Extrañas en el Paraíso
El orgullo de ser baal teshuvá
El caso de la esvástica en twitter
julio 21, 2016
Este post contiene imágenes sensibles.
El otro día abrí twitter y lo primero que vi fue una esvástica.No me sorprendió la esvástica en sí, porque se imaginan que no es la
primera que veo. Ni siquiera me sorprendió haberla encontrado en
twitter, porque sigo varias cuentas que se ocupan de desenmascarar el
antisemitismo y muchas veces aparece ese signo nefasto. Lo que me
sorprendió fue el contexto: la esvástica aparecía colgada en la pared de
la casa de una escritora. Ella publicó una foto para mostrar su cartera
o para que disimuladamente se viesen en el margen de la foto los
premios que ganó. No sé lo que ella quería mostrar, pero yo vi una
esvástica.
En algunos aspectos de la vida soy ingenua y en otros me esfuerzo en ejercitar el músculo de lekaf zejut
(dar el beneficio de la duda), más que nada porque sé que de la misma
manera en la que nosotros juzgamos al prójimo, así somos juzgados en el shamaim. Estudié esas halajot
y soy conciente que la gravedad implica tanto juzgar para mal a quien
es reconocido por comportarse bien, tanto como juzgar para bien a quien
es un reconocido rashá.
No estoy autorizada para ser daian en un beit din y mucho menos para decidir quién es rashá o tzadik, por lo que me mantengo en la postura más moderada (midat jasidut): A una persona promedio (ahí nos encontramos la mayoría ¿verdad?) o a un desconocido, se lo juzga favorablemente.
Quizá el único sentido de haber estudiado diseño gráfico fue haber
podido reconocer inmediatamente el póster en la pared de la escritora.
Es un póster de Cabaret -película que transcurre en la época en la que
nazismo ascendía en Alemania- en donde cuatro piernas forman una
esvástica. Recordé que en la universidad dedicamos más de una clase a
analizar su doble sentido y estudiar la trayectoria de su diseñador
–Wiktor Gorka- artista de culto en Polonia. También sé que es un póster
famoso, caro y difícil de conseguir. Me esforcé por pensar que por
alguna de esas razones snob aquella escritora lo tiene en su casa.
No me gusta ver antisemitismo donde no lo hay. Por ejemplo, recuerdo
que defendí a la diseñadora de Zara cuando hace unos años
desatinadamente pusieron a la venta un pijama de niños que remitía a la
vestimenta en los campos de exterminio.
Estoy convencida de que no había allí un mensaje intencional. Podría
justificarlo diciendo que no le conviene a ninguna multinacional
declararse abiertamente antisemita, pero unos años atrás Zara puso a la
venta un bolso con una esvástica en su estampado, así que ellos mismos
me desmienten.
Sin embargo en el caso del pijama puedo dar el beneficio de la duda
porque sé cómo se trabaja y cómo se pierde el control en los diseños
(además en la estrella amarilla se leía la palabra sheriff): Primero al
director creativo se le ocurrió la ingeniosa idea de un pijama inspirado
en un sheriff del lejano oeste. Después, el jefe de producción
pidió que se usase la tela en stock, a rayas. El gerente de marketing se
empeñó en que fuese del color de temporada. El gerente general le hizo
sacar al diseño el típico pañuelo en el cuello porque no le gustaba.
Listo, entre todos recrearon la vestimenta de Auschwitz. Seguramente no
había un judío en el staff, porque un judío sí se hubiese percatado de
la triste coincidencia.
En uno de los últimos episodios de Comedians in Cars Getting Coffee,
Jerry Seinfeld entra a un lugar en donde hay una réplica de un
dirigible Hindenburg, señala la cola del dirigible y le comenta a su
entrevistada que en donde se ve una cruz, antes había una esvástica.
Después de la guerra la sacaron, dice compungido.
Continua el episodio, a los pocos minutos van por la carretera y Seinfeld señala el logo de una empresa de mudanzas:
-Eso parece el logo de la SS en un uniforme nazi.
-Oh, sí –concede su entrevistada.
-Los judíos siempre estamos buscando esvásticas -agrega- por eso
cuando recién vi ese Hindenburg fui directo a buscarla. Yo quiero ver mi
esvástica -dice sin sonreir.
Tiene razón Seinfeld. Los judíos las buscamos como un soldado
atento a las bombas en un campo minado. Las buscamos para no quedarnos
dormidos, porque sabemos que sin nos distraemos podemos ser asesinados.
Ya lo he dicho anteriormente, no me gusta ver antisemitismo donde no
lo hay. Lamentablemente no quedan muchos lugares donde mirar. Si
existiese el Esvástica Go sería mucho más fácil de jugar que el Pokémon
Go. Están en todos lados.
Aquí unos pocos ejemplos sólo de las últimas semanas:
El periodista Diego Batlle entrevistó a Steven Spielberg para el
diario La Nación y se quejó de los comenarios antisemtias que recibió
su nota.
El partido izquierda unida repudia con este cartel la visita de Obama a España.
Un billete Argentino en circulación estos días.
La tumba de César Jaroslasvky profanada en Entre Ríos.
El domingo es 17 de Tamuz y para el pueblo judío comienza un período
de duelo de tres semanas. Es una época en donde recordamos episodios
dolorosos, entre otras cosas, que ese día las murallas de Jerusualem
fueron derribadas por nuestros enemigos.
