lunes, 8 de agosto de 2016





1.2. HIRAM, EL ARQUITECTO DEL PRIMER TEMPLO
Por Manuel Ayllón Campillo, Dr. Arquitecto



Salomón, tras recibir en el sueño las instrucciones de JHWH, al
respecto de iniciar las tareas de construcción del Templo, las emprende
siguiendo las instrucciones dadas por el viejo profeta Natan. Para
comenzar estos trabajos Salomón, que gobierna un pueblo de pastores
trashumantes, no asentados y, por lo tanto, no instruidos en el arte de
construir, recabará los esfuerzos de un hombre versado en estas artes y,
por ello, lo reclamará de allí donde estos oficios son casi sagrados y
sirven al poder para mejor expresar su esplendor: de Egipto. En señal
del pacto, Salomón casará con la hija del faraón Saimón, que se
desplazará a vivir en Jerusalén conservando su religión y levantando con
ello las primeras críticas de los levitas al nuevo estado de las cosas
en Israel.


El emperador egipcio designará a un experimentado arquitecto de
nombre Hiram-Habib (Hiram el Fundidor) para el trabajo de construir el
Templo en Jerusalén. Como ya se ha dicho de la enemistad a niveles
populares entre egipcios e israelitas, cosa que no sucede a nivel de
gobernantes, conviene en que ese arquitecto que viene de Egipto y, por
lo tanto, está instruido en las técnicas de la cantería, el arte de
fundir metales, los secretos de la geometría y conoce de los modos de
organización en los capataces, maestros, albañiles y aprendices,
disimule su verdadera nacionalidad y la esconda bajo la lengua y los
modos de un fenicio, país vecino y amigo de los israelitas. Los fenicios
intervendrán de manera decisiva y peculiar en esta historia y es de
manera no ajena a aquellas características conductas que se han dado en
llamarse "fenicias" cuando hacen referencia al talante mercantil y
negociador. Ya entonces se procuraba tan laborioso e ingenioso pueblo en
labrarse una fama en la historia. Sucedía, a la sazón, que el pueblo
israelita, gente nómada y del pastoreo -al menos hasta entonces-,
necesitaba de maderas y metales para construcción de su Templo y al ser
Galilea tierra pobre en ambas riquezas procuraron el concurso del
comercio fenicio para procurar allegar tales materiales. A tal fin, los
fenicios convinieron con Balkis, la reina de Saba, que su reino
proveyera los metales, ellos proveerían de las maderas de sus cedros e
instrumentarían la operación comercial aceptando en pago las
producciones agrarias y ganaderas de los israelitas. Cobrarían una
comisión a Salomón y otra a la reina de Saba por la mediación, darían
trabajo a su flota y venderían la madera de los bosques libaneses. ¡Todo
un negocio!. Los israelitas pagaban al rey de Tiro veinte mil fanegas
de trigo y veinte mil cántaras de aceite por año. Además permitirían que
el arquitecto enviado por los egipcios adoptara la nacionalidad fenicia
al decir ser hijo de padre fenicio y madre de la tribu de Neftalí y
tomara el nombre del entonces rey fenicio, curiosamente también llamado
Hiram.


Y en estas llegó a Jerusalén el arquitecto Hiram-Habib para emprender
los trabajos de construcción del Templo, según las instrucciones que se
tenían desde las profecías de Natan, de las instrucciones particulares
de Salomón y de las características específicas del Tabernáculo, hasta
entonces trashumante, que albergaba el Arca de la Alianza. El Templo
habría de ser el nuevo Tabernáculo. Por cierto y al hilo de la capacidad
de evocación que esta materia ha tenido entre los arquitectos de todos
los tiempos, conviene repasar los dibujos de Le Corbusier sobre ese
Tabernáculo.


