martes, 6 de septiembre de 2016

Los cátaros – su origen y su entorno geopolítico e histórico « Oldcivilizations's Blog

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Los cátaros – su origen y su entorno geopolítico e histórico

 
 
 
 
 
 
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Esta
es una visión un poco atípica sobre los cátaros, ya que nos
entretenemos, en gran parte, en sus orígenes, así como en el entorno
geopolítico e histórico que propició este movimiento religioso –
filosófico. El pretendido tesoro de los cátaros ha inducido a muchos Imagen 3cazadores
de fortunas a su búsqueda. Pero si en realidad existió este tesoro, los
cátaros supieron esconderlo. De todas formas, el secreto de su
existencia se fue a la tumba con los cátaros. Se ha especulado mucho,
sobre todo con el Santo Grial, que supuestamente los cátaros
custodiaban. El Santo Grial parece ser que se guardaba en el castillo de
Montsègur, último bastión que fue destruído por los cruzados en la
persecución de los cátaros. La leyenda dice que el ángel Lucifer lucía
sobre su cabeza una corona en cuyo centro tenía incrustada una gran
esmeralda. A su caída, Lucifer se convirtió en el Príncipe de las Tinieblas,
con lo que esta esmeralda se transformó en el Grial, poseyéndola los
cátaros, y que por causa de las persecuciones, escondieron en el
castillo de Montsègur. La leyenda dice que un ejército del mismo Lucifer
se dirigió a las murallas del castillo cátaro de Montsègur, con el fin
de recuperar el Santo Grial, y con ello la esmeralda que Lucifer
volvería a colocar en su corona. No obstante apareció sobre el castillo
cátaro de Montsègur una paloma blanca, recogiendo el Grial y
transportándolo al monte Tábor, donde fue custodiado por Esclaramunda,
hermana del conde de Foix, Raimundo Roger I. Otra de las versiones se
debe principalmente al investigador y arqueólogo nazi Otto Rahn, que se
trasladó en el año 1931 al castillo cátaro de Montsègur en busca del
tesoro de los cátaros y del Grial, no encontrando ni uno ni otro. Dice
Rahn que existían diversos túneles por donde probablemente los cátaros
huyeron con su tesoro. Una de las leyendas dice que por la escarpada
garganta Lasset, junto al castillo cátaro de Montsègur, cuatro Buenos Hombres,
de los que se conocen el nombre de tres de ellos, Amiel Alicart, Hugo y
Poitevin, trasladaron el tesoro de los cátaros a un lugar desconocido.
Fueron muchas expediciones en busca del tesoro de los cátaros y del
Santo Grial, entre ellas los hombres de las SS nazis. El fenómeno cátaro
apareció en Occidente en los alrededores del siglo X, una época en que
las herejías eran denunciadas por todas partes en Europa. La mayoría de
las veces se las calificaba como maniqueas.


Imagen 1


Maniqueísmo es el nombre que recibe la religión universalista fundada
por el sabio persa Mani, o Manes (215-276), quien decía ser el último
de los profetas enviados por Dios a la humanidad. El término cátaro, que
significa puro, apareció más tarde. Hablando de los cátaros de Renania,
el benedictino Eckbert de Shonaü, rector de la catedral de Colonia,
decía que celebraban una fiesta en honor de Manes, mientras que el
obispo de Chalón, Roger de Hainault, escribió al obispo de Lieja para
comunicarle que los cátaros de su diócesis pretendían recibir, por la
imposición de las manos, el Espíritu Santo, que no era otro que el
propio Manes. Mani fue un líder religioso iraní, fundador del
maniqueísmo, una antigua religión gnóstica que llegó a alcanzar una gran
difusión, aunque aparentemente se encuentra extinta en la actualidad.
Si bien sus escritos se han perdido, sus enseñanzas se han conservado
parcialmente en manuscritos coptos, procedentes de Egipto, y en textos
más tardíos del maniqueísmo, que se desarrolló posteriormente en China,
principalmente en la región de Turfán, y en el Turquestán. Mani, nombre
cuyo significado es joya, pertenecía por su origen a la nobleza parta.
Su padre, Pattig, procedía de Hamadán, y su madre pertenecía a la
familia de los Kamsaragan, emparentada con la dinastía reinante en el Imperio Parto,
los Arsácidas. Partia fue un imperio en el territorio de la actual Irán
fundado por los partos en el siglo III a. C. La región de Partia
quedaba al noreste de Irán conocido sobre todo por haber sido la base
política y cultural de las dinastías arsácidas por las que el Imperio
arsácida es entonces conocido también como el Imperio parto. El nombre
latino Parthia deriva del antiguo persa Parthava o Partawa, que era la
designación que los partos se daban a sí mismos en su idioma y que
significaba «de los partos». Mani pasó su infancia y juventud
en el seno de una comunidad judía ascética conocida como los elcasitas.
Según los relatos biográficos de al-Biruni, conservados en una
enciclopedia del siglo X, el Fihrist, de Ibn al-Nadim, recibió una revelación de un espíritu al que llamaba Syzygos, o “Gemelo“.
Cuando tenía alrededor de 25 años, comenzó a predicar su nueva
doctrina, basada en la idea de que podía alcanzarse la salvación
mediante la educación, la negación de uno mismo, el vegetarianismo, el
ayuno y la castidad. Más adelante, anunció que era el Paráclito
prometido en el Nuevo Testamento, el Último Profeta y el Sello de los Profetas,
último de una serie de hombres enviados por Dios, que incluía a Set,
Noé, Abraham, Shem, Nikotheos, Henoc, Zoroastro, Hermes, Platón, Buda y
Jesús.





Durante su vida, los primeros misioneros de Mani difundieron la nueva
fe por Persia, Palestina, Siria y Egipto. En vida de Mani, el mismo
emperador del Imperio sasánida, Sapor I, fue amigo y protector de Mani y
favoreció la divulgación de su mensaje por el Imperio. Mani tuvo más
seguidores entre la nobleza, como la reina de Palmira, Zenobia, que
abrazó la fe de Mani y acometió la empresa de difundirla hacia Egipto y
más allá. Según parece, murió en prisión por orden del emperador
sasánida Bahram I. Las fuentes discrepan en cuanto a la forma de su
ejecución. El escritor libanés Amin Maalouf escribió una novela
histórica acerca de la vida de Mani, titulada Les jardins de lumière (Los Jardines de Luz, 1991). Los jardines de luz
narra la biografía ficticia de Mani, líder religioso iraní fundador del
maniqueísmo. Con los pocos datos existentes sobre este personaje,
Maalouf recrea lo que pudo haber sido su vida, mezclando en la novela
personajes y hechos reales con ficticios. Mani, protagonista de la
novela, fundó una doctrina universal conocida como Maniqueísmo, en la
que las tres religiones más extendidas del momento, cristianismo,
budismo y zoroastrismo se conciliaban en una visión humanista del mundo,
cruelmente perseguida por los diferentes imperios de su tiempo. En este
libro seguimos la vida de Mani, desde su inicio en una secta cristiana
de Ctesifonte, de la que huye al serle revelado por su «alma gemela»
su deber en la vida, que es propagar un grito en el mundo, una nueva
visión de la vida. Así, Mani comienza un viaje que lo llevará por Irán
hasta la India. Conoceremos el imperio Sasánida, a Sapor, hijo del
famoso rey de reyes Astajerjes, amigo y protector de Mani, las
confabulaciones de su corte, los magos zoroastristas, la animadversión
de los dos hijos y pretendientes a heredar el trono, y el fin del viaje
en Beth-Lapat, donde fue condenado a muerte por Bahram I, hijo de Sapor.
Mani fue llamado «el apóstol de Jesús» en Egipto y «el Buda de luz»
en China. Poco queda hoy de sus enseñanzas, su mensaje de armonía entre
los hombres y su sutil religión del claroscuro. La Iglesia deformó el
significado de maniqueísmo para designar a los herejes y el fuego acabó
con muchos de sus escritos. En 1017 se encuentran cátaros en Orleáns.
Pero después de un juicio emitido por un concilio de obispos, son
quemados vivos. En 1022, el hecho se repite en Toulouse. En 1030, en
Italia, en la región de Asti, es descubierta una colonia de herejes, a
los que se designa ya con el nombre de cátaros.





Todos los miembros de la secta son asesinados. No obstante, a pesar
de las hogueras, el movimiento se había extendido como una mancha de
aceite, de forma que, en el siglo XII, se los encuentra más al Norte, en
Soissons, en Lieja, en Reims, y hasta en las orillas del Rin, en
Colonia y en Bonn, donde muchos herejes también son víctimas de las
llamas. El norte de Italia, atravesada por viajeros búlgaros, fue uno de
los países más afectados, y Milán pasó largo tiempo por un foco activo
de la herejía. Inocencio III consiguió, aunque con gran dificultad,
contener este flujo ascendente. Pero es en el Mediodía occitano, en los
territorios languedocianos y provenzales del conde de Toulouse donde el
catarismo había de alcanzar sus mayores éxitos. En años, desde finales
del siglo XII a principios del siglo XIII, el neomaniqueísmo se expandió
como un reguero de pólvora y conquistó el derecho de ciudadanía en las
tierras visigóticas, desde el Garona hasta el Mediterráneo, de suerte
que la doctrina de los albigenses parecía que debía triunfar, a corto
plazo, sobre el catolicismo. ¿Qué era, pues, esta doctrina que seducía
tanto a pueblos enteros como a los señores de más elevado linaje? En el
Mediodía languedociano, el catarismo es el punto de convergencia de dos
fuerzas. La primera hace proceder el catarismo del maniqueísmo, religión
que se basa en la oposición de dos fuerzas, la luz y las tinieblas, o
el bien y el mal, el espíritu y la materia. El maniqueísmo, por su
parte, arrancaba del culto esenio, del que Jesús procedía por parte de
madre. Se considera que los esenios constituían el vínculo y punto de
coincidencia entre los platónicos, o pitagóricos, por una parte, y el
budismo, por la otra, lo que nos lleva a hablar de la segunda fuerza de
atracción del catarismo. El escritor Maurice Magre hace de la iniciación
budista la principal fuente espiritual de los albigenses. Pero cabe
señalar que los esenios, como los budistas, profesaban el dualismo del
mundo. Tenían tres órdenes de afiliados, con tres grados de iniciación.
Practicaban el baño sagrado, como los brahmanes y los budistas.
Condenaban los sacrificios sangrientos, se abstenían de carne y de vino,
y practicaban una moral ejemplar, según el historiador Flavio Josefo.
Fue mediante los esenios como las ideas indo-persas pasaron al
cristianismo. No olvidemos, por otra parte, que la región del río
Garona, en el sur de la actual Francia, es una vieja tierra druídica.
Los druidas, hombres muy sabios, tenían una filosofía muy elevada.
Creían principalmente en la migración de las almas y en su reencarnación
después de la muerte. Sobre este viejo fondo pagano vino a injertarse
la herejía arriana del siglo VII, a la cual se convirtieron los reyes
visigodos. Curiosamente la historia se repite. En esta misma zona, unos
siglos antes que el catarismo, arraigó otra herejía, el arrianismo.





Ahora bien, los condes de Toulouse, de muy antigua nobleza germánica,
eran los descendientes directos de tales familias. No es asombroso, por
tanto, que el catarismo hubiera encontrado, en esta tierra románica, un
lugar privilegiado en el que podía expansionarse. La herejía cátara fue
una rama de la cristiandad que abrazó la tolerancia y la pobreza, y que
gozó del máximo prestigio en mitad del siglo XII, época en que Europa
se liberó de la apatía intelectual en que había estado sumida durante
siglos. Después de 1095, el papa Urbano II había exhortado a la
cristiandad a recuperar Jerusalén, y decenas de miles de personas
marcharon hacia allí en busca de aventuras y de la salvación, y
regresaron habiendo visto que en otras partes la vida estaba organizada
de una manera distinta. En su patria, las ciudades comenzaron a crecer
por primera vez desde la caída del Imperio romano, y se inició la gran
era con la construcción de catedrales. Se fundaron escuelas y la
difusión de nuevas ideas provocó a menudo descontento hacia una Iglesia
medieval primitiva, mejor adaptada a una época ignorante. El gran
despertar del siglo XII anunció un período de anhelo espiritual que
buscaba lo sublime fuera de los muros de la ortodoxia. A los cátaros se
unieron otros grupos heréticos, como los valdenses («hombres pobres de Lyon»),
para fustigar a la religión católica oficial. El catarismo prosperó en
regiones como las ciudades comerciales de Italia, los centros de la
Champaña y las tierras del Rin. Pero, sobre todo, prosperó en el
conjunto de tierras feudales que a finales del siglo XII constituían el
Languedoc. Actualmente el Languedoc, o Lenguadoc, es una región del
sudeste de Occitania, en el sur de Francia, antiguamente llamada Gotia o
región Narbonense. La mayor parte del territorio forma parte de la
región administrativa de Languedoc-Rosellón, aunque algunos sectores del
Languedoc han sido anexados por el gobierno central francés a otras
regiones. En la antigüedad se dividió en una parte alta, con capital en
Tolosa, y otra baja, con capital en Montpellier. Limita al norte con la
Auvernia histórica, al este con el río Ródano que le separa de Provenza,
al oeste con el Garona y los Pirineos, y al sur con el Rosellón y el
Mar Mediterráneo, con el que tiene 200 kilómetros de costa. El área del
Languedoc histórico es de 42.700 km² y en el censo de 1991 poseía una
población de 3.650.000 habitantes. Lenguadoc alude al idioma vernáculo
de esta región, la llamada Lengua de Oc. Antes de la conquista
romana el territorio, que mucho tiempo después correspondería al
Languedoc, formaba parte de la Galia céltica, ocupada por los volcas,
tectósages y arecómicos.





El Languedoc fue conquistada por Roma en el año 121 a. C.,
concretamente por el procónsul Domicio, y tomó el nombre de Provincia,
nombre que se ha conservado en la vecina región de la Provenza. Los
habitantes conservaron sus leyes y los romanos establecieron en Narbona
un puesto militar. En el 412 fue saqueada por los visigodos y Ataúlfo
concluyó en aquella ciudad una alianza con el emperador Honorio,
casándose con su hermana Gala Placidia. Pero huyó a Barcelona y su
sucesor Walia firmó un pacto para rechazar a los vándalos a cambio de
territorios en Aquitania. Tolosa (Toulouse) fue la capital del reino de
los visigodos. Posteriormente, fueron atacados por los francos a
instancia de la Iglesia Católica, ya que los visigodos eran arrianos,
siendo vencidos en la batalla de Vouillé. Tolosa cayó y sólo conservaron
la Septimania y Languedoc.  Los tolosanos jamás han traicionado el
cariño que sus antepasados volscos, como buenos hijos del gigante
Gerión, tenían a los presagios. Esta afición la habían observado por sí
mismos todos los historiadores de la Antigüedad. Nada sabemos de los
primeros habitantes de Toulouse, ya que los más antiguos vestigios que
poseemos datan solamente del siglo VI antes de nuestra Era y provienen
de los ibero-ligures. La propia ciudad debe su nombre a los celtas que
estuvieron allí, tres siglos más tarde, y construyeron el oppidum, cuyas
huellas se han hallado a cinco kilómetros al sur de del Toulouse
actual, en Pech David, cerca de la aldea de Vieille-Toulouse. Un autor
del siglo XVI, Antoine Noguier, comienza su Histoire tholosaine
afirmando que Toulouse fue fundada 1273 años antes de nuestra Era. Se
dice que el mítico Tholus, cuando fundó Toulouse, obró como un augur. La
tradición que Noguier hace llegar hasta nosotros une así la ciudad
rosada  (Toulouse) a las ciudades sagradas, como Delfos, Jerusalén, Roma
o La Meca, fundadas según las reglas de la astrología sacerdotal. Lo
que hay de singular en esta tradición es que se dice que Tholus era un
troyano, es decir, oriundo del Asia Menor, y nieto de Jafet, a su vez
hijo de Noé y padre de Gómer, Magog, Madai, Javán, Tubal, Mesec y Tirás,
por lo que, desde una perspectiva histórica, fue el progenitor de la
rama aria o indoeuropea de la familia humana.


Imagen 2


Se supone que los procedimientos augúrales de fundación de ciudades
aparentemente fueron traídos a Occidente por los fenicios, quienes
habrían fundado Tartessos. Sus descendientes, mezclados con los iberos,
franquearon los Pirineos precisamente en la misma época del nacimiento
de Toulouse. Esta tradición designa Toulouse como una ciudad hermética.
Según la leyenda, el primer rey de Toulouse habría sido Acuario y su
primer obispo San Saturnino, afirmaciones sin fundamento según los
historiadores. Acuario habría salvado la ciudad de Aníbal, aunque no es
seguro que Aníbal acampase delante de Toulouse, y aunque lo hubiera
hecho no habría encontrado ningún rey, pues hasta el siglo V no había de
aparecer, con los visigodos, un reino tolosano. San Saturnino sufrió
martirio por orden del primado romano Marcus, quien hizo atar vivo al
obispo a un toro que lo arrastró por las calles de la ciudad. Pero, tras
un galope de prueba «no hubo manera de que el animal siguiese adelante».
El secreto del nombre de Toulouse se relaciona quizá con su fundador,
Tholos, que en griego designa la cúpula de un edificio. Así, pues, la
fundación de la ciudad por Tholus no es más que una alegoría, que nos
confirma la tradición según la cual la observación de la bóveda celeste
presidió e! nacimiento de la ciudad. Toulouse fue luego dividida en doce
partes que fueron puestas bajo el señorío de los capitouls, así
llamados, según dicen las antiguas crónicas, en memoria de aquel Tholus
mítico a quien los astros, una hermosa noche, revelaron el lugar justo
donde colocar la primera piedra de Toulouse, la ciudad rosa. En la época
galorromana, lo que más adelante será el país de Oc, abarcaba tres
provincias romanas, la Novempopulania, la Narbonense y la Aquitania, y
prestaba sus canteras de mármol a escultores y arquitectos romanos. En
el año 410, el visigodo Alarico se apodera de Roma, civilización ya
decadente, donde sólo el Papa Inocencio I conservaba algunos restos de
autoridad. Ocho años después, los romanos tuvieron que ceder a los
visigodos el sudoeste de la Galia y gran parte de España. Walia, sucesor
de Sigerico, fundó a ambos la-dos de los Pirineos un gran reino
visigodo que adoptó Toulouse como capital. La imagen de bárbaros que
llegaron asolándolo todo no era falsa por lo que se refiere a los
alanos, vándalos, suevos y hunos. Pero no tenía sentido aplicada a los
visigodos. En una época en que los romanos unían a una fría crueldad
costumbres degradadas, la comparación resultaba totalmente favorable a
los godos. Éstos eran combativos, austeros y refinados. Discutían con
firmeza los asuntos públicos, pero se mostraban abiertos y tolerantes.





Con su rápida caballería y sus armas arrojadizas, el ejército
visigodo, de legendario valor, había derrotado muchas veces al de Roma.
Pero el guerrero visigodo jamás se separaba de su estuche de tocador, en
el que llevaba peine, tijeras, pinzas para depilarse y palillo de
dientes. También tenían sus orfebres, cuyas dotes artísticas y habilidad
ponen de manifiesto las joyas halladas en sus tumbas. Tenían
arquitectos que han dejado muchos monumentos, entre ellos una de las
torres de Carcasona, ciudad donde una tradición dice que el rey visigodo
Alarico llevó la misteriosa «Tabla de Salomón» procedente del
Templo de Jerusalén y de la que, al parecer, se había apoderado en Roma.
La Mesa de Salomón, rey de Israel del 978 al 931 a. C., conocida
también con los nombres de Tabla de Salomón, se basa en una leyenda que
cuenta cómo el rey Salomón escribió todo el conocimiento del Universo,
la fórmula de la creación y el nombre verdadero de Dios, el Shem Shemaforash, que no puede escribirse jamás y sólo debe pronunciarse para provocar el acto de crear. Según la tradición cabalística: “Salomón
lo confía a una forma jeroglífica de alfabeto sagrado que, aunque evita
la escritura del Nombre de Dios, contiene las pistas necesarias para su
deducción. Este jeroglífico tiene como soporte material un objeto: la
llamada Mesa de Salomón
“. Según esta leyenda, la trascendencia de
la tabla está en que dará a su propietario el conocimiento absoluto,
pero el día que sea encontrada el fin del mundo estará próximo. En
referencia a Teodorico, rey de los ostrogodos (474 – 526) y uno de los
gobernantes más poderosos de su tiempo, se dice: «Su talla es bien
proporcionada, despejada la frente, rizado el cabello y blancos y bien
alineados los dientes; tiene fuertes caderas y los muslos duros como el
cuerno, y tan robusto cuerpo reposa sobre pies pequeños
». Con su
manto escarlata, su camisa de seda blanca bordada en oro y su casaca
verde a rayas encarnadas, en nada se parecía a un salvaje: «Si
decide ir de caza, considera indigno de su rango llevar el arco al
costado; cuando quiere tirar contra un animal pide a su servidor un arco
con la cuerda floja, pues estima que sería un afeminado si lo recibiese
completamente preparado. A continuación lo tensa, escoge la flecha,
apunta y da en el blanco
». Teodorico se tomaba en serio sus deberes: «Antes
de que amanezca, sin gran escolta, acude puntualmente a las ceremonias
de sus sacerdotes; los cuidados de la administración del reino le ocupan
el resto de la mañana: su escudero permanece en pie al lado de su
asiento. Introducen la guardia, vestida de pieles. El rey la
inspecciona, haciéndola salir a continuación, pues no le gusta trabajar
en medio de ruido. Entonces son llamadas las diputaciones de los
pueblos; el rey escucha con atención y responde en pocas palabras. Si el
asunto reclama reflexión, aplaza su decisión, pero si es cosa urgente,
lo zanja sin vacilar. Después de comer no duerme la siesta; continúa
llevando su pesada carga hasta la hora de cenar
».





Gothia, capital Toulouse, conocerá un notable florecimiento. De Roma
los reyes visigodos toman inteligentemente lo mejor. Sus juristas
recogen todos los textos del Derecho romano. Pero no se limitan a
recopilarlos, sino que los integran a las costumbres de su pueblo,
impregnadas de cierto espíritu democrático que concede amplias
libertades locales. Pronto los reyes visigodos serán elegidos. Y
elegidos en base a un programa, en que tienen que comprometerse a
respetar las leyes no escritas de los pueblos que gobiernan. Ése es el
origen de los «fueros» al sur de los Pirineos, como en el caso de Catalunya, y de los «fors»
al norte de los mismos, en Occitania. Doce siglos más tarde, contra las
usurpaciones de la monarquía absoluta, el Languedoc habría de
reivindicar todavía sus franquicias «heredadas de los reyes godos».
Estos últimos impondrán también una medida sorprendentemente
igualitaria para la época, como era la obligación del servicio militar
para todas las clases de la sociedad, comprendido el clero, cuando el
país era invadido. En el plano exterior el balance no es menos
importante, ya que el Estado visigodo limpia la península ibérica de las
hordas de vándalos, suevos, etc. que la asolaban a sangre y fuego, y
libera la Galia de los hunos. AI detener el avance de éstos Teodorico
halla la muerte, en el año 451. El benedictino Dom Vaisette escribe
sobre Teodorico: «Este rey merecía la añoranza de sus súbditos por
sus poco frecuentes cualidades. Aunque arriano, era piadoso, de lo que
había dado pruebas cuando, tendido sobre un cilicio, no cesó de implorar
al cielo antes de librar batalla a los hunos».
El arrianismo es
una creencia no trinitaria. Afirma que Jesucristo fue creado por Dios
Padre y está subordinado a él. Las enseñanzas arrianas fueron atribuidas
a Arrio (250 – 335 d.C.), un presbítero en Alejandría, Egipto. Las
enseñanzas eran opuestas a las principales enseñanzas católico-romanas
sobre la naturaleza de la Santa Trinidad y de la naturaleza de Cristo.
La cristología arriana dice que el Hijo de Dios no existió siempre, sino
que fue creado por Dios Padre. Esta creencia se basa en la
interpretación del versículo 14:28 del Evangelio de Juan. El Primer
Concilio de Nicea del 325 declaró al arrianismo como herejía. En el
Primer Sínodo de Tiro, en el 335, Arrio fue exonerado. Tras su muerte,
fue anatemizado de nuevo y fue declarado herético otra vez en el Primer
Concilio de Constantinopla del 381. Los emperadores romanos Constancio
II, que gobernó del 337 al 361, y Valente, que gobernó del 364 al 378,
fueron arrianos o cercanos al arrianismo.





Mientras París todavía no es más que una pequeña población, la
Toulouse visigoda irradia esplendor. Según Sidonio Apolinar (431- 489),
obispo de Clermont: «Allí se veían apiñados el sajón de ojos azules
acostumbrado a desafiar las olas del Océano; el viejo sicambro, cuya
cabeza, pelada al rape tras su derrota, volvía a cubrirse de cabellos
recogidos sobre el cráneo desde que la paz le había devuelto la
libertad; el hérulo de mejillas tatuadas de azul y tez semejante al agua
del mar; el burgundio de dos metros de alto; el ostrogodo orgulloso de
la ayuda de Eurico contra los hunos, y hasta los enviados del soberano
de Persia. La misma Roma imploraba ayuda a Toulouse contra los hombres
del Norte que la acosaban por todas partes; el Garona protegía al
debilitado Tíber
». Y los visigodos se dan prisa por embellecer su
capital que, según palabras de un historiador, puede compararse con
Bizancio y conoce su edad de oro. Construyen el famoso castillo
Narbonnais y también la primera iglesia de la Daurade (Dorada), el más
antiguo santuario mariano de toda la Galia, extraña construcción
decagonal cuya cúpula, taladrada en pleno centro, se abría hacia la
bóveda celeste. El lugar que ocupa la iglesia fue dedicado al culto
desde la época romana, y antes de albergar la primera iglesia cristiana
fue un templo consagrado a Apolo. De hecho la basílica cobija una de las
reliquias cristianas más antiguas de la ciudad, la Vierge Noire.
Existen varios centenares censados de vírgenes negras, la mayor parte
de origen románico y localizadas en la cuenca occidental del
Mediterráneo. Una de ellas es la Virgen Negra de la Dorada a la que el
edificio debe su nombre primigenio, de Santa María de Toulouse, aunque
posteriormente se le llamaría Daurade por los mosaicos cubiertos de oro
que contenía. En efecto, los visigodos son los primeros y únicos
bárbaros que son cristianos. La Iglesia católica no lo olvidará y va a
dedicarse a organizar su liquidación. Los visigodos fueron convertidos a
principios del siglo IV, cuando acampaban en las estepas de Ucrania.
Tradujeron la Biblia a su idioma y, como godos sabios que eran,
abrazaron la más sutil, abstracta y discutidora de las doctrinas
teológicas cristiana, la de Arrio. Esto les valió verse empeñados en una
disputa religiosa cuyas peripecias y desenlace mucho habían de pesar
sobre el destino de la Iglesia y los Estados. En el año 318, Arrio,
sacerdote de la iglesia de Bacaulis, en Egipto, reprocha a su obispo
Alejandro que propague una teología contestable. Para el obispo, Dios
Hijo es Dios lo mismo que su Padre y, por lo tanto, igualmente eterno.
Ello constituye para Arrio una grave herejía, equivalente a la de los homusianos,
condenada en el año 270 por el concilio de Antioquía. Además, según
Arrio, puesto que el Padre ha engendrado al Hijo, el Padre ha tenido que
existir antes que el Hijo. Por lo tanto, no se puede decir que el Hijo
sea eterno sin negar que ha sido engendrado por el Padre, lo cual sería
otra herejía porque se tendrían entonces dos Dioses en lugar de uno.





El obispo Alejandro nunca había pensado en esos detalles, pero lo que
no admitía era que un simple sacerdote amonestase a su obispo. Depone a
Arrio y le hace excomulgar. Pero Arrio sigue luchando sin más armas que
el razonamiento, y en poco tiempo su acerada lógica le conquista
partidarios en todo Oriente. La jerarquía, por su parte, acude al César.
Ya años antes se había denunciado al obispo Pablo de Samosata a
Aureliano, emperador pagano. Esta vez, la jerarquía apela al emperador
Constantino, recién convertido al cristianismo. Cansado de discusiones
bizantinas que no entiende y, sobre todo, inquieto por ver encenderse la
discordia en sus Estados, Constantino convoca en el año 325 un concilio
en Nicea, conminando a los delegados para que zanjen el problema con
rapidez. Bajo el impulso del patriarca Atanasio se redacta el Credo: «Jesús
es hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, Dios
de Dios, luz de luz, verdadero Dios del verdadero Dios, engendrado y no
creado; es consustancial con el Padre y por Él todo ha sido hecho
».
Hacía tres siglos que se discutía sobre la naturaleza de Jesús, y que
dichas discusiones habían de continuar durante largo tiempo. El
historiador Ferdinand Lot dice lo siguiente:«Es un hecho
significativo e inquietante que el primer gran concilio celebrado por la
Iglesia deliberase y votase bajo la presión de un hombre (Constantino)
que había sido pagano hasta muy poco. Los arrianos eran condenados,
desposeídos de sus sedes episcopales y enviados al exilio
». Pero en
el año 328 todo cambia. Los excluidos vuelven a ocupar sus puestos, y
es Atanasio quien, juzgado en Tiro por un concilio, se ve condenado y
exiliado. Pero no por mucho tiempo, pues fue repuesto por Constantino.
Más tarde Constancio sucedió a Constantino en el trono imperial de
Oriente, y el nuevo emperador, favorable a los arrianos, desterró
nuevamente a Atanasio a Alemania. En este país, Atanasio conquistó el
apoyo de Constante, emperador de Occidente. Vemos que la iglesia de
Oriente es partidaria de Arrio, y la de Occidente de Atanasio. Pero
Constante muere, y Constancio, que ha reunido bajo su cetro
Constantinopla y Roma, hace progresar de tal modo la causa arriana en
Occidente, que ésta conquista al Papa San Liberio. Lo que complica un
poco las cosas es que hay un segundo Papa, Félix II, que en ningún modo
está de acuerdo con el primero. O sea que, tras cincuenta años de
disputas, hay un empate entre ambos bandos.