No pido que quienes no pertenecen a nuestro pueblo sean concientes de
las tragedias que nos sucedieron. No pido que les duela como nos duele a
nostros y ni siquiera les pido que les caigamos simpáticos.
Sólo pido que tengan cuidado y no sean ingenuos. En esta época se
está de un lado o se está del otro. No ayuden a derribar las murallas de
Jerusalem. Sólo pido eso.
Y que saques ese poster de tu casa.
Uno de repuesto
julio 4, 2016
Soy una persona previsora. Si un día viajo al norte llevo lentes por
si estará soleado y paraguas por si llueve. Un libro por si el viaje se
me hace largo y un mp3 por si me mareo cuando leo. Analgésicos por si me
empieza a doler la cabeza y curitas por si me lastimo al romper el
cierre de la mochila al buscar los analgésicos. Aguja e hilo para
arreglar la mochila. Un destornillador por si se descompone el auto. Un
rompeviento por si tengo que volver en barco. Cerillas para hacer una
fogata en una isla desierta por si naufragamos y un marcador indeleble
por si tengo que escribir en la palma de mi mano “no es el bote de
Penny”.
Si por mí fuera, yo construiría un bunker para salvarme del
Apocalipsis, pero para eso no alcanza con ser un desquiciado, también
hay que ser multimillonario, y no es mi caso.
A veces trato de hacerme la espontánea y cometo una locura, como no
chequear tres veces el pronóstico del tiempo antes de salir o no
comprar pilas para la radio por si de golpe empiezan a caer misiles,
pero son intentos ingenuos e ineficaces. En el fondo siempre tengo un
plan B que me deja mantener la ilusión de que tengo todo bajo control.
Durante mucho tiempo pensé que lo que tenia era intuición y no miedo.
Que tenia un radar para evitar problemas y no una imaginación frondosa y
destructiva. Que al ir un paso adelante prevenía catástrofes en lugar
de perder oportunidades.
Tengo que reconocer que nunca necesité el alfiler de gancho que llevo
en mi billetera, pero sí muchas veces hubiese necesitado la
flexibilidad que dan años de solucionar imprevistos.
Por eso envidio a quienes no temen que las situaciones los tomen
desprevenidos. Quienes viajan a Bariloche en Junio sin abrigo, porque no
se imaginaron que podía hacer frío. Quienes llegan a su propia boda sin
anillo porque no pensaron que fuese necesario.
Ellos y yo al final tenemos los mismos problemas, y al final unos y
otros los solucionamos. Mientras tanto ellos viven flojos y relajados y
en cambio yo vivo tensa como una estatua de la reina Letizia.
Los envidio por eso, pero sobre todo porque vivir adelantándose a los hechos no es una buena estrategia de vida.
Hay un personaje de Tim Burton que ve en el ojo de una bruja la
forma en la que va a morir. A partir de ese momento el personaje se
siente liberado porque al conocer la manera en la que morirá, sabe que
no lo matará todo el resto.
No soy profetisa y a nadie le fue dada la posibilidad de saber de
antemano cómo va a morir, eso sólo sucede en las películas, pero sea lo
que sea que nos tenga que pasar, es seguro que a nosotros tampoco nos
pasará todo el resto.
El rab Israel Salanter dijo que cambiar un rasgo del carácter es mas
difícil que estudiar el Shas completo, por lo que me preparo para un
largo trabajo intentando cambiar esa tendencia a la previsión exagerada.
Mientras tanto los desentendidos pueden seguir yéndose de vacaciones
relajados. Si no llevan traje de baño, yo tendré uno de repuesto.
Una vuelta en el Dodge naranja
junio 22, 2016
Admiro a quien puede seguir con su rutina en tiempos difíciles. A
quien va al gimnasio aunque ese día se haya muerto el pez dorado. A
quien se va a cenar con amigas aunque en la calle le hayan robado la
cartera. A quien tiene un hijo enyesado pero igual va al trabajo.
Yo no puedo. Si el camino se complica, no sé cómo seguir. Me
paralizo. Pierdo la dirección, así que me detengo. Como que no me
funciona la caja de cambios. Son largos días en los que me quedo sentada
mirando un punto fijo, o me encierro a llorar mis pequeñas tristezas en
el baño. Sirvo el almuerzo, visto a mi hija, compro pan y leche, pero
no mucho más. Me trabo.
Ya sé lo que están pensando: Qué falta de emuná tiene esta chica. Lo
de chica se los agradezco. Lo de la emuná no hace falta que me lo digan,
lo tengo claro.
No siempre fue así. No sé desde cuando la vida se convirtió en un
monstruo que me espera a la vuelta de la esquina para atacarme. No sé
desde cuando tengo la sensación de que todo lo me espera es malo.
Quizá fue desde que me operaron de urgencia y casi no vivo para contarlo. Pero no. Fue desde antes.
Quizá es culpa de esta última ola de atentados que me hacen vivir alerta y estresada. Pero no. Tampoco. Fue antes.
Quizá desde que soy madre y vivo con miedo constante a que algo le pase a mis hijos. No. Todavía antes.
No es que no tengo nada de emuná. Tengo épocas, tengo minúsculos
chispazos, moléculas de emuná. Pero emuná con mayúsculas, me falta. La
busco y no la encuentro.