Cuando Hiram llegó a Jerusalén su primera tarea fue la de organizar a
los israelitas en gremios y oficios con los que emprender los trabajos.
A tal fin, comenzó instruyendo a unos cuantos, que a su vez instruyeron
a otros y estos a muchos más con objeto de instruir a los israelitas en
labores para ellos desconocidas como tallar y pulir la piedra,
transportarla, fundir los metales, fabricar los instrumentos, cortar y
ensamblar finamente las maderas, trabajar las piedras duras, fabricar
poleas y cabestrantes, conducir el agua, acopiarla, mover las tierras y,
sobre todo, entender las ordenes y establecer unos códigos de
representación y lenguaje para comunicar y transmitir el oficio para
ejecutar todas estas nuevas tareas, nuevas al menos para los israelitas.
Por ello, bajo el mando de Adonirán -persona de la confianza de
Salomón- se enviaron a Tiro, a perfeccionarse en estas artes, a treinta
mil hombres, en tres turnos de diez mil cada mes. Al final del proceso
de instrucción y organización había tres mil trescientos capataces de
obras, o maestros, treinta mil obreros especializados, setenta mil
cargadores y ochenta mil canteros en las montañas. Todo un ejército
organizado desde los gremios y los oficios. El embrión de un nuevo orden
social y, todo ello, dirigido por un arquitecto extranjero. Era
evidente que esto empezó a sentar un profundo malestar en la casta
levítica, hasta entonces la más privilegiada por ser la depositaria de
la ritualidad litúrgica y tener con ello el práctico monopolio de la
escritura, la lectura y la administración del reino. Estaba empezando a
nacer una nueva y distinta organización social fuera del ámbito
jurisdiccional levítico y ello con el apoyo del rey Salomón, que con
ello fortalecía su poder al hacer más sabio y complejo a su pueblo, de
una parte, y de otra al contraponer un nuevo poder al ya viejo -y único-
de las castas sacerdotales. Estando ya concluido el Templo, en cuyos
trabajos se emplearon siete años, se inició la construcción del Palacio
de Salomón, que también fueron encargados al arquitecto Hiram-Habib.
Este simultaneó estos trabajos de cantería -la formación de fábrica de
obra civil del palacio- con las tareas de decoración y remate del atrio
del Templo. A tal fin sale a relucir el oficio de fundidor del
arquitecto Hiram.


Hiram enseña los planos a Salomón. Grabado de J.J. Scheuchzer, «Physica Sacra Iconibus Illustrata», Augsburgo, 1731
Y esto se presta a un juego de sutiles interpretaciones y equívocos,
según las fuentes documentales que usemos, que en unos casos (los más
canónicos) atribuyen a Hiram de Tiro (el rey) la autoría moral de los
planos del Templo por vía de instruir en Tiro a los treinta mil
albañiles de Israel dirigidos por Adonirán, y a Hiram-Habib (el
fundidor) la autoría, exclusivamente, de la fundición de los
objetos simbólicos y ritualísticos de naturaleza metálica que adornaban
el atrio del Templo. Sin embargo los textos no canónicos y las
tradiciones simbólicas unen en una sola persona, la de Hiram-Habib, el
arquitecto y fundidor, ambas tareas y competencias. Y esto no es casual
ni gratuito. En la descripción canónica de las tareas de fundición de
las columnas -las piezas más importantes del aparato simbólico- que
enmarcaban la entrada al templo todo transcurre normalmente y no se
relata incidencia alguna en tan trabajosa tarea. Sin embargo en el
relato, según la tradición esotérica, de este episodio la fundición de
las columnas se convierte en un estrepitoso fracaso. Veamos como
pudieron suceder estos hechos.


