viernes, 30 de septiembre de 2016

LA DIVINA INSPIRACIÓN DE LAS ESCRITURAS

LA DIVINA INSPIRACIÓN DE LAS ESCRITURAS







LA DIVINA
INSPIRACIÓN
DE LAS ESCRITURAS

William Kelly






Contenido

·                 
Acerca del autor



















                                                                                 
Hablar
acerca de la Biblia es algo que, por su elevación, escapa a las capacidades
naturales del hombre, salvo que esté especialmente dotado por Dios para tal
fin. William Kelly llena, y con mucho, este requerimiento. Dotado, además del
poder del don de Dios, de un fino poder de lógica y de gran erudición, este
siervo del Señor ha sabido combinar estas facultades —el don de gracia y el
talento natural, los que de más está decir que le fueron dados por Dios— con
una absoluta e incondicional sumisión a la autoridad de la Palabra escrita, y
esto se echa de ver al leer no sólo esta gran obra acerca de la inspiración
sino cualquiera de sus escritos.

Quien
tenga en cuenta sólo la gloria de Dios como meta, por erudito e inteligente que
fuere, pondrá sus conocimientos al servicio y a la causa de Dios, al margen de
todo prejuicio e interés particular. Hay, por supuesto, muchos cristianos, hoy
como ayer, que llevan a las Escrituras a las aulas académicas para tratarlas
desde un punto de vista puramente intelectual, como un libro de texto para
someterlo a la acción de razonamientos teológicos mediante la aplicación de
métodos lógicos, y no, después que ellas han trabajado nuestras conciencias
renovadas, para la obediencia a lo que Dios dice. Es evidente que quien lea las
Escrituras verá que ése nunca fue el propósito de Dios al dejarnos su Palabra
escrita. Así, de manos impías, religiosas pero infieles, han surgido, en lo que
a la inspiración se refiere, diversas teorías a lo largo de los siglos, que
pretenden explicar cómo Dios inspiró a los escritores de la Biblia. Sin
embargo, ésta es categórica en afirmar que:

“Toda Escritura es inspirada por
Dios” (2.ª Timoteo 3:16).

El
mundo cristiano trata de toda forma posible de brindar explicaciones racionales
de cómo Dios inspiró la Biblia. Le place argumentar, razonar, filosofar, hacer
teología. De ahí han surgido diversas teorías, que, en realidad, no sólo no
explican nada, sino que deshonran al Autor de las Escrituras, quien no ha
tenido a bien explicar al hombre su poder, sino que lo deja manifiesto para que
el hombre simplemente se acerque por fe y adore. Al igual que los primeros
capítulos del Génesis que nos hablan de la Creación como un hecho que
trasciende la razón humana, la inspiración no está exenta del mismo carácter.
¿Qué podríamos decir, por ejemplo, acerca de cómo tuvo lugar la encarnación del
Hijo de Dios, o la unión de sus dos naturalezas —divina y humana— en una sola
Persona? Se trata de hechos concretos, de hechos reales, de la gloria misma de
Dios, pero que escapan al dominio de la razón. A Dios no le ha placido
explicarnos cómo tuvo lugar la inspiración, lo mismo que con respecto a la
Creación o a la encarnación. Simplemente debemos limitarnos al qué,
al hecho de que los escritos canónicos fueron divinamente inspirados. Sobre
esto, por ejemplo, el autor dice:
   
 «Especular acerca de cómo tuvo lugar la inspiración es entrometerse en lo que no ha sido
revelado y, por ende, algo imprudente e inconveniente. No se nos dice cómo Dios inspiró a los escritores de
las Escrituras. Es probable que nadie lo haya podido saber excepto aquellos que
estuvieron bajo el influjo de esta energía divina. Las teorías conocidas como
«mecánica» y «dinámica» acerca de la inspiración, están fuera de lugar y no
explican nada. Así como 1.ª Corintios 2 mantiene el principio, la necesidad y
el hecho de las palabras enseñadas por el Espíritu, así también 2.ª Timoteo
3:16 habla, no sólo de la revelación ante la mente, sino de la “Escritura”; y
determina que ella es “inspirada por Dios”. Ésta es la verdad de suprema
importancia que se transmite. Es Dios mismo en la Escritura el que remueve toda
duda acerca de la Escritura, e incluso acerca de cada parte de ella. No se
puede concebir otra declaración más clara y concluyente. El lenguaje en que
está expresada es tan claro y simple como espiritualmente trascendente su
objetivo. Y el concepto que comunica es del más absoluto interés y valor
práctico.»

Poco
importa, pues, entrar en la discusión de las teorías rivales acerca de la
inspiración, pues lo importante no es el mecanismo
de la inspiración —el cual no es revelado y, por ende, no es de interés
para el hombre— sino el hecho de la
inspiración. Cuando dejamos la razón, en este ámbito, para escuchar la voz de
Dios, entonces le damos paso a la fe, y ésta descansa segura en la convicción
de que “toda Escritura es divinamente inspirada”.

F. H. Arrué



     De
toda cuestión discutida en la cristiandad, ninguna tiene mayor trascendencia
que el verdadero carácter de las Escrituras y lo que ellas reclaman respecto de
sí mismas. Tampoco ha sido tan extensamente negada su autoridad divina a lo
largo de todo el mundo como en nuestros días; no meramente por parte de
reconocidos escépticos, sino por los cristianos profesantes de prácticamente
todas las denominaciones y por muchos de sus más distinguidos representantes.
Mas cuando el enemigo viene como río, el Espíritu del Señor no deja de levantar
bandera contra él (Isaías 59:19).
     En esta obra es el deseo de mi corazón
brindar ayuda a las almas que buscan la luz de Dios que la inspiración provee a
todos los que tiemblan a su Palabra. He presentado pruebas fehacientes de que
Dios habla en ella a cada conciencia y a cada corazón, dirigiéndose más particularmente
a Israel en el Antiguo Testamento, y al cristiano en el Nuevo, aunque toda
Escritura es alimento para él.
     Los hombres podrán rehusarse a escuchar o
escuchar para desdeñar, pero hacen esto en detrimento suyo, porque Dios no
puede ser burlado. La huella de iniquidad de semejante incredulidad es más
profunda después que los hombres han profesado el nombre del Señor que cuando
la Palabra escrita fue confiada por primera vez a la responsabilidad humana.
Tal es el espíritu de apostasía difundido por el gran enemigo de Dios y del
hombre antes que la apostasía misma
se haya establecido como un hecho público, lo cual está cerca.
     Pese a esta perspectiva tan sombría y
siniestra —anunciada ciertamente por la Escritura, 2.ª Tesalonicenses 2:3— hay
hijos de Dios diseminados por toda la tierra que reconocen con acción de
gracias Su fidelidad al frustrar los ataques de Satanás y de sus instrumentos
para la confirmación de su fe y el más profundo gozo en la Escritura y en el
Cristo revelado en ella por el Espíritu Santo. ¡Ojalá que el lector pueda ser
ayudado, a través de la gracia, a compartir un privilegio que se declara a sí
mismo divino!: el mejor antídoto contra aquella incredulidad que debilita
—cuando no destruye por completo— la divina energía de cada verdad revelada.
     A la
tradición humana
no le he dado importancia, y menos todavía —en lo posible—
a las especulaciones de los hombres basadas en lo que consideran «probable». La
escuela tradicional es una forma de racionalismo, así como la neocrítica es
otra; la una agregándole a la Palabra de Dios y la otra quitándole, para Su
deshonra. La crítica legítima es el servidor de la fe que procura eliminar
errores de transcripción; pero ella recibe
sin discusión
cada palabra que fue originalmente escrita. Lo que se conoce
como «investigación científica» se erige en su vano orgullo contra la divina
autoridad de Cristo, quien es el que estableció lo que aquélla osa negar.

Londres,
abril de 1903         



Introducción                                                                                                

     Ningún cristiano sensato pondrá en duda la
trascendental importancia que tiene la inspiración, no sólo en sí misma, sino
también por la influencia que ejerce en toda cuestión que se suscite sobre
asuntos atinentes a Dios.
     El hecho de que también necesitemos una
nueva naturaleza, una conciencia limpia y un corazón purificado por la fe, no
implica menosprecio alguno a la Escritura. Tampoco podemos dejar de agregar el
Espíritu Santo que nos fue dado, a fin de que conozcamos al único Dios
verdadero y a Jesucristo a quien Él envió (Juan 17:5). Porque ésta es la vida
eterna, inseparable del objeto de nuestra fe, del gozo del Padre y del
testimonio del Espíritu Santo. “El que cree, tiene vida eterna”, vida en Cristo
el Hijo, tan verdaderamente como la tenía el apóstol Juan, quien escribió
expresamente a toda la familia de Dios, tanto a niños como a padres en Cristo,
a fin de que supiesen que, creyendo
en el Nombre de su Hijo, tienen vida eterna (1.ª Juan 5:13).
     Una vez que estamos, pues, seguros de
poseer esta porción de incalculable valor, estamos en condiciones de apreciar
las Escrituras como conviene a hijos de Dios. ¡Qué contraste entre la gracia
abundante que resplandece en Cristo —la Palabra personal—, que todo creyente
disfruta, y el espíritu de incertidumbre que impera entre los bautizados, el
cual les impide apropiarse de estas verdades que Dios ha comunicado! ¡Bendito
sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo! ¿Acaso no bendijiste, oh
Padre, a cada uno de tus hijos en los cielos en Cristo? ¿Acaso no se cuestiona
la mayoría hoy en día si son tuyos o no? ¿Acaso no están en duda acerca de si
sus pecados les han sido realmente perdonados por amor de tu Nombre? Y ¿no es
esta penosa inseguridad tan evidente en el tercer o en el cuarto siglo después
de Cristo como en la actualidad? ¿Y a qué se debe esto si no a que las almas de
entonces —como las de ahora— eran en general tan débiles tanto para creer en el
Documento escrito de Dios —la Sagrada Escritura— como para recibir la salvación
de Dios por medio de Cristo y de su obra? ¡Qué triste es que un santo parezca
estar siempre aprendiendo y nunca sea capaz de llegar al conocimiento de la
verdad!
     No cabe duda de que, por la gracia de
Dios, hay en todo el mundo creyentes de corazones simples —los cuales en
conjunto representan una gran multitud— que descansan con absoluta confianza en
la gracia y la verdad que vinieron por medio de Jesucristo; los que aceptan por
sí mismos y atestiguan por todos los demás creyentes la absoluta confiabilidad
del amor de Dios y de la redención en Cristo; que reconocen la presencia del
Espíritu Santo con y en nosotros para siempre. Más allá de lo que nuestra mente
pueda imaginar, los habrá habido, escondidos, en todas las épocas, desde que
nuestro Señor murió y resucitó, los que se beneficiaron por la fe; en tanto que
los líderes más renombrados demuestran, por lo que dejaron, cuán rápidamente y
hasta qué extremo la profesión cristiana se apartó de sus verdaderos
privilegios y regocijos divinos. Pues sería intolerable dudar de que aquellos
que expresan a través de sus obras lo que prevaleció, fuera tan real en épocas
pasadas del catolicismo como lo es en tiempos anglicanos o puritanos cercanos a
nosotros. ¡Lejos esté de nosotros semejante pensamiento! La caída de la gracia
fue profunda y vasta; la verdad se hallaba oscurecida debido a las lóbregas
tradiciones de los hombres, ya antiguos, ya modernos. La Escritura es clara en
cuanto a la prontitud con que se produjeron tales cambios, incluso entre los
más instruidos confesores de Cristo. Hombres inspirados —Pablo, Pedro, Juan y
Judas— nos preparan para profundos alejamientos sin consignar una sola promesa
de restauración —y menos todavía de progreso— para la cristiandad. Estos hechos
acentúan la importancia suprema de la
Palabra escrita
, la cual, tanto antes como ahora, constituye nuestra norma
de verdad y nuestro único medio para su recuperación, aplicada por el Espíritu de
Dios, para remover todo obstáculo y para que Cristo nos dé, una vez más, la
luz; sí, para que Él pueda ser formado en nosotros.
     Por lo tanto, es triste, humillante y
cierto que Dios haya sido deshonrado a través de los tiempos cristianos por la
incredulidad de los creyentes en sus bendiciones mayores, por aquellos que han
llevado el Nombre del Señor, tal como se nos advirtió de falsos maestros entre
ellos al igual que se lo hizo de los falsos profetas en Israel. Por los
maestros y por lo que se enseña en nuestros propios días adviértase el
descarado y creciente desarrollo de lo que es nada menos que una positiva y
sistemática infidelidad. Esto asume el nombre eufemístico de «Alta Crítica», y
pretende basarse —según se alega— en investigaciones más íntegras sobre la
historia literaria de las Escrituras. Si les hemos de escuchar, no está en
conflicto con la cristiandad en su conjunto ni con ningún artículo de fe. Pero
en realidad es un sistema tan imaginativo para el proceso que ellos llaman «la
construcción —al menos de los primeros libros— de la Biblia», como la hipótesis
darviniana de excluir a Dios de la creación de las especies en el mundo
natural, la cual atribuye este proceso al Tiempo —el gran dios del difunto Sr.
Darwin— y a la Selección Natural —su diosa—. Cuando las almas son, pues,
seducidas a abandonar la divina autoridad de las Escrituras y a negar su
inspiración en cualquier medida, no es ningún consuelo advertir que los propios
engañadores se engañan a sí mismos. Y efectivamente tampoco hay algo más
notable que el hecho de que hombres seducidos para no creer a la Palabra de
Dios se presenten sin reserva como los individuos más crédulos.
     Tomemos un ejemplo claro y suficiente. Hay
pocas cosas en que los «altos críticos» sean más unánimes o jubilosos que con
respecto a la teoría de Astruc acerca de un documento elohístico y otro
jehovístico, y a las temerarias consecuencias deducidas de tal hipótesis. Pero
si bien aplicada al Pentateuco la teoría aparenta tener cierto sentido, ¿cómo
puede mantenerse si se la aplica a Job, a los Salmos, a los Proverbios, al
Eclesiastés o a los Profetas —por ejemplo Jonás? ¿Acaso Esdras y Nehemías —o
los escritores inspirados de estos libros— compilaron las crónicas de sus
propios días a partir de documentos elohísticos o jehovísticos? Si la teoría se
sostuviese, llevaría irremediablemente a este absurdo. La verdad de Dios
—transmitida por la admirable propiedad con que la inspiración emplea estos
nombres divinos —Elohim y Jehová—, así como otros nombres más, se pierde por
completo a causa de conjeturas tan superficiales. Pero esta breve introducción
no constituye una ocasión adecuada para considerar los detalles y las pruebas
absolutas del disparate racionalista, por un lado, y de la sabiduría y belleza
divinas manifestadas en la selección de los nombres divinos en toda la
Escritura, por el otro; desde el Génesis hasta el Apocalipsis, así como en los
libros de Moisés.
     Estas consideraciones hacen necesario que
volvamos a examinar con urgencia el tema de la inspiración, y con una medida de
precisión y comprensibilidad tal que sólo la gracia puede proveer a fin de
guardar a las almas en este día cada vez más malo. El cristiano necesita certeza divina en sus relaciones con
Dios. La «probabilidad» es todo lo que el hombre, como tal, busca o puede tener
por cuanto no conoce a Dios. Pero los creyentes siempre han anhelado y han
asumido el terreno enteramente diferente de la certeza divina de acuerdo con la
Palabra de Dios. La tuvieron y fueron bendecidos en ella por la fe, mucho antes
de que existiera tan siquiera una sola palabra de la Escritura. Abel la
conoció, como también Enoc y Noé antes del diluvio, sin mencionar a los otros
ilustres «antiguos» de Hebreos 11 por las diferentes características de su fe.
Así es para con todos los que son enseñados por Dios. Todo descansa sobre su
Palabra —al margen del resultado especial en cada uno por la gracia—. Esta
certeza operó mucho antes de que existiera un pueblo de Dios como Israel. Se
mantuvo vigorosa cuando, a pesar de la ruina temporaria de los judíos, Dios
formó la iglesia —el cuerpo de Cristo— haciendo un llamamiento de entre los
gentiles así como a un remanente de Israel. Por lo tanto, todo creyente, al
igual que en la antigüedad —solamente que ahora con privilegios inmensamente
superiores— se halla sobre el terreno de la certeza divina, y no sobre una
«probabilidad», por más reforzada o fuerte que sea.
     Aquí es donde el partido de los Tractarios
o tractaristas demostró la debilidad de su posición. Esto es lo que el Dr. J.
H. Newman nos hace saber en su Apología.
El Sr. J. Keble, con todos sus melodiosos esfuerzos, no fue, en principio,
mejor. Eran todos iguales, hallándose sobre el mismo plano que se inclinaba
hacia el catolicismo, siendo el primero más consistente que el segundo al ir
finalmente a Roma. De ahí el intento de Newman por suplementar la
«probabilidad» —«la guía de la vida», págs. 61, 62— con fe y amor interiores
para darle así más fuerza (pág. 69). Puede que así sea para la vida natural, la cual tiene a la
conciencia como monitor. La cuestión se plantea con respecto a nuestra nueva vida en Cristo, la cual escapa al
dominio de la filosofía. Pero ninguna conjunción de ayudas concurrentes o
convergentes de ningún tipo puede elevar la probabilidad hasta la certeza absoluta. El testimonio de Dios recibido
por la fe provee la certeza divina, y únicamente él la puede dar.
     El Cardenal, aun cuando declaraba situarse
en el extremo opuesto del pensamiento, se hallaba de hecho en el mismo
atolladero que su escéptico hermano, el profesor F. W. Newman. Es lo que sucede
con todos los racionalistas, sean éstos supersticiosos o profanos. Sus bases
son humanas, no divinas. Allí se encuentran los «altos críticos» con todos los
que renuncian a Dios por el hombre. El razonamiento puede predominar aquí, la
imaginación o los sentimientos religiosos allá, así como otros recurren a
especulaciones eruditas. Pero no se trata en ningún caso de la fe de un elegido de Dios, aun cuando
sean creyentes seducidos los que condesciendan a ello. Lo que la Palabra —y
ahora se trata de la Palabra escrita
produce mediante la operación viviente del Espíritu Santo en el corazón del
creyente es la certeza divina. Pero
eso es precisamente lo que la «Alta Crítica» tiende a destruir, aún más
directamente que las tupidas malezas de la superstición, que ahogan la buena
semilla.
     Tales son las dos escuelas que hoy en día
forcejean por el poder. Convergen —como lo hemos visto— en el incansable
esfuerzo por tratar de separar al hombre de la simple y absoluta sujeción a la
Palabra de Dios por la fe. De esto ellas son igualmente celosas. Ambas por
igual la mancillan, aunque ésta solamente es la fe que le conviene al hombre,
la única que honra a Dios. Porque ella halla su centro divino en Cristo, una
plena purificación por Su obra, los ejercicios de la vida en Su servicio, y su
gozo en Su amor y en el del Padre por el poder del Espíritu Santo. Y esto no lo
es todo. “Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo”
(1.ª Corintios 12:13), y allí tenemos nuestro lugar y comunión como adoradores
—no menos que como santos— los unos con los otros. Aquellos que están sobre el
terreno de la «probabilidad», nunca pueden respirar libremente esta atmósfera
pura: nunca han podido emerger de la neblina de la naturaleza. Ellos ponen en
evidencia su situación de tinieblas por su incapacidad —sea ésta natural o la
de racionalistas religiosos— hasta para comprender el significado de un pasaje
tal como: “Los que tributan este culto, limpios una vez, no tendrían ya más
conciencia de pecado” (Hebreos 10:2); por más que se trate simplemente de la
posición común del cristiano a este respecto (pero para ambas clases
ininteligible), porque es el fruto de la obra perfeccionadora de Cristo, dada a
conocer únicamente al cristiano, más allá del intelecto del hombre y por encima
de su conciencia, si bien la fe se regocija por su certeza divina. La confianza
(uno no podría decir fe) en la iglesia no puede comunicar esta certeza más de
lo que es capaz de hacerlo la confianza en la alta o baja crítica: Lo que la da
es la voluntad de Dios ahora declarada, la obra de Cristo ahora concluida y
aceptada, y el testimonio del Espíritu Santo ahora recibido con plena
certidumbre de fe de acuerdo con las Escrituras. Por lo tanto, todo gozo y paz
al creer es desconocido para el hombre sumido en las tinieblas de la
superstición así como para el trivial alto crítico.






El relato de la Creación

     Abrimos la Biblia. Sus primeras palabras
son o bien una revelación o bien una impostura; o la Palabra de Dios o la
conjetura del hombre arrogándose Su autoridad. Un término medio aquí es
imposible.
     El primer y, por su alcance, el más grande
milagro se revela aquí: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra.” No
se fija ninguna fecha específica. Es expresamente indefinida. Muchos
confundieron el versículo 3 con el 1, unos con sentimientos hostiles hacia la revelación;
otros, amistosos. Ambos estaban inexcusablemente equivocados al haber pasado
por alto descuidadamente la Escritura que tienen a la vista. Ya que estas
palabras de Dios —aun cuando no hubiere otras que las confirmen— afirman, en el
versículo 1, la creación original del Universo, y luego, en el versículo 2, su
condición caótica. La tierra, cuando fue llamada por primera vez a la
existencia, no fue creada “vacía y desierta” (Isaías 45:18). Podría haberlo
sido si hubiéramos de atender a los hábiles geólogos. Tal era de hecho su
situación antes de que comenzaran los días del mundo humano, los cuales
comenzaron no con la creación de la luz, sino con la renovada actividad de ésta
tras la ruina y las tinieblas. “Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz.” Por lo
tanto, el versículo 2 no describe la creación de Dios como el versículo 1, sino
un estado de absoluto contraste con ella, cuando resultó el desorden total para
la tierra. Ni uno ni otro hecho requieren tampoco más que un simple comentario
pasajero, por tratarse de cuestiones de orden físico que no pertenecen de
ninguna manera directa a la esfera de las relaciones morales de Dios con el
hombre. No obstante eso, era importante tener brevemente revelados hechos de
profundo interés, los cuales escapan por completo a la percepción del hombre,
el cual se extravió en pos de sueños contenciosos de «materia eterna» en el
oeste, o de «emanaciones» en el este, no siendo ambos sino ilusiones y
falsedades al igual que «la evolución» —el tema de moda en nuestros tiempos— la
cual seduce no menos ciertamente a las almas incautas. Cualesquiera sean los
detalles que Génesis 1 nos pueda suministrar, nada va más allá de la formación
del mundo tal como fue preparado para la raza humana; y, eventualmente, para
Cristo, el Hombre de los consejos de Dios. No se trata de las especulaciones de
algún «Descartes hebreo» o de un Newton, sino del relato que Dios mismo hizo de
su propia obra a su siervo y profeta Moisés. Dios, por su condescendencia, se
dignó en amor a comunicar lo que el hombre no podía descubrir por sí mismo,
pero que sí le correspondía saber.
     La ciencia es impotente para hablar del
principio de las cosas. Así lo reconocen filósofos inductivos, avergonzados,
como bien puedan estarlo, de todos los cosmogonistas, egipcios, fenicios,
griegos, orientales o cualesquier otros. Ahí está la revelación de Dios,
simple, majestuosa y completa para Su objetivo, sin hallar tan siquiera un
rival a través de los siglos. Contra tal revelación, el orgullo del hombre no
puede alegar nada salvo sus propios errores de apresuramiento y de falsa
interpretación. ¿Cómo habría podido escribirse semejante capítulo si no por
revelación divina? Indagad, vosotros hombres de ciencia; revolved todos
vuestros archivos; escudriñad todos los informes y publicaciones de las
sociedades científicas más renombradas. ¿Acaso los más sabios no se
consideraron meros niños que juntan guijarros dispersos sobre la costa del
océano? ¿Acaso ellos no reconocieron con reverencia este inspirado relato de la
Creación?
     Pero
¿no existe lo que algunos por su necedad denominan un «segundo relato» en
Génesis 2? El primer capítulo revela simplemente aquello que Elohim “creó para
hacer”, finalizando con el sabat, al cual bendijo y santificó (cap. 2:1-3).
     Luego, a partir del versículo 4, Jehová
Elohim presenta al hombre formado de manera especial y en relación moral con Él
mismo, y no meramente a la cabeza de la Creación, como en el capítulo 1. La
consecuencia de ello es que recién aquí, y no antes, tenemos el jardín del Edén
con todos los árboles deliciosos y buenos como alimento, como así también los
árboles de solemne importancia para la humanidad: el de la vida y el de la
responsabilidad, constituyendo este último una prueba moral aplicada a una
condición de inocencia. Vemos, pues, al hombre ejerciendo su señorío sobre toda
la creación inferior —aunque sin nadie semejante que le ayudase—, y,
seguidamente, la peculiar formación de la mujer a partir del hombre. Estas
cosas —y otras más— pertenecen a Dios como gobernador
moral
(Jehová Elohim) y, en consecuencia, requieren una nueva sección de la
Escritura con un nuevo y apropiado nombre divino.