Imagen 3


A fines del siglo V, y aunque no llega todavía a los cien años de
existencia, el reino arriano de los visigodos se extiende, sin solución
de continuidad, desde el Loira hasta Andalucía. La calidad de sus
soberanos, su juiciosa administración, su amplitud de criterio y de
miras, todo ello les opone a la turbulencia que reina entre sus vecinos
del Norte. Ferdinand Lot escribe: «Parece que el mundo romano va, en
Occidente, a proseguir sus destinos bajo el protectorado de la nación
más civilizada, el gran pueblo de los godos. La antigua Bélgica, que se
disputan francos y alemanes, parecía destinada a caer de nuevo en la
barbarie y germanizarse: esto era, por así decir, el inevitable precio
de aquello. Pero el resto de la Galia había de formar un Estado
romano-gótico, gobernado por la dinastía de los Baltos. Sería una gran
ilusión imaginar que en aquella época los francos aparecían como una
raza elegida, forzosamente destinada a dominar la Galia. El pueblo
elegido era el de los visigodos
». Sin embargo, el imperio
visigótico, cual gigante con pies de arcilla, había de sucumbir en pocos
años bajo los golpes combinados de los francos y de la Iglesia romana.
El año 481, un reyezuelo franco de quince años, procedente de Bélgica,
irrumpe en la escena de la Historia. Hasta hace poco no se conocía su
verdadero nombre: se llamaba sencillamente Luis. Pero porque un copista
distraído puso antaño una C donde no hacía falta, aquel conquistador es,
para todos los franceses, Clovis. Clodoveo I (en francés, Clovis) fue
el rey de todos los francos del año 481 al 511. Fundó la primera
dinastía de reyes de Francia, la dinastía merovingia. Fue además, el
primer rey cristiano. Por estos motivos, la mayoría de los reyes
franceses se llamaron “Luis”, forma moderna de “Clodoveo”.
A los veinticinco años, Clodoveo había extendido ya sus dominios desde
el río Mosa al ría Sena, luego desde el río Sena al río Rin y, por
último, desde el río Rin hasta el río Loira. Su talento militar y su
ambición sin límites atraen sobre este cruel pagano la atención del
clero cristiano, que hará de él un nuevo Constantino. Se prepara
minuciosamente su conversión. Se producen en su presencia milagros
oportunos en Tours, en la tumba de san Martín. El obispo Rémi, político
sagaz, puede entonces administrarle el bautismo. El clero, rico en
tierras, es en la Galia septentrional la principal potencia económica.
El concurso de Clodoveo le asegura un brazo secular, lo que le faltaba
para atacar el Sur herético, sustraído a su dominación. Y Clodoveo, por
su parte encuentra en el clero las estructuras, los consejos y los
apoyos, que han de facilitar su marcha hacia delante. Por cierto que, en
el reino de Toulouse, es entre el episcopado donde Clodoveo recluta su «quinta columna». Estos obispos eran tan poco recomendables, que el Papa, poco tiempo antes, había escrito: «En Septimania [Languedoc] se eleva a la dignidad episcopal a ambiciosos y hasta a criminales».





Para cortar esta labor de zapa, el rey visigodo Alarico II desplazó a
varios obispos. Acto seguido, los católicos dijeron que se les
perseguía y hasta que se les martirizaba. Sin embargo, sólo se trataba
de precauciones políticas. Alarico, aun siendo fiel arriano, era muy
tolerante; juzgando a los que le rodeaban más por su capacidad que por
sus creencias, por lo que había escogido por ministros al católico León y
por consejero al que llegará a ser San Epifanio. Pero ello no importa.
Tampoco importaba que, cincuenta años antes, fuese el rey visigodo
Teodorico II quien, tras haber ayudado a San Aignan a salvar Orleáns de
los hunos, hubiese detenido a estos últimos a costa de su vida. Ni
importaba, por último, que los visigodos fuesen cristianos desde hacía
siglo y medio, mientras que Clodoveo lo era muy reciente. Los visigodos
eran considerados herejes y Clodoveo no. En el año 507, el ejército
franco, procedente de Tours y llevando consigo a los más feroces
salvajes de aquellos tiempos, los alanos, se pone en marcha y destroza
en Vouillé a la vanguardia visigoda. Clodoveo llega hasta el río Garona,
se apodera de Toulouse, y a continuación prende fuego a la ciudad.
Alarico II, el rey visigodo, perece en la acción. Pero Clodoveo fracasa
cerca de Carcasona. Pronto el reino visigodo no dispone más que de un
reducto al norte de los Pirineos, el Razès, en el valle del Aude, con su
capital Rhedae, plaza fuerte de treinta mil habitantes, que no es hoy
día más que la extraña aldea perdida y famosa de Rennes-le-Château, que
ha adquirido nuevo renombre por su posible tesoro cátaro o templario. Al
otro lado de los montes, los visigodos dominarán todavía durante cerca
de un siglo la mayor parte de la Península Ibérica, con Toledo por
capital. La ocupación sarracena, en el siglo VIII, había de poner fin, a
ambos lados de los Pirineos, a la aventura visigótica. De los godos
sabios, el Languedoc no conservó más que recuerdos, pero numerosos y
poéticos. Los nobles no dejaron de recordar orgullosamente su parentesco
gótico, que atestiguaba su antigüedad. A uno y otro lado de los
Pirineos se dijeron todos «hidalgos», es decir, hijos de godos. El pueblo guardó memoria de los prodigios atribuidos a los «buenos reyes godos»,
cuyas espadas cambiaban de color y cuyos castillos siguen siendo
considerados lugares de hadas. Seguirán mostrándose celosos de las
libertades civiles y municipales, cuyas bases habían asentado los
juristas de Alarico. Y la Iglesia no tuvo más remedio que confesar que: «El
desgraciado y detestable error arriano tuvo la fuerza de esa maligna
nación, de suerte que, por hallarse cuidadosamente implantado y aferrado
en los corazones, duró largos años y hasta los tiempos de los condes de
Toulouse
».





En tiempos de los soberanos visigodos, Toulouse había tenido una
reina afligida de una deformación física poco común, ya que su pie
derecho tenía forma de pata de oca. Y como en la lengua de Oc pie se
dice pe, y oca, auca, le daban el nombre de la reina
Pédauque, cuyo recuerdo ha conservado hasta nosotros el escritor francés
Anatole France, en su libro La rôtisserie de la reine Pédauque.
Según la gran mayoría de los cronistas, Pédauque era la esposa del rey
godo Eurico. Éste era un hombre civilizado, inteligente y muy instruido,
que se rodeaba de artistas y de sabios. Cierto es que, a despecho de su
feísimo pié, Pédauque no causaba horror a sus súbditos, sino todo lo
contrario, ya que era amada e incluso venerada por los tolosanos, sobre
todo por la gente humilde. Sin duda, a los ojos del pueblo, la reina
palmípeda aparecía marcada con una señal reveladora. Además Pédauque era
buena, sensata, laboriosa y sabia, e hilaba incesantemente con una
rueca maravillosa que nunca se quedaba vacía. Rabelais y Noël du Fail
nos dicen que, en su época, los tolosanos juraban todavía por la rueca
de la reina Pédauque. Ella fue quien hizo construir la primera Daurade y
tender sobre el Garona un puente con columnas. Su domicilio radicaba en
el barrio de Saint-Sabran, rué de Peyrelade, y como ella había hecho
traer allí el agua por canales subterráneos, el lugar fue llamado «Baño de la reina Pédauque». Curiosamente esta morada pasó más tarde a manos de los Templarios y recibió el nombre de Cabaleria (Caballería)
o Maison de Saint-Jean. En su vejez, Pédauque se retiró del mundo para
irse a vivir como ermitaña en una gruta, y cuando murió, fue enterrada,
según se asegura, en la Daurade. La leyenda de la reina Pédauque plantea
un enigma tanto a los arqueólogos como a los mitólogos. Primeramente,
se creyó reconocer en Pédauque una reminiscencia fabulosa de Berta, la
madre de Carlomagno, Berta la del pie grande, en los tiempos en que la
reina Berta hilaba. Pero la edad del sarcófago de Ragnachilde destruye
esta hipótesis, ya que el personaje de Pédauque es anterior por lo menos
en dos siglos a Berta, la del pie grande. En el siglo XVIII, con el
abate Bullet, Pédauque fue asimilada a otra Berta, Berta de Borgoña,
primera esposa de Roberto II el Piadoso de Francia. En efecto, habiendo
sido condenado por la Iglesia el matrimonio de Roberto, se había
extendido el rumor de que la reina, castigada por el cielo, había dado a
luz un ganso. Según el abate Lebeuf, que escribía por la misma época,
Pédauque debería ser relacionada nada menos que con la reina de Saba.
Esta es la opinión que ha hecho suya Émile Mâle, afamado historiador de
arte francés, especialista en el arte sacro y medieval. El Talmud de
Jerusalén cuenta, en efecto, que la reina de Saba, siempre con vestidos
muy largos, nunca enseñaba los pies. Para vérselos, y sabiendo que a
ella le gustaba mucho el baño, a Salomón se le ocurrió un ardid. Hizo
andar a la reina por encima de un espejo que ella tomó por agua, hasta
el punto de que se levantó el vestido, viéndose entonces que sus pies
eran tan feos como hermoso su rostro.





También puede ser una referencia a una diosa telúrica de los
germanos, Berchta, la de los pies de ave, cuya referencia habría sido
importada por los normandos. Sin embargo, ni una mujer de pies grandes o
feos, ni la madre de un ganso, ni una diosa con pies de un ave
cualquiera responden exactamente a la imagen de la reina Pédauque.
Además, ninguna de ellas presenta la localización de la leyenda en
Toulouse. La leyenda de Pédauque no fue importada a principios de la
Edad Media, sino que, por el contrario, forma parte de la mitología de
los más antiguos grupos étnicos llegados a las tierras de Oc. Además, no
pertenece al grupo de las divinidades telúricas, sino al de las
divinidades acuáticas. Si buscamos en los remotos orígenes de Pédauque,
no hallamos más que un solo personaje que haya podido servir de
prototipo. Se trata de una «madre de los dioses», una «gran Diosa»,
la Anat siria, helenizada en Venus Anaxaretea. Anat era una diosa de
las aguas fecundas; Venus Anaxaretea fue, como narra Apolodoro,
convertida en pato, y aparece representada por una mujer cuyo pie
derecho es palmípedo. La figura de Anat se ha ido transformando y
precisando. Ahora bien, la clave de estas transformaciones radica en el
nombre de la diosa. En efecto, Anat se ha convertido en griego a la vez
en reina (anassa) y pata (e nassa). Así, Anat es, en
sentido literal, la Reina Pédauque. Lo que nos confirma en la idea de
que hay que buscar el origen de Pédauque en el Mediterráneo oriental, en
que el nombre sería Austris. Auster, en latín, significa, en efecto, el
mediodía, el país del Mediodía. Esto es, por cierto, lo que permite
identificar a Pédauque con la reina de Saba, porque Saba, en hebreo,
designa también el Sur, el Mediodía. Pédauque sería, pues, la Reina del
Mediodía. Pero, con relación a Toulouse, el Mediodía es la Península
Ibérica. Tal vez desde allí, siguiendo las migraciones iberas, es de
donde Pédauque, en época muy remota, habría venido hasta el país de Oc.
Los «pueblos patos», supuestos fundadores del Imperio tartesio,
habrían elegido precisamente por emblema la pata palmeada ya que
simboliza el remo, el Pédalion, o cánones de la Iglesia. Por lo
que respecta a la rueca mágica de Pédauque, podría subrayar su conexión
con los Pueblos del Mar, creadores de la civilización megalítica. En
efecto, la rueca simboliza los megalitos. En Francia, en muchas
regiones, se llama todavía a los menhires «rueca de hadas». La
herejía de Pédauque, la naturaleza de sus obras, su matrimonio con
Eurico, así como su final en el fondo de una gruta, son otras tantas
alegorías. Esta creencia, de origen pagano, fue abrazada por los
visigodos y luego su sentido verdadero ha sido ocultado.


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Otro enigma del país de Oc tampoco resuelto, es el de los cagots. Los agotes (en francés, cagots)
son un grupo social minoritario, del que quedan sus descendientes, en
las áreas apartadas de los valles de Baztán y Roncal, en Navarra
(España), en Guipúzcoa, en el País vasco, en el País Vasco Francés y en
algunos municipios de Aragón. Eran artesanos que trabajaban la piedra y
la madera, y posteriormente también el hierro. Durante casi ocho siglos
fueron víctimas de discriminación socioeconómica. Se conoce su
existencia a partir de la Edad Media. En la zona vascofrancesa los
agotes eran llamados cagots. Muchos han supuesto que la etimología de la palabra agote derivaría de gótico o godo, a través del occitano ca got, «perro godo». Menos probable es que la etimología se remonte a los bagaudas,
integrantes de numerosas bandas que participaron en una larga serie de
rebeliones. Los agotes no constituían un grupo étnico ni religioso
diferenciado. Su lengua y fe eran las de la población de la zona en que
se hallaban, por lo que su condición de minoría social era
exclusivamente fruto de la marginación. Autores antiguos y modernos han
especulado mucho en torno a la raíz histórica de esta discriminación.
Sin embargo, hoy sigue siendo un misterio. La población no agote les
atribuía diversos orígenes “perversos“, que no pretendían
explicar sino más bien justificar la discriminación. Se trataba de una
supuesta maldición bíblica, en descendientes de paganos celtas o de
herejes. Partiendo del nombre agotes, algunos autores dieron
credibilidad a la teoría de un origen godo, quizá de algunos desertores
de algún ejército, que se habrían  refugiado en los valles
vasco-navarros, donde serían mal recibidos por la población autóctona,
iniciándose así un prejuicio alimentado por la leyenda. Otros han
afirmado que serían descendientes de criminales llegados de Francia que,
para escapar a la justicia, se ocultaron antes de cruzar la frontera.
De ahí habría surgido la idea de que transmitían la lepra, una de las
acusaciones más habituales. También se ha relacionado el origen de los
agotes con grupos de cátaros huidos de Occitania y rechazados por su
condición herética. Otros creen que la discriminación de los agotes
procedería del rechazo a descendientes de invasores musulmanes asentados
en España y Francia. Esta última teoría goza de especial apoyo en
Francia. Historiadores más recientes han formulado una hipótesis que los
vincularía a gremios medievales de artesanos y trabajadores de la
piedra, caídos en desgracia, en la época de apogeo de estos oficios
durante la construcción del Camino de Santiago. Ello podría explicar la
localización geográfica de este grupo y las fuertes restricciones
comerciales que sufrían a uno y otro lado de la frontera.





Los cagots eran numerosos en Gascuña, en el Alto Languedoc y
en el Bearne, provincia en cuya parte montañosa se encuentran todavía
algunos. Eran considerados intocables, vivían en barrios separados y
eran víctimas de una rigurosa segregación, incluso en las iglesias, en
las que entraban por una puerta reservada, mojando la mano derecha en
una pila de agua bendita especial y ocupando sitios separados. Se
pretendía que eran todos más o menos leprosos, lo cual se ha demostrado
que era falso. Se los reconocía por su baja estatura y sus orejas que,
efectivamente, estaban desprovistas de lóbulo, pero sobre todo por
llevar  una pata palmeada de tela encarnada cosida en el hombro. Los cagots
tenían que limitarse a los oficios de albañil y carpintero, en los que
se mostraban muy hábiles, ayudando a edificar algunas de las más
hermosas iglesias del Bearne y de Comminges, así como el barrio de
Montaut, en Toulouse, enteramente obra suya. No por ello dejaba de
decirse que habían sido expulsados por Salomón cuando la construcción
del Templo, que habían fabricado la cruz de Jesús, que robaban los
ataúdes para utilizar su madera en la construcción y que eran brujos. Se
decía también que su nombre significaba «perros godos». Sea lo que fuera, el origen de estas «humildes gentes»
y las circunstancias de su asentamiento en el país de Oc jamás han
podido ser determinadas con certeza, y siguen siendo uno de los mayores
misterios. En todo caso, el mito de Pédauque parece tener su origen en
los «pueblos patos» que, en tiempos remotos llegaron hasta el
sudoeste de la actual Francia. El oro de Toulouse no trajo la felicidad
al rey Clodoveo. En efecto, el vencedor de Vouillé murió a los cuarenta y
cinco años, y, salvo un breve intermedio con Dagoberto, sus
descendientes dejaron que los mayordomos de palacio se apropiasen de su
patrimonio, conquistado con demasiada rapidez. Sin embargo, los países
situados al sur del río Garona hicieron honor a su tradición de
independientes. En el año 711, el emir El Smalah es rechazado por los
tolosanos. En el siglo siguiente, Pipino I y Pipino II, descendientes de
Carlomagno, se proclamaron sucesivamente reyes de Aquitania. Pero su
realeza no dejaba de ser ficticia, pues Aquitania ya tenía sus duques y
Toulouse sus condes. Y sin contar con éstos, nada se podía hacer. Carlos
II de Francia, llamado el Calvo, se dará cuenta de ello cuando,
disputando el reino de Aquitania a su sobrino PIpino II, sitiaría
Toulouse, en el año 844, y sería rechazado violentamente, no pudiendo
entrar en la ciudad rosada hasta cinco años después. Y ello con la
conformidad del conde Fulguald, preocupado por cerrar el camino a los
normandos llamados por Pipino en su ayuda, y a los que los tolosanos
pusieron en fuga. Con ocasión de este breve paso por Toulouse, Carlos el
Calvo mató al amante de su madre, que probablemente era su verdadero
padre, en plena basílica de Saint-Sernin. El conde Fulguald fue el
primero de la estirpe de aquellos condes de Toulouse que habían de
devolver poderío y brillo al Languedoc, al que llevarán a su apogeo
entre los siglos XI y XII.





El Languedoc medieval es un vasto Estado soberano, que en torno al
condado de Toulouse se extiende desde el Quercy y los Cévennes hasta los
Pirineos, y desde el río Garona al Mediterráneo y los montes Alpilles.
Su idioma, su economía, su estructura social, sus instituciones
políticas, su derecho, sus valores de civilización y su ambiente
tolerante religioso, lo distingue y en la mayoría de los casos lo opone a
los países del norte del Loira, que han comenzado a aglutinar la nueva
dinastía de los Capetos. Asentado en el suelo aquitano, que fue siempre
vía de paso, el Languedoc ha visto sus ciudades y, por consiguiente, su
comercio, desarrollarse más pronto y con mayor amplitud que en el Norte.
No sólo Toulouse, sino también Montpellier, Narbona, o Béziers, ocupan
el primer puesto por su población y su opulencia. El pulmón del país es
el Mediterráneo, lugar de intercambios en aquella época histórica. En
estas condiciones, las cruzadas en Tierra Santa aportaban al país
occitano un suplemento de riqueza e influencia, en que sus posesiones se
extendían hasta Trípoli, «hija de Toulouse». Este estado de
cosas no dejaba de reflejarse en el plano social. La burguesía se había
emancipado de la nobleza bastante antes que en el Norte y, exenta de
tasas e impuestos sobre lo que compraba, vendía o cambiaba, era
comparable al que más tarde sería la Venecia de los dux, las
ciudades de la Liga hanseática, o las mayores ciudades de Flandes. Por
el contrario, la institución feudal distaba mucho de tener en el
Mediodía el mismo peso que en tierras de Oil, territorios de la
actual Francia septentrional, parte de Bélgica, Suiza y las islas
Anglonormandas del canal de la Mancha. Al no existir el derecho de
progenitura, la propiedad de la tierra, excepto la de la Iglesia, se
hallaba dividida. De donde resulta que los campesinos, que dependían, no
de un señor único, sino de varios, eran, de hecho, libres. Y resulta
igualmente que, no siendo la clericatura el único refugio de los
caballeros segundones, el feudalismo meridional, contrariamente al del
Norte, no estaba ligado al clero. Por motivos análogos, esta libertad se
encontraba igualmente en todos los niveles de la sociedad occitana. Las
grandes ciudades del Mediodía eran otras tantas pequeñas repúblicas
burguesas autónomas, sobre las que la nobleza y el clero no ejercían
prácticamente más que una autoridad nominal. La nobleza hacía poco caso
de la soberanía feudal del conde de Toulouse. Éste gobernaba gracias a
una política de equilibrio y absolutamente libre de toda tutela
extranjera.





A este equilibrio de las fuerzas sociales correspondía, en el plano
político, un equilibrio de poderes. En las ciudades, era la burguesía
comercial y bancaria la que gobernaba, asociada a veces a la nobleza y
al clero, pero, con más frecuencia, sin ellos. En Béziers, en 1161, los
burgueses, para la salvaguarda de sus franquicias, se sublevaron contra
su obispo y su vizconde, dando una paliza al primero en plena iglesia y
matando al segundo en plena calle. En 1202, en Toulouse, tras varias
tentativas fracasadas, la burguesía tomó el poder. En todas las ciudades
meridionales, el gobierno era confiado a magistrados elegidos, capitouls,
que se escogían tanto en el seno de la burguesía como en el de la
nobleza. Gracias a este sistema, el Mediodía había de ahorrarse las
largas luchas comunales que, desde el siglo XII al XVI, jalonan la
historia de la Francia de los Capetos, sin conseguir poner término a la
creciente «anarquía» del sistema feudal. En el Mediodía las
clases sociales no se hallaban separadas, como en el Norte, por barreras
infranqueables. Había una osmosis constante no sólo entre la nobleza y
la burguesía, sino también, aunque en menor escala, entre estas últimas y
el campesinado, pues el campesino meridional podía llegar a convertirse
de siervo en burgués, y, a veces, de burgués en caballero. Hay incluso,
en ciertos lugares, una extraña categoría social, la de los
caballeros-siervos. Como ha señalado René Nelli, poeta, ensayista,
escritor e historiador francés, reconocido como una autoridad en la
cultura occitana de la Edad Media y el catarismo en particular: «los
condes de Toulouse recibían a los burgueses en su Corte, escuchaban sus
consejos y hallaban entre ellos sus más fieles defensores. La nobleza
meridional hubiera podido desaparecer sin que se perdiera el espíritu
caballeresco, pues éste anidaba en mercaderes y artesanos
». El
Mediodía se distinguía también por su sistema jurídico. En dos campos ha
dado principalmente sus frutos este estado de cosas. Se facilitó la
libre circulación de las mercancías, y se reconocieron y protegieron los
derechos y la personalidad de la mujer, lo que dio una fisonomía
específica a la sociedad, a la civilización y a la cultura de los países
Occitanos. Ello también se manifestaba en el trato a los extranjeros,
que gozaban de iguales derechos, independientemente de su origen o
creencias. Por lo que se refiere a los judíos, sólo en el Mediodía,
donde eran numerosos, se les tenía en consideración. Son los judíos
quienes fundan en Montpellier la más célebre escuela de medicina de
aquellos tiempos, en la que la enseñanza era gratuita. Las tierras de Oc
son las primeras en acoger la ciencia, la filosofía y la poesía árabe,
venidas de la península ibérica. En arquitectura, es al sur del Loira
donde la influencia del Islam es más acusada. El conjunto de todos estos
factores contribuyó a dar a la sociedad meridional un cierto laicismo.





En el año de 589, Septimania, región occidental de la provincia
romana de Galia Narbonense, la habitaban cinco pueblos diferentes:
romanos, godos, sirios, griegos y judíos, aunque los tres últimos en
calidad de comerciantes. Las tensiones internas de los visigodos les
debilitaron, y en el año 672, el conde de Nîmes, Hiderico, se puso de
acuerdo con el obispo de Maguelona y los habitantes de Nimes para
rebelarse. Wamba, que se hallaba en Toledo, marchó contra los rebeldes y
recuperó Narbona, Beziers, Agda, Nimes y apaciguó la Septimania. Esta
paz fue interrumpida por la invasión musulmana bajo el mando de
Abd-el-Rahman, cuyas tropas saquearon Narbona y Carcasona. En la época
de esta incursión Aquitania era, con el título de condado hereditario,
un verdadero reino gobernado por los príncipes merovingios descendientes
de Cariberto II, rey de Aquitania. Hijo de Clotario II y medio hermano
de Dagoberto I. Odón el Grande se enfrentó a otro ejército sarraceno,
liderado por Al-Samh, y le venció en sangrienta batalla. Pero otro
general sarraceno, Ambessa, reconquistó Carcasona, Béziers, Agde, Nimes,
etc. y murió en un combate contra Eudes. En Narbona se firmó un tratado
de paz, por el cual allí residiría un wali o gobernador musulmán,
siendo las demás ciudades administradas por los condes godos o galos. En
el 732 Carlos Martel salvó al reino franco de una invasión musulmana en
la batalla de Poitiers y mató a Abd-el-Rahman. En el 793 el duque
Guillermo tuvo que luchar con Abd-el-Melik, que invadió el condado a la
cabeza de un ejército musulmán y se apoderó de Narbona, cuyas riquezas
sirvieron para la construcción del puente y la mezquita de Córdoba. En
tiempos de Carlomagno y sus sucesores, el Languedoc estuvo tranquilo en
cuanto a invasiones exteriores, pues la incursión de los normandos no
tuvo grandes resultados. Pero sí hubo problemas internos, ya que la
Aquitania y la Septimania se sublevaron y fueron sometidas en tiempos de
los reyes franceses Luis I, de Carlos el Calvo y de Luis el Tartamudo.
No tardaron en constituirse feudos independientes y a partir del reinado
de Carlos el Gordo, hubo condes de la Tolosa occitana y marqueses de
Narbona que gobernaron libremente aquellas ciudades ricas y poderosas.


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Y aquí es importante hacer una referencia a la Marca Hispánica, que
dio lugar al  entorno geopolítico que favoreció la extensión del
catarismo. La Marca Hispánica era el territorio comprendido entre la
frontera político-militar del Imperio carolingio con Al-Ándalus, al sur
de los Pirineos, desde finales del siglo VIII hasta su independencia
efectiva en diversos reinos y condados. A diferencia de otras marcas
carolingias, la Marca Hispánica no tenía una estructura administrativa
unificada propia. Tras la conquista musulmana de la península ibérica,
los carolingios intervinieron en el noreste peninsular a fines del siglo
VIII, con el apoyo de la población autóctona de las montañas. La
dominación franca se hizo efectiva entonces más al sur tras la conquista
de Girona (785) y Barcelona (801). La llamada «Marca Hispánica»
quedó integrada por condados dependientes de los monarcas carolingios a
principios del siglo IX. Para gobernar estos territorios, los reyes
francos designaron condes, unos de origen franco y otros autóctonos,
según criterios de eficacia militar en la defensa de las fronteras y de
lealtad y fidelidad a la corona. El territorio ganado a los musulmanes
se configuró como la Marca Hispánica, en contraposición a la Marca
Superior andalusí, e iba de Pamplona hasta Barcelona. De todos ellos,
los que alcanzaron mayor protagonismo fueron los de Pamplona,
constituido en el primer cuarto del siglo IX en reino; Aragón,
constituido en condado independiente en el año 809; Urgel, importante
sede episcopal y condado con dinastía propia desde el año 815; y el
condado de Barcelona, que con el tiempo se convirtió en hegemónico sobre
sus vecinos, los de Ausona y Girona. La población local de las marcas
era diversa, incluyendo grupos montañeses autóctonos, íberos,
hispanorromanos, vascones, celtas, bereberes, judíos, árabes y godos que
fueron conquistados o aliados de los dominadores islámicos o francos.
Con el paso del tiempo, los jefes y las poblaciones se hicieron
autónomos y reclamaron su independencia. El área y su composición étnica
cambiaba según la fortuna de los imperios y las ambiciones feudales de
los condes y valíes elegidos para administrar las comarcas. El cambio de
manos era frecuentemente solventado fuera del campo de batalla,
mediante una compensación económica. Áreas geográficas que en distintas
épocas han formado parte de la Marca son Barcelona, Besalú, Cerdaña,
Conflent, Ampurdán, Girona, Jaca, Osona, Pamplona, Pallars, Perelada,
Ribagorza, Rosellón, Sangüesa, Sobrarbe, Urgel y Vallespir, gran parte
de ellas ubicadas en la actual Catalunya.





En otros momentos de este siglo también existieron las taifas de
Tortosa y Lleida. El resto del campo de Tarragona y su ciudad fue
conquistado por el conde de Barcelona en el 950, aunque se mantuvo
despoblado. A partir de ese momento la frontera se fue acercando y
retrocediendo hacia Lleida y Tortosa. Durante el siglo IX, los condados
carolingios se fueron consolidando y sus gobernantes adquirieron una
autonomía creciente, a medida que el Imperio carolingio entraba en
crisis a causa de las divisiones internas. Algunos de estos condados
iniciaron políticas de acercamiento con los estados vecinos musulmanes y
mantuvieron buenas relaciones con ellos. La independencia de los
condados occidentales respecto del rey Carlomagno se decidió en el
fracaso de la toma de Saraqusta (Zaragoza). El interés de Carlomagno en
los asuntos hispánicos le movió a apoyar una rebelión en el Vilayato de
la Marca Superior de al-Ándalus, de Sulaymán al-Arabi, valí de
Barcelona, que pretendía alzarse como emir de Córdoba con el apoyo de
los francos, a cambio de entregar al emperador franco la plaza de
Saraqusta. Carlomagno llegó en el año 778 a las puertas de la ciudad.
Sin embargo, una vez allí, el valí de Zaragoza, Husayn, se negó a
franquear la entrada al ejército carolingio. Debido a la dificultad que
supondría un largo asedio a una plaza tan fortificada, con un ejército
tan alejado de su centro logístico, desistió. El 15 de agosto de 778,
camino de vuelta a su reino por el paso de Roncesvalles, entre el
collado de Ibañeta y la hondonada de Valcarlos, Carlomagno con el más
poderoso ejército del siglo VIII, tras reducir a ruinas la capital de
los vascones, Pamplona, aliados de los Banu Qasi, sufrió una contundente
emboscada por partidas de nativos vascones, probablemente instigados
por los fieles de los hijos de Sulayman: Aysun y Matruh ben Sulayman
al-Arabí, quienes provocaron un descalabro general en la retaguardia del
ejército, mandada por su sobrino Roldán, a base de lanzarles rocas y
dardos. La Chanson de Roland inmortalizó el evento de la batalla de
Roncesvalles. El valí de Barcelona Sulayman ben al-Arabí, junto a otros
valíes contrarios a Abderramán I, buscaron la ayuda de Carlomagno para
contrarrestar el poder del emirato en 777. El acuerdo no prosperó y
Sulayman, que marchaba junto a sus tropas para unirse a las fuerzas
rebeldes al emir y al ejército de Carlomagno, fue capturado por éste
frente a Saraqusta y considerado traidor. Durante la Batalla de
Roncesvalles fue liberado por el ejército combinado de vascones y
musulmanes y retornado a Zaragoza. Sulaymán envió a su hijo Matruh a
controlar Barcelona y Girona. A la muerte de su padre en 780, Matruh
dispuso Barcelona a favor del emirato de Córdoba, al que ayudó sitiando
Zaragoza en 781.