Sé que existe y sé perfectamente qué es lo que estoy buscando. Sé que la emuná shlemá está allí y me espera.
Lo sé porque mi papá manejaba un Dodge naranja.
Cada tres años –más o menos- mi papá cambiaba el auto. Lo cambiaba
pero por uno de la misma marca y el mismo color: siempre un Dodge,
siempre naranja. Cada vez que sabíamos que mi padre iba a llegar a casa
con un auto nuevo, mi hermana y yo salíamos a la vereda a esperarlo. Yo
la imitaba a ella, que es más audaz y aventurera y pretendía que esa vez
yo también prefería un Peugeot, como el de mi tío; y que fuese verde,
azul o gris claro. La verdad era que en el fondo rogaba que por la calle
Gavilán apareciese un Dodge naranja.
No sé si en esa época mi papá manejaba tan bien como yo lo recuerdo, pero para mí, en ese auto nunca podía pasarme nada.
Entiendo cómo Am Israel se debería sentir protegido por las nubes de
gloria gracias a que viajé en ese auto. Entiendo cómo los campeones
olímpicos de la emuná saben que el mal no existe, que a lo sumo es
un volantazo para volver a ponerse en el camino, porque viajé en ese
auto. Entiendo cómo se puede volcar y terminar en la banquina y al día
siguiente volver sin miedo y seguir funcionando, porque viajé en ese
auto. Entiendo pero no lo siento.
He viajado de muchas maneras y a distintos lugares. A Córdoba,
cantando temas de Sui Generis. Contando vacas en la ruta a Rosario. Me
he acostado en la luneta, camino a Valeria del Mar, cuando todavía
entraba allí estirada. He viajado en el asiento de adelante, con las
piernas dobladas y los pies apoyados en la guantera y he sacado la
cabeza por la ventanilla cuando mis padres no me miraban. Me he quedado
dormida de regreso de Belgrano y me han llevado a mi cama en brazos.
Siempre segura, sin miedo, porque sabía que mi papá manejaba.
No saben cómo me gustaría volver a sentir esa seguridad. Recordar a
cada instante que mi Aba ba shamaim maneja todo en cada momento. Saber
que pase lo que pase él está piloteando. No saben como me gustaría.
Eso y volver a dar una vuelta en el Dodge naranja.
quien va al gimnasio aunque ese día se haya muerto el pez dorado. A
quien se va a cenar con amigas aunque en la calle le hayan robado la
cartera. A quien tiene un hijo enyesado pero igual va al trabajo.
Yo no puedo. Si el camino se complica, no sé cómo seguir. Me
paralizo. Pierdo la dirección, así que me detengo. Como que no me
funciona la caja de cambios. Son largos días en los que me quedo sentada
mirando un punto fijo, o me encierro a llorar mis pequeñas tristezas en
el baño. Sirvo el almuerzo, visto a mi hija, compro pan y leche, pero
no mucho más. Me trabo.
Ya sé lo que están pensando: Qué falta de emuná tiene esta chica. Lo
de chica se los agradezco. Lo de la emuná no hace falta que me lo digan,
lo tengo claro.
No siempre fue así. No sé desde cuando la vida se convirtió en un
monstruo que me espera a la vuelta de la esquina para atacarme. No sé
desde cuando tengo la sensación de que todo lo me espera es malo.
Quizá fue desde que me operaron de urgencia y casi no vivo para contarlo. Pero no. Fue desde antes.
Quizá es culpa de esta última ola de atentados que me hacen vivir alerta y estresada. Pero no. Tampoco. Fue antes.
Quizá desde que soy madre y vivo con miedo constante a que algo le pase a mis hijos. No. Todavía antes.
No es que no tengo nada de emuná. Tengo épocas, tengo minúsculos
chispazos, moléculas de emuná. Pero emuná con mayúsculas, me falta. La
busco y no la encuentro.
Sé que existe y sé perfectamente qué es lo que estoy buscando. Sé que la emuná shlemá está allí y me espera.
Lo sé porque mi papá manejaba un Dodge naranja.
Cada tres años –más o menos- mi papá cambiaba el auto. Lo cambiaba
pero por uno de la misma marca y el mismo color: siempre un Dodge,
siempre naranja. Cada vez que sabíamos que mi padre iba a llegar a casa
con un auto nuevo, mi hermana y yo salíamos a la vereda a esperarlo. Yo
la imitaba a ella, que es más audaz y aventurera y pretendía que esa vez
yo también prefería un Peugeot, como el de mi tío; y que fuese verde,
azul o gris claro. La verdad era que en el fondo rogaba que por la calle
Gavilán apareciese un Dodge naranja.
No sé si en esa época mi papá manejaba tan bien como yo lo recuerdo, pero para mí, en ese auto nunca podía pasarme nada.
Entiendo cómo Am Israel se debería sentir protegido por las nubes de
gloria gracias a que viajé en ese auto. Entiendo cómo los campeones
olímpicos de la emuná saben que el mal no existe, que a lo sumo es
un volantazo para volver a ponerse en el camino, porque viajé en ese
auto. Entiendo cómo se puede volcar y terminar en la banquina y al día
siguiente volver sin miedo y seguir funcionando, porque viajé en ese
auto. Entiendo pero no lo siento.
