miércoles, 3 de agosto de 2016

Invasiones Germánicas de Europa | www.elhistoriador.es

Invasiones Germánicas de Europa | www.elhistoriador.es









Invasiones Germánicas de Europa


 
 
 
 
 
 
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El
nombre de Invasiones Germánicas designa en la historiografía
contemporánea a los procesos de migración efectuados, entre los siglos
III y XI, por diferentes pueblos europeos, germanos y no germanos,
asentados en zonas limítrofes al Imperio Romano. Estas migraciones, cuya
casuística es complicadísima pues obedece a muchos factores (unos
conocidos y otros desconocidos), fueron un proceso de larga duración
mediante el cual el espacio político, militar y cultural de Europa
sufrió una brutal transformación. La primera consecuencia fue la
desaparición del Imperio Romano de Occidente (no así el de Oriente); la
segunda, la atomización del poder al dividirse Europa en pequeños (o
grandes) reinos germánicos, dominados por los pueblos invasores que, a
su vez, conforman el origen de muchos de los actuales estados
continentales. La tercera fue la fusión y mezcla de poblaciones con
distintos estratos socioculturales: latino (o romano) y germano,
mezcolanza que acabaría por definir la gran parte de la identidad
cultural de los habitantes de Europa durante los siglos venideros,
incluida nuestra época actual.


378-439A
lo largo de las siguientes páginas se intentará describir el desarrollo
de estas migraciones o invasiones, protagonizadas por pueblos bárbaros
no estrictamente germánicos. De hecho, es más correcto denominar al
fenómeno como “migraciones bárbaras” y no “invasiones germánicas”.
Primero, poque los citados movimientos se aproximaron con bastante más
fidelidad a una migración y no a una invasión. Los pueblos protagonistas
carecían de un plan conjunto, sino que actuaron por generación
espontánea aunque en muchos momentos las migraciones respondían a los
mismos estímulos. Por otra parte, es más correcto denominar a los
pueblos como “bárbaros” (del latín barbarus, esto es, ‘extranjero’), que
“germánicos”, a pesar de que la raíz germana era mayoritaria en todos
ellos. Pero además de pueblos germánicos también hubo turcomanos,
iranios, ugrofineses y asiáticos. No obstante, se ha preferido mantener
el término “invasiones germánicas” debido a ser más reconocible, pues su
popularidad se ha mantenido a lo largo de la historiografía y se ha
perpetuado como punto importante de los temarios académicos.


Antes de entrar en materia, se debe realizar una importante
apreciación para la correcta comprensión de las migraciones que se van a
describir. En algunos momentos, es bastante posible que el lector se
encuentre algo desorientado por el relato, en el que abundan y son
constantes los cambios de nomenclaturas, de regiones (es imprescindible
consultar los mapas anexos) y, en general, lo descrito se aproxima
bastantes veces a un laberinto. Aunque se intentará ser lo más conciso y
preciso posible, el verdadero motivo de esta desorientación es la
propia esencia de las invasiones. Hay que aceptar desde el principio que
el tema a tratar se desarrolla en una época de la Historia altamente
confusa, en la que las secuencias no son lineales sino que a momentos de
invasión masiva siguen momentos de recuperación por parte romana.
Asimismo, el mismo problema puede aplicarse a las zonas geográficas
(invadidas, abandonadas, nuevamente invadidas, por distintos pueblos o
por los mismos), y a los propios pueblos bárbaros, que protagonizaron
continuas regresiones territoriales, cambios de asentamiento, pueblos
que aparecen y desaparecen por épocas, y también aparecen en solitario o
unidos en confederación con otros pueblos, otras tribus, otros linajes…
Todo ello no hace sino complicar el panorama tanto en lo referente al
estudio de las migraciones o invasiones bárbaras, así como la debida
comprensión de este fenómeno. Es de esperar que estas dificultades
puedan ser superadas por el lector a lo largo de las siguientes líneas.


Las Invasiones Germánicas 2


Antecedentes de las invasiones

Las fronteras de Roma, extraordinariamente fuertes en época de la
República y del Alto Imperio, no habían permanecido invioladas ni libres
de algunas incursiones militares protagonizadas por bárbaros. Por
ejemplo, algunos ejércitos celtas habían saquedo Etruria y Roma en el
siglo III a.C., llegando incluso a destruir el oráculo de Delfos hacia
el año 278 a.C. Por las Décadas de Tito Livio, se sabe que en el siglo I
a.C. un contingente de cimbrios y teutones, empujado por hambrunas y
cambios climáticos en el norte de Europa, entre la península de
Jutlandia y la desembocadura del Elba, penetraron en las Galias y en
Hispania antes de ser derrotados, en el 102 a.C., por las tropas romanas
dirigidas por Mario en la batalla de Aquae Sextiae (cerca de la actual
Aquisgrán). Con posterioridad, los famosos levantamientos de galos,
celtas y germanos en la Galia, dirigidos primero por Ariovisto y después
por Vercingétorix, obligaron a Julio César a emprender la llamada
Guerra de las Galias. Los comentarios de César a De Bello Gallico
suponen una de las fuentes más importantes para el conocimiento de los
primitivos germanos y su evolución hasta la época de las invasiones. Las
conquistas de Julio César delimitaron una primera frontera natural
entre las zonas dominadas por Roma recientemente adquiridas (Aquitania,
Lugdunense y Bélgica) y las zonas de la denominada Germania Libera. La
frontera natural quedó establecida por los ríos Rin y Danubio, en la
Europa continental, mientras que en Britania, después de la pacificación
llevada a cabo por el emperador Claudio en el 43 d.C., la frontera
quedó delimitada por la planicie existente entre Lincoln y Exeter, algo
más al sur del lugar donde posteriormente se edificaría el Muro de
Adriano.


El primer síntoma de pérdida de control imperial fue precisamente la
construcción del Muro de Adriano en Britania, con el fin de proteger los
territorios dominados por sus agentes de las incursiones de pueblos
bárbaros. Los emperadores de la dinastía Flavia también construyeron
empalizadas en Germania y en Retia, mientras que los miembros de la
dinastía Severa se preocuparon de asentar los límites orientales y
africanos. Así fue como nació el sistema de limes romanos: por vez
primera, la otrora potencia militar romana tomaba medidas contra la
amenaza exterior.


Crisis de las fronteras imperiales

Tradicionalmente, uno de los factores más señalados por los
investigadores que se ocupan del estudio de las migraciones es la
denominada ruptura de los limes romanos por parte de diferentes oleadas
de pueblos bárbaros. Sin negar la certeza de esta afirmación, hay que
tener en cuenta que la ruptura sólo fue la culminación de un proceso de
larga duración en el que todo el trasfondo subyace alrededor de la
pérdida de hegemonía militar de Roma. Ya en el 224, con la llegada al
trono persa de la dinastía sasánida, las fronteras orientales comenzaron
a sufrir con inusitada fuerza la presión de un invasor militarmente muy
potente, que hacía de la caballería acorazada (es decir, jinetes
provistos de estribo) su mejor arma para infligir severos castigos al
enemigo. Sobre todo a partir del año 260, cuando los sasánidas dirigidos
por Sapor I derrotaron a las tropas imperiales, haciendo prisionero al
propio emperador Valeriano en la batalla de Edesa, la hegemonía militar
de Roma se puso en entredicho. No en vano, durante el mandato de
Aureliano, hacia el año 271, la ciudad del Tíber comenzó a amurallarse,
acción que respondía bien a los temores de sus gobernantes.