Hacia el año 748, Musa ibn Fortún se casó con Oneca y fueron padres,
entre otros, de Musa ibn Musa. Oneca había estado casada anteriormente
con el vascón Íñigo Jiménez, de la dinastía Jimena, y era la madre de
Íñigo Arista, que más tarde sería el primer rey de Pamplona, lo cual
convertía en hermanastros a Íñigo Arista y Musa II. En el 785 se entregó
sin lucha Girona, fundando Carlomagno el condado de Girona y
estableciendo una primera línea fronteriza a lo largo del río Ter, con
fortalezas como la de Roda de Ter. En 789 el valí Husayn de Zaragoza se
subleva de nuevo y toma el control de Zaragoza y Huesca (Wasqa). A la
muerte de Matruh, en 792, tomó el poder de Barcelona Sadun al-Ruayni.
Sadun viajó a Aquisgrán, capital del imperio carolingio, en 797 para
solicitar de nuevo ayuda al emperador contra el Emirato de Córdoba,
entonces bajo el control de Al-Hakam I. A cambio ofreció Madinat
Barshiluna. Carlomagno envió a su hijo Ludovico Pío que, junto a otros
nobles, pretendía tomar Barcelona pacíficamente, ya en otoño de 800.
Sadun no cumplió su palabra y se negó a entregar la ciudad, por lo que
los francos la atacaron. El asedio fue largo y Sadun escapó en busca de
la ayuda de Córdoba. Fue capturado, y tomó el poder Harun, último valí
de Madinat Barshiluna. Partidario de seguir defendiéndose del ataque
franco, fue destituido por sus allegados y entregado a los francos,
probablemente el 3 de abril de 801. Ludovico Pío avanzó hasta Tortosa.
En 804 y en 810 fracasan dos expediciones para la toma de Tortosa y la
contraofensiva islámica le hace retroceder hasta el río Llobregat. El
Imperio carolingio se disgregó pocas décadas después, tras la muerte del
hijo de Carlomagno, Luis I el Piadoso, o Ludovico Pío. Los tres hijos
de éste (Carlos, Lotario y Luis) se repartieron el imperio mediante el
Tratado de Verdún (843). La Marca Hispánica correspondió a Carlos,
apodado «el Calvo». Además de sus conflictos con sus hermanos,
hubo de afrontar las invasiones normandas entre 856 y 861 en su
territorio. La costa mediterránea, cuajada desde antiguo de torres de
vigía contra la piratería berberisca, sufre a partir del 858 el ataque
de los normandos, que suben por el Ebro desde Tortosa, lo remontan hasta
el reino de Navarra, dejando atrás las inexpugnables ciudades de
Zaragoza y Tudela, suben luego por su afluente, el río Aragón, hasta
encontrarse con el río Arga, el cual también remontan, llegan hasta
Pamplona y la saquean, raptando al rey navarro. Y lo mismo hacen en
Orihuela, remontando el Segura. El 16 de junio de 877, Carlos el Calvo
firmó la capitular de Quierzy, con la que se pretendía regular la buena
marcha del imperio, estableciendo la heredad de los principados y cargos
condales. Esta disposición favoreció el proceso de los condados de la
Marca Hispánica hacia su independencia de facto a finales del siglo IX.





Tras la conquista musulmana de la península ibérica, los condados que
posteriormente formarían el Reino de Aragón se constituyeron como
marquesados carolingios al frente de los cuales se situó un marqués o
gobernador franco. Sin embargo, el estatus del condado de Sobrarbe
permanece sin aclarar, pues el islam controlaba la ciudad más importante
de este territorio, Boltaña, y las rutas comerciales que atravesaban
los Pirineos desde el territorio de Sobrarbe. No parece que hubiera, en
los primeros tiempos, ninguna comunidad cristiana significativa. Si
hubo, en cambio, creación de monasterios, cultivo de tierras de labor y
actividad ganadera en el núcleo primitivo de Aragón y en Ribagorza. El
condado de Aragón se articulaba en torno al río Aragón, desarrollándose
en los valles de Ansó, Hecho, Aisa y Canfranc y cuyo centro eclesiástico
y cultural era el monasterio de San Pedro de Siresa y, más tarde, la
ciudad de Jaca. A fines del siglo VIII, los cristianos montañeses fueron
dominados por el poder carolingio y, al frente del primigenio Aragón,
situaron a un conde franco llamado Aureolo. A su muerte, en el 809,
fuerzas de Harkal-Suli, división administrativa del emirato de Córdoba
que comprendía aproximadamente la actual provincia de Huesca, ocuparon
fugazmente el condado de Aragón. Pero no se mantendrían ni un año este
dominio, pues en 810 el conde autóctono Aznar I Galíndez, posiblemente
alzado al poder con el apoyo del rey de Pamplona, Íñigo Arista, obtuvo
de nuevo el condado. Posteriormente fue expulsado de estas tierras por
García Galíndez «el Malo», aunque como compensación le fue
asignado el gobierno de los condados de Urgel y Cerdaña. A pesar de
ello, Aznar I Galíndez estableció una dinastía condal hereditaria en
Aragón desde la primera década del siglo IX, puesto que su hijo Galindo
Aznárez I gobierna el condado de Aragón desde los años 830 hasta
mediados o finales de la década de 860, poder que se extendió también al
condado de Pallars. El condado, liberado de la dependencia de los
francos, quedó sin embargo bajo la influencia del reino de Pamplona. A
pesar de ello, el condado aragonés logró preservar su identidad social y
administrativa. Sobrarbe era un territorio sometido a la autoridad del
valí de Huesca desde la ciudad de Boltaña, la ciudad fortificada de
Alquézar y, en última instancia, desde Barbastro, el núcleo urbano y
comercial más importante de la zona. De todos modos, a partir del 775,
está documentado Blasco de Sobrarbe como señor de las tierras más
septentrionales de este territorio para, poco después, integrar esta
comarca norteña a los dominios del conde de Aragón.


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Ya a comienzos del siglo X pasa a unirse al condado de Ribagorza tras
el matrimonio de Bernardo Unifredo con Toda Galíndez, hija de Galindo
II Aznárez, dotada con el condado de Sobrarbe. Ribagorza tuvo en sus
inicios una mayor dependencia de los francos, como era habitual en los
marquesados más orientales. Desde el siglo IX está constituido como un
territorio cristiano articulado por los valles de los ríos Noguera
Ribagorzana y Noguera Pallaresa, así como la cuenca del río Isábena.
Estaba vinculado a los condes de Tolosa hasta que, tras la crisis del
condado tolosano del último cuarto del siglo IX, provocada por la
violenta muerte del conde Bernardo II, un magnate local, Raimundo I de
Ribagorza-Pallars se erige como conde independiente del poder franco e
inicia una dinastía propia. Así se puede decir que, al igual que
sucederá con los condados más orientales, es el siglo X el momento en
que comienza la disgregación en condados independientes de la Marca
Hispánica. Inmediatamente después de la conquista carolingia, en los
territorios dominados por los francos, se encuentra la mención de unos
distritos político-administrativos, como Pallars, Ribagorza, Urgel,
Barcelona, Gerona, Osona, Ampurias, Rosellón, que reciben el nombre de
condado, dentro del cual, como subdivisión, existen otras
circunscripciones menores, el «pago» (pagus), como por
ejemplo, Berga o Vallespir. El origen de estos condados o pagos se
remonta a épocas anteriores a los carolingios, tal como lo testimonia la
frecuente coincidencia entre sus límites y los de los territorios de
antiguas tribus íberas. Como ejemplo, el condado de Cerdaña correspondía
al pueblo de los ceretanos, el de Osona al de los ausetanos, y el pagus
de Berga a los bergistanos o bergusis. En consecuencia, estos
territorios forzosamente deberían haber tenido alguna entidad
política-administrativa en tiempos de los romanos y de los visigodos,
aunque no se denominasen condados, ni hubiesen estado gobernados por
condes en la época de los reyes de Toledo. En la monarquía visigoda, los
condes, situados en jerarquía por debajo de los duques, la máxima
autoridad provincial, gobernaban solo las ciudades, circunscribiéndose
su autoridad exclusivamente al ámbito urbano, a menudo delimitado por
murallas, que excluían el distrito rural dependiente de la ciudad. Por
consiguiente, para organizar los territorios ganados al sur del Pirineo,
los francos no crearon ninguna entidad, sino que se limitaron a
conservar las ya establecidas por las tradiciones administrativas de sus
pobladores.





Inicialmente la autoridad condal recayó en la aristocracia local,
tribal o visigoda, pero los intentos de convertir sus demarcaciones en
señoríos hereditarios obligó a los carolingios a sustituirlos por condes
de origen franco. De este modo, en Girona, Urgel y Cerdaña hubieron de
aceptar en el año 785 la autoridad franca que impuso el Imperio
carolingio en estas marcas, como baluarte contra la pujante expansión
del emirato cordobés del poderoso Abderramán I, ya independizado de
oriente. Asimismo, Carlomagno, que en esta época rivalizaba por el
dominio de occidente con el Emirato de Córdoba, situó marqueses y
consolidó su poder ocupando Ribagorza, Pallars, Cerdaña, Besalú, Girona,
Ausona y Barcelona, donde estableció caudillos con prerrogativas
militares para oponerse a las ofensivas árabes. A lo largo de todo el
siglo IX los condados hispánicos dependerán del emperador carolingio.
Los condados pirenaicos orientales, que a partir del siglo XIII
constituirían una entidad con una idiosincrasia común llamada Catalunya,
no solo dependían administrativamente del Imperio carolingio, sino
también desde el punto de vista eclesiástico. El poder religioso en
estos condados dependió del arzobispado carolino de Narbona durante más
de cuatrocientos años, entre los siglos VIII y mediados del XII, cuando
en 1154 el papa Anastasio IV otorgaba a la sede tarraconense el título
de metropolitana. Todo ello pese a los intentos en este periodo de
restaurar un arzobispado propio, similar al que tuvo el Reino visigodo
en Tarragona, a fines del IX, o Cesareo, que quiso restaurar el
arzobispado en Vic en 970 sin conseguirlo. De tal modo que la Marca
Hispánica dependía tanto del poder civil, como del poder religioso
franco. En todo caso, el territorio de la Marca Hispánica se estabilizó
durante todo el siglo IX en una frontera entre el Reino de Carlomagno y
la Marca Superior andalusí, delimitada por las sierras de Boumort, Cadí,
Montserrat y Garraf. El siglo X viene marcado por la fragmentación
política de los condados orientales, aunque se va afirmando
progresivamente la hegemonía del conde de Barcelona, que desde
principios del siglo X ya controla también el de Osona y el de Girona.
Es el siglo X el del esplendor político y militar del Califato de
Córdoba, por lo que el condado de Barcelona y el condado de Osona se
mantuvieron a la defensiva durante toda esta época. No obstante,
Almanzor atacó Barcelona en el año 985 y la mantuvo en estado de sitio
durante más de una semana, para finalmente saquear la capital condal.
Solo con la desmembración del califato cordobés, los condados de Urgel y
de Barcelona pudieron pasar a la ofensiva y, como el resto de los
estados cristianos, iniciar una expansión de su territorio mediante la
repoblación de tierras y las conquistas militares, con el apoyo
financiero del cobro de parias a las taifas andalusíes a cambio de
compromisos de no agresión.





Con el tiempo, los lazos de dependencia de los condados respecto de
la monarquía franca se fueron debilitando. La autonomía se consolidó al
afirmarse los derechos de herencia entre las familias condales. Esta
tendencia fue acompañada de un proceso de unificación de los condados
hasta formar entidades políticas más amplias. El conde Guifré el Pilós
representó esta orientación. Su gobierno coincidió con un periodo de
crisis que llevó a la fragmentación del Imperio carolingio en
principados feudales. A partir de entonces, los feudos francos se
transmitieron por herencia y los reyes francos simplemente sancionaron
la transmisión. Guifré el Pilós fue el último conde de
Barcelona designado por la monarquía franca y el primero que legó sus
estados a sus hijos. Consiguió reunir bajo su mando una serie de
condados, pero no los transmitió unidos en herencia a sus hijos. Conde
de Urgel y Cerdaña en 870, recibió en el año 878 los condados de
Barcelona, Girona y Besalú de los reyes carolingios. A su muerte en 897,
la unidad se rompió, pero el núcleo formado por los condados de
Barcelona, Girona y Osona se mantuvo indiviso. De esta forma, se crea la
base patrimonial de la casa condal de Barcelona, lo cual ha sido
considerado por sectores de la historiografía catalana como el inicio de
la independencia de la Marca Hispánica de estos condados, que se
aglutinarían en el siglo XIV en el Principado de Catalunya. Los condes
que sucedieron a Guifré el Pilós al frente del condado de
Barcelona mantuvieron su lealtad a los carolingios, incluso frente a los
intentos de diversos usurpadores de ocupar el trono franco. Así,
durante el reinado de Carlos el Simple se mantuvo la cronología según
sus años de reinado en los documentos del condado. Pero esta costumbre
se interrumpió durante el gobierno de Raúl de Borgoña, y volviendo
posteriormente a ser restaurada con el retorno de los carolingios al
poder con Luis de Ultramar en 936. De todos modos, no consta que el
conde Suñer I fuese a rendirle homenaje personalmente ni que le jurase
fidelidad, aunque sí acudieron diversos clérigos y magnates del condado.





En el 985, Barcelona, entonces gobernada por el conde Borrell II, es
atacada e incendiada por Al-Mansur, que la saquea el 6 de julio, tras
ocho días de asedio. El conde se refugia entonces en las montañas de
Montserrat, en espera de la ayuda del rey franco, pero no aparecen las
tropas aliadas, lo que genera un gran malestar. En el año 988,
aprovechando la sustitución de la dinastía Carolingia por la dinastía
Capeta, no consta que el conde de Barcelona Borrell II prestase el
debido juramento de fidelidad al rey franco, pese a que se le requirió
por escrito. Este acto es generalmente interpretado como el punto de
partida de la independencia de hecho del condado de Barcelona. En el
siglo X no había una delimitación precisa entre un lado y otro de lo que
hoy llamaríamos «frontera», que separaba los condados de la
Marca Hispánica de Al-Ándalus. Por una parte, la separación entre los
distintos territorios era imprecisa y no se trataba de un área
despoblada, sino que en ella había algunos pobladores de obediencia
incierta. Por otra parte, a cada lado había habitantes que estaban
sometidos a autoridades civiles y religiosas cuya sede se encontraba en
el bando opuesto. La franja de separación entre los dominios cristianos y
musulmanes tampoco tenía una extensión uniforme. En las proximidades de
Lleida y Balaguer, esta franja era más estrecha, en parte por la
potencia de estos dos enclaves musulmanes y en parte por la
supervivencia de comunidades cristianas que debían de mantener una
importante relación con sus correligionarios del otro lado de la
frontera. En cambio, era mucho más amplia al sudoeste de Barcelona,
donde a lo largo del siglo fueron apareciendo castillos que, a su vez,
atraían a nuevos pobladores. Estos castillos, que solían situarse en lo
alto de cimas u otros puntos con gran visibilidad, iban configurando una
red que respondía a un proyecto tanto de defensa como de dominación del
territorio circundante. En cambio, en los valles y llanuras se
multiplicaban los edificios de carácter religioso, los cuales
constituían una segunda red territorial, promovida por abades, obispos y
magnates, y que indican la multiplicación de los núcleos de población.
Con la disgregación del califato de Córdoba a inicios del siglo XI,
quedó en manos de las taifas fronterizas la defensa del territorio bajo
dominio musulmán frente a los reinos y condados que habían configurado
la Marca Hispánica y que, liberados de su dependencia de la monarquía
franca, se mostraban cada vez más ansiosos por ampliar sus dominios.
Para ello, los gobernantes de las taifas no dudaron en recurrir a tropas
mercenarias cristianas. Así, probablemente fue en la batalla de Graus
(1063), donde Rodrigo Díaz de Vivar, conocido como El Cid Campeador,
peleó por primera vez, como caudillo de sus mesnadas mercenarias a las
órdenes del rey taifa de Zaragoza, Al-Muqtadir, quien de todos modos, a
su muerte, y como ya hizo su padre, volvió a dividir el reino al
entregar a su hijo, Al-Mutamín, Zaragoza y la zona occidental, y a su
hijo Al-Mundir, Lleida, Tortosa y Denia.





Por su parte, el rey Ramiro I de Aragón ya había intentado repetidas
veces apoderarse de las ciudades islámicas de Barbastro y Graus, lugares
estratégicos que formaban una cuña entre sus territorios. Barbastro era
la capital del distrito nororiental de la Taifa de Zaragoza y esta
localidad acogía un importante mercado. En 1063 Ramiro I sitió Graus,
pero Al-Muqtadir en persona, al frente de un ejército que incluía un
contingente de tropas castellanas al mando de Sancho II de Castilla,
hermano de Alfonso VI de León, que contaba entre sus huestes con un
joven castellano llamado Rodrigo Díaz de Vivar, consiguió rechazar a los
aragoneses, que perdieron en esta batalla a su rey Ramiro I. Poco
duraría el éxito, pues el sucesor en el trono de Aragón, Sancho Ramírez,
con la ayuda de tropas de condados francos ultra pirenaicos y en unión
con Armengol III, conde de Urgel, que murió en la reyerta, tomó
Barbastro en 1064 en lo que se considera la primera llamada a la cruzada
conocida. Al año siguiente, Al-Muqtadir reaccionó solicitando la ayuda
de todo Al-Ándalus, llamando a su vez a la yihad y volviendo a recuperar
Barbastro en 1065. Este triunfo permitió a Al-Muqtadir tomar el
sobrenombre honorífico de Billah («El poderoso gracias a Alá»),
y Barbastro siguió en manos de la Taifa de Zaragoza hasta que Armengol
IV, conde de Urgel, la volviera a conquistar, ya bajo el reinado de
Al-Musta’in II. La llegada de los almorávides representó un freno
temporal a esta expansión. Derrotaron a Alfonso VI de León en la batalla
de Zalaca de 1086 y se apoderaron de los reinos de taifas. Los
protegieron de los cristianos y ayudaron a su economía con la
introducción de una nueva moneda, pero su ocupación militar causaba un
creciente desagrado. En 1090 el imperio almorávide reunificó las taifas
como protectorados sometidos al poder central de Marrakech y
destituyeron a todos los reyes de taifas, excepto a Al-Mustaín, que
conservó buenas relaciones con los almorávides, gracias a lo cual se
mantuvo como reino fronterizo independiente, ya que, al constituir una
avanzadilla de Al-Ándalus frente a los cristianos, fue el único
territorio que evitó la unificación almorávide. Tras una tercera
conquista islámica, Barbastro fue recuperada definitivamente en 1101 por
el rey Pedro I de Aragón que, con el permiso del Papa, la convirtió en
sede episcopal, trasladando la sede desde Roda de Isábena.


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En el año 1137 se produjo uno de los acontecimientos históricos más
relevantes, que dio nacimiento a la llamada Corona de Aragón, ya que se
firmaron los esponsales entre el conde de Barcelona, Ramón Berenguer IV,
y Petronila, hija de Ramiro II el Monje, rey de Aragón. La boda se
celebró mucho más tarde, en el mes de agosto de 1150, en Lleida, que
había caído en manos del propio Ramón Berenguer IV y del conde Ermengol
VI de Urgel un año antes. Ya a principios del siglo XII, el conde Ramón
Berenguer III (1082-1131) de Barcelona había incorporado a sus dominios
el condado de Besalú (1111), mediante alianza matrimonial, el de Cerdaña
(1117 o 1118), por herencia, y había conquistado parte del condado de
Ampurias (entre 1123 y 1131). Más allá de los Pirineos, también
controlaba el de Provenza (desde 1112), que al morir legó a su segundo
hijo Berenguer Ramón. Otros condados, como Pallars, Urgel, Rosellón o
Ampurias acabaron integrándose posteriormente, entre el último tercio
del siglo XII y el siglo XIV, en la Corona de Aragón. Ramón Berenguer
IV, a la muerte de su padre en 1131 recibió el Condado de Barcelona,
mientras que su hermano gemelo Berenguer Ramón le sucedió en Provenza.
En agradecimiento al apoyo mostrado, en contra de los castellanos,
Ramiro II de Aragón le ofreció a su hija Petronila, de un año de edad,
en matrimonio. Ramiro depositó en su yerno Ramón Berenguer IV el reino
de Aragón, pero no su dignidad real, firmando en adelante Ramón
Berenguer como Conde de Barcelona y Príncipe de Aragón. Luego Ramiro
renunció al gobierno, aunque no a su título de rey, y volvió al
convento. De esta manera, Ramiro II, hijo del rey de Navarra Sancho
Ramírez, cumplió la misión de salvar la monarquía y así también se
uniría el Reino de Aragón con el Condado de Barcelona. En marzo de 1157
nacía en Huesca el primogénito de la pareja formada por Ramón Berenguer
IV y Petronila, llamado como su padre: Ramón Berenguer, pero que reinará
con el nombre de Alfonso II en honor a Alfonso I, y se convertirá en el
primer rey de la Corona de Aragón. La fecha en la que los condados
catalanes se independizan formalmente de Francia es el 11 de mayo en
1258 con el tratado celebrado en Corbeil entre Jaime I el Conquistador y
el rey de Francia Luis IX. En dicho tratado ambos reyes cedieron
derechos sobre territorios, Jaime I sobre los territorios occitanos, en
el sur de la actual Francia,  y el francés sobre los condados catalanes,
que pasaron a depender únicamente de la Corona de Aragón. Tanto Aragón
como Catalunya mantuvieron sus propias leyes, instituciones, política
fiscal, lengua y moneda, en lo que sería un temprano ejemplo de
estructura confederal. El estado de Andorra en los Pirineos y su
historia proporcionan un típico ejemplo de los señoríos feudales de la
región, siendo la única pervivencia actual de la Marca Hispánica.





En plena Edad Media, el Papa Urbano II dio en Maguenola la señal de
la primera cruzada y cien mil hombres partieron de aquella ciudad hacia
Tierra Santa a las órdenes de Raimundo de Saint Gilles. Pero la llamada “cruzada
católica contra los albigenses llevó la desolación a aquellas tierras y
Simón IV de Montfort ganó la batalla de Muret en 1213 a la Corona de
Aragón, donde murió Pedro II, y se aseguró el Languedoc, dándole al rey
francés Felipe Augusto, en 1216, el condado de Tolosa, el ducado de
Narbona, así como los vizcondados de Carcasona y Bezièrs, que de esta
suerte quedaron enfeudadas a la corona francesa. Durante la guerra de
los Cien Años, el Languedoc fue invadido por borgoñones e ingleses. Aquí
fue donde el delfín Carlos se refugió tras entregar París a los
ingleses. Carlos VII entregó en feudo el territorio al duque de Berri,
quien restauró la zona a base de gravosos impuestos, abolidos
posteriormente por Francisco II. El Languedoc quedó enfeudado
permanentemente a la corona francesa bajo la política del Cardenal
Richelieu. Tras la Revolución francesa el poder central parisino, celoso
por crear un estado unitario, abolió las divisiones territoriales
tradicionales, fragmentándolas en departamentos. Desde la década de 1970
el poder central francés, con sede en París, ha establecido un sistema
de regionalización que de ningún modo contempla las características
históricas, culturales o étnicas dentro del actual estado francés, sino
que atiende a criterios burocráticos de mayor eficacia en la gestión de
los recursos económicos. Es de este modo que ha reaparecido el nombre
del Languedoc, pero no correspondiendo exactamente a su territorio
auténtico, y adjuntado con el territorio predominantemente catalán del
Rosellón, o Pirineos Orientales. El occitano o lengua de oc es
una lengua romance de Europa. Es hablada por unos dos millones de
personas, mientras que diez millones tienen cierta competencia en el
idioma, casi todas ellas en el sur de la actual Francia, al sur del río
Loira, así como en Italia, en los Valles Occitanos, y en Catalunya, en
el Valle de Arán y en el Pirineo leridano. El Estatuto de Autonomía de
Catalunya de 2006 estableció la oficialidad de la lengua occitana en
toda Catalunya, y fue ratificada a través de la ley aprobada en el
Parlamento de Catalunya en 2010, por la que el occitano, en su variante
aranesa, se declaró lengua cooficial en Catalunya, aunque de uso
preferente en el Valle de Arán.3  El nombre del idioma viene de la
palabra òc, que en occitano significa «», en
contraste con el francés del norte. En catalán medieval, y todavía hoy
en la variedad catalana septentrional, la partícula afirmativa también
era hoc (òc). La palabra òc proviene del latín hoc, en tanto que oïl se derivó del latín hoc ille. La palabra «occitano» se desprende del nombre de la región histórica de Occitania, que significa «el país donde se habla la lengua de oc».





Muchos lingüistas y casi todos los escritores occitanos están en
desacuerdo con la óptica de que el occitano sea una familia de idiomas y
piensan que el limosín, el auvernense, el gascón, el languedociano y el
provenzal, así como el provenzal alpino, son dialectos de un solo
idioma. A pesar de las diferencias entre estos idiomas o dialectos, la
mayoría de los hablantes de uno pueden entender el uso de los otros. Por
otro lado, la lengua catalana fue considerada también parte integrante
de la lengua occitana, antiguamente denominada provenzal o lemosín,
hasta finales del siglo XIX. Aunque existen diferencias entre el catalán
y el resto de variedades de occitano, el motivo principal de su
segregación responde al contexto sociopolítico del momento. En el inicio
del siglo XX el catalán y el occitano tomarán caminos divergentes, una
elaboración distinta con variedades estándar y grafías distintas. A
pesar de ello, la lingüística occitana ha seguido muy de cerca el
proceso de estandarización del catalán, más normalizado y con mayor
implantación que el occitano estándar, y las diferencias entre el
catalán y el occitano modernos siguen siendo poco considerables,
teniendo en cuenta el contexto de las lenguas románicas. Por ello,
existen corrientes minoritarias entre la lingüística occitana y catalana
que aún consideran las dos lenguas como elaboraciones distintas de una
misma lengua. El destino de los cátaros estuvo inexorablemente unido al
destino del Languedoc, pues fue allí donde los herejes crecieron más y
captaron discípulos en todos los sectores de la sociedad, desde pastores
de la montaña y pequeños agricultores a nobles de las tierras bajas y
mercaderes urbanos. Cuando fueron atacados, la pequeña clase sacerdotal
del credo, es decir, los ascetas conocidos como los «perfectos»,
se encontraron con una multitud militante de protectores, debido a su
amplia red de parientes, conversos y simpatizantes anticlericales. La
herejía de los perfectos se adaptaba de manera ideal, realmente
perfecta, al feudalismo tolerante del Languedoc, por lo que su pueblo
pagaría un tributo atroz. La región introdujo en el siglo XIII una
anomalía en la cristiandad europea, y su cultura fue impulsada por
trovadores poetas y cátaros revolucionarios. Cien años después, los
monarcas de Francia habían engullido el Languedoc, y sus ciudades se
habían convertido en el banco de pruebas de inquisidores ambiciosos y
magistrados reales.





Sin los cátaros, los nobles comprometidos con la monarquía de los
Capetos y su pequeño territorio de bosques alrededor de la ciudad de
París, la-Île-de-France, jamás habrían tenido un pretexto mejor para
precipitarse hacia el Mediterráneo y forzar la improbable anexión del
Languedoc a la corona de Francia. El Languedoc compartía cultura y
lengua con sus parientes al sur de los Pirineos, el reino de Aragón y
especialmente el condado de Barcelona, uno de los feudos cristianos que
al final hizo retroceder a los moros musulmanes del resto de la
península Ibérica. Se podría decir que el Languedoc «se llevaba»
mejor con la corona de Aragón que con los francos del norte que algún
día crearían la entidad conocida como Francia. Sin la convulsión de la
cruzada de los albigenses, el mapa y la composición de Europa podrían
haber sido muy distintos. Tradiciones, leyendas y mitos forman parte de
la tierra de Oc. Por eso, todavía hoy, los occitanos tienen la obsesión
del pasado de su país, que cobija, como en el caso del hombre de
Cro-Magnon, los huesos de los más antiguos de nuestros antepasados. Fue
un país que envió a sus hijos hasta Ancira y Delfos y que fue, en los
siglos XII y XIII, el más civilizado de Occidente, el de la epopeya
cátara y la poesía de los trovadores. De siglo en siglo, la mitología
occitana ha hecho resurgir los mismos temas. El universo mental del
hombre occitano es, a la vez, el del verbo y el de la espera, pero de un
verbo que es acción y de una espera que es repulsa. Sin esta clave
sería imposible comprender las razones por las que las dos mayores
aventuras vividas, a la vez, por el país de Oc fueron la religión de los
cátaros y la poesía de los trovadores. Henri Lefebvre lo subraya
acertadamente: «En el Mediodía, el verbo tiene realidad y valor
supremo; no es solamente un medio de comunicación; es el medio de la
acción, es un acto
».  En el laberinto de la mitología occitana el
lenguaje es, pues, el hilo de Ariadna. Al igual que en la heráldica, el
arte de los trovadores está basado en el empleo generoso de las claves
fonéticas que la lengua de Oc favorece más que otra cualquiera.
El país de Oc creyó antaño ver encarnarse sus mitos en las peripecias
de su historia.  En Languedoc es únicamente la tragedia la que, con
siete siglos de intervalo, se ha repetido. Gozando de una civilización
avanzada con relación a su época y profesando sin intolerancia la
herejía arriana, el reino visigodo de Toulouse parece anunciar el
Languedoc cátaro de la dinastía de los Raimond. Su destrucción por los
francos venidos del Norte y sostenidos por la Iglesia, parece anunciar
la sombría cruzada de Simón de Montfort. Prefiguración sobrecogedora,
esa precoz vocación del país de Oc para la tragedia no parece haber
llamado la atención de los historiadores de la herejía albigense.


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Procedente de Asia y a través de Macedonia, la costa dálmata de
Italia llevó el catarismo a la tierra occitana, en la que floreció.
Curiosamente, mil quinientos años antes, los tolosanos que regresaban de
Delfos habían seguido el mismo camino. El catarismo encontrará quizás
en el país de Oc un campo abonado, por la oscura y subterránea
supervivencia de tradiciones llevadas allí una primera vez. desde
Oriente en la aurora de la Historia. En el siglo III de nuestra Era, en
Babilonia, en esa región entre el Tigris y el Éufrates, donde las
leyendas sitúan el Edén, nace una nueva religión que, a pesar de
persecuciones de todo género, vivirá diez siglos y conocerá una
prodigiosa expansión que la llevará desde las orillas del mar de China a
las del Atlántico. Se trata del maniqueísmo, en nombre de su fundador
Mani, llamado también Manes o Maniqueo. Mani nació en Abrumia en el año
527 de la era seléucida, y el octavo día de una segunda luna. Es decir,
el 14 de abril del 216 de nuestra era. Era persa por su madre Mariam,
emparentada con la dinastía reinante de los Arsácidas, de lo cual
proviene el sobrenombre de «hijo del rey», que habían de
otorgarle sus discípulos. Su nacimiento tuvo algo de prodigioso, puesto
que había sido anunciado a Mariam por un ángel. Como todos los
habitantes del país en aquella época, Mariam y su esposo Patek eran
parsis, es decir adeptos de la religión de Zoroastro, y en ella educaron
al muchacho. Patek, lo mismo que su esposa, oía voces. Y como una de
éstas le aconsejara un día que se abstuviera de carne, de vino y de
mujeres, se adhirió a una secta que se imponía dichas privaciones. Se
trataba de la secta de los Manqdé, que actualmente se llaman cristianos de San Juan. Apenas tenía Mani doce años cuando un ángel llamado At Taum (el Gemelo) le invitó a prepararse para la misión que le había reservado el «Rey de Luz», misión cuya hora todavía no había llegado y que se trataba : de la de reformador religioso. Y a la edad de veinticuatro años At Taum
le ordenó que iniciase su vida pública. Aunque la existencia de
Zoroastro es dudosa, sí es cierto que la religión fundada en su nombre
ejerció una inmensa influencia. De las religiones primitivas del Irán,
el zoroastrismo conservaba una idea fundamental. Se trataba de la de un
conflicto permanente entre los dos principios del Bien y del Mal, Ormuz y
Arimán, que sólo había de terminar con la venida de un mesías, Saoshiant, el Salvador. El maniqueísmo había de constituir el florecimiento de la visión religiosa de los parsis.