He viajado de muchas maneras y a distintos lugares. A Córdoba,
cantando temas de Sui Generis. Contando vacas en la ruta a Rosario. Me
he acostado en la luneta, camino a Valeria del Mar, cuando todavía
entraba allí estirada. He viajado en el asiento de adelante, con las
piernas dobladas y los pies apoyados en la guantera y he sacado la
cabeza por la ventanilla cuando mis padres no me miraban. Me he quedado
dormida de regreso de Belgrano y me han llevado a mi cama en brazos.
Siempre segura, sin miedo, porque sabía que mi papá manejaba.
No saben cómo me gustaría volver a sentir esa seguridad. Recordar a
cada instante que mi Aba ba shamaim maneja todo en cada momento. Saber
que pase lo que pase él está piloteando. No saben como me gustaría.
Eso y volver a dar una vuelta en el Dodge naranja.
La silenciosa en el desierto
mayo 25, 2016
“…cuídate de la silenciosa en el desierto”
Alejandra Pizarnik
Los jueves a la noche me acuerdo de Rosh Hanikrá. Me preparo un café yAlejandra Pizarnik
lo tomo a sorbos en mi balcón mientras sueño que un día volveré allí.
Rosh Hanikrá es un nombre que le puse al silencio. No es que me
siento y pienso en el lugar físico, en ese paisaje impresionante frente
al Mediterráneo. Lo que hago es sentarme y recordar que una vez en
Rosh Hanikrá estuve en silencio.
Hace más de veinte años viajé a Israel con un grupo de jóvenes. El
día al que me refiero accedimos a la cima de Rosh Hanikrá con el cable
carril y después de recorrer las grutas, decidimos bajar a pie.
Algunos del grupo nos adelantamos y comenzamos el descenso. Bajamos
casi corriendo por caminos sinuosos. En un momento yo me cansé y decidí
caminar más lento. Antes de darme cuenta, los amigos con quienes venía
habían desaparecido de mi vista. Me encontré sola en el medio de la
montaña. Decidí descansar y esperar a la parte del grupo que había
quedado rezagada.
Me senté en una piedra frente al precipicio, frente al mar, frente al
desierto. En ese momento se abrió un abismo en mi cabeza. Escuché el
silencio. Un silencio infinito. Un silencio eterno. Cerré los ojos y por
primera vez en mi vida supe cómo era estar tranquila.
Tranquila nunca más volví a estar. Yo hago y hago, nunca me detengo.
Organizo y planeo hasta cuando duermo. Llego a los jueves a la noche
cansada, aturdida. Mis semanas están repletas de ruido, de prisa y de
imprevistos y lo único que quiero los los jueves es volver a Rosh
Hanikrá. Creo que lo necesito es tranquilidad y silencio.
Ayer viajé otra vez en grupo. A último momento decidí inscribirme en
un viaje que incluía en su itinerario el kever de Rabbi Shimon Bar Iojai
y yo tenía muchas ganas de hacer tefilá allá, así que a las seis de la
mañana preparé un bolso y subí a un autobús repleto de mujeres a quienes
no conocía.
Antes de llegar al kever visitamos el monte Merón. Como el grupo era
muy diverso (desde niñas a abuelas), consideraron que sería apropiado
hacer el recorrido de descenso y no de subida. El autobús nos dejó en la
cima y bajo una llovizna intermitente comenzamos a caminar.
Al ir avanzando me di cuenta de que tenía una oportunidad única. El
paisaje era hipnótico, el aire de Merón está cargado de sentido y yo me
emocioné frente al mundo que Hakadosh Baruj Hu nos regaló.
Se me ocurrió que si me organizaba bien, podía quedarme sola en algún tramo para revivir Rosh Hanikrá.
Supuse que si me adelantaba e iba con quienes apuraban el paso, podía
irme deteniendo y aprovechar el espacio de soledad que se producía
hasta la llegada del grupo que caminaba más lento.
Lo intenté una, dos, tres veces, pero apenas empezaba a percibir las
chispas de Rosh Hanikrá; llegaba el grupo que venía detrás.
Por culpa de la lluvia algunas mujeres tenían problemas en el
recorrido. El suelo estaba embarrado y las piedras resbaladizas. Muchas
no tenían el calzado adecuado. El descenso era más complicado de lo
esperado.
A la distancia vi a una joven ayudando a una señora mayor en un tramo
especialmente peligroso. La llevaba de la mano y le ofrecía apoyo.
Detrás vi que otra de mis compañeras de viaje también tenía
dificultades. Me acerqué y le ofrecí mi mano para ayudarla a bajar una
piedra especialmente alta y resbaladiza. Me agradeció; yo sonreí y
aceleré nuevamente mi paso.
En un momento miré para atrás, para comprobar si ya me había alejado
lo suficiente de las intrusas que impedían mi momento de inspiración y
desde lejos me di cuenta de que el camino le seguía resultando difícil a
la señora a quien había ayudado. También vi que las otras dos
personas seguían de la mano.
Para mí no es fácil renunciar a un momento de tranquilidad. Sufro en
el ruido y el desconcierto. No me gusta el bullicio de mi casa cuando
entran y salen las amigas de mi hija. No me gusta tener que dejar de
escribir porque imprevistamente alguien me necesita. No me gusta que me
interrumpan cuando estoy leyendo ni que suene el teléfono cuando estoy
durmiendo.