Al parecer, y en esto coinciden las descripciones canónica y
heterodoxa, la reina de Saba, Balkis, que había establecido comercio con
los israelitas a través de los fenicios, decide viajar a Israel a
conocer a Salomón, joven monarca de creciente fama en aquella siempre
conflictiva y turbulenta área geográfica. Por ello se desplaza a Israel
con su séquito cuando ya están concluidos los trabajos civiles del
Templo, se están iniciando los del Palacio y se van a fundir las grandes
columnas del atrio y demás objetos de decoración y culto como el Mar de
Bronce, los candelabros o las basas de bronce. Pero algo había cambiado
ya en el corazón de Salomón respecto a su confianza y cariño hacia el
arquitecto Hiram-Habib. Las murmuraciones de los levitas, menoscabados
-o así creían ellos- en su poder por el creciente desarrollo e
influencia de los gremios de constructores instruidos y dirigidos por el
arquitecto Hiram, comenzaban a afectar el juicio de Salomón
predisponiéndole, aunque fuera de manera incipiente, contra el
arquitecto al que atribuían una voluntad conspiratoria contra Salomón. Y
en esto llegó Balkis, la reina, mujer al parecer de extraordinaria
belleza. Y como en toda buena película francesa se debe proceder a chercher la femme.


Al parecer Salomón quedo prendado de Balkis y, si bien ésta pudiera,
tal vez, haberle correspondido en sus ardores, se impuso el buen
criterio de la reina, que con más juicio que Salomón comprendió que, de
fomentar las esperanzas del israelita, éste pudiera acabar repudiando a
su esposa egipcia, la hija del emperador Siamón. La importante condición
de Balkis no permitía a Salomón tomarla como concubina, como sucedía
con otras bellas extranjeras de menor condición, y de prosperar en sus
amores, la culminación formal de los mismos -cosa inevitable- era un
matrimonio que, por el repudio que antes exigía, hubiera ocasionado un
fuerte incidente diplomático con los poderosos vecinos egipcios,
agraviados entonces por la ofensa inferida a la dignidad de la esposa
repudiada. Tal supuesto acarrearía funestas consecuencias para la
estabilidad política y militar de un área que ya desde entonces se
caracterizaba por todo menos por ser apacible. El poderoso sentido común
de la de Saba refrenó el talante apasionado de Salomón, que si bien
seguía enamorado de ella no era correspondido. Por el contrario Balkis
quedo prendada del arquitecto-fundidor y, con ello, se anudaron los
celos en el corazón del poderoso rey israelita. Pero sigamos con los
hechos y aparquemos, por un momento, las pasiones y el erotismo
meso-oriental.


Estaban así las cosas entre los protagonistas del drama cuando Hiram
debía comenzar la fundición de las grandes columnas del Templo, la tarea
más complicada de las previstas. A tal fin se dispuso un gran
espectáculo en que Salomón y Balkis adornarían con su presencia el acto
festivo de la difícil fundición -espectáculo de fuego y luz en la noche-
al que se había convocado, para su solaz y admiración, al pueblo todo
de Israel.


Benoni, el fiel ayudante fundidor del maestro Hiram, había
sorprendido al caer la noche los trabajos de daño al molde del vaciado
que habían saboteado tres obreros, Fanor el sirio, albañil; Anru el
fenicio, carpintero; y Matusael el judío, minero. Benoni avisó a Salomón
de la sevicia preparada y este calló y guardó para sí el aviso que
debió trasladar a Hiram, pues celoso de los favores que presumía que
Balkis concedía al arquitecto deseaba para éste un fracaso en la tarea
cumbre de su oficio. Los celos siempre llevan a perder el sentido común,
pues como dice Montesquieu en un país -el del espíritu- en que el amor es el mayor interés, los celos son la mayor pasión. No sin ironía Freud, que reduce el sentimiento amoroso a una sobrestimación del objeto,
divide los celos en tres clases: competitivos, proyectados y
delirantes. Los primeros son narcisistas y edípicos; los segundos
imputan al ser amado una culpa, ya sea real o imaginaria, que pertenece
al yo; los terceros, al borde de la paranoia, toman como su objeto,
generalmente reprimido, a alguien del propio sexo. Salomón saltaría por
encima de la variedad normal o competitiva, se demoraría brevemente en
el tipo proyectado y se centra cruelmente en el modo delirante. Pero
continuemos con nuestra historia.