La caída del hombre

     ¡Cuán rápidamente la caída trajo aparejada
la muerte y la ruina sobre el hombre, quien fue excluido del paraíso! Pero la
gracia reveló al segundo Hombre —la simiente de la mujer— para destruir a la
vieja serpiente, al tentador. Queda claro entonces que, Génesis 2:4, lejos de
tratarse de otra e inconsistente narración —como algunos alegan—, da comienzo,
como un nuevo tema, a la prueba moral de Adán, en la cual su mujer también
desempeña un papel crucial en aquella escena del paraíso formado, produciendo
el mejor resultado según la sabiduría de Aquel que puso a prueba al hombre.
     Por lo tanto, el capítulo 3, bajo el mismo
título divino, revela el resultado, tan glorificante para Dios como humillante
para la criatura, pero que constituye la clave necesaria para todos los que
seguirían luego aquí abajo, teniendo así la esperanza asegurada del vencedor de
Satanás: un Salvador herido que debía nacer de mujer. Prosigue así lo que había
comenzado en el capítulo 2.
    No hay en toda la Biblia, salvo en la
Persona y en la obra de Cristo, un hecho tan trascendental como el de la caída, ni una revelación más esencial
que la de Génesis 2 y 3. Solamente Dios podía darnos la verdad tal como nos es
dada a conocer allí. Es algo monstruoso concebir que la pareja culpable fuesen
los testigos adecuados de todo lo dicho y hecho allí ¿Quién más sino sólo Dios?
     Aquí tenemos, pues, la pura y simple
verdad, aún más profunda desde el punto de vista moral que el capítulo 1, la
cual revela en Cristo la gracia de Dios hasta lo sumo, la gloria de Dios en su
persona a través de la liberación final del hombre, siendo, en consecuencia, de
suprema importancia para la salvación, bienestar y felicidad del creyente.


El relato del Génesis no tiene
parangón
    
     Todo se revela en hechos simples, tal como
un niño podría comprenderlo, si bien entraña principios más verdaderos y
profundos que cualquiera de las ideas desarrolladas por el mayor filósofo de la
humanidad. En esto estriba la diferencia esencial entre la verdad revelada y
todos sus rivales: Tómese el vedismo, el brahmanismo, el budismo, el lamaísmo o
cualquier otra cosa que se enseñe en algún otro lugar de la India y en los
países aledaños; tómese el confusionismo, el taoísmo y el foísmo en China;
tómese el sabeísmo, el jovismo, el fetichismo antiguo y moderno: ¿Acaso alguno
de estos sistemas puede alegar un solo hecho
como base? La religión de la Biblia —Antiguo y Nuevo Testamento, judaísmo o
cristianismo— descansa sobre realidades concretas, y no sobre meras ideas de la
mente humana.
     Ya se trate de un propósito parcial de
naturaleza moral mediante la ley en relación con un pueblo particular, o bien
de la plena revelación de la gracia y la verdad en el Señor Jesucristo a nivel
mundial, la Palabra de Dios era la divina comunicación de hechos inmensamente
importantes. Los racionalistas —que pretenden ser cristianos— dedican todos sus
esfuerzos a desacreditar, dislocar y destruir precisamente los escritos
divinamente inspirados que guardan relación con tales eventos, al igual que los
filósofos paganos de la antigüedad. Yo, al igual que el caído Adán, nací y viví
excluido de Dios. La revelación, la revelación de Dios, su Palabra, es el único
medio posible para que Dios me sea dado a conocer. Ahora bien, el racionalismo
—al igual que el paganismo o su filosofía— no tiene ningún sentido correcto de
la caída, ni del pecado, ni del remedio de Dios para ello en Cristo. Aquí, en
la primera revelación nomás, tenemos estos hechos inequívocamente expuestos en
su relación con el actual gobierno en la tierra, con la luz suficiente para que
la fe alcance cosas más elevadas y eternas, como lo vemos en Abel, Enoc, etc.
     Tampoco las cosas cambian con la ley, ni mucho menos con las promesas; pues estas últimas no
eran una mera aspiración proveniente del corazón de los padres por el Espíritu,
sino una objetiva revelación hecha a Abraham, Isaac y Jacob; y aún más
manifiestamente lo fue la entrega de la ley por medio de Moisés a los hijos de
Israel. Ni el más mínimo detalle fue dejado a merced del ingenio de aquel gran
hombre; cada cosa era presentada y reglamentada por los mandamientos de Jehová.
     Lo mismo ocurre en el cristianismo, donde
tenemos la revelación dada a nosotros por el Espíritu Santo de lo que está
enteramente fuera del alcance del ojo, del oído y del corazón del hombre. La
Palabra escrita es la norma inquebrantable, así como el medio más excelente, de
comunicarlo todo. Todo se halla establecido sobre hechos seguros e infinitos; por cuanto la encarnación, el
ministerio, la muerte expiatoria, la resurrección y la ascensión del Señor
Jesús constituyen grandes realidades.
Indudablemente, ahora que la conciencia de los creyentes fue purificada, bien
pueden ejercitar sus corazones y sus mentes aun hasta lo sumo por la Palabra y
el Espíritu de Dios. No obstante, aquéllos constituyen hechos —atestiguados por
el testimonio divino para gloria de Dios mediante el hombre y para el hombre—
que también se cumplen en el hombre por la fe y el amor, por la experiencia y
la obediencia, por una vida de servicio y de adoración. A duras penas puede
haber un contraste más fuerte que el que existe entre la ley y el Evangelio,
entre el llamamiento terrenal y el llamamiento celestial. Pero al menos tienen
en común una cosa: que sus fundamentos son realidades, no meros pensamientos de
la mente; y estos hechos nos son comunicados con la conocida certeza de la
mente y la Palabra de Dios, tal como el Espíritu Santo solamente los podía dar.
     Por lo tanto, podemos observar que no
existe ningún reclamo formal en el inicio de la Biblia. Lo grande de este mundo
puede presentarse, naturalmente aunque no necesariamente, con un pomposo toque
de trompetas. No así el relato divino. ¿Quién otro podía hablar de la Creación
sino Dios; o relatarla en forma adecuada, según la relación que se exprese,
sino Él mismo, empleando su nombre de relación para con su pueblo? ¿Quién sino
Él, de una u otra forma, podía hacernos conocer plenamente la causa, historia y
consecuencias del diluvio? ¿Quién otro podía hablar de lo que llevó al
surgimiento de las naciones, de las lenguas, etc. o al llamamiento de Abram y
de los padres que le siguieron en Su pueblo escogido y separado? Con todo,
aquí, por todas partes, vemos que “Elohim dijo” e hizo; y lo mismo con Su
nombre “Jehová”, donde fuera conveniente y siempre que se lo requería. Aquel
que niega su verdad absoluta y su divina autoridad es un enemigo.

El Éxodo

     Luego sigue el Éxodo, donde lo primero que
aparece es la redención de Su pueblo,
con la amarga esclavitud y opresión que precedió y que trajo el juicio sobre
sus enemigos, como también Su morada
en medio de ellos, la que seguidamente, con la ley, habría de tener lugar; pero
no sin las sombras de las cosas excelentes que habrían de venir. Aquí, pues,
tenemos Su nombre de relación especialmente empleado (cap. 6:3). En este libro
vemos aún más abundantemente que “Jehová dijo”
e hizo. Empero, ya sea históricamente, o cuando tiene lugar Su naturaleza, es
“Dios” como tal, es decir, Elohim. No
hay hombre ni documento variable que tenga lo más mínimo que ver con esto, sino
Su propia sabiduría en la Palabra inspirada. El libro del Éxodo ha de ser una
novela o una impostura como el Corán, si no fuese Dios mismo por medio de
Moisés. Sus particularidades (como las que se reservan para el capítulo
treinta, donde parecen estar fuera de lugar el altar del incienso, el dinero de
la expiación, el aceite de la santa unción y el compuesto santo para Jehová)
emanan del profundo designio de Dios, en vez de ser fruto del disparate de las
leyendas o de la incapacidad de un redactor, a quienes con atrevida ligereza e
ignorancia la imbecilidad de la «Alta Crítica» se los atribuye. Las
repeticiones, como la del día de reposo, etc., que ellos consideran como prueba
patente de varios escribas, se deben a un mismo designio divino; y de ellas
solamente aprenden y se benefician quienes se inclinan ante la autoridad
divina.
    
El Levítico

     En el Levítico es
aún más manifiestamente “Jehová” quien habla desde el comienzo hasta el final,
prácticamente sin nada histórico en su contenido, pero manifestando de igual
manera la autoridad divina. Trata del acceso a Él y, en consecuencia, comienza
con los sacrificios, las ofrendas y el sacerdocio. A continuación se ocupa de
las cosas inmundas y de tal condición; de la verdad central del día de la
expiación y de la sangre reservada para Dios; luego de las malas relaciones y
de las santas; de días de fiesta, etc.

Números

     Números es un libro
demasiado complejo para ser comentado en una nota tan breve como la presente;
pero trata de un pueblo durante su viaje, y sus hechos morales característicos
son seleccionados por la inspiración del Espíritu para el permanente registro
de Dios, por sobre toda la sabiduría del autor o la de cualquier hombre en
cualquier época. El apóstol, en 1.ª Corintios 10, revela el carácter típico de
los acontecimientos que se registran, para lo cual solamente Dios era
competente, por no decir nada de los copiosos y especiales mandatos dados a
Moisés, a Aarón y a ambos, o de las asombrosas predicciones que Jehová
pronunció a través de Balaam, el que fue obligado a bendecir a Israel.


El Deuteronomio

     Deuteronomio no
solamente tiene la misión de repasar lo visto en los anteriores libros de una
forma que va más allá del pensamiento humano, sino que se anticipa a la
posesión de la tierra, e insiste solemnemente en la obediencia a la Palabra de
Jehová, y de acuerdo con un pacto diferente del de Horeb. Pero no necesitamos
decir más que expresar el horror que un creyente inalterado por el espíritu del
mundo siente o debería sentir por la blasfema negación del testimonio que da el
Nuevo Testamento de Moisés como el autor del libro y de su divina autoridad.

Todos los libros de la Biblia
poseen la misma autoridad divina

     Sería demasiado echar un vistazo a cada
libro, tal como lo hemos hecho con los que componen el Pentateuco. Pero todos
los demás libros del Antiguo Testamento —así como del Nuevo— poseen la misma autoridad de Dios. Por
esa razón, las Escrituras del Antiguo Testamento son llamadas en su conjunto
por el apóstol Pablo “los oráculos de Dios” (Romanos 3:2), así como Esteban
afirma que Moisés recibió “oráculos vivientes” (Hechos 7:38, NTI, Lacueva), no
«leyendas muertas», para suministrar al pueblo de Dios. Y el Señor Jesús, una
vez que resucitó, dijo a los discípulos: “Éstas son las palabras que os hablé
estando aún con vosotros: que era necesario que se cumpliese todo lo que está
escrito de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos” (Lucas
24:44). Esto abarca todo el Antiguo Testamento hebreo tal como los judíos nos
lo presentan.

Apócrifos griegos

     En esto la Iglesia Latina demostró ser un
guardián infiel al agregar textos griegos apócrifos al canon, los cuales hasta
el mismo Jerónimo en su Prologus galeatus
admitió no estar correctamente incluidos. Una infidelidad similar se vio
también en los primeros días al leerse públicamente escritos no inspirados,
para luego adjuntarlos como apéndice a las copias del Nuevo Testamento griego.
Pero ni siquiera Roma quiso comprometerse con una impostura tan grosera como
ésta.

Los testimonios del Nuevo
Testamento son numerosos y contundentes

     Hay todavía más
pruebas en el Nuevo Testamento. El gran apóstol Pablo, en su primera epístola a
Timoteo, cita Deuteronomio 25:4 y Lucas 10:7 como “la Escritura” (5:18). Podría
haber citado Mateo 10:10 de uno que era apóstol como él; fue guiado por Dios
para citar a uno que era profeta, no apóstol —Lucas—. Pues somos edificados
sobre el fundamento de los apóstoles y profetas (Efesios 2:20). La cita de
Timoteo acuña a Lucas no como un mero amanuense que expresa la mente de Pablo
(de acuerdo con la tradición de Eusebio), sino como un autor inspirado a quien
el apóstol cita cuando escribe por el Espíritu. Así también, 2.ª Pedro 3:15-16
nos muestra al apóstol de la circuncisión refiriéndose, en este inspirado
documento, a las epístolas de Pablo como parte de las Escrituras. Aprendemos
así lo infalible y previsible que es esta alusiva provisión divina, la que para
algunos puede parecer casual, pero que es el fruto de la infinita sabiduría, y
que tiene más peso para la fe que un universo de razonamientos humanos.
Efectivamente, el carácter intrínseco del Nuevo Testamento se pone en evidencia
tan inequívocamente, que únicamente la soberbia de la incredulidad de parte de
judíos o gentiles puede aceptar que el Antiguo sea divino dudando acerca del
Nuevo como si lo fuese menos.







     No quedamos a merced de hechos, por más
trascendentes que sean, ni tampoco de declaraciones incidentales, por más
abundantes, claras y confiables que sean. El Nuevo Testamento establece la más
precisa y concluyente doctrina sobre
un tema de tan crucial importancia. Porque no sólo concierne al hombre, sino a
la gloria de Dios y al carácter de Su Palabra en ambos Testamentos, según se
los llama. “Porque has engrandecido tu nombre, y tu palabra sobre todas las
cosas” (Salmo 138.2). Analicemos algunos de estos testimonios.

El testimonio de Cristo

     El propio Señor en Juan 14-16 preparó el
camino, no para nuevas promesas, sino para la más plena revelación de la verdad
mediante el don del Espíritu Santo que sería dado en Pentecostés. Dicha revelación
comprendería el poder de disfrutar de todo privilegio y de proveer a todas las
necesidad de la nueva creación, a fin de que los hijos de Dios —otrora
dispersos— fuesen ahora congregados en uno. “Aún tengo muchas cosas que
deciros, pero ahora no las podéis sobrellevar. Pero cuando venga el Espíritu de
verdad, él os guiará a toda verdad; porque no hablará por su propia cuenta,
sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de
venir. Él me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber” (Juan
15:12-14). El Señor ya había anunciado que el Paráclito —o Abogado—, el
Espíritu Santo, a quien el Padre habría de enviar en su nombre, habría de
enseñarles todas las cosas, y de traer a su memoria todo lo que Él les había dicho.
En Pentecostés vino y cumplió todo esto.

1.ª Corintios 2

    1 Corintios 2 es notablemente
completo a la vez que preciso. El Antiguo Testamento mantuvo “cosas secretas”
pertenecientes a Dios, las que entonces no habían sido reveladas. Así lo expresó
la ley (Deuteronomio 29:29); y el más grande de los profetas —Isaías— reconoció
que no les correspondía a ellos correr el velo (Isaías 64:4). El apóstol hace
referencia a esto último, contrastando el silencio del pasado con lo que el
Espíritu Santo estaba ahora revelando: “Pero Dios nos las reveló a nosotros por
el Espíritu; porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios.
Porque ¿quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espíritu del
hombre que está en él? Así tampoco nadie conoció las cosas de Dios, sino el
Espíritu de Dios. Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el
Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha concedido,
lo cual también hablamos, no con palabras enseñadas por sabiduría humana, sino
con las que enseña el Espíritu, acomodando lo espiritual a lo espiritual. Pero
el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque
para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir
espiritualmente. En cambio el espiritual juzga todas las cosas; pero él no es
juzgado de nadie. Porque ¿quién conoció la mente del Señor? ¿Quién le
instruirá? Mas nosotros tenemos la mente de Cristo” (v. 10-16, Reina-Valera
1960).
      Aquí, en efecto, tenemos el caso completo
en detalle. Dios, por su Espíritu, reveló lo que se hallaba oculto, aun Sus
profundidades, las que solamente Él conoce. Nosotros —dice el apóstol—
recibimos Su Espíritu a fin de que sepamos tal cual son las cosas que Él nos
concedió libremente. Primero tiene
lugar la revelación de la verdad, de Sus consejos. Segundo, el conocimiento que se da a otros de lo que Dios reveló:
“Lo cual también hablamos, no con palabras enseñadas por sabiduría humana, sino
con las que enseña el Espíritu, exponiendo
[cosas] espirituales mediante [palabras] espirituales
.”
  En
tercer lugar
, viene la condición espiritual necesaria para aprehenderlas.
Porque el hombre natural no puede recibir ni conocer lo que se examina
espiritualmente. Es el Espíritu de Dios quien obra en el cristiano —el tercer
paso que recién describimos— tal como obró en el primero y en el segundo. Vemos
pues así el poder de la gracia de Dios por su Espíritu, primero al revelar
cosas divinas; luego al comunicarlas verbalmente y, por último, al producirse la
verdadera recepción o comunión. De esta forma, nosotros tenemos la mente de Cristo, como no así siquiera los
profetas de la antigüedad.
     La cuestión principal estriba en la
palabra que la Versión Autorizada en inglés vierte “comparando” (y la versión Reina-Valera
“acomodando”) en el v. 13. Como sin duda éste es su significado en 2.ª
Corintios 10:12, fue una tentación natural darle el mismo significado aquí.
Pero es evidente que las palabras cambian
de significado según el contexto en que se encuentren
; y como la misma no
vuelve a aparecer en el Nuevo Testamento, tendremos que buscar su uso en la
Septuaginta o similares, por cuanto el sentido de “comparar” es absolutamente
inapropiado al proceso intermedio al cual se está refiriendo el apóstol (dar a
conocer lo que Dios reveló), aunque bien podría formar parte de aquello que
pertenece a la recepción o entendimiento de lo que ya había sido escrito. Ahora
bien, en la Septuaginta, el término en sus formas afines se aplica con más
preponderancia a la exposición o explicación de lo que Dios tuvo a bien
revelar (Génesis 40:8, 12, 16, 18, 22; 41:12, 15) como en una visión o un sueño
(Daniel 2:2, 5, 6, 7, 9, 16, 24, 25, 26, 30, 36, 45; 4:3, 4, 6, 14, 15, 16, 17,
21; 5:7, 8, 13, 16, 18, 20, 28; 7:16)
[1]. Como de
todos modos en nuestro texto no se trata de un sueño ni de una visión que hayan
de ser interpretados, el sentido, naturalmente, admite una más amplia
modificación y, por ello, en este caso requiere “comunicar” o algo equivalente.
     Esto, en consecuencia, está perfectamente
de acuerdo con el sentido de la cláusula y el requerimiento del contexto. Pues
la cláusula no se ocupa de la aprehensión espiritual por parte del hombre de lo
que es propuesto, sino de transmitírselo mediante palabras enseñadas por el
Espíritu. Éstas, pues, expresamente no fueron libradas a merced de la sabiduría
ni la capacidad del hombre. No sólo se vieron, mediante el Espíritu, conceptos
divinos, sino que además la fraseología
(la manera de expresarse con las palabras) fue asimismo enseñada por el
Espíritu. En este lugar, pues, “comparar” no es lo apropiado, y es, por lo
tanto, inadmisible. Y si bien “interpretar”, “exponer” o “determinar” pueden transmitir
sustancialmente el sentido, ninguno de estos verbos parece darlo —en ese lugar—
de una manera tan precisa como “comunicar”. Los términos asociados adquieren
también una fuerza definida, libres de la obligación de expresar diferentes
significados que no agregan nada importante. Pues “comparar” abre la puerta a
agregados o modificativos vagos e inciertos. En tanto que con “comunicar”, el
sentido queda fijado en “[cosas] espirituales mediante [palabras]
espirituales”. El apóstol ya había hablado de las cosas de Dios —designadas
aquí “cosas espirituales”—, y también se había ocupado de las palabras
enseñadas por el Espíritu. Ambas cosas ahora se reúnen brevemente para
comunicar “[cosas] espirituales mediante [palabras] espirituales”. Sería
prematuro decir en el versículo 13: “a hombres espirituales”, pues el apóstol
aborda esta cuestión recién en el versículo siguiente.
    
2.ª Timoteo 3:16

     Su última epístola (la segunda a Timoteo) brindó
al apóstol la ocasión apropiada para establecer la clara y plena resolución
dogmática del Espíritu Santo acerca de las Escrituras (2.ª Timoteo 3).
     Pablo había sido erigido no sólo como
“ministro del Evangelio”, sino también como “ministro de la Iglesia”, para
completar la Palabra de Dios, como lo dice en Colosenses 1:23-25. Le escribe a
Timoteo en vista de los tiempos difíciles que habrían de prevalecer en los
últimos días. Había ya entonces hombres que presentaban sus inicuas
características, de los cuales era necesario apartarse. Por cuanto si bien
tenían forma de piedad, negaban su poder. Hallaban su prototipo en aquellos que
resistieron a Moisés, y su insensatez había de ser manifiesta a todos, como
también la fue la de aquéllos. Empero Timoteo había seguido estrictamente la
enseñanza de Pablo, su conducta, propósito, fe, longanimidad, amor, paciencia,
persecuciones, padecimientos; los que le sucedieron en Antioquía, en Iconio y
en Listra; y cuantas persecuciones soportó, liberándole el Señor de todas. Pero
los malos hombres e impostores irían de mal en peor, engañando y siendo
engañados. “Pero persiste tú en lo que has aprendido y te persuadiste, sabiendo
de quién[es]
[2]has aprendido; y que desde la
niñez has sabido las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para
la salvación por la fe que es en Cristo Jesús” (2.ª Timoteo 3 14-15).
     Aquí aprendemos que el testimonio de la Iglesia no es en modo alguno su salvaguardia;
porque precisamente en él salta a la vista el horrible espectáculo de una mera
apariencia de cristianismo —en realidad, de un paganismo moralizado— al cual
hay que agregarle hipocresía, que desecha o encubre sólo las líneas de conducta
más groseras (cf. Romanos 1).
     El hombre de Dios no se apoya en nadie
desconocido, sea grande o pequeño. Timoteo era perfectamente consciente de quiénes había aprendido la verdad,
esto es, de los apóstoles; así como bien sabía qué clase de vida era la de
aquel con quien mantenía la más estrecha intimidad. Pues ¿qué sentido tiene la
enseñanza si no se relaciona con la práctica? Aquí ésta se mantenía a pesar de
las persecuciones y los padecimientos, con las evidentes liberaciones
concedidas por el Señor en toda circunstancia. Pues efectivamente todos los que
quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús, padecerán persecución.
     Así, pues, si comparamos la última
revelación —el Nuevo Testamento— con la anterior —el Antiguo Testamento—
podemos apreciar una marcada diferencia. Porque los testigos e instrumentos de
la última fueron contemporáneos, presentando finalmente —y conjuntamente— la
verdad por el Espíritu después de la venida y redención de Cristo; mientras que
los antiguos escritores habían hecho su trabajo poco a poco —gradualmente—,
extendiéndose el mismo por un período de más de mil años, a pesar de lo cual
mantuvieron siempre una marcadísima unidad.

Las Sagradas Escrituras

     Pero ¿no era acaso el Antiguo Testamento lo que Timoteo conoció desde su niñez?
Incuestionablemente. ¿Y acaso alguien con un corazón lleno de maligna
incredulidad buscaría por eso cuestionar o denigrar el Nuevo Testamento? Que el
tal aprenda que el apóstol, a la vez que sostiene los antiguos oráculos de Dios
como “Sagradas Escrituras” (
iera grammata),
es cuidadoso en afirmar, mediante los más amplios términos, la divina autoridad
de toda —o, en rigor, de “cada
[3]
— Escritura, no solamente de la perteneciente
al Antiguo Testamento, sino también al Nuevo. Pues él reserva la palabra
adecuada —
grafh (Escritura)— la cual declara que
en todas sus partes es “inspirada por Dios” —o soplada, alentada por Dios— como
no lo es ningún otro escrito. La palabra se aplica, en este único sentido, en
singular y plural, a los cuatro Evangelios, los Hechos y las Epístolas
Apostólicas.
     El sentido más general se expresa mediante
gramma (escrito), que
puede significar “cuenta” (Lucas 16:6-7) o “letra” en sentido abstracto
(Romanos 2:27, 29; 7:6; 2.ª Corintios 3:6), “caracteres alfabéticos” (Lucas
23:38; 1.ª Corintios 3:7; Gálatas 6:4), “epístolas” (Hechos 28:28), “letras” o
instrucción (Juan 7:15; Hechos 26:24) o “escritos” (Juan 5:47), los cuales
requerían el epíteto
iera
(sagrados, etc.) para considerarlos Escrituras. Pero
grafh —según el uso que se le da en el griego del
Nuevo Testamento—, no tiene otro significado, aun sin el artículo, ni aquí ni
en ningún otro lugar, que el que tiene también en nuestro idioma.