Siguiendo el hilo de los persas, las primeras fronteras en soportar
expediciones de rapiña por parte de invasores bárbaros fueron las
orientales. Una gran alianza de suevos, hermunduros, cuados, marcomanos y
otros pueblos, además de la confederación entre godos, gépidos y
sármatas, se hicieron fuertes hacia los años centrales del siglo III en
los límites del Danubio; a estos últimos las fuentes latinas posteriores
los denominaron Confederación Gótica del Bajo Danubio. Los bárbaros
arrasaron Dacia y Mesia, llegando a destruir por completo la ciudad de
Fililópolis (actual Plovdiv, en Bulgaria), fundada por el emperador
Filipo el Árabe. Su sucesor, Decio, se puso al mando de las tropas para
combatir este peligro, pero fue nuevamente derrotado, hacia el año 251,
en la batalla de Abrittus (Abtat Kalessi, en la actual Turquía) y su
cadáver jamás fue recuperado, lo que no hizo sino aumentar el temor de
la población gobernada por Roma ante la amenaza bárbara. A ello se le
sumaron, también en los años centrales del siglo III, las constantes
expediciones de los hérulos entre el mar de Azov, el Bósforo y Asia
Menor. Bajo el gobierno del emperador Claudio el Gótico (268-270) tuvo
lugar una ligera reacción romana, estabilizando las fronteras europeas y
dejando todos los limes a salvo de más incursiones; pese a ello, dos
antiguas provincias imperiales, los Agri Decumates y la Dacia, que
habían sido ocupadas por alamanes y otrs tribus menores, jamás
regresaron a la dominación romana.


Con independencia de otros factores de crisis, valga un dato
sobrecogedor: desde el año 235, año de la muerte del último emperador de
los Severos, Alejandro, hasta el año 284, en que el general dálmata
Diocles fue coronado emperador con el nombre de Diocleciano, el cetro
imperial había tenido hasta catorce dueños distintos en poco más de
medio siglo. La inmensa mayoría de ellos había sido aupado al trono por
las tropas, lo que da otra ligera idea de la importancia del espectro
militar en la vida romana. Estos aspectos han provocado que algunos
autores, como P. Brown, hablen de una verdadera revolución militar en el
imperio, no sólo por el espectacular incremento de efectivos (de
300.000 soldados a comienzos del siglo III se llegó a los más de 600.000
de finales del siglo IV), sino por el importante peso en todas las
acciones de gobierno del ejército. Y es que, con independencia de otros
factores, uno de las claves del Bajo Imperio Romano se halla en las
reformas militares y las consecuentes reformas fiscales, paso clave en
el tránsito del Mundo Antiguo al Medieval.


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Las reformas militares de los siglos III y IV

Desde la segunda mitad del siglo III, con los emperadores Galieno y
Claudio el Gótico, la reforma del ejército fue un hecho. Las famosas
legiones romanas tendieron a desaparecer paulatinamente, pues su coste
era altísimo y, en sí, se trataban de cuerpos militares pensados para
una guerra de conquista, no de defensa. En su lugar, el emperador
Galieno creó nuevas unidades de caballería y, sobre todo, una especie de
destacamentos móviles de reserva para las emergencias fronterizas,
cuerpo que recibió el nombre de comitatenses. Claudio el Gótico y
Diocleciano, por su parte, lograron derrotar a los germanos y
estabilizar los limes, incrementando cada vez más el número de tropas
comitatenses.


Pero la verdadera reforma la llevó a cabo el emperador Constantino,
entre los años 324 y 337. Con la definitiva supresión de las legiones,
las tropas militares romanas se dividieron en dos instituciones: los ya
citados comitatenses, unidades móviles compuestas por infantería y
caballería, y unos nuevos cuerpos de infantería destinados a defender
los limes, razón por la que fueron llamados limitanei, aunque también
reciben el nombre de ripenses. No menos importantes fueron las reformas
en la jerarquía militar, ya que la desaparición de las legiones llevó
aparejada la pérdida de importancia de los senadores en el mundo del
ejército. Dejando aparte los comandantes en jefe de las tropas de
infantería (magister peditum) y de caballería (magister equitum), los
limitanei fueron puestos bajo el mando de un dux (duque), y no como
anteriormente, que estaban controlados por el gobernador civil
(praeses), mientras que al frente de los comitatenses se encontraba un
comes (conde). En definitiva, autoridad militar y autoridad civil
caminarían ya siempre separadas a partir de la reforma realizada por
Constantino.


La mayor parte de información de esta reforma ha pasado a la
posteridad gracias a la conservación de un texto romano llamado Notitia
Dignitatum. La crítica actual lo considera un extenso borrador, datado
hacia la segunda mitad del siglo IV, del proyecto de reforma militar
imperial. Por esta razón, los datos que aporta la Notitia están
incompletos y en algunos casos son muy improbables: que el imperio
hubiese planeado, por ejemplo, enviar un número equis de tropas hacia un
limes, tal como aparece en la Notitia, no implica que ese plan se haya
cumplido al pie de la letra. En cualquier caso, se trata de una fuente
valiosísima para el conocimiento de los primeros movimientos migratorios
bárbaros y, sobre todo, para apreciar las soluciones mediante las que
Roma creía poder salvar su dominio político y territorial.


Otros factores: las transformaciones sociales y económicas

De la reforma militar también se extraían importantes consecuencias
sociales. Por ejemplo, el reclutamiento, que antaño había sido
totalmente voluntario a partir de los 18 años y con un máximo de 25 años
de servicio, en el siglo IV se hizo obligatorio e, incluso,
hereditario, puesto que lo más habitual, sobre todo entre los soldados
limitanei, era que se heredase la condición militar a través de los
hijos. El principal factor para esta conversión hereditaria de la
cualidad militar fue que, a partir de la reforma antes citada, quienes
estaban destinados a la defensa de un limes eran recompensados con
tierras para su sustento, convirtiéndose en una especie de
soldados-campesinos. Téngase en cuenta que la necesidad de incrementar
los efectivos militares se produjo en una época de regresión
demográfica, lo que hizo posible que estos incentivos fueran acogidos
con agrado por parte de un gran número de la población. Al hilo de estas
concesiones territoriales llegó otro factor de gran calibre en cuanto a
lo social: la cada vez mayor entrada en el ejército romano de bárbaros,
principalmente germanos, a quienes se les reputaba como los más bravos
soldados del continente. Esta germanización del Imperio Romano fue
importante a nivel militar, ya que a partir de Constantino miembros de
origen bárbaro tuvieron acceso a los cargos militares de mayor nivel.


Tan importante como la reforma militar fue la consiguiente
reorganización fiscal iniciada por Constantino. A partir de ella, los
prefectos del pretorio (praefecti praetorii) perdieron su antigua
preeminencia política y militar como representantes máximos del poder
imperial, pero quedaron encargados del cobro de un nuevo impuesto mixto,
mezcla de las antiguos gravámenes sobre territorio (iugatio) y sobre la
fuerza productiva (capitatio). Este nuevo impuesto, llamado anonna,
llevaba aparejado el pago en especie, con el objeto de contribuir al
sustento de las numerosas tropas de limitanei surgidas de la reforma
militar. Por ello, a pesar de que con el tiempo más avanzado la anonna
se pudo pagar en metálico, se trata de una tasa crucial en la evolución
socioeconómica del Bajo Imperio romano, por su profundo impacto social.


El nuevo impuesto se tradujo en un alto incremento de la presión
fiscal para la población del Imperio Romano. Mucho más importantes que
estas consecuencias económicas fueron las sociales: como dice un texto
coetáneo de Salviano de Marsella, los más desfavorecidos huían de las
ciudades con tal de no pagar el impuesto, convirtiéndose en proscritos o
en forajidos que engrosaron el movimiento de protesta social más
extendido del Bajo Imperio: la bagauda. Las grietas sociales de un
impuesto pensado para defender al Imperio de la amenaza exterior
contribuyeron también, qué duda cabe, a que el impacto de las
migraciones de los pueblos bárbaros fuera mayor del que en realidad fue.
Como escribían los panegiristas de la época, realmente daba la
impresión de que el mundo, al menos el mundo que la Romania había
conocido hasta entonces, tocaba a su fin.