Por la noche, ante la expectación de todos, se pone en marcha el
artificio, éste fracasa clamorosamente y Benoni, horrorizado por lo que
ocurre, se arroja a la lava ardiente y fallece para procurar la
expiación de su culpa por negligencia en el obligado aviso a su maestro.
Tras ello, abandonado por todos, Hiram se duele ante su obra destruida.
A partir de este punto del relato se exponen las causas por las que la
literatura canónica omite el relato de estos hechos. Veamos lo que
sucede en adelante.


Cuando Hiram, abrumado, contempla los restos del destrozo surge ante
él una figura brumosa y brillante que, engalanada en su cabeza con una
mitra de corladura y llevando en la mano un martillo de herrero, le
apela a que abandone la pena y le acompañe en un viaje mistérico, que le
lleva a un remoto lugar de su espíritu - para Hiram desconocido- donde
esta figura se identifica como el terrible Tubal-Caín. Allí le muestra
ese lugar desconocido, que la figura brumosa señala como la casa de
Enoc, al que los egipcios llaman Hermes y los árabes Esdris. Tubal-Caín
instruirá a Hiram en lo esencial de las tradiciones de los cainitas,
los herreros, los dueños del fuego. Luego le mostrará a Enoc, el que
enseñó a los hombres a hacer edificios, a Mavel que enseñó la
carpintería, a Jabel el que cosía pieles y las curtía para construir
tiendas, a Jubal el músico, a Hirad el conductor de aguas y maestro de
riegos, y a los demás maestros primigenios y, por fin, al maestro de
maestros, el propio Tubal Caín. Este último acababa de transmitirle a
Hiram-Habib los principios de la tradición luciferina. Tras esta
iniciación, el Arquitecto volvió al mundo superior de las luces y del
día y recomenzó sus trabajos que, esta vez sí, culminaron en un gran
éxito.


Toda esta historia, por evidente, proviene de los herreros cainitas de las proximidades del Sinaí y, por emplear una expresión del mundo tántrico, es una historia de la mano izquierda,
en la terminología esotérica ordinaria divulgada por Helena Petrovna
Ba. Es lógico que la canónica suprima esta parte del relato, que
seguramente no fue cierto, aunque sus orígenes se encuentren en la
visión talmúdica expuesta. Por ello, en la Biblia el resultado de la
fundición fue un éxito desde el primer intento, evitando así la bajada a
los infiernos del arquitecto Hiram, al que la Biblia sólo hace fundidor
y no arquitecto. Se evita con ello que la tradición luciferina vuelva
al mundo, y menos de la mano de los arquitectos. En el relato bíblico,
el oficio de construir no está asociado con el de fundir, por ello Hiram
sólo es fundidor, pues es el que funde, el que maneja el fuego, es de
estirpe cainita y, por lo tanto, de la estirpe de hombre. Es lógico que
el constructor que traza los planos de la casa de Dios no venga de esa
línea, de esa mano, y por tanto los planos son trazados directamente por
Dios a través de las profecías de Natan y luego de Ezequiel. La figura
del arquitecto queda diluida en el relato bíblico en una tarea colectiva
y no existe una especificidad competencial expresa sobre la figura de
Hiram en esta materia. Se pretende evitar la idea de que el fundidor -el
cainita y extranjero venido de Egipto- sea también el artífice del
proyecto esencial del Templo. Esto pondría en una posición incómoda a
aquellos descendientes de Abel que ven en el arquitecto Hiram la
legitimación posterior de los descendientes de Caín, a los que JHWH
permitiría la realización de Su Primera Casa en la tierra. No es casual,
en esta línea, que la tradición no canónica hable de un enfrentamiento
desde el principio de los trabajos de la construcción del Templo entre
los levitas y el arquitecto y sus gremios. ¡Tampoco los arquitectos
somos para tanto! Al menos hoy día.