“Toda Escritura es inspirada por
Dios” ¿Cuál es la construcción correcta, la restrictiva o la predicativa?

     “Toda Escritura [es] soplada por Dios, y útil... (2.ª Timoteo 3:16-17). La Versión
Revisada inglesa —al igual que otras versiones— toman el vocablo “inspirada por
Dios”, no como el predicado, sino como un calificativo del sujeto; la cláusula entonces
rezaría así: “Toda Escritura inspirada por Dios [es] también útil.” Pero ¿quién
dirá que éste es el significado natural? ¿Quién puede negar que dicha
construcción entrañe una doble torpeza, tanto al quitar la sobreentendida
cópula (“es”) del lugar donde corresponde encontrarla, como al colocarla en un
lugar donde no puede sino discordar con la armoniosa corriente de la oración?
Ninguna de las construcciones citadas por el deán Alford en su Greek Testament, ya sea dentro o fuera
del Nuevo Testamento, se aproxima a la nuestra. Una que se le acerca, en cierto
respecto, es 1.ª Timoteo 4:4, en donde sería intolerable hacer que
kalon (bueno) forme parte del sujeto. Tal vez
Hebreos 4:13 esté aún más cerca, y aquí nadie duda de que “desnudas y abiertas”
constituya el verdadero predicado, y, si es así, entonces “inspirada por Dios y
útil” debería ser tomado de esta forma aquí.
     La verdad parece ser que la conjunción kai,
aunque indudablemente genuina, fue pasada por alto en las versiones antiguas, tales
como la Menfítica, la Peschitta siríaca, y la mayoría de las copias latinas,
además de la Vulgata Clementina; así como también por algunos Padres griegos y
latinos. Este error, podemos decir, requería
que “inspirada por Dios” perteneciera al sujeto. Otras copias latinas (al igual
que las versiones Gótica, Siríaca Harcleana, Armenia y Etiópica) interpretan
kai en el sentido de también, como si introdujese el predicado. Si se lo tomara de esta
manera aquí,
kai
resultaría débil, y es tan superfluo que pasó fácilmente al olvido; en tanto
que, cuando se lo toma correctamente, posee una fuerza enfática o
suplementaria, tal como en Lucas 1:36; Romanos 8:29, 34 y Gálatas 4:7. A
aquellos que sostienen esa construcción, ciertamente les convendría poder
presentar una oración donde aparezca —o realmente pueda existir— una separación
similar entre dos adjetivos claramente ligados por una conjunción.
     Mas aun cuando esto fuera gramaticalmente
posible, ¿puede esta versión sostenerse sobre la base de evidencias internas?
Porque si
theopneustos fuese
considerado parte del sujeto, debería entenderse o bien como un supuesto o bien como una condición. Si se da por supuesto que la Escritura es inspirada
por Dios, nada ganan los que están a favor de tan áspera construcción. El
sentido, ya sea que supongamos o que afirmemos la inspiración de toda
Escritura, es sustancialmente el mismo. Pero si el objetivo fuese entender una condición (i.e. “si divinamente
inspirada”, en lugar de “siendo
divinamente inspirada”), tendríamos en contra el reconocido hecho de que
grafh, en el Nuevo Testamento, es un término propio
de la Escritura y no se aplica a ningún otro escrito. Por eso la construcción condicional, en lo que a su
aplicación se refiere, contradice el uso conocido, y requeriría el sentido
totalmente desautorizado de un mero “escrito”: “Todo escrito, si es inspirado
por Dios, es también útil...”
     Si entendiéramos grafh como se debiera —en el sentido de “Escritura”—
y tomáramos el adjetivo “inspirada por Dios” como parte del sujeto, no
ganaríamos nada excepto una frase extrañamente incoherente, aun cuando
sustancialmente esté de acuerdo con su sentido natural: “Toda Escritura, siendo
inspirada por Dios, es también útil...”, tal como la entendió Orígenes mucho
tiempo atrás, pero no así Atanasio ni Gregorio de Niza ni Crisóstomo, quienes
la tomaron de igual forma que la Versión Autorizada y la Reina-Valera.
     La Versión Revisada inglesa,
intencionalmente o no, es ambigua: “Toda Escritura inspirada por Dios [es]
también útil...”. Si la intención con esta construcción no fue suscitar una
duda, ¿por qué entonces se la dejó expresada de esa forma? Suponiendo que tal
fue la intención, ¿podríamos concebir un objeto más opuesto al contexto? Pues
el Espíritu de Dios provee aquí la invaluable y necesaria salvaguardia contra
los tiempos difíciles de los últimos días; y tras detenerse en el hecho del
privilegio que tenía Timoteo de haber conocido desde bebé las Sagradas
Escrituras del Antiguo Testamento, el apóstol corona todo con el principio universal (el que se aplica
tanto al Antiguo como al Nuevo Testamento, y a lo que todavía faltaba
escribirse con tal carácter): “Toda Escritura [es] inspirada por Dios, y útil
para enseñar...”
     El apóstol presenta en primer lugar —como
lo más reverente y digno— la relación de “toda Escritura” con Dios —el Autor de
esta como de toda dádiva incomparable—. Luego, sus usos provechosos para la
bendición del hombre de Dios. Pues así como ninguna criatura excepto el hombre,
en virtud de su espíritu, es capaz de conocer las cosas del hombre, de igual
modo nadie puede conocer las cosas de Dios salvo por el Espíritu de Dios, el
cual las reveló y las comunicó; y Él también faculta al creyente para
discernirlas, como ya lo hemos visto. La Escritura nos enseña en nuestra
ignorancia, nos convence de obstinación y de error, nos corrige cuando
desatendemos o nos desviamos, y nos disciplina en justicia tanto interior como
exteriormente, a fin de que ante Dios seamos completos en todo respecto, y
estemos equipados, también plenamente, para toda buena obra.
     Un instruido dignatario, en el pasaje de
referencia, dice que la palabra “inspirada por Dios” «no excluye errores
verbales o posibles inexactitudes históricas, así como errores relativos a la
transmisión y transcripción humanas». Pero ¿no es éste un doble error de
gravísima importancia? Primero porque hace de la Palabra escrita una garantía
divina de falta de verdad, tanto en los orígenes de ésta como en su
propagación; en segundo lugar, es difícil decir cómo pudo él mezclar los dos
temas; pues los disparates clericales que leemos nada tienen que ver con la
cuestión de la inspiración divina, sino únicamente con el uso responsable de su
fruto por parte del hombre. Lo primero es una virtual negación de “inspirada por
Dios”, a menos que el Dios de verdad pueda mentir: si Él aprueba erratas en
asuntos triviales, ¿por qué no habría de hacer lo mismo en cosas mayores? Pero
“la Escritura no puede ser quebrantada” dijo el Señor. La fe es indigna de un
compromiso. “Escrito está” fue la respuesta del Señor a las tentaciones de
Satanás, y ello constituye la guía y la norma para todos los santos desde que
la gracia dio las Escrituras. No se trata de una cuestión del espíritu del hombre, sino del Espíritu de Dios,
el cual es, sin lugar a dudas, capaz de resguardar la verdad en forma absoluta,
tal como lo dan por hecho y lo afirman el Señor y los apóstoles en todas
partes. Implicar semejante debilidad en el hombre tal como es, más allá del
poder de Dios, constituye no la plena inspiración que se enseña en la Biblia,
sino una débil inspiración. Pero cuando se busca a la filosofía como la aliada
de la verdad divina, la consecuencia no puede ser sino vacilante, inconsistente
y desconcertante. “Erráis, ignorando
las Escrituras y el poder de Dios” (Mateo 22:29). Ése es un comentario
particularmente vago sobre una versión así del texto: “Toda Escritura es también inspirada por Dios...”. Nadie puede dudar
de que una traducción tan vacilante y extraña incite a realizar una
interpretación titubeante, aun cuando ni se murmure que sostengan que alguna
parte de la Escritura es no inspirada.
No obstante, “toda Escritura es inspirada” es la clara y perentoria declaración
del apóstol, la cual requiere una versión y un comentario de sonido no incierto.
     En el pensamiento y en las discusiones
ordinarias acerca de la inspiración, no siempre se recuerda que el apóstol, con
autoridad, demanda aquélla para “toda Escritura”. Esto va más lejos de lo que
los hombres pronunciaron de parte de Dios, movidos o llevados adelante por el
Espíritu Santo (2.ª Pedro 1:21). Porque a nosotros se nos enseña en este pasaje
no sólo lo que el Espíritu Santo dio mediante sus instrumentos vivientes, sino
que lo que está escrito por Él cuenta
ahora con igual autoridad divina. Es triste ver con qué facilidad los
cristianos permiten la compatibilidad de este poder divino con inexactitudes
históricas o de cualquier otra naturaleza, algo que es muy natural para el
espíritu del hombre. Pero el apóstol Pablo, en este pasaje, no deja lugar
alguno para desviaciones ni incertidumbres. O se presupone que “toda Escritura” es inspirada por Dios (como
algunos arguyen) o se afirma que lo
es (como otros creen). ¿Acaso Él se olvida de excluir errores verbales? ¿Acaso
Él es capaz de caer en inexactitudes históricas o de cualquier otra naturaleza?

Inspiración plenaria

     Esta acusación de hecho deja a Dios
afuera, tal como lo hace cualquier medida de escepticismo. Se detiene en la
debilidad y en la ignorancia del hombre, lo que nunca un creyente debiera
olvidar ni por un solo instante. Mas la divina inspiración de “toda Escritura”
da a la fe la certeza de que ninguna de tales inexactitudes atañen a la palabra
escrita tal como vino de Él. Y esto es
todo lo que significa la inspiración
plenaria.
Ésta no excluye de ninguna manera errores de transcripción,
traducción o interpretación. Pero admitir la divina inspiración plenaria de
palabra y luego anularla con los hechos, es un abuso del lenguaje que tiene por
objeto engañar a los simples y complacer al enemigo. Pues así como Dios no
puede mentir, tampoco puede dar en prenda su inspiración a fin de aprobar
errores por pequeños que fuesen. Él utilizó hombres de Dios como vehículos para
llevar adelante Su propósito de dar su Palabra; empleó sus mentes y corazones,
lo mismo que su lenguaje y estilo. Pero Él comunicó Su propia sabiduría con el
objeto de cumplir Sus propósitos más allá de la medida del instrumento, y en
absoluta exclusión de error.
     Pues el hecho de que alguien sostenga que
la inspiración plenaria admite «dejar librados» a hombres inspirados a su
propia merced en alguna medida, es en realidad dejar a Dios afuera, y exhalar
calor y frío con el mismo aliento. Es contradecir abierta y absolutamente el
canon apostólico aquí establecido. No solamente los escritores fueron movidos
por el Espíritu Santo, sino que “toda Escritura es inspirada por Dios”. Las
Escrituras no son un mero accidente, ni tampoco un simple ordenamiento
providencial que puede presentar naturalmente defectos. Si el propósito de Dios
fue darnos su Palabra, el Espíritu Santo obró para llevarlo a cabo en una
sabiduría, poder, orden y fin que Él mismo dejó ver. Uno puede entender que la
incredulidad sea ciega aun a la gracia y a la verdad que vinieron por
Jesucristo, y que sólo vea discrepancias y disparates en los Evangelios,
mientras que la inteligencia espiritual halla la más profunda demostración de
la mente divina y un perfecto resultado producido para la gloria de Cristo ante
los ojos de la fe. ¡Qué extraño y penoso que uno que oye esa palabra y cree a
Aquel que envió al Señor no advierta que de todas las teorías, ninguna es menos
satisfactoria, sostenible ni reverente! Porque ella implica que el Espíritu
Santo que inspiró a los evangelistas, trajo a sus memorias hechos y palabras de
forma imperfecta, acuñando así memorias engañosas con la autoridad de la
Palabra de Dios. ¿Puede haber algo más inexplicable que el hecho de que haya
tenido que haber nada menos que una Persona divina para semejantes
recopilaciones, suponiendo que sean inconsistentes entre sí así como
defectuosas en cuestiones menores?
     Éste no es el lugar
para demostrar no sólo lo infundada que es esta incredulidad, sino la admirable
verdad divina que el Espíritu Santo presentó en estos inspirados relatos de
nuestro Señor así como en cualquier otra parte de la Biblia. Nos llevaría
volúmenes enteros, y puede ser hallada por los que indagan seriamente. Pero
semejantes especulaciones nunca debieron haber surgido ni por un instante. Su
fuente es el mal, aunque buenos hombres pueden verse atrapados por ellas. “Toda
Escritura es inspirada por Dios.” Nosotros, como creyentes, estamos facultados
para afirmar que Él es verdadero; así lo es su Palabra. Estamos obligados por
simple fe a negar errores o discrepancias en las Escrituras tal como Él las
escribió. Podemos no ser capaces de contestar toda objeción o de aclarar toda
dificultad que pueda reunir una ingeniosa mala voluntad o inclusive la
debilidad; pues esto depende de nuestra inteligencia, que puede ser pequeña.
Pero si creemos en la declaración del apóstol sobre la Biblia, de que es “el
mandamiento del Señor” (tal como él lo demanda generalmente y para cosas
menores en 1.ª Corintios 14), tenemos la seguridad de descansar en la apacible
certeza de que “toda Escritura es inspirada por Dios”.
     De esta misma manera nuestro Señor actuó
con amigos o con enemigos. Así les enseñó a los suyos, de la misma manera que
había enfrentado al gran enemigo. “Está escrito” fue la respuesta concluyente a
la tentación y a la pregunta; y si las Escrituras fuesen pervertidas, “está
nuevamente escrito” constituye la mejor y más breve refutación. ¡Qué ejemplo
para nosotros, que somos tan propensos para confiar en nuestra habilidad
dialéctica para defendernos o para disecar la ignorancia y los errores de un
adversario! El creyente más simple puede confiar en la Palabra y en el Espíritu
de Dios. Esto lo honra a Él y a su Palabra, y constituye el más humilde, santo
y seguro fundamento para nosotros.
     En vano, pues, los hombres arguyen que en
las Escrituras hay muchas cosas que los escritores pueden haber sabido —y que
probablemente supieron— por medios ordinarios, y que para ciertas cosas
tuvieron que haber sido dotados de forma sobrenatural; y que para otras cosas,
asimismo, requirieron nada menos que una revelación directa. Esta teoría apunta
nada más y nada menos que a rebajar inconscientemente las Escrituras, y ponerla
en todo lo posible al alcance de las capacidades del ser humano. Ahora bien,
ningún creyente necesita cuestionar el uso que Dios hace de los medios según Su
agrado, ni elevarse por encima de ellos, aunque lo haga para Su gloria. Mas
“toda Escritura es inspirada por Dios” zanja toda cuestión. Tenemos en la
Escritura palabras hipócritas de hombres perversos, y sus rebeldías. Hasta
tenemos las tentaciones de Satanás y sus acusaciones; pero “toda Escritura es
inspirada por Dios”. En la Escritura, presentar el hecho más insignificante,
registrar la más simple palabra, fue tan ciertamente objeto de la divina
inspiración como lo fue la revelación del “misterio” o de la futura gloria del
cielo y de la tierra. Ya con documentos o sin ellos, la introducción en las
Escrituras se calificaba como “inspirado por Dios”: de lo contrario se hubiese
infringido la regla apostólica. Pero, como lo dijo nuestro Señor: “La Escritura
no puede ser quebrantada” (Juan 10:35).
     Así como Jehová magnificó Sus dichos por
sobre todo su Nombre, así también nuestro Señor sostiene que de todos los
testimonios, la palabra escrita —las Escrituras— es el de mayor autoridad. Toda
Escritura —aun cada parte de ella— es inspirada por Dios y, como tal,
permanecerá para siempre, constituyendo el verdadero fin de toda controversia
para aquellos que creen; mientras que aquellos que no creen habrán de conocer sus
pecados e insensatez en el juicio.
     No se trata en absoluto de si los
escritores sabían o no lo que escribían (pues ambas cosas pueden hallarse de
forma abundante en las Escrituras), mas la cuestión es si ellos fueron inspirados por Dios para escribirlas. Y “toda
Escritura” es inspirada de esa manera. Únicamente esto hace que sea la Palabra
de Dios, no su verdad dada a conocer ni su utilidad, sino el hecho de que Él la inspiró; y es lo que tenemos en toda
Escritura.
     Algunos escritores pueden ser sublimes,
mientras que otros, simples; unos pueden ser sentimentales y otros severos;
pero todos son inspirados por Dios; y la sencilla prueba de ello es que forman
parte de las Escrituras. En el Nuevo Testamento encontramos amplias y marcadas
diferencias, como por ejemplo entre la epístola de Santiago y las de Pablo, y
entre el Evangelio de Marcos y el de Juan. Pero todos son igualmente
inspirados, desde el momento que sus escritos forman parte de las Escrituras.
La inspiración de Dios es un hecho, y no admite grados diversos.
     Está perfectamente dentro del poder del
Espíritu Santo al dar la Palabra de Dios, adoptar el estilo individual de cada
escritor. Pero ningún esfuerzo de parte del escritor podía hacer que sus
palabras fuesen la Palabra de Dios. Aun ante cualquier adversario el Señor les
dijo a los doce que no se preocupasen por cómo o por qué hubiesen de hablar,
pues a la hora de las necesidades les sería dado lo que habían de hablar.
“Porque no sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre que
habla en vosotros” (Mateo 10:20). ¡Cuánto más esa energía divina se requeriría
y sería dada cuando no se tratase ya de la defensa de sus seguidores, sino de
la comunicación del pensamiento y de la voluntad de Dios para los suyos y para
siempre!





     Nos hemos detenido
lo más extensamente posible en lo que el gran apóstol reclama para “toda
Escritura”, debido a que ello realmente resuelve, para el creyente, todos los cuestionamientos
que la inquieta y activa mente del hombre puede llegar a plantear. Por cuanto
no estamos ahora debatiendo con el ateo ni tampoco con el deísta, los cuales
niegan abiertamente una revelación de parte de Dios, sino confrontando las
dificultades suscitadas entre los cristianos profesantes, por más que éstas a
menudo sean originadas por verdaderos escépticos. Las dudas hoy son más
culpables que en los días de nuestro Señor, quien reprochó a los saduceos por
no conocer las Escrituras ni el poder de Dios (Mateo 22:29). Pues no sólo el
Señor había venido como la luz verdadera para iluminar a todo hombre y para
darnos entendimiento para conocer al que es verdadero, sino que el Espíritu
Santo enviado del cielo agregó seguidamente el libro entero de la revelación
final de Dios. Y precisamente en una de estas últimas comunicaciones de la
verdad divina —en la segunda epístola a Timoteo— vemos que Dios atestigua Su
propia inspiración de “toda Escritura”.
     Así debía ser y así fue dispuesto en vista
de la necesidad del hombre, y especialmente para salvaguardia de los creyentes,
quienes pronto habrían de quedarse sin la presencia viviente de los apóstoles.
Pero desde el comienzo de la revelación, Dios se tomó el cuidado de que
aquellos que leyesen u oyesen su Palabra tuviesen la certeza de que se trataba
de Su verdad, escrita por Su poder y con Su autoridad, a fin de que Su pueblo
le crea y le obedezca. Así, pues, en el último libro del Pentateuco —el
Deuteronomio— leemos: “No añadiréis a la palabra que yo os mando...”
(Deuteronomio 4:2). En los profetas vemos lo mismo que en la ley: “Habla
Jehová”, aunque por medio de Isaías (1:2); “Palabras de Jeremías....” a quien
vino “Palabra de Jehová” (Jeremías 1:1, 2), y lo mismo ocurre con los demás. En
los Salmos no se advierte ninguna diferencia, como dice su principal escritor:
“El Espíritu de Jehová ha hablado por mí, y su palabra ha estado en mi lengua”
(2.º Samuel 23:2).
     El Señor Jesús, cuando estuvo aquí abajo,
expuso las Escrituras en la más clara luz, de la manera más simple y sobre las
más firmes bases. Repelió la tentación de Satanás, pronunciando: “Escrito
está”; y cuando Satanás hizo uso de la Palabra, el Señor contestó mediante su
uso correcto: “Escrito está también” (Mateo 4:3 y 7). Es admirable e
instructivo que todas estas contestaciones hayan sido tomadas del Deuteronomio,
el libro que revela la obediencia de la fe cuando el pueblo debió verse
arruinado por su fracaso bajo la ley. Jesús se refirió a la historia más
antigua como la Palabra de Dios (Génesis 2). Asimismo preparó a sus discípulos
para las nuevas comunicaciones de gracia y de verdad que el Espíritu Santo
habría de realizar cuando Él partiese (Juan 14-16). Todas ellas las tenemos
ahora en lo que comúnmente se llama «El Nuevo Testamento». Así lo declaran los
mismos apóstoles (Romanos 16:25-26; 1.ª Corintios 2; 14:36; 2.ª Corintios
13:2-3; Colosenses 4:16; 1.ª Tesalonicenses 2:13; 5:27; Hebreos 1:1-2; 2:1-4;
12:25; 2.ª Pedro 3:2, 15, 16; 1.ª Juan 4:6). 2.ª Timoteo 3:16 ya ha sido considerado.
Aunque con apariencia «ocasional y fragmentaria», los escritos del Nuevo
Testamento poseen una verdadera integridad incuestionablemente divina.
     La razón de por qué los hombres —e incluso
hombres piadosos— han condescendido a pensamientos humanos que deshonran la
Palabra de Dios, y han abierto la puerta a males escépticos cada vez más
impíos, lo constituye el hecho de que no se sostiene por simple fe este divino carácter de todas las Escrituras.
     Así como el Antiguo Testamento está
compuesto por la ley, los Salmos y los profetas, así también el Nuevo consta de
los Evangelios y los Hechos, de las Epístolas y del Apocalipsis. La base del
Nuevo la constituyen la gracia y la verdad que vinieron por Jesucristo, quien
tras partir envió al Espíritu Santo como el otro Paráclito para que esté con y
en nosotros para siempre. Las Epístolas, asimismo, constituyen una parte tan
característica del Nuevo Testamento como los Evangelios. Ellas complementan
esas memorias con la verdad dogmática (la que los santos no podían sobrellevar
antes de la redención). En los Hechos tenemos históricamente las actividades
del Espíritu Santo cuando descendió personalmente y se hizo presente.
     Por ello, el contraste con los Salmos o
con la parte poética del Antiguo Testamento es mayor; y son precisamente las
Epístolas (la más familiar e íntima de todas las composiciones) las que para
nosotros están en directo contraste con aquéllos. En ellas ya no están más los
manantiales que anticipan la venida del Mesías, sus padecimientos y su reinado
en Sion, con gemidos y llantos; lo que fluye en ellas, en cambio, es la
comunicación de corazón a corazón en el Espíritu, de la gracia y la gloria del
Hijo de Dios que ya vino y se fue, pero que pronto volverá otra vez para
tenernos consigo en la casa del Padre, así como para aparecer y reinar —una vez
que estemos con Él— en aquel día. No ha de sorprendernos que un nuevo andar
(Efesios 2:10) y una más elevada y cercana adoración acompañen a la nueva
relación tan plenamente revelada en las Epístolas. Lo más análogo al Antiguo
Testamento lo constituye el libro del Apocalipsis, que tan sólo responde a los
profetas, el que va más alto que ellos a la vez que los confirma, completándolo
todo para gloria de Dios y del Cordero.