Ayer en el monte Merón pensé en algunas mujeres. En mi amiga médica
que eligió no sentarse en un consultorio tranquila a recetar analgésicos
y en cambio fundó una organización para ayudar a hispanos con
necesidades médicas en Israel. En mi amiga Mexicana que no se sentó
tranquila a comer quesadillas con guacamole, sino que organiza almuerzos
en los colegios para los hijos de familias de bajos recursos. En mi
amiga psicóloga, que no se quedó tranquila siendo una excelente madre y
se atreve a meterse dentro de lo más turbio y triste para salvar niños
en riesgo.
Ayer en el monte Merón volví sobre mis pasos. Le ofrecí mi mano a una
extraña y renuncié a la oportunidad única de encontrar algo que vivo
buscando.
Mañana es jueves, sé que voy a estar cansada, pero voy a
esforzarme para agradecer el ruido que hay en mi vida y decirle a Hashem
que cada vez que me necesite estoy dispuesta a renunciar a la
idea de la silenciosa en el desierto.
Todo muy justificado
mayo 17, 2016
Trabajé varios años en diseño. Empecé en una pequeña empresa que
me designó la tarea de armar folletos. Hoy existen programas que
facilitan ese trabajo, pero en aquella época era una novedad que
requería ingenio y sentido de la estética.
Yo acababa de salir de la universidad, en donde estuve rodeada de
gente creativa y recibí una cantidad enorme de estímulo visual. Visitaba
museos regularmente, me suscribí a un anuario que resumía lo mejor del
diseño mundial y tenía contacto con artistas plásticos y diseñadores de
vanguardia. Con ese bagaje acumulado creí estar lista para diseñar.
Desde el primer día me di cuenta de que fuera de la universidad
diseñar no era tan fácil y llevar a la práctica lo aprendido no era
espontáneo. Tenía la cabeza inundada por ideas creativas, pero me era
imposible bajarlas al papel.
Los trabajos tenían fecha de entrega; los tenía que terminar sí o sí y más de una vez entregué un trabajo aunque no me gustara.
Al poco tiempo encontré un recurso que me ayudó a resolver rápido los diseños y me aferré a él como un náufrago a su tabla.
Mis folletos eran muy parecidos a esto:
En diseño se llama a esta clase de diagramación “justificado forzado”
y en general se utiliza en textos editoriales para dar sensación de
orden y facilitar la lectura. Yo lo llevé a un extremo exagerado. En mis
folletos una palabra de tres letras terminaba ocupando el mismo espacio
que una oración de cinco palabras. Lo hice una, dos, tres, cincuenta y
siete veces.
Un día mi jefe me llamó a una reunión. Entré a la oficina y vi mis
trabajos extendidos frente al escritorio. Grandes o pequeños, blanco y
negro o a color, siempre justificados.
Fue una reunión corta: mi jefe mi dijo que lo tenía cansado y que a
partir de ese momento tenía prohibido volver a usar ese recurso para mis
diseños.
Ya saben lo que dicen: somos lo que diseñamos.
Hace más de 20 años que hice teshuvá. Voy a clases; leo
constantemente; estoy rodeada de gente inspiradora. Tengo la cabeza
inundada por conocimientos de Torá e ideas brillantes acerca de cómo
debo manejarme en el mundo.
Sin embargo no me resulta fácil poner esos conocimientos en práctica. Y es ahí cuando uso mi viejo recurso.
Justifico.
Si estoy de mal humor es por culpa del cansancio. Si no hago minjá es
porque a la tarde no puedo. Si no contesté el mail es porque no tuve
tiempo y si no visité a un enfermo es porque estuve ocupada. Si no
reciclo botellas es porque detrás hay un negocio turbio y si le hablé
mal a la vendedora es porque ella no me atendió como debía.
Excusas, excusas y después más excusas. Si queda lugar echo alguna culpa.
El otro día “El Jefe” me llamó a una reunión. Me puso frente a una
situación difícil y me dejó a cargo de resolverla. Fue una manera de
recordarme que tengo un trabajo que hacer y que hay fecha de entrega.
Lo primero que quise hacer fue utilizar mi viejo recurso –con esto no
puedo- pero Él puso mis justificaciones pasadas sobre la mesa y me
mostró que no funcionaban. Me dijo que no iban más, que no servían y que
era hora de dejar de usarlas.
No importa cómo salgan las cosas y no siempre nos van a gustar los
resultados. Hay que hacer lo mejor que se puede, tener humildad para
reconocer cuando nos equivocamos y hacerse cargo de las consecuencias de
nuestros actos.
Y eso en diseño -y en otros lados-, se llama permanecer centrado.
me designó la tarea de armar folletos. Hoy existen programas que
facilitan ese trabajo, pero en aquella época era una novedad que
requería ingenio y sentido de la estética.
Yo acababa de salir de la universidad, en donde estuve rodeada de
gente creativa y recibí una cantidad enorme de estímulo visual. Visitaba
museos regularmente, me suscribí a un anuario que resumía lo mejor del
diseño mundial y tenía contacto con artistas plásticos y diseñadores de
vanguardia. Con ese bagaje acumulado creí estar lista para diseñar.
Desde el primer día me di cuenta de que fuera de la universidad
diseñar no era tan fácil y llevar a la práctica lo aprendido no era
espontáneo. Tenía la cabeza inundada por ideas creativas, pero me era
imposible bajarlas al papel.
Los trabajos tenían fecha de entrega; los tenía que terminar sí o sí y más de una vez entregué un trabajo aunque no me gustara.
