miércoles, 28 de septiembre de 2016

t225

t225



Prof. Dr. Francisco
DIEZ DE VELASCO


Tutorial de la asignatura HISTORIA (GENERAL) DE LAS RELIGIONES

FACULTAD DE GEOGRAFÍA E HISTORIA

Licenciatura en Historia del Arte. Licenciatura en Historia

UNIVERSIDAD DE LA LAGUNA


EL JUDAÍSMO
1) LA RELIGIÓN DEL LIBRO: LA BIBLIA JUDÍA Y LA CRÍTICA
TEXTUAL


El judaísmo es la primera de las denominadas religiones del libro
(junto al cristianismo y al islam). Basa su cuerpo de creencias en una
serie de escritos sagrados entre los que el lugar preeminente lo detenta
la Biblia (en la denominación griega, tà biblía =
los libros) que en el judaísmo se denomina Tanak (por la primera
consonante de cada una de las tres palabras que definen los tres grandes
bloques en los que se divide esta recopilación, Torá, Nebi'im
y Ketubim) y que corresponde, con el Antiguo Testamento del canon protestante.
Presenta diferencias con el canon latino (católico) y griego (ortodoxo),
basados ambos en la traducción greco-alejandrina de los Setenta,
fechada en el siglo II a.e. y que incluía una serie de libros, llamados
deuterocanónicos por los católicos y apócrifos por
los protestantes (Tobías, Judit, ampliaciones de Ester —en la versión
griega— y Daniel, 1-2 Macabeos, Sabiduría, Eclesiástico,
Baruc y Carta a Jeremías). El canon judío se fue estableciendo
entre los siglos II a.e. y las décadas siguientes al año
70 (destrucción del templo por los romanos y consolidación
definitiva de la versión rabínica bíblica); hasta
ese momento existieron versiones alternativas (como la de los Setenta o
la usada en la comunidad de Qumrán), incluso hasta del núcleo
más prestigioso de la Tanak, que es la Torá (que con probabilidad
incluyó en algunos ambientes religiosos el libro de Josué,
convirtiéndose de Pentateuco en un Hexateuco).

Desde el siglo XVII la ciencia filológica ha puesto en marcha
una serie de instrumentos (cada vez más refinados) para analizar
el material literario y avanzar diversos niveles de redacción, que
suelen corresponder a niveles lingüísticos e histórico-culturales
diferentes. Del mismo modo que en el Avesta, como vimos, se destacaban
tres momentos de redacción, en la Biblia se fueron determinando
muy diversos redactores (parece haber cuatro grandes fuentes solamente
para la Torá). Este trabajo erudito amparado en el método
histórico-crítico no podía menos que chocar de modo
frontal con la explicación tradicional (e imaginaria) transmitida
por los grupos sacerdotales para la redacción de algunos escritos
religiosos. El caso más delicado y por ello más ilustrativo
es el de la Torá. En la explicación tradicional esta primera
parte de la Biblia era obra directa de Moisés bajo la inspiración
de Yahvé, el Dios hebreo. Baruch de Spinoza (1632-1677) fue el primer
judío notable del que se tenga constancia que realizó una
crítica sistemática de la opinión tradicional que
le llevó a negar que la Torá hubiese sido físicamente
escrita por Moisés, lo que le procuró en 1656 la condena
religiosa por parte de su comunidad («gran anatema» y la expulsión
de la sinagoga) e incluso el destierro (de Amsterdam). Esta problemática
no es exclusivamente judía y las posturas ortodoxas o fundamentalistas
han existido (y existen) en numerosas religiones. Los conflictos entre
revelación y razón se solían resolver de modo autoritario
por medio del sacrificio de la razón; esta práctica ha resultado
a la larga muy perniciosa para las religiones que la emplearon puesto que
llevó a la defección de los mejores intelectuales y a la
complacencia de las autoridades religiosas en argumentos cada vez más
alejados de la razón común.

El empleo del método histórico-crítico a la tradición
bíblica más antigua y venerada (reflejada en la Torá)
se ha consolidado desde que a mediados del siglo XVIII ya se destacó
que las dos denominaciones de Dios que aparecían la Biblia (Elohim
era citado en torno a 2500 veces, mientras que Yahvé cerca de 7000)
podían corresponder a materiales de épocas y orígenes
diferentes. Actualmente se suele aceptar que existen cuatro grandes tradiciones
que componen la Torá:

- J o Yahvista, la más antigua fechable en los siglos X-IX a.e.
(época monárquica), nombra a Dios como Yahvé.

- E o Elohista del siglo VIII a.e. y que nombra a Dios con el plural
Elohim.

- D o Deuteronomista, fechable entre finales del siglo VII y mediados
del VI a.e..

- P o Sacerdotal, base del Levítico y que se fecha en la época
postexílica (siglo V a.e.).

Estas tradiciones crean una diversidad de relatos que en algunos casos
parecen resultar irreconciliables, un ejemplo lo ofrece el comienzo del
libro del Génesis al plantear dos versiones de la antropogonía
(nacimiento del ser humano). La diferencia entre ambas versiones resulta
fundamental a la hora de sustentar desde un punto de vista teológico
la prelación masculina. En la segunda versión la mujer ha
sido creada para auxiliar al hombre, después del hombre y tomando
como material una parte del hombre, mientras que en la primera el acto
de creación de la humanidad es uno y sin distinción genérica.
La segunda versión es la más antigua y parece corresponder
a la tradición J (Yahvista), mientras que la primera versión,
con la que comienza el Génesis, se relaciona con la tradición
P (sacerdotal), la más reciente. De todos modos no existe unanimidad
entre los investigadores sobre el valor último de la crítica
textual y las posturas extremistas resultan caricaturescas (tanto la fundamentalista
como la que se figura a los redactores-compiladores bíblicos como
unos sacerdotes incapaces de homogeneizar y cohesionar relatos de diverso
origen cultural). La confección de un texto sagrado sintético,
como es la Tanak, debió resultar una tarea cuya complejidad en realidad
podemos imaginar solamente de un modo aproximado.


2) TRADICIÓN ORAL Y LITERATURA RELIGIOSA


Junto a la Torá tomada como norma de conducta y como consecuencia
de la necesidad de adaptarla a las constricciones de la vida concreta,
ya desde la época antigua comenzó a formarse la Torá
oral. Frente a la escrita, superior e inmutable y originada en la revelación
a Moisés (según la opinión ortodoxa) se fue construyendo
una Torá abierta, consolidada por generaciones de maestros de la
doctrina que buscaban responder a los retos de un mundo cambiante para
los que no había respuesta en la antigua Torá. El judaísmo
farisaico, centrado en la práctica religiosa cotidiana necesita
todavía hoy, para cumplir correctamente la voluntad divina, interpretarla.
Los ejemplos de la aparición de la luz eléctrica, el motor
de explosión o el teléfono son muy ilustrativos, pues al
ser estimados como fuego en su esencia, están sometidos a las mismas
precauciones que éste. Como el precepto sabático (honrar
el día de fiesta) impide encender fuego en el día de descanso
resulta para un judío ortodoxo imposible usar el teléfono,
la electricidad o el automóvil en sábado (lo que lleva a
que, por ejemplo, en Jerusalén se suspenda ese día el servicio
de transporte público).