En la actualidad, todos los expertos concuerdan en señalar a estas
transformaciones sociales como factores desencadenantes (si se quiere,
antecedentes) del nuevo sistema de organización social que triunfaría en
la época historiográfica inmediatamente posterior: el feudalismo. La
concesión de lotes de tierra a los limitanei, la hereditabilidad de
estas concesiones y, en especial, el incremento de los vínculos de
dependencia personal propiciados por la extensión del pago de la anonna,
fueron los sustentos de origen latino para que el sistema feudal
hallase el camino abonado para su establecimiento. Andando el tiempo,
estos sustentos de origen latino se mezclarían con las estructuras de
dependencia militar personal de origen bárbaro, el famoso comitatus,
como lo llamaban las fuentes latinas. Pero para que todos los elementos
aglutinantes del feudalismo se encontrasen, debía producirse el
acontecimiento fundamental: la desaparición de un fuerte poder central,
el Imperio Romano, que ayudase a la dispersión de esos vínculos
personales como única forma de asegurar la convivencia pacífica. Por
este motivo, la caída del yugo latino comenzó a fraguarse desde el mismo
momento en que un nómada y belicoso pueblo estepario irrumpió en los
márgenes del Danubio para reventar el precario equilibrio conseguido por
los últimos emperadores de la ciudad del Tíber. Naturalmente, se trata
de la entrada en escena de los hunos.


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La chispa desbordante: los hunos

Hasta aquí se han analizado los factores estructurales, todos ellos
de vital importancia. Pero no por ser un factor coyuntural tiene menos
trascendencia la irrupción de los hunos en Europa. Es cierto que ya en
los primeros años del siglo III, hacia el año 320, uno de los pueblos
asentados en el limes del Danubio, los godos, había realizado algunas
expediciones de rapiña y saqueo por la zona, con el consecuente peligro
de que cualquier factor externo convirtiese tal bandidaje en una amenaza
más seria. Por esta razón, el emperador Constantino, en el año 332,
firmó con los caudillos del pueblo godo un pacto de federación (foedus),
mediante el cual los godos suministrarían grano para el ejército
imperial a cambio de que Roma les permitiese asentarse en el interior
del limes del Danubio. Sin embargo, el foedus dejó de tener valor a la
muerte de Juliano el Apóstata, último representante de la dinastía de
Constantino, ya que los godos interpretaron el pacto fieles a sus
costumbres: como un pacto entre familias. Así, el emperador Valente, en
el 369, tuvo que llevar a cabo diversas campañas de pacificación en los
limes, campañas que, pese a su éxito inicial, se vieron superadas por la
irrupción de los hunos en el mismo año. Es importante tener en cuenta
que esta primera presencia de los hunos no afectó a territorio imperial
ni conllevó enfrentamientos contra tropas romanas; sin embargo, fue
decisiva porque el potencial militar de los hunos derrotó a todos los
pueblos bábaros limítrofes, obligándoles a emigrar hacia zonas
controladas por los romanos.


Las dos ramas principales en que se dividieron los godos, ostrogodos y
visigodos, fueron los primeros pueblos bárbaros en sufrir el empuje del
belicoso pueblo estepario, cuyas razones para penetrar en la Europa
continental son prácticamente desconocidas. Los hunos derrotaron a los
ostrogodos, acaudillados por Hermenerico, en el año 371, obligando a
este pueblo a iniciar una migración hacia Tracia, zona de asentamiento
de los visigodos. Visigodos y ostrogodos, desplazados de sus lugares de
asentamiento por los hunos, realizaron incursiones por toda la Tracia
hasta el Peloponeso, hasta el punto de infligir una severa derrota a las
tropas imperiales en la batalla de Adrianópolis (378), en la que
falleció el propio emperador Valentiniano I. Los diversos desórdenes
internos producidos entre esta fecha y la muerte de Teodosio (395)
dieron el pistoletazo de salida para que todos los pueblos bárbaros
presionados por los hunos, a modo de piezas de dominó que caen una
detrás de otra, intentasen adentrarse en el interior de los antiguos
limes imperiales. Las invasiones acababan de comenzar.


Primera oleada de invasiones (siglos IV-V)

Como fecha canónica de la primera invasión se suele citar la del año
398, en el que los visigodos, acaudillados por Alarico irrumpieron en
Italia saqueando los territorios del valle del Po hasta llegar a Asti,
donde sitiaron al propio emperador Honorio. Sólo la intervención de
Estilicón, que ofreció a Alarico, en nombre del emperador oriental
Arcadio, el cargo de magister militum per Ilyricum (gobernador militar
de la provincia del Ilírico), pudo frenar la superioridad militar
visigoda.


Una fecha mucho más emblemática con respecto a las invasiones
bárbaras es la del 31 de diciembre del año 406, fecha de la ruptura del
limes del Rin por suevos, vándalos, alanos, burgundios y alamanes. Esta
última fecha es considerada por muchos como la primera en importancia,
dado que estos pueblos no eran foederati, es decir, no habían firmado
previamente ningún foedus con el Imperio para su asentamiento y después
lo habían incumplido, como es el caso anterior de los visigodos. En el
caso de la ruptura del limes renano, por vez primera los bárbaros
perdían el respeto a los destacamentos imperiales para penetrar en
territorio bajo jurisdicción romana. Las oleadas de invasores arrasaron
toda Galia y llegaron a saquear la importante ciudad de Tréveris,
antigua sede de la prefectura del pretorio, sede que debió ser
trasladada a Arlés para evitar peligros mayores.


Al mismo tiempo, otra oleada de invasiones se produjo en las islas
británicas, donde las tropas imperiales se vieron desbordadas por
pueblos bárbaros procedentes del norte de Europa: en el 402, anglos,
pictos, escotos, sajones y jutos comenzaron a hacerse con el control de
Britania, lo que provocó, a su vez, la retirada en masa de las tropas
romanas de la provincia. El ejército imperial se trasladó a Galia al
mando de Flavio Claudio Constantino, el conocido usurpador imperial
proclamado como Constantino III (por sus soldados, naturalmente) en el
año 406. En este mismo año, aprovechando la confusión reinante, los
ostrogodos, al mando de Radagaiso, invadieron el norte de Italia con
mucha fuerza y violencia, aunque fueron frenados por el general
Estilicón. Al concentrarse el grueso del ejército romano en Italia para
combatir a los ostrogodos, entre el 407 y el 408 Constantino III ocupó
Arlés, sede de la prefectura del pretorio, y gobernó a sus anchas la
Galia, firmando pactos con suevos, vándalos y alanos para que estos
pueblos pudiesen establecerse en la cuenca baja del Rin. El caos
político en el Imperio fue aún mayor merced al asesinato de Estilicón a
manos de sus enemigos en la corte de Rávena.


La muerte del bravo general imperial (de origen vándalo,
recordémoslo) provocó la inmediata reacción de los pueblos bárbaros
asentados cerca de Italia; libre de su antiguo enemigo, el visigodo
Alarico protagonizó el archifamoso primer saqueo de Roma, entre el 24 y
el 30 de agosto del 410. Este acontecimiento, además de corroborar la
absoluta descomposición del antiguo poder imperial, produjo un impacto
sociológico en toda la Europa de la época que difícilmente pueda ser
comprendido hoy en toda su magnitud: Roma, la capital del mundo conocido
y sede del gran imperio, había sido destruida por un pueblo bárbaro. De
manera paralela, mientras que Roma asistía a lo que parecía ser el fin
de los tiempos, un gran contingente bárbaro, formado por suevos, alanos y
vándalos, cruzaba los Pirineos y se adentraba en Hispania. En Galia se
había producido un cierto avance de la autoridad imperial, pues en el
año 411 el augusto Constancio derrotó al usurpador Constantino III y
restauró el poder del legítimo emperador Honorio. En esta misma línea,
una vez fallecido Alarico, el nuevo rey visigodo, Ataúlfo, firmó en el
412 un pacto con Honorio para abandonar la península itálica y asentarse
en el sur de Galia, con el fin de combatir a los burgundios en nombre
del emperador. En el 418, con el rey Walia, este pacto se extendería
también a Hispania, donde los visigodos, como federados (foederati) del
Imperio, pelearían contra suevos, vándalos y alanos, además de reprimir
la cada vez más importante revuelta bagáudica de la península ibérica.