La variedad en las Escrituras no
implica «grados de inspiración»

     El desarrollo de todas las cosas, ya en el
Antiguo o en el Nuevo Testamento, da ocasión a la más grata variedad en las comunicaciones de Dios a
través de Sus instrumentos escogidos. Pero esto sólo manifiesta tanto más
sorprendentemente la unidad del
divino Autor. “Toda Escritura es inspirada por Dios.” No hay noción más falsa o superficial que querer inferir de la variedad
de temas y formas de las Escrituras una diferencia en el grado de inspiración.
Ni
los hechos ni la doctrina revelados avalan una idea tan infundada, irrazonable
y peligrosa. Las Escrituras pronuncian que “toda Escritura es inspirada por
Dios”. Uno puede comprender cavilaciones o incredulidad acerca de sus partes o
aun de su totalidad cuando el escepticismo es extremo; pero para uno que admite
que las Escrituras provienen de Dios, una inspiración
variable
es negada por la autoridad divina.
     Esto basta para demostrar, sin más ni
menos, el chocante error del difunto Dr. Wilson, Obispo de Calcuta, en su obra:
Evidences of Christianity (Pruebas del cristianismo; pág. 508):

«Por la
inspiración de la sugestión se
entiende esas comunicaciones del Espíritu Santo tal como lo sugiere y detalla
minuciosamente cada parte de las verdades transmitidas. La inspiración de la dirección se refiere a esa asistencia
que dejó a los escritores describir la verdad revelada a su manera, dirigiendo
sólo la mente en el ejercicio del poder de la misma. La inspiración de la elevación añadió mayor fuerza y vigor a
los esfuerzos de la mente, lo que de otra manera el escritor jamás habría
podido alcanzar. La inspiración de la superintendencia
era ese atento cuidado que preservaba en general de escribir cualquier cosa con
sentido derogatorio con respecto a la revelación con que se relacionaba.»

     La Biblia no enseña en ninguna parte tales tipos de inspiración. Ella sólo habla
de la pura y simple inspiración de Dios,
y lo afirma de “toda Escritura” por igual. El primer tipo de las inspiraciones
del Dr. Wilson es la única verdadera inspiración, aun cuando no se lo declare
plenamente. Las otras tres no son la inspiración de ninguna Escritura, sino
simplemente la dirección, elevación y superintendencia que Sus siervos buscan
—y no en vano— cada día. Pero ninguna de estas tres es verdadera inspiración,
pues ésta transmite la mente y voluntad de Dios con la misma perfección con que
excluye todo error humano.
     Los doctores Dick (Essay on Inspiration), Pye Smith (Scr. Test. to the Messiah i.), Henderson (Lectures on Inspiration, 36 sec.) y otros, han presentado una
similar hipótesis de diferentes grados de
inspiración
, influenciados en parte por el renombrado y respetable Dr.
Doddridge (Works v.) de época más
antigua. Hay una variante: Henderson establece cinco grados de inspiración, mientras que Doddridge no más de tres. Pero todos concuerdan en la
hipótesis de diferencias que
contradicen la autorizada declaración del apóstol, sin el menor apoyo de
ninguna otra Escritura.

Fuentes de esta hipótesis

     ¿A qué fuentes, pues, debemos atribuir
estas incrédulas especulaciones? Parece que se debieron principalmente a Moisés
Maimónides (1135-1204 d. de J. C.) de quien Baruch Spinoza tomó mucho prestado,
seguido en ello al menos por Le Clerc, mientras que Grocio las derivó directamente
de canales judaicos. Maimónides, en su Moreh
Nebochim
(Guía de los perplejos) concibe once «grados de profecía». El
judeo-portugués Isaac Abarbanel (1437-1508 d. de J. C.) redujo éstos a tres
grados de inspiración para el Antiguo Testamento, en correspondencia con las
tres divisiones del santuario y su corte: la Tora, los Nebiim y los Quetubim,
es decir, la Ley, los Profetas y el resto del Antiguo Testamento o Hagiógrafos
(Escritos). Es cierto que Moisés disfrutó personalmente de la presencia divina como
ningún otro profeta ordinario lo hizo: Números 12 y Deuteronomio 34 son
explícitos en cuanto a esto. Juan el Bautista (y tenemos la autoridad de
nuestro Señor para ello) fue un profeta, y mayor que un profeta. Ninguno nacido
de mujer fue mayor que él; no obstante, no escribió ni una sola línea ni obró
milagro alguno. Pero quienquiera que haya escrito, la inspiración es un hecho,
y no admite medidas variables. “Toda
Escritura es inspirada por Dios”; y Dios es igualmente verdadero en todo tiempo
y mediante todas las personas que utilizó para escribir o aun para hablar su
Palabra. La posición del esquema judaico de que lo más bajo en la escala de lo inspirado debe atribuirse
al Espíritu Santo, es ciertamente una posición monstruosa; pues el Espíritu
Santo —como lo sabemos— es el agente divino en el hombre de toda inspiración
divina, y Él no difiere de sí mismo.
     Tal, pues, es el oscuro foso de donde los
judíos extrajeron su principal teoría sobre los libros del Antiguo Testamento. Esos
hombres aún permanecen en la incredulidad por la cual las ramas fueron
desgajadas del olivo de la promesa. Tal vez no pueda atribuirse ningún otro
origen a las bajas y degradantes influencias que en nuestros días actúan para
una mayor impiedad entre los cristianos profesantes. ¿Puede haber algo más
humillante para aquel que ama a Cristo y a la Iglesia? ¡Qué importante es
aferrarse a Dios y a la Palabra de su gracia! Esto —y en el fondo nada más que
esto— es capaz de edificarnos (en vez de dejarnos expuestos a cualquier viento
de doctrina) y también de darnos herencia entre todos los santificados. Es la
verdad —la Palabra del Padre— la que santifica a Sus hijos. El error —todo
error— corrompe. ¿Qué error más ponzoñoso puede haber —después de la heterodoxia
sobre la Persona y la obra de Cristo— que deshonrar la Palabra de Dios: el
principal medio para hacernos conocer la verdad divina? ¡Cuán inminente y
trascendente es el peligro de corromper con humanitarismo las Escrituras!






     Nadie duda de que la Escritura, sin
excepción, posea un elemento humano. En ella, Dios habla y escribe de forma
permanente al hombre y, por ende, en lenguaje humano; pues, de otra manera, sería
ininteligible. Como regla general, se empleó el hebreo para el llamado Antiguo
Testamento y el griego para el Nuevo. En seguida podemos advertir la sabiduría
de Dios al escribir así al hombre por intermedio del propio hombre (salvo la
solemne excepción de las dos tablas de piedra sobre las que Dios escribió
directamente con su dedo; véase Deuteronomio 5:22; 9:10 y 10:4). Por un lado,
la ley con toda su variedad de significado en el lenguaje de su antiguo pueblo,
y, por el otro, el Evangelio con toda la plenitud de la gracia y la verdad en
la principal lengua de los gentiles.

La inspiración trasciende las
teorías mecánica y dinámica

     Sin embargo, Dios tuvo a bien hacer mucho
más que emplear meramente el lenguaje humano. Él obró sobre el hombre y en el
hombre con el objeto de realizar Sus propósitos. De modo que la teoría de una
inspiración «mecánica» carece de fundamento, del mismo modo que el postulado de
«dinámica» es frío e insuficiente. Los autores inspirados lo fueron por Su
bondad, y son mucho más que Su simple pluma o siquiera Sus amanuenses, como ha
sido propuesto. Dios, además de su lenguaje, utilizó sus mentes y sus afectos.
En ciertas partes de la Escritura hubo efectivamente dictado, como en Sus promesas y en Sus amenazas, en Sus predicciones,
Sus ordenanzas, estatutos y juicios. Vemos esto en la segunda mitad del Éxodo y
en casi la totalidad del Levítico, en gran parte de los Números, y aun en otro
tanto del Deuteronomio, de tan particular carácter. Lo mismo ocurrió con los
profetas, quienes tuvieron que investigar, al igual que sus lectores, qué
tiempo o qué suerte de tiempo indicaba el Espíritu de Cristo que estaba en
ellos, cuando daba testimonio de antemano de los padecimientos que pertenecían
a Cristo y de las glorias después de éstos; “A éstos se les reveló que no para
sí mismos, sino para nosotros, administraban las cosas que ahora os son
anunciadas por los que os han predicado el evangelio por el Espíritu Santo
enviado del cielo” (1.ª Pedro 1:11-12).

El Espíritu Santo operó a través
de dones para la edificación

     En los tiempos del Nuevo Testamento, tal
como lo aprendemos de 1.ª Corintios 14, los hombres no debían hablar en lenguas
sin que hubiese un don de interpretación. Si no había intérprete, los tales,
aunque dotados del don de lenguas, debían permanecer en silencio en la
asamblea, por cuanto todas las cosas debían ser hechas para edificación, pues,
de lo contrario, el propio espíritu del hombre estaba sin fruto. Lo grandioso
era hablar con el espíritu y también con el entendimiento. Por eso el apóstol
daba gracias a Dios de que hablaba en lenguas más que todos ellos; pero en la
asamblea él prefería hablar cinco palabras con su entendimiento, para instruir
también a otros, que diez mil palabras en lengua. ¡Qué reproche a la puerilidad
de los corintios tan embelesados con las manifestaciones de poder! ¡Qué
fortalecimiento del santo amor que todo lo puede aprender y al que pueden ser
animados!
     Todo esto, naturalmente, no era
inspiración; pero aporta un principio para estimar de forma inteligente las variadas maneras que el Espíritu Santo
adoptó también en esa obra de las lenguas. Tampoco alguien juicioso puede pasar
por alto, por un lado, que cuando se trataba del poder de Dios que operaba de
forma inequívoca y sobresaliente por medio de una lengua, ello estaba muy lejos
de ocupar el lugar más elevado de la asamblea: sin la presencia de un
intérprete, la lengua quedaba excluida, y no tenía más derecho per se a estar allí que el que tenía la
operación de un milagro, el cual era una señal para los incrédulos, no para los
creyentes. Por tal motivo, tanto las lenguas, los milagros y otros dones
similares son clasificados juntos como los más bajos en la escala de estos
dones divinos (1.ª Corintios 12 y 14). Por otro lado, la profecía tiene el
mayor valor, pues el que ejercita este don habla a los hombres para
edificación, exhortación y consolación; edifica a la iglesia, algo que no puede
hacer el que habla en lengua, a menos que hubiese juntamente también
interpretación. Así, pues, Dios otorgó el mejor lugar cuando su Espíritu
introdujo el claro elemento de provecho para los demás. Los poderes, aunque
provengan claramente de Dios, están subordinados a la bendición, orden y amor
espiritual.

La inspiración se sirve de toda
la variedad del elemento humano que abunda en la Escritura

     Lo mismo ocurre con los frutos de la
inspiración: la Palabra escrita en todas sus partes posee la misma autoridad
divina. Todas son del Espíritu, y todas —en su lugar, y para el fin que
cumplen— expresan la mente de Dios. La
Escritura dice poco acerca del modo en que Dios obró en cada caso
; pero lo
poco que se dice muestra que no todos fueron favorecidos con el mismo grado de
intimidad en cuanto a la manera, en tanto que se tomó la más absoluta precisión
para afirmar que “toda Escritura es inspirada por Dios”. Algunos pueden exhibir
simplicidad, otros majestad; unos son modelos de laconismo, otros son ricos y
copiosos; unos están familiarizados con la vida humana, con sus dificultades,
peligros, desengaños y trampas; otros se ocupan de los juicios de la conciencia
y de los afectos hacia Dios. Asimismo también, unos son históricos (como el
Génesis), pero con el trascendente objetivo de darnos el pensamiento de Dios y
los principios de Su gobierno moral como no se hallan en ninguna otra parte. Y
esto, evidentemente, no es sino una pequeña parte de su alcance, pues el
Génesis incluye los gérmenes de prácticamente todo lo que Dios habrá de hacer
hasta que el tiempo se funda en la eternidad, tal como es desarrollado en otra
parte por los profetas. Otros, como los libros de los Reyes, son libros
históricos que presentan la conducta de Sus gobernantes ungidos y de Su pueblo
bajo la ley, donde hay episodios (raros en hombres de fe) de reyes, sacerdotes,
profetas, y donde los caminos del hombre son consignados tal como eran, y por
encima de él los caminos de Dios tal como ningún historiador terrenal lo relató
ni lo pudo relatar jamás. 
En
todo esto el elemento humano ocupa un lugar muy amplio; pero la inspiración hace
que todo ello sea la Palabra de Dios, y por eso la Biblia es única.
    
El elemento humano en el libro
de Job

     Tomemos un caso
completamente diferente y un libro que no tiene nada que ver con Israel, aunque
se encargó de resolver problemas individuales aplicables a ese pueblo. El libro de Job nos presenta a un hombre
piadoso que fue atacado por el invisible adversario, y derribado de forma
repentina desde su posición de honor y abundancia a una pérdida, desgracia y
padecimiento personal tal como jamás se permitió a hombre alguno experimentar,
más que por causas que parecían ordinarias. ¿Fue Dios indiferente? Al contrario
(y para demostrar expresamente no sólo a Job sino a todos cuantos pudiesen ser
puestos a prueba aquí abajo que Él es capaz de dominar justamente ahora al
enemigo para bien de los Suyos) Él mismo fue quien dio inicio a las acciones
mediante Su misericordioso reparo del santo ante los envidiosos y maliciosos
oídos de Satanás. Job necesitaba juzgarse a sí mismo ante Dios como nunca lo
había aprendido aún, e inclinarse ante Dios con confianza. La presión de sus
amigos consigue lo que no pudieron hacer las crueles estratagemas de Satanás; y
Job irrumpe en impaciencia, así como sus amigos en injustos juicios. Eliú
interviene cuando quedan reducidos al silencio del enfado (pero Job permanece
aún inquebrantable), y demuestra que si el mundo actual está lo más lejos
posible de ser una manifestación segura del gobierno divino, Dios, no obstante,
lleva adelante Su gobierno de las almas de una manera eficaz e infalible. Y
Jehová mismo, en su majestad, pone fin a la controversia mediante una respuesta
a Job que lo humilla en el polvo, aunque se presenta lleno de misericordia y de
gracia. También avergüenza y censura a los amigos que se consideraban justos (y
que estimaban a este hombre de dolores un hipócrita), los que ahora dependían
de la intercesión de Job quien fue bendecido doblemente más al final que a sus
comienzos. Aquí el elemento humano abunda de la más instructiva manera. Dios no
aprobaba todo lo que Job decía, y menos aún lo que pronunciaban sus amigos con
su orgullo y satisfacción propia, sin mencionar a Satanás y a la mujer de Job.
Pero la inspiración nos da el relato completo en perfección, a fin de que
sepamos en qué situación se hallaba cada uno de ellos, y para darnos el pensamiento de Dios y Su propósito desde el principio hasta el
fin. Sólo Él pudo haber provisto el escenario, donde las ofrendas del
sacrificio tenían su lugar apropiado y un gobierno justo regía a pesar de todas
las apariencias en contrario.

Dios, en ocasiones, se adapta a
la infancia de la humanidad

     El estilo de la historia también es
notable. ¡Qué conmovedor es oír a Jehová en Génesis adaptándose a la infancia
de la humanidad! “No es bueno que el hombre esté solo; le haré ayuda idónea
para él” “Y oyeron la voz de Jehová Dios que se paseaba en el huerto, al aire
del día” (Génesis 2:18; 3:8). Oigamos también Sus reconvenciones cuando Adán y
Eva pecaron, y cómo Su misericordia hacia el hombre se gloría frente al juicio
en Su maldición de la Serpiente. Oigámoslo con Caín cuando éste alimentaba la
ira que pronto habría de dar muerte a su santo y justo hermano, y aún después
de ese impío asesinato. ¡Qué dolor aparece en Su corazón a causa de la raza
humana en Génesis 6:5-7! ¡Con qué presteza vemos que reconoce el holocausto de
Noé tras el diluvio, cuando dijo en Su corazón: “Nunca más habré de maldecir la
tierra por causa del hombre”! ¡Qué cuidados tan grandes por la vida del hombre,
sea quien fuere el que derramare su sangre! Y “estará el arco iris en las
nubes, y lo veré” Nótese que Él lo mira, y no solamente el hombre desde aquí
abajo. Compárese también Génesis 11:6-7; 18:20-21. Lo mismo vemos en relación
con Su pueblo en Éxodo 2:23-29; 3:7-9 antes de su liberación de Egipto.

El elemento humano y el divino
son perfectamente conciliados en la Escritura

     No se implica que esté faltando la
majestad divina. Las palabras iniciales de la Biblia, simples, sublimes y
absolutamente verdaderas, proclaman la mente inspiradora, lo mismo que las
palabras de la obra del primer día que despertaron la admiración del pagano
Longino. Pero “la filantropía” de Dios —tal como la llama el apóstol— no podía
permanecer oculta desde el principio hasta el tiempo de su plena revelación; y
esto no sólo en Sus obras y caminos, sino en Su Palabra. Sólo el más torpe de
los lectores podría dejar de advertir las
variedades de estilo
que impregnan ambos Testamentos. Desde Moisés hasta
Malaquías, cada lector preserva intactas sus particularidades; y ocurre
exactamente lo mismo desde el Evangelio de Mateo hasta el Apocalipsis de Juan.
Éste es un hecho patente, en presencia de otro hecho aún más maravilloso: un
poderoso propósito que proviene de
Alguien evidentemente divino, llevado a cabo en y por medio de muchos agentes
diferentes con la más marcada diversidad de posición y caracteres, de tiempo y
de lugar. Éste es precisamente el elemento
humano,
el cual es mantenido y gobernado por el divino; y  cuando vemos su admirable resultado en las
Escrituras, el creyente siente que es absolutamente digno de Dios y que está
lleno de gracia hacia el hombre. La dificultad, de hecho, ahora que conocemos
este elemento humano como una realidad subsistente, estribaría en concebir
alguna otra modalidad proveniente de Él que pudiera satisfacer Su mente y Su
amor de esa manera. Sólo así el hombre es elevado moralmente y mejor iluminado;
sólo así se asegura la gloria de Dios, mientras Su gracia tiene el más amplio
alcance y ejercicio. Nosotros no
tenemos nada que reconciliar: Dios lo
ha hecho perfectamente en la Escritura. Nuestra parte es creer y ser bendecidos
en una verdadera y viva comunión con el Bendecidor: una bendición imposible de
alcanzar para el hombre, salvo en Cristo por medio de la Palabra y del Espíritu
de Dios.

El Nuevo Testamento sella la
veracidad del Antiguo, y en él el elemento humano brilla con su máximo
esplendor

     Nuestro asombro aumenta sobremanera cuando
recordamos la marcada y radical diferencia que existe entre los dos volúmenes
—por llamarlos así— hebreo y griego: el primero se caracteriza por la ley y la
tierra; el segundo, por el Evangelio y el cielo. No obstante, se trata del
mismo Dios vivo y verdadero, sólo que ahora se revela en el Hijo encarnado, y
mediante el Espíritu Santo enviado del cielo. Por eso el Nuevo Testamento
adquiere un carácter humano aún más pronunciado y más profundo que el Antiguo
Testamento. Porque no sólo el Hijo se hizo hombre —y jamás lo dejará de ser—,
sino que por Su redención, el Espíritu Santo se digna morar en el creyente como
nunca antes lo hizo ni lo pudo hacer, y actúa como Espíritu de comunión, y no
meramente como Espíritu de profecía (Apocalipsis 19). La asamblea, o iglesia,
además, es el templo de Dios, su morada en virtud del Espíritu, el cual habita
allí. Además, al ser bautizada por Él, es el cuerpo de Cristo. En consecuencia,
el elemento humano resplandece como nunca lo hizo en la antigüedad, con el más
profundo interés y con la más rica interioridad de la gracia, y sólo en segundo
lugar en importancia respecto del divino, porque en su perfección los conocemos
y los tenemos a ambos en el Señor Jesucristo. Él es el verdadero Dios y la vida
eterna (1.ª Juan 5:20); y esto lo tenemos en Él. Pero también somos “miembros
de Su cuerpo”, pues “Él es la cabeza de la Iglesia” (Efesios 5:30; 23).
     Ahora bien, el Antiguo Testamento revela
un estado de cosas bajo el reino de Dios completamente distinto del Evangelio y
de la Iglesia, en donde no hay judío ni griego, esclavos ni libres, varón ni
mujer, sino que todos son uno en Cristo Jesús (Gálatas 3:28). Mientras que, en
la edad que ha de venir, Israel será restaurado y exaltado, y Sion habrá de
tener el principal dominio, y todas las naciones habrán de ser bendecidas, y el
mundo entero será puesto bajo el reinado de manifiesto poder y gloria, de Aquel
que es a una el Mesías, el Hijo del hombre y Jehová. Y el Nuevo Testamento
confirma el mismo porvenir bendito para la tierra y todas sus familias en aquel
día; pero él sólo revela la porción celestial de los glorificados, y las bodas
de la Iglesia con el Novio celestial, compartiendo la herencia juntamente con
Aquel que es el Heredero de todas las cosas.
     Todo esto, por tanto, provee un fundamento
y una ocasión inigualables para el elemento humano en los consejos y caminos de
Dios, lo cual se ve asimismo reflejado en las inspiradas comunicaciones del
Nuevo Testamento. Las Epístolas constituyen, pues, la forma apropiada en que
Dios revela sus pensamientos y designios, así como el cristiano mismo es
epístola de Cristo, lo mismo que del apóstol, conocida y leída por todos los
hombres, escrita no con tinta, sino con el Espíritu del Dios viviente, no en
tablas de piedra, sino en tablas de carne del corazón (1.ª Corintios 3:2-3).
     Sin embargo, el Antiguo Testamento anunció
la venida del Nuevo y la ruina del pueblo elegido a causa del rechazo del
Mesías, lo que originó su necesaria caída, y abrió así el camino para la
exaltación de Cristo en lo alto, para el llamamiento de los gentiles mediante
el Evangelio y la formación de la Iglesia en unión con la Cabeza por el
Espíritu venido del cielo. Por tal motivo también el nuevo volumen inspirado
autentica la nueva obra que proseguirá hasta que el Señor venga, pero sella la
veracidad del Antiguo Testamento, al cual reemplaza para el cristiano y la
Iglesia. No obstante, asegura que la ley y los profetas habrán de cumplirse
verdaderamente en el día que rápidamente se acerca, cuando Cristo no esté más
oculto, sino que haya de aparecer para congregar en uno todas las cosas en Él,
las que están en los cielos y las que están en la tierra.