Mani inauguró su apostolado con un viaje a la India, donde convirtió a
un rey. Volvió después a Persia, ganando a su causa al rey Sapor I,
quien concedió a los discípulos de Mani la libertad de predicar. Cuando
Sapor I entró en campaña contra los romanos, Mani formó parte de su
Estado Mayor. En el campo contrario se hallaba un joven filósofo,
Plotino, que se había alistado sólo para poder estudiar sobre el terreno
el pensamiento oriental y que, al regresar a su patria, creó un sistema
neoplatónico que no deja de recordar en bastantes aspectos la visión
cosmológica de Mani: «El occidental va hacia el oriental, y el
oriental hacia el occidental, enemigos, pero interesándose el uno por el
otro; el filósofo del Nus, de la razón griega, se encara con el apóstol
de una ciencia mística que es también, según él pretende, la emanación
del Nus, del espíritu de la Luz. Si estuviese fundado con más certeza,
tal sincronismo, tan fuertemente simbólico, merecería ser meditado y
figurar como fecha capital en la historia espiritual del siglo II
».
Pero Sapor, el protector de Mani, murió, y su sucesor, Bharam I,
excitado por los jefes de los magos, que reprochaban a la nueva doctrina
el causar la ruina de la religión establecida, hizo encarcelar al
reformador. Cubierto de cadenas, Mani sufrió una pasión de veintiséis
días con serenidad ejemplar, instruyendo y consolando a sus discípulos.
Murió en el año 276, tras haber puesto al Sol por testigo de la
injusticia de los poderosos. Unas santas mujeres le cerraron los ojos.
Sus enemigos despedazaron su cuerpo, pero sus adeptos recogieron
piadosamente sus reliquias, enterrándolas en Ctesifonte. Todos los años,
en el mes de marzo, los maniqueos habían de conmemorar la pasión de su
maestro con un ayuno de treinta días, terminado por una fiesta, la de la
Bema. Mani presenta su doctrina como el coronamiento de la evolución
religiosa de la Humanidad. En el tratado Shabuhragan, atribuido a Mani por sus discípulos, podemos leer: «El
buen juicio y las buenas obras han sido aportadas con perfecta
continuidad de una época a otra por los mensajeros de Dios: vinieron en
un tiempo por el profeta llamado Buda a la región de la India, en otro
tiempo por Zoroastro a la religión de Persia y en otro por Jesús al
Occidente, tras lo cual la Revelación ha llegado y la Profecía se ha
manifestado en la última edad por mí, Mani, mensajero del Dios de Verdad
en el país de Babilonia
». Concediendo así una verdad parcial a
cada una de las religiones establecidas, el maniqueísmo había de poder
implantarse, sin escandalizar, en los más diversos países. Toma del
budismo la creencia en la metempsícosis, y del Apocalipsis de Juan e!
anuncio del «tercer advenimiento», el del Espíritu Santo o Paráclito.





Pero la idea central de la doctrina sigue siendo la de los parsis.
Puesto que Dios es bueno por definición y el mundo está dominado por el
mal, el mundo no es la obra de Dios sino la de un espíritu maligno, y
toda su historia es la de una lucha sin cuartel entre dos principios
igualmente poderosos, el bien y el mal, el Espíritu y la Materia, que se
oponen «como un rey a un cerdo». En el curso de su primer enfrentamiento, una parcela de luz emanada del Padre quedó prisionera en la creación carnal del Príncipe de las Tinieblas. Por ello nuestro mundo es el de una «mezcla».
La presencia, en su seno, de ese germen espiritual le promete la
salvación mediante depuraciones sucesivas, al término de las cuales la
Luz y las Tinieblas, el Espíritu y la Materia quedarán separados como en
el comienzo de los tiempos, sin que sea posible una nueva contaminación
del uno por el otro. Un relato cosmológico que permitía a los maniqueos
exponer esta caída y esta nueva ascensión. La fase más extravagante es
la que pretende explicar el origen del reino animal, fase en la que un
personaje, llamado el «tercer enviado», se aparece en forma de
hombre a los demonios hembras y en forma de mujer a los demonios machos,
con el fin de atizar los deseos de unos y otros que, al verlo,
diseminan su semen por el cosmos. Las demonios hembras, mareadas por la
perpetua rotación del Zodíaco, al que están encadenadas, dan a luz
engendros, antepasados de lodos los animales. Pero el demonio Ashaqlun,
tras haber devorado algunos de los engendros, se aparea con la demonio
hembra Namrael, engendrando así a Adán y Eva. Sin embargo, como subraya
un excelente especialista, «los mitos maniqueos emplean oropeles
sacados de todas partes para expresar una verdad filosófica que no deja
de ser percibida como tal
». El maniqueísmo plantea que parte de la
rebelión del hombre contra una sociedad injusta, se eleva hasta la idea
de que lo real progresa a través de la contradicción, y discierne que el
«mal» es muchas veces el motor del progreso, y proclama, por último,
que la salvación de la especie no reside en una fe ciega, sino en una
gnosis, un conocimiento de orden intelectual que hace del hombre el «salvador salvado».





Tales ideas hicieron del maniqueísmo, a pesar de las persecuciones,
una religión misionera que conoció una difusión prodigiosa. La sencillez
de su ritual, reducido a la imposición de manos, compensaba la
severidad de costumbres prescritas a los adeptos, que consistía en un
régimen estrictamente vegetariano y de rigurosa abstinencia sexual.
Prohibiciones que no alejaban a los fieles, pues el maniqueísmo supo
siempre hacer una distinción entre militantes y simpatizantes, entre los
«perfectos», a los que quedaban reservadas las privaciones, y la gran
masa de los simples «creyentes», con los que se mostraba
indulgente. Por ello los maniqueos se mantuvieron en su país de origen
hasta la conquista islámica. Luego llegaron hasta Egipto y África del
Norte, donde conquistaron un adepto de la calidad de Agustín de Hipona
(futuro San Agustín). Posteriormente penetraron en Asia Central,
convirtiendo a la población del inmenso Imperio Uigur. Para situarlo
adecuadamente, digamos que el Imperio Uigur se desarrollo hace por lo
menos 20.000 años en Asia. En un mapa de la situación territorial
durante la última glaciación muestra que había entonces mucho más tierra
firme que ahora. Las tribus mongolas tienen leyendas de ciudades
antiquísimas, cuyos restos quedan a la vista del hombre después de
enormes tormentas de arena, y que desaparecen después de la siguiente
tormenta. Los antropólogos y arqueólogos que han explorado Mongolia y
las regiones siberianas tienen conocimiento de las estelas y menhires,
algunas de ellas en pie, otras derribadas por el paso del tiempo, y de
las extrañas estatuas femeninas (babas) colocadas sobre los
túmulos. Pero un libro impreso en Inglaterra en 1876 contiene un grabado
de lo que seguramente serían los megalitos más grandes conocidos por el
hombre. Este libro, The Early Dawn of Civilization, de John
Eliot Howard, presenta al lector un conjunto de cinco enormes megalitos
penetrando 3,7 metros bajo tierra. Con un peso estimado de casi 4.000
toneladas, tendrían el doble del tamaño de la famosa plataforma de
Baalbek, en Líbano. El nombre dado a este conjunto pétreo es “las tumbas de los genios
y supuestamente se hallaba en el valle del rio Kora. Los megalitos
parecen más bien obeliscos, y no hay manera de explicar la forma en que
estructuras de tal envergadura fueron levantadas ni el propósito al que
podrían servir. En Siberia también están ocultos restos de
civilizaciones pasadas, como los “calderos” de Khledyu, a lo
largo de las aguas del río Viliuy. Los calderos estaban hechos de alguna
especie de metal extraño, que no puede ser cortado ni martillado. Están
cubiertos de una capa de metal extraño que tampoco puede astillarse ni
cortarse, y que son atribuidos a los kheligur, la “gente de hierro”, criaturas delgadas, negras y de un solo ojo, vestidas en trajes de hierro. Estos seres estarían relacionados con los otoamokh, o agujeros en la tierra.


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El investigador ruso Paul Stonehill afirma que la región de Yakutia, conocida en la actualidad como la República de Sakha,
cuenta con grandes masas de agua inaccesibles al hombre, donde habría
una fauna lacustre monstruosa, principalmente los lagos Labinkir y
Vorota, tal vez producto de las radiaciones provenientes de estos
dispositivos creados por el supuesto “imperio uigur” o como
quiera que se haya denominado la avanzada civilización antigua que
floreció en Asia hace unos 20.000 años. Ouspensky, Gurdjieff y Roerich
hablan sobre la existencia de una extraña élite de seres poderosos que
desde épocas remotas controlan el destino de la humanidad desde Agharta,
en el seno del gran continente asiático. Se les llama indistintamente
la Gran Hermandad Blanca, los Nueve Desconocidos o el Rey del Mundo. Se
dice que poseen un dispositivo que atrae meteoritos a la región. El
incidente de Tunguska fue anticipado por los chamanes de la región, que
movieron gente y animales a otros lugares antes del impacto. Lo cierto
es que objetos misteriosos siguen cayendo sobre la enormidad siberiana.
El 3 de octubre de 2002, las agencias de noticias se hicieron eco de la
información de que un supuesto meteorito hizo impacto en la región de
Irkutsk, siendo visto por vecinos de las aldeas vecinas, pudiéndose
escuchar un ruido ensordecedor y sintiéndose un terremoto poco después.
Volviendo a los maniqueos, llegaron hasta China, donde eran todavía
activos en el siglo XV. También se implantaron en la Roma de los últimos
Césares, y luego, con el nombre de bogomiles (Amigos de Dios),
ganaron a su fe, en los comienzos de la Edad Media, a búlgaros y
dálmatas. Pero una religión que predicaba que el mundo en que vivían los
hombres era radicalmente malo no podía por menos de atraer sobre sí la
cólera de los poderes establecidos, como la Roma imperial y la de los
Papas. Los Imperios árabe y mongol persiguieron de tal manera a los
maniqueos, que la supervivencia de los mismos puede considerarse un
milagro. Sin embargo, en el punto de partida de la aventura maniquea no
hay, probablemente, otra cosa que una ficción. No deja de sorprender ver
a tantos historiadores de las religiones dar por comprobada la
existencia real del mítico Mani.





El nombre de la madre de Mani, Mariam, y la anunciación que le fue
hecha. están en línea con lo legendario del cristianismo. El defecto
físico congénito que tenía Mani guarda relación con la cojera iniciadora
que encontramos también en Vulcano, en Jacob, tras la lucha con el
ángel y en Gengis Kan. Gilbert Durand (1921 – 2012), antropólogo,
mitólogo y crítico de arte francés, señala que esos rasgos guardan casi
siempre relación con la mitología del Fuego: «En numerosos escenarios y leyendas relativos a los “amos del fuego” los personajes son lisiados».
Él carácter mítico de Mani se afirma también en sus progenitores. Su
padre carece de alcurnia y ha hecho voto de castidad, mientras que su
madre es de estirpe real. Por ello, su genealogía se revela por línea
materna y gracias a rasgos prodigiosos, como concepción virginal,
nacimiento anunciado o milagroso, hallazgo por casualidad, etc., que son
otras tantas señales de su «oculta realeza», realeza espiritual que revelarán más tarde su misión. Igual observación respecto a At Taum, el Gemelo.
En todas las mitologías del mundo los gemelos tienen una función
simbólica y representan en particular la bipolaridad espiritual y animal
a la vez. Por último, la muerte de Mani, cuyo cuerpo es despedazado,
tiene también un sentido mítico. Al igual que Mani, el cuerpo del Osiris
egipcio fue troceado, y Rómulo, Orfeo, Dionisio, Atis, etc., sufrieron
la misma suerte. Según Gilbert Durand: «Numerosas tradiciones reflejan
esta imagen de la muerte iniciadora». Así, en las ceremonias del
chamanismo el postulante es hecho pedazos. Entre los indios, Pomo es
despedazado por un oso. En la iniciación masónica, el iniciado es
colocado en un ataúd. Aquí, la mutilación final de Mani aparece, desde
el principio hasta el fin, como un relato intencionadamente simbólico.
La palabra Mani, en sánscrito, designa una piedra preciosa, una gema, y
era ya empleada como metáfora en las invocaciones a Buda. En tiempos de
Mani se relacionaba también su nombre con la palabra siria Mana, que
significa receptáculo o vaso, lo que hizo decir a los detractores que
Mani era el «vaso del mal», mientras que para los apologistas era el «vaso de salvación». El sobrenombre de Maniqueo, que significa en realidad Mani, el Viviente (Mânî Hayyâ),
fue también interpretado como queriendo decir el vaso que vierte el
maná, etimología que demuestra el carácter simbólico que los
contemporáneos, forzando el sentido de las palabras, atribuían al
personaje. En fin, para sus adversarios, y quizá no sólo para ellos,
Manes era el Loco (Maneis). Por otro lado, René Guénon ha
subrayado el parentesco fonético de los nombres de los personajes
mitológicos que desempeñan el papel de «legisladores primordiales»,
tales como el Men egipcio, el Minos griego, el Manú indio, etc.,
proponiendo explicar su semejanza por el papel de todos estos
personajes, que son emanaciones o depositarios de la energía espiritual
creadora del maná.





La idea mítica y mística, que Mani simbolizaba, había de conseguir
éxitos siglos después, y muy lejos de la tierra que había visto nacer al
maniqueísmo. Fue, en efecto, en el país de Oc, del siglo XI al XIII,
donde había de reaparecer el maniqueísmo bajo el nombre de cátaros y
conquistar para su fe a la población meridional. Y para extirpar dicha
fe necesitaría la Iglesia romana, ayudada por los barones del Norte de
Francia, cincuenta años de una guerra y una represión despiadadas, cuyo
recuerdo permanece todavía hoy grabado en los corazones occitanos. Esta
resurrección es un enigma, puesto que si es cierto que el catarismo se
explica, en gran parte, por la organización propia de la sociedad
occitana de la Edad Media, no lo es menos que esta sociedad difería por
completo de la que existía en el siglo III en Babilonia. Tal vez el país
de Oc, hace ocho siglos, reconoció en una herejía venida de Oriente la
imagen de su propio origen. Hace unos veintiséis siglos, en un día del
equinoccio de primavera, el viejo Ambigat, rey de Bourges, antigua
localidad francesa del departamento de Cher en la región de Centro, que
no tenía hijos, mandó llamar a sus dos sobrinos, Belloveso y Sigoveso,
hijos de su hermana, y les dijo: “Sois jóvenes y espero que vuestras
ambiciones estarán a la altura de vuestra cuna; mi reino, por famoso
que sea, no puede bastaros. Es el mundo lo que tenéis que conquistar; yo
os daré medios para ello”
. Si hemos de creer al emperador romano
Tito Flavio Sabino Vespasiano, comúnmente conocido con el nombre de Tito
(39 – 81), la Galia era tan próspera que resultaba casi imposible
evaluar sus recursos en hombres y bienes. En efecto: Bourges, cuyo
nombre celta significa «cumbre», era entonces la capital de
toda la Galia céltica, que se extendía desde Bretaña hasta el Rin y
desde el Sena hasta las orillas del Garona. El rey de todo ese país de
la Galia era el rey de Bourges. Berry es una provincia histórica de la
Francia del antiguo régimen, con su capital en Bourges. Dos
departamentos, el Cher e Indre son los herederos actuales de la antigua
Berry. A sus antiguos habitantes se les llamaba los berrichon, ya que
hablaban el dialectos berrichon. Pero a los berrichon también se les
llamaba bitúricos, nombre que significa «reyes del mundo».
Belloveso y Sigoveso consultaron a los augures para saber adónde les
mandaba ir el destino, y a continuación, cada uno al frente de una
fuerza de 150.000 hombres, se pusieron en camino. A Belloveso, cuya
tropa se componía de berrichones, auverneses, provenzales y hombres de
Chartres y de Autun, le había sido asignada Italia. Franqueó los Alpes
por el puerto de los Taurins y fundó Milán. En el año 380 antes de
nuestra Era, sus soldados se apoderaron de Roma, donde, antes de ocupar
la ciudad a sangre y fuego, habían de tirarles de la barba a los
impasibles senadores romanos, a quienes tomaron por estatuas.





Sorprendidos por haber visto la Ciudad Eterna humillada por gentes a
las que consideraban salvajes, los romanos no se habrían de recobrar de
aquella derrota, y sus historiadores intentaron borrar aquel traumatismo
de la memoria colectiva. Sigoveso, por su parte, viajó hacia Oriente.
Sus soldados eran los volscos tectósagos, quienes formaban el
grueso de su ejército. Los volscos tectósagos estaban asentados entre el
Mediterráneo, el Garona, la Montaña Negra y los Pirineos, región a
donde acaban de llegar los griegos y que será más tarde el Languedoc
cataro. Su capital es Toulouse, y se jactan de descender de los bebricios,
a quienes, gracias a una aventura amorosa, deben su nombre los
Pirineos. Los bébrices fueron un pueblo que habitaba en Bitinia. Según
Estrabón, era una de las muchas tribus tracias que habían cruzado desde
Europa hasta Asia. Según la leyenda fueron derrotados por Heracles o los
Dioscuros, que mataron a su rey, Migdón o Ámico. Su tierra fue entonces
dada al rey Lico de los mariandinos, que construyó la ciudad de
Heraclea allí. Algunos versiones dicen que Ámico era hermano de Migdón,
siendo ambos hijos de Poseidón y Melíade y reyes de los bébrices. Amico
fue derrotado y muerto por Pólux en la expedición de los argonautas.
Según la mitología, Pirene, hija de la danaide Bebrycius, vivía en el
antro de Tarusco cuando Hércules pasó por allí. Según unos, el héroe iba
a realizar el décimo de sus doce trabajos; según otros, regresaba de
llevarlos a cabo. Más allá de las famosas columnas que había erigido a
las puertas del Atlántico reinaba, en la isla Erythia, el rey Gerión.
Este soberano, provisto de tres cabezas y de tres cuerpos, poseía los
más hermosos bueyes del mundo, custodiados por un dragón y un perro.
Hércules dio muerte a los guardianes y propietarios y se apoderó del
magnífico rebaño. A Hércules le gustó Pirene, pero el idilio fue breve,
pues otras hazañas le esperaban. Pirene, sin embargo, estaba muy
enamorada y salió de su antro para alcanzar a Hércules, pero fue atacada
por un oso. Al oír sus gritos, Hércules volvió sobre sus pasos, pero la
joven había muerto. Hércules, en recuerdo de ella, dio el nombre de
Pirineos a las montañas que habían albergado sus amores. El antro de
Tarusco es hoy día la gruta de Lombrives, una de las más amplias de
Europa, cerca de Ussat-les-Bains, en el Ariège. Allí muestran, brillando
con todos los reflejos de sus estalactitas, el trono de Bebrycius, el
lecho de Hércules y la tumba de Pirene.





Las leyendas tienen varios registros y otras tantas claves. Sin duda
alguna, la primera de dichas claves es la protohistoria: en los mitos y
epopeyas de nuestros más lejanos antepasados, los héroes, que
representan pueblos, sus viajes tribulaciones, sus amores intercambios
comerciales, sus mezclas de razas, y sus conflictos y conquistas. La
leyenda que acabamos de narrar ilustra hechos protohistóricos
confirmados por la arqueología moderna. Y Tartessos aparentemente fue
una realidad. Situada en la desembocadura del Guadalquivir, su fama se
extendió antaño por todo el mundo conocido gracias a sus fabulosos
tesoros. Tras haberle consagrado su vida entera, el arqueólogo alemán
Adolf Schulten, que creyó reconocer en ella la capital de la misteriosa
Atlántida, descrita por Platón, dejó sentado que fue fundada, lo más
tarde, hacia el siglo XII antes de nuestra Era, por navegantes etruscos.
Origen que explicaría por qué tenía Gerión tres cabezas y tres cuerpos.
En efecto, el poeta Virgilio llama a los etruscos populus triplex
a causa de su organización confederal. Los etruscos eran pelasgos,
pueblos predecesores de los helenos como habitantes de Grecia y un
pueblo errante, marcado con el signo sagrado de la blancura, que fue
sembrando por su camino «ciudades blancas» y países situado a
orillas del mar Egeo, llamado Lidia. Según dice Heródoto, los lidios, al
morir su rey Manes, sufrieron una hambruna que les obligó a emigrar.
Guiados por su rey, Tyrrhenus, se hicieron a la mar, y bajo los nombres
de tirrenos, raseni y luego etruscos, los hallamos, a
su vez, a unos en Argos, que rodearon de murallas megalíticas, a otros
en Albania, y a otros, los más numerosos, en Italia, donde fundaron
Alba, la rival en aquella época de Roma, y además civilizaron el país.
Algunos, por último, rechazados de Egipto en el año 1227 a. C. por el
joven faraón Meneptah, inventor de los primeros carros de asalto,
hubieron de reembarcarse rápidamente y emigraron más al Oeste. Estos
últimos hallaron en la península ibérica una civilización ya antigua y
que seguía floreciendo. Procedentes de África del Norte, los iberos
habían pasado las Columnas de Hércules desde la época
neolítica. A comienzos del segundo milenio, extraían oro, plata y cobre
de las minas andaluzas. A los fundadores de Tartessos, mineros y
metalúrgicos sin par, Iberia les recordó seguramente su Lidia, en la que
las arenas auríferas del Pactolo enriquecieron al rey Creso. Pronto los
ibero-etruscos llevaron sus naves a la conquista del valioso estaño
hasta Bretaña, Irlanda y Albión, sembrando dichas tierras de templos
megalíticos del sol, colosales y enigmáticos libros de piedra a imagen
de los que se encuentran en España en la cueva de Menga (Antequera) y
Los Millares.


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Hacia el año 1100 a. C., los fenicios se apoderaron de Tartessos como
resultado de una batalla naval de la que Macrobio, escritor y gramático
romano, del último cuarto del s. IV d. C., nos ha dejado un relato. En
el siglo IX, Tartessos (la Tarsis de la Biblia), liberada de la
dominación fenicia, era famosa en todo el mundo por su ciencia, su
refinamiento y su riqueza. Fue su flota la que descubrió las islas de
Madeira y Canarias, misteriosas «islas Afortunadas» en las que
Homero situó a las bellas Hespérides, a los feacios, pueblo mítico de la
Isla de Esqueria, y el pilar que sostiene el cielo, impidiéndole caer
sobre las cabezas de los mortales. Y fue también su flota la que llevaba
cada tres años al rey Salomón «el oro, la plata, el marfil, los monos y los pavos reales».
Poco después los iberos atravesaban los Pirineos, disputando lentamente
a los ligures salvajes la Aquitania y el Languedoc actuales. Los
ligures fueron un pueblo protohistórico de Europa. Habitaban el sudeste
francés y el noroeste italiano. Probablemente enraizado en el complejo
cultural neolítico del Mediterráneo occidental, no está aún esclarecido
si se trata de un pueblo pre-indoeuropeo o indoeuropeo de una oleada
anterior a los celtas y a los latinos. Quedan supuestas trazas de su
idioma en la toponimia y en la arqueología. Según Plutarco, se nombraban
ellos mismos Ambrōnes, lo que significaría «pueblo del agua»,
como otro pueblo originario del norte de Europa. La palabra ligur es
probablemente de origen griego. Algunos historiadores del siglo XX han
estimado en dicho término, la transposición del nombre de un pueblo de
Anatolia. Nino Lamboglia ha elaborado la hipótesis de la existencia de
una raíz indígena liga, cuyo significado es «marisma, pantano». Camille Jullian, Pascal Arnaud y Dominique Garcia han sugerido que la palabra proviene del griego lygies, que significaría «muy elevado, sitio encaramado». Ligures significaría entonces «los de más arriba». Un fragmento de un texto de los Catálogos
de Hesíodo (siglo VIII a. C.), citado por Estrabón, menciona a los
ligures entre los tres grandes grupos de pueblos bárbaros, junto a los
etíopes y los escitas. La interpretación más frecuente de este texto es
que los ligures controlaban en aquel entonces la extremidad occidental
del mundo conocido por los griegos. Este fragmento ha sido considerado
válido por H. A. de Jubainville, C. Jullian o más recientemente por G.
Barruol, G. Colonna o F. M. Gambari. No obstante, en la actualidad, a
menudo es considerado como no auténtico, debido al descubrimiento de un
papiro egipcio del siglo III d. C. que cita a los libios en vez de a los
ligures. Se conjetura que tal vez el papiro contiene error de
transcripción. Rufo Festo Avieno, en su traducción al latín de un
antiguo relato de viajes, probablemente masaliota, datado a
finales del siglo VI a. C., indica que los ligures antiguamente se
habrían extendido hasta el Mar del Norte, antes de ser rechazados por
los celtas hasta los Alpes. Avieno sitúa también Agde en el límite del
territorio de los ligures y el de los iberos.





En el siglo VI se produjo un movimiento inverso. Los celtas
procedentes del Norte conquistan la península ibérica. En el año 229,
los cartagineses la invaden a su vez. Su general, Amílcar Barca,
sorprende a Tartessos durmiendo en sus lechos de plata maciza y la
arrasa, realizando la predicción hecha cinco siglos antes por el profeta
Isaías. Así terminó la capital de los «pueblos patos». Con
Tartessos desapareció todo el universo mediterráneo y no se ha  podido
nunca encontrar la menor piedra de la misma. Tartessos, aunque sea en
sentido figurado, ha corrido la misma suerte que la Atlántida. Fue hacia
el siglo VII antes de nuestra Era, época en que el Imperio tartesio, en
su apogeo, había progresado desde Andalucía hasta el cabo de la Nao,
cuando los etruscos-iberos franquearon los Pirineos. Entre ellos, el
grupo de los bebrices se asentó en la región de Foix, en el actual Sur
francés, una parte de la cual, el Haut-Sabarthez, fue ocupada por la
tribu bebricia de los «taruscos». Uno de los mejores especialistas de la civilización ibera, Édouard Philipon, dice lo siguiente: “Que
estas poblaciones estuviesen emparentadas con los tartesios, es algo
que no es posible poner en duda. En efecto; lo mismo que el nombre de
Razés (en el valle medio del Aude) recuerda el de los raseni, el nombre
de los «taruscos», que está estrechamente emparentado con el de los
etruscos. Pero hay algo mejor: dos Tarraco, nuestros dos Tarascon (uno a
orillas del Ródano y otro a las del Ariège), deben a los «taruscos» su
fundación y su nombre. Y la tercera Tarraco, la Tarragona española, es
la llamada por Ausonio tyrrhenica Tarraco, Tarragona etrusca
“.
 Pirene, en su doble calidad de hija de Bebrycius y de habitante de
Tarusco, personifica a los tartesios, asentados en las montañas
meridionales de Francia, confirmando su origen pelásgico. El detalle de
la leyenda que hace de ella hija de una danaide va en el mismo sentido,
pues Danao fue rey de Heracles-Hércules, que puede ser considerado
fenicio, griego o celta, según la época en que se formó la leyenda. Las
danaides fueron las cincuenta hijas del rey Dánao, hermano de Egipto,
que tuvo cincuenta hijos varones. Después de que Dánao tuviera una
disputa con su hermano Egipto, aquél se exilió junto con sus hijas en
Argos, utilizando para ello un barco de cincuenta remos. La huida había
sido aconsejada por Atenea, y como muestra de agradecimiento, las
danaides edificarían en Argos un templo en su honor.  Cuando Dánao se
convirtió en rey de Argos, la región padeció una enorme sequía. Las
danaides fueron enviadas a buscar agua, y una de ellas, Amimone, estuvo a
punto de ser violada por un sátiro. No obstante, Poseidón escuchó sus
gritos de auxilio, y lanzó su tridente contra el agresor. Pero éste
esquivó el arma, y finalmente el tridente se clavaría en una roca
cercana, de la que comenzaron a manar tres torrentes de agua. Esta
fuente sería la que salvaría a Argos de la sequía.





En el primer caso, su combate contra Gerión evocaría la toma de
Tartessos, ciudad cerca de la cual los fenicios elevaron precisamente un
templo a Melqart, el Hércules de Tiro. En el segundo, el desposeimiento
del rey boyero recordaría la apertura por los focenses de una de las
rutas terrestres del estaño, la Vía Heracleana, que unía
Tarascon-sur-Rhône a Tartessos, pasando por Tarascon-sur-Ariège. No
olvidemos que, después del ganado, las primeras monedas fueron pesas y
piezas que representaban pieles o cabezas de buey, así como que los
comerciantes griegos no eran considerados como modelos de honradez.
 Este Hércules puede ser el de los celtas. Ogmios u Ogmión era el dios
galo de la elocuencia y de la escritura, de su nombre deriva oghámico, ya que se supone que fue él quien inventó el alfabeto oghámico
a base de muescas y rayas grabadas sobre piedra o madera. Representado
como un anciano calvo y maltrecho por la edad, vestido con piel de león y
lleva maza, arco y carcaj. Arrastra multitudes de hombres atados por
las orejas con una cadena de oro en cuyo extremo pasa por la lengua
agujereada del dios. Ogmios es la elocuencia segura de su poder, el dios
que, a través de la magia, atrae a sus fieles. Es también símbolo del
poder de la palabra ritual que une el mundo de los hombres con el mundo
de los dioses. En su nombre se profieren las bendiciones a favor de los
amigos y las maldiciones contra los enemigos. En Irlanda tenía su
equivalente en Ogma el inventor de signos mágicos cuya fuerza es tan
grande que puede paralizar al adversario. Asociado a los dioses romanos
Hércules y Hermes en la tradición céltica oriental. Ogmio todavía puede
verse en Toulouse. Y según los antiguos cronistas del Languedoc, la
hazaña de Hércules señalaría la llegada a Iberia de los invasores
nórdicos. Asentados en la salida de tres valles abiertos hacia España y
Gascuña y controlando los accesos del paso de Puymorens, los «taruscos»
vieron, durante siglos, desfilar por sus tierras hordas guerreras y
convoyes comerciales procedentes del Sur o del Norte. El paso de
Puymorens está situado en la carretera que lleva de Puigcerdá, en la
actual Catalunya, al Pas de la Casa, en Andorra. Las hijas del país
siguen siendo, aún hoy día, muy guapas; por lo que nada de extraño
tiene, pues, que uno y hasta varios Hércules amasen a Pirene en Tarusco.
Seguramente ello debió de llevarse a cabo sin demasiados miramientos. Y
aquí llegaron los poetas, para dar a aquellos amores un sentido
simbólico. El nombre de la diosa celtíbera Belisana, que significa «semejante a la llama»,
lo tradujeron en griego por Pirene, que viene de puros, equivalente al
fuego. El sánscrito, lengua madre de todas las hablas indoeuropeas,
llama al fuego pur. Las palabras, las imágenes y los ritos
asocian el fuego a la pureza. Melqart era regenerado cada año por el
fuego, y Heracles murió en la pira del monte Eta. En Roma, Hércules
instituyó la incineración. Lo que devora a nuestros amantes legendarios
es la llama pura de una pasión. Más tarde, para otros Puros,
los montes de Pirene habrían de contemplar otra pira encendida, y el
antro de Tarusco, que volvió a servir de refugio. Los celtas, pero por
cuyas venas corre la sangre de los ligures y de los ibero-etruscos,
cuyas tradiciones han recogido los tolosanos y de los que se proclaman
herederos, que, bajo el áspero nombre de volscos tectósagos y siguiendo
las huellas de Sigoveso, han alcanzado la Hélade y el Asia Menor al
final de una increíble odisea que no es quizá otra cosa que una vuelta a
la cuna de sus orígenes.