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Los distintos asentamientos bárbaros

El foedus, como se ha podido comprobar, fue la primera arma no
militar a la que Roma acudió para paliar la amenaza invasora. Sin
embargo, la evolución de estos pactos también fue una de las causas por
las que los invasores acabaron por asentarse en territorio imperial. Los
primeros foedus solían incluir el pago, por parte de Roma, de cierta
cantidad de oro y grano para el sustento de las comitivias germánicas;
pero desde el mismo momento en que un foedus implicaba que el pueblo
bárbaro iba a asentarse en un territorio imperial para combatir a otro
enemigo en nombre de Roma, la esencia del foedus cambiaba. Desde su
fijación a finales del siglo IV en el Codex Theodosianus, la
hospitalidad imperial implicaba que cuando los bárbaros llegaba a un
territorio, las casas y posesiones de los habitantes de estas tierras
debían ser divididas en tres partes: la primera era elegida por el dueño
para sí, la segunda la elegía el bárbaro para él, y la tercera también
para el dueño. Este sistema de hospitalitas romana acabó por convertirse
en la base de los asentamientos de pueblos federados, sobre todo
visigodos y ostrogodos, de tal modo que en el siglo V, tras la
desaparición del imperio como poder, las diferentes legislaciones
bárbaras también se hicieron eco de este sistema para dividirse las
posesiones con la población romana. Sólo el freno legislativo a la
celebración de matrimonios mixtos, y en algunos casos el paganismo o
arrianismo de los invasores que contrastaba con el catolicismo romano,
oponía una barrera a la mezcla entre los distintos pueblos. La
hospitalitas romana controló las invasiones por una parte, pero acabó
dando la llave de entrada a los bárbaros a todo el territorio imperial.


A finales del siglo V, cuando la decadencia del Imperio de Occidente
propició la formación de los primeros reinos bárbaros, toda esa herencia
institucional, legislativa y administrativa procedente de Roma influyó
sobremanera en las incipientes construcciones que, con el paso del
tiempo, habrían de convertirse en los reinos europeos de la Edad Media.
En principio, los diferentes pueblos bárbaros se consideraron
continuadores de poder romano, y también la mayoría de ellos
reconocieron obediencia al emperador bizantino. Ostrogodos y visigodos,
por ejemplo, fueron fuertemente romanizados y mantuvieron todos los
cargos administrativos, a los que ampliaron con su concepción de la
jefatura militar de raigambre germánica; ambas influencias, romanista y
germanista, acabarían por conformar las monarquías altomedievales de
Europa, favorecidas por la paulatina mezcla de población de origen
romano y de origen germánico, muy frecuente ya en el siglo V. Tampoco se
debe olvidar que la progresiva cristianización de los bárbaros ayudó
también a formar la unidad institucional y poblacional.


La situación de Europa hasta la derrota de Atila

Los visigodos, claramente asentados en Hispania, derrotaron en el
campo de batalla a los alanos y a una rama de los vándalos (los
silingos). Por contra, los suevos se hicieron fuertes en la región
hispana actual de Galicia, y el otro linaje de los vándalos, los
asdingos, cruzaron el estrecho de Gibraltar y se asentaron en el norte
de África al mando del famoso caudillo Genserico. Los vándalos asediaron
Hipona (asedio en el que pereció San Agustín) y derrotaron a los
ejércitos del comes Bonifacio de Tracia, leal al gobierno de Rávena en
principio y, tras la rendición de Hipona en el 430, colaborador de
Genserico. Inmediatamente, el precario gobierno imperial firmó un foedus
con los vándalos, permitiéndoles su asentamiento norteafricano y
concediendo diversos títulos honoríficos para Genserico a cambio de que
continuasen llegando los envíos de grano a la península itálica. La
riqueza agrícola del norte de África no debía perderse bajo ningún
concepto, de ahí que Rávena se aprestase a negociar y a llegar a un
acuerdo.


Por lo que respecta a los burgundios, que habían cruzado el Rin con
suevos, vándalos, alanos y alamanes en el 406, se asentaron en el bajo
Rin hacia el mismo año de 430, en la antigua provincia romana de Máxima
Sequaniense. Para esta época, los burgundios ya habían comenzado a
absorber a los alanos asentados en el valle del Loira, aunque ambos
pueblos todavía eran distintos. Los asentamientos en esta zona fueron
posibles gracias a la mediación del general romano Aecio. Éste,
sustituto del papel preponderante en lo político que otro militar,
Estilicón, había detentado tiempo atrás, prefirió tener a los burgundios
como aliados debido a la mayor amenaza a la que se tuvo que enfrentar:
la nueva presencia de los hunos en Europa. Precisamente fueron los
burgundios, como narra una parte del Cantar de los Nibelungos, los
primeros en ser derrotados por los hunos en el 421. Los jinetes
esteparios, acaudillados por el famoso Atila y en compañía de otras
tribus (como los gépidos), ya no se contentaron con ejercer presión a
los pueblos del Danubio sino que invadieron la Europa continental en
busca de dinero y, en el caso de su régulo, de prestigio y cargos
imperiales.


La figura de Aecio fue crucial para la resolución de este nuevo
conflicto. Muchos de los historiadores latinos posteriores siempre le
reprocharon su origen huno, aunque para otros Aecio fue un romano que
había sido capturado por las hordas de Atila y obligado a pasar en la
corte bárbara su infancia. El general de Mesia tuvo la suficiente
inteligencia como para darse cuenta de que las tropas romanas, limitanei
y comitatenses, jamás podrían reducir a los hunos sin la ayuda de los
bárbaros. Aecio también observó que, frenada la amenaza vándala en el
norte de África, eran los hunos el verdadero problema para mantener el
orden en el imperio, así que trazó un plan directo: pactar con el resto
de pueblos bárbaros y presentar batalla conjunta a los hunos. Francos
salios (es decir, merovingios), visigodos, burgundios y alanos, además
del ejército romano dirigido por Aecio, acabaron encontrándose con la
confederación de hunos (pero también gépidos, rugios y otros pueblos
orientales, entre ellos los ostrogodos), en los Campos Cataláunicos o
Campus Mauriacus, en las cercanías de la actual ciudad francesa de
Chalons. Allí, el 20 de junio del año 451, se libró una batalla decisiva
en el devenir de Europa, en la que los hunos salieron derrotados y el
Imperio Romano, aparentemente, se había librado de su mayor enemigo.
Realmente, quienes habían salido beneficiados eran los pueblos bárbaros,
plenamente consciente de que, desaparecido Atila, el ejército imperial
no era enemigo para ellos.


La decadencia de Roma y los primeros reinos bárbaros

Y mucho menos lo sería después de que, al igual que había sucedido
con Estilicón, las envidias del emperador Valentiniano III deparasen en
el año 454 el asesinato de Aecio de Mesia. A partir de la muerte del
bravo vencedor de Atila, la descomposición imperial fue imparable: el 16
de marzo de 455, dos bucelarios de Aecio, Optila y Tharausila,
asesinaron a Valentiniano III en venganza por la muerte de su señor. El
fin de la dinastía teodosiana contribuyó a que todos los pueblos
bárbaros que habían firmado foedus con Roma no se sintieran obligados a
cumplirlos, factor decisivo al que se unió el caos político del Imperio
de Occidente, que conoció en dos décadas un sinfín de emperadores-títere
elevados por distintas facciones políticas que se repartían el poder.
La aceleración progresiva del caos sólo tuvo fin en el año 476, en que
Odoacro, régulo de los hérulos pero que se había acomodado en el
ejército romano, depuso a Rómulo Augústulo, hijo del general Orestes (el
verdadero gobernador de Roma). Tradicionalmente, la fecha de 476 es
señalada como el final del Imperio Romano de Occidente. Y, desde luego,
la tradición tiene algo de verdad: el proceso de barbarización o
germanización imperial había llegado a su momento más álgido, pues
Odoacro, en tanto que dominador de Italia, se enfrentó al resto de
pueblos bárbaros limítrofes, principalmente a los ostrogodos, pero ya no
en nombre del imperio, sino de su propio reino. Aunque las estructuras
de poder se mantuvieron casi intactas, Roma había desaparecido para dar
paso a los reinos bárbaros.