En esa crónica luciferina hay un ultimo dato que Tubal-Caín revela a
Hiram-Habib. Es el de decirle que Balkis, la de Saba, es de la estirpe
de Caín y por lo tanto el destino la llevará hacia Hiram, para ser su
esposa. Al menos para que éste siembre en ella la semilla de una futura
descendencia cainita. Pero, volvamos a los hechos que sucedían en Jerusalén cuando nos fuimos a conocer estas historias.


Tras la aventura de la fundición, en uno o en dos intentos, es decir
con un Hiram que, en el primer caso, sólo es bueno y, en el segundo,
también; y, a la vez, es malo -aquí el principio de dualidad-, los
trabajos se terminan e Hiram va a cumplir el final de su contrato.


Habíamos dejado la situación del relato en una Balkis enamorada de
Hiram, y embarazada de él, a un Salomón celoso y prevenido contra Hiram;
a unos levitas intrigando contra el creciente poder de los gremios
constructores en menoscabo de su casta sacerdotal y procurando la
expulsión de Hiram del reino de Israel. En ese escenario de presumible
tragedia tres albañiles a los que Hiram no ha elevado a la categoría de
capataces y que están molestos por ello, ofrecen sus servicios homicidas
a los sacerdotes levitas que, sabiendo el incipiente odio que en el
corazón de Salomón anida contra Hiram, les pagan el salario del crimen y
asesinan al arquitecto en una noche sin luna tras una emboscada
cobarde. Salomón no fue un asesino, al menos en el estricto sentido,
pero consintió que sus ministros levitas lo fueran. Su mano no se mancho
con la sangre del arquitecto, pero no cortó la mano de aquellos que
pagaron a los sicarios y su corazón se complació con ello. Estamos
viendo, ya desde entonces, conductas que aún hoy se repiten. Los hombres
no cambiamos... y ¡los arquitectos tampoco! En esta historia se han
visto no pocos arquetipos y algún que otro arquitecto de por medio.


En Jerusalén la pena y el dolor cunde entre los gremios de
constructores, la sublevación se presiente. Salomón ha de aplicar toda
su sabiduría, que es mucha, en acallar las voces que le imputan el
crimen, los levitas y los militares acallan la disidencia y los gremios
se disuelven. Antes de ello, y tras el crimen, la reina de Saba
abandonará Jerusalén llevando en su vientre la semilla de Hiram. Nacerá
un niño. Este niño, su hijo, y los hijos de su hijo y su siguiente
descendencia serán llamados, en adelante, los "hijos de la viuda". Con
esta apelación se conoce en el mundo iniciático a los constructores, por
extensión se han autoproclamado de tal origen todos aquellos que ven en
la vía iniciática del simbolismo occidental de origen judeo-cristiano
un camino de perfección individual.


Tapiz de siglo XVII Lámina francmasona Der compass der Weisen

1) Representación satírica de una
logia masónica (1747). Es una evocación de las perspectivas de Vatable y
Arias Montano del Templo de Jerusalén. 2) Lámina francmasona
(Inglaterra, ca. 1780). 3) Ketima Vere, Der compass der Weisen (El compás de los sabios), Berlín, 1782.
Todo esto terminará con el enterramiento clandestino de Hiram en un
campo abandonado. Su tumba quedará sin señal. Sobre ella, no obstante,
nacerá una acacia, que parece alimentarse de la savia del maestro
arquitecto. Por ello esa tumba será descubierta, por lo singular de la
existencia de tan lozano árbol en aquel paraje desolado. En adelante la
acacia se denominará, en el mundo esotérico, el árbol de la sabiduría y apelar a su conocimiento será una manera de reconocerse entre sí los maestros constructores.





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