Según Estrabón (64 a. C. – 24 d. C.), geógrafo e historiador griego: «Los
habitantes de Aquitania forman un grupo completamente aparte, no sólo
por su idioma, sino por su aspecto físico, mucho más próximo al tipo
ibérico que al tipo galo
». Guiados por Sigoveso, el sobrino del rey de Bourges, los tectósagos habían comenzado por interesarse en la espesa selva herciniana. Siguiendo el curso del Danubio, «aquel
pueblo bravío, audaz y guerrero, el primero después de Hércules que
debiera a sus hazañas la admiración del mundo y el calificativo de
inmortal, franqueó la temible cima de los Alpes y los lugares cuyo
acceso parecía haber cerrado hasta entonces el frío
». Torciendo
hacia el Sur, el ejército llegó a continuación a Iliria, a orillas del
Adriático, país en el que estaban asentados los antariates. Alejandro Magno, que tenía dificultades con estos últimos, ofreció su alianza a los recién llegados. «La
fe fue dada y recibida. Alejandro les preguntó qué era lo que más
temían en el mundo, persuadido de que su nombre se extendía por todas
las regiones de los tectósagos y que inspiraba miedo a éstos. Pero se
llevó una desilusión al responderle los tectósagos que lo único que
temían es que se desplomara el cielo. Alejandro les dio el título de
amigos y aliados y se limitó a decir: “Estos hombres son orgullosos”».
Según Apiano (95 – 165), historiador romano de origen griego y autor de la Historia Romana,
el cielo, lejos de caérseles encima, ayudó a los galos haciendo llover
sobre Iliria tantas ranas que el hedor de las mismas engendró la peste y
los antariates resultaron diezmados. Según Ateneo, retórico y gramático
griego que floreció entre finales del siglo II y principios del III d.
C., los galos, para afirmar su victoria, hicieron del precepto «A Dios rogando y con el mazo dando» un uso extensivo: «Los
ilirios, en estando sentados, comen y beben continuamente; se reúnen
todos los días con objeto de beber y comer con la más ex-tremada
exageración. Por ello, los galos, que les habían declarado la guerra y
se habían dado cuenta de su intemperancia, decidieron que cada soldado
pondría en su tienda una mesa bien servida y bien abastecida, mezclando
con la carne cierta hierba que aflojaba el vientre. Por medio de esta
estratagema, los galos mataron a muchos ilirios; otros, que no pudieron
cortar el cólico que sufrían, se tiraron al río
». Así pues, fue un arma secreta la que permitió a los galos, hacia el año 200 antes de nuestra Era, conquistar Iliria.


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Desde allí, los galos siguieron adelante hacia Macedonia. Alejandro
había muerto hacía treinta años y las luchas intestinas minaban el país.
Los galos destrozaron el ejército del rey Ptolomeo Ceraunos, al que
mataron, paseando su cabeza. Hecho esto, Breno, jefe ahora de la
expedición, lo que quiere es conquistar  Grecia. Y de Grecia, lo que
codicia es Delfos, la ciudad santa, el ombligo del mundo en el que el
famoso templo de Apolo guarda, según él sabe, todo el oro de la Hélade,
incrementado con ofrendas. Pausanias, viajero, geógrafo e historiador
griego del siglo II, nos ha contado la aventura. Para asegurar su
empresa, Breno describe los tesoros a sus soldados, a los que promete
una campaña tanto más fácil cuanto que ha hecho desfilar ante ellos a
prisioneros griegos, escogidos entre los más enclenques. Así, no tarda
en reunir su ejército de 152.000 infantes y 20.400 jinetes, estos
últimos organizados en trimarkesia, tres hombres para cada
caballo, de suerte que si uno de ellos es muerto el siguiente ocupa
inmediatamente su lugar. Los griegos habían cortado los puentes del rio
Sperchios, pero 10.000 galos pasaron el río, unos vadeándolo, otros a
nado y otros sobre puentes provisionales hechos con escudos. Esta
vanguardia hace reconstruir, por los naturales del país, los puentes
fijos, para que pase por ellos el grueso de las tropas, que van a sitiar
Heraclea. Allí, Breno, a pesar de la valentía de sus soldados, sufre su
primer revés. «La protección de los galos era débil, pues no tenían
más que sus escudos, que no son resistentes. Lo único que sabían era
lanzarse sobre el enemigo con ciego ímpetu, cual animales feroces. Ni
heridos a hachazos y atravesados por espadas soltaban su presa ni
abandonaban el aire amenazador y tenaz que solían tener. Seguían
furiosos hasta el último aliento, y veíanse algunos que arrancaban de
sus heridas el dardo mortal que los había alcanzado para lanzarlo contra
los griegos y matar a los que se hallaban a su alcance
». El ardor
de los soldados de Breno empieza a debilitarse, pero éste persevera con
firmeza. Envía a un cuerpo de tropa a aterrorizar Etolia. «Todo sexo
viril fue mutilado, los ancianos fueron pasados a cuchillo, los niños
de pecho fueron arrancados a los senos de sus madres para ser degollados
y, cuando aparecía alguno que parecía nutrido con mejor leche que los
otros, los galos se bebían su sangre y se hartaban de su carne. Las
mujeres casadas y solteras que tenían algún sentimiento del honor se
dieron ellas mismas la muerte; otras, obligadas a sufrir todas las
indignidades que se puede imaginar, convirtiéronse a continuación en
objeto de la burla de los bárbaros, tan poco sensibles al amor como a la
compasión
».





Al enterarse de esto, los etolios, tal y como lo había previsto
Breno, abandonan las Termopilas para acudir en socorro de su tierra.
Como consecuencia de ello el camino de Delfos queda abierto. He aquí ya
la Ciudad del Sol, doblemente protegida. Los titanes la habían rodeado
de murallas que la hacían inaccesible, y el Cirphis y el Parnaso apenas
dejaban un paso encajonado al accidentado curso del rio Pleistos. Aquí
tenemos la barrera de las rocas Fedriadas donde el agua sagrada de
Castalia ruge al eco de los oráculos de la pitonisa. Y en este
anfiteatro único en el mundo, al abrigo de las murallas levantadas
antaño por Fílomelo, la ciudad. Y, dentro de la ciudad, el recinto
sagrado en el que se alza el santuario más célebre de la antigüedad:
Delfos. El templo tiene la entrada hacia Oriente. En él se ven
innumerables exvotos, como la piedra de la primera sibila o la silla de
hierro en la que se sentó Píndaro, así como el conjunto de los edificios
del tesoro, la mayoría de los cuales están bajo tierra para proteger de
la acción del aire el metal precioso de las ofrendas. También vemos el
altar mayor de Apolo, guardado por un lobo de bronce y, a continuación,
el pronaos, en cuyo frontispicio brilla la enigmática letra E
de la que sólo los sacerdotes saben el significado. Por último,
encontramos el Santo de los Santos, el Pytho, donde
jamás había entrado un profano. En él mató Apolo a la serpiente que
infestaba la región. Se dice que el lugar se llama así porque en él se
pudrió el cuerpo del animal muerto. Y pudrir, en griego, se dice pythein, pero hay quien asegura que Pytho viene de pythestai (buscar). Y, en efecto, el Santo de los Santos tiene su secreto, el Ónfalo, la piedra blanca custodiada por dos águilas y que señala el centro del mundo. Al lado de esta piedra está el adytum,
la caverna en que la pitonisa daba sus oráculos y cuyos contornos
muestran otras cinco piedras, puestas, según se dice, por los gemelos
Trofonio y Agamedes, los legendarios arquitectos del templo, que
llevaron a la práctica los proyectos del dios. En el rocoso suelo de la
caverna se abre una hendidura que comunica con las entrañas de la
tierra. Sobre la hendidura se halla un trípode en que se sienta la
pitonisa para oficiar. En el fondo del abismo suena el agua maravillosa
del manantial subterráneo Casotis, y los vapores que suben del subsuelo
provocan el delirio profético. Antaño, pasando por allí por casualidad,
unos pastores ignaros, o ignorantes, envueltos por aquellos vapores, se
habían puesto a vaticinar el porvenir. Así nació el oráculo al que ahora
venían a consultar desde el mundo entero. Al lado del trípode pítico
estaba el vaso donde se conservaban los huesos y los dientes de la
célebre serpiente. Tal es Delfos, así llamada porque en ella Apolo se
transformó un día en delfín resplandeciente para guiar alrededor del
Peloponeso la nave de los sacerdotes cretenses. La fama del templo no
cesó de crecer desde que los pelasgos pusieron los cimientos del templo:





En el siglo VIII antes de nuestra Era la pitonisa ya era célebre.
Cinco sumos sacerdotes, escogidos entre familias que pretendían
descender de Deucalión, hijo de Prometeo y la oceánide Pronea, no habían
dejado de custodiar el santuario, echando a los profanadores a los
precipicios y velando sobre los tesoros acumulados. Incluso Creso,
famoso último rey de Lidia, figura entre los donantes. También se dice
que los etruscos habrían confiado a Delfos su tesoro de Estado. Lo que
sin duda ignoraba Breno es que el templo había ardido en el año 548, y
que en el año 357 los focenses se habían apoderado de parte de sus
riquezas, y que se había utilizado el tesoro para financiar la Guerra
Sagrada. Cierto es que desde entonces las ofrendas habían vuelto a
afluir. Durante el reinado de Filipo de Macedonia el tesoro del templo
de Delfos se evaluaba todavía en diez mil talentos. El talento era una
unidad de medida monetaria utilizada en la antigüedad. Tiene su origen
en Babilonia, pero se usó ampliamente en todo el mar Mediterráneo
durante el período helenístico y la época de las guerras púnicas. En el
Antiguo Testamento, equivalía a cerca de 34 kg, y en el Nuevo
Testamento, a 6.000 dracmas, o lo que es lo mismo, 21.600 gramos de
plata. Tres carreteras llevaban a Delfos: la mayor, al Este, venía de
Beocia; la segunda, al Oeste, del puerto de Cirra, y la tercera, por
último, partía de Anfisa. Esta última es la que tomaron los galos.
Llegados ante la plaza, Breno, si hemos de creer a Justino, historiador
romano del siglo II, declara con impío humorismo: «Los dioses son lo bastante ricos para dar parte de sus bienes a los hombres».
Las fatigas de la campaña habían hecho mella en la disciplina de los
soldados, los cuales se habían dispersado sin orden ni concierto por las
aldeas, robando víveres en abundancia. Y en el momento de dar el asalto
habían comido y bebido bien. «Breno, para animarlos, les mostraba
aquel magnífico botín, diciendo que las estatuas y los carros que veían a
lo lejos eran de oro macizo y que encontrarían en el peso de aquellos
objetos aún más riquezas de las que la vista parecía prometer; excitados
por estas palabras y caldeados por los excesos de la víspera, los galos
se metieron de rondón en el peligro
». Los griegos, por su parte,
habían consultado al dios, y Apolo había respondido mediante la pitonisa
que se dejasen todos los tesoros en el templo, pues él los tomaría bajo
su protección. Los dos ejércitos se envolvieron en una batalla. Pero,
aunque Delfos fuese una baza de importancia fantástica, los
historiadores de la antigüedad discrepan por lo que respecta al
resultado del combate.





Según Pausanias, «viéronse señales evidentes de la cólera del cielo contra los bárbaros».
La tierra estuvo temblando un día entero en la parte del campo de
batalla ocupada por los galos. Luego, sobrevino una espantosa tormenta: «El
rayo caía con frecuencia sobre ellos, pero no se limitaba a matar
única-mente al que lo recibía: una exhalación ígnea se comunicaba a los
que se hallaban próximos y los reducía a cenizas, tanto a ellos como a
sus armas. Viéronse aparecer en el cielo los héroes de los tiempos
antiguos que exhortaban a los griegos. Y como si los elementos se
hubiesen jurado la pérdida dé los galos, desprendiéronse del monte
Parnaso peñascos enteros que, rodando sobre ellos, aplastaban no sólo
dos o tres hombres a la vez, sino grupos de treinta o cuarenta
». El
final del relato es similar. Los griegos, arengados por sus sacerdotes,
contraatacan, mientras que los galos, presa del pánico, huyen matándose
entre sí, y sólo un pequeño número consigue retirarse a Heraclea, donde
Breno, ya herido en el combate, abrevia sus sufrimientos asestándose
una puñalada tras haber echado un buen trago. Finalmente, los griegos
exterminan a los últimos supervivientes cuando éstos se batían en
retirada. «De suerte que, de aquel numeroso ejército que poco antes
tenía tal confianza en sus fuerzas que había declarado la guerra a los
dioses, no quedó uno solo para conservar el recuerdo de un desastre tan
espantoso
». Pero como, desgraciadamente, la historia se escribe
según quién sea el narrador, Diodoro Sículo, Ateneo, Apiano, Estrabón v
Justino cuentan las cosas de modo completamente diferente. Según ellos,
los galos tomaron Delfos, entraron en el templo de Apolo y saquearon el
tesoro que contenía. Justino señala que dicho tesoro fue llevado al
campamento de Heraclea y que la mayor parte del mismo correspondió a los
volscos tectósagos, que regresaron con el botín a su país.
Pero apenas de regreso en Toulouse, una epidemia de peste diezmó la
ciudad. Y como los volscos eran supersticiosos; habían heredado de los
etruscos la creencia en los presagios y el arte de la adivinación. Tan
orgullosos de su ciencia estaban sus augures, que hasta se vanagloriaban
de haber enseñado a Pitágoras los misterios de la metempsícosis.
Ansiosos de alejar la plaga, los tolosanos pidieron, pues, consejo a sus
adivinos, que les dijeron: «Es el Cielo que castiga el sacrilegio
de vuestros soldados. Para aplacar a los dioses tenéis que deshaceros de
lo que les habéis robado. Echad todo el oro de Delfos al lago sagrado,
cerca del templo
». Al cabo de cierto tiempo llegó la ocupación
romana, y los tolosanos, rebeldes al yugo, se aliaron a los teutones y
helvecios para deshacerse de los ocupantes. Fue un éxito provisional,
pero que no había de durar. El año 109 a. C., Toulouse fue reconquistada
por Quinto Servilio Cepión, cónsul romano.


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Poco tardó Cepión, una vez dueño de la ciudad, al enterarse del sitio
en que se hallaba el oro de Delfos, en hacer desecar el lago,
arrancándole su fabuloso secreto: «Un peso de 110.000 libras de plata y 5 millones de libras de oro»,
según Justino. Cepión, en cuanto se adueñó del célebre tesoro, cogió el
camino de Roma al frente de un pequeño ejército. Pensaba que aquella
fortuna rápidamente ganada le iba a servir para sus ambiciones
políticas. Pero al llegar cerca de Orange se le echaron encima los
cimbros, pueblo germánico-céltico de la Edad Antigua, destrozando su
ejército. Su regreso a Roma fue más bien trágico, ya que se llevó a cabo
una encarnizada campaña contra el cónsul, que fue destituido,
remplazado por Mario y desterrado de su patria por sacrilegio. Para
consumar su humillación, sus hijas fueron entregadas por decreto a la
prostitución y pronto habían de perecer de vergonzosa muerte, seguidas
sin tardanza por su padre, que terminó sus días solo y arruinado. Las
crónicas insisten en que el lago donde fueron arrojados los tesoros de
Delfos duerme todavía bajo la nave de la célebre iglesia de
Saint-Sernin, en Toulouse. Afirman que, a principios de la Era
cristiana, el obispo Sylve hizo abrir un pozo para captar el agua del
lago, y que en el siglo VIII el obispo Arrusus mandó construir una
escalera que bajaba de la nave de la iglesia al lago subterráneo. Un
día, Arrusus, que practicaba la magia, fue hallado muerto al pie de
dicha escalera, la cual hizo tapiar su sucesor Mansio. Parece ser que al
pie de la citada escalera había una sala larga y estrecha que contenía
doce momias, ya que en ella los cadáveres no se pudrían, desde la cual,
bajando unos cuantos escalones más, se llegaba al agua. Los cronistas
añaden que posteriormente se negó la existencia de estas construcciones.
Más tarde, sin embargo, un cronista llamado Montégut nos dejó el relato
de dos sacerdotes que habían explorado aquel lugar misterioso: «Por
una puertecita al lado de la cripta, que los canónigos han hecho tapiar
después, bajaron con antorchas una escalerita de caracol que los llevó a
una vasta galería sostenida por gruesos pilares que constituyen la
continuación de los que sostienen la bóveda de la nave mayor. Dicha
galería discurre en torno a un lago en el que echaron piedras que
produjeron ondas concéntricas. El frescor allí reinante y un
involuntario estremecimiento no les permitieron dar la vuelta a dicha
galería, que les pareció tener la misma extensión que la nave
».





En sus Mémoires de l’histoire du Languedoc, Guillaume de
Catel (1560 – 1626),  consejero del parlamento de Toulouse, afirma que,
en sus tiempos, el lago aún existía y que el rey Carlos IX de Francia lo
vio en 1563: «Había en este lago grandes piezas de madera doradas y
plateadas hechas a modo de piedras de molino, y en medio del teatro
estaba escrito: Ecce Tolosanum infelix raptoribus aurum: He aquí el oro
de Toulouse, maléfico para quien se apodera de él
». En sus Recherches sur les antiquités de Toulouse,
que se quedaron en manuscrito, Maillot cuenta que, en 1747, un cura de
Saint-Sernin, llamado Leclerc de Fleurigny, hizo abrir la pared
edificada por Mansio y descubrió un subterráneo en suave pendiente, de
unos diez metros de longitud, terminado en una T cuyo brazo izquierdo
conducía al pozo del obispo Sylve. Sea como fuere, en 1808 fue destapado
dicho pozo, en el fondo del cual se hallaron dos pasillos abovedados
que iban a parar, uno hacia la plaza Saint-Raimond y otro hasta una
capilla de los Sept-Dormants. De la odisea de los volscos, los franceses
han heredado una metáfora referida a cuando la mala suerte persigue a
alguien: «Ahí anda el oro de Toulouse». Los relatos de los
historiadores antiguos referentes a la odisea del oro de Delfos provocan
sorpresa. Aunque no se puede poner en duda su base histórica, la
discrepancia en los detalles revela una lenta alteración por la fábula.
En primer lugar, Belloveso y Sigoveso, gemelos, tienen los elementos que
caracteriza a los héroes míticos. Pero las dos corrientes migratorias
que simbolizan sí que están atestiguadas por la Historia. El reino de
Tarquino el Antiguo, en el que Tito Livio sitúa la salida desde Bourges
de los dos hermanos, coincide con el paso del período de Hallstatt al de
La Tène, es decir, con la puesta en movimiento de los celtas. La
cultura de Hallstatt es una cultura arqueológica perteneciente al Bronce
final y la Edad de Hierro. Fue Paul Reinecke quien primero asimiló el
yacimiento de Hallstatt con los campos de urnas, creando una
periodización que actualizó posteriormente Müller-Karpe. Así, Hallstatt
formó parte de los campos de urnas y, a su vez, fue heredera de estos,
manteniendo una clara continuidad, sin rupturas. Sin embargo, también
recibió influencias diferenciadoras gracias a sus contactos con el norte
de Italia (Golasecca), con colonos mediterráneos a través del
Adriático, y también de los pueblos de las estepas de la Europa
Oriental. La cultura de La Tène es una cultura perteneciente a la Edad
del Hierro, también conocida como Edad del Hierro II. Es una cultura
mayoritariamente celta, cuyo núcleo está en los Alpes, aunque en su
apogeo terminará por extenderse por el centro de Europa, Francia, oeste
de la península ibérica, islas británicas y parte del este de Europa.





Toulouse nace hacia esta época, lo que hace del todo verosímil la presencia de los volscos en la migración «sigovesiana».
No obstante, el ritmo de los relatos oculta la lentitud de dicha
migración. De hecho, los celtas necesitaron un siglo para alcanzar el
Danubio, otro siglo para conquistar Iliria, y, luego, veinte o treinta
años más para llegar, el 280, a las puertas de Delfos. Pero lo más
oscuro de la epopeya sigue siendo la suerte de la ciudad. No merece
mucho crédito Pausanias cuando describe el exterminio de los galos ante
la ciudad de Apolo. Pausanias es griego y, como tal, parcial en sus
opiniones. Según Pausanias los galos devoran con buen apetito a los
recién nacidos, pero, siendo más de 150.000, se dejan aniquilar por solo
4.000 griegos. La intervención de los dioses no hace más verosímil la
victoria de los helenos, sino al contrario: Pausanias ha tomado este
relato, casi sin cambiar una sola palabra, del relato de la derrota de
Jerjes, que puso sitio a Delfos un siglo antes que Breno. Y quien haya
leído a los antiguos historiadores, sabe a qué atenerse cuando nos
cuentan victorias tan halagadoras como improbables. Lo que dichos
relatos ocultan invariablemente son derrotas aplastantes, relegadas por
los vencidos a su inconsciente colectivo, convirtiéndolas en brillantes
victorias, manifestaciones de la ayuda de los dioses. Pausanias escribe
casi cinco siglos después de la batalla de Delfos, batalla que,
doscientos años antes que él, Diodoro y Estrabón consideraban ganada por
los galos. Además, Pausanias se contradice, ya que aquellos galos que
había hecho morir delante de Delfos, no tarda en resucitarlos, unos en
Asia Menor y otros en la llanura del Danubio. Y lo que sabemos hoy día
acerca de estas migraciones atestigua que, en este punto, Pausanias
decía la verdad. Así, pues, los galos tomaron, efectivamente, Delfos,
pero los griegos tienen algunas excusas para haberlo ido olvidando, ya
que el saqueo de aquella ciudad santa, a la que todos los reyes habían
ido a arrodillarse, por gentes a quienes ellos tenían por salvajes debió
de ser para los griegos una afrenta inaguantable y una injusticia de
los dioses. Si Delfos fue tomada, es de creer que su templo fue saqueado
y, por consiguiente, podemos aceptar los relatos referentes al traslado
del tesoro a Toulouse. El autor del principal de dichos relatos es
Justino, pero, en este caso, Justino no hace más que reproducir la
narración de Trogo Pompeyo, cuya obra se ha perdido. Trogo Pompeyo era
galo y pudo, pues, embellecer los acontecimientos en provecho de los
suyos, como hizo Pausanias en beneficio de los griegos. Además, Justino,
como Pausanias, escribió cinco siglos después de la batalla y, también
como él, no se preocupa por la falta de verosimilitud.





La estimación de Justino de un tesoro de 2.550 toneladas de metales
preciosos es poco creíble, ya que es muy superior a la que habrían hecho
los griegos a la terminación de la Guerra Sagrada, es decir, menos de
sesenta años antes de la llegada de Breno. De otro lado, la inmersión
del tesoro en un lago cercano al templo tolosano de Apolo ha dado lugar a
numerosas especulaciones. En Toulouse había un templo dedicado a
Beleño, el Apolo celtíbero, que las antiguas crónicas de la ciudad lo
sitúan allí donde se encuentra hoy día la iglesia de la Daurade, lugar
en que no se cree que haya podido haber jamás un lago. Y si es cierto
que en Toulouse había efectivamente un lago, o, mejor dicho, un
estanque, era en el lugar en que se halla en la actualidad el barrio de
Saint-Cyprien, donde nadie ha encontrado nunca huellas de un templo.
Vemos pues que la tradición tolosana resuelve a su manera esta
contradicción. Hay también un punto que Justino no explica. Se trata de
que los volscos tectósagos, que habían tardado más de dos siglos en
llegar a Delfos, no pudieron ir mucho más de prisa para volver. Su
regreso a Toulouse se sitúa después de la estancia del consul romano
Cepión en la ciudad. Entonces, ¿de dónde provenía el tesoro robado por
Cepión? Estrabón nos da la respuesta más razonable: «Los tectósagos
formaban parte de la expedición contra Delfos. Y hasta se asegura que
los tesoros hallados en la ciudad de Toulouse por Cepión provenían de
una parte de los despojos de Delfos, aumentados, es cierto, por las
ofrendas que ellos habían hecho después a Apolo de sus propias riquezas.
Sin embargo, la versión de Posidonio parece más verosímil: éste hace
observar que las riquezas halladas en Toulouse, sea en el templo, sea en
el fondo de los lagos sagrados, representaban un valor de 15.000
talentos, todo ello en materias no trabajadas, en lingotes de oro y de
plata en bruto, y que el templo de Delfos en el momento en que fue
tomado no contenía tales riquezas. Pero como la región de los Pirineos
es muy rica en minas de oro, y sus habitantes (
Posidonio no es el único en decirlo)
son a la vez muy supersticiosos y de costumbres muy modestas, habíanse
formado tesoros en di-versos lugares. Especialmente los lagos o
estanques sagrados ofrecían refugios seguros donde se echaba el oro y la
plata en barras; los romanos lo sabían y, una vez dueños del país,
vendieron dichos lagos o estanques sagrados en provecho del Tesoro
público, y más de un comprador encuentra, todavía hoy, lingotes de plata
forjada en forma de piedras molares
».


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Este relato nos dice que el célebre oro de Toulouse era autóctono,
que su valor era superior al del tesoro de Delfos, y que estaba
efectivamente depositado en los lagos pirenaicos que Roma, por esta
razón, puso más tarde en adjudicación. Pero lo que ha de retenerse,
sobre todo, es que los volscos, dado que atribuían al oro un significado
mágico-religioso y simbólico, desdeñaban su valor mercantil hasta el
punto de echarlo al agua. Por ello hemos de volver a mencionar las
palabras pronunciadas por Breno a las puertas de Delfos: «Los dioses no necesitan tesoros, puesto que los prodigan a los hombres». Justino, que las cita, no ve en ellas más que «la burla de un hombre que sacrifica la piedad a la pasión del oro».
Sin embargo, es lícito atribuir a dichas palabras un sentido
completamente diferente, ya que Breno pudo muy bien querer decir: «Los dioses no necesitan para nada metales preciosos, puesto que lo que prodigan a los hombres son riquezas de orden espiritual». El relato de Diodoro Sículo nos demuestra que era así: «Habiendo
entrado en el templo, Breno ni siquiera miró las ofrendas de oro y
plata que allí había, limitándose a coger en sus manos las estatuas y
echarse a reír de que hubiesen supuesto que los dioses tenían forma
humana y los hubieran fabricado de madera y de piedra
». Esta
actitud bastaría para acabar con la imagen de una horda salvaje,
sanguinaria y codiciosa, que trazan, cuando hablan de los galos, los
historiadores griegos y romanos. Dicha imagen deformada por el
partidismo es contradicha por todo lo que sabemos actualmente sobre el
grado de desarrollo de que disfrutaba la Galia independiente y que
subraya, entre otros, Henri-Paul Eydoux (1907 – 1986), hombre de letras y
resistente francés, en su obra Les terrassiers de l’histoire: «El
grado de civilización de aquellos pueblos galos que vivían en el siglo
vi antes de nuestra Era, época que se califica de “bárbara”, presenta
elementos extraordinarios. Los bitúrigos y los volscos tectósagos,
principales participantes en la expedición hacia Delfos, eran
particularmente prósperos. Bajo el reinado de Ambigat, los primeros
tenían superabundancia de cosechas; en cuanto a los segundos, disponían
de procedimientos químicos y metalúrgicos perfeccionados para explotar
el oro y la plata de las minas y ríos pirenaicos
». En esas
condiciones, cuesta creer que la larga marcha hacia Delfos, incluso
acompañada de violencias guerreras, tuviera como finalidad el saqueo de
un templo que, por otra parte, estaba empobrecido. Así, un excelente
experto en la cultura celta, Jean Markale, sorprendido por las palabras
atribuidas a Breno y desenredando la confusa madeja de los relatos, ha
hecho aparecer la expedición de Delfos, en un estudio muy notable, bajo
un aspecto completamente nuevo, ya que lo considera una empresa
esencialmente religiosa. Entre los primeros habitantes de Europa
occidental y los de Grecia habían existido lazos que se perdían en la
noche de los tiempos, y cuyo recuerdo conservaban las tradiciones de
unos y otros.





El culto al dios solar era común a griegos y celtas. Sus nombres, en
ambas lenguas, procedían de una raíz común, y sus leyendas les hacían
viajar desde las remotas regiones hiperbóreas hasta la península
helénica. Según Jean Markale, especialista en la mitología celta: «Ahora
bien, si el Sol es la imagen más perfecta de la divinidad, el oro es el
símbolo del Sol. El oro de Delfos es, pues, la imagen del dios, imagen
completamente válida para un celta que se niega a admitir el
antropomorfismo. Así podría explicarse la atracción ejercida por Delfos
sobre Breno. La actitud de Breno echándose a reír en el templo adquiere
un nuevo sentido: tratábase, en la mente del jefe galo, de despreciar
los ídolos y devolver al culto solar su sencillez de antaño
». Así,
se adivina en la marcha de los ejércitos una forma de peregrinación
iniciadora. Ir hacia el oro de Delfos, conquistar y traerse aquel oro
más simbólico que material, era para los hijos de Pirene destronar un
culto degradado y recobrar un dios de luz. La marcha hacia Delfos
constituía, en cierto sentido, la búsqueda de la pureza. Jean Markale
añade: «Para un celta, la aventura que termina mal materialmente
corresponde a una aventura intelectual o espiritual que ha salido bien.
La expedición hacia Delfos es una búsqueda del Graal, al cabo de la cual
los héroes descubridores de la gran Verdad no pueden ya soportar la
vida y se llevan a la tumba su secreto
». Realmente es una
apasionante historia la de los orígenes de Aragón y Catalunya, los
cátaros y la cruzada que emprendió la Iglesia contra ellos para permitir
la anexión francesa de Occitania. Los míticos cátaros no solamente
fueron una secta herética cristiana, sino que además tuvieron un papel
revelador en el devenir del continente europeo. En Occitania
aprovecharon la ausencia de un poder laico firme para organizarse en una
iglesia totalmente autónoma de la de Roma. Fue entonces cuando la
Iglesia Católica emprendió una cruzada para acabar con los herejes,
permitiendo que Francia arrasara sin piedad la región occitana. En medio
de esta lucha intestina la Santa Sede intentó poner orden, entronizando
a Jaime I, rey de Aragón y conde de Barcelona, que no sólo hizo honor a
su sobrenombre de el Conquistador, con la toma de Baleares, Valencia y
Murcia, sino que además su diplomacia internacional logró mantener las
aspiraciones de sus sucesores sobre Occitania y sentó las bases para la
expansión mediterránea de la Corona de Aragón. Cátaros, Inquisición,
grandes reyes, caballeros, templarios, cruzadas, tiempos de conquista,
guerras, alzamientos populares y ambiciosos papas se entremezclan en la
historia de la Europa occidental del siglo XIII.