El elemento humano es una
expresión empleada por algunos para atribuir errores humanos a la Escritura

     Es evidente, pues, que, de una u otra
forma, el elemento humano constituye una
de las características de la inspiración;
que es aún más «profético» en el
Nuevo Testamento que en el Antiguo, y que es sólo secundario en interés e
importancia respecto del divino. Mas es una expresión empleada por algunos para
insinuar que la Escritura está expuesta a errores humanos en ciertos aspectos,
por no decir en todos; así como los hombres se aprovechan de la Encarnación del
Hijo de Dios para destruir y socavar la gloria personal de Cristo. Tal
incredulidad, en ambos casos, es totalmente infundada e indigna. La Escritura
es muy explícita en guardar a las almas de deshonrar al Hijo de Dios o a su
Palabra de esa manera; y tanto más cuanto las apariencias dan pie a quienes
buscan esta ocasión. Porque las Escrituras, al igual que el Señor Jesús,
constituyen una gran prueba moral. Y aquellos que no desean la voluntad de Dios
pueden en seguida encontrar motivos contra ambos en conformidad con esa
voluntad que, según lo declara la Escritura, es “enemistad contra Dios” (Romanos
8:7). Atribuir defectos humanos a la
Escritura es negar su divina inspiración.
     Veamos ahora algunos pasajes que se
emplean a menudo para empañar la divina inspiración y resaltar la falibilidad
humana:

1. La genealogía de Jesucristo
según Mateo

     Como
ejemplo importante para demostrar la incrédula cavilación, consideremos la
genealogía que tenemos en el primer capítulo del Evangelio según Mateo. La
pseudocrítica pretende que dicha genealogía sea una compilación de ignorancia y
de error. A menudo se ha supuesto que Mateo simplemente adoptó el registro
judío existente. Las lagunas que se dejaban en estas genealogías eran
perfectamente entendidas y no causaban ninguna dificultad cuando no había dudas
en cuanto a la línea de descendencia, ni daban ningún motivo valedero para una
acusación de discrepancia con otras listas. Compárese Esdras 7:1-5 con 1.º
Crónicas 6:1-15 para el linaje de Aarón (véanse las lagunas). El Espíritu Santo
inspirador, aquí en Mateo, lo mismo que en otros lugares, tuvo libertad para
hacer omisiones de acuerdo con la voluntad de Dios. Pero la genealogía del
Evangelio según Mateo, posee características de un propósito que únicamente podemos hallar en las Escrituras. Ella
comienza declarando al Señor como “hijo de David, hijo de Abraham”: los
principios del reino —tal como Dios lo estableció para siempre— y de las
promesas. Luego, desde Abraham hasta David, se presentan catorce generaciones;
desde David hasta la deportación a Babilonia otras catorce, y desde la
deportación a Babilonia hasta el nacimiento de Cristo, catorce generaciones
más.
     Es consabido que se han omitido tres
generaciones de las series intermedias. Nadie que sea sincero puede concebir
que Mateo —cuyo Evangelio manifiesta una sobresaliente y profunda familiaridad
con la ley, los Salmos y los profetas— no fuera perfectamente consciente de que
entre Joram y Uzías se omitieran los nombres de Ocozías, Joás y Amasías. Ni
siquiera un israelita sin ninguna luz podía ignorar un hecho tan patente. En consecuencia, dichas omisiones respondían
a un propósito particular
, y no se debieron de ninguna manera razonable a
un descuido o confusión de parte de Mateo. Tenían por objeto ordenar la línea
con no más de dos veces siete generaciones en cada una de sus tres secciones:
La primera desde Abraham hasta David (el comienzo de la línea de la promesa
hasta el rey elegido por Dios); la segunda abarca el transcurso del reino hasta
su completa perversidad y humillación en Babilonia; y en la tercera división,
vemos la fidelidad de Dios, a pesar de todo, para preservar la línea real hasta
el Hijo de la virgen de acuerdo con la profecía. Puesto que algunos eslabones
de la cadena tenían que ser omitidos para llevar a cabo este propósito,
¿quiénes mejor que estos tres descendientes del advenedizo y asesino Atalía
podían ser omitidos? Los judíos mismos bien pudieron haber hecho esto en
algunos de sus registros, sin ser ignorantes, seguramente, de lo que hacían,
pero con un motivo moral. Si esto fue así o no, no lo podemos asegurar, ya que
los registros se perdieron cuando Jerusalén fue destruida. Pero la omisión es
clara para este fin particular y hasta el punto de dejar los eslabones de
interés para catorce generaciones. Al margen de cuál haya sido el motivo del
escritor, el hecho subsiste ante todo; y el carácter del Evangelio refuta por
completo la imputación de que ello se haya podido deber a una falta de cuidado,
inteligencia y honestidad. Si Mateo fue inspirado para presentar la genealogía,
es imposible que Dios pudiese mentir o errar.
     Pero
la prueba del propósito divino en esta genealogía aparece también en otros
aspectos. ¡No podemos imaginar a alguien que por razones puramente humanas haya
sido capaz de seleccionar a mujeres tales como las que se mencionan al
principio de la cadena! ¡No es posible imaginar a un judío que por propia
elección insertara sólo a éstas en su genealogía del Mesías! ¡No se mencionan
mujeres de renombre para los judíos en el linaje del Mesías tales como Sara,
Rebeca, Lea o Raquel; sino que “Judá engendró de Tamar a Farez y a Zara”! Por
cierto que no se puede atribuir a ningún accidente el traer a la luz del Nuevo
Testamento una historia tan escandalosa, corriendo el riesgo de deshonrar al
Mesías. Y ¿es “según la costumbre de los hombres” proclamar el hecho de que
“Salomón engendró de Rahab a Booz”; o de que “Booz engendró de Rut a Obed”
(Mateo 1:5)? Y cuando descendemos hasta “el rey David”, ¿qué puede uno decir al
recordar la principal vergüenza que mancilló su vida: “David engendró a Salomón
de la que fue mujer de Urías”? ¡Una mujer incestuosa, otra prostituta, otra
moabita y, para finalizar, una adúltera! ¡Nunca se vio una elección semejante,
y frente a tantas mujeres admirables y santas que fueron obviadas!
     No; resulta increíble que un sacerdote o
escriba haya alguna vez emitido como documento legal semejante registro
genealógico. Además, no se puede concebir que el mismo Mateo haya alguna vez
pensado hacerlo o se haya atrevido a hacerlo sin el poder del Espíritu
inspirador que operara en él para ese fin. Ello a primera vista es lo más
opuesto que pueda haber a todo instinto natural. Nada puede explicarlo excepto el directo y profundo propósito de
Dios,
quien tuvo a bien revelarnos a nosotros las profundidades del pecado
que abundó entre los ancestros del Mesías, calma pero expresamente señalados, a
fin de que veamos en Su redención, la gran verdad de que “cuando el pecado
abundó, sobreabundó la gracia por Cristo para gloria de Dios”. Mas si el
Espíritu Santo es el verdadero autor, y el resultado es la Palabra de Dios,
¿quiénes y qué son aquellos que prueban ventura en sus despreciables e impías
críticas?
     Nuevamente, el mismo espíritu de
incredulidad objeta la genealogía de Mateo con el argumento de que es de la
línea de José; ¡mientras que la que ellos quieren es la de María! Aquí se pone
de manifiesto una extrema ignorancia; pues para satisfacer a un judío
inteligente, era necesario que la genealogía descendiese de Salomón, y ello era
posible sólo a través de José. Si nuestro Señor no hubiese heredado legalmente su título —su derecho al
trono de David—, no habría podido ser el Hijo de David en la línea directa
real. Y precisamente a Mateo le correspondía demostrar que Jesús, sin ninguna
duda, era el Heredero desde Salomón, cuya sucesión fue confirmada por Jehová
con juramento: el verdadero y esperado Hijo de David, el que era el Señor de
David, pero nacido de la virgen, lo que lo distinguía de todos los demás;
Emanuel, aunque Jehová, el que salvaría a su pueblo de sus pecados.
     La genealogía de Lucas, por otro lado —la
cual es algo completamente erróneo considerarla como la genealogía de José, ya
que puede demostrarse que es la genealogía de María
[4]  
era esencial como prueba de que nuestro Señor era Hijo de María, no de forma
legal sino real. Jesús era Hijo de Dios e Hijo del Hombre en una sola Persona:
“Luz para revelación de los gentiles, así como gloria del pueblo de Dios,
Israel” tal como lo ilustra todo este Evangelio. Él era verdaderamente hombre
¿cómo sino habría alcanzado a la humanidad toda, o aun a Israel, como Salvador?
También era verdaderamente Dios: de lo contrario nunca se hubiera revelado
adecuadamente en Su vida, ni servido eficazmente en Su sangre expiatoria y en
su muerte, como lo testifican todos los evangelios, y sobre todo el de Juan.
Así, pues, conforme a la ley, Cristo era el heredero de José; mientras que
tanto natural como sobrenaturalmente era Hijo de María; y sobre todo era el
Unigénito Hijo de Dios por la eternidad. Este último carácter lo señala Juan,
quien no presenta ninguna genealogía terrenal al igual que Marcos, aunque por
una razón totalmente diferente: Juan presenta a Jesús como Dios, por lo que
está muy lejos de una genealogía; Marcos, en cambio, presenta a Jesús como el
Siervo de Dios que satisface todas las necesidades del hombre, entre las cuales
nadie busca una genealogía.

2. Los Evangelios Sinópticos
comparados

     El siguiente caso que podemos revisar aquí
es el que se refiere a la inextricable dificultad que han hallado algunos
críticos al comparar los Evangelios Sinópticos, y sobre todo al partir de la
suposición de que los escritores que se sucedieron unos a otros tuvieron a su
disposición el Evangelio o los Evangelios que les precedieron. La conclusión a
la que llegan es que los evangelistas tuvieron una tradición oral o enseñanza
común, mientras que cada uno fue dejado en libertad para relatar su propia
historia con todas las modificaciones propias de la debilidad humana, sin
faltar también veracidad. Permítaseme citar al difunto deán Alford a modo de
ejemplo de la teoría postulada, la que para él era no sólo algo típico, sino
particularmente claro e innegable por sus frecuentes alusiones a ello.

«Las verdaderas discrepancias entre nuestras
historias evangelísticas son muy pocas, y éstas casi todas del mismo tipo. Son
simplemente el resultado de la entera independencia de los relatos.
Principalmente consisten en diferentes ordenamientos cronológicos expresados o
implicados. Un ejemplo de ello lo constituye la transposición antes observada
de la historia del paso por el país de los gadarenos, que en Mateo 8:28 y
siguientes precede a toda una serie de eventos que en Marcos 5:1 y sig. y en
Lucas 8:26 y sig. están a continuación. Tal es, de nuevo, la diferencia de
posición entre el par de incidentes relatados en Mateo 8:19-22 y el mismo par
de incidentes que hallamos en Lucas 9:57-60.»
[5]



     Él presenta todas estas cosas como
«verdaderas discrepancias», lamentándose, por un lado, de que haya enemigos que
quieran destruir la verdad valiéndose de ellas, y, por otro, de los ortodoxos
que pretenden armonizarlo todo a costa de la hermosura y naturalidad comunes.
     Ahora bien, ¿a qué se debe que un hombre
que amó sinceramente al Señor y a su Palabra se haya sentido impulsado a tan
desdichado dilema?: A que él dejó de sostener con resolución y firmeza que
“toda Escritura es inspirada por Dios”, y permitió, fuera de este principio, la
idea de que los escritores, “conjuntamente con otros, fueron abandonados a la guía de sus facultades
naturales”. Pero esto no es
inspiración divina. No está a la altura de la graciable guía del Espíritu Santo
que todo cristiano busca o debería buscar cada día. Si Alford hubiese limitado
sus ideas a la «mucha variedad» —es decir, a las discrepancias en puntos de
menor importancia— no habría podido resistir las demandas de otros que lo
aplican a cualquiera o a toda declaración, aunque sea de la mayor importancia.
El deán, pues, abandona el inquebrantable principio que la fe halla en la
divina inspiración de “toda Escritura”.
     ¿Puede haber un obstáculo más insuperable
que impida que los diferentes ordenamientos, que son igualmente inspirados,
hayan de ser recibidos implícitamente como la Palabra de Dios y como
absolutamente verdaderos? ¿Por qué atribuir tales diferencias de orden entre
los Evangelios a la debilidad humana? ¿Por qué no hacerlo a la sabiduría de
Dios? Uno puede simpatizar con un creyente que dice: «Aquí hay una dificultad
para la cual no encuentro solución; por eso esperaré, mientras investigo con
oración, en Aquel que lo dio por su Espíritu para mi consuelo e instrucción.»
Por lo tanto, como estoy seguro de que todo es absoluta e igualmente verdadero,
espero aún (si a Él le place) que la aparente discrepancia quede aclarada, tal
vez por mi propia lectura o quizás más probablemente por medio de otro
creyente. Pues somos miembros los unos de los otros, y por eso al Espíritu le
agrada ayudar. Lejos esté de mí hacer culpable a la Palabra de Dios de lo que
es mera culpa de mi propio abandono espiritual. En este caso, más allá de
pretender bajo ningún concepto el poder del Espíritu para enfrentar toda
cuestión difícil o para responder todas las objeciones posibles, permítaseme
decir que la clave principal la
constituye el propósito especial de
cada Evangelio (el cual puede ser distinguido, por gracia, a partir de sus
propios contenidos).
     Mateo a menudo fue guiado por Dios a
apartarse del mero orden de los acontecimientos a fin de dar lugar al más
profundo propósito del Espíritu de presentar el cambio dispensacional que tuvo
lugar a partir de la presencia del Mesías-Jehová y de su rechazo por parte de
los judíos. Lucas fue guiado a
actuar de forma similar al presentar los principios morales que brillaban en
las palabras y en los caminos de Cristo como el Santo nacido de mujer, el Hijo
de Dios, el Hombre entre los hombres en la tierra. La cronología en estos casos
quedó subordinada y eclipsada ante el objetivo de mayor peso que tenía el
Espíritu Santo. En ocasiones ordinarias fue preservada, y podemos comprobarlo
invariablemente en los evangelios de Marcos y de Juan, en los cuales el
propósito divino no interfiere con el simple orden de los acontecimientos.
     Mateo 8 comienza primero con el leproso
judío sanado; luego sigue con la sanación del siervo del centurión. Sin
embargo, el episodio del leproso tuvo lugar antes que el Señor subiese a la
montaña en los capítulos 5, 6 y 7, como lo podemos comprobar al comparar Marcos
1. El siervo del centurión no fue sanado hasta que el Señor descendió de la
montaña. Vemos también que la suegra de Pedro recuperó sus fuerzas después de
la fiebre, y naturalmente también la multitud de enfermos y poseídos fue
restaurada después de la puesta del sol de ese mismo sábado, como lo demuestra
sin ninguna duda el mismo capítulo de Marcos. Pues en su Evangelio, se
especifica el día y se guarda el orden de los acontecimientos; lo que no es así
en la porción de Mateo que estamos examinando, en donde solamente tenemos “y”,
“y”, “y”, sin ninguna fijación de tiempo, excepto al relacionar los versículos
16 y 17 con los versículos 14 y 15. Además, queda perfectamente claro a partir
de Marcos 4:35 que el paso a través del lago y la tempestad que obedeció la
reprensión del Señor tuvieron lugar a la noche del día que el Señor profirió
las grandes parábolas de Mateo 13, y que los dos endemoniados fueron liberados
en la otra orilla después de esto, siendo Marcos y Lucas inspirados a tratar más
detenidamente el caso más desesperante de Legión. No hay siquiera una sombra de
discrepancia; por cuanto Mateo declara los hechos sin referencia alguna de
tiempo, y lo hace en el orden apropiado para presentar un despliegue del poder
del Señor en un detallado testimonio sobre la tierra que muestra el cambio
dispensacional que era inminente. Marcos los presenta en el orden que
sucedieron en el ministerio del Señor; lo cual nos permite ver cuánto se
apresuran aquellos que quieren poner un relato en contra del otro. El propósito
del Espíritu explica cada uno de ellos y todos.
     Podemos agregar que Lucas 9 parece indicar
que «el par de incidentes» que ilustran la posición de Cristo en Marcos 8
ocurrió históricamente después de la transfiguración presentada en el capítulo
17 de Mateo. Por esa razón no tenemos ninguna referencia al tiempo en el primer
Evangelio. Esto destruye todas las razones para la acusación de «verdaderas
discrepancias». Es indigno de un creyente que algo de esa naturaleza resulte en
un injustificable insulto a la Escritura, debido al propio apresuramiento e
ignorancia.

3. El prefacio del Evangelio
según Lucas

     Hay un pasaje al que aluden continuamente
aquellos que sostienen que la misma Escritura niega su propio carácter divino y
que lo único que pretende es una simple diligencia en el uso de medios humanos
para arribar a la historia auténtica. Se trata del bien conocido prefacio al
Evangelio según Lucas. ¿Acaso justifica semejante conjetura? ¿Acaso contradice
aunque sea en lo más mínimo a 2.ª Timoteo 3:16? ¿No es un Evangelio tan
plenamente inspirado como una Epístola? ¿Acaso no son ambos Palabra de Dios por
igual? Y la Palabra de Dios ¿no es acaso inspirada tanto de hecho como de
nombre?
     “Puesto que muchos tomaron entre manos
publicar un relato acerca de los asuntos que están plenamente establecidos (o
creídos) entre nosotros, conforme nos entregaron los que desde el principio
fueron testigos oculares y ministros de la palabra, pareció bien también a mí,
habiendo seguido con exactitud todas las cosas desde el principio, escribirte
con orden, excelentísimo Teófilo, para que conozcas plenamente la certidumbre
acerca de las cosas (o palabras) en las cuales fuiste instruido” (Lucas 1:1-4,
versión del autor).
     ¿Acaso puede haber un testimonio más
sorprendente de un propósito divino y de un carácter especial? Este Evangelio,
más que cualquier otro, desarrolla los caminos y las palabras del “hombre
Cristo Jesús quien se dio a sí mismo en rescate por todos” (1.ª Timoteo 2:6), y
no del Mesías rechazado por los judíos ni del Siervo para las necesidades del
hombre y especialmente del Evangelio, ni tampoco del Verbo divino hecho carne,
el Unigénito Hijo. En el evangelio según Lucas, Jesús es presentado de forma
preeminente como el Hijo del Hombre entre los hombres, y por eso su linaje
desciende hasta Adán, aunque se demuestra asimismo con cuidado que es el Hijo
de Dios como ningún otro. Aquí podemos apreciar la hermosa reseña no sólo del
niño recién nacido, sino de su juventud. También tenemos el sábado en la
sinagoga de Nazaret, donde Él leyó la primera parte de Isaías 61, cerrando el
libro (o el rollo) exactamente donde tuvo cumplimiento ese día. Frente a las
expresiones de incredulidad de los israelitas, Él les recordó el largo período
de hambre que padecieron cuando la gracia de Dios alcanzó a la viuda de Sarepta
gentil, y acerca del sirio que fue limpiado cuando hubo muchos leprosos en
Israel.
     Es en este Evangelio donde aprendemos más
que en cualquier otro lado acerca de la oración del Señor. Sólo aquí
encontramos a la viuda de Naín quien le dio a su único hijo, el que fue
resucitado del lecho de muerte y devuelto a su madre. Aquí se consigna la
conmovedora historia de la mujer arrepentida en la casa de Simón el fariseo,
perdonada, salvada y en paz. Aquí leemos respecto a muchas mujeres bendecidas
de diversas maneras a las cuales Jesús les permitió que le ministrasen de sus
bienes. En este evangelio se nos dice que Juan y Jacobo fueron reprendidos
debido a su falta de gracia hacia ciertos samaritanos. Aquí encontramos la
misión de los setenta y el llamado del Señor a gozarse en los privilegios
celestiales antes que en el poder sobre el enemigo. Aquí el Señor enseña Quién
es mi prójimo mediante el buen samaritano. Aquí se anuncia la buena parte de
María a la ansiosa y bulliciosa Marta. Aquí el rico insensato es puesto al
descubierto con el objeto de reprochar a aquellos que querían hacer de Cristo
un partidor de herencias. Aquí la actitud de esperar al Señor se presenta como
superior al hecho de trabajar para él, aunque los suyos son llamados a ambas
cosas.
     Aquí a los hombres que parlotean de
juicios se les advierte que si no se arrepienten, todos perecerán igualmente.
Aquí se nos presenta la gran cena, y el desprecio del hombre por la bondad de
Dios que lo convida. Aquí vemos las parábolas combinadas de la oveja perdida,
de la moneda perdida y del hijo pródigo, y también el amor y el gozo del Padre
para salvación. Aquí nos encontramos con los prudentes que lo sacrifican todo
en vista del futuro. Aquí la luz de lo invisible nos muestra a Lázaro cambiando
la más extrema pobreza de la tierra por el seno de Abraham, y al hombre rico su
suntuosa comodidad por tormentos indescriptibles. Aquí el recaudador de
impuestos es justificado antes que el fariseo que confiaba en sí mismo. Aquí el
Hijo del Hombre trae la salvación al rico Zaqueo. Y aquí mismo, más adelante,
los gozosos discípulos alaban a Dios diciendo: “¡Paz en el cielo, y gloria en
las alturas!”, así como al principio las huestes celestiales atribuyeron
“gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los
hombres”. Sólo en Lucas tenemos la conmovedora seguridad de la negación de
Simón Pedro, de su restauración mediante la intercesión del Señor y de su subsiguiente
confirmación de sus hermanos. Únicamente aquí leemos acerca del ángel que
apareció para fortalecer a Cristo y de Su sudor de sangre. Aquí vemos a las
hijas de Jerusalén puestas sobre aviso; sólo aquí tenemos al ladrón convertido
que estuvo con Él en el Paraíso ese día. Aquí, al final, tenemos la caminata
del Jesús resucitado a Emaús. Aquí tenemos la predicación del Evangelio a todas
las naciones, el arrepentimiento y la remisión de pecados en Su nombre,
comenzando con Jerusalén. Y aquí vemos la ascensión del Señor desde Betania al
cielo entretanto bendecía a los suyos en la tierra.
     Así, pues, tenemos distintos hechos y
palabras que indican un propósito definido y, sin duda, un propósito mucho más
profundo que la mente de Lucas, aunque Dios obró poderosamente en sus afectos y
en su entendimiento, tal como lo hizo en cada uno de los hombres inspirados.
Pero a Lucas particularmente le fue confiada la tarea de seguir a Cristo moralmente y en Su gracia hacia los
hombres de forma universal. Por tal motivo, su prefacio exhala el aroma de ese
propósito; y él menciona los motivos que le animaron a escribir a otro
condiscípulo, en lugar de emprender su tarea sin hacer ninguna mención acerca
de sí mismo ni de Teófilo. El elemento humano está, pues, aquí en su apogeo
como a lo largo de todo el evangelio. Éste es precisamente el carácter especial
con que Dios tuvo a bien investir al médico amado —quien es distinguido junto
con otros de los de la circuncisión en Colosenses 4— a quien utilizó para
escribir a un joven cristiano que era gentil. Por eso este evangelio, aunque
comienza con “al judío primeramente” —al igual que el apóstol Pablo—,
rápidamente se desliga de las trabas judaicas, y revela en el Salvador lo que
Dios es en gracia para el hombre.
     Esto es precisamente lo que ocurre con el
prefacio, la introducción y la dedicación a Teófilo con su título gentil.
Lucas, antes que comparar su relato de nuestro Señor con la composición de los
demás, más bien lo contrasta. Si los “muchos” que emprendieron la tarea la
hubieran llevado a cabo con la certeza que se requería, no habría habido
ninguna necesidad de él. Pues los otros habrían emitido sus informes, de
acuerdo con la tradición de aquellos que desde el principio fueron testigos
oculares y ministros de la palabra. Tampoco Lucas los censura ni a ellos ni a
sus relatos. Pero también a él le pareció bien, habiendo seguido todo con
exactitud desde el principio, escribir de una manera ordenada para que Teófilo
conociese la certeza acerca de las cosas en que fue instruido.
     Lucas no nos relata de qué manera obtuvo su pleno y exacto conocimiento de toda esta
historia de infinito interés e importancia, como tampoco lo hizo ninguno de los
escritores inspirados. Pero él abre su mente y su corazón de una manera que le
es peculiar, aunque en perfecta armonía con el Evangelio en todas sus partes,
de modo de llevar el sello del Espíritu Santo que opera en él sin errores para
ese objetivo. “Toda Escritura es inspirada por Dios”, y el Evangelio de Lucas
no constituye ninguna excepción. Mas si los benignos y piadosos motivos del
escritor aparecen en el prefacio de una manera inusitada, también se hace
evidente la absurdidad y superflua estrechez de los críticos al pervertir ese
hecho, hermosamente característico, con el fin de rebajar la divina autoridad
de este libro de la Escritura que fue escrito por su intermedio. Al contrario,
esto constituye una prueba adicional y poderosa, entre paréntesis, de cómo Dios
le inspiró para llevar a cabo la tarea de una manera que escapa a las
capacidades del hombre, el cual falla incluso en verla una vez hecha.
     Tampoco hay fundamento alguno, como puede
señalarse aquí, para sostener que Lucas diga que derivó sus conocimientos de lo
que fue entregado por otra gente, como lo hicieron los que emprendieron los
relatos mencionados, los que evidentemente no fueron los evangelios que
poseemos. Lucas, al igual que los demás evangelistas, escribió su evangelio con
pleno conocimiento de su exactitud. Pero no era lo usual que los hombres inspirados
hablasen de ese divino poder que los facultó, a cada uno y a todos, para
comunicar la verdad mediante palabras enseñadas por el Espíritu Santo. La
verdad brilla en su propia luz, y no precisa de ninguna vela humana para ser
vista. Es la luz que proviene de Dios, si bien el ciego es incapaz de verla,
pues solamente el benigno poder de Dios puede abrir sus ojos.