La Torá oral, pese a la crítica de ciertos grupos judíos
(especialmente los saduceos en la época antigua y los caraítas
a partir del medievo, que rechazaban su validez completamente) creció
de tal modo que terminó formulándose por escrito. La Misná
recoge las opiniones de 260 maestros (denominados tannaim), consta de 63
tratados (ante todo recopilación de textos legales-religiosos, es
decir halaká) que según la tradición fueron reunidos
por el rabino Yehuda Hannasi hacia el año 200. Los rabinos ortodoxos
piensan incluso que fue co-revelada en el Sinaí junto a la Torá
escrita y que Moisés fue el primer rabino (interpretador) que transmitió
ese conocimiento por vía oral. Se trata, evidentemente, de un medio
de justificar la importancia rabinal en la interpretación de la
Ley Judía y consolidar su posición nuclear en el control
ideológico; además la persecución salvaje realizada
en diversos momentos contra los caraítas demuestra que los rabinos
no estaban dispuestos a tolerar la menor duda respecto a su papel como
interpretes de la Ley (en realidad, como veremos, cumplían un cometido
básico en la consolidación de la identidad comunitaria que
no podía ser puesta en duda sin poner en peligro a la propia comunidad).

En los siglos siguientes los maestros (denominados amoraim) siguieron
haciendo añadiduras (guemara) a la Misná consolidandose de
la unión de ambas las recopilaciones denominadas Talmud (estudio,
doctrina). Conocemos dos, el Talmud de Babilonia y el de Palestina. El
primero se terminó de compilar hacia los siglos VII-VIII y resultó
el más influente como consecuencia de que Bagdad se convirtió
en la capital califal en el siglo VIII y allí se localizaban los
rabinos más influyentes (venidos de la vecina Babilonia). Comenta
36 tratados de la Misná de un modo bastante sistemático y
extenso (tiene cerca de 5900 folios) y se compone de comentarios de tipo
religioso-legal (halaká) en una tercera parte y de haggadá
(narración, predicación es decir relatos, leyendas, datos
astronómicos, médicos) en sus dos terceras partes. El Talmud
de Palestina es el más antiguo (se terminó de confeccionar
en el siglo V), comenta 39 tratados pero de un modo más caótico;
fue mucho menos influyente como consecuencia de la represión que
el Imperio Bizantino desató sobre el judaísmo palestino.

Junto a Misná y Talmud se realizaron muy numerosos comentarios
e interpretaciones (denominados Midrashim, Midrash en singular) que forman
un laberinto textual abigarrado. Destacan también obras medievales
especialmente influyentes, como las de Moisés ben Maimón
(Maimónides) de Córdoba (1135-1204) o modos particulares
de enfrentarse al material tradicional judío, como el que desarrolla
la cábala, uno de cuyos ejemplos lo ofrece el Sepher ha Zohar (Libro
del Esplendor) de Moisés de León (en torno al 1275). El judaísmo
ha creado un material religioso-literario extremadamente rico sobre el
que campea en una posición absolutamente preeminente la Biblia y
en particular sus cinco primeros libros, la Torá, núcleo
de una religión que desde el abismo de sus tres milenios largos
de existencia conforma, aún en el laicizado mundo moderno, una cosmovisión
muy influyente.


3) LAS SEÑAS DE IDENTIDAD DE LA RELIGIÓN JUDÍA:
DIOS, TIERRA, TEMPLO, LEY


Una de las características más sobresalientes de la religión
judía es la perdurabilidad. En mayor medida que ninguna otra de
las religiones mundiales, el judaísmo se reconoce a sí mismo
en el mensaje confeccionado en la época más remota e incluso
utiliza esos lejanos tiempos como modelo a seguir en el mundo actual. La
cautividad en Egipto se empleó como precedente tanto durante el
cautiverio en Babilonia como en muchos momentos posteriores de tribulación
del pueblo judío (en especial durante el holocausto),  pues
el sufrimiento conllevaba la promesa de una liberación de la que
era paradigma el éxito del éxodo. Del mismo modo la fundación
del estado de Israel usó como referente la toma de posesión
(la invasión) de la tierra de Palestina (tierra prometida) por los
israelitas tres milenios antes según el relato bíblico.

La perdurabilidad lo es también de materiales de índole
mítica de una antigüedad extraordinaria tenidos como verdad
religiosa aún hoy en día por algunos creyentes. La religión
mesopotámica extinta hace más de dos mil años aún
perdura en muchos párrafos del libro del Génesis, en los
relatos de la creación, del diluvio, del jardín paradisiaco.
El judaísmo y por su intermedio el cristianismo mantienen en vida
(es decir en uso cultual) esas arcaicas cosmovisiones nacidas en Sumer.

Quizá una de las causas de la resistencia de la religión
judía a la desaparición o a la subsunción por otras
religiones se base en una serie de señas de identidad que consolidaron
la ideología comunitaria y nacional: monoteísmo, tierra y
templo y ley.

El monoteísmo probablemente no fue radical en las épocas
más antiguas y sería más conveniente hablar de monolatría.
Se daba culto a la divinidad tribal y su caracter exclusivo provenía
de que identificaba a sus cultores y cohesionaba la comunidad. Los demás
Dioses no serían negados en su calidad de tales sino que no se les
daba culto al resultar extraños al grupo. Yahvé fue con probabilidad
el Dios de alguna tribu específica (meridional) que terminó
imponiendose al consolidarse la identidad supratribal israelita como consecuencia
del mestizaje con las poblaciones cananeas.

En la fase premonárquica de toma del control sobre Palestina
y en la fase monárquica previa al cautiverio de Babilonia la influencia
de las divinidades cananeas y palestinas fue muy notable llevando a un
monoteísmo intermitente con fuertes tendencias a sincretismos puntuales.
Se trata de un fenómeno comprensible ya que el control de un territorio
extenso conllevó la asimilación de poblaciones de orígenes
y religiones diversos y aunque se intentó aglutinarlos en un culto
nacional común en la época monárquica (centrado en
la ciudad sagrada de Jerusalén y en el templo) se mantuvieron las
tendencias sincréticas y contemporizadoras contra las que se levantaban
las voces de numerosos profetas. Tras el exilio en Babilonia, entendido
como un castigo divino por las desviaciones religiosas (esa es la interpretación
profética nada sensible a las razones estratégicas), se consolidó
de modo pleno el monoteísmo excluyente. Solamente Yahvé es
Dios verdadero, es uno y único; los supuestos Dioses de otros pueblos
no son en realidad más que espejismos y falsedad. Esta será
la postura que mantendrá el judaísmo hasta nuestros días,
un monoteísmo estricto que lleva, por ejemplo, a enjuiciar al cristianismo
como una desviación idólatra y falsa puesto que segmenta
la divinidad (que solamente puede ser una) en tres personas, configurando
por tanto un politeísmo encubierto (es la misma interpretación
que defienden los teólogos musulmanes).