Al poco tiempo encontré un recurso que me ayudó a resolver rápido los diseños y me aferré a él como un náufrago a su tabla.
Mis folletos eran muy parecidos a esto:
En diseño se llama a esta clase de diagramación “justificado forzado”
y en general se utiliza en textos editoriales para dar sensación de
orden y facilitar la lectura. Yo lo llevé a un extremo exagerado. En mis
folletos una palabra de tres letras terminaba ocupando el mismo espacio
que una oración de cinco palabras. Lo hice una, dos, tres, cincuenta y
siete veces.
Un día mi jefe me llamó a una reunión. Entré a la oficina y vi mis
trabajos extendidos frente al escritorio. Grandes o pequeños, blanco y
negro o a color, siempre justificados.
Fue una reunión corta: mi jefe mi dijo que lo tenía cansado y que a
partir de ese momento tenía prohibido volver a usar ese recurso para mis
diseños.
Ya saben lo que dicen: somos lo que diseñamos.
Hace más de 20 años que hice teshuvá. Voy a clases; leo
constantemente; estoy rodeada de gente inspiradora. Tengo la cabeza
inundada por conocimientos de Torá e ideas brillantes acerca de cómo
debo manejarme en el mundo.
Sin embargo no me resulta fácil poner esos conocimientos en práctica. Y es ahí cuando uso mi viejo recurso.
Justifico.
Si estoy de mal humor es por culpa del cansancio. Si no hago minjá es
porque a la tarde no puedo. Si no contesté el mail es porque no tuve
tiempo y si no visité a un enfermo es porque estuve ocupada. Si no
reciclo botellas es porque detrás hay un negocio turbio y si le hablé
mal a la vendedora es porque ella no me atendió como debía.
Excusas, excusas y después más excusas. Si queda lugar echo alguna culpa.
El otro día “El Jefe” me llamó a una reunión. Me puso frente a una
situación difícil y me dejó a cargo de resolverla. Fue una manera de
recordarme que tengo un trabajo que hacer y que hay fecha de entrega.
Lo primero que quise hacer fue utilizar mi viejo recurso –con esto no
puedo- pero Él puso mis justificaciones pasadas sobre la mesa y me
mostró que no funcionaban. Me dijo que no iban más, que no servían y que
era hora de dejar de usarlas.
No importa cómo salgan las cosas y no siempre nos van a gustar los
resultados. Hay que hacer lo mejor que se puede, tener humildad para
reconocer cuando nos equivocamos y hacerse cargo de las consecuencias de
nuestros actos.
Y eso en diseño -y en otros lados-, se llama permanecer centrado.
Música para mis odios
mayo 1, 2016
Escribo sin música. Por primera vez. No saben cómo me cuesta.
Estoy sufriendo como si hubiese tenido que tomar el mando de un boeing
747 porque el piloto, el copiloto y el resto de la tripulación se
intoxicó con la comida del avión. En esta comparación yo fui la única
que no fue intoxicada porque pedí el menú kosher, así que la comparación
es verosímil.
Cada situación en mi vida está musicalizada. Me concentro mejor
cuando escucho Dustin O’Halloran, la cocina es menos aburrida con Nina
Simone y el miedo al dentista lo apacigua Jorge Fandermole. La música,
cuando escribo, me ayuda a despegar y a continuar el vuelo.
En algún punto sospecho que escribo por descarte, por no saber
expresarme de esa manera. No sé componer, no sé tocar ningún instrumento
y mis cantos parecen los alaridos de terror de una pasajera de avión
que se vio obligada a tomar el mando y declarar la emergencia al grito
de mayday.
Quienes están en sintonía con el calendario hebreo sabrán que en
estos días se aplica la prohibición de escuchar música. Estamos en la Sefirat HaOmer. Lo aclaro sólo porque a veces me lee una chiquita simpática que seguramente no recuerda esa enseñanza de sus días de shule.
Si alguien quiere más detalles, que los vaya a buscar a otro sitio,
alguno que esté comprometido con la difusión de nuestra sabiduría y no
aquí en donde solo nos ocupamos de atravesar turbulencias.
Volviendo al tema, se preguntarán cómo puede ser que esta sea la
primera vez que escribo sin música. En el archivo se comprueba que hay
otros escritos durante la época de la sefirá o durante las tres semanas
(ojalá tuviese un lector tan minucioso como para buscar en los
archivos). La respuesta es que esta es la primera vez porque el resto de
las veces me apoyé en un heter (autorización personal) para escuchar
música mientras trabajaba.
Mi oficio es maquetar libros: acomodo cajas de texto, alineo
renglones, margino índices. Hacer esa clase de trabajo sin escuchar
música puede llevar a la locura. Los psiquiátricos están repletos de
diseñadores gráficos que tuvieron un brote psicótico el día que se cayó
Spotify.
Para quienes no están cerca de la vida ortodoxa, la idea de conseguir
un heter puede parecer el colmo de la hipocresía y una ridiculez al
mismo tiempo. Pedir permiso para escuchar música –o para cualquier otra
cosa- puede parecer el súmmum del sometimiento, pero es todo lo
contrario.
Poder pedir permiso para ser indulgente en una mitzvá que resulta
particularmente difícil es una liberación. También es una muestra de la
consideración de Hashem hacia sus criaturas. La diferencia entre tener o
no un heter es la misma que tener o no tener un experto en la torre de
control dando las indicaciones para un aterrizaje de emergencia.