4. 1.ª Corintios 7

     1.ª Corintios 7 ha
sido citado con demasiada confianza por ir aún más lejos, y ¡por contradecir la
inspiración! Si esto fuera cierto resultaría extraño, ya que la epístola a los
Corintios no sólo constituye una de las comunicaciones más importantes del
Nuevo Testamento, sino que comienza expresamente con la reivindicación que hace
el autor de su autoridad apostólica. Por eso constituye una de esas epístolas
que el apóstol Pedro clasifica entre las “Escrituras” (2.ª Pedro 3:15-16). No
obstante, puesto que esto se alega para probar que los apóstoles «a veces
admiten francamente que no están hablando por inspiración», nos vemos obligados
a refutar esa perversión.
     Cualquier deducción de esa índole inferida
del v. 6 es absolutamente infundada: “Mas esto digo por vía de concesión, no
por mandamiento.” Lo que quiere significar el apóstol es que lo que dice aquí
no es en carácter de mandamiento, sino como concesión. No impone ninguna
obligación a los santos con respecto al consejo dado en el v. 5, sino que es
algo que les recomienda. Fue inspirado para hablar así. El error estriba en el
sentido del permiso que el Señor le dio para escribir, por lo cual él quiere
decir que no se trataba de una obligación para ellos, sino que era algo para su
discreción delante del Señor. Compárese 2.ª Corintios 8:8.
     El versículo 10 también es aducido e
igualmente mal comprendido: “Pero a los que están unidos en matrimonio, mando,
no yo, sino el Señor: Que la mujer no se separe del marido.” Los racionalistas,
a partir de estas palabras, pretenden hacer una distinción entre inspirado y no inspirado. En tanto que el apóstol está llamando la atención al
hecho de que el Señor mismo había resuelto personalmente esta cuestión, y por
eso ahora tal cosa no fue dejada en manos de Su siervo (véase Mateo 19:6 y
Marcos 10:12). Esto se torna notablemente claro en el v. 12: “Y a los demás yo
digo, no el Señor.” Pues el caso que ahora se planteaba, no había sido
reglamentado por el Señor, como puede advertirse en los evangelios. Por lo
tanto, el apóstol, por el Espíritu Santo, resuelve el caso en virtud de la
autoridad que le fue conferida. Pero ello tenía que provenir —y de hecho era
así— del Señor, aunque Él mismo no lo haya decidido personalmente. El problema
se originó a raíz de los matrimonios mixtos (la unión de un creyente con un
incrédulo) que surgían a medida que el Evangelio se difundía. Luego, conforme
al Antiguo Testamento, el judío estaba obligado a abandonar al cónyuge gentil.
El apóstol, en contraste, muestra que ahora interviene la gracia; por lo que,
si un hermano tiene una esposa inconversa y ella consiente en habitar con él,
él no la ha de dejar; y la mujer que tiene un marido incrédulo que consiente en
habitar con ella, no debe dejar al marido. Aquí, pues, por no decir en todo
lugar, se requería la autoridad divina de una manera absoluta. ¿Sería posible,
pues, que esta determinación no fuese nada más que el «elemento humano»?
     El mismo hecho de que el Señor, cuando
estuvo en la tierra, no se haya referido a esta situación, hacía resaltar aún
más la autoridad del apóstol, el cual, bajo el Evangelio, reemplaza lo que la
ley demandaba de un hombre o de una mujer judía en circunstancias análogas a
las de antaño. Dios ya no reconoce más la debilidad o los acuerdos parciales de
la ley. Ahora reina la gracia. La verdad es pronunciada conforme al Dios
plenamente revelado; y el apóstol —no el Señor en persona— era aquí el
portavoz, del mismo modo que la Epístola es la comunicación inspirada a fin de
que la tengamos aquí en forma viva, tal como tuvimos la otra para nuestra guía
permanente en los evangelios. Está claro, pues, que a duras penas cabe la posibilidad
de que exista una refutación más convincente de la pretensión racionalista que
el verdadero poder de los v. 10 y 12 que tenemos ante nosotros. No solamente
que aquí no existe la más remota intención de rebajar el carácter y el peso de
lo que el apóstol escribe, en comparación con el Señor, sino que el pasaje pone
de manifiesto, de una manera singularmente sorprendente, la autoridad conferida
al apóstol en consonancia con la libertad del Evangelio para remover las trabas
impuestas por la ley sobre el antiguo pueblo de Dios cuando se contraía
matrimonio con gentiles. No fue el Señor cuando estuvo en la tierra, sino Pablo
quien ahora, por su autoridad derivada del cielo, abroga las restricciones
judaicas, las cuales, sin esta palabra apostólica, seguramente habrían
entorpecido la cuestión e impedido la voluntad del Señor en la Iglesia. “Esto
ordeno en todas las iglesias” (v. 17). ¿Puede haber otra prueba más poderosa?
     Hay todavía otra situación, no con
respecto a la conducta mutua de los creyentes en el estado marital, ni tampoco
acerca de la condición mixta de los cónyuges (un matrimonio constituido por un
creyente y un incrédulo), sino respecto de las vírgenes o de los solteros en lo
que resta del capítulo. Aquí el apóstol declara que no tiene mandamiento del
Señor, sino que da su juicio, como quien recibió misericordia del Señor para
ser fiel (v. 25), concluyendo con las siguientes palabras al final: “Y pienso
que también yo tengo el Espíritu de Dios” (v. 40).
     Aquí también es igualmente absurdo suponer
que el apóstol transmita una sola palabra que derogue su propia autoridad
apostólica. Pero este último caso constituye un interesante ejemplo de lo que
muchos dejaron de ver en los caminos de Dios con respecto a su Palabra. Todo lo que está escrito allí es inspirado,
tanto la última parte del capítulo como la primera. Pero así como el apóstol
había mostrado en la primera parte que el Señor había establecido los
principios generales del matrimonio, y él mismo había resuelto el caso especial
de los matrimonios mixtos, así también aquí, en la última parte del capítulo,
fue inspirado a dar a los solteros no un mandamiento del Señor, sino su propio
juicio. Con toda seguridad el apóstol fue facultado a formarlo y a expresarlo,
si alguna vez algún hombre pudo hacerlo. No obstante, la intención de Dios al
inspirar de esta manera al apóstol era distinguir este caso particular de un
mandamiento del Señor, lo cual, en todos los demás asuntos irrestrictos,
declara que lo que escribía era tal (cap. 14:37).
     Por
lo tanto, en la Escritura, como regla, tenemos “los mandamientos del Señor”.
Pero lo que tenemos aquí es lo que la inspiración distingue cuidadosamente como
un claro juicio espiritual dado como tal por el fiel apóstol a los fieles para
su provecho y guía. Por el propósito de Dios, dicho juicio no fue impuesto
inflexiblemente sobre la conciencia, sino presentado a los santos con el
excepcional valor de uno que trabajó más que cualquier otro en el Evangelio; de
uno que reveló la naturaleza, el carácter y la esperanza de la Iglesia como
ningún otro, ni siquiera apóstol, lo hizo. La incredulidad de los racionalistas
quisiera hacer de toda la Escritura lo que constituye el carácter de este
excepcional pasaje: no el mandamiento del Señor, sino la santa opinión que un
eminentísimo siervo del Señor da de una importante cuestión que atañe a la
práctica cristiana, y que nos fue transmitida a nosotros. Ellos solamente no
alcanzan a ver que la inspiración admite un juicio piadoso encomendado a
nuestra consideración, del mismo modo que admite las palabras de hombres
mundanos y perversos, y aun de Satanás mismo, casos todos éstos que ninguna
persona juiciosa supondría que fuesen los “mandamientos del Señor”. Pero todas
esas palabras son inspiradas por Dios de igual manera, por el hecho de ser
«Escritura», pues “toda Escritura es divinamente inspirada”. Ahora bien, la
naturaleza del caso determina que el registro de consejos perversos o de seres
perversos no puedan ser los mandamientos del Señor. Por eso el apóstol claramente
exceptúa de la categoría lo que pronuncia de su propio juicio espiritual. En
este caso, sería perverso no recibirlo como tal. Y peor todavía sería negar que
lo que escribió sin ninguna restricción semejante son los mandamientos del
Señor. La excepción confirma la regla. Pablo discrimina su juicio en este caso
particular para que sea lo que realmente es, y lo que Dios destinó que fuese.
Todo lo demás es el mandamiento del Señor. Pero aun un juicio caracterizado de
esta manera como el suyo es Escritura, y “toda Escritura es inspirada por
Dios”.

5. 1.ª Timoteo 5:23 y 2.ª
Timoteo 4:13

     Estos dos versículos constituyen un
preciso ejemplo de textos que la incredulidad considera indignos de inspiración
divina. Será de interés y provecho considerar, en nuestra medida como
creyentes, por qué Dios tuvo a bien darle a cada uno de ellos un lugar en su
Palabra. Para los neocríticos, detalles vulgares como éstos, que faltan por
completo en el elemento teológico, parecen estar por debajo de la operación del
Espíritu Santo para una utilidad permanente.
     Se notará que ambos versículos se
encuentran en las Epístolas Pastorales, y en las dos dirigidas por el apóstol
Pablo al consiervo hacia quien tenía el más profundo afecto. La epístola a Tito
no tiene esas comunicaciones tan afectuosas y familiares, y ello estaba a tono
con su carácter. Asimismo existe una ligera diferencia con la epístola a
Filemón, lo cual es de una exquisita belleza moral en su lugar. Todas estas
epístolas son de sumo valor para la instrucción o preparación en justicia que
Dios se propuso dar por medio de estas Escrituras. Cada una de ellas, en
variadas formas, ilustran el poder del Espíritu Santo que mora y obra en el
hombre y también en su propio cuerpo que ahora es hecho miembro de Cristo y
templo del Espíritu Santo que está en él y que tiene de Dios (1.ª Corintios
6:15). Él ya no es suyo, sino que fue comprado con un precio, y por ello ha de
glorificar a Dios en su cuerpo. Esto, entre paréntesis, que parece extraño y de
bajo nivel a los ojos naturales o filosóficos, llevó a la temprana corrupción
del texto mediante la adición de las palabras «y en vuestro espíritu, los
cuales son de Dios» (1.ª Corintios 6:20). Pero no cabe la menor duda de que en
el texto genuino estas últimas palabras están omitidas, lo cual se halla
ampliamente atestiguado por los mejores manuscritos, la mayoría de las
versiones antiguas y otros excelentes testigos. Tampoco debemos abrigar ninguna
duda acerca de la doctrina general del cuerpo del creyente, el cual ahora es
para Dios, tal como lo reclama la Escritura (Romanos 5:12, 13, 19; 12:1; 2.ª
Corintios 4:7, 10, 11; Filipenses 1:20). Pretender la santidad de espíritu a la
vez que se le otorga licencia al cuerpo, no fue ninguna particularidad de los
paganos ni de los gnósticos. La Escritura no da cabida alguna para semejante
antinomianismo. El cuerpo es para el Señor, y en él mora el Espíritu Santo.
Dios es sabio. El hombre no puede mejorar la Escritura, pero le ocasiona daños
a través de sus agregados y correcciones.
     Lo que tenemos ahora es el don, el don del
Espíritu dado en Pentecostés, el cual comunica su carácter distintivo a la
inspiración del Nuevo Testamento. Esto se expone en las Epístolas, las que
siguen minuciosamente el infinito hecho del Hijo de Dios que revela al Padre y
que cumple la redención, que propaga el Evangelio y edifica la Iglesia, tal
como lo relatan los evangelios. Hubiese sido realmente extraordinario si al
elemento humano no se le hubiese otorgado un lugar nuevo y más rico que nunca,
precisamente cuando Dios se estaba dando a conocer plenamente a sí mismo y
había realizado esa obra en que fue perfectamente glorificado. Cristo
constituye la clave y la perfecta manifestación de ambos, lo cual no habría
sido posible si no hubiese sido verdaderamente Dios y verdaderamente hombre, y
si no se hubiese manifestado como tal.
     Tomemos la epístola a los Romanos. Allí el
apóstol desarrolla de forma elaborada la justicia de Dios frente a la probada
injusticia del hombre, así como el andar santo —la práctica cristiana— al cual
es llamado el cristiano. Sin embargo, desde este inmenso ámbito de verdad y
gracia divinas, el último capítulo se vuelve hacia las más conmovedoras
salutaciones de amor con tan cordial interés individual en cada una de ellas,
que no tienen parangón. Y ello se torna más sorprendente aún si consideramos
que la epístola a los Romanos fue escrita a todos los santos de la metrópoli
del mundo, a la cual el apóstol todavía no había visitado. No obstante, en su
epístola los sentimientos del apóstol lo movieron a entrar en detalles
característicos del servicio de los santos, muchos de los cuales eran hombres y
mujeres humildes, honrados y amados a causa del nombre de Cristo por aquel que
era tanto Su mayor servidor como el que mayores cosas padeció por amor a Su
nombre. ¿No era esto algo verdaderamente divino? No obstante, ¿en qué otra
parte resalta más el elemento humano? Esta porción final de Romanos es
igualmente la Palabra de Dios, sobre la cual alguien bien ha dicho: «Nada es
demasiado grande para el hombre, nada demasiado pequeño para Dios.» Así como Él
se permite tales cosas, también obra eficazmente en Cristo y por medio de Su
Espíritu.
     No vemos variación alguna en las cartas
confidenciales que el apóstol dirigió a su verdadero y amado hijo en la fe. El
mandamiento de mayor peso se le imparte a Timoteo en la primera epístola, no
sólo con respecto al orden piadoso, sino también a la verdad fundamental, pero
también junto con instrucciones para tomar decisiones apropiadas en su posición
pública y con afectuosa solicitud por su salud corporal y sus frecuentes
enfermedades. Lo mismo vemos en medio de los peligros aún más solemnes que
contempla la segunda epístola, sumado al hecho de la pronta partida del
apóstol. Los afectuosos cuidados de Timoteo respecto de lo que el apóstol
quería en ese tiempo es algo plenamente tenido en cuenta, como el amor siempre
lo hace (2.ª Timoteo 4:13). Tales episodios estarían sin duda fuera de lugar en
las órdenes impartidas por un obispo o en una encíclica papal; mas ellos ponen
de manifiesto de forma admirable el clima totalmente diferente de la Escritura,
y en particular del Nuevo Testamento. El Espíritu Santo allí, obrando en el
hombre, se complace en combinar el celo por los eternos principios de la
naturaleza y gloria de Dios en el Evangelio y en la Iglesia como testigo de Su
verdad, con la consideración hacia un fervoroso hombre de Dios, no sea que se
someta exageradamente a escrúpulos abstinentes y renuncie a esa libertad de uso
de que goza la criatura, y que requería su bienestar físico. En esas
circunstancias, aun cuando la inminente e irreparable ruina de la profesión
cristiana fue notificada junto con las santas e infalibles salvaguardias para
los más difíciles tiempos, el mismo Espíritu no deja de mostrar que Sus
participaciones en los más pequeños detalles de la vida son perfectamente
compatibles con las últimas palabras, tan solemnes, del gran apóstol. ¿Acaso no
hallamos el mismo principio en el encargo que hizo el Salvador a su discípulo
antes de morir (Juan 19:27)?
     Examinemos cada pasaje:

“Ya no bebas
agua, sino usa de un poco de vino por causa de tu estómago y de tus frecuentes
enfermedades” (1.ª Timoteo 5:23).
     
 “Trae, cuando vengas, el capote que dejé en
Troas en casa de Carpo, y los libros, mayormente los pergaminos” (2.ª Timoteo
4:13).

     En el primer texto, la sabiduría divina
vence la mórbida tendencia de un siervo verdaderamente devoto. El cuerpo es
para el Señor, como el Señor para el cuerpo. Así, pues, como la impureza es
mala, también el ascetismo es impertinente, aunque la carne puede gloriarse en
el último, del mismo modo que puede ser indulgente en lo primero. Cristo
solamente mantiene la santidad y la libertad; y el apóstol fue inspirado aquí
para exhortar a Timoteo con este principio. Un rabí o un teólogo podrán
considerar una referencia de esta naturaleza por debajo de la dignidad de un
mandato divino para todos los tiempos. Mas con eso los tales no hacen más que
poner al desnudo la vana arrogancia del vaso de barro. Aquí tenemos el tesoro
dentro de éste. Aquí reconocemos la condescendencia del amor de Dios, del mismo
modo que la majestad de Su verdad y la pureza de Sus caminos, en el mismo
contexto, recalcadas mediante las palabras que inspiran reverencia con vigorosa
fuerza: “Te encarezco delante de Dios y del Señor Jesucristo, y de sus ángeles
escogidos, que guardes estas cosas sin prejuicios, no haciendo nada con
parcialidad” (1.ª Timoteo 5:21).
     El segundo texto proporciona una lección
que debemos aprender, frente a semejante crisis en la vida del apóstol y al
entregar su mensaje final, por el Espíritu, al mismo querido colaborador en un
tono de la más profunda gravedad y sobre una verdad que tenía por objeto ser el
sustentáculo permanente de los piadosos en tiempos en que los engañadores irían
de mal en peor, engañando y siendo engañados. El apóstol estaba nuevamente
prisionero, ya para ser derramado, y habiendo llegado el tiempo de su
liberación, esperaba la corona de justicia que el Señor le daría, y no sólo a
él, sino también a todos los que aman Su aparición. Le dice a Timoteo que sea
diligente para venir a él pronto, pero también que traiga consigo el capote que
dejó con Carpo en Troas. Además le dice que venga antes del invierno (v. 21).
¿No nos da esto un conmovedor vistazo de por qué él quería “el capote”? Dios no
se olvidaba de las necesidades de su siervo ni de las nuestras. ¿No tenemos
nada que aprender si el apóstol carecía de medios para obtener un capote nuevo
o si consideraba que era de Dios más bien pedir el viejo? Tampoco “los libros”
dejan de constituir una guía para nosotros. No creo que el apóstol tuviera en
mente ni las “sagradas letras” del Antiguo Testamento (cap. 3:15), ni el
genérico “Escritura” del v. 16, sino que más bien pensaba en sus “libros” de
tipo corriente. El apóstol no era ningún fanático, sino, tal como esto lo
demuestra, todo lo contrario, y particularmente en un momento como ése. “Los
pergaminos” era lo que más deseaba. Eran necesarios para un uso más permanente,
y probablemente aún no habían sido escritos, es decir, que estaban en blanco.
¿Los desearía para copiar sus epístolas, ahora que vislumbraba la inminencia de
su partida? Grande es la gracia del Señor al otorgar lo que aquí se transmite,
no como una nota privada, sino en una de sus epístolas, la cual es una de
aquellas que el apóstol Pedro describe como “Escrituras” (2.ª Pedro 3:16). Tal
es el elemento humano de la Palabra de Dios.

6. Comparación entre la segunda
epístola de Pedro y la de Judas

     Ahora podemos comparar la segunda epístola
de Pedro con la de Judas. La «erudita» ignorancia se complace en poner una en
contra de la otra, rebajando a una de ellas —si no a las dos— y negando la
divina inspiración de ambas en todo sentido adecuado. En épocas relativamente
tempranas, la incredulidad operó en las activas mentes de Orígenes, de Eusebio
de Cesarea, de Teodoro de Mopsuestia y de muchos más. Tampoco debemos
sorprendernos de esto, pues todos éstos no fueron menos atrevidos en sus
especulaciones acerca de la persona de Cristo lo mismo que con respecto a la
revelación en general. Es fácil sentir dificultades y suscitar dudas. Se
requiere desconfianza en uno mismo y fe en Dios a fin de obtener la divina
solución para las primeras y la disipación de las segundas. En todo caso, el
incontestable peso de la verdad revelada es tan enorme en todas las discutidas
epístolas del Nuevo Testamento —no sólo en contra de los primeros escritos
espurios, sino también de lo mejor de lo que quedó de los escritos
posapostólicos— que desacreditar los primeros es tan inexcusable como aceptar
los últimos. Las circunstancias pueden ser adversas, y las influencias pueden
llevar a las almas a este o a aquel lugar por un tiempo. Pero así como los
escritos que componen el Nuevo Testamento fueron recibidos desde un primer
momento como divinamente inspirados sin el menor cuestionamiento, así también
frente a un estado de profundo decaimiento y degeneración, las objeciones y los
razonamientos de la incredulidad desaparecieron por su propia insignificancia.
Hoy, como entonces, hay individuos que los hacen revivir, hasta que el furor
del librepensamiento en los tiempos modernos envalentonó a los hombres en todo
lugar a hacerse la ilusión de que la fe en la revelación está prácticamente
extinta de la tierra. ¡Qué poco enterados están de que éstos son los
precursores de esa oscura y destructora hora que aguarda a la cristiandad
cuando haya llegado la apostasía y haya sido revelado el hombre de pecado! Sin
embargo, a Pablo se le encomendó revelar esto en una de sus primeras epístolas.
Él suministró la luz de Dios; y ellos desplegaron la oscuridad de la fosa,
antes que aquel día venga.
     El hecho es que estas dos epístolas llevan
las indelebles marcas de la inspiración divina. No podemos dudar de que sus
escritores estuvieran familiarizados el uno con el otro, y ambos lo estaban con
el Antiguo Testamento así como con la revelación cristiana. Los hechos y las
verdades que llenan ambas epístolas estaban habitualmente ante sus almas hasta
que el Espíritu Santo vio conveniente apuntar sus comunicaciones de esta forma
permanente. Ningún creyente sensato puede sorprenderse de que no haya un
pequeño terreno común de solemne advertencia y de urgente importancia. Pero es
del más profundo interés trazar esa diferencia de propósito espiritual que solamente Dios hizo o pudo haber efectuado
alguna vez. El racionalismo falla por completo en discernirla. Empero las
pruebas de ello son intrínsecas y también claras, como también irresistibles en
la medida de nuestra fe. Así debía ser en un libro moral como la Biblia, sobre
la cual las demostraciones matemáticas no sólo serían absurdas e imposibles,
sino también destructivas de su carácter y objeto. No cabe duda de que cada una
de ambas epístolas confirma a la otra, siendo ambas perfectamente verdaderas y
considerando ocasionalmente los mismos hechos y verdades. Pero ellas fueron
dadas por Dios con la trascendental misión de revelar Su mente de distintas
maneras con la mayor gravedad, lo cual una sola —perfecta para su propio
propósito— no podría haber hecho.
     Ambas epístolas tratan acerca de la
creciente ruina de la cristiandad. Pedro como una cuestión de injusticia hacia
Dios, y Judas de apartamiento de Su gracia.
     Advertimos en seguida que las dos
epístolas de Pedro se caracterizan por el lugar que se le da al gobierno moral
de Dios. La primera se relaciona
principalmente con el creyente, el que fue redimido y vuelto a nacer para una
esperanza viva por la resurrección de Jesucristo de los muertos, y quien
atraviesa el desértico mundo como extranjero y peregrino, padeciendo por causa
de la justicia y del nombre de Cristo.
La segunda epístola
tiene que ver más bien con las dificultades creadas por
la rebelde maldad no sólo del mundo, sino de aquellos que llevaron de forma
falsa y en injusticia el nombre del Señor, y con el pendiente, seguro y eterno
juicio de Dios.
     Judas se ocupa del más estrecho escenario
—pero con un mal más profundo— de hombres impíos que se introdujeron en
secreto, convirtiendo la gracia de nuestro Dios, y negando a nuestro único Amo
y Señor Jesucristo. Se trata más particularmente de apostasía, y no de
injusticia general como en la epístola de Pedro, la cual evidentemente la
encontramos particularmente en la profesión cristiana.
     Por eso en su segunda epístola, lo único
que dice Pedro de los falsos maestros es que niegan al Amo que los compró.
Ellos rechazan el título universal que tiene el Soberano Amo por adquisición.
En consecuencia, así como los santos recibieron junto con los apóstoles una fe
de igual precio por la justicia de nuestro Dios y Salvador Jesucristo y fueron
exhortados a añadir las cualidades morales convenientes a ello, los falsos
maestros son advertidos del justo e inminente juicio de Dios. Así, los ejemplos
seleccionados son vistos a la luz de ello. Dios no perdonó a los ángeles que
“pecaron”, ni tampoco al mundo antiguo, cuando vino el diluvio sobre los
“impíos”; aunque preservó a Noé, junto con otros siete, pregonero de “justicia”.
Después también redujo a cenizas a Sodoma y Gomorra, rescatando a Lot, hombre
“justo”; y en forma subsiguiente, Balaam es considerado largamente como uno que
amó el salario de la “injusticia”. En el capítulo 3 —donde Pedro predice que al
final de los días habrá burladores— se pone de manifiesto de forma vívida el
día del Señor y la completa disolución de toda la naturaleza, sobre cuya
solidez edifican los hombres antes descriptos, y a Dios que introduce nuevos
cielos y nueva tierra en los que mora la “justicia”.
     Judas, en cambio, llama la atención sobre
el hecho de que el Señor, habiendo salvado al pueblo de la tierra de Egipto, en
segundo lugar destruyó a aquellos que no creyeron. Pedro no habló de éstos,
sino Judas, quien se ocupa del apartamiento de la gracia y no de la simple
oposición a la justicia. Por tal motivo, cuando habla de los ángeles, se
refiere a aquellos que no guardaron su propio estado original. Fueron
apóstatas. Y cuando luego oímos de Sodoma y Gomorra, de la misma manera que aquéllos,
los describe como quienes van en pos de otra carne. Judas señala al arcángel
Miguel en contraste con la blasfemia o maldición. Asimismo, en el v. 14, así
como en Caín y Coré lo mismo que en Balaam, se nos presenta un cuadro muchísimo
más completo de la apostasía cristiana. En la contradicción de Coré, donde la
apostasía está claramente establecida, ellos han de perecer. También aquí
solamente tenemos la profecía de Enoc sobre el terrible fin; pues ese santo
hombre, en su visión, vio al Señor viniendo en juicio. Y Judas nos muestra a
Aquel que puede presentar a los santos con exultación y sin mancha delante de
su gloria; ello nos muestra la particular esperanza, y no la bendición general
de la que Pedro habló con tanta propiedad.
     No sería nada difícil establecer una
comparación detallada de las minuciosas pruebas verbales de los diferentes
propósitos que ocupan las dos epístolas. Pero esto suministraría pruebas que
interesarían principalmente a los estudiosos, por lo que su lugar más adecuado
se hallaría en un comentario exegético de ese tipo. Mi propósito aquí no va más
allá de aportar pruebas —pasadas por alto por quienes presumen de mucha
erudición, pero totalmente accesibles a todo creyente— de que no existe la más
remota razón para suponer que Pedro haya tomado prestado de Judas o vice versa. Al contrario, existe la más
irrefutable certeza, por sus propias palabras, de que el Espíritu Santo dio a
cada uno de ellos su línea característica, contribuyendo ambas con su solemne y
unido testimonio, y cada una en particular con sus diferencias de propósito y
aspecto del más elevado valor, a fin de darnos la completa verdad de Dios. Los
aspectos más sobresalientes son amplios para lo que ahora nos hemos propuesto.
Los detalles, si los presentáramos con honestidad e inteligencia,
suministrarían un cúmulo de confirmación.