La tierra prometida, erez Israel (tierra de Israel) es el mensaje fundamental
que legitima a los isrealitas para tomar el control sobre Palestina. La
fecha del mensaje según la promesa bíblica se retrotrae al
patriarca Abraham, pero lo más probable es que se trate (por lo
menos en sus términos concretos) de una reelaboración fechable
en la época del rey David para legitimar las apiraciones y realidades
del control territorial israelí. La tierra se convierte en la materialización
de la alianza de Yahvé y los israelitas; un motivo teológico
que incluye la promesa de la contrapartida a la fidelidad y por tanto el
castigo de la pérdida si hay traición. El concepto de tierra
prometida sufrío, como vemos, un proceso de reelaboración
que culmina en la época del exilio, cuando ya los judíos
han perdido su posesión efectiva.

Cuando no controlan Palestina el mensaje centrado en la tierra tiende
a modificarse, así durante el exilio en Babilonia ciertas tendencias
proféticas intentaron superar el estrecho margen nacional abriéndose
a un incipiente universalismo (por ejemplo en el Deuteroisaías,
como veremos en el apartado siguiente) y en la diáspora (dispersión
judía por todo el orbe) se encontró un aglutinante alternativo
no territorial que es la ley.

Pero entre los judíos existieron en algunas épocas tendencias
a concretar físicamente el control teológicamente prometido
sobre la tierra, que se materializan cuando las circunstancias exteriores
(la presión sobre Palestina de las potencias vecinas) lo permiten.
El primer momento coincide con el debilitamiento del control egipcio e
hitita y se concreta en la instauración de la monarquía territorial
(desde el 1012 hasta el 586 a.e.); el segundo coincide con la pérdida
del control de los soberanos griegos seléucidas sobre Palestina,
que permite el surgimiento del estado asmoneo independiente (desde el 142
al 63 a.e.) y el tercero, que tuvo que esperar dos milenios para concretarse
aprovechó la debilidad del estado turco y la agonía del imperialismo
inglés y se plasmó, a partir de 1948 en la creación
del Estado de Israel.

La confusión de una promesa religiosa inconcreta (o con una
concreción que varió en el tiempo) con aspiraciones de dominio
bien concreto han creado un polvorín político-religioso como
es el de la Palestina actual. El uso militar del argumento teológico
de la tierra prometida es causa de uno de los problemas religiosos más
graves que se presentan en el mundo actual (puesto que exacerba la contrarrespuesta
fundamentalista islámica) y lleva a la espiral absurda de una reivindicación
territorial que puede no tener final. Si los límites militares deseables
coincidiesen con los del reino de David, Damasco (capital de Siria) o Aman
(capital de Jordania) habrían de ser incluidas en el Estado de Israel;
aún peor para la convivencia, aunque igual de válido desde
el punto de vista teológico sería intentar alcanzar las fronteras
del gran Israel de la promesa de Josué, como quieren algunos grupos
ortodoxos fundamentalistas judíos:


Vuestro territorio se extenderá desde el desierto hasta el Líbano,
desde el gran río Eúfrates hasta el Mediterráneo,
en occidente (Josué 1,4-5)


La insensibilidad o las actitudes expansionistas solapadas en argumentos
religiosos solamente pueden generar sufrimiento, de un calibre que en esencia
podría compararse al producido por el horror nazi. Es difícil
soslayar, para un historiador de las religiones, las implicaciones atroces
de la expulsión de cerca de 900.000 palestinos tras la creación
del Estado de Israel, o el lento holocausto que mina desde hace cincuenta
años cualquier búsqueda de un nuevo marco convivencial mundial
en el que las religiones dejen de generar motivos de discordia para consolidar
vías de superación de los conflictos.

Además del territorio y a partir de la consolidación
de la monarquía israelita existen otros dos elementos de identificación
que son la ciudad de Jerusalén y el templo. El templo de Salomón
resultó la pieza maestra en la consolidación de la centralización
comenzada en el reinado de David al ubicar la capital en Jerusalén.
La creación de un centro cultual privilegiado de todos los israelitas
(en teoría), servido por una elite eclesiástica y sujeto
a los intereses y la supervisión de la corona ilustra la utilización
por parte de los monarcas de Israel de los instrumentos de control ideológico
puestos en práctica desde hacía milenios en Egipto. La infraestructura
religiosa del templo conllevaba el sacrificio sangriento regular de animales
(ilustraciones 91-92), la percepción de primicias y diezmos por
los sacerdotes (concentrando y drenando parte del excedente) y la consolidación
de una mística del templo y de los objetos sagrados que contenía
(arca de la alianza —ilustración 93—, candelabros, columnas Yakin
y Boaz). El templo se situaba en el monte Moria, que según la tradición
fue el lugar en el que Yahvé ordenó a Abraham que sacrificase
a su hijo Isaac, es decir donde se selló el pacto entre la descendencia
de Abraham y su Dios que implicaba la promesa del don de la tierra.

Una contingencia histórica como fue la necesidad en el siglo
X a.e. por parte de los recientes monarcas de Israel de dotarse de instrumentos
religiosos que fortaleciesen su posición nuclear en el estado y
vertebrasen la comunidad en torno a un centro único ha llevado tres
mil años después a un conflicto religioso avivado por ulteriores
contingencias históricas (relacionadas con el control islámico
y cristiano del territorio y la ubicación en él de episodios
fundamentales en la consolidación de esas religiones) que tiene
pocos visos de solución. Jerusalén es una ciudad sagrada
no solamente para el judaísmo sino también para el cristianismo
y el islam y la exclusividad en el control por parte de cualquier religión
conllevaría un conflicto radical (el estatuto de Jerusalén
es el punto más espinoso de las conversaciones de pacificación
entre israelíes y palestinos y no se resolverá presumiblemente
en este milenio).

