siglo XVIII tuvo lugar en Madrid un cambio en la estructura
residencial de la nobleza. Aunque siguieron en ellos los nuevos gustos
de la monarquía borbónica que comenzó su reinado levantando el Palacio
Real en el lugar donde se había erigido el antiguo Alcázar.


Hasta
entonces los nobles de la capital española habían ocupado viejos
caserones de presencia exterior más bien austera, que no correspondía
con el magnífico lujo del interior, sus vajillas de plata, sus
colecciones de cuadros y objects d’art. La construcción de
nuevas casas no se había llevado a cabo, porque dentro del casco urbano
no existía el espacio suficiente, ni las condiciones urbanísticas
apropiadas, ya que predominaban las calles estrechas y laberínticas.

El antiguo palacio de Uceda, luego de Medinaceli, junto a la plaza de Colón, entre el Paseo de Recoletos y la calle de Génova.

Por
eso cuando comenzó a llegar el gusto francés por los palacetes
elaborados y grandes jardines, no quedó más remedio que buscar grandes
solares en la periferia de la ciudad, que permitieran desarrollar el
tipo de vivienda que la aristocracia demandaba. Se concentraron
principalmente en la zona oriental y occidental, coincidiendo con la
vecindad del Palacio Real y el del Buen Retiro. Los palacios de Liria,
Buenavista, Villahermosa y Osuna son buenos ejemplos de ello. Pero
también se buscaron lugares cercanos a monasterios y conventos
prestigiosos (San Andrés), o a las rutas oficiales por donde pasaban los
reyes en sus desplazamientos.

Hubo
tres momentos a lo largo del siglo XIX, que podrían indicarnos la
relación entre la construcción de palacios y la clase social que los
ocupaba. El primero se dio en la primera mitad del siglo XIX, entre 1800
y 1840, en el que la construcción de palacios estuvo protagonizada por
la nobleza de cuna; el segundo en los decenios centrales del siglo,
coincidiendo con el reinado de Isabel II, entre 1840 y 1868, en el que
la aristocracia de nueva creación adquirió un creciente protagonismo,
ejemplificado en la construcción del palacio del marqués de Salamanca; y
el tercero coincidiría con la Restauración borbónica, entre 1875 y
1900, representado por la alta burguesía ennoblecida, un ejemplo claro
es el palacio de Linares . A la vez estos tres periodos se
corresponderían con la secuencia de construcción Palacio-Palacete-Hotel.

Aires de palacio real: el Palacio de Liria, actual residencia de los Alba en la Calle de la Princesa

De
los grandes palacios concebidos al modo tradicional y habitados por la
antigua nobleza, estaban el de Villafranca, el de la Alameda de Osuna o
el de Liria, junto a la Puerta de San Bernardo en el límite de la
ciudad. Propios de la nobleza surgida gracias al dinero, los del marqués
de Salamanca en Recoletos y el de Gaviria, ambos de influencia
italiana. Poco más tarde, de influencia francesa, destacó el palacio del
duque de Uceda en la plaza de Colón, o el de Portugalete en la calle
Alcalá.

Una
vez hecho realidad el proyecto del ensanche, la nobleza pasó a contar
con un barrio residencial propio donde estaba agrupada. Hasta entonces
sus palacios habían estado más o menos dispersos por la ciudad. Y fue
sobre este nuevo barrio donde el marqués de Salamanca proyectó la
construcción de unos hoteles para la clase alta, que serían los
antecedentes de las viviendas unifamiliares de la Ciudad Lineal y de la
Ciudad Jardín.

El escudo familiar en el frontón del Palacio de Linares

Los
palacios del XIX, a diferencia de los anteriores, mezclaba el lujo
tanto interior como exterior. Las fachadas solían ser de ladrillo y
piedra, formando con ello una combinación bicromática. En ellas se
podían contemplar elegantes frisos, cornisas y portadas en las que se
encajaban los escudos familiares. Avanzado el siglo, fueron apareciendo
los balcones. Además, rodeaban el edificio enormes jardines con fuentes y
pequeños estanques, limitados con formidables cerramientos que incluían
monumentales puertas de entrada.