El primer reino, aunque efímero, fue el de los hérulos confederados.
Al mando de Odoacro, el dominio hérulo llegó a extenderse por toda
Italia (salvo el noroeste) y hasta Dalmacia y el Nórico por el noreste.
Odoacro tuvo que luchar contra los ostrogodos (la otra rama de los
godos) quienes, dirigidos por el linaje de los Amalos y después de haber
peleado a favor de Atila en los Campos Cataláunicos, firmaron un foedus
en el año 455 con el emperador de Oriente, Zenón. Se les permitió
establecerse en Panonia, pero su expansión por el Ilírico, Tracia y
Macedonia acabó por empujarles hacia la península itálica. Así, en el
493, Teodorico logró pactar el reparto de Italia con Odoacro, dos días
antes de asesinarle para convertirse en dueño del país transalpino. De
esta forma, los ostrogodos se convirtieron en los dominadores de toda la
península itálica en el siglo V, incluida Sicilia, que había sido
recuperada por Odoacro a los vándalos poco antes de fallecer.


Por lo que respecta a los vándalos, su dominio del norte de África
era absoluto, de modo que se atrevieron a expandirse por el Mediterráneo
hasta llegar a Córcega, Cerdeña y Sicilia. No obstante, nunca
pretendieron otra cosa que no fuera el botín y la rapiña, conformándose
en líneas generales con sus posesiones africanas. En este territorio,
los descendientes de Genserico se enfrentarían por alcanzar el poder del
reino hasta que en el 534, en plena operación de Renovatio Imperii
Romanum del emperador bizantino Justiniano, el general Belisario acabó
con el reino vándalo y restauró la autoridad imperial.


En las Galias y en Hispania la situación también estaba clara. Los
francos, que en el siglo IV habían estado asentados en la cuenca del
Rin, avanzaron hacia las Galias aprovechando el desconcierto imperial y
lograron hacerse con el control de aproximadamente toda la actual
Francia, salvo un pequeño núcleo de dominación romana en los alrededores
de Soissons dirigido por el dux Siagrio, autoproclamado Rex Romanorum.
En el 486, el rey de los francos Clodoveo, derrotó a Siagrio y el
control franco de las Galias sólo era discutido por los visigodos. Pero
la verdadera expansión franca se produjo entre los siglos VI y VII, no
ya como pueblo invasor sino como reino que intentaba ampliar su dominio,
de ahí que las operaciones francas de conquista no sean consideradas
invasiones en sentido estricto (aunque alguno de los estudiosos de la
época, como L. Musset, sí lo haga).


Los principales enemigos de estas campañas expansivas francas fueron
los visigodos. Asentados en la Galia Narbonense y en Hispania desde los
pactos del 412, continuarían dominando toda Aquitania hasta que en el
507 la victoria de Clodoveo sobre Alarico II en la batalla de Vouillé,
acabó relegando a los visigodos a Hispania. El expansionismo franco
continuaría con la absorción del otro reino creado a finales del siglo
V, el de Burgundia (embrión del condado francés de Borgoña), que en esa
misma época se expandió hasta llegar a Lyón y al sur del Ródano. En
Hispania, incluyendo la incorporación del antiguo reino suevo de
Galicia, los visigodos crearían uno de los más prósperos reinos bárbaros
hasta que en el siglo VIII fueron barridos por el Islam.


Por último, en las Islas Británicas el dominio de los invasores fue
total durante los siglos IV y V, en especial el de pictos y escotos
sobre los territorios actuales de Escocia e Irlanda. En la actual
Inglaterra resistían las incursiones la población romana y los
autóctonos britanos, pero uno de los reyezuelos britanos, Vortingern,
solicitó la ayuda de los sajones. Los miembros de este pueblo germano,
oriundo de la península de Jutlandia, entraron a formar parte de
comitivas guerreras dirigidas por Vortingern hasta que, en el 455, la
aristocracia sajona se rebeló contra los britanos y conquistó
rápidamente todo la antigua Britania romanizada. Como curiosidad, hay
que decir que la archifamosa leyenda medieval británica sobre el rey
Arturo nace en esta época, en la que está documentado un caudillo
britano aproximadamente homónimo luchando contra los invasores sajones,
anglos y jutos. Estos pueblos, para los que Beda el Venerable es la
principal fuente de información escrita, formaron los últimos reinos
bárbaros de Europa, la llamada Heptarquía Británica, que consistió en la
división de las islas en siete reinos: Kent, Hampshire y Wigh (de
predominio juto), Anglia Oriental y Northumbria (de predominio anglo) y
Sussex, Wessex y Essex (de predominio sajón).


A su vez, y debido al dominio invasor de la isla, grandes
contingentes de britanos cruzaron el mar con dirección a la Europa
continental, hacia la península de Armórica, donde se establecieron
sometiendo a las poblaciones celtas autóctonas y luchando contra el
reino franco en el sur. Estos britanos establecidos en la Armórica, a la
que dieron el nombre de Bretaña, protagonizaron la primera de las
grandes migraciones o invasiones bárbaras del siglo VI. Como se verá a
continuación, no fue la única.


Segunda oleada de invasiones (siglos VI-VII )

Es necesario decir, antes de comenzar el desglose de las llamadas
“segundas invasiones”, que los movimientos de migración fueron
constantes en Europa desde el siglo III, lo que, más allá de otras
consideraciones, implica el hecho de que los asentamientos originarios
de los primeros invasores fueron a su vez ocupados por otros pueblos
bárbaros mientras aquellos cruzaban los distintos limes. Algunos de
estos pueblos, como sus antecesores, se atrevieron a cruzar las nuevas
fronteras y a poner en entredicho los nuevos reinos establecidos.
También es preciso decir que durante el siglo VI se vivió cierto
retroceso del poder bárbaro, debido a la agrevisa política expansionista
del emperador bizantino Justiniano. Esta operación, denominada
Renovatio Imperii Romanum, produjo una vuelta al control imperial, no de
Occidente pero sí de Oriente, de muchas zonas que en la centuria
anterior habían sido dominadas por invasores. Pese a ello, y como se ha
dicho anteriormente, diversos pueblos protagonizaron nuevas invasiones
en el transcurso de los siglos VII y VIIII.


Lombardos y ávaros

Los primeros, y más importantes, fueron los lombardos o longobardos,
llamados así por su costumbre de tener largas barbas. De su primitiva
Escandinavia habían pasado al curso del río Elba en tiempos del
emperador Tiberio, y desde allí ocuparon el lugar en el limes del
Danubio, esto es, entre Panonia y el Nórico, que dejaron visigodos y
ostrogodos en el siglo V. Dirigidos por sus legendarios reyes Wacho y
Waltari, a partir del 507 los lombardos se expandieron por la costa
dálmata hasta llegar a Retia y Panonia, conquistando los territorios que
corresponden a las actuales Croacia, Eslovenia, Hungría y Austria.
Después de derrotar y asimilar a contingentes de otro pueblo bárbaro
(los ávaros), el emperador Justiniano les concedió el estatuto de
foederati (federados) para que controlasen las incursiones de los
gépidos en Panonia. A lo largo del siglo VI, los lombardos ensancharon
sus lazos con ávaros, gépidos e incluso bizantinos hasta llegar a
plantearse una gran alternativa: la conquista del reino italiano de los
ostrogodos. Guiados por su rey Alboino, en el 569 tomaron Mediolanum (la
actual Milán) y comenzaron a dominar el valle del Po hasta acabar (o
asimilar, en la mayoría de los casos) con los ostrogodos. A lo largo del
siglo VII, con el famoso edicto de Rotario, los lombardos se
cristianizaron y comenzaron a disputarse la influencia de Italia con los
poderosos francos merovingios. Como en tantos otros casos, la llegada
de Carlomagno al trono franco fue responsable de la asimilación del
reino lombardo dentro del Imperio Carolingio, después de la rendición de
Desiderio en el año 774.