Tierra, templo y ciudad no han sido, de todos modos, las únicas
señas de identidad del judaísmo. A decir verdad la destrucción
del templo, al desmantelar la estructura sacerdotal abrió camino
a un judaísmo que consolidó la ley como núcleo de
una comunidad estallada y que había perdido la esperanza en la restauración
del esplendor y poderío antiguos con la quiebra de las espectativas
mesiánicas. La espera del mesías que resultó fundamental
en el judaísmo de los siglos inmediatamente anteriores y posteriores
al cambio de era no fructificó. Por una parte los judíos
no aceptaron la argumentación cristiana sobre la cualidad mesiánica
de Jesús (resultaba un mesianismo particular puesto que no predicaba
la violencia) y por otra los mesías comunmente aceptados y que se
adecuaban al modelo davídico de restauradores violentos del reino
resultaron un fracaso (como ejemplifica el caso de Bar Kokba, masacrado
por los romanos y que provocó el definitivo sometimiento judío).
A pesar de todo en muchos ambientes judíos se mantuvo (y todavía
se mantiene entre algunos grupos ortodoxos) la esperanza que ejemplifica
Maimónides en su profesión de fe: «creo con plena convicción
en la aparición del mesías y aunque se demora, aguardo diariamente
su llegada». Esta actitud llevó a casos asombrosos como el
de Sabbatai Zwi (1626-1676) aceptado como mesías por diversos círculos
rabínicos, que predijo la liberación para el año 1666,
pero que ante la disyuntiva de elegir entre la muerte o la conversión
prefirió optar por hacerse musulmán o el de Jacob Frank (1726-1791),
que dijo ser la reencarnación del anterior y tras ser expulsado
se convirtió, al azar de su agitada vida, primero al islam, luego
al catolicismo y por último al cristianismo ortodoxo.

La ley (Torá) resultó un instrumento menos peligroso
que el mesianismo para consolidar la identidad judía, el rabinismo
conformó una comunidad de costumbres y prácticas religiosas
que no insistía ya en la tierra prometida sino en el pueblo elegido;
una opción que determinó una tendencia muy malinterpretada
del judaísmo, la de la autosegregación.


4) AUTOSEGREGACIÓN FRENTE A UNIVERSALISMO


El judaísmo consolidado como la religión nacional de un
pueblo que se imaginaba elegido tendió a multiplicar las tendencias
segregadoras frente a las unificadoras. Se crearon unas fronteras morales
de la autosegregación por la confección de un código
de normas rituales estrictas que singularizaban al judío en las
comunidades no judías y cuyo incumplimiento conllevaba la expulsión.
Desde Malaquías (hacia 465 a.e.) que ataca furiosamente los matrimonios
mixtos, y sobre todo en la diáspora, los judíos no intercambian
mujeres con los goyim (los no judíos), quebrando así una
norma fundamental de la convivencia intercultural. Esta segregación
matrimonial, que se origina como consecuencia del papel de la mujer como
transmisora de la cualidad de judío, conllevó contra-respuestas
de índole similar como las que se materializaron en el mundo cristiano
ya desde el 306 (sínodo de Elvira) con la prohibición del
matrimonio y las relaciones sexuales entre cristianos y judíos.
A partir de este momento se une autosegregación y segregación
forzada para consolidar un abismo entre judíos y no judíos.

Muchas otras costumbres judías conllevaron actitudes profundamente
antisolidarias. Los judíos no resultaban hospitalarios ya que el
contacto con los goyim era causa de impureza; los domicilios de judíos
se convertían en territorios en los que no se producía el
intercambio de visitas o comidas comunes con los no judíos. Se instauró
una sensibilidad hacia los goyim que llevó a aberraciones de conducta
como ejemplifica un caso real ocurrido en Estados Unidos. El precepto sabático
impide hacer fuego y por tanto el uso del teléfono, como vimos,
salvo que se esté en peligro de muerte; tras un accidente de tráfico
un judío solicitó hacer uso en sábado del teléfono
ubicado en la casa de un judío ortodoxo para pedir ayuda, pero le
fue negado ya que el accidentado era no judío y por tanto no se
podía aplicar la eximente para infringir el precepto (que sí
hubiera podido hacerse, al mediar peligro de muerte, en el caso de que
el malherido hubiera sido judío). El judaísmo en estos detalles
demuestra que no ha pasado de ser una religión nacional (con un
mensaje exclusivista y circunscrito a un grupo determinado) y que no ha
vetrebrado un mensaje universalista capaz de aplicar, por ejemplo, la compasión
hacia los que no pertenecen al grupo religioso-nacional. De consecuencias
mucho más graves, pues genera un conflicto de primera magnitud en
la convivencia interreligiosa e intercultural resulta la actitud hacia
la población árabe de Palestina, meticulosamente depredada
por el Estado de Israel y que, a pesar de estar protegida por la declaración
Balfour (clave en la legitimidad jurídica judía para el asentamiento
en Palestina ya que emanaba de la potencia que controlaba en ese momento
el territorio —ilustración 94—) y por resoluciones internacionales
posteriores ha sido sistemáticamente expulsada de sus hogares sin
ni siquiera permitirles la opción de la conversión al judaísmo
(lo que contrasta con la inmigración subsiguiente de judíos
de origen étnico diferente, cuya diversidad ilustra que la conversión
fue una posibilidad abierta en el pasado para solucionar los problemas
convivenciales —y no solamente en la remota época del reino isrealita—).

Los judíos se autosegregaron no solamente en el ámbito
de lo privado, sino también en el de lo público; no aceptaban
las festividades de las comunidades en las que se insertaban a la par que
no permitían la participación de los goyim en las fiestas
judías, actitud que llevó a malas interpretaciones por parte
de las autoridades ya que al rehusar asistir a actos de índole político-religioso
como el culto imperial en época romana o ceremonias cristianas como
el Te Deum (para dar gracias por una victoria militar, por ejemplo) parecían
criticar el statu quo o la legitimidad en la que se sustentaban las autoridades.
En el desacralizado mundo contemporáneo al estar los actos públicos
y cívicos libres de componentes religiosos nucleares, la presencia
de judíos, incluso ortodoxos, es posible y por tanto se mitiga este
problema que fue causa de malentendidos graves, por ejemplo en el medievo.

La autosegregación conllevó por una parte leyes segregadoras
y por otra, en ciertos momentos, a la irracionalidad asesina por parte
de los no judíos hacia los judíos. Las crisis y los malestares
sociales eran excusas para hacer cargar sobre los judíos la culpa
de la situación, avivando el miedo a la alteridad que ellos representaban.
La tendencia inveterada del pensamiento humano a funcionar con fórmulas
binomiales opuestas (buenos-malos, nosotros-ellos) se empleó con
los judíos de modo sistemático y bien testificado, por ejemplo
en el medievo cristiano. Se les acusaba de crímenes imposibles (como
sacrificios de niños cristianos), se les hostigaba y depredaba,
en muchos casos bajo la dirección de sacerdotes y monjes cristianos,
se esgrimió contra ellos la acusación teológica de
deicidas (asesinos de Dios) cargando sobre todas las generaciones de judíos
la crucifixión de Jesús como si de una mancha imborrable
se tratara. Se instauró el antijudaísmo como una práctica
aceptada, incluso entre cristianos, que terminó produciendo en la
desequilibrada razón (irracional) de los jerarcas nazis el monstruo
de creer justificado el exterminio de todo un pueblo.