El
interior de la residencia se dividía en tres plantas –que fueron
aumentando con el tiempo- comunicadas por una suntuosa escalera
principal: la planta baja donde se situaba la cocina, las caballerizas,
las cocheras, y otros servicios, la planta principal, en la que se
encontraban los salones donde se celebraban los actos sociales y las
alcobas de los distintos miembros de la familia, alrededor de las cuales
había antecámaras y gabinetes; el segundo piso, donde estaban los
cuartos de criados. La división espacial que se creaba en el interior de
estas lujosas casas, daba lugar a la aparición de microsociedades
dentro de los palacios.

Los
visitantes al Palacio de Liria ascienden una monumental escalera bajo
cúpula, diseñada por Sir Edward Luytens durante una restauración a
principios del siglo XX.

El
lujo interior se reflejaba en espejos, pisos de mármol, tapices
gigantescos, alfombras, cortinados dobles, papeles pintados en las
paredes, frescos en los techos, vastas colecciones de pinturas,
elaboradas lámparas de cristal, grandes ventanas que daban a los
jardines, decoraciones al gusto mudéjar, grandes bibliotecas… Eso sí,
sin perder nunca el estilo de vista francés que estaba en boga.

Escenarios de la vida social

La
nobleza de viejo cuño sufría una crisis desde finales del siglo XVIII,
especialmente, en el tránsito del Antiguo Régimen al Régimen Liberal.
Crisis que tuvo que afrontar de diferentes modos. En este sentido, las
pautas de comportamiento de la vieja nobleza iban a jugar un papel muy
importante como manera de reafirmar su poder e influencia. Pero estas
pautas no sólo venían determinadas por un sentimiento de amenaza
respecto a su posición, sino que iban a dar una impronta propia a dicho
grupo social a la vez que iban a servir de "modelo" a la nueva nobleza.
Desde este punto de vista, la vida de sociedad tuvo una gran importancia
como forma de mantener las viejas formas y perpetuar los complicados
ceremoniales nobiliarios.

Despliegue de tapices en el salón comedor del palacio del Marqués de Manzanedo

Si
bien a finales del siglo XIX -y hasta 1930 aproximadamente-, la mayor
parte de la nobleza continuaba presente en la capital, la mayoría había
perdido parte del poder político y económico, que en esos momentos tenía
que compartir con la alta burguesía. Sin embargo, como respuesta a esa
pérdida de poder, seguía monopolizando el poder social multiplicando
fiestas y eventos. En aquella época, la principal dedicación de la
nobleza era el ocio: las visitas, el paseo por Atocha y Recoletos, las
fiestas palaciegas, las veladas de ópera en el Teatro Real. Aunque es
verdad que, aunque a mediados del siglo XIX se produce un resurgir de
los salones llevados por las aristócratas de cuño, su decadencia en
relación al siglo XVIII es un hecho.

De
esta manera, si bien la nobleza permitió el acceso a su ámbito de otros
sectores sociales, dígase alta burguesía, lo hizo de una manera muy
controlada y vigilada, es decir, que en cierto modo, puso resistencia a
verse del todo sustituida por la nueva clase emergente. Así, incluso
arruinada, hizo unos esfuerzos y sacrificios económicos con tal de
mantener sus estatus social, no renunciando a su viejo modo de vida
opulento y ostentoso.

Grupo de invitados a un baile de disfraces en el Palacio de Fernán Núñez

Dentro
de los ámbitos de sociabilidad de la nobleza de Madrid, el salón fue
considerado como el primer escenario de representación social y de la
propia fusión con la alta burguesía, ya que ésta intentaba penetrar en
los círculos aristocráticos y conseguir el ansiado ennoblecimiento, ya
sea por favor o por medio del matrimonio. A este respecto, el salón fue
un espacio de sociabilidad clave, ya que en él, además de albergar
intrigas políticas o económicas, también sería escenario de intrigas
amorosas. En estos momentos la estrategia matrimonial del grupo
nobiliario consistía en maniobras a largo plazo, de fusiones con
segundones, con la consiguiente creación de ramas familiares
secundarias, buscando la consolidación de dicho grupo social. De ahí,
que en definitiva, los salones dieron cobijo a la clase dirigente por
excelencia, una clase que era producto de la fusión señalada.

La
importancia de los salones y los bailes que en ellos se dieron, serán
de capital importancia para la nueva nobleza porque le permitirá
introducirse en el mundo aristocrático, en tanto en cuanto, ésta adoptó
los usos y costumbres de la vieja aristocracia de sangre. Así, por
ejemplo, los viejos palacios de la nobleza con un piso bajo de grandes
ventanas enrejadas y otro piso alto, muy suntuosos por dentro y
adornados con tapices y cuadros de gran valor, fueron sustituidos por
los palacios burgueses, que trasladaron esa suntuosidad al exterior.