Podrían cuestionarme –hipotéticamente, porque ustedes no me
cuestionan nada- por qué extendí un heter que servía para trabajar y lo
asocié con la escritura. No me dejen sola en esto: confesemos en
conjunto que en esa falencia caemos muchos baalei tehsuvá: nos dan un
heter para escuchar música para la clase de spinning, y asociamos que
también debe servir para las caminatas matutinas al trabajo porque
después de todo también es ejercicio físico.
La cuestión es que estos días no estoy trabajando. No trabajo, más no
tengo heter para la música, es igual a no escribo porque escribir sin
música me hace sufrir como tripulando un avión porque piripipi -todo eso
de la intoxicación- con un motor incendiado.
Hace unos días mi hijo mayor daba vueltas por la cocina:
-Me cuesta mucho no escuchar música -me dijo.
-Si te es tan difícil podrías conseguir un heter –contesté como buena madre sobreprotectora.
Al rato mi hijo volvió. Mientras abría la alacena, la cerraba y la
volvía a abrir para ver si por arte de magia había aparecido un
chocolate en ese intervalo, me comentó al pasar.
-¿Por qué voy a pedir un heter si lo interesante de no escuchar música es lo difícil que me resulta?
-Mmm ¿qué?- pregunté desconcertada- ¿cómo sería eso?
-Que me estoy haciendo más fuerte al resistir la tentación.
Odio hacer las cosas en silencio. Hoy escribo sin música porque mi hijo me hizo notar que las halajot
están para extender mis límites. Es bueno hacer las cosas de una manera
distinta. Probar algo nuevo. Romper la armonía. Salvarse de uno
mismo y aterrizar sana y salva.
Estoy sufriendo como si hubiese tenido que tomar el mando de un boeing
747 porque el piloto, el copiloto y el resto de la tripulación se
intoxicó con la comida del avión. En esta comparación yo fui la única
que no fue intoxicada porque pedí el menú kosher, así que la comparación
es verosímil.
Cada situación en mi vida está musicalizada. Me concentro mejor
cuando escucho Dustin O’Halloran, la cocina es menos aburrida con Nina
Simone y el miedo al dentista lo apacigua Jorge Fandermole. La música,
cuando escribo, me ayuda a despegar y a continuar el vuelo.
En algún punto sospecho que escribo por descarte, por no saber
expresarme de esa manera. No sé componer, no sé tocar ningún instrumento
y mis cantos parecen los alaridos de terror de una pasajera de avión
que se vio obligada a tomar el mando y declarar la emergencia al grito
de mayday.
Quienes están en sintonía con el calendario hebreo sabrán que en
estos días se aplica la prohibición de escuchar música. Estamos en la Sefirat HaOmer. Lo aclaro sólo porque a veces me lee una chiquita simpática que seguramente no recuerda esa enseñanza de sus días de shule.
Si alguien quiere más detalles, que los vaya a buscar a otro sitio,
alguno que esté comprometido con la difusión de nuestra sabiduría y no
aquí en donde solo nos ocupamos de atravesar turbulencias.
Volviendo al tema, se preguntarán cómo puede ser que esta sea la
primera vez que escribo sin música. En el archivo se comprueba que hay
otros escritos durante la época de la sefirá o durante las tres semanas
(ojalá tuviese un lector tan minucioso como para buscar en los
archivos). La respuesta es que esta es la primera vez porque el resto de
las veces me apoyé en un heter (autorización personal) para escuchar
música mientras trabajaba.
Mi oficio es maquetar libros: acomodo cajas de texto, alineo
renglones, margino índices. Hacer esa clase de trabajo sin escuchar
música puede llevar a la locura. Los psiquiátricos están repletos de
diseñadores gráficos que tuvieron un brote psicótico el día que se cayó
Spotify.
Para quienes no están cerca de la vida ortodoxa, la idea de conseguir
un heter puede parecer el colmo de la hipocresía y una ridiculez al
mismo tiempo. Pedir permiso para escuchar música –o para cualquier otra
cosa- puede parecer el súmmum del sometimiento, pero es todo lo
contrario.
Poder pedir permiso para ser indulgente en una mitzvá que resulta
particularmente difícil es una liberación. También es una muestra de la
consideración de Hashem hacia sus criaturas. La diferencia entre tener o
no un heter es la misma que tener o no tener un experto en la torre de
control dando las indicaciones para un aterrizaje de emergencia.
Podrían cuestionarme –hipotéticamente, porque ustedes no me
cuestionan nada- por qué extendí un heter que servía para trabajar y lo
asocié con la escritura. No me dejen sola en esto: confesemos en
conjunto que en esa falencia caemos muchos baalei tehsuvá: nos dan un
heter para escuchar música para la clase de spinning, y asociamos que
también debe servir para las caminatas matutinas al trabajo porque
después de todo también es ejercicio físico.
La cuestión es que estos días no estoy trabajando. No trabajo, más no
tengo heter para la música, es igual a no escribo porque escribir sin
música me hace sufrir como tripulando un avión porque piripipi -todo eso
de la intoxicación- con un motor incendiado.
Hace unos días mi hijo mayor daba vueltas por la cocina:
-Me cuesta mucho no escuchar música -me dijo.