La autosegregación de un determinado grupo tiende a crear mecanismos
de respuesta por parte del resto de la sociedad, pero no puede, bajo ningún
concepto justificarse ni los pogroms de las épocas medievales y
modernas ni el holocausto: horrores que resulta necesario añadir
al elenco de crímenes insensatos que al amparo de razones religiosas
se han cometido a lo largo de la historia de la humanidad y de los que
la historia de las religiones puede, en su cometido testifical, dar cuenta
para propiciar una reflexión que consolide con los menores conflictos
posibles la opción de convivencia en el mundo mestizo, multirreligioso
y necesariamente basado en la tolerancia que se está fraguando en
nuestros días.

La religión judía, pese a lo antes expuesto, no plantea
una desvalorización radical de los no judíos. Aunque se estimen
el pueblo elegido nunca llegaron a pensarse a sí mismos como los
únicos o verdaderos seres humanos (como han hecho otras sociedades).
Todos los hombres son hijos de Dios, no solamente los descendientes de
Israel; Adán, Noé o el propio Abraham no eran judíos
y no por ello estaban al margen del mensaje judío sino en el núcleo
mismo de éste. Cabe pues en el judaísmo un mensaje universalista
que, por ejemplo, tiene una plasmación diáfana en el Deuteroisaías
(fechable en el siglo VI a.e.):


Es poco que seas mi siervo y restablezcas las tribus de Jacob y conviertas
a los supervivientes de Israel, te hago luz de las naciones para que mi
salvación alcance hasta el confín de la tierra (Isaías
49,6)


La conversión al judaísmo también fue posible,
y en algunos casos muy importante, en diversos momentos históricos.
El más destacado fue durante el control israelita de Palestina y
la época monárquica en que por medio de matrimonios y de
asimilación se absorbió un buen número de pobladores
locales, que a decir verdad resultan bien difíciles de diferenciar
de los israelitas en la época más antigua en la que, si renunciamos
al mensaje bíblico, la identidad del «pueblo elegido»
al margen del contingente poblacional cananeo es bien difícil de
establecer. La labor proselitista debió de ser importante también
en ciertos momentos del imperio romano, se multiplicaron las sinagogas
y el número de prosélitos hasta que puso freno a ello la
política antijudaica de los emperadores cristianos y en particular
de Tedosio II (401-450) que dictó severas medidas de segregación.
Un caso especial resulta la conversión masiva al judaísmo
de los Cázaros en 740 (mantuvieron la fe más de dos siglos),
ya que fue un medio de consolidar, gracias a la diversidad religiosa, la
independencia frente a sus vecinos cristianos y musulmanes.

Hubo épocas en las que se manifestaron en el judaísmo
tendencias contrarias a la autosegregación y de índole universalista,
productos de una reflexión interna sin que mediase una imposición
violenta o una aculturación forzada (como las que provocaron asirios,
seléucidas o romanos). El caso más destacado del mundo antiguo
lo representa Filón de Alejandría (15/10 a.e.- 40/50) que
intentó generar una síntesis que aunase el helenismo (filosófico)
y la tradición hebrea, por medio, ante todo de una explicación
alegórica, que buscaba desentrañar una segunda lectura para
los episodios de la tradición bíblica dando las claves para
descifrar el lenguaje oculto y verdadero (solamente al alcance del sabio)
que supuestamente se escondía tras el lenguaje común y comprensible
para todos (era un método que utilizaban profusamente los sabios
griegos de Alejandría para interpretar, por ejemplo, los poemas
homéricos). En su obra La emigración de Abraham comenta de
este modo la siguiente cita bíblica:


«El señor dijo a Abraham: sal de tu tierra, de tu parentela,
de la habitación de tu padre» (Génesis 12,1)... <y
dice Filón> Dios quiere purificar el alma humana. Empieza por darle
un impulso hacia el camino de la perfecta salvación; es preciso
que deje los tres terrenos, el del cuerpo, el de la sensación y
el de la palabra expresada. Porque la tierra debe tomarse como símbolo
del cuerpo, la parentela como símbolo de la sensación, la
habitación del padre como símbolo de la palabra. <sigue
la explicación de cada una de estas aproximaciones alegóricas
que utiliza> (Filón La emigración de Abraham 1)


La labor de Filón, de todos modos, no tendrá seguidores
que consoliden un nuevo modelo religioso en el judaísmo (al contrario
de lo que ocurrió en el cristianismo con el mensaje de san Pablo);
el desarrollo del rabinado como opción única tras la destrucción
del templo (en el año 70) hizo caer en vía muerta este intento
del judaísmo alejandrino (inserto en el mundo mestizo de esta ciudad
cosmopolita) por redimensionar el legado bíblico.

Otro momento fundamental hacia la consolidación de un mensaje
universalista judío se fraguó en el seno de las comunidades
andalusíes, abiertas a la convivencia generalmente tolerante con
cristianismo e islam. Por ejemplo Salomón ibn Gabirol de Málaga
(hacia 1021- hacia 1058) escribió el poema La fuente de la vida
en que el platonismo plotiniano impregna el mensaje judío; los teólogos
cristianos demostrarán mucho más interés por este
trabajo que los correligionarios del autor. En este mismo contexto mestizo
de las juderías de la Península Ibérica se consolidó
la cábala, una aproximación mística que creó
un lenguaje de aplicación universal, abierto a los elegidos y capaces,
sin que necesariamente se tenga que circunscribir a los judíos (a
pesar de que el aparato interpretativo era totalmente judío). Los
autores cabalistas propugnan un camino interior que busca la unión
con Dios (devekut) en un éxtasis que, por ejemplo, en Abraham Abulafia
de Zaragoza (siglo XIII) se alcanza por medio de técnicas respiratorias,
posturas especiales, recitaciones y la concentración en el nombre
de Dios, un elenco de prácticas que se constatan también
entre los místicos extremo-orientales, cristianos ortodoxos o musulmanes
y que conforman un mensaje común y universalista. Libros cabalísticos
como el Sefer ha Zohar (libro del esplendor) de Moisés de León
(muerto en 1305) o los de los sabios palestinos de ascendencia sefardita
(judíos originarios de la Península Ibérica, expulsados
por los Reyes Católicos en 1492) Isaac Luria (1534-1572) y Moisés
Cordovero (1522-1570) fueron profundamente influyentes en el judaísmo
de los siglos posteriores. Por el contrario en el centro de Europa la cábala
desembocó en posturas pietistas, en el jasidismo, una forma profundamente
excluyente de entender el mensaje judío. Parece por tanto que las
tendencias universalistas en el judaísmo se manifiestan no en ambientes
hostiles, en los que la religión se consolida como el medio más
eficaz de autoidentificación sino en momentos en los que la convivencia
intercultural permite que los pensadores judíos se abran a otras
cosmovisiones. Parece defendible plantear que la persistencia en el mensaje
nacional por parte del judaísmo es una respuesta frente al reto
de injurias seculares.