La elegante fachada del palacio de la Condesa de la Vega del Pozo

En
cuanto a los bailes, algunos de ellos fueron celebrados en Palacio por
la propia reina, Isabel II. Otros tuvieron lugar en los palacios de la
alta aristocracia. Se trataba de unos bailes a los que podían asistir
hasta cuatrocientas personas y su frecuencia era, si no diaria, al menos
semanal. Según Azaña, en el invierno de 1849 a 1850, se dieron en las
casas de la nobleza doscientos cincuenta bailes sin contar los de
Palacio. Esto tenía lugar en un momento en que se reanudaba la vida de
sociedad y llegaba la epidemia "que llaman pasión de riquezas, fiebre de lujo y de comodidades" que afectaba, sobre todo, a la nueva grandeza del comercio y del préstamo.

A
este respecto, Guillermo de Cortázar ha señalado dos etapas en el
comportamiento de la élite madrileña: la primera, que iría desde 1875
hasta el reinado de Alfonso XIII, caracterizada por la plena vigencia de
los salones aristocráticos, la segunda desde 1914 a 1918, en la que
tendría lugar la decadencia de estos salones y de una mayor aplicación y
apertura de la élite. Así mismo tendría lugar un cambio en el espacio
físico y urbano de Madrid, de tal manera que la construcción de los
hoteles Ritz (1905) y Palace (1912) con sus respectivos salones, iban a
permitir que esta élite se reuniera en ellos, a diferencia de la cerrada
"vida de sociedad" de la época de la Regencia o del reinado de Alfonso XII.

El
luminoso tocador de la Marquesa de Cerralbo, la Salita Imperio, que, al
encontrarse junto al comedor de gala, servía para que las damas
descansaran o se acicalaran después del almuerzo o la cena.


Pero
volviendo al mundo de la vida social, cabe decir que asistía lo más
granado de la juventud aristocrática, incluidos militares y oficiales de
la Guardia. El cuerpo diplomático también estaba invitado y algunos
embajadores como los de Rusia, Francia, Austria y Nápoles, incluso daban
fiestas en sus propias residencias. Fernández de Córdova señala que
hacia 1825, todos los domingos la duquesa de Osuna, condesa de
Benavente, recibía "a la sociedad más selecta y escogida. Su base
era el Cuerpo Diplomático extranjero y su propia familia". "La duquesa
de la Roca era una señora de la primera Grandeza de España, daba los
viernes bailes a donde era muy afortunado tener el privilegio de ir,
pues escogía entre la juventud los más distinguidos". "Los sábados
abrían los salones de la señora de Vallarino
".

Otras
señoras que cita son, por ejemplo, la duquesa de Benavente, la marquesa
de Santa Cruz, la marquesa de Alcañices ("sin rival en la Corte"),
Fernanda de Santa Cruz, condesa de Corres, la marquesa de Miraflores, la
de Montelo, la condesa de Vilches (que solía acudir a la casa del conde
de Ezpeleta), la duquesa de Castro Enriquez, etc. Es decir, que "las damas eran el principal ornamento de aquella sociedad".

Inés Francisca de Silva-Bazán y Téllez Girón, marquesa de Alcañices y duquesa de Alburquerque.

Pero
quizás lo más destacado de estas reuniones eran el lujo y la
suntuosidad que las presidían. Las señoras llevaban sus joyas más
suntuosas y se ponían sus más elegantes vestidos. Fernández de Córdova
recuerda en sus memorias a la condesa de Cervellón, "que apenas podía soportar el peso de los diamantes en su preciosa cabeza y sobre su elegante traje" y a la Infanta doña Luisa Carlota "radiante
de hermosura y de riquísimas joyas, siendo las únicas que pudieron
rivalizar en tal conjunto con la Princesa de Pastrana
"
(refiriéndose a la anfitriona de una fiesta celebrada los jueves en la
embajada de Nápoles). En ellas incluso se daban conciertos a los que
acudían los más importantes cantantes de ópera y artistas del momento y
es que la nobleza tenía especial predilección por el mundo operístico,
especialmente por la ópera italiana.

El suntuoso salón de baile del Palacio Cerralbo


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