7. La segunda y tercera
epístolas de Juan

     Concluiremos este capítulo con un breve
análisis de la segunda y tercera epístolas de Juan. Varios años atrás recuerdo al
Cardenal Weisman (por entonces rector del English
College
de Roma), en su celo por el catolicismo, desafiando a los
cristianos con respecto a estas dos epístolas. ¿Cómo demostrar mediante hechos
internos su inspiración? ¿Por qué no pudieron haber sido escritas por un hombre
muy santo y piadoso, sin ninguna ayuda proveniente de esa operación especial
del Espíritu Santo?
[6]
     Es así cómo el católico romano asume, en
principio, similar terreno que el ateo. En su ansiedad por exaltar las
pretensiones de su propia secta —la cual pretende que sea la iglesia de Dios—
él niega el intrínseco poder de la Escritura, el cual se manifiesta por sí
solo. El ateo de hecho lo rechaza de forma absoluta y lo niega más que el
hombre en cuestión. El católico romano considera a la Iglesia como el resguardo
de la palabra escrita, de modo que la Escritura queda así subordinada a la
autoridad eclesiástica.
     Uno cree el testimonio de Dios en virtud
de la esencia de la fe, porque es Él
el que habla y escribe. Si uno requiere a alguien más como garante a fin de
creer a su Palabra, ello no es otra cosa que creer al garante antes que a Dios.
En efecto, es frustrar el mismo objetivo y el fin deseado de la fe: poner al
alma que cree a su Palabra en inmediata relación con Dios. Es cierto que Él se
revela a sí mismo en Cristo; pero ¿acaso esto constituye un estorbo? Todo lo
contrario, pues Cristo sobre todo impulsa y lleva perfectamente a cabo esa
inmediata asociación con Dios, al estar Dios y el hombre en una sola persona.
Aquel a quien Dios envió habla las palabras de Dios. Mediante el cual —dice 1.ª Pedro 1:21— creemos en Dios, quien le
resucitó de entre los muertos y le dio gloria, para que nuestra fe y esperanza
sean hacia Dios. Si Cristo no fuese Dios, habría interpuesta una barrera que
mantendría el alma lejos de Dios. Mas como imagen del Dios invisible y como
Unigénito Hijo, Jesús nos muestra no sólo a Dios en su naturaleza, sino al Padre
en el más rico don de Su amor y en la más profunda cercanía de Su relación, a
fin de que por Su muerte y resurrección conozcamos a Su Padre y a nuestro
Padre, a Su Dios y a nuestro Dios.
     “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este
hombre!”, dijeron aquellos a quienes Sus enemigos habían enviado para prenderle
(Juan 7:46). Mas ¿qué puede ser más sorprendente que el propio testimonio que
da el Señor de las Escrituras por las cuales los hombres reclaman la
convalidante o aprobadora autoridad de la iglesia? “¿Cómo podéis vosotros
creer, pues recibís gloria los unos de los otros, y no buscáis la gloria que
viene del Dios único? No penséis que yo voy a acusaros delante del Padre; hay
quien os acusa, Moisés, en quien tenéis vuestra esperanza. Porque si creyeseis
a Moisés, me creeríais a mí, porque de mí escribió él. Pero si no creéis a sus
escritos, ¿cómo creeréis a mis palabras?” (Juan 5:44-47). Así, pues, cuando el
Señor les enumera los testigos a los judíos respecto de por qué debían creer en
Él, Él, categóricamente da el más elevado lugar, por encima de las palabras
habladas, a la palabra escrita,
sosteniendo su tan peculiar carácter permanente y divino. No creer a la
Escritura es virtualmente afirmar que Dios no fue capaz de hacer que ella
fuerce la conciencia para recibirla como Suya sin necesidad de que la autoridad
de la Iglesia lo aprobase. La Iglesia tiene la obligación de ser testigo y
guardián de la Palabra de Dios, y más aún por cuanto fue de indecible bendición
por intermedio de ella; pero de ahí a erigirse en su garante necesario y
autoritativo, no es otra cosa que descarada arrogancia e incrédula profanidad.
     ¿Cómo, pues, estas dos breves epístolas
llevan en sí la prueba de su carácter divino, así como lo hacen del “discípulo
amado”? Ambas constituyen un par, tal como las epístolas a los Efesios y a los
Colosenses. No obstante, poseen la auténtica marca de originalidad, en forma y
sabiduría provenientes de lo alto, en su objetivo y ejecución. Ambas insisten
solemnemente en la verdad, en el amor y en la obediencia; y simplemente porque
Cristo es todo, tanto para el escritor como para los lectores y los santos. La
gloria del Padre y del Hijo, la confesión de Jesucristo venido en carne, es aún
más perentoriamente urgida en la segunda epístola que en la tercera. No
obstante, la segunda epístola se dirige a una señora elegida y a sus hijos,
mientras que la tercera, a Gayo, el amado. Esto se debe a que en el primer caso
el fundamento estaba en tela de juicio; mientras que en el último no había un
peligro de esa naturaleza, sino un hombre turbulento y egoísta, el cual se
oponía al libre servicio para Cristo en la verdad, mientras que Gayo es
exhortado a proseguir en la verdad en la cual se había apoyado desde el
principio.
     Es bien sabido que, ya desde los primeros
tiempos hasta hoy, existen dudas entre los eruditos
[7]
acerca de la persona a quien fue escrita la
segunda epístola. Esto no ha de sorprendernos, pues Dios no ha querido darnos a
conocer el nombre de esta señora más de lo que ha querido hacerlo con el de la
mujer pecadora en Lucas 7, sobre quien se han derrochado tantas conjeturas
tontas. El griego empleado es clarísimo para expresar “a una señora elegida”, a
quien el apóstol amaba en verdad junto a sus hijos. Pero no estaba previsto que
fuese nombrada; mientras que el solemne deber impuesto a cualquiera sí tenía el
objeto de ser perpetuado siempre que surgiera el mismo peligro. Por eso,
mientras que la injuriada gloria de Cristo reclamaba este servicio de parte del
apóstol —bajo el humilde y conmovedor título de “el anciano”—, mientras una
señora y sus hijos eran el objeto de un inspirado mandamiento del Espíritu
Santo (para destruir todo argumento de que ellos
tenían que ser seguramente eximidos de esta penosa prueba de lealtad a Cristo),
la Palabra escrita omitió expresamente registrar el nombre en tan penoso caso y
suprema obligación. No se trata de “la” sino de “una señora elegida”.
     No obstante, aunque la experiencia del
apóstol pudo no haber sido mucha, no necesitaba estar familiarizado ni ser
conocedor de los artificios de la heterodoxia para aprovecharse de una mujer y
de personas jóvenes. No olvidemos que justamente aquellos tiznados de
anticristos, parecían tan justos y celosos en otro tiempo como los demás. Uno
de los más espantosos en nuestra propia época comenzó su carrera como clérigo
con una ferviente labor evangelística y con numerosas almas convertidas. Si
visitaba un hogar cristiano que acostumbraba honrarle a él y a su obra, después
que el fatal error se puso de manifiesto, ¡qué natural le habría sido entrar en
el mismo hogar con las antiguas condiciones, y qué normal también para ellos
dar la bienvenida a uno de quien personalmente sólo conocían lo bueno!
«No soy más que una simple mujer, no
un hermano y menos un anciano: ¿Quién soy yo para ponerme en el lugar de un
juez y juzgar a un querido siervo de Dios? Y mis hijos, tan jóvenes en la fe,
¿acaso habrán de rechazar su bondadosa visita? Seguramente que no hacemos mal
al demostrar amor, ya que el pobre hermano ha tenido que soportar tan terrible
censura de parte de los hermanos.»
¡Oh, no! El anciano
fue inspirado por Dios para cortar de cuajo toda excusa semejante de debilidad,
recordándole a la señora y a sus hijos la infinita excelencia de Cristo, y
animándolos a cobrar valor en la lucha, tal como lo requerían la verdad y el
amor, y a no someterse de ninguna manera al enemigo. “Si alguno viene a
vosotros, y no trae esta doctrina [la verdad de la persona de Cristo], no lo
recibáis en casa, ni le digáis: ¡Bienvenido! Porque el que le dice:
¡Bienvenido! participa en sus malas obras” (v. 10-11).
     La tercera epístola, en circunstancias
totalmente diferentes, se apoya sobre los mismos principios de Cristo. Al igual
que la segunda epístola, se trata de la vida eterna manifestada en el andar de
la verdad, el amor y la obediencia. Gayo prosperaba en su alma; por lo que “el
anciano” le desea que prospere no “por encima de”, sino “respecto de todas las
cosas”, y que también tenga salud, pues en tal caso no se trataría de ningún
abuso. En la obra del Señor y entre sus obreros ocurren frustraciones. Gayo, a
pesar de las dificultades y de las pruebas, perseveró en afectuosa ayuda. “El
anciano” se regocijaba sobremanera en el testimonio dado no sólo a su andar
cierto en la verdad que él conocía, sino también a su fiel identificación en
amor con los hermanos que trabajaban, y esto siendo extranjeros, encaminándoles
de una manera digna de Dios; y más especialmente por cuanto salieron por amor
del Nombre, no tomando nada de los gentiles. Y no sólo eso, sino que el apóstol
va aún más lejos al punto de decir con énfasis: “Nosotros, pues, debemos acoger [o dar la bienvenida] a tales
personas, para que cooperemos con la verdad” (v. 8) ¡Qué gracia la del apóstol!
     Ahora bien, la refinada propiedad que aquí
se advierte es tan manifiesta como en la epístola precedente. Por un lado, una
mujer —o, mejor dicho, “una señora” en particular— necesita velar sobre lo que
podrían llegar a insinuarle sus sentimientos, y sobre lo que creía que podía
esperarse de ella. Sería guardada y guiada mirando a Cristo, allí donde contaba
con el testimonio suficiente de que por ese lugar operaba el engañador y
anticristo. Cerrar la puerta en y por Su nombre convertiría su casa en un
fuerte impenetrable que habría de resguardarla a ella y a sus hijos. ¿Acaso no
debían a Cristo lealtad suprema? Tengamos en cuenta también que un hombre no es
tan vivaz en sus afectos y, por ende, está menos expuesto a ceder ante ellos.
Es apto para confiar en su propio juicio y propenso a cerrar sus entrañas de
misericordia ante el temor de ser engañado. Pero Gayo, que era un buen hombre,
perseveraba en el amor a la vez que andaba en la verdad; por eso, continuar
adelante es mucho más que comenzar con todo el fervor. Tampoco debía
acobardarse ante la imperiosa y parcial aspereza de un integrante de la
asamblea como Diótrefes, quien amaba el primer lugar y parloteaba con palabras
malignas contra alguien como el apóstol, oponiéndose violentamente a los
hermanos que estaban de paso y que llevaban el nombre de Cristo por todas
partes. Esto era suficientemente desgarrador; pero le permite pensar en uno que
hacía el bien como Demetrio, de quien todos daban testimonio, y aun la verdad
misma; así como el mismo Juan; y Gayo sabía que su testimonio era verdadero.
     En estas dos epístolas tenemos, pues, una
admirable provisión de inspirada sabiduría para la guía individual en “los
últimos tiempos”; mientras que en la primera epístola, Dios nos dio la más
completa revelación de Cristo en lo que respecta particularmente a su Persona,
pero también a Su obra, ante la proliferación de anticristos. Cuando tal mal
osa introducirse, hasta una señora y sus hijos son llamados a actuar de la
manera más decidida, no sea que se constituyan en presa de encubrimiento de
traición. Se les advierte, pues, que no reciban ni siquiera en la casa a quien
no trajera la doctrina de Cristo, por hermosas que fueran las apariencias.
Cristo no admite compromiso alguno. Una señora y sus hijos no deben eludir su
responsabilidad. Pero el amado Gayo es exhortado por su nombre a recibir a
aquellos que hacían lo bueno en el nombre de Cristo. Ninguna delicadeza hacía
falta aquí para mantener silencio respecto de su persona. Y así como estaba
obrando fielmente y en amor, que no se canse, sino que sea aún más celoso en su
benévola consideración por los mensajeros de Cristo. Debía imitar no lo malo
—flagrante como era lo de Diótrefes—, sino lo bueno, lo cual —y bien sabía que
era de Dios— podía verlo en Demetrio. Bueno es, pues, cuando verificamos
cuántos engañadores han “salido [nótese que no se dice que han «entrado»] en el
mundo”, no estar en la desesperación, sino en nuestra atalaya. Pero
regocijémonos de que en el tiempo más oscuro, somos consolados por el amor y la
fidelidad de un Gayo y un Demetrio; y así como ellos tienen la aprobación
apostólica, así también, pues, la tienen “los amigos” para saludar y ser
saludados. En resumidas cuentas, tenemos instrucciones para tiempos de excesivo
y creciente peligro en cuanto a recibir a unos y rechazar a otros. Para Gayo
esto es algo imperativo y de incalculable valor.
     Para el Cardenal, todo esto puede parecer
salvaje y no canónico. Él pregunta (entre tantas otras cosas de las que no
necesitamos hablar) si esto no podría encuadrarse en el ámbito de un hombre
santo y piadoso. Para él, la autoridad divina sin la de la Iglesia, es nula. ¡Ay, el ritualismo enceguece
prácticamente de la misma manera que el racionalismo, puesto que ambos se
oponen a la verdad que es según la piedad! Empero estas dos epístolas
atestiguan de manera sorprendente, no la ausencia del elemento humano, sino el
poder de la divina inspiración que adapta la verdad —con la aprobación
apostólica y con un discernimiento profético que rebasa por completo los
límites de la criatura— a las exigencias de cada caso particular, siendo uno de
ellos fundamental, mas ambos de gran trascendencia.