El gran momento en el que el judaísmo ha podido transformar
su mensaje es con la modernidad. La sociedad contemporánea ha levantado
progresivamente las barreras de la discriminación (por lo menos
en el horizonte teórico de la legalidad) y como respuesta han surgido
modos de entender el judaísmo más abiertos a los no judíos.
El ejemplo más destacado lo ofrece Abraham Geiger (1810-1874) que
enfatiza la comunidad religiosa frente a la étnica y que frente
a la segregación destaca la adaptación; propugnó un
judaísmo en el que cabían nuevos miembros aunque no portasen
sangre judía (transmitida por vía materna como era lo habitual).
La fatalidad de las leyes discriminatorias y la barbarie nazi, al mostrar
un antisemitismo que se estimaba superado en el mundo occidental, parecen
haber multiplicado el nacionalismo judío, que posee además
una base territorial desde la que actuar. Nunca las tendencias universalistas
se consolidaron como opción principal y por tanto el judaísmo
se puede considerar una religión nacional, de las pocas que se mantienen
en un mundo en el que la abrumadora mayoría de sus habitantes profesa
alguna religión de tipo universalista.


5) GRANDES LÍNEAS HISTÓRICAS DE LA RELIGIÓN JUDÍA
1: EL JUDAÍSMO HASTA EL CAMBIO DE ERA


La época preestatal se resume en el relato bíblico de
los patriarcas, desde Abraham (fechable, en el caso de ser una figura histórica,
en los albores del segundo milenio a.e.) hasta Moisés (siglo XIV-XIII
a.e., aunque tampoco podemos asegurar completamente su historicidad) y
en el de la penetración en Palestina que culmina hacia el año
1000 a.e. con la consolidación del reino de David. Los israelitas
sobreviven en una situación marginal frente a los grandes imperios
de Mesopotamia (de donde míticamente proceden) y Egipto (donde míticamente
sufren cautiverio). Las fuentes para el conocimiento de este periodo son
muy problemáticas puesto que la principal es un relato no histórico
(el Pentateuco al que se añaden los libros de Josué y Jueces)
y solamente hacia el final del periodo la arqueología puede suplir
una visión excesivamente dependiente de una narración de
tipo teológico, con diversos estratos de redacción, como
vimos. En esta etapa la figura ejemplar (que algunos estiman puramente
imaginaria) es Moisés, marca la inflexión entre la nebulosa
etapa patriarcal y la históricamente contestable penetración
en Palestina que se produce según el relato bíblico de la
mano de Josué (muerto hacia el 1200 a.e.) y culmina hacia el 1030
con la unción monárquica de Saúl. Sea este relato
bíblico plenamente histórico (lo que resulta muy dudoso)
o una reelaboración que deja gran lugar para lo imaginario, estructuró
las creencias judías (y luego cristianas) al plantear la consumación
de la alianza con Yahvé en el Sinaí bajo la intermediación
de Moisés y la progresiva toma de posesión de la tierra prometida
a la muerte de éste. De tratarse de un hecho histórico, la
entrada en Palestina de las tribus israelitas se produjo de modo progresivo,
con asentamientos más antiguos en zonas marginales y con la toma
del control de los mejores emplazamientos en una época muy cercana
a la consolidación de la monarquía y de modo no siempre fácil
(que ejemplifica el relato bíblico de la captura en 1050 a.e. del
arca de la alianza —trono de Yahvé y cofre para guardar las tablas
de la ley y otros objetos cultuales— y su posterior recuperación).

En la época preestatal la religión israelita es una amalgama
de cultos tribales de los que existen serias dudas sobre su carácter
unitario. Es muy posible que la unificación completa se produjese
solamente cuando se centralizó en Jerusalén el culto con
David y Salomón y se completó el mestizaje entre pastores
nómadas y poblaciones sedentarias cananeas conformando el «pueblo
de Israel».

La época monárquica (1000-586 a.e.) se divide en dos
grandes fases, la que corresponde al reino unificado, época de David
(en torno al 1000-970 a.e.) y Salomón (970-931 a.e.) y que la corresponde
a los reinos separados (desde 931 al 587).

La monarquía unificada es uno de los periodos de esplendor de
la cultura judía. Se instauran nuevas estructuras de poder tomadas
en gran medida de los vecinos egipcios (aprovechando, además la
debilidad de éstos en el control sobre Palestina) que tienden a
consolidar una pirámide en cuyo vértice superior está
el rey que centraliza y unifica la vida política y religiosa en
torno a Jerusalén convertida en la capital del reino. Se comienza
a formar el canon escrito y se consolida el grupo sacerdotal segregado
(con anterioridad cualquiera, ya fuera jefe de familia o de tribu podía
oficiar) que recae en los descendientes de Aarón (hermano de Moisés)
y también, de un modo más general en la tribu de Leví
(los levitas por lo menos ocuparán los cargos principales). Con
Salomón y la construcción del templo se multiplica este fenómeno
de institucionalización sacerdotal; a partir de ese momento serán
los guardianes del templo y los encargados de realizar los sacrificios
y de emitir oráculos. Tras una serie de enfrentamientos Salomón
nombra al «sacerdote fiel» Sadoq cabeza de una estructura religiosa
que se centraliza en Jerusalén y su templo (que percibe los diezmos
de las cosechas). El paso más radical lo dará el rey Josías
de Judá (640-609) que suprime todos los santuarios quedando como
centro religioso único el templo.

Corresponde esta actuación radical a la época de los
reinos separados que comienza en el año 931 a.e. con la división
del reino a la muerte de Salomón entre sus hijos Roboam (rey de
Judá con capital en Jerusalén) y Jeroboam I (rey de Isra.e.l,
a partir de 880 a.e. su capital será Samaría). Ya desde el
reinado de David surgieron personajes inspirados y críticos, los
profetas, pero en la época de los reinos separados aumentan de modo
notable. Aunque surgen por un elenco variado de causas, quizá la
principal sea la reacción contra la estatalización. La estructura
estatal conllevó una complejización del sistema social (materializada
en levas, controles, sometimientos forzados, impuestos) que consolidó
un nuevo sistema de desigualdades (rey-corte frente al pueblo) y preeminencias
(sacerdotes del templo, por ejemplo) y a la par un malestar que encontró
su vía de plasmación en el lenguaje religioso (el que podía
ofrecer algún amparo frente al poder). Críticos con los monarcas
y los sacerdotes, intolerantes con el sincretismo, predican terribles castigos
porque estiman que los judíos se han separado de la fe única
a Yahvé. La coyuntura militar proximo-oriental terminó con
el tiempo dando la razón a los catastrofistas; en 721 a.e. los asirios
en su consolidación del progresivo control de la costa mediterránea
levantina atacaron Samaría y acabaron con la independencia del reino
de Israel, deportando al norte de Mesopotamia a muchos israelitas y asentando
a no judíos en el antiguo reino de Israel. Casi siglo y medio después
le llegará el turno al reino de Judá y a su capital que será
tomada por Nabucodonosor II (605-562), rey de Babilonia. La clase dirigente
será deportada a Babilonia, el templo de Salomón será
destruido y se producirá el final de la independencia política
y del primer estado judío.