Eran tiempos difíciles para la Corona de Aragón cuando en el año 1213
accedía al trono Jaime I el Conquistador. Su padre, Pedro II, murió en
la batalla de Muret en un intento por extender sus dominios al sur de
Francia. Desaparecía así la posibilidad de una expansión ultra pirenaica
de la Corona de Aragón. De esta forma tan simple se nos suele presentar
la derrota catalana – aragonesa sufrida durante la Cruzada Albigense
cuando estudiamos la historia de Catalunya y Aragón, que integraban la
Corona de Aragón. La historia de la expansión de la Corona de Aragón por
las tierras de Languedoc, el sur de la actual Francia, y la posterior
conquista de los territorios de Al-Andalus musulmán, mezcla cuestiones
políticas, económicas y religiosas. Los hechos relacionados con la
batalla de Muret forman una parte importante de la historia de la Corona
de Aragón. La Cruzada Albigense derivó en acontecimientos
transcendentales para el mundo occidental, y no solo condujo al
repliegue en la expansión catalana- aragonesa más allá de los Pirineos.
Ni tan siquiera los asuntos eclesiásticos quedaron al margen, ya que la
Cruzada supuso la creación y expansión de las órdenes religiosas
mendicantes de los hermanos dominicos y franciscanos. Del mismo modo,
estos hechos condujeron a la instauración de la Inquisición, lo que
significó un giro radical en la política de la Santa Sede. Esta historia
trata sobre la ayuda que brindó un rey a sus vasallos ante un ejército
invasor. Pero el ejército invasor era el de los cruzados franceses, al
mando de Simón de Montfort, mientras que el monarca salvador era Pedro
II, rey de Corona de Aragón. La muerte de Pedro II en Muret no supuso la
renuncia definitiva a la expansión ultra pirenaica de la monarquía
catalana – aragonesa, ni a su vez llevó a reorientar la conquista hacia
el Reino de Valencia. Sin embargo, sí que es cierto que este hecho hizo
tambalear los cimientos de los estados bajo el gobierno de Pedro II y
que produjo una guerra civil en el momento de la sucesión al trono. Pero
pese a todo, Muret no consiguió que la política de Jaime I el
Conquistador difiriera demasiado de la de su padre. Las aspiraciones de
Jaime I con respecto al Mediodía francés permanecieron intactas incluso
más allá del famoso tratado de Corbeil (1258), donde a pesar de que el
monarca estampaba su firma en un documento donde renunciaba a los
territorios en litigio a cambio de la paz con Francia, los hechos
demuestran que en realidad siempre estuvo maquinando alianzas
matrimoniales como armando ejércitos para hacerse con lo que él
consideraba su patrimonio.





Las pretensiones de los soberanos catalanes – aragoneses sobre
Occitania no acabaron con Pedro II. Con Jaime I el Conquistador, la
Corona de Aragón nunca pudo dedicarse plenamente a la expansión hacia el
sur musulmán, ya que la Occitania era demasiado importante. Cierto es
que lo que motivó realmente la conquista de Valencia fue otra batalla
que aconteció un año antes que la derrota de Muret. Se trataba de la
decisiva victoria de las Navas de Tolosa (1212) sobre los almohades
musulmanes. La batalla de Las Navas de Tolosa enfrentó el 16 de julio de
1212 a un ejército aliado cristiano formado en gran parte por las
tropas castellanas de Alfonso VIII de Castilla, las catalanas –
aragonesas de Pedro II de Aragón y las navarras de Sancho VII de Navarra
contra el ejército numéricamente superior del califa almohade Muhammad
an-Nasir en las inmediaciones de la localidad jienense de Santa Elena.
Fue iniciativa de Alfonso VIII entablar una gran batalla contra los
almohades tras haber sufrido la derrota de Alarcos en 1195. Para ello
solicitó al papa Inocencio III apoyo para favorecer la participación del
resto de los reinos cristianos de la península ibérica, y la
predicación de una cruzada por la cristiandad prometiendo el perdón de
los pecados a los que lucharan en ella; todo ello con la intercesión del
arzobispo de Toledo, Rodrigo Jiménez de Rada. Saldada con victoria del
bando cristiano, fue considerada por las relaciones de la batalla
inmediatamente posteriores, las crónicas y gran parte de la
historiografía como el punto culminante de la Reconquista y el inicio de
la decadencia de la presencia musulmana en la península ibérica, aunque
en la realidad histórica las consecuencias militares y estratégicas
fueron limitadas, y la conquista del valle del Guadalquivir no se
iniciaría hasta pasadas unas tres décadas. A pesar de la relativa
facilidad con la que se podían conquistar los territorios musulmanes del
futuro Reino de Valencia, Jaime I nunca dejó de lado el tema occitano.
En definitiva, fue una batalla lo que motivó la conquista de Valencia,
pero no la de Muret, sino la de las Navas de Tolosa. Languedoc, la
región por la que se enfrentaron, en la batalla de Muret, Pedro II el
Católico, monarca de la Corona de Aragón y el noble francés Simón de
Montfort, señor de Ile-de-France y vasallo del rey francés Felipe II,
estaba constituido por un conjunto de señoríos y feudos del monarca
catalán – aragonés desde tiempos de Alfonso II y no pertenecía a
Francia, o al Reino de los francos, desde el final de la dinastía
carolingia.


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En el año 481, el nieto de Meroveo, Clodoveo I, fue coronado rey de
los francos. Durante la permanencia en el trono de este monarca, el
reino se mantuvo unificado y abarcó la actual Francia y parte de lo que
hoy es Alemania. Asimismo, Clodoveo se convirtió al cristianismo, hecho
que le valió el apoyo del clero y de la nobleza galo-romana y que,
además, supuso el inicio de las excelentes relaciones de los reyes
francos y de sus descendientes con la Santa Sede a lo largo de toda la
Edad Media. Finalmente, el próspero reino unificado de los merovingios
acabó desmembrado, como consecuencia de la costumbre franca de repartir
la herencia. Los francos se caracterizaban fundamentalmente por ser un
pueblo guerrero, por lo que su ejército ansiaba nuevas conquistas para
obtener cuantiosos botines. El mantenimiento de las tropas necesarias
para poder llevar a cabo las innumerables campañas militares francas
suponía un alto coste para las arcas reales. Se trataba de un gasto
elevado al que debemos sumar el alto precio que significaba también
contar con el respaldo de la nobleza cristiana. Todo ello condujo al
enriquecimiento de algunas familias importantes. Estos prósperos linajes
constituyeron el origen de los mayordomos reales. La lucha entre las
familias más poderosas concluyó cuando el nieto del rey Pipino el Viejo,
Pipino de Heristal, heredó hacia el año 680, de su abuelo, el título de
mayordomo real de Austrasia, parte nororiental del reino Franco durante
el periodo de los reyes merovingios, en contraposición a Neustria, que
era la parte noroccidental, y que era uno de los estados que resultó al
quedar dividido el Reino franco. Pipino se impuso sobre sus rivales
hacia el 687 y logró de nuevo la unificación. Pipino de Heristal mantuvo
a los monarcas de la dinastía merovingia en el poder como simples
figuras decorativas, y este fue el origen de la saga de mayordomos y
reyes más importantes de los francos. A Pipino de Heristal le sucedieron
su hijo Carlos Martel y su nieto Pipino el Breve. Este último destronó,
con el apoyo del papado, al último rey merovingio en el año 751,
convirtiéndose en el primer monarca de la dinastía carolingia. Una
pregunta que nos podemos hacer es por qué recibían los carolingios ayuda
de la Santa Sede. En el año 751 los lombardos acabaron por expulsar a
los bizantinos de Italia con la toma de Rávena, y con esto la Santa Sede
se libraba por fin del yugo del Imperio romano de Oriente. Sin embargo,
la Ciudad Eterna seguía sin ser libre, ya que únicamente había cambiado
de dueño y ahora pasaba a manos de los bárbaros lombardos. El mayordomo
real Pipino tenía poder suficiente para librar a Roma de los invasores,
pero no era rey y necesitaba el consentimiento de la Iglesia para
destronar al último merovingio. Finalmente esto sucedió, y al poco
tiempo Pipino era coronado rey de los francos e iniciaba sus campañas
contra los lombardos. En dos empresas bélicas el monarca franco derrotó a
los invasores y en 756 entregó el territorio del antiguo exarcado
bizantino de Rávena al papado.





Carlomagno no solo heredó de su padre, Pipino, un reino franco
unificado, sino que conquistó Lombardía, el norte de Hispania y creó la
Marca Hispánica y el Reino ávaro, que se extendía por tierras de las
actuales Alemania, Austria y Hungría. Cuando en el año 780 accedió al
trono bizantino Constantino VI con tan solo 10 años, su madre, Irene, se
hizo con la regencia del imperio. Con el tiempo, Constantino alcanzó la
edad adulta, pero su madre tenía bien cogidas las riendas del poder y
no las quería soltar, hasta tal punto que encarceló y ordenó cegar a su
hijo. Una vez Irene consiguió el apoyo necesario, se coronó emperadora y
esquivó casarse nuevamente para así evitar que su esposo se apropiara
de su cetro. Debido a las ideas machistas de la época, no se reconocía
la autoridad de gobierno de las mujeres, por lo que fuera del ámbito de
Constantinopla se consideraba que el título imperial se encontraba
vacante. El papa León III no dudó en nombrar a un nuevo emperador
romano, de modo que el día de Navidad del año 800 Carlomagno fue
coronado en la Ciudad Eterna. En consecuencia, dos emperadores se
repartían el mundo conocido a comienzos del siglo IX: Irene en el
Imperio romano de Oriente y Carlomagno en Occidente. Para Isaak Asimov,
Carlomagno nunca vio con buenos ojos su entronización. El rey franco
entendía que el legítimo emperador romano se sentaba en el trono de
Constantinopla y, además, se trataba de una mujer. El Papa no tenía
ningún derecho a coronar a un emperador, ya que esta facultad pertenecía
en todo caso al patriarca de Constantinopla. La principal diferencia
entre el Imperio bizantino y el de Occidente bárbaro estribaba en las
relaciones de la Iglesia con el Estado. En Oriente, la Iglesia estaba
sometida al Estado y el emperador disfrutaba incluso de potestad para
deponer al patriarca. Por el contrario, en Occidente eran los estados
los que estaban sometidos a la Iglesia. Los papas excomulgaron y
coronaron reyes a voluntad e incluso depusieron a los monarcas que no
les satisfacían. Por lo tanto, ocurría algo similar a lo que pasa hoy en
día en un régimen islámico, donde estado y religión llegan incluso a
confundirse. Quizá fue por esto por lo que en Occidente se desarrolló
una oscura Edad Media, mientras que Bizancio vivió mil años iluminado
por la época clásica. Al final de su reinado, Carlomagno dejó el imperio
en herencia a su único hijo superviviente, Luis I. Pero a la muerte de
éste quedó dividido entre sus tres vástagos, Lotario, Luis el Germánico y
Carlos el Calvo, según la costumbre de los francos, y nunca más volvió a
reunificarse.





La región de Languedoc, situada en el sudeste de la actual Francia,
formó parte de un reino unificado de los francos en varias ocasiones.
Pero tras la dinastía carolingia no volvió a encontrarse en la órbita
francesa hasta el siglo XIII, cuando los ejércitos cruzados al mando de
Simón de Montfort dieron comienzo a un largo proceso de anexión. Cuando
en 1209 falleció su hermano Alfonso, Pedro II, monarca de la Corona de
Aragón, heredó los condados de Provenza, Gavaldán y Millau, aunque la
relación de los condados catalanes y Aragón con el Languedoci venía de
antiguo. Tras la dinastía carolingia y con la aparición del sistema
feudal, el reino franco quedó dividido en innumerables señoríos. Los
condes de Barcelona iniciaron en el siglo XI una política de alianzas
matrimoniales con las familias nobiliarias de los numerosos señoríos
independientes de Occitania, con el objetivo de asegurarse sus derechos
sucesorios. Estos señoríos se irán afianzando con el paso de los años y
concluirán con el matrimonio de Pedro II con María, heredera de
Montpellier, en 1204. A pesar de todo, la relación de la Corona de
Aragón con el sudeste francés no acaba con la incorporación de señoríos,
sino que, además, existían también unas complejas relaciones de
vasallaje con muchos condados y vizcondados de esta región. De este
modo, cuando Alfonso II de la Corona de Aragón se anexionó el condado de
Provenza por derecho sucesorio, esto se vio acompañado, además, por el
juramento de fidelidad y vasallaje que le prestaron numerosos señores de
Languedoc, como María, condesa de Bearn (1170); Céntulo V, vizconde de
Bigorra (1175); el vizconde de Narbone, así como los señores Hernardo
Ato de Nimes y Rogelio V de Béziers (1178). En definitiva, podría
decirse que en tiempos de la Cruzada Albigense los señoríos de Languedoc
o bien pertenecían a la Corona de Aragón, casos de Provenza, Gavaldán,
Millau, Carladés y Montpellier, o bien tenían estrechas relaciones de
vasallaje con el monarca catalán – aragonés, como Bearn, Migorra,
Cominges, Foix, Carcassonne, Nimes y Toulouse. La Corona de Aragón
mantenía lazos de unión muy profundos con Occitania, y no solamente con
Montpellier como podría creerse. Ante la invasión de esta región por
parte de un ejército extranjero, el monarca de la Corona de Aragón debía
actuar bien como soberano bien como señor feudal, puesto que las
relaciones de vasallaje, según la costumbre de la época, llevaban
aparejada la prestación de ayuda militar en el caso de una agresión
exterior. Y esto fue precisamente lo que ocurrió.





Es sorprendente que la Corona de Aragón lograra incorporar estos
vastos territorios del actual sur francés sin tener que recurrir a las
armas, sino simplemente a través de alianzas. Esto lo podremos llegar a
entender si hacemos una revisión a los orígenes de la Corona de Aragón.
En un principio, los dos núcleos más importantes de la Corona de Aragón,
Catalunya y Aragón, fueron un conjunto de condados fundados por los
francos durante el reinado de Carlomagno. Estos condados, junto con
otros territorios pirenaicos, formaban parte de la denominada Marca
Hispánica, que se extendía a lo largo de los Pirineos. Esta estaba
integrada por diferentes condados, gobernados cada uno de ellos por un
conde, y era defendida por tropas que se hallaban bajo las órdenes de un
marqués. Las marcas eran una serie de provincias fronterizas que
durante el reinado de Carlomagno se fueron creando para defender los
límites del imperio. La Marca Hispánica era una de las más importantes
de estas regiones extremas, ya que constituía la frontera que defendía
el imperio de los constantes ataques musulmanes. Los territorios que
acabarían convirtiéndose en el reino de Aragón, antes de juntarse con
los territorios catalanes del los condes de Barcelona, fueron en su
origen los condados francos de Aragón, Sobrarbe y Ribagorza. No se
conoce a ciencia cierta quiénes fueron los primeros condes de estos
territorios. Lo único que podemos afirmar es que hacia el año 800 un tal
Aureolo, visigodo para algunos y franco para otros, era el titular del
condado de Sobrarbe, sometido a la autoridad de los reyes francos. Tres
años después murió el conde Aureolo y el musulmán Amrus ibn Yusuf de
Huesca ocupó el condado. Aznar Galíndez I, otro conde nombrado por el
rey franco, recuperó hacia el año 814 Sobrarbe. Estos hechos ponen de
manifiesto la gran importancia que suponía tener el control de la región
pirenaica para la integridad del Imperio franco. Con el sucesivo
desmembramiento del Imperio carolingio, los condados aragoneses fueron
independizándose de los francos, a la vez que iban aproximándose poco a
poco a la dinastía navarra. Los condados aragoneses consiguieron
finalmente su independencia, en esta ocasión de los monarcas navarros, a
la muerte del rey de Pamplona Sancho III el Mayor (1035), que repartió
su herencia entre sus hijos. A su primogénito García Sánchez III le legó
Pamplona y dejó el condado de Aragón a Ramiro I y los condados de
Ribagorza y Sobrarbe a Gonzalo. Estos tres últimos territorios
constituyeron el Reino de Aragón cuando Ramiro I se anexionó Ribagorza y
Sobrarbe a la muerte de su hermano (1044). No obstante, los destinos de
Aragón y de Navarra volvieron a unirse cuando el hijo de Ramiro I,
Sancho I Ramírez de Aragón, aprovechando la bacante en el trono
pamplonés, fue coronado rey. En esta ocasión, Sancho Ramírez ostentaba
los títulos de rey de Aragón y de Navarra.


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La nueva dinastía aragonesa destacó por la lucha que mantuvo contra
los musulmanes, especialmente Alfonso I el Batallador (1104-1134), rey
de Aragón y de Navarra. Alfonso I dirigió sus campañas militares con el
fin de hacerse con Zaragoza y Lleida, puntos estratégicos para, a más
largo plazo, llegar a Tortosa y Valencia, desde donde podría embarcar
sus tropas hacia Jerusalén e iniciar una cruzada en Tierra Santa.
Alfonso I no consiguió todos sus objetivos, pero durante su reinado
Aragón duplicó su extensión territorial. A su muerte, nombró herederos
de sus reinos a las órdenes militares de San Juan, el Temple y el Santo
Sepulcro. Sin embargo, la reacción de la nobleza navarra y aragonesa no
se hizo esperar. Navarra aprovechó el desconcierto para recobrar su
independencia y nombró rey a García Ramírez, mientras que la nobleza
aragonesa hizo lo propio con Ramiro II, el hermano monje de Alfonso I.
Ramiro II el Monje inició pronto su política para afianzar el reino.
Para ello intentó concertar el matrimonio de su hija Petronila con un
hijo del rey castellano Alfonso VII, pero finalmente decidió casarla con
el conde de Barcelona, Ramón Berenguer IV. Los orígenes de Catalunya se
remontan a la época de Carlomagno, cuando los francos conquistaron
varios territorios musulmanes y establecieron en ellos una serie de
condados durante el siglo IX. Destaca la conquista de Barcelona en el
año 801 por Luis I, hijo de Carlomagno, y el nombramiento del noble
franco Bera como conde de la ciudad de Barcelona. En el año 844 fue
designado por primera vez un conde oriundo, Sunifredo. Su hijo Guifré el Pilós
(878-897) recibió el condado de Barcelona junto con los de Girona y
Osona. Fue el último conde designado por nombramiento real e inició la
dinastía que regiría los condados catalanes de manera ininterrumpida y
por transmisión hereditaria. Con el sucesivo desmembramiento del Imperio
carolingio, los condados catalanes, al igual que los aragoneses, se
independizaron progresivamente de los francos. Tras la muerte de
Carlomagno (siglo IX), el imperio fue decayendo y los numerosos
territorios que lo integraban fueron adquiriendo cada vez más autonomía,
hasta tal punto que, ya casi en el siglo en el que se enmarca la
Cruzada Albigense (siglo XIII), las tierras que protagonizan esta
historia, es decir, los territorios aragoneses, catalanes y occitanos,
eran señoríos independientes, a pesar de que los reyes franceses nunca
dejaran de renunciar a ellos por considerarse sucesores de los
carolingios.





La independencia de Catalunya de los francos no se alcanzó hasta el
año 987 con el conde Borrell II. Sin embargo, su sanción jurídica
aguardó otros dos siglos y medio, hasta la firma del Tratado de Corbeil
(1258), momento a partir del cual los reyes de Francia renunciaron a sus
derechos sobre los condados de la Marca Hispánica como herederos de
Carlomagno. Con la conquista de la Cuenca de Barberá y el Campo de
Tarragona (siglo XI), así como con la reunión de los condados de Urgel
(948), Besalú (1111), Cerdaña (1117) y Perelada (1131), Barcelona
consolidó su hegemonía en Catalunya. El nacimiento de la Corona de
Aragón se produjo cuando Ramiro II el Monje prometió su hija, Petronila,
con el conde de Barcelona Ramón Berenguer IV (1137). A partir de ese
momento, Ramón Berenguer IV se convirtió en príncipe de Aragón, por lo
que actuó indistintamente como dueño y señor de ambos territorios,
Aragón y Catalunya, y su heredero; Alfonso II (1162-1196) fue rey de
Aragón y de Catalunya, de modo que a partir de ese instante los destinos
de ambos estados permanecieron unidos. A pesar de esta unión, la Corona
de Aragón debe entenderse como un conjunto de estados que estuvieron
bajo la jurisdicción de un mismo rey, pero donde cada uno de ellos
conservó sus propios gobiernos, leyes, instituciones, moneda, lengua,
etc. Cada nuevo estado que se incorporaba a la Corona recibía sus
propios fueros y mantenía su autonomía. Aunque el soberano de esta
federación utilizara preferentemente la denominación de rey de Aragón,
esto no significaba la preeminencia o hegemonía de este reino sobre los
demás estados integrantes. Frecuentemente, esta hegemonía recaía sobre
otros estados miembros, y un claro ejemplo de ello es la preeminencia
económica catalana durante el siglo XIV y la valenciana a lo largo del
siglo XV. Una vez explicadas la autonomía y las libertades que
conservaban los territorios que conformaban la Corona de Aragón, es
fácil entender los deseos de los señoríos independientes de Languedoc
por pasar a formar parte del conjunto de estados integrados bajo la
figura del monarca de la Corona de Aragón. Este hecho fue, además, una
de las causas del triunfo de la herejía cátara en el Languedoc. Hacia
mediados del siglo XII se desarrolló una secta cristiana en la región de
Languedoc, cuyos miembros fueron llamados cátaros o albigenses. Eran,
en esencia, misioneros austeros y castos que predicaban un mensaje de
amor, tolerancia y libertad. El origen de la herejía es incierto, pero
podemos afirmar que surgió antes de la segunda mitad del siglo XII, ya
que existen documentos de esa época que ponen de manifiesto la inquietud
de los papas.





Según Paul Labal, en su obra Los cátaros: herejía y crisis social
(1982), a finales del siglo XII podemos encontrar ya el movimiento
herético consolidado, lo que necesariamente significa que la génesis es
bastante anterior, a pesar de que la Iglesia no reparara en ello. Las
crónicas medievales nos dan información de dos contagios heréticos, uno a
comienzos del siglo XI y otro a mediados del XII. Hacia principios del
siglo XI, Adémar de Chabannes (989 – 1034), monje e historiador francés,
y otros cronistas como Raúl le Glabre, André de Fleury y Landulfo
comentan la presencia de herejes en diferentes lugares de Occidente.
Adémar de Chabannes dice sobre los herejes de Aquitania que estos “niegan
el bautismo y la cruz, se abstienen de tomar alimentos y fingen
castidad. Algunos de ellos han sido descubiertos en Toulouse y han sido
exterminados
”. Todos estos grupos de herejes poseían varias
características comunes, ya que detestaban las cosas materiales, hasta
el punto de rechazar la sagrada cruz por considerarla no más que un
pedazo de madera; despreciaban los templos cristianos, ya que a su
entender simplemente eran una construcción más, y negaban también la
habitual práctica cristiana de dar el bautismo a los niños, al creer que
este sacramento carecía de sentido porque los niños no tenían uso de
razón. En Francia y en Italia no tardará en producirse la reacción de
las autoridades contra el nuevo movimiento religioso. Hacia finales del
primer cuarto del siglo XI, encontramos la que podría ser la primera
hoguera de la Edad Media, ordenada por el rey francés Roberto el Piadoso
en Orleáns, a la que poco después se unirán otras regiones como
Toulouse, Aquitania y Piamonte. A partir de ese momento, la dura
represión a la que se verá sometida la nueva religión parece dar
resultado. En apenas medio siglo, las autoridades eclesiásticas y
seculares piensan que no ha quedado ni rastro de la herejía. Sin
embargo, en el siglo XII la herejía brotará sorprendentemente de nuevo
en la Iglesia católica y precisamente en las mismas regiones donde
surgieron los grupos heréticos del siglo XI.





Hacia el año 1138, un cura llamado Pedro de Bruis recorría el sur de
la actual Francia predicando lo mismo que postulaban los herejes del
siglo XI, ya que rechazaba la eucaristía, los templos y el bautismo de
los niños, y nuevamente se produce una respuesta similar por parte de
las autoridades católicas. Para la Iglesia Católica la hoguera parece
ser el único método eficaz para purificar cuerpo y alma. Si la quema de
herejes se había mostrado útil para hacer desaparecer el anterior
contagio herético, esta no podría resultar menos efectiva con las nuevas
variantes surgidas. A lo largo del siglo XII encontramos ejemplos de
linchamientos populares, como los casos de Colonia (1144 y 1163) y
Vézelay (1167). No obstante, a pesar de las innumerables hogueras, el
movimiento hereje irá ganando adeptos en el Languedoc, donde las
enseñanzas de Pedro de Bruis se habían extendido pese a su ejecución.
Asimismo también arraigarán en la Lombardía, lugares en los que poco a
poco el nuevo cristianismo conseguirá gozar de mayor libertad. Todos los
grupos de herejes surgidos en Europa occidental en esta época
presentaban las mismas características. Todos ellos manifestaron las
mismas prácticas, que fueron tildadas de heréticas, y como consecuencia
todos estos grupos han acabado siendo llamados cátaros. La mayoría de
los autores son partidarios de la teoría de un origen común de los
grupos de herejes que encontramos en Europa occidental en los siglos XI y
XII. La mayoría defienden la idea del origen oriental de la herejía y
sostienen que deriva del maniqueísmo, tal como ya hemos indicado antes.
Hacia el siglo XII poco o nada quedaba en la Iglesia Católica de la
humildad, la pobreza, el ascetismo, la austeridad, la sencillez y la
predicación y proximidad al pueblo llano que caracterizaban la Iglesia
primitiva, y este vacío será ocupado con éxito por los herejes cátaros
en el siglo XII. Los grandes señores feudales oprimían de una manera
abusiva y cruel a los campesinos, base del sistema socioeconómico
medieval. En un régimen casi de esclavitud, los siervos no podían dejar
de lamentarse de que Dios no les ayudaba a superar la cruda realidad del
sistema feudal. Pero en el siglo XII la Iglesia no tenía respuesta a
estas inquietudes de los feligreses. En cambio, los herejes del siglo
XII supieron escuchar y hablar al pueblo. Con su cosmogonía dualista del
bien y el mal, los cátaros sí respondieron a las cuestiones planteadas
por los fieles. Y si a esto le sumamos la afirmación de que el diezmo
eclesiástico era un impuesto superfluo e inútil y la propuesta de
organizar comunidades de iguales donde cada uno se ganará la vida con el
trabajo de sus manos, es fácil comprender las razones del éxito que
alcanzaron las sectas heréticas. Con estas dos ideas, el campesinado
interpretó que los herejes se proponían acabar con los causantes de sus
males, es decir, la Iglesia y el sistema feudal.


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Paul Labal considera que el año 1167 es la fecha que marca el fin de
la prehistoria del catarismo. En mayo de ese año, en
Saint-Félix-de-Caraman (Occitania), una gran multitud de hombres y
mujeres de la iglesia de Toulouse y de otras iglesias vecinas se
reunieron para recibir el consolament, único sacramento en el
rito cátaro, de manos del papa Nikétas, venido especialmente de Oriente
para organizar la Iglesia occitana. En esta ocasión sí que se produjo un
contacto entre grupos herejes de Oriente y Occidente, pero hay que
destacar que el encuentro se llevó a cabo a mediados del siglo XII, una
época en la que el catarismo ya estaba afianzado. Nikétas acudió en 1167
a Languedoc para organizar una Iglesia cátara ya bien arraigada. En ese
mismo año, los herejes del Reino de Francia fueron perseguidos
cruelmente por las autoridades. Por el contrario, en los estados de
Languedoc, los cátaros practicaban su culto con total libertad. En
Francia, reino católico por excelencia de la Edad Media y el mayor
benefactor del favor papal, las autoridades reaccionaron rápida y
efectivamente. Mientras que en el resto de Europa, hacia mediados del
siglo XII, los herejes eran perseguidos y quemados, en los condados y
vizcondados independientes de Occitania no solo eran tolerados, sino que
además su doctrina contaba con un elevado número de seguidores. Las
principales causas que explicarían el triunfo del catarismo en Languedoc
pueden resumirse en el singular atractivo de su doctrina, el carácter
liberal y tolerante de la región occitana y el ambiente caótico creado
como consecuencia del conflicto entre la Corona de Aragón y Toulouse.
Según Anne Brenon, en su libro La verdadera historia de los cátaros
(1998), debemos a Eckbert de Schönau, clérigo de Renania, la invención
del término cátaro, hacia 1163, para designar a los herejes. El término
conocería un gran éxito tras la difusión de la obra de Charles Schmidt,
escrita en 1848, y titulada Historia y doctrina de la secta de los cátaros.
A pesar de que es la denominación que se emplea aún hoy en día, carece
de carácter histórico, puesto que en la época de la herejía, como ya
hemos visto, sus detractores se referían a ellos simplemente como
maniqueos o herejes, y los llamados cátaros se autodenominaban
simplemente cristianos, pobres de Cristo o apóstoles.





El término albigense fue empleado por primera vez por Bernardo de
Claraval, abad del Císter, hacia 1145, durante una misión por las
tierras de Albi (Languedoc), donde dio el nombre de herejes albigenses a
los que actualmente llamamos cátaros. Sin embargo, para Paul Labal el
origen de esta palabra es algo posterior, en 1183 aproximadamente. Cabe
destacar que tejedor es sinónimo de albigense, una palabra que se
utilizaba para designar a los herejes de la región occitana, puesto que
muchos de sus adeptos practicaban este oficio para ganarse la vida,
siguiendo el ejemplo del apóstol Pablo. En resumen, podríamos decir que
hereje y maniqueo designan desde la Edad Media a todo grupo religioso
cristiano disidente, mientras que cátaro se emplea en la actualidad para
referirse a cualquier comunidad de herejes entre los siglos XII y XIV,
siempre y cuando estos tengan una visión dualista del mundo. Y, por
último, albigense o tejedor aluden a los cátaros de la región occitana.
La historia de los cátaros también constituye un importante capítulo en
la historia de las ideas. La herejía giraba en torno a la cuestión del
bien y el mal. Lo que sucedía era un desacuerdo esencial entre la
ortodoxia católica y la heterodoxia cátara. Para los cátaros, el mundo
no era obra de un Dios bueno, sino la creación de una fuerza de las
tinieblas, inherente a todas las cosas. La materia era corrupta, por
tanto no tenía nada que ver con la salvación. Había que hacer poco caso a
los complejos sistemas ideados para intimidar a la gente y obligarla a
obedecer al hombre que tenía la espada más afilada o la bolsa más llena
de dinero. La autoridad mundana era un fraude, y si estaba basada en
cierto decreto divino, como sostenía la Iglesia, era también una
hipocresía. El dios que merecía la adoración cátara era un dios de luz,
que gobernaba en el mundo invisible, etéreo y espiritual. Este dios, sin
interés en lo material, no se preocupaba por si alguien hacía el amor
antes de estar casado, tenía por amigos a judíos o musulmanes, trataba a
hombres y mujeres como iguales, o hacía alguna otra cosa contraria a la
doctrina de la Iglesia medieval. Correspondía a cada individuo, hombre o
mujer, decidir si estaba dispuesto a renunciar a lo material y llevar
una vida de abnegación. Si no era así, seguiría volviendo a este mundo,
esto es, se reencarnaría, hasta estar preparado para abrazar una vida lo
bastante inmaculada para permitirle el acceso, tras la muerte, al mismo
estado dichoso que hubiera experimentado como ángel, antes de haber
sido tentado y perder el cielo al principio de los tiempos. Así,
salvarse significaba llegar a ser santo. Condenarse era vivir, una y
otra vez, en este mundo corrupto. El infierno estaba aquí, no en cierta
vida futura inventada por la Iglesia para que la gente estuviera siempre
aterrorizada.