Como ya se citado anteriormente, los principales enemigos de los
lombardos en su primigienia expansión balcánica fueron los ávaros, un
pueblo de origen caucásico que, desde la meseta del Turquestán, fue
obligado a emigrar a Europa continental por la presión del Imperio
chino, sobre todo después de la desaparición del reino asiático de los
hunos. Los ávaros, expertos jinetes esteparios, llegaron al Volga hacia
el año 530 (no sin antes haber sitiado Constantinopla en el 526), y
desde ese río se lanzaron a la conquista de los Balcanes, donde lucharon
contra lombardos y búlgaros. Su dominio entre el margen izquierdo del
Danubio y el río Tisza llegó a su culminación en el año 582, con la
conquista de las ciudades de Sirmium y Singidinum (la actual Belgrado
yugoslava). A lo largo del siglo VII, los ávaros, aliados con
contingentes alanos, atacaron tanto a Constantinopla como a los francos,
con quienes eran fronterizos en el noroeste de la actual Bulgaria. Sólo
la rebelión búlgara del caudillo Kubrat, y la llegada de Carlomagno al
poder franco (ya en el siglo VIII), acabaron con las temibles correrías
de los jinetes ávaros, que asolaron la Europa de su tiempo. Estas
cabalgadas se pueden dar por finalizadas a partir del año 796, cuando
las tropas de Carlomagno destruyeron el centro neurálgico (ring) de los
ávaros.


Alamanes y bávaros


Habíamos dejado a los alamanes en el siglo V, cuando cruzaron el
limes del Rin en compañía de suevos, burgundios, vándalos y alanos. Un
grupo numeroso de ellos, posiblemente aliado con los turingios, no se
alejó demasiado del limes renano, estableciéndose entre los Agri
Decumates y Retia, y al norte de los ríos Néckar y Main, llegando hasta
el lago Constanza por el este. Estos territorios conforman la parte
central de la actual Alemania, la Germania clásica de la Antigüedad. En
el siglo VI los alamanes cayeron bajo control de los francos y fueron
paulatinamente absorbidos por ellos, salvo un pequeño grupo establecido
en la antigua provincia romana de Retia (sur de Alemania), que se mezcló
con un nuevo pueblo germano protagonista de migraciones en el siglo VI:
los bávaros.


También llamados bajuwaros o baioras, sus orígenes son realmente
inciertos. Se sospecha que los bávaros estaban formados por tribus
autóctonas de origen celta, fuertemente romanizadas, que sufrieron
aportes de población germana entre los siglos III y VI, principalmente
de alamanes, marcomanos y cuados (estos dos últimos procedentes de
Bohemia y Moravia, respectivamente). Hacia finales del siglo V ya habían
peleado contra godos y lombardos, pero fue en el 551 cuando saltaron de
la antigua provincia de Retia y se expandieron entre los ríos Iller,
Danubio y Lech, llegando a dominar prácticamente todo el actual estado
alemán de Baviera (que les debe su nombre). Su principal caudillo,
Garibaldo, estaba emparentado por matrimonio con Wacho, el caudillo
ávaro, y tomó el título de dux (duque). Durante los siglos VII y VIII,
los bávaros formaron un sólido estado que protegió a la Europa
continental de las temibles correrías de ávaros y otros pueblos eslavos.
Merced a ello, los francos merovingios mantuvieron una sólida amistad
con ellos, hasta el punto de que sus aristocracias dirigentes
emparentaron en época de Pipino el Breve. En el siglo VIII se produjo
una rebelión de Tasilo o Tasilón III, duque de Baviera, contra su primo
Carlomagno, pues se negó a reconocer el pacto de vasallaje firmado por
sus antecesores y mediante el cual se admitía la primacía de los francos
sobre los bávaros. De esta lucha, al igual que en otros casos
similares, salió victorioso el futuro emperador, que, en el 788, con la
prestación de homenaje por parte de Tasilón, acabó con el gobierno
independiente de los bávaros y provocó la integración de Baviera en el
próximo imperio carolingio.


Turingios y sajones

Los turingios, en principio, presentan muchos rasgos comunes con los
suevos, por lo que en muchas ocasiones se tiende a identificarles como
el mismo pueblo. No obstante, los turingios descendían de los antiguos
hermunduros y, por tal razón, establecieron su zona de influencia en la
amplia zona comprendida entre los ríos Saale y Danubio, con el macizo
del Harz como posesión más preciada. En los primeros años del siglo VI,
los turingios, encabezados por su rey Bisino, emprendieron una campaña
de conquistas en las regiones de Moravia y Franconia, convirtiendo la
actual ciudad de Weimar en la capital de un próspero reino enriquecido
por contactos comerciales. Durante casi un siglo, lombardos y francos
pactaron mediante acuerdos y compromisos matrimoniales una amistad con
los turingios, pues ambos poderosos reinos ansiaban el control de la
zona de tránsito controlada por los primeros. No obstante, la decadencia
de los turingios comenzó casi inmediatamente después de la muerte de
Bisino, tal como recoge de nuevo el Cantar de los Nibelungos. La mayor
parte del reino fue convertido en un protectorado de los francos hacia
finales del siglo VI, pero otro pueblo también se aprovechó de esta
decadencia para incorporar parte de sus territorios a su dominio: los
sajones.


La migración sajona hacia las islas británicas a principios del siglo
V no fue total, sino que una parte bastante amplia de sajones no
abandonó su primitivo asentamiento en la península de Jutlandia, lugar
desde el cual, en el siglo VI, llevaron a cabo diversas expediciones de
rapiña y saqueo por el litoral de las Galias, dada la pericia navegante
de este pueblo. En principio, se aliaron con los francos merovingios
para repartirse el territorio dominando por los turingios, pero hacia
principios del siglo VII las invasiones sajones en el norte del reino
franco obtuvieron una violenta respuesta. Bien avanzado el siglo VIII,
Carlomagno obtendría el vasallaje de Widukin, caudillo sajón, poniendo
freno a las migraciones de este pueblo e incorporando el dominio
territorial de Sajonia al imperio carolingio, el poder que, a la postre,
acabó engullendo a gran parte de los pequeños reinos bárbaros de la
Europa continental.


Pueblos bárbaros en las fronteras orientales

La desintegración del reino de los hunos después de las luchas
internas desatadas a la muerte de Atila provocaron que, como en la
Europa continental, otros pueblos ocupasen su lugar en la Europa del
Este, en la amplísima zona comprendida entre los Urales y la cuenca
panónica. Los primeros fueron los sabiros, pueblo estepario que emigró
desde Siberia al norte del Cáucaso y que, durante el siglo VI,
protagonizó diversos enfrentamientos con el imperio bizantino en la
orilla este del mar Negro. A su vez, la migración de los sabiros provocó
que otro pueblo de las estepas, los uguros o ugros, abandonasen los
Urales y, siguiendo el curso del río Volga, penetrasen con fuerza en los
Balcanes durante los años finales del siglo VI. Posteriormente, durante
los siglos VII y VIII, los ugros serían absorbidos por búlgaros y
húngaros, contribuyendo decisivamente a la formación de estos
principados medievales.


Contrariamente a lo que pudiera pensarse, el origen de los búlgaros
no es eslavo sino asiático, a pesar de que su profunda eslavización
posterior acabó por asimilarles completamente, incluida la lengua. El
pueblo búlgaro abandonó su primitivo asentamiento en la actual Ucrania a
finales del siglo VI para, al hilo de los nuevos movimientos
migratorios, cruzar el Danubio y ocupar la antigua provincia de Mesia
hacia el año 680, bajo el mando de su caudillo Asparuch. Los búlgaros
formaron un reino más o menos estable hasta el siglo XII, lo que da
buena cuenta de su potencial; durante estos años, sus competidores más
habituales fueron los jázaros, un pueblo escita procedente de la meseta
irania, que irrumpió entre el mar de Azov, el río Don y el curso medio
del Volga para presionar fuertemente al imperio bizantino entre los
siglos VII y VIII. Los jinetes jázaros, muy avezados en las expediciones
de saqueo y rapiña, fueron tan temibles para los bizantinos como los
ávaros lo habían sido en la Europa continental. Además de todos estos
pueblos citados en esta parte, un sinfín de pequeños grupúsculos de
origen paleoturco se asentó durante los siglos VI y VII en las fronteras
orientales de Bizancio, mostrándose siempre dispuestos a penetrar en
territorio imperial cuando las condiciones fueses propicias.