     Entre las marcas características de la
Palabra de Dios, ninguna es más admirable ni trascendente que el designio que el Espíritu Santo ha
tenido a bien grabar de forma indeleble en cada uno de los diversos libros de
la Escritura así como en el conjunto de la colección. Y esto no sólo en el
Antiguo Testamento y en el Nuevo por separado, sino en ambos como partes
constitutivas de lo que al menos nosotros los cristianos denominamos «la
Biblia». Hay faltas de transcripción
tanto en el hebreo como en el griego. Hay defectos y errores de traducción tanto en las versiones antiguas
como en las modernas. Y los errores abundan aún más en los comentarios, desde los más primitivos existentes hasta los de
nuestros días. Pero todas estas imperfecciones juntas —por más que alguna pueda
ocultar el testimonio de un detalle— son incapaces de empañar —salvo en una
pequeña medida— la exquisita belleza de las Escrituras que el ojo del creyente
instruido percibe. «Por siempre cantando
mientras iluminan, la mano que nos hizo es divina.»
Y esto va mucho más
allá de la órbita del cielo —de donde uno de nuestros poetas empleó las
palabras—; pues lo que es material se hunde detrás de la expresión de las
palabras, la mente, los benignos afectos y los gloriosos propósitos de Dios
para Sus hijos y Su pueblo, y para todas las naciones también, las cuales
hallan su centro, objetivo y cumplimiento en Cristo, el Hijo de su amor y el
Señor de todo.
     Huelga decir que la incredulidad falta en
no oír a Dios en su Palabra. Así lo testifica la misma Escritura, y así ella
misma lo ha demostrado desde que se escribió y difundió en toda edad, país y
lengua. No podía ser de otra manera con toda la raza humana alejada de Dios. El
apóstol Pablo escribe a los romanos: “Por cuanto los designios [lit.: la mente
o el pensamiento] de la carne son enemistad contra Dios” (Romanos 8:7); y a los
corintios: “El mundo no conoció a Dios mediante la sabiduría” (1.ª Corintios
1:21). ¿Quién no se maravilla cuando lee las abrumadoras palabras dirigidas a
los efesios: “Estabais muertos en vuestros delitos y pecados, en los cuales anduvisteis
[vosotros los gentiles] en otro tiempo, siguiendo la corriente de este mundo,
conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en
los hijos de desobediencia, entre los cuales también todos nosotros [los
judíos] vivimos en otro tiempo en los deseos de nuestra carne, haciendo la
voluntad de la carne y de los pensamientos, y éramos por naturaleza hijos de
ira” (Efesios 2:1-3)? Y a los colosenses les dice: “Y a vosotros... que erais
en otro tiempo extraños y enemigos en vuestra mente, haciendo malas obras”
(Colosenses 1:21). Existe, pues, una repugnancia innata a Dios y a su Palabra
en cada hijo de Adán; y de aquí vemos la absoluta necesidad del nuevo
nacimiento, tal como nuestro Señor le aseguró a Nicodemo: “El que no naciere de
nuevo, no puede ver el reino de Dios” (Juan 3:3-5). Y si no creían cuando el
Señor les decía cosas terrenales, ¿cómo creerían si les dijere las celestiales?
Pues el reino de Dios comprende ambas, siendo Cristo el Heredero de todas las
cosas, el cual está ahora en lo alto, y pronto será manifestado como Cabeza
sobre todas las cosas.
     Mas todo esto y, más aún, el fundamento de
todo —que estriba en su gloria personal y en la eficaz obra de reconciliación
por su muerte—, es desconocido así como despreciado por la arrogante incredulidad del hombre. Ésta no ve en
la Escritura (por decir el Pentateuco, el cual constituye el fundamento mismo
del Antiguo Testamento, y el cual es sostenido asimismo como divino en el
Nuevo) más que una obra de retacitos de antiguas leyendas humanas, las cuales
por más que se agrupen todas juntas en los días de Samuel o aun en los de
Josías, si no más tarde todavía, ni siquiera conforman, si no una impostura, al
menos una novela o una fábula. Mas esta infundada incriminación de los viejos
deístas ingleses constituye un fraude absolutamente abominable, satinados a la
fecha por la perniciosa ingenuidad y la voluminosa aunque exánime erudición de
sus modernos sucesores, principalmente en Alemania y Holanda, sin mencionar a
sus discípulos de habla inglesa.
     “Dice el necio en su corazón: No hay Dios.
Se han corrompido, e hicieron abominable maldad; no hay quien haga bien. Dios
desde los cielos miró sobre los hijos de los hombres, para ver si había algún
entendido que buscara a Dios. Cada uno se había vuelto atrás; todos se habían
corrompido; no hay quien haga lo bueno, no hay ni aun uno” (Salmo 53:1-3). Así
es como tratan a su Palabra aquellos que se autotitulan «altos» —aunque en
realidad escépticos— críticos. Ellos excluyen a Dios de la autoría de las
Escrituras. Ninguno de ellos acepta honestamente el fallo del Señor dado por
intermedio del apóstol Pablo: “Toda Escritura es inspirada por Dios, y útil
para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia” (2.ª Timoteo
3:16). Ésta es una cláusula que afirma de forma expresa la divina inspiración,
no sólo para los escritores, sino que lo dice de cada jota, aun la que todavía
faltaba escribirse, como Escritura. Él ya había hablado así del Antiguo
Testamento en el v. 15, el cual es distinguido mediante el empleo de un término
diferente a fin de dar luego el mayor énfasis. De esta manera incorpora cada
parte de lo que la gracia estaba proveyendo como la última comunicación de
Dios. Naturalmente que la palabra que Timoteo conocía se aplica a lo que fue
escrito antiguamente; pues las Escrituras, como otras dádivas de Dios, son
encomendadas al cuidado de los Suyos, los cuales son siempre propensos a
fracasar en guardar intacto —lo mismo que a comprender debidamente y a transmitir
a los demás— el santo depósito. La legítima función del crítico consiste, pues,
en remover tales intrusiones humanas a fin de que el lector pueda tener la
verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, la cual no se encuentra en
ningún otro libro excepto en la Biblia; no, ni en todos los demás libros
juntos.
     Ahora bien, los neocríticos comienzan con
la mentira preliminar de que las Escrituras no son en ningún sentido real la Palabra
de Dios. En consecuencia, se privan ellos mismos y a sus seguidores de toda
confianza en lo que está escrito, aun cuando no surja ninguna duda respecto del
texto original. Como ellos no creen verdaderamente que Dios inspiró toda
Escritura, menos todavía, por no decir nunca, buscan o esperan la revelación de
Dios mismo en ella, ya en su maravillosa unidad, ya en cada parte que
contribuye de forma consistente y perfecta a ese gran objetivo, lo cual puede
advertirse a lo largo de los diversos caminos de Dios con el hombre, tanto
antes que el pecado se introdujera, como después, cuando no estaban ni la ley
de Dios ni el gobierno del hombre ordenado por Él; cuando fueron hechas las
promesas a los padres y cuando Moisés dio la ley a sus hijos; cuando se instituyó
el sistema levítico y lo acompañaron las sombras de los bienes venideros;
cuando estuvieron los jueces hasta Samuel, y se establecieron los reyes; cuando
los profetas se hicieron más evidentes y pronunciados, desarrollando de parte
de Dios lo que Moisés había predicho de una manera más general, desde el primer
juicio de Israel —luego del apartamiento de Judá en pos de los ídolos y de todo
otro juicio de parte de Jehová— hasta que “no hubo ya remedio” (2.º Crónicas
36:16) y vinieron los tiempos de los gentiles cuando Su pueblo vino a ser
Lo-ammi (esto es, no pueblo mío) y
cuando el poder mundial fue conferido mientras tanto a los cuatro imperios.
Bajo el cuarto imperio —el Imperio Romano— fue enviado el Mesías, presentado
asimismo con todas las evidencias de la gracia, la verdad y el poder de Dios en
humillación, pero por esto mismo rechazado por todos y, lo peor de todo, aun
por el remanente judío que había regresado bajo el segundo imperio desde la
cautividad en Babilonia. Así se cumplió la palabra de los profetas en cuanto a
los gentiles que, sin buscar a Dios, le hallaron, y en cuanto a los judíos que
perdieron su lugar por de pronto como pueblo rebelde a quien Él extendió Sus
manos todo el día (compárese Isaías 65:1-2 con Romanos 10:20-21).
     En consecuencia, el Señor Jesús —el
Mesías, el Unigénito Hijo de Dios— puso de manifiesto no sólo el estado de
perdición y de maldad del hombre, sino el de los judíos —más culpables
todavía—. Pues en la cruz —la cual constituyó la más profunda prueba de su combinada
iniquidad—, Cristo cumplió plenamente la voluntad de Dios, en virtud de la cual
hemos sido y somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo,
hecha una vez para siempre (Hebreos 10:10). El Evangelio de la gracia de Dios
hacia toda la humanidad, y la Iglesia (el cuerpo de Cristo por el bautismo del
Espíritu Santo enviado del cielo) son las benditas consecuencias que requería
esa nueva revelación de Dios comúnmente llamada el Nuevo Testamento. Éste
confirma plenamente como divino al Antiguo Testamento en todo respecto,
cumpliendo notablemente las profecías referentes a la persona del Mesías, Dios
y hombre; Su andar, misión y servicio únicos; Su muerte, también única, no sólo
a causa del aborrecimiento del hombre, sino en la gracia expiatoria de Dios; Su
resurrección y ascensión, y Su retorno para resucitar a los muertos, para
restaurar el reino a Israel y para bendecir a la tierra y a todas las naciones,
una vez que haya acabado con los más elevados poderes espirituales del mal.
     Empero el Nuevo Testamento, además de
confirmar la verdad del Antiguo Testamento, revela al cristiano y a la Iglesia
los misterios del reino, mostrando un estado de cosas completamente diferente
del de antaño, y más aún los misterios concernientes a la Iglesia,
completamente incompatibles con la posición de Israel, ya en el pasado o en el
futuro. Esto, pues, sólo se hace efectivo y comienza a verse cuando ese pueblo
en su conjunto perdió por un tiempo sus privilegios al sumar la cruz de Cristo
a su idolatría. A la verdad, bajo la ley, y aún más extensamente bajo el
gobierno de Dios, la responsabilidad del hombre trasciende a lo largo del
Antiguo Testamento, aunque también hay un testimonio profético a Su propósito
en Cristo.
     Mas el Nuevo Testamento nos presenta al
Hijo de Dios que ha venido; a un Hombre que es a la vez el verdadero Dios y la
vida eterna. Esto introduce el más grande de los cambios. Ya no se trata como
en el Antiguo Testamento, de un Dios oculto que habita en densas tinieblas,
sino de Dios manifestado en Cristo, el que es Hijo como no lo es ni lo puede
ser ningún otro; la Palabra hecha carne. Su muerte —como sacrificio por el
pecado— va más lejos todavía: no se trata solamente de Dios en el hombre que
fija tabernáculo entre los hombres, lleno de gracia y de verdad, sino del velo
rasgado, del pecado juzgado en la cruz, y del hombre —al menos del creyente—
traído ante Dios, con todas sus ofensas perdonadas, purificado una vez por
todas y de manera completa a fin de no tener más conciencia de pecados, y en
quien mora desde entonces y para siempre el Espíritu de Dios. Tal es el
cristiano; y éstos no son todos los privilegios que podrían mencionarse. Esto
confiere un más cercano, más íntimo carácter al Nuevo Testamento en general.
Pero la divina autoridad pertenece igualmente tanto al Antiguo como al Nuevo
Testamento. Su autoridad es en virtud de que Dios habla en ambos a través de
Sus instrumentos. Si no lo oímos a Él, no tenemos ninguna fe viviente. Un
tratado o un sermón, un cura o un predicador, pueden ser los medios para
presentar la verdad a mi alma; pero si no creí a Dios, mi fe es humana y vana.
Somos nacidos de Dios al recibir a Cristo, el cual constituye el objeto y
espíritu de la Palabra, como lo asevera el apóstol en 2.ª Corintios 3:17: “Porque
el Señor es el espíritu” (lo cual, según el contexto, hace referencia al v. 6:
no la letra sino el espíritu del Antiguo Testamento).
     Cuando los hombres se apoyan en la
redención que es en Cristo Jesús, reciben el Espíritu Santo que los guía a toda
la verdad. Sin duda, nosotros sólo conocemos en parte. Sin embargo, aun a los
bebés espirituales se les asegura que conocen todas las cosas (1.ª Juan 2). Ya
veremos que cada libro (teniendo en cuenta que tal como los dos de Samuel y su
continuación en los Reyes, etc. van juntos) tiene su propio designio que lo
impregna, ya en el Antiguo Testamento, ya en el Nuevo. La prueba de ello lo
constituye el propio contenido de cada uno, tal como será presentado, por la
gracia, para cada libro en particular. Extendernos, como debiéramos, en toda su
amplitud para ese fin, demandaría indudablemente numerosos y espaciosos
volúmenes, aun cuando uno contare con la capacidad espiritual necesaria para
tan seria y ardua tarea. En la presente obra sólo podrá dedicarse un breve
espacio a ese objetivo; es decir, que lo único que se intentará realizar por el
momento es dar un breve panorama de los diversos escritos que componen la
Biblia. No obstante, tal esquema cuenta con la ventaja de que las pruebas que
aporta la Escritura en cada caso se presentarán libres de las nubes de los
comentarios que tan a menudo sobrecargan y disfrazan el texto.
     Por lo tanto, las Escrituras no tienen una
característica más sobresaliente que el designio que Dios ha estampado en sus
diversos libros, independientemente de que se trate del Antiguo Testamento o
del Nuevo. La parte poética lo atestigua de igual manera que la prosa; la
profética, tan claramente como la histórica. No es absolutamente improbable que
los diversos escritores hayan estado inconscientes de toda intención de su
parte de efectuar tal resultado. Es tanto más instructivo y seguro que un Autor
animante y dirigente presidiera sobre cada una de las varias partes,
comunicándoles un carácter particular y, al mismo tiempo, haciendo que todo
contribuya al propósito común de revelar Sus consejos de gloria y Sus caminos
de gracia, mientras daba a conocer plenamente la debilidad y la maldad de la
criatura para resistir Su voluntad y hacer la propia. Pues el hecho de que ello
no constituya meramente un hecho superficial, sino que sea la razón fundamental
que sustenta de forma indeleble y profunda el conjunto de las Escrituras, es la
inevitable convicción que se produce en el cristiano tras un cuidadoso análisis
de la Biblia en su conjunto y una inteligente comparación de las partes que la
componen.
     Presentaremos al lector pruebas claras,
abundantes y espontáneas —las cuales aparecerán sucesivamente y a su debido
tiempo— de que las Escrituras desde el principio hasta el final están regidas
por un propósito moral que revela la sabiduría y la bondad de Dios que se eleva
por encima del fracaso de la criatura, y especialmente del pecado del hombre,
dando ocasión a los recursos y al triunfo de Su gracia en Cristo para el cielo
y la tierra, para el tiempo y la eternidad, para el hombre, Israel, los santos
de la antigüedad, la Iglesia y las naciones. ¿Quién sino Dios podría haber
anunciado tan vasto y trascendente propósito desde el primer escrito, el que
constituye la introducción a todos los libros que siguen a través de varias
generaciones, no sólo los compuestos en hebreo (con pequeñas partes en arameo),
sino también los que, tras un considerable espacio de tiempo, aparecieron en
griego, revelando en esa sola generación del Nuevo Testamento al Hijo de Dios
venido, el Evangelio, y la Iglesia, siendo el último libro —el Apocalipsis— la
adecuada respuesta al primero, cerrando también de forma manifiesta el completo
compás de la inspiración?
     Ningún lector que se sujete a la verdad
pondrá en duda el hecho de que en el
Pentateuco
—o los cinco libros de Moisés— tenemos el firme y amplio
fundamento del Antiguo Testamento. Estos cinco libros reciben el nombre de la
Tora o la Ley, por ser ésta la institución de Dios dada plenamente en el Éxodo
y en el Levítico, con los suplementos añadidos por las jornadas de Números y el
ensayo moral del Deuteronomio en vista de la entrada en la tierra de Canaán a
través del Jordán.
     Los Profetas —Anteriores y Posteriores,
tal como los judíos distinguían los libros que siguieron a la ley de los
propiamente proféticos a los que nosotros atribuimos ese nombre— dan testimonio
del creciente apartamiento de la ley, y ofrecen la brillante visión del reino
del Mesías, no sólo para el restaurado pueblo de Israel, sino para todas las
naciones de la tierra. Luego, las huestes de los que están en las alturas serán
castigadas en lo alto, y los reyes de la tierra lo serán en la tierra.
Entonces, Jehová será exaltado, y los habitantes del mundo aprenderán justicia.
Se alegrarán el desierto y el lugar solitario, y el yermo se gozará y florecerá
como la rosa.       
     Los Salmos constituyen la tercera
división, cuya parte principal (al igual que en las demás secciones) confiere
su título a varios libros de carácter emocional y ético. Aquí también
encontramos una clase de escritos que dan testimonio con tanta fuerza como los
demás del gran designio de Dios en su Palabra: la ruina del primer hombre, y la
bienaventuranza del Segundo para todos aquellos de la arruinada raza que pusieran
su confianza en Él (Salmo 2:12). En los profetas hallamos el testimonio formal
de un nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá, que reemplaza al
de la ley, cuando la promesa hecha a los padres se haya de realizar en la
verdadera Simiente.
     Sería inútil atribuir al Nuevo Testamento
—aun en el menor grado— cualquier imitación del Antiguo Testamento. La nueva
revelación tiene el poder característico de un testimonio divino dado al Hijo
de Dios: el Hombre Cristo Jesús que fue manifestado aquí abajo y que ascendió
al cielo tras cumplir la gran obra de la expiación en favor del hombre y para
gloria de Dios. Sin embargo, cuando uno presta atención a la nueva colección en
comparación con la antigua, no puede dejar de hallar las pruebas indubitables
de un plan común, el cual no es mencionado por un solo escritor, sino que se
hace evidente cuando tenemos a todos ante nosotros. Pues de hecho hay una base
similar presentada de manera histórica: No el primer Adán, sino el Segundo con
la nueva creación que depende de Él y que está asociada con su Cabeza; y en
lugar de la ley (dada asimismo un día de Pentecostés), el Espíritu Santo
enviado del cielo para permanecer para siempre. Aquí solamente está la
“perfección”, la cual no fue posible por la ley, aunque ésta hizo sentir su
necesidad, siendo su sombra y hasta su anticipo.
     Luego, pasando por los Evangelios y los Hechos, llegamos a las Epístolas, las cuales corresponden —y aún más que ello— a los Quetubim
o «Escritos» del Antiguo Testamento. Desarrollan la gracia y la verdad en
Cristo, en su obra y en sus oficios, con la esperanza bienaventurada, todo lo
cual hace mella en el corazón, en el andar y en la adoración de los santos.
     Por último, tenemos ese maravilloso libro
de Apocalipsis, gran parte del cual
es precedido en los evangelios así como en la analogía del Antiguo Testamento.
En él, todas las revelaciones proféticas de la Escritura son coordinadas y
completadas, no sólo hasta el establecimiento del reino del Señor Jesús, el
cual llenará los cielos y la tierra para gloria de Dios, sino directamente
hasta la infinita culminación de todo en la eternidad, cuando el mal sea
juzgado definitivamente y para siempre, y se hayan establecido nuevos cielos y
nueva tierra, en donde la justicia, en lugar de reinar por poder, habrá de
morar de forma inquebrantable y absolutamente perfecta, siendo Dios todo y en
todos.
     Existe, pues, entre los dos volúmenes —el
Antiguo y el Nuevo— una clarísima correspondencia, a pesar de que muchas otras
cosas difieren, sin que ninguno de los escritores haya realizado el menor
esfuerzo en favor de ello en ninguno de los dos. ¿Qué otra cosa podría poner
más en evidencia, sin la menor sombra de duda, esa mente divina única de
infinita pureza y bondad, de luz y amor, que comunica en las Escrituras
aquellos propósitos —que de hecho llevará a cabo— dignos de Sí mismo y de su
Hijo, y llenos de bendición para todos los que creen, pero de juicio eterno
para los que no le aman y desprecian su Palabra?



Habiendo
concluido la demostración del plan o designio divino en los diversos libros del
Antiguo y Nuevo Testamento, ruego a Dios que Él bendiga al lector en la lectura
de esta obra.

Es
común, en este tipo de tratados, hacer observar algunas objeciones comúnmente
esgrimidas en contra de las Escrituras por parte de la incredulidad. Si fuese a
añadir un número mínimamente completo de ellas al presente volumen, ello
aumentaría muy considerablemente su tamaño. Puesto que ya sobrepasa las 600
páginas[  ], creo que es mejor dejar que
las claras verdades presentadas produzcan su propia impresión en el corazón del
lector, a las cuales no tienen ningún derecho legítimo de destruir las
dificultades que puedan plantearse sobre el tema; y más aún si tenemos en
cuenta que las verdades más absolutas que Dios haya podido revelar ―ya
sea en temas concretos, como, por ejemplo, la Creación, o en forma de
principios abstractos― siempre están necesariamente expuestas a tales
cuestionamientos. Esto jamás debiera ser así una vez que Dios ha hablado o ha
hecho que su palabra fuese comunicada mediante escritura. Pero esto es
justamente lo que el escepticismo pone en tela de juicio o rechaza. La crítica
legítima ha de procurar reunir reconstruir el verdadero texto a partir de
documentos confiables, los cuales difieren más o menos en el tiempo, debido a
la debilidad o al error humano. Pero ella parte de suponer, y correctamente,
que hay un depósito divino original.

Ninguna
persona inteligente confundiría esta cuestión con la divina inspiración: las
variantes de lectura pertenecen a la definida región de la responsabilidad
humana, así como la Escritura lo es a la gracia divina. El problema para la
verdadera crítica consiste en emplear todos los medios, así externos como
internos, a fin de recuperar lo que fue originalmente escrito. Lo que se llama
«Alta Crítica» es esencialmente espuria, al negar o bien que Dios sea el autor,
o bien pretendiendo descaradamente hablar en nombre de Él, para decir lo menos.
Los mismos cristianos corren el peligro de prestar atención al terreno que
asumen estos enemigos de la palabra escrita, cuando afirman que ésta en ninguna
parte reclama autoridad divina. Tampoco se dan a través de toda la Biblia en
general tan sólo pruebas deductivas de su inspiración; ni todo termina en la
prueba concluyente de la reverencia que mostró a las Escrituras hasta entonces
escritas nuestro Señor, “el Señor de todos”. El hecho de que la divina inspiración
es algo que se reclame como atributo de “toda Escritura”, y no meramente para
toda Escritura existente hasta el momento en que el apóstol Pablo escribiera su
última epístola, es una verdad dogmática. Pues ésa es nada menos la fuerza de
2.ª Timoteo 3:16: ““Toda Escritura [es]
inspirada por Dios, y útil…”
Si el significado de esto hubiese querido ser
el conjunto de libros hasta entonces existente (sin incluir el Nuevo
Testamento), el agregado del artículo definido tendría que haber sido un
requisito indispensable, tal como podemos apreciarlo en el v. 14, el que habla
solamente del Antiguo Testamento. La ausencia del artículo en el v. 16 es
exquisitamente apropiada, como en el v. 14 su agregado, para acreditar con la misma
fuente y carácter todo lo que Dios haya tenido a bien conceder hasta que el
canon fuese completado.

El
apóstol ya había hecho, por cierto, en una fecha anterior, sustancialmente el
mismo reclamo en 1.ª Corintios 2. Cuando los oráculos hebreos cesaron, el Nuevo
Testamento reveló todo lo que convenía a la gloria y a la bondad de Dios
comunicar: : “Lo cual también hablamos, no con palabras enseñadas por sabiduría
humana, sino con las que enseña el Espíritu, comunicando espirituales mediante
espirituales” o, si llenamos la brecha, “[cosas] espirituales mediante
[palabras] espirituales.” Claramente advertimos que las palabras eran del Espíritu
Santo, tan positivamente como los pensamientos. Tal es la propiedad esencial de
la Escritura.
Así pues, todo provenía del Espíritu Santo, la
revelación, la comunicación y también la recepción. El racionalismo niega a
Dios en todas en todas estas etapas, y las atribuye al espíritu humano, el cual
podrá ser equiparado con el de Dios por parte de él, pero en realidad está en
tinieblas y anda en tinieblas, sin saber en lo más mínimo adonde va, por cuanto
las tinieblas cegaron sus ojos.

Asimismo,
la tarea de traducción del texto bíblico,
al igual que la edición del texto a
partir de los varios testimonios, y que la interpretación
y exégesis
, son tareas que pertenecen a la esfera del uso responsable de la Escritura por parte del hombre,
y difieren completamente del hecho de la
divina inspiración
. No cabe duda de que la convicción de que Dios inspiró
“cada Escritura” habrá de actuar poderosamente en el espíritu de cada creyente
que emprenda una labor tan seria, y está escrito con el propósito de hacerle
sentir su dependencia de Dios en el uso de toda diligencia y de todos los
medios, en la debida forma, para alcanzar el fin previsto. Pero la inspiración,
como lo dice uno de los instrumentos empleados para ello, significa que
“hombres hablaron de Dios, movidos (o llevados adelante) por el Espíritu Santo”
(2.ª Pedro 1:21). Por eso la Escritura no es producto del espíritu ni de la
voluntad del hombre, sino de Dios, como en reiteradas ocasiones lo demuestra
claramente nada menos que el mismísimo Señor, haciendo alusión a la autoridad
divina y final. De aquí podemos advertir el peligro y el mal de aquellos que,
independientemente de la causa del error, introducen su propio pensamiento y no
el de Dios cuando se trata de editar el texto crítico, de traducir o de
interpretar. Lo que Dios ha comunicado es capaz de hacer a uno sabio para
salvación por medio de la fe que es en Cristo Jesús. “¿No está escrito?”
(Marcos 11:17), y cuando se aplica de forma valedera este principio, es
absolutamente concluyente a Su juicio, quien habrá de juzgar a los vivos y a
los muertos. “Y la Escritura no puede ser quebrantada” (Juan 10:35).

¡Qué
grande es este privilegio! En su última parte (Nuevo Testamento) se trata de la
revelación de Dios ―no meramente de parte de Dios, sino de Él mismo, y de
Dios que nos habla “en un Hijo” (Hebreos 1:2); no meramente en el Primogénito,
sino en el Unigénito―, la revelación del Padre y el Hijo por el Espíritu
Santo. ¡Vemos la gracia también de su Hijo que se digna en hacerse hombre, para
que nosotros podamos tener lo que es absoluto, hecho relativo a nosotros en los
tiernos afectos del mismo hombre, y más todavía de Uno que fue y que es Dios al
igual que su Padre! De ahí el cambio total producido en nosotros al mirar las
cosas, visibles o invisibles, conforme a Dios, cuando las más grandes
descienden hasta nuestros corazones, y lo menos es que aprendemos que estamos
cerca del amor de Dios: «nada es demasiado grande para nosotros, nada demasiado
pequeño para Dios», como lo expresó uno que ya partió a la presencia del Señor.
Cristo solamente, Cristo plenamente, da cuenta de ambos. Y la Escritura es la
verdadera «Casa del Tesoro», así como la norma de todo. Y el Espíritu fue
enviado desde el cielo para hacer eficaz todo esto en nosotros en todo
respecto.

Ninguna
tradición podría servir para tan maravillosa tarea. “Mas el Consolador (o más
bien, Abogado), el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os
enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Juan
14:26). Y esto no lo es todo. El Espíritu habría de revelar también la gloria
de Cristo en lo alto. “Pero cuando venga el Consolador, a quien yo os enviaré
del Padre, el Espíritu de verdad, el cual procede del Padre, él dará testimonio
acerca de mí. Y vosotros daréis testimonio también, porque habéis estado
conmigo desde el principio” (Juan 15:26-27). Palabras del más profundo interés
aparecen todavía en Juan 16:12-15: “
Aún tengo
muchas cosas que deciros, pero ahora no las podéis sobrellevar. Pero
cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad; porque no
hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará
saber las cosas que habrán de venir. Él me glorificará; porque tomará de lo
mío, y os lo hará saber. Todo lo que tiene el Padre es mío; por eso dije que
tomará de lo mío, y os lo hará saber.”

El resultado permanente de Su presencia e inspiración es,
podríamos decir, el Nuevo Testamento, ese inestimable y último don de Dios en
su forma peculiar. Pero el carácter de la inspiración en el Nuevo Testamento se
torna, en consecuencia, tanto más elevado e íntimo. Todo hombre espiritual debe
tener este sentimiento, al comparar los Salmos —los cuales expresan el corazón
de los santos del Antiguo Testamento— con las Epístolas del Nuevo Testamento,
las cuales exhalan el perfume del Espíritu que mora y anima al cristiano y a la
Iglesia. Pero ambos «Testamentos» constituyen la Palabra de Dios por igual: no
existe ninguna diferencia en lo que respecta a la autoridad divina.

W. Kelly








NOTAS

[1] La oración destacada es la propia versión del autor
del original griego, cuyas razones se exponen a continuación
.

[2] N. del T.— Si
bien en la versión Reina Valera se traduce el singular, el vocablo griego
original está en plural. Véanse Nuevo
Testamento interlineal
de Francisco Lacueva, el texto griego de Nestle
sobre el que basa su traducción, y también
The Greek New Testament
, editado por K. Aland et al.

[3]
N. del T.— En lo que respecta a
nuestra versión Reina-Valera, la revisión de 1909 reza así: “Toda Escritura es inspirada divinamente y útil
para...”, lo cual coincide perfectamente con la versión de Kelly. La revisión
de 1960, en cambio, sin estar en el original, agrega el artículo definido
delante de “Escritura”, el cual es nuevamente omitido por la revisión de 1977
de editorial CLIE. Respecto de este detalle, citamos al autor en su comentario
a las dos epístolas a Timoteo en el pasaje de referencia: «El texto confiere
carácter divino a cada parte de la Biblia, excluyendo, naturalmente, aquellas
palabras o cláusulas que, sobre la base de pruebas adecuadas, puede demostrarse
que son interpolaciones. En primer lugar, es importante observar que el sujeto
de la oración está sin el artículo (
pasa grafh). El sentido, pues, no es “toda
la Escritura”, sino “toda (o cada)
Escritura”. Si el artículo hubiese sido insertado, las palabras que siguen
habrían sido el predicado de lo que se afirma únicamente del conocido cuerpo
existente de los Santos Escritos (el Antiguo Testamento). La ausencia del
artículo tiene el efecto de caracterizar de la misma manera cada parte de la
palabra inspirada que habría de incorporarse, al igual que la existente hasta
entonces. ¿Es Escritura? Entonces, “es inspirada por Dios y útil...” Esto se
afirma de cada jota.» (An Exposition of
the Two Epistles to Timothy
, págs. 289-290).

[4]
La verdadera forma de considerar
Lucas 3:23 es ésta: “Y Jesús mismo, cuando comenzó, era como de treinta años
(siendo, como se suponía, hijo de José); de Elí, de Matat, de Leví...”. María,
como hasta el Talmud lo admite, era hija de Elí de la descendencia de Natán.
“Siendo, como se suponía, hijo de José” es el paréntesis correcto. Es natural
que Satanás procure hacer que las dos genealogías, la de José y la de María, se
contradigan, las cuales son evidentemente diferentes, aunque ambas necesarias
para la verdad. El error de la mayoría estriba en haber visto la mención de
José no como un paréntesis —lo que evidentemente es—, sino como punto de
partida de la línea sucesoria que en realidad comienza con Elí, el padre de
María.

[5] The Greek Testament, Proleg. I.
12, quinta edición.

[6] Conferencias
sobre las doctrinas y prácticas de la Iglesia Católica Romana (Londres, Hodson,
1836), conferencia ii. 28. Pero al descubrir que esto no estaba «autorizado», y
que luego una edición fue aprobada por el autor, cito también de ésta (vol. i.
38. Londres: Joseph Booker, 61, New Bond Street, 1836): «Quisiera preguntar:
¿Qué señal interna de inspiración podemos descubrir en la tercera epístola de
San Juan para demostrar que la inspiración a
veces
acordada haya sido conferida aquí? ¿Hay acaso algo en esta epístola
que un buen y virtuoso pastor de las épocas primitivas no haya podido haber escrito?
¿Puede haber algo superior en sentimiento o doctrina a lo que pudiesen haber
redactado un Ignacio o un Policarpo?»

[7] Capellus,
Grocio, de Lyra, el Obispo Middleton, Wetstein, Wolff y otros, consideraron Eclecta como un nombre propio; mientras
que Bengel, Benson, Carpzov, de Wette, Fritzche, Heumann, Jachmann, Lange,
Lücke, Rosenmüller, al igual que la Peshitto siríaca, tomaron Kyria (señora) como nombre propio. En
cambio Beza, Aretas, Baum-Crusius, Corn-a-lap, Doddridge, Lardner, Mill, al
igual que las versiones Autorizada y Revisada inglesas, Heidegger, Lutero,
Piscator, Wells y otros, prefirieron tomar toda la expresión “a la señora elegida” como el nombre
propio; y algunos han sugerido que se trata de Drusia, Marta o María, la madre
del Señor. Los Padres griegos y latinos se inclinaron por aplicarla a la
iglesia en general, mientras que los modernos, a una iglesia particular en
determinado lugar. Incluso el deán Alford en su tercera edición registra
“señora” en sus notas, pero en su Prolegómeno da su voto en favor de Kyria. J. D. Michaelis ha sugerido la
descabellada idea ¡de una iglesia elegida reuniéndose en el día del Señor!

[*] N. del T.—
Por su extensión, y para mantener el carácter introductorio del tema de la
Inspiración, se ha traducido sólo la introducción de este capítulo («El
designio divino»). El resto consiste en un muy valioso y sucinto comentario
sobre cada uno de los libros de la Biblia, presentando el carácter y los
lineamientos generales de cada libro; especialmente útil como introducción a su
estudio y entendimiento, ofreciendo un panorama completo y breve de la Biblia.
Dios mediante, la intención es ofrecer el libro completo.









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