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Creer en el Mal en el mundo visible y el Bien en el mundo invisible
es ser dualista, una idea que ha sido compartida por otros credos
durante la larga historia de la humanidad. No obstante, el dualismo
cristiano de los cátaros postulaba un lugar de confluencia entre el bien
y el mal. Se trataba del corazón de cada ser humano. Allí, nuestro
vacilante destello divino, remanente de aquel estado angelical anterior,
esperaba verse liberado del ciclo de reencarnaciones. Si sus dogmas
eran verdaderos, los sacramentos de la Iglesia devenían forzosamente
nulos y sin valor por el simple motivo de que la propia Iglesia era un
engaño. Para los cátaros, los atavíos eclesiásticos, muestras de riqueza
y poder mundano, servían sólo para poner de manifiesto que la Iglesia
pertenecía a la esfera de lo material. Tampoco el resto de la sociedad
eludía las consecuencias revolucionarias del pensamiento cátaro. Esto
fue especialmente cierto en el tratamiento a las mujeres. Los cátaros
creían que las mujeres estaban capacitadas para ser guías espirituales.
Quizás incluso más subversiva era la repugnancia que sentían los cátaros
por la costumbre de hacer juramentos. El hombre medieval pensaba de
otra forma, pues el juramento era el reforzamiento contractual de la
primitiva sociedad feudal. Proporcionaba un valor sagrado al orden
existente, ya que no podía crearse ni transferirse ningún reino,
propiedad o vínculo de vasallaje sin establecer un lazo en forma de
juramento, sancionado por el clero, entre el individuo y la divinidad.
Como dualistas, los cátaros creían que intentar unir los hechos del
mundo material a la imparcialidad del buen Dios era un ejercicio de
ilusionismo. Con asombrosa facilidad, el predicador cátaro podía
representar la sociedad medieval como un imaginario e ilegítimo castillo
de naipes. Por lo tanto, para los poderes existentes el catarismo era
una herejía perfecta. La Iglesia Católica no podía permitir que el éxito
de los cátaros la humillara públicamente. Aunque a menudo la doctrina
cátara escapaba a la comprensión de sus adversarios, se urdieron
fantásticas calumnias sobre sus costumbres. Su nombre, que en otro
tiempo se creía que significaba «los puros», no fue invención suya. Actualmente se cree que «cátaro» es un juego de palabras alemán que significa «el adorador de los gatos». Durante mucho tiempo se rumoreó que los cátaros realizaban el denominado «beso obsceno» en el trasero de un gato. Y se decía que consumían las cenizas de niños pequeños muertos y se entregaban a orgías incestuosas.





El término «albigense» es rechazado por las convenciones
históricas modernas, ya que limita el alcance geográfico del catarismo.
Fue idea de un caballero cruzado según el cual los herejes creían que
nadie podía pecar de cintura para abajo. Hoy sabemos que los cátaros se
referían a sí mismos como «buenos cristianos». Pero hubo
quiénes prestaron oídos a los rumores de que les gustaban los gatos y
quemaban a los niños pequeños, así como a otros relatos sobre el
desarrollo de un credo cristiano alternativo. El poder de la Europa
feudal cayó sobre el Languedoc con gran furia. En muchos aspectos, el
odio suscitado por los herejes enmascaraba que las cruzadas cátaras se
produjeron porque la civilización occidental se hallaba en una
encrucijada. El historiador británico Robert Ian Moore considera que los
años cercanos al 1200 constituyeron un momento decisivo que dio lugar a
«la formación de una sociedad perseguidora». Se tardaría
siglos en reparar el daño causado por ciertas decisiones. Puede
contemplarse el destino de los cátaros como la historia de una
disidencia no preparada para hacer frente a la fuerza de sus
adversarios. El Languedoc de los cátaros estaba demasiado debilitado por
la tolerancia para resistir el ataque de sus vecinos. Según Carlos
Fisas, en su obra El fin de la apasionante aventura de los cátaros
(1997), la herejía cátara no es demasiado conocida debido al recelo de
los inquisidores que persiguieron a sus adeptos. Por lo tanto, no
existen apenas fuentes cátaras, ya que fueron destruidas en su mayoría.
Los únicos documentos que han perdurado son los que provienen del bando
vencedor, de la Inquisición, a partir del siglo XIII, y del clero.
Gracias a estos escritos nos ha llegado la mayoría de lo que hoy
conocemos sobre la herejía cátara. Un ejemplo de estas fuentes lo
encontramos en la descripción de la doctrina cátara que hace Evervin de
Steinfeld, abad de Renania. Los cátaros estaban organizados en
comunidades mixtas bajo la autoridad de un obispo. Al igual que los
herejes del año 1000, no creían en la humanidad de Cristo, sustituían la
Eucaristía por una simple bendición del pan y absolvían los pecados por
un rito de imposición de manos, de la misma forma que los bogomilos,
basándose en las prácticas de la Iglesia primitiva. Oponían a Dios a
este mundo, negando todo carácter de autenticidad a la Iglesia, y
declaraban la oposición entre Dios (el Bien) y el mundo (el Mal). En
definitiva, seguían el modelo de los apóstoles y de los primeros
cristianos, quienes también practicaban la imposición de manos, eran
austeros y humildes y rechazaban lo material. Estos herejes, en palabras
de Anne Brenon, negaron el Antiguo Testamento, considerado un libro
diabólico, puesto que en él Yahvé o Jehová se nos presenta como un dios
malvado y vengativo. Por lo tanto, para la visión dualista cátara
resultaba evidente que el creador de todo lo material no podía ser otro
que el Maligno.





El mal habita en el mundo y es imposible que un dios bondadoso sea el
responsable de su creación. Con su ingeniosa visión dualista del
universo, la herejía cátara parece surgir para dar respuesta a los
problemas del pueblo llano. El mal predomina en el mundo porque el mundo
es el infierno y el Diablo, su creador. El alma está envuelta por un
cuerpo material que es presa fácil para las tentaciones a las que lo
somete Satán. En consecuencia, el movimiento cátaro necesariamente se
tenía que mostrar tolerante con los pecados del hombre. Esta diferencia
con respecto a la Iglesia católica contribuyó en buena medida al triunfo
del catarismo. En la Edad Media, la mujer apenas tenía participación en
la vida social y, en la mayoría de las ocasiones, incluso era
considerada un mero objeto para asegurar la descendencia; algo muy
similar a lo que ocurre hoy en día en los países islámicos. Como ejemplo
de cómo veía el clero a la mujer en aquella época, podemos leer estas
palabras de Bernardo de Claraval, abad de la orden del Císter: “La
mujer es el origen de todos los crímenes y de todas las impiedades,
engaña e induce al mal mediante sus gestos, sus actos, sus artificios.
Toda ella es carne; su gozo su imperio, su luz es la noche. No soporta
el pudor, engendra sin orden ni concierto (… ) esclava del dinero,
hermosa podredumbre, dulce veneno, más que viciosas sepulcro de
concupiscencia, es el vicio en persona, la perfidia, lo dañino incluso
el crimen, (…
)”. Pero a pesar del punto de vista
católico, el papel que desempeñó la mujer en la Iglesia cátara fue
amplio y activo. Las religiosas herejes no solamente fueron numerosas,
sino que además ejercieron funciones similares a las del clero
masculino, también llamados perfectos, e incluso se les reconoció cierta autoridad. Las clérigos cátaras o perfectas tenían derecho a dar el consolament
a sus fieles, algo a lo que ni de lejos podían aspirar sus homologas
católicas, cuya función se reducía a ser simples monjas, inactivas en
cuanto a la administración sacramental se refiere. La herejía seguía
sumando puntos a su favor en detrimento de una Iglesia católica cada vez
más inoperante. El movimiento cátaro continuaba afianzando su masivo
éxito en regiones como el Languedoc. Además, la nueva religión logró
penetrar en todos los estratos sociales. Podemos encontrar grandes
señores y caballeros segundones que aspiraban a no pagar el diezmo y que
codiciaban las tierras de la Iglesia, burgueses que no hallaron sanción
alguna sobre el pecado de la usura, el pueblo llano que ya tenía quien
le aclarara sus dudas existenciales, mujeres que vieron reconocido su
papel en la sociedad, e incluso clérigos católicos disconformes con los
métodos evangelizadores carentes de predicación que empleaba la Iglesia.


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Desde el punto de vista de Paul Labal, casi nada de su ritual podía
herir la sensibilidad del católico ordinario. Por el contrario, lo que
sí hacía daño a la Iglesia era que cada vez eran más los que se
escapaban de su órbita, de cualquier condición social, atraídos por los
cátaros, de forma que el diezmo eclesiástico se dejaba de satisfacer en
las regiones donde triunfaba la nueva religión, y es que la Iglesia
cátara no cobraba impuestos eclesiásticos a sus fieles. Como indica Juan
Eslava Galán (1998), los cátaros eran austeros y caritativos, por lo
que estaban en contra del cobro de tributos y, como afirmaban ellos, “no fue Cristo quien los estableció”.
Esta fue probablemente una de las razones más importantes del triunfo
del catarismo. En la época de la herejía, siglo XII y comienzos del
XIII, Languedoc era una región formada por numerosos señoríos, donde la
mayor parte de ellos estaba bajo la influencia de la Casa de Barcelona,
bien como feudos semiindependientes que rendían homenaje al Conde de
Barcelona, bien como estados miembros de la liga catalana-aragonesa. El
pertenecer o estar en la órbita de una confederación de estados tan
liberal como era la Corona de Aragón, donde cada miembro conservaba su
autonomía y su identidad propia, y el hecho de que el titular de esta
Corona se encontrara frecuentemente ocupado en los alejados asuntos
peninsulares, daba mayor libertad a los estados occitanos, hecho que fue
ampliamente aprovechado por el catarismo. Mientras que en el resto de
Europa los herejes eran quemados, en Languedoc gozaban de casi plena
libertad de actuación. Como afirma Paul Laval, la tolerancia religiosa
en Occitania fue una realidad familiar y cualquier noble católico de
Occitania tenía parientes o amigos en la herejía. Un ejemplo de ello son
los grandes señores de Languedoc, que fueron culpados de proteger
herejes, como Raimundo-Rogelio, vizconde de Béziers, Carcassonne y Albi;
Raimundo-Rogelio, conde de Foix, y Raimundo VI, conde de Toulouse. La
alta nobleza del Reino de Francia persiguió de forma insistente y activa
a la herejía. En cambio, los titulares de los señoríos occitanos se
mostraron inoperantes ante el auge de la nueva religión, por lo que
fueron condenados por el papa Inocencio III y sufrieron la invasión de
sus ejércitos cruzados. Ya desde finales del siglo XII, los condes
catalanes empezaron a demostrar un interés especial por Occitania,
quizás como consecuencia de su proximidad geográfica, pero sobre todo
por los lazos culturales que unían a las dos regiones. Esta cuestión se
puso de manifiesto debido a la política de alianzas matrimoniales
desarrollada por la Casa de Barcelona e incluso con la compra de los
derechos sucesorios de algunos señoríos languedocianos.





Cuando en el año 1112 se produjo el matrimonio del conde de
Barcelona, Ramón Berenguer III, con Dulce, condesa de Provenza, la
política expansionista catalana chocó pronto con los intereses del
señorío más importante de la región occitana, el condado de Toulouse.
Dulce aportó a su marido el Gavaldán y los condados de Millau y
Carladés, lo que podía dar a Catalunya la hegemonía sobre el Languedoc.
Un conflicto armado por la hegemonía occitana entre Toulouse y Barcelona
resultaba casi ineludible, únicamente era cuestión de tiempo. En un
principio los dos estados trataron de evitar la guerra, por lo que en
1125 acordaron repartirse Provenza. En el acuerdo alcanzado, los
condados de Provenza, Gavaldán y Millau quedaban en manos de un noble de
la dinastía barcelonesa, de modo que Catalunya se aseguraba su
vasallaje y una posible anexión, hecho que se verá consumado en 1166 al
morir el conde Ramón de Toulouse sin descendencia y, en consecuencia,
heredar sus posesiones su pariente el rey Alfonso II de la Corona de
Aragón. Por otro lado, el tratado reconocía la autoridad de Toulouse
sobre las tierras al norte del río Durance, el denominado marquesado de
Provenza. La ausencia de una unidad política consolidada, la existencia
de territorios autónomos y los conflictos entre Toulouse y
Catalunya-Aragón posibilitaron el éxito del catarismo, que aprovechó
este desorden político para conseguir el triunfo, al igual que luego
hicieron los cruzados, que conquistaron con facilidad casi toda la
región. Desde el punto de vista de las autoridades católicas, la herejía
esencial de los cátaros fue su concepción de la naturaleza divina de
Cristo. Según el catolicismo, Cristo fue el hijo que envió Dios al
mundo, bajo simple apariencia humana. Pero, según los cátaros, puesto
que el mundo y todo lo que habita en él es malvado, es imposible que el
hijo de Dios se encamara en un humano. Oficialmente este fue el pecado
que cometieron los herejes. A pesar de ello, lo que en buena medida
importaba a la Iglesia era dejar de ejercer un control efectivo sobre
los territorios en los que había triunfado la herejía, zonas en las que,
por lo tanto, dejaban de satisfacer el diezmo eclesiástico. Hacia
comienzos del siglo XII, la situación a la cual se había llegado en la
región de Languedoc era insostenible para la Santa Sede. El papa
Inocencio III decidió poner fin a la herejía cátara de forma diplomática
al principio, aunque solo fuera para salvar las apariencias. De la
misma forma el principal señor de Occitania, Pedro II de la Corona de
Aragón, también optó por una solución pacífica del conflicto. Para
encauzar las negociaciones, Inocencio III únicamente se planteó recurrir
a los austeros monjes languedocianos de la orden del Císter, a su
entender los más capacitados para tratar el delicado asunto cátaro.





En consecuencia, en 1203 el Papa designó como legados pontificios a
dos frailes de la abadía cisterciense de Fontfroide, Raúl de Fontfroide y
Pedro de Castelnau, a los que un año más tarde se unió el abad del
Císter en persona, Arnaud Amaury, quien después llegaría a ser el líder
espiritual de la cruzada. Raúl de Fontfroide y Pedro de Castelnau
participaron en febrero de 1204 en una reunión en Béziers, presidida por
el rey Pedro II. En este encuentro tuvo lugar un careo entre los
sacerdotes católicos y los perfectos cátaros, sin que llegaran a
aproximar sus posiciones. Además de organizar el acto, Pedro II aceptó
viajar a Roma para reconocerse vasallo de la Santa Sede. Por su parte,
el Papa lo coronó con gran pompa y le otorgó el título de católico,
sobrenombre con el que este rey ha pasado a la historia. Con esta acción
Inocencio III admitía la autoridad de Pedro II sobre Languedoc a cambio
de su apoyo en la lucha contra la herejía. En un principio Pedro II el
Católico se mostró mucho más tajante que su padre Alfonso II con los
cátaros y en lugar de expulsarlos, los sentenció a todos a pasar por la
hoguera. Sin embargo, el Papa no encontró ningún apoyo en los señores de
Occitania. Pero aunque Pedro II fue inflexible frente a los herejes, no
estaba dispuesto a hacer uso de la fuerza contra sus vasallos
languedocianos, tan culpables a ojos de la Iglesia como los propios
cátaros, simplemente por no condenar a los herejes. Sin la cooperación
de las autoridades occitanas, el cometido negociador de los
cistercienses no tardó en derivar en un rotundo fracaso. No obstante,
Inocencio III no quiso dar todavía por agotada la vía diplomática y
designó nuevos monjes para llevar a cabo este cometido. Hacia 1206 Diego
y Domingo Guzmán, obispo y viceprior de Osma (Castilla),
respectivamente, partían desde Roma a Occitania al encuentro de los
legados cistercienses tras entrevistarse con el sumo pontífice. Al ver
la esterilidad de los debates cistercienses con el alto clero cátaro,
los frailes castellanos decidieron combatir el problema desde su propio
origen. De forma inmediata, Diego y Domingo iniciaron una misión
predicadora por tierras occitanas, dispuestos a acercarse a los
feligreses cátaros. Para ello se dedicaron a emplear la estrategia que
tanto éxito había dado a los perfectos cátaros. Predicaban el verbo de
Dios viajando en la más absoluta pobreza y humildad, sin dinero ni
ninguna otra posesión material. Pero el modo de vida apostólico adoptado
por los frailes castellanos precisaba paciencia de parte de unas
autoridades católicas demasiado inquietas para poder obtener resultados
tangibles. Por fin el clero católico se situaba al nivel del pueblo y
comenzaba a escuchar sus demandas.


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El Papa, disgustado por la ausencia de resultados concretos,
conocedor de la fuerza de la emergente Iglesia albigense y sabedor del
profundo conocimiento del Evangelio que poseían los perfectos cátaros,
comenzó a maquinar la idea de recurrir al uso de la fuerza para acabar
con la herejía. El movimiento cátaro había llegado a constituirse en una
nueva Iglesia y esto resultaba inaceptable para Roma. De hecho
Inocencio III nunca renunció al uso de las armas para acabar con la
herejía. En concreto, encontramos tres cartas que el Papa envió a Felipe
II de Francia al respecto. Inocencio III contaba con el apoyo del rey
francés, por lo que en 1204 le escribió indicándole la legitimidad de la
conquista y la anexión de los señoríos languedocianos, ya que según el
sumo pontífice en ellos habitaban únicamente herejes o protectores de
herejes. La Cruzada no fue otra cosa que un pretexto político para un
problema religioso. También debe tenerse en cuenta que el año en el que
Inocencio III escribió a Felipe II coincide con la toma de
Constantinopla durante la Cuarta Cruzada, una expedición encaminada a
liberar Tierra Santa y que derivó en la invasión de la capital
bizantina. Los ejércitos de la Cuarta Cruzada jamás llegaron a su
objetivo inicial, Jerusalén. Pero ni tan siquiera salieron de Europa,
sabedores de que en Constantinopla había un botín más suculento y fácil
de obtener. El corazón del rico Imperio bizantino se hallaba inmerso por
esas fechas en una guerra civil que facilitó la entrada de los cruzados
en la, hasta la fecha, inexpugnable Constantinopla. Vemos que el ideal
de una cruzada estaba presente pero, por desgracia para la Santa Sede,
Francia se encontraba en esos momentos sumida en una guerra contra
Inglaterra. Por lo tanto, la carta de Inocencio III no tuvo el efecto
deseado. Un segundo intento del Papa por conseguir la participación del
rey francés en la cruzada, en 1205, fue nuevamente estéril, al igual que
una tercera tentativa, en 1207. El Papa anhelaba el mando de la cruzada
para un poderoso señor feudal, a la altura de los reyes de Francia o la
Corona de Aragón. Pero ante la inoperancia de Pedro II contra los
señores occitanos, protectores de herejes, a Inocencio III únicamente le
quedaba la opción del monarca francés. Inocencio III esperó
pacientemente una respuesta positiva por parte de Felipe II, pero llegó
un momento en el que se vio forzado a convocar oficialmente la cruzada
sin conseguir la ansiada dirección de la misma para Felipe II. La gota
que colmó el vaso fue el asesinato del legado pontificio, Pedro de
Castelnau. El monje cisterciense fue asesinado a orillas del Ródano por
un escudero de Raimundo VI de Toulouse, quien creyó que de este modo se
ganaría el favor del conde de Toulouse. De hecho, el asesinato no había
sido ordenado por el conde, pero sobre él recayó la culpa.





El 9 de marzo de 1208, menos de dos meses después del asesinato del
legado pontificio, Pedro de Castelnau, Inocencio III convocaba la
cruzada con una carta dirigida a los arzobispos de Narbone, Arles,
Embrun y Lyon, así como a los condes, barones y poblaciones del Reino de
Francia. La carta, según Juan Eslava y Paul Labal, decía: “Expulsadle,
a él (Raimundo VI de Toulouse) y a sus cómplices, de las tierras del
Señor. Despojadles de sus tierras para que habitantes católicos
sustituyan en ellas a los herejes eliminados (… ) La fe ha desaparecido,
la paz ha muerto, la peste herética y la cólera guerrera han cobrado
nuevo aliento. Os prometemos la remisión de vuestros pecados a fin de
que, sin demoras, pongáis coto a tan grandes peligros. Esforzaos en
pacificar las poblaciones en el nombre de Dios, de la paz y del amor.
Poned todo vuestro empeño en destruir la herejía por todos los medios
que Dios os inspirará. Con más firmeza todavía que a los sarracenos,
puesto que son más peligrosos, combatid a los herejes con mano dura y
brazo tenso (… )
”. Ante esta propuesta, que otorgaba el derecho de
conquista a sus participantes, muchos nobles no se lo pensaron dos veces
y acudieron a la convocatoria del pontífice. Estos señores feudales en
su mayoría eran vasallos del rey francés. Aunque la dirección de la
cruzada fue rechazada por Felipe II, los territorios que llegaron a
conquistar sus vasallos cayeron en la órbita del rey francés. Se
iniciaba de esta forma el largo proceso de anexión de Occitania al Reino
de Francia. El proyecto de recuperación de las tierras languedocianas,
que pertenecieron en tiempos de Carlomagno al antiguo Reino de los
francos, estaba en marcha. En junio de 1209 el ejército cruzado, formado
por unos veinte mil jinetes y cuarenta mil soldados de infantería, se
concentraba en Lyon. Finalmente, Felipe II accedió a colaborar con el
envío de los ejércitos de dos de sus hombres, el duque de Borgoña y el
conde de Nevers. Sin embargo, el rey no llegó a participar en persona
aunque el Papa le ofrecía en bandeja Occitania. Felipe II negó la
partida de más nobles, aunque ello no impidió que muchos de ellos
acudieran tentados por las posibilidades de rapiña. Uno de estos señores
feudales, Simón de Montfort, fue elegido por el legado papal Arnaud
Amaury como jefe militar de la expedición.





A pesar de que habían transcurrido varios años entre la Primera
Cruzada y la Cruzada Albigense, el objetivo perseguido por el papado era
muy similar en ambas. En el Concilio de Clermont (1095) el papa Urbano
II instó a los caballeros de la pequeña nobleza europea, ocupados hasta
entonces en cometer crímenes inocuos, a combatir a los musulmanes
usurpadores de los santos lugares. En la convocatoria de 1209,
mercenarios similares a los de 1095 recibieron la bula papal para poder
llevar a cabo sus actos de pillaje en el Languedoc. Los ejércitos
cruzados marchaban ya hacia su objetivo tolosano, las tierras donde
habitaban los asesinos del legado pontificio. Para evitar la guerra, el
conde Raimundo VI de Toulouse se vio forzado a someterse a la autoridad
papal e incluso tuvo que ofrecer su participación activa en la
persecución de los herejes. Inocencio III aceptó el acto de buena fe del
conde de Toulouse y decidió reorientar la cruzada hacia otros señoríos
occitanos contaminados por el movimiento cátaro y gobernados por nobles
inoperantes frente a la herejía. La expedición pronto puso rumbo hacia
los señoríos de la familia Trencavel, donde Raimundo-Rogelio, sobrino de
Raimundo de Toulouse y vizconde de Carcassonne, Béziers y Albi, era
sospechoso de herejía. Los Trencavel fueron una importante dinastía
vizcondal que rigió, entre el siglo X y el XIII, los vizcondados de
Nimes, Albi, Carcasona, Rasez, Béziers y Agde, en la región del
Languedoc. El nombre Trencavel quizás deriva de la palabra compuesta ‘trencavelana‘ (rompe avellana).
Originado como apodo, Trencavel se convirtió más tarde en el nombre que
trajeron varios vizcondes (Ramón Trencavel I, II), así como algunas
damas de la casa vizcondal, siendo Trencavela la versión femenina del
nombre. El primer miembro documentado de la familia Trencavel fue Aton
I, que fue vizconde de Albi en el siglo X. A Aton lo siguieron cinco
generaciones de vizcondes de Albi por descendencia directa. Bernardo
Aton IV (muerto el 1129), fue vizconde de Albi, Beziers, Carcasona,
Nimes y Rasez. Fue entonces cuando la familia Trencavel, con Bernardo
Aton IV, tuvo bajo su dominio todas las tierras de los condes de Tolosa
(Toulouse). Pese a esto, los Trencavel nunca adquirieron el título de
condes. Los hijos de Bernardo Aton IV dividieron la herencia de su
padre. Este conglomerado de tierras en el centro del Languedoc en manos
de los Trencavel dio a esta familia una posición de considerable poder
durante los siglos XI y XII. Tanto es así, que sus vecinos cercanos, los
condes de Toulouse al oeste y los condes de Barcelona al sur, viendo la
importancia y la fuerza de los Trencavel y sus tierras, buscaron
alianza con ellos. Mayoritariamente, los Trencavel fueron aliados de los
condes de Barcelona.





Es probable que Raimundo VI de Toulouse resucitara los antiguos odios
de las dos casas gobernantes sugiriendo al papa dirigir las huestes
cruzadas hacia los vizcondados de Trencavel. Muy poco tiempo hubo de
transcurrir para que unos cruzados deseosos de botín se hallaran a las
puertas de estas tierras, a pesar de que Raimundo-Rogelio no tenía nada
que ver con el asesinato del legado cisterciense y que, muy
probablemente, tampoco existía ninguna relación entre él y la herejía.
Las ciudades del vizconde Raimundo-Rogelio no tardaron en caer en poder
de los cruzados, y muy pronto se pusieron de manifiesto los despiadados
pero efectivos métodos empleados por los caballeros cruzados para acabar
con la herejía cátara. Tras la conquista de Minerve, Arnaud Amaury
ofreció a los prisioneros salvar su vida a cambio de la abjuración. Pero
el legado pontificio pronto satisfizo a los caballeros al exclamar: “No temáis nada, creo que se convertirán muy pocos (… )”.
Otro ejemplo de la crueldad, tanto de los cruzados como de la Iglesia,
quedó patente con lo ocurrido durante la toma de la ciudad de Béziers.
El 22 de julio de 1209 el enclave era sitiado por los cruzados, aunque
los habitantes se negaron a entregar a los herejes y estaban decididos a
resistir. Antes del asalto final los cruzados consultaron a Arnaud
Amaury, preocupados por cómo distinguir a los verdaderos católicos de
los herejes, y el líder espiritual de la cruzada se mostró de nuevo
tajante:“Matadlos a todos, que Dios reconocerá a los suyos”.
Según las crónicas, perecieron unas ocho mil personas. A pesar de que
autore, como Fisas, se empeñan en decir que la célebre frase del legado
papal fue inventada por un cronista alemán en el siglo XIV, y aunque
esto sea cierto, la verdad es que la mayoría de los pensadores están de
acuerdo con que en Béziers se produjo una auténtica masacre. Paul Labal
nos presenta la crueldad de los legados pontificios y las ansias de
botín de los cruzados franceses, pues afirma que solo una minoría de los
habitantes de Béziers eran sospechosos de herejía. No obstante, las
muestras de crueldad que los cruzados llevaron a cabo en nombre de Dios
no acabaron con la matanza de Béziers, puesto que los que participaron
en ella tenían el derecho de apropiarse de los bienes de los asesinados.
Por orden de Simón de Montfort se realizó una larga procesión desde
Bram hasta Cabaret de cien prisioneros con los ojos reventados, la nariz
y los labios cortados, guiados por un desgraciado al que habían dejado
un ojo. Una tortura que no reportaba ningún beneficio para los cruzados.





Muy pronto todos estos crímenes comenzaron a hacer mella en la moral
de los occitanos y, tras la toma de Béziers, prácticamente todas las
fortalezas que iban apareciendo en la ruta del ejército cruzado
capitularon sin llegar a hacer frente a los cruzados. En cambio, la
ciudad-fortaleza y capital, Carcassonne, opuso resistencia a los
cruzados con el vizconde Raimundo-Rogelio a la cabeza, aunque finalmente
acabó en manos de los cruzados como todas las anteriores. Tras un
acuerdo inicial de matrimonio con Eudoxia, la hija del emperador Manuel
de Bizancio, Alfonso II de la Corona de Aragón rompía su compromiso y se
casaba con Sancha de Castilla. En consecuencia, Eudoxia era desposada
con Guillermo de Montpellier y de este matrimonio nacería María, que más
tarde sería comprometida con Pedro II de la Corona de Aragón. Pero, al
parecer, Pedro II se casó con María única y exclusivamente para
apropiarse del señorío de Montpellier, pero la jugada le salió mal y
Pedro II prácticamente repudio a Maria. El Papa no quería aumentar el
poder del rey catalán – aragonés en Occitania y mantuvo el feudo de
Montpellier para María. Tras el matrimonio, Pedro II no recibió
Montpellier como dote y, en consecuencia, solicitó inmediatamente el
divorcio. Sin embargo, Inocencio III no satisfizo los intereses de Pedro
II, que podrían haber reforzado a un enemigo potencial de su gran
aliada, Francia, por lo que Pedro II optó por abandonar a su esposa.
Conocido por todos el carácter mujeriego del rey, en una visita de Pedro
II a Montpellier, este se tuvo una aventura con su propia esposa,
pensándose que era otra dama. De aquel encuentro fugaz y engañoso nació
Jaime en la ciudad universitaria en el año 1208. Parece ser que Pedro II
no volvió a ver a María y, además, en ningún documento firmado en
fechas próximas a 1208 Jaime figura como su hijo. Por si esto no fuera
suficiente, al poco de nacer el príncipe, Pedro II firmó con Sancho VII
de Navarra el tratado por el cual le declaraba heredero de sus reinos.
Todo parecía indicar en estos primeros años que Jaime sería solamente
heredero del señorío de Montpellier. En 1211 Simón de Montfort solicitó a
Pedro II el matrimonio de Jaime, futuro señor de Montpellier, con su
hija. Pedro II accedió, con lo que no solo no defendía el patrimonio de
Jaime, sino que no le importaba entregar a su vástago como rehén a Simón
de Montfort para garantizar los acuerdos firmados. Pedro II, monarca de
la Corona de Aragón participó junto a Alfonso VIII de Castilla y Sancho
VII de Navarra en la decisiva victoria de las Navas de Tolosa (1212)
contra el Imperio almohade. Esta derrota supuso el fin de la hegemonía
musulmana en la península Ibérica y dejaba las puertas abiertas para la
reconquista. No obstante, la reconquista peninsular debió esperar un
tiempo, ya que en 1213 otros asuntos desviaron la atención de Pedro II.


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En pocos meses los cruzados se adueñaron de los vizcondados de la
Casa Trencavel, feudos de la Corona de Aragón. Pedro II tuvo que aparcar
sus intereses en Al-Andalus y finalmente se vio forzado a intervenir en
el conflicto armado que tenía lugar en Languedoc. La política
anexionista de los nobles franceses en esta región constituía una
amenaza y una agresión para los estados integrantes y feudatarios de la
Corona de Aragón. Hasta el momento, Pedro II se había mantenido al
margen, puesto que la empresa estaba dirigida en principio contra la
herejía, y el monarca aragonés, llamado el Católico por ser un ferviente
defensor de la fe, no podía oponerse a la autoridad de la Iglesia; sin
embargo, ante la provocación de la conquista de Béziers y Carcassonne,
su intervención no podía hacerse esperar. El detonante final tuvo lugar
cuando su cuñado Raimundo VI de Toulouse demandó auxilio reconociéndose
su vasallo. El papa Inocencio III aceptó la humillación de Raimundo VI
al inicio de la cruzada. No obstante, el conde de Toulouse pronto volvió
a su postura tolerante hacia el movimiento cátaro y no llevó a cabo
ninguna acción contra los herejes de su estado, lo que no tardó en
provocar su excomunión y convertir nuevamente sus tierras en objetivo de
los cruzados. Raimundo VI había tratado de ganar tiempo con su aparente
sumisión a la autoridad papal, pero sabía que tarde o temprano el bulo
sería descubierto y que solo no podía hacer nada contra las huestes
cruzadas. Necesitaba apoyo para hacer creíble su engaño, además de ayuda
militar en el caso de que esta primera opción fracasara. Pedro II se
mostró el candidato perfecto para las necesidades del conde de Toulouse.
Nadie ponía en duda el profundo sentimiento religioso de Pedro II ni
tampoco su valía militar. La ayuda del rey aragonés a la causa tolosana
aportaba credibilidad al embuste de Raimundo VI y, al mismo tiempo, si
la mentira no daba resultado, podía intervenir en el conflicto occitano
con sus cualificados ejércitos. De la misma forma que Raimundo de
Toulouse, el conde de Fox se humilló como vasallo de la Corona de Aragón
a cambio de ayuda militar. Los feudos de Carcassonne, Béziers,
Comminges y Beam, así como los nuevos estados aliados de Toulouse y Foix
demandaban la intervención de Pedro II. La autoridad del monarca fue
reconocida en toda Occitania, que fue considerado señor de Occitania. La
respuesta de Pedro II no podía demorarse más. Al mismo tiempo, los
ejércitos cruzados arrasaban con todo lo que encontraba a su paso,
incluidos los señoríos de Foix, Comminges y Beam, tierras libres de
herejes.