Los eslavos

La primera mención a los pueblos eslavos procede del texto de
Jordanes, hacia mediados del siglo VI; para esta época, los eslavos
(sclavones o sclavi en los textos latinos) aparecen situados entre el
Danubio marítimo y las cuencas de los ríos Dniéster y Vístula. Cerrados
por los pueblos turcos en el mar Negro, la gran expansión eslava comenzó
a finales del siglo VI en dirección a la llanura germanopolaca y, en
especial, hacia el sur, hacia los Balcanes. Los eslavos carecían de una
estructura unitaria, y las tribus se agrupaban según el esquema clásico
de la gentilitas germánica, alrededor de un caudillo (knyaz) y con
intenciones sobre todo de botín militar. Por ello, bajo la etiqueta de
eslavos se agrupaban diferentes tribus que protagonizaron una imparable
expansión por Europa: eslovenos (asentados entre Rusia y los Alpes
orientales), wendos (entre Bohemia y el mar Báltico), croatas (entre
Iliria y Silesia, y también en Bohemia), servios (en el centro de los
Balcanes), sorabos (en la antigua región de Lusacia) y narentanos
(asentados a lo largo de la costa dálmata). En los primeros años del
siglo VII, los eslavos habían llegado a Macedonia y sitiaron Tesalónica
en época del emperador Heraclio. La Iliria interior fue su siguiente
zona de expansión, hacia el 641, intentando llegar a Italia a través de
Apulia. Algunas tribus se establecieron en el valle del río Neretva,
donde saqueron constantemente los convoyes comerciales que cruzaban los
estrechos asiáticos entre Grecia y el Imperio Bizantino. Finalmente, en
el 688, el emperador bizantino Justiniano II firmó varios acuerdos con
las tribus eslavas, mediante los que reconocía sus asentamientos a
cambio de que se declarasen vasallos del emperador. A partir del siglo
VIII, los eslavos comenzaron a solidificar sus estados en los Balcanes
(pero también en Rusia y en Polonia) gracias a la paz firmada con
Justiniano II.


Últimas invasiones (siglos VIII-XI)

Hacia finales del siglo VIII, el período de grandes invasiones en
masa puede darse por finalizado, debido, sobre todo, a la consolidación
de dos fuertes poderes: el imperio carolingio, en Occidente, y el
imperio bizantino, en Oriente. También habría que contar, en Asia y en
el norte de Africa, con la expansión del Islam, que llegó incluso a
poner en aprietos a los francos después de que los musulmanes
conquistasen el reino visigido de Hispania y cruzasen los Pirineos. Por
otra parte, después de siglos de mezcla entre población bárbara y
población romana, los pequeños reinos y territorios europeos también
comenzaban a dar muestras de suficiente solidez. Todo estos factores,
evidentemente, propiciaron el fin de las migraciones en masa, pero no el
fin de las invasiones, que se siguieron produciendo, con menor
importancia y mayor espectro temporal, durante casi toda la Edad Media,
especialmente en aquellas zonas donde la dominación de carolingios y
bizantinos era menor.


Nuevas migraciones de jinetes nómadas

Los magiares, un pueblo de origen ugrofinés, irrumpieron con fuerza
durante el siglo VIII y protagonizaron diversos asentamientos en los
Balcanes y en Hungría, donde se mezclaron con los ugros para dar lugar
al actual pueblo húngaro. En el año 889 su dominio de la zona de Ucrania
se vio puesto en entredicho por los pechenegos, por lo que los
magiares, dirigidos por el caudillo Arpad, se dirigieron hacia Panonia a
través de los Cárpatos, lo que se convertiría en su asentamiento
definitivo. En las primeras décadas del siglo X, los magiares llevaron a
cabo operaciones de pillaje por toda Europa continental, llegando a
saquear Pavía (901), Borgoña (911) y Lorena (917), de donde pasaron a
las regiones alemanas de Baviera y Sajonia. En el año 955 se produjo un
acontecimiento decisivo en la historia europea altomedieval: el
incipiente imperio germánico, al frente del cual se encontraba Otón I,
derrotó a los magiares en la batalla de Lechfeld. Con esta victoria, el
imperio alemán tomaba el relevo del carolingio como potencia política y
militar de Europa, mientras que la última gran amenaza invasora
continental, la representada por los magiares, quedaba reducida a la
actual zona de Hungría, donde encontrarían competencia en los búlgaros.


Los magiares, durante los años finales del siglo IX, se vieron
desplazados de la actual Ucrania, es decir, de la zona comprendida entre
los ríos Ural y Volga, por culpa de la llegada de nuevos pueblos
nómadas de origen turco: pechenegos y cumanos. Después de empujar a los
magiares hacia Panonia, los pechenegos tuvieron una importantísima
presencia en el territorio comprendido entre la desembocadura del
Danubio y el curso inferior del Volga, donde protagonizaron frecuentes
expediciones de rapiña contra los principados rusos de Kiev y Novgórod.
Su presencia amenazante hizo que el imperio bizantino intentase sin
éxito lograr su cristianización, previo paso a la dominación de sus
estados; a partir del siglo XI, en época del emperador bizantino Alejo
Comneno, la amenaza pechenega se desbarató al disgregarse sus miembros
en bandas autónomas más fácilmente controlables.


Por lo que respecta a los cumanos, sus orígenes parecen situarse en
Siberia, pero a su llegada a Europa la mezcla entre sus miembros era
amplísima, arrastrando con ellos a pequeños elementos de otras tribus
iranias y ugrofinesas. Hacia el año 1080 recorrieron todo el curso del
río Dniéper, saqueando y arrasando cuantas poblaciones se encontraron a
su paso, incluidos a rusos, pechenegos y magiares. Las incursiones de
los cumanos en la Tracia fueron un peligro constante para el imperio
bizantino, muy mermado militarmente después de la derrota sufrida en la
batalla de Manzinkert (1071) ante los turcos selyuquíes. El centro
neurálgico del estado cumano parece haber sido la zona comprendida entre
los Cárpatos y el lago Baljach, donde establecieron su cuartel general y
desde donde procedían sus expediciones de rapiña. Allí les sorprendió,
hacia el año 1239, una fuerza mucho más poderosa que les aniquiló por
completo: los mongoles.


Varegos y eslavos en Rusia

Hacia el siglo VIII, otro gran contingente eslavo, desde su primitivo
asentamiento, avanzó por la taiga siguiendo el curso del río Don hasta
llegar al mar de Azov, donde a lo largo del siglo X fundaron el
principado de Tmutorakán, uno de los primeros reinos rusos
independientes. En esta fase de construcción de lo que sería la futura
Rusia medieval también tuvieron una importante presencia los varegos, un
pueblo de origen escandinavo, protagonista de uno de los últimos
coletazos invasores de Europa. Desde su primitiva Escandinavia, los
varegos demostraron ser tan avezados mercaderes como expertos guerreros,
lo que les llevó a penetrar en Kiev y Novgórod al mando de sus primeros
caudillos conocidos: Oleg Rurikovich, que en el 882 conquistó el
principado de Kiev, y Piotr Rogvolod, príncipe de Polotsk, un extenso
territorio forjado en torno al alto curso del río Dvina. Ambos linajes
de príncipes varegos, Rurikovich y Rogvolod, protagonizaron gran parte
de la historia de Rusia hasta el siglo XVI, una Rusia que tiene su
origen precisamente en esta migración de varegos acontecida a finales
del siglo IX. Varegos y eslavos acabaron por fundirse con otros
elementos autóctonos (como jázaros y búlgaros) para dominar toda la
actual Rusia, aprovechando también la decadencia bizantina tras la
derrota de Manzinkert (1071).