El exilio marca el comienzo de la diáspora (la dispersión),
la necesidad de la adaptación de los judíos a ambientes muy
diversos. Este judaísmo sin templo requiere un nuevo aglutinante
que se materializa en la potenciación de los preceptos de la Torá
que en un entorno no judío actúa como medio de ahondar en
unas señas de identidad segregadoras. La circuncisión, el
precepto sabático, las prescripciones alimenticias y de pureza van
perfilando el abismo respecto de las normas de conducta de los vecinos.
Comienzan a consolidarse los maestros de la ley (intérpretes y adaptadores
de la Torá) pero también y como consecuencia del contacto
con religiones no cananeas penetran en el judaísmo en una profundidad
difícil de calibrar (depende en muchos casos de la postura que adopte
el investigador) una serie de influencias nuevas (el dualismo quizá
iranio, la angeología, la apocalíptica, la escatología).

La toma de Babilonia en 538 a.e. por Ciro de Persia (559-529 a.e.)
marca un nuevo punto de inflexión en la situación judía.
Se permite a los deportados volver a Palestina (aunque muchos no lo hicieron)
y contruir un nuevo templo, pero no se les otorga un estado independiente.
Los persas controlan la situación al aupar como interlocutor frente
a la población judía al sumo sacerdote de Yahvé que
al no estar sometido al poder del monarca judío, detenta una autoridad
que va más allá de lo puramente religioso. Se conforma una
teocracia en la que los sacerdotes del templo y en especial el sumo sacerdote
aumentarán su poder, lo que provocará las críticas
del profeta Malaquías (mediados del siglo V a.e.). En los años
posteriores se van imponiendo la segregación matrimonial, la obligatoriedad
del cumplimiento sabático y la consolidación del Pentateuto
(Torá) con la categoría de norma legal. El relevo de los
soberanos persas por los sucesores de Alejandro no modificó la situación
respecto de los judíos en un primer momento. El control de los lágidas
(soberanos griegos de Egipto) sobre Palestina no conllevó una fuerte
imposición religiosa; pero cuando el territorio pasó a la
soberanía de los seléucidas (soberanos griegos de Mesopotamia)
en el cambio de los siglos III al II a.e., la situación se modificó
parcialmente. Parece potenciarse una helenización más profunda
que es consecuente con la política de homogeneización religiosa
que desean estos soberanos; con Antioco IV (175-164) la situación
se torna muy grave puesto que se impone en el templo de Jerusalén
un culto a Zeus olímpico (aspecto soberano del Dios griego, que
implica su preeminencia sobre el resto de los dioses). Se produjo la sublevación
de los Macabeos en 166 a.e., que terminó triunfando, la coyuntura
internacional de debilidad de los reinos helenísticos vecinos permitirá
la consolidación de un estado judío independiente bajo la
dirección de la dinastía asmonea y que durará hasta
el año 63 a.e. en que el general romano Pompeyo tomará Jerusalén
y Palestina de facto caerá en manos de Roma, aunque nominalmente
se mantengan monarcas títeres como por ejemplo Herodes el grande,
rey de Judea del 37 al 4 a.e. y constructor del gran templo de Jerusalén.

A partir del siglo II a.e. se produce una aculturación y un
sometimiento que resulta más pesado a los judíos cuanto más
refinados se vuelven los métodos de control por parte de las potencias
dominantes (que culminan con el censo ordenado por el emperador Augusto),
la presión impositiva extranjera se añade a la que ya existía
(el diezmo del templo, sobre todo) y crean una insatisfacción que
no se plasma tanto en la figura de profetas como en la esperanza mesiánica.
Muchos judíos esperan la llegada de un mesías, un nuevo David
que liberará al pueblo elegido que no merece la opresión
a la que le someten unos extranjeros que desprecian a Yahvé.


6) GRANDES LÍNEAS HISTÓRICAS DE LA RELIGIÓN JUDÍA
2: EL JUDAÍSMO EN LA ÉPOCA DEL CAMBIO DE ERA


La opresión, la esperanza mesiánica y el descontento crearon
una situación muy conflictiva que se plasmó en un judaísmo
profundamente dividido, quizá desde una época ya antigua
pero que en el momento del cambio de era se muestra como un mosaico del
que no son, desgraciadamente, todo lo bien conocidas que desearíamos
todas las piezas.

Por una parte están los grupos principales y más poderosos
que son dos, los saduceos y los fariseos. Los saduceos (zedoqim = del linaje
de Sadoq) son la nobleza tanto urbana como rural entre la que se cuentan
los altos sacerdotes del templo. Controlan el consejo judío (sanedrín)
y por tanto el poder nominal de decisión (aunque el poder real lo
detentan los romanos). Son defensores de la Torá escrita pero acérrimos
enemigos de la Torá oral y de los doctores fariseos a los que niegan
la capacidad de interpretar la ley. Se enfrentan también a las novedades
que se habían introducido en el judaísmo postexílico
(mensajes apocalípticos, angeológicos y escatológicos
—no creen en la resurrección post mortem—) y a cualquier fuerza
de índole desestabilizadora, como el profetismo y sobre todo el
mesianismo. Defienden el papel primordial del templo en la estructura religiosa
judía despreciando las influencias de cualquier otra índole.
Al mismo tiempo, respecto de las influencias exteriores y para mantener
su preeminencia, optaron por contemporizar con los poderes extranjeros,
incluso hasta en las formas externas (se helenizaron profundamente en sus
costumbres aunque lo intentasen disimular de cara a sus correligionarios).
Los fariseos, muy influyentes y numerosos (contaban con el apoyo mayoritario
del pueblo) se denominaban jasidim (hombres píos) y perushim (los
segregados, de donde viene el término fariseo), provienen del movimiento
de los asideos que consolidó la independencia judía frente
al poder seléucida. Defienden la importancia de la Torá oral
y del magisterio de los doctores de la ley, de un sistema de preceptos,
prohibiciones y obligaciones común para todos los judíos.
Creen en la resurrección de los muertos, en la esperanza de un futuro
reino de Dios y en la venida del mesías. Su enfrentamiento con los
saduceos les llevó paulatinamente a separarse de la infraestructura
del templo, lo que les dará un enorme baza cuando éste desaparezca
puesto que ya tenían puestas las bases de un judaísmo que
podía prescindir (como durante el cautiverio de Babilonia) tanto
de la tierra prometida como del templo.

Los grupos minoritarios son más numerosos aunque tienen mucho
menos poder e influencia. Los zelotas eran contrarios a cualquier potencia
extranjera que obligase a dar culto a Dioses diferentes de Yahvé.
Este celo religioso se materializaba en un rechazo radical hacia cualquier
poder extraño que intentase controlar la sagrada tierra prometida.
Para ellos el reino de Dios era incompatible con cual otra dominación
por lo que se enfrentaban al pago de impuestos diferentes de los judíos
o al control extranjero por medio del censo. Esperaban que la situación
de sometimiento a Roma fuese transitoria puesto que creían en la
llegada de un mesías guerrero que los liberaría. Actuaban
contra los romanos, cuando podían, de modo violento (las autoridades
de Roma los llaman ladrones) y algunos (los sicarios) optaban por métodos
de tipo terrorista. Tras el fracaso ante el poder romano optaron por incluirse
en el fariseismo dominante dirigiendo su celo extremista hacia otros territorios
menos comprometidos como ejemplifican las palabras del rabino Jehoshua
ben Leví: «No hay para Tí hombre libre salvo el que
se entrega al estudio de la Torá». Por su parte los esenios
eran un movimiento de cierta envergadura que no parece que pueda ser circunscrito
a una comunidad única (por tanto no pueden reducirse al grupo de
Qumrán). Predican un mensaje apocalíptico, crean comunidades
monásticas y quizá participaron (por lo menos a título
personal) de modo activo en las vicisitudes de Palestina (por ejemplo Juan
el esenio muere en el 66 luchando contra los romanos). La comunidad (yahad)
de Qumrán era un grupo escindido de los esenios hacia el 130 a.e.
y exterminado por los romanos en el 68; a ellos se debe la célebre
biblioteca oculta en las cuevas de Qumrán y conocida como los manuscritos
del Mar Muerto. El peligro del que se quiso preservar a esta literatura
sagrada fue de un calibre tal que nadie pudo sobrevivirle, no se recuperaron
los escritos que por tanto se han conservado hasta nuestros días
y han sido reencontrados a partir de los años 50 (se hallan todavía
en proceso de estudio científico). Eran un grupo específico
y marginado voluntariamente del resto del judaísmo (poseían
un calendario propio, tenían prohibido el contacto con el resto
de los judíos), se denominaban hijos de la luz y basaban su ideología
en una autoidentificación como elegidos y predestinados por la divinidad.
Eran apocalípticos, esperaban la llegada del fin del mundo (preludiado
por la aparición de un mesías doble, uno sacerdotal y otro
militar) en el que los justos obtendrían el pago de sus buenas acciones.
Defendían una visión profundamente dualista en la que los
extraños a la comunidad eran señalados como hijos de las
tinieblas mientras que los miembros del grupo se consideraban seguidores
de los ángeles de la luz. Belial, el príncipe de las tinieblas
buscaba por todos los medios tentar a los justos para apartarlos del camino
correcto por lo que llevaban una estricta vida ascética. Estaban
jerarquizados y sometidos a un consejo de doce laicos y tres sacerdotes;
la vida cotidiana se regía por estrictas reglas escritas que incluían
un duro código de penas y castigos contra los infractores y todo
se tenía en común recibiendo cada cual según lo que
los responsables estimaban que se adecuaba a sus necesidades.

Otro grupo, aunque no exactamente religioso, eran los no cumplidores
que se definen en la negación a someterse a los preceptos y ofrecer
el diezmo de sus productos al templo. Eran impuros, tanto ellos como sus
cosechas, que un judío cumplidor no podía consumir. A pesar
de todo parecen no haber sido radicalmente excluidos de las fiestas judías
aunque se requería una purificación especial a los que los
hubieran tocado. Es probable que de este grupo, de un volumen difícilmente
cuantificable, surgiesen numerosos cristianos.

El último grupo judío, ya del siglo I, son los judeo-cristianos,
que si bien presentan parecidos puntuales con alguno de los anteriores
(y en particular con los de Qumrán) también se destacan por
sus notables particularidades. El mensaje que defienden no es ascético
ni segregacionista ni purista (bien diferente del predicado en la comunidad
de Qumrán), tampoco es violento (por lo que se diferencia del de
los zelotas) ni legalista (no aceptan el valor normativo de la Torá
como los fariseos) ni sacerdotal (es profético y contrario a la
preeminencia del templo, lo que los enfrentaba a los saduceos).


7) GRANDES LÍNEAS HISTÓRICAS DE LA RELIGIÓN JUDÍA
3: EL JUDAÍSMO SIN TEMPLO


La revuelta situación que ejemplifica la diversidad de grupos
en pugna en la época del cambio de era llegó a su paroxismo
con la insurrección general anti-romana que se conoce como Primera
Guerra Judaica (66-73) y que tiene su hito principal en la toma y destrucción
de Jerusalén y del templo por Tito, general romano, hijo del emperador
Vespasiano y futuro emperador. La guerra terminó con la toma de
Masada en el 73 por los romanos y se saldó con más de medio
millón de muertos, el sometimiento de Judea y el desmantelamiento
de la infraestructura del templo que se simboliza en el gran candelabro
cultual de siete brazos (menora) que paseó Tito en el año
71 en su triunfo en Roma y que quedó inmortalizado en el arco que
se alzó en su honor (ilustración 95). Medio siglo después
se produjo un nuevo levantamiento anti-romano liderado por el supuesto
mesías Bar Kochba, la Segunda Guerra Judaica (132-135), que se saldó
con una intervención romana aún más sangrienta, la
prohibición oficial del judaísmo (que duró poco tiempo)
y la helenización de Jerusalén transformada en una ciudad
a la romana y rebautizada como Elia Capitolina. Para el poder romano la
actitud de los judíos resultaba incomprensible y las razones religiosas
que subyacían en el rechazo a la autoridad imperial eran malinterpretadas.
Dado lo sensible de la posición geoestratégica de Palestina,
baza fundamental en la consolidación del poder de Roma tanto en
Egipto (granero principal del imperio) como en Siria, y demasiado cercana
a uno de los límites más conflictivos del imperio, resultaba
imposible de aceptar, para las autoridades romanas, cualquier actitud que
pudiera poner en duda su soberanía.

La destrucción del templo creó una nueva situación
en la que los saduceos (la elite judía) y en especial los sacerdotes
habían perdido su punto referencial, el relevo fué tomado
por los únicos capaces de ofrecer una alternativa diferente a la
destrucción cultural o la completa asimilación con la cultura
helenístico-romana: los fariseos.

Se crea una nueva estructura religiosa judía centrada en la
sinagoga como lugar de reunión y oración, que puede edificarse
en cualquier lugar donde haya una comunidad consolidada y que se convierte
en el equivalente (aunque en un marco estallado) de lo que era el templo
de Jerusalén. Otro pilar del nuevo judaísmo lo forma el rabinado
fariseo, los doctores de la ley, nuevos sacerdotes que consolidan la sucesión
tras la destrucción del templo al constituir un nuevo sanedrín
y la primera escuela rabínica en Yabné (Jamnia en griego).
Pero el pilar principal de la religión judía será
a partir del año 70 la Torá como ley de cumplimiento inexcusable.
Los rollos de la Torá son el altar, el estudio de la Torá,
la oración y las acciones correctas el sustituto del templo. Se
fija definitivamente el canon bíblico y se consolida un judaísmo
capaz de mantener el mensaje nacional a pesar de la pérdida del
templo y la tierra prometida, a pesar de ver cercenadas las raíces
materiales de la identidad religiosa