A pesar de todo, Pedro II no abandonó totalmente la vía diplomática
para poder solucionar el conflicto. Se entrevistó con los condes de
Toulouse y Foix, participó en un concilio celebrado en Lavaur, y envió
embajadores al Papa. Incluso negoció con Simón de Montfort el matrimonio
de Jaime con Amicia, la hija del líder cruzado, cuando el príncipe
aragonés fue tomado como rehén en la ciudad de Carcassonne. Ahora bien,
todas las negociaciones fracasaron. Simón de Montfort intentó que Pedro
II lo reconociera como señor de las posesiones conquistadas, pero las
condiciones impuestas por el líder de la cruzada y por el concilio de
Lavaur eran inaceptables para la Corona de Aragón y Languedoc, puesto
que solo beneficiaban a los cruzados franceses. El Papa estaba decidido a
acabar de raíz con la herejía cátara, aunque ello supusiera arrebatarle
Occitania a la Corona de Aragón para entregársela a Francia. Ante el
fracaso de la diplomacia, Pedro II no tuvo otra opción que marchar con
su ejército a Languedoc, por lo que necesariamente hubo de desviar la
atención de sus asuntos en la península Ibérica. Tras la victoria de las
Navas de Tolosa (1212), se le habían abierto las puertas para la
conquista del Reino de Valencia, pero ahora debía defender sus señoríos y
feudos occitanos. El 12 de septiembre de 1213 se produjo en la llanura
de Muret el encuentro entre los ejércitos cruzados y los aliados de la
Corona de Aragón. El experimentado ejército de Pedro II parecía que
partía con ventaja, como había quedado patente en las Navas de Tolosa,
pero un hecho puntual hizo que la victoria se decantara a favor de los
cruzados. Existen varias versiones sobre la muerte de Pedro II y acerca
de cómo se produjo la derrota catalana – aragonesa en Muret. Una versión
muy fiable de los hechos es la que proporciona Paul Labal. A pesar de
que el ejército de Pedro II era superior en número, la supremacía de la
caballería cruzada era evidente y, ante esto, Raimundo VI había
propuesto a Pedro II parapetarse tras unas barreras, esperar el ataque
de los cruzados utilizando los ballesteros de las milicias tolosanas y
después lanzar un contraataque a caballo. Pero el rey aragonés no lo
entendió así y quiso atacar a caballo. Apenas iniciado el combate, el
monarca cayó muerto y sus tropas huyeron en desbandada. Otra de estas
versiones es la que cuenta Jaime I en su crónica. Su padre, Pedro II,
había pasado la noche con una fogosa dama que le había dejado extenuado,
hasta el punto de que por la mañana estaba tan débil, que al oír misa
no pudo permanecer de pie durante el Evangelio y se vio obligado a
sentarse. Una vez se revistió con su armadura, no pudo aguantar el
primer embate en el campo de batalla, por lo que cayó del caballo y fue
muerto a continuación.





Pero las crónicas nos hablan de la extraordinaria estatura que poseía
la estirpe de Pedro II. Un ejemplo de ello lo podemos encontrar en el
museo del Ayuntamiento de Valencia, donde se conserva un escudo de
enormes dimensiones de Jaime I y a partir del cual se calcula que, para
su correcto manejo, el monarca debería de sobrepasar los 2,10 metros,
una altura extraordinaria para aquella época. Precisamente y aunque
parezca absurdo, podría ser que la destacada talla de Pedro II fuera la
causa de su muerte y, finalmente, hubiera supuesto también la derrota de
su ejército. Según Juan Eslava los caballeros franceses se habían
propuesto dar muerte al rey Pedro, del cual solo conocían su
extraordinaria altura. Cuando la batalla parecía ya ganada por los
catalanes – aragoneses, algunos caballeros franceses se dirigieron hacia
un caballero muy alto y lo mataron, exclamando a voces “El rey Pedro ha muerto“. Pedro II al escuchar los gritos no pudo evitar replicar “El rey Pedro soy yo”,
y al poco tiempo fue abatido. Al morir Pedro II su ejército se
desmoralizó y cambió el sino de la batalla. Con esta muerte parece ser
que cambiaron los destinos de Francia y la Corona de Aragón. Si bien es
cierto que la cruzada finalizó para la Corona de Aragón, también lo es
que continuó para los ciudadanos de Languedoc. La intervención aragonesa
en Languedoc parecía finiquitada en 1213, puesto que el sucesor de
Pedro II, Jaime I, solamente contaba con 5 años cuando murió su padre.
Las consecuencias de la derrota de Muret para el joven Jaime resultaban
funestas, y es que era rehén del asesino de su padre en el mismísimo
centro de poder que este aspiraba construir en Occitania, la imponente
fortaleza de Carcassonne. El destino del príncipe huérfano parecía
depender únicamente de la voluntad de Simón de Montfort. Simón de
Montfort controlaba militarmente buena parte de Occitania y esto
facilitaba la posibilidad de llegar a coronarse rey de Occitania. Sin
embargo, este hecho resultó determinante para el futuro de catalanes y
aragoneses, ya que esta situación inquietaba sobremanera a la monarquía
francesa y a su aliado, el papado. Un Montfort demasiado poderoso no
interesaba para nada a Roma, por lo que Inocencio III reaccionó con
celeridad para permitir el equilibrio de fuerzas en la región. Se
trataba de cortarle las alas al cruzado e impedir que siguiera haciendo
estragos sobre la herencia de la Casa de Barcelona. Nada mejor que
enviar a su legado, Pedro de Benevento, y obligar a Montfort a entregar
al niño Jaime. Sin ninguna duda, Jaime nunca habría llegado a reinar sin
la decisiva irrupción en la historia de la figura de Pedro de
Benevento.





El futuro del joven Jaime dependía en esos momentos del único poder
que era capaz de frenar la codicia de un cada vez más fuerte Simón de
Montfort. Y eso fue precisamente lo que Inocencio III hizo, mostrarse
muy firme a la hora de legitimar la herencia de Jaime como señor de
Montpellier, rey de Aragón y príncipe de Catalunya. El Papa estaba
deseoso de frenar los movimientos de Montfort y, al mismo tiempo, hacer
cumplir la voluntad de la difunta María de Montpellier. La devota María
ya había dejado escrito en su testamento de 1211 que a su muerte
entregaba a su hijo Jaime bajo la protección de los templarios. En el
año 1213, una moribunda María moría en Roma no sin antes pedir al Papa
que protegiera a su hijo. Para evitar reforzar aún más a Montfort, la
estrategia del papado se basaba en obtener la liberación del futuro rey
de la Corona de Aragón y en romper el acuerdo matrimonial con Amicia. De
no conseguir esto, Roma se enfrentaría a una dinastía que controlaría
Occitania, Catalunya y Aragón y que poseería también señoríos en
Inglaterra y Francia. Se debía cortar de raíz la gestación de este serio
competidor para la protegida Francia. Inocencio III no vaciló y decretó
la entrega de Jaime a su legado, Pedro de Benevento. Francia y Roma
respiraban aliviadas, y Aragón y Catalunya tenían ya un heredero
legítimo. Sin embargo, la tarea del legado Pedro de Benevento no estuvo
exenta de dificultades. Pedro tenía como misión organizar a los nobles
que se harían cargo de la regencia durante la minoría de edad de Jaime
para, de esta forma, garantizar su protección. En estas fechas
tenebrosas, encontramos dos partidos hostiles a Jaime I claramente
diferenciados: la nobleza catalana dirigida por Nunó Sanç, conde Nunó I
de Rosselló-Cerdanya y tío abuelo de Jaime, y el partido aragonés de
Femando, hermano de Pedro II y abad de Montearagón. En consecuencia y
para asegurar todavía más la seguridad del joven Jaime, Pedro de
Benevento lo puso bajo la tutela del maestre del Temple para Hispania y
Provenza, Guillermo de Montredon. Guillermo trasladó a Jaime junto a su
primo, Ramón Berenguer V de Provenza, al castillo templario de Monzón,
en la provincia de Huesca. Ramón Berenguer era hijo del conde Alfonso II
de Provenza, hermano de Pedro II, que fue asesinado en Palermo cuando
acompañaba a la comitiva de entrega en matrimonio de su hermana
Constanza al emperador germánico Federico II. Su hijo huérfano quedó
bajo la protección del rey de la Corona de Aragón y a la muerte de este
fue entregado al cuidado del maestre del Temple. Jaime y Ramón serían
rey y conde respectivamente por voluntad de Roma. La finalidad última de
la Iglesia era garantizar que cuando los dos jóvenes crecieran
impulsaran una actitud favorable a la política de la Santa Sede.





En 1214 se celebraron cortes unitarias de Catalunya y Aragón en
Lleida, encuentro al que acudieron todos los ricoshombres de los dos
estados, a excepción de Nunó Sanç y Fernando. Los asistentes juraron
defender los dominios de Jaime y su persona y lo proclamaron rey. Pero
se hizo en ausencia de sus dos tíos, que de esta forma esquivaban el
reconocimiento del nuevo monarca. Para aliviar tensiones, el legado
papal decretó que la procuraduría del reino durante la minoría de edad
de Jaime recaería en manos del poderoso Nunó Sanç. Pedro de Benevento
otorgará también el gobierno provisional de la Provenza al conde Nunó
Sanç durante la minoría de edad del otro protegido de la Santa Sede, el
futuro Ramón Berenguer V. El gobierno de Catalunya y Aragón estaba ya
organizado, a pesar de que Jaime no podía considerarse su monarca, pues
en realidad solo tenía la posesión únicamente nominal de unos reinos que
estaban completamente arruinados, debido a las deudas de su padre y al
reparto de bienes efectuado por los nobles que participaban en la
regencia, unos reinos que estaban condenados a deshacerse en una guerra
civil. El legado papal Pedro de Benevento tenía que organizar la
regencia durante la minoría de edad de Jaime para garantizar la paz
entre los cruzados de Simón de Montfort y los nobles catalanes. A la
cabeza de los catalanes hostiles ante la ocupación francesa del
Languedoc estaba el conde Nunó Sanç, que no admitía las propuestas
pacificadoras del legado papal, a pesar de haber aceptado de este las
procuradurías de los reinos de Jaime y del condado de Provenza. En el
otro bando nobiliario en liza por la herencia de Jaime estaba su tío
Fernando, que a su juicio tenía tanto o más derecho que Nunó Sanç a ser
procurador, por cuanto era hermano del último rey y estaba dispuesto a
imponerse por todos los medios. La temida guerra civil no se hizo
esperar más, y los dos tíos del rey niño se alzaron en armas en un
estéril enfrentamiento. Los dos partidos nobiliarios se disputaban la
procuraduría y, en última instancia, puede que hasta incluso el trono, a
la vez que discrepaban en los asuntos de política exterior. Femando era
partidario de la expansión hacia el sur hispano y Nunó Sanç abogaba por
los intereses de la corona en Languedoc. Sin embargo, aunque parezca
sorprendente, ambos estaban de acuerdo en una cuestión: los dos
rechazaban que fuera el legado papal quien impusiera su política. El
concilio provincial de Montpellier (1215) propuso al Papa que
reconociera a Simón de Montfort señor y único jefe del país recién
conquistado.


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Montfort no era en realidad más que un pequeño señor feudal de
Ile-de-France con importantes intereses en el condado inglés de
Leicester por herencia materna, al que no le faltaba experiencia en
tomar la cruz y combatir en nombre de la fe de Cristo, como bien lo
demuestra su participación en la Cuarta Cruzada en Tierra Santa. El
legado papal, sabedor de que la propuesta de los obispos no sería del
agrado de Inocencio III, se negó a sancionarla. Sin embargo, el hecho
venía a demostrar que el señorío de Montfort quedaba reconocido, ya que
se le permitía firmar documentos como conde de Toulouse, vizconde de
Béziers y Carcassonne o duque de Narbone. En consecuencia, Simón de
Montfort continuaba separado tan solo por una delgada línea del título
de rey. No obstante, un astuto Inocencio III tomaba nuevas medidas y
aplicaba una serie de restricciones a lo propuesto en el concilio.
Nuevamente optó por el equilibrio de fuerzas. No quiso desposeer
totalmente a la casa tolosana de su patrimonio y, consecuentemente,
mantuvo el marquesado de Provenza para el futuro conde Raimundo VII,
hijo de Raimundo VI; de este modo, el poder de Simón de Montfort quedaba
contrarrestado. Esta decisión del Papa fue meditada a conciencia para
evitar conflictos con el nuevo conde y le permitió conservar unas
tierras en las que la herejía no había fructificado. A pesar de todo, a
Inocencio III le salió mal la jugada. La cruzada parecía terminada,
aunque el papa cometió el grave error de entregar a un hombre del linaje
de la liberal Toulouse unos señoríos en los que la herejía no había
arraigado, pero en los que el sentimiento de autodeterminación y la
reacción hostil hacia los invasores franceses eran muy fuertes. En este
ambiente propiciado por el sumo pontífice, al joven conde Raimundo VII
no le resultó demasiado complicado acaudillar un alzamiento y derrotar
al usurpador Simón de Montfort en Beaucaire. Una nueva alianza se creó
cuando en 1217 Raimundo VII y su viejo padre, Raimundo VI, retornado del
exilio catalán, se unieron a las fuerzas del conde de Comminges, el
conde de Foix y el hijo de Nunó Sanç. Este ejército atacó las posiciones
del líder cruzado y tomó Toulouse el 13 de septiembre de 1217, lo que
constituyó la culminación de la política occitana de Nunó Sanç. Casi de
forma inmediata, Simón de Montfort puso sitio a la ciudad, aunque el
cerco de los cruzados no tardó demasiado en deshacerse, cuando el 25 de
junio de 1218 Montfort fue alcanzado por una piedra catapultada por
muchachas tolosanas. En los años siguientes, la contraofensiva
languedociana se incrementó y se llegó a reconquistar un buen número de
señoríos. Todo seguía abierto en Occitania. Las consecuencias de la
batalla de Muret, en efecto, no parecían todavía definitivas. No cabe la
menor duda de que las condiciones impuestas por derecho de conquista
fueron muy duras.





La Iglesia no solamente restableció el diezmo, sino que además creó
un impuesto suplementario. Todos los ciudadanos fueron obligados a ir a
misa o, en su defecto, a pagar una multa considerable, y es que el clero
no dudaba en recurrir a los cruzados para que nadie pudiera librarse de
satisfacer estos impuestos. Ante la dura represión cruzada, es lógico
comprender el motivo por el cual los occitanos aspiraban al
restablecimiento del antiguo orden. Antes de que Raimundo VI entrara en
Toulouse, Simón de Montfort había impuesto a la ciudad un tributo de
treinta mil marcos de plata, lo que llevó a los tolosanos a “aspirar a su antigua libertad y a pedir el regreso de su antiguo señor”. Las viudas o las herederas nobles de Toulouse no podían contraer matrimonio con un “indígena de esta tierra hasta dentro de diez años sin la autorización del conde Simón de Montfort“,
pero sí podían hacerlo con franceses sin requerir consentimiento
alguno. A lo anterior hay que añadir que las costumbres y tradiciones
occitanas fueron pisoteadas y objeto de burla, con lo que no resultará
demasiado difícil comprender que, ante este panorama represor, acabó por
alzarse un pueblo cuyo único pecado fue el de tolerar la existencia de
una religión más liberal. La revuelta popular languedociana supuso
también el retomo de la Iglesia cátara. Con la muerte de Simón de
Montfort, su hijo y sucesor, Amaury, tardó poco en perder buena parte de
los territorios conquistados en la cruzada. En febrero de 1224 un
inepto, débil y cobarde Amaury de Montfort se presentó en París ante
Luis VIII, el nuevo rey de Francia, con la intención de renunciar a sus
derechos sobre Languedoc. Pero las muestras de sumisión de los
caballeros franceses hacia su rey no comenzaron aquí. Ya en abril de
1216, Simón de Montfort rindió homenaje a Felipe II por las tierras
conquistadas y que el papado le había reconocido. Tras la cruzada los
Montfort eran condes de Toulouse, vizcondes de Béziers y de Carcassonne y
duques de Narbone. Con la renuncia de Amaury asistimos al nacimiento de
la nueva Francia. Todo esto pone de manifiesto que la cruzada fue un
arma y una excusa de la monarquía francesa para anexionarse buena parte
de Occitania. El papa y el nuevo rey no vacilaron a la hora de poner los
ejércitos de la Iglesia al servicio de Francia. Con la renuncia de
Amaury de Montfort, ahora le correspondía directamente a Luis VIII de
Francia tomar el mando de los cruzados y recuperar las tierras
conquistadas a los occitanos. En junio de 1226 un renovado ejército
cruzado, más numeroso y mejor preparado que el de 1209, se reunió de
nuevo en Lyon. Al igual que en la anterior campaña, las ciudades fueron
cayendo una tras otra sin apenas resistencia hasta llegar a las puertas
de Toulouse. Sin embargo, con la muerte de Luis VIII los cruzados se
quedaron nuevamente sin líder militar al poco de iniciarse la
expedición. El nuevo monarca, Luis IX, contaba con tan solo 12 años.





En octubre de 1216, Jaime esperaba aún en el castillo de Monzón que
llegara el momento de su salida del castillo templario para asumir el
gobierno de sus estados. Mientras, su primo Ramón Berenguer V partía
hacia sus dominios provenzales coincidiendo con el momento culminante de
la política occitana de Nunó Sanç. El conde de Rosellón estrechaba cada
vez más el cerco sobre Simón de Montfort y el papado no quería que el
condado de Provenza entrara en liza. Por lo tanto, no había mejor manera
de evitarlo que retirar de su gobierno a Nunó Sanç y, de esta forma,
impedir que Provenza estuviera en manos de los rebeldes pro occitanos, o
bien impedir que, en medio de la guerra, el condado cayera en manos de
los cruzados de Montfort y se ampliaran sus más que extensos dominios en
la región. La Santa Sede sabía que el niño que había criado no mordería
la mano que en su día le dio de comer y mantendría una política afín a
Roma y contraria a los rebeldes y herejes occitanos. A su vez, Roma
prefería una Provenza independiente de los incontrolables cruzados. En
el verano de 1217 se celebraron cortes en Villafranca, donde la
principal resolución que se adoptó fue la del inicio del reinado de
Jaime I a todos los efectos, cuando este solo tenía 10 años. Por esas
fechas continuaban las victoriosas campañas de Nunó Sanç y la de sus
aliados languedocianos contra Montfort, que llegaban a traducirse
incluso en la reconquista de Toulouse. El nuevo Papa, Honorio III, montó
en cólera y su respuesta no se hizo esperar demasiado. Tras las cortes
de Villafranca, encontramos una carta con fecha 23 de octubre de 1217 en
la que se dirige al rey de Aragón y Catalunya. A pesar de todo, el Papa
sabe que en el fondo las acciones catalanas en Occitania escapan del
control de Jaime, al igual que todo lo que acontece en sus estados. El
joven monarca debe retornar a Monzón para evitar que su nobleza ejerza
malas influencias sobre él y Roma se tope en un futuro con un rey hostil
a su política. La Santa Sede quiere garantizar que el rey se encuentre
en su órbita de influencia y asegurarse que no llegue a salir de ella.
Hacia finales de 1217, la nobleza contraria a Nunó Sanç conducía al
monarca nuevamente al castillo templario de Monzón. Este gesto pareció
bastarle al Papa, en la medida en que quedaba asegurada la existencia de
un partido favorable al rey, por lo que autorizó su salida definitiva
de Monzón en abril del siguiente año.





En julio de 1218, Nunó Sanç dejó definitivamente la regencia y en
septiembre se celebraron cortes en Lleida, en las que los principales
acuerdos que se alcanzaron fueron la compensación económica de Nunó Sanç
para acabar con la procuraduría y la tregua de siete años a la que se
comprometía el conde de Rosellón. El viejo líder de los catalanes
apaciguaba de esta forma sus ánimos levantiscos, lo que se traducía en
un giro del reino hacia la política de Roma. A su vez, una satisfecha
Santa Sede publicaba una bula el 25 de julio de 1219 en la que tomaba
bajo su protección a Jaime I y sus estados. Aparentemente todo parecía
ir sobre ruedas en esos primeros pasos de Jaime I en el trono. El
destino había querido que Ramón Berenguer V llegara a ser conde de
Provenza y al que sin lugar a dudas colaboró de forma decisiva el papado
al velar por el cuidado del joven y dejarle, junto a su primo Jaime,
bajo la tutela del maestre del Temple, Guillermo de Montredon. De igual
forma, la voluntad de Roma también había posibilitado que Jaime I fuera
rey. Ambos eran soberanos protegidos de la Santa Sede, y se auguraba que
su futuro estaba condenado a ser controlado en buena medida por Roma.
Mientras tanto, Jaime I era rey de dos importantes estados y con los
años se había convertido en un poderoso monarca guerrero, fiel defensor
de la fe católica. Pero no por ello seguía una política siempre afín a
los intereses del papa. Podría decirse que conforme Jaime I iba
controlando por méritos propios las riendas de sus estados, se hacía
cada vez más independiente de la voluntad de Roma. En Provenza esto no
ocurría, a pesar de que el pasado de Ramón Berenguer y Jaime habían sido
muy similares. Este condado era un pequeño estado rodeado de herejes y
con la poderosa Francia cada vez más próxima a sus fronteras. Además, a
diferencia de lo que ocurría con un Jaime I ya adulto, el destino de
Ramón Berenguer V sí estaba en manos de la Iglesia, con lo que dependía
de ella si quería seguir conservando Provenza para su descendencia. El
caso fue que el conde de Provenza no llegó nunca a librarse del yugo de
Roma. La Santa Sede concertó el matrimonio de la primogénita de Ramón
Berenguer con el rey de Francia, algo que el conde no tuvo más remedio
que aceptar. En consecuencia, hacia 1233 se celebró el casamiento entre
Luis IX de Francia y Margarita de Provenza. Con esta medida, ante la
falta de hijos varones de Ramón Berenguer V, el papa esperaba integrar
el condado de Provenza en el reino de Francia con la próxima generación.
Además, el sumo pontífice conseguía un aliado para Luis XI en la
defensa de su país y de la Iglesia. La Santa Sede y Provenza podrían
aunar mejor sus esfuerzos en la lucha contra el emperador germánico
Federico II. Asimismo, Roma se aseguraba que, a la muerte de Ramón
Berenguer, Provenza no pasaría a manos de Jaime, quien tenía derechos
hereditarios sobre el condado.





Federico II de Hohenstaufen se encontraba a la cabeza del partido
gibelino, hostil al Papa y que promulgaba la independencia de las
ciudades del norte de Italia. En el otro bando estaba el partido güelfo,
afín a la unidad con Roma. Federico llegó a alentar este movimiento en
las grandes ciudades del actual sur francés, modelo en el que encajaban a
la perfección Montpellier y Marsella. En esos momentos, el emperador no
solo chocó con el Papa, sino que tuvo que enfrentarse a los intereses
de Jaime I y Ramón Berenguer, lo que condujo al conde de Provenza a
sitiar Marsella en 1237. Y para que el asunto se complicara aún más,
entró en escena el conde de Toulouse. El otro gran señor de Languedoc,
en lugar de hacer frente común con Ramón Berenguer por la causa
occitana, se puso del lado del emperador e hizo honor a su hostilidad
hacia el papado. El conde de Provenza instó a Jaime I a hacer frente
común contra Raimundo VII de Toulouse y Federico II, pero Jaime I se
hallaba en plena campaña militar contra los musulmanes valencianos y ya
tenía suficientes lugares en Hispania donde desplegar sus tropas. El rey
de la Corona de Aragón no podía en esos momentos llevar a sus huestes a
su ciudad natal, pero tampoco debía olvidar la diplomacia a la hora de
tratar el delicado asunto de Montpellier, por lo que finalmente se
desplazó allí en persona. La autoridad de Jaime I quedó sobradamente
demostrada cuando acabó de raíz con las aspiraciones de Montpellier. El
soberano convocó una reunión con los cónsules de la ciudad, pero estos
no acudieron. Concluido el plazo que Jaime estipuló, procedió a
confiscar todos sus bienes, destruyó las casas de los líderes de la
revuelta y nombró nuevos cónsules que fueran afines a su política. Para
demostrar que sus actos no tenían nada en contra de Montpellier y su
pueblo, Jaime I entregó a la ciudad una nueva carta de privilegios el 17
de octubre de 1239. Solucionada la parte del conflicto que le afectaba,
el monarca catalán – aragonés se dispuso a formalizar la necesaria paz
con los señores de Occitania. El encuentro tuvo lugar en Montpellier;
allí Jaime I, Ramón Berenguer V y Raimundo VII trataron de acercar
posturas y no tardaron demasiado tiempo en comprender que el enemigo de
estos tres señores occitanos no era otro que Francia y su aliado, el
Papa. Este era el enemigo común, y no solo de Catalunya, Aragón,
Provenza y Toulouse. Francia y Roma también suponían un obstáculo para
los intereses del Imperio germánico e Inglaterra.


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Sin embargo, la realidad condujo a los señores occitanos a encontrar
solamente soluciones viables. Todos sabían que la guerra contra la
todopoderosa Francia era utópica, por lo que se dedicaron a arreglar
aquello que estaba en sus manos. No podían combatir contra Francia, pero
al menos sí podían dejar de guerrear entre ellos. De esta forma, las
malas relaciones entre Raimundo VII de Toulouse y Ramón Berenguer V de
Provenza se atenuaron, y Jaime I pudo partir para incorporarse a su
guerra en Valencia. Hacia el año 1241 Jaime I y Raimundo VII trataron de
asentar sus buenas relaciones con otro tratado. La nueva alianza debía
contar con el visto bueno del papa Gregorio IX, por lo que
necesariamente tenía carácter pacífico y no iba en contra de Francia.
Este acuerdo garantizaba al monarca catalán – aragonés poder conservar
Montpellier sin llegar a las armas, al no entrar en conflicto con
Toulouse ni con Francia. Raimundo VII había sido obligado en 1229 a
casar a su hija con el hermano del rey de Francia, Alfonso de Poitiers, y
ante la ausencia de un sucesor varón, se vaticinaba que el condado de
Toulouse sería heredado por un vástago de la dinastía capeta. Sin
embargo, el conde de Toulouse no se resignaba a que Francia acabara por
anexionarse su estado. Deseaba, por encima de todo, concebir un heredero
masculino. No obstante, Raimundo VII hacía tiempo que había repudiado a
su esposa, Sancha de Aragón, tía de Jaime I y Ramón Berenguer V de
Provenza, y engendrar un hijo dependía de que el conde de Toulouse
obtuviera el divorcio y pudiera casarse de nuevo, y Jaime, por supuesto,
le daría su pleno apoyo en este menester. El motivo alegado por
Raimundo VII ante la Iglesia para que el matrimonio fuera declarado nulo
no fue otro que el de haber sido el padrino de bautismo de su propia
esposa. Con el apoyo de Jaime I y Ramón Berenguer, finalmente el
tribunal eclesiástico dictó la sentencia favorable para que se produjera
el divorcio. La jugada era maestra y Jaime estaba a punto de lograr
aquello que se le había resistido a su padre y por lo que este murió. El
rey guerrero se encontraba a las puertas de derrotar a Francia y Roma
haciendo uso de unas armas bien distintas a las de acero.





Las dotes diplomáticas de Jaime I estaban a punto de encumbrarle
señor de Languedoc. la batalla de Muret no había sido más que una
pesadilla sin consecuencias para la Corona de Aragón. La jugada maestra
de Jaime I y sus aliados occitanos no era otra que casar al divorciado
Raimundo VII con Sancha, la hija de Ramón Berenguer. De esta forma no
solo se podía salvar la herencia occitana de Raimundo VII, sino que
existía la posibilidad de fusionar Toulouse y Provenza. Al mismo tiempo,
era probable que el poderoso rey impulsor de esta idea, es decir Jaime,
exigiera un juramento de vasallaje por parte de Raimundo VII, algo que
ya había ocurrido entre Raimundo VI y Pedro II, y lo que es más
importante, Jaime I podía llegar a reclamar Provenza si su primo
fallecía sin descendencia masculina. Pero al margen de todo esto, una
cosa sí era segura; de producirse el matrimonio, se truncarían todos los
planes de Francia y la Santa Sede, puesto que Toulouse quedaría en
herencia para el hipotético hijo varón de Raimundo VII, y Provenza
posiblemente también. Los dos mayores estados seguirían siendo
independientes y Occitania continuaría libre. La ansiada boda tenía
lugar el 11 de agosto de 1241, a pesar de que el Papa no había otorgado
la pertinente autorización. Mientras los contrayentes se encontraban a
la espera de validar su matrimonio, se producía la muerte del papa
Gregorio IX. El proceso de elección del nuevo Papa podría ser largo y
nada aseguraba que el elegido diera el consentimiento a este enlace. En
consecuencia, la relación de Jaime, Raimundo y Ramón Berenguer se fue
enfriando y la postura del conde de Provenza se fue aproximando
nuevamente a Roma. El nuevo Papa, Celestino IV, proponía el casamiento
de Sancha con el hermano de Enrique III de Inglaterra, Ricardo de
Cornualles, y Ramón Berenguer aceptó. La alianza occitana se deshizo
definitivamente y los sueños de libertad para Occitania se
desvanecieron. Además, Toulouse y Provenza estaban condenadas a ser
anexionadas por Francia. Más adelante, en la hoguera de Montségur,
serían inmolados los cátaros languedocianos, descendientes de los
volscos.





Fuentes:


  • Gerard de Sede – El Tesoro Cátaro
  • Paul Labal – Los cátaros: herejía y crisis social
  • Carlos Fisas – El fin de la apasionante aventura de los cátaros
  • José Luís Corral – ¿Qué fue la Corona de Aragón?
  • David Gonzalez Ruiz – Breve historia de la Corona de Aragón
  • Toni Soler – Historia de Catalunya
  • Jesús Mestre i Godes – Els Càtars, problema religiós i pretext polític
  • Stephen O’ Shea – Los Cátaros, la herejía perfecta
  • David Barreras – La Cruzada Albigense y el Imperio Aragones
  • Antoine Noguier – Histoire tholosaine
  • Anatole France – La rôtisserie de la reine Pédauque
  • Guillaume de Catel – Mémoires de l’histoire du Languedoc
  • Henri-Paul Eydoux – Les terrassiers de l’histoire
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