-Si te es tan difícil podrías conseguir un heter –contesté como buena madre sobreprotectora.
Al rato mi hijo volvió. Mientras abría la alacena, la cerraba y la
volvía a abrir para ver si por arte de magia había aparecido un
chocolate en ese intervalo, me comentó al pasar.
-¿Por qué voy a pedir un heter si lo interesante de no escuchar música es lo difícil que me resulta?
-Mmm ¿qué?- pregunté desconcertada- ¿cómo sería eso?
-Que me estoy haciendo más fuerte al resistir la tentación.
Odio hacer las cosas en silencio. Hoy escribo sin música porque mi hijo me hizo notar que las halajot
están para extender mis límites. Es bueno hacer las cosas de una manera
distinta. Probar algo nuevo. Romper la armonía. Salvarse de uno
mismo y aterrizar sana y salva.
Ahí viene la plaga (diez instantáneas de pesaj)
abril 11, 2016
Primera plaga: Sangre
A ver, explicame de dónde saqué la idea de romper la esponja de acero
con las manos. Ahora ajo y agua, las heridas seguirán allí por mucho
tiempo. Esponja de acero inolvidable. Ni hablar de los dedos lastimados.
Me duelen y ya no hay guante que aguante. Se me cuela la lavandina y me
arde. Me arde y después sangra.
Segunda plaga: Ranas
¿De dónde salieron tantas perchas? Deben ser mutaciones genéticas de
las lapiceras que nunca aparecen. En el placard de arriba, perchas de
“tintorería San Carlos”. Perchas turquesas en el fondo de la cajonera.
Aparecen por todos lados. Las debo haber guardado para cuando las
necesite. O sea, nunca. Tiro todas menos la de terciopelo verde con
cabeza de rana.
Tercera plaga: Piojos
¡Pero estoy segura de que esas migas ya las limpié! ¡Sí! ¡sí! son
las mismas migas. Las reconozco. Deben tener vida propia. Van de acá
para allá, se me escapan. Son Houdini reencarnado en harina. Es como si
tuviesen patas. Una miga con patas sería una hormiga. Y si pudiese
saltar sería un piojito.
Cuarta plaga: Animales salvajes
Los chicos de vacaciones. Abro la puerta y se me tiran encima. Todo
es quiero quiero y quiero. O peor aún: no quiero no quiero y no quiero.
Saltan en los sillones, tiran las cosas al suelo, gritan, pelean. ¿Quién
crió a estos salvajes? ¿Son Rómulo y Remo? Criados entre los lobos.
Entre animales salvajes.
Quinta plaga: Pestilencia
Hora de ocuparme de la limpieza interior. Tantas emociones leudadas,
historias infladas. Lo que leuda no me eleva. Adiós. Adiós a todo lo que
me retiene, lo que no construye, lo que no acerca, lo que hace perder
el tiempo. Adiós a las malas influencias, las malas costumbres, las
malas compañías. ¡Fuera! El new age es como la peste.
Sexta plaga: Sarpullido
¡Exijo una explicación! Hace diez años que vivo en Israel. Llegué con
tres valijas y dos cajas ¿cómo pude acumular tanto en estos años? ¿De
dónde saqué estas cosas? Este pesaj tiro la casa por la ventana. Corchos
en el cajón de los cubiertos. Caracoles, recuerdo de un día en la
playa. Tanta cosa inútil me da resquemor. Parece una oficina pública.
¿Hay algún médico en la sala? ¿Pueden ochenta y cuatro bolsas de
plástico guardadas en un cajón producir un sarpullido?
Séptima plaga: Granizo y fuego
Día D: D de derribar un castillo de hielo. El glaciar perito Moreno.
La heladera. El gran desafío que se lleva todas mis fuerzas. Como si la
limpiase con kryiptonita. Me agota raspar los burletes con
escarbadientes. Recordar el orden de los estantes. El freezer me quema
las manos. Hielo submarine. Quema el hielo de mi heladera bipolar.
Señores del servicio meteorológico: pronostiquen granizo y fuego.
Octava plaga: Langostas
¡Que alguien me ayude a tomar estas decisiones! Ayudín. ¿qué se tira?
¿que se guarda? Me vuelvo loca con esa cajita que siempre queda para el
final repleta de cosas que no sé a dónde van. Piedra, papel o tijera.
¿Qué es lo importante? No quiero conservar nada que no sea necesario. No
quiero ser esclava. Estar bajo el dominio de las cosas. Ni de la gente.
Deshacerme de lo que me saca la energía. De lo que me chupa el néctar
como langostas.
Novena plaga: Oscuridad
Friego, friego y friego. No puedo dejar de pasar el paño, de sacar
lustre. Hay algo obsesivo en querer que las cosas brillen. Que la luz se
refleje. Me gustaría decir que me da lo mismo, pero no, friego para
alejar las tinieblas. Ya he visto cómo hasta mi sombra me abandona en la
oscuridad.
Décima plaga: Muerte de los primogénitos
La noche del seder cada uno tiene que sentir que es él mismo que está
saliendo de Egipto ¿no? A ver: ¿Yo hubiese sido de los que se quedaron o
de los que salieron? No lo sé. No estoy segura de que hubiese podido
dejar atrás todo para ser libre. La niña que fui si lo hubiese hecho.
Tendría que ir a rescatarla. En algún lugar todavía vive. Los justos
siempre se salvan.