Un caso atípico: los vikingos

Los pueblos del mar del Norte, asentados en las actuales Noruega,
Suecia y Finlandia, habían permanecido un tanto ajenos a los movimientos
migratorios continentales, salvo algunos choques a principios del siglo
VI contra frisones y jutos. La explosión demográfica, la riqueza de sus
vecinos y la pericia en el arte de navegar de los escandinavos fueron
las razones que les llevaron a protagonizar diversas campañas de saqueo y
rapiña. Las expediciones vikingas conforman una doble vertiente: por
mar, la única pretensión era la del botín; por tierra, o por cursos
fluviales continentales, la pretensión era hallar tierras donde
asentarse.


Es mucho más conocida la primera vertiente, la que hizo de la amenaza
vikinga una de las más temibles en la Europa altomedieval: los vikingos
saquearon las costas de Inglaterra (786-796), Irlanda (797), Galia
(799) e Hispania (802-813), llegando incluso hasta el Mediterráneo. Por
lo que respecta a la expansión continental, los vikingos ocuparon
Schleswig hacia el 810, entrando en dura pugna contra los francos que
acabaron por utilizar Sajonia como una frontera entre ellos y los
temidos vikingos. La ferocidad vikinga, los suplicios a que sometían a
sus víctimas y toda una amalgama de leyendas creadas a su alrededor
imprimeron en la conciencia colectiva europa una imagen terrorífica de
los vikingos. Las incursiones continuaron asolando Europa hasta el siglo
X; Alfredo el Grande, rey de Inglaterra, les detuvo en las islas
británicas, así como Carlos el Calvo lo hizo en Galia. En el caso de las
expediciones orientales, los vikingos acabaron por mezclarse con
varegos y eslavos para formar los principados rusos.


A finales del siglo X y principios del XI, una nueva oleada de
incursiones de piratas vikingos arrasó Europa: Southamton (980), Londres
(994), Santiago de Compostela (968), Sevilla (971) y Asturias (1013).
Pero para esta época, los reinos altomedievales ya estaban plenamente
establecidos en Europa y no había ningún asentamiento violento. La época
de las invasiones se puede dar prudentemente por finalizada hacia el
siglo XI. La última excepción tuvo lugar en plena Edad Moderna, en el
siglo XVII, cuando un nuevo pueblo mongol, los calmucos, invadió los
límites del imperio otomano, estableciendo su zona de control en la
estepa oeste del curso bajo del Volga.


Consideraciones finales

La Historia de Europa durante un milenio y medio se aproxima con
bastante fidelidad a las palabras de uno de los máximos estudiosos de
esta época, L. Musset (Las oleadas germánicas, p. 17):


“En la región de las estepas aparecen pueblos, que vienen de alguna
parte que no se conoce demasiado, situada hacia el Oriente.
Insignificantes primero, enseguida forman una bola de nieve y penetran
en dirección al oeste. Forman un Estado más o menos sólido, alcanzan
cierta prosperidad, que crea envidiosos; éstos acuden del este para
destruirlo todo, y el pueblo ayer potente se desvanece aún más aprisa
que había aparecido”.


Las invasiones germánicas cambiaron por completo la faz del Viejo
Continente en diversas etapas. La primera oleada hundió para siempre el
poder alcanzado por el Imperio Romano de Occidente; en lugar de un
fuerte poder central autoritario, surgieron unos pequeños núcleos que
con el paso del tiempo conformarían los primeros reinos de la Alta Edad
Media. La segunda oleada de invasiones decretó, por un lado, la
recuperación del Imperio Romano de Oriente como una fuerza política de
importancia en Europa, a la vez que encumbró a uno de los primitivos
invasores, los francos, como representantes de ese centralismo anterior.
El Imperio Carolingio acabó admitiendo en su seno a la gran mayoría de
pueblos y territorios formados por la eclosión de la segunda oleada de
migraciones en la Europa continental. Por lo que respecta a la tercera,
fue defenestrada por el embrión de lo que más tarde sería el Imperio
Germánico, heredero a su vez del Imperio Carolingio. Pero, después de
casi un milenio de movimientos migratorios, prácticamente en el noventa
por ciento de los casos la población germánica se había mezclado con la
de origen romano, dando lugar a unas entidades territoriales que, grosso
modo, son bastante similares a las existentes en la Europa de
principios del siglo XXI, en cuanto a su extensión territorial y
características étnicas de la población.


En cuanto al aspecto socioeconómico, la descentralización del poder
caminó pareja a la extensión de vínculos de fidelidad personal entre un
estamento que ostentaba la preeminencia política y militar (potentiores
en las fuentes romanas bajoimperiales, es decir, los bellatores de la
sociedad feudal clásica) y las capas de población menos favorecidas
(humiliores, esto es, los laboratores). Como también los invasores
germánicos contaban con una institución, llamada por los latinos
comitatus, basada en la fidelidad de unos guerreros a su jefe, ambas
cuestiones mezcladas dieron lugar al feudalismo como sistema de
articulación social preponderante en la Edad Media, la época
historiográfica subsiguiente. Se trata, por supuesto, de la otra gran
novedad introducida en Europa después de las migraciones germánicas.


A pesar de todos estos cambios, todas los reinos, imperios o
principados formados después de la caída del Imperio Romano se
consideraron a sí mismos como continuadores de él. Teniendo en cuenta
siempre la llegada de elementos nuevos (germánicos), la cultura, el arte
y la religión siguieron siendo eminentemente latinos, como puede
apreciarse en la labor legislativa de los pueblos bárbaros. Muchos de
estos aportes conforman la base de los sistemas legislativos actuales de
Occidente.


Por último, tampoco debemos olvidar el papel desempeñado por el
cristianismo en la época de las invasiones. Para ciertas corrientes de
la historiografía en los siglos XVIII y XIX, en especial las de
ideología liberal-burguesa y ferozmente anticlericales, la sustitución
del panteón politeísta romano clásico por el culto monoteísta del
cristianismo fue uno de los factores destacados de la crisis del Bajo
Imperio. A lo largo del siglo XX, la coincidencia temporal de estos
procesos (extensión del cristianismo, crisis imperial e invasiones
bárbaras), ha tenido una explicación contraria, destacando que,
desaparecido el Imperio como institución universalmente aceptada,
precisamente fue el cristianismo, al que muy pronto se convirtieron
todos los pueblos invasores (sea en la ortodoxia católica o en distintas
herejías), el único factor de cohesión de la Antigüedad Tardía y la
Edad Media. En un primer momento, cabe destacar que la cristianización
de los pueblos bárbaros fue primordial para la fusión de elementos
latinos y germanos. Posteriormente, también el cristianismo, como factor
de cohesión entre la herencia latina y la novedad germánica, sería el
germen de la gran importancia que el Papado tendría en la Edad Media,
como heredero de la tradición imperial romana, en dura pugna con el
Sacro Imperio Romano Germánico. Naturalmente, tampoco hay que olvidar
que la cristianización fue paralela a la alfabetización de los europeos,
y que en gran parte fueron religiosos quienes mantuvieron viva la llama
de la cultura latina para que pasase a la posteridad.


En definitiva, la Edad Media, tal como la conocemos hoy día, tiene su
embrión global en los siglos III-V, con las distintas evoluciones de
los siglos inmediatamente posteriores. Y, evidentemente, son las
invasiones o migraciones bárbaras el elemento más destacado de ese
complejo binomio ruptura-continuidad entre la Edad Antigua y la Edad
Media en la historia del Viejo Continente. Más que una época, las
invasiones germánicas comprenden un concepto historiográfico que ha sido
estudiado desde la propia Edad Media, y es de esperar que así siga
siendo por una razón principal: todavía quedan muchas incógnitas que
resolver en una época fascinante por aunar tradición y modernidad a
cantidades iguales, época o concepto que fundamenta gran parte de las
estructuras actuales de Europa.


Fuente: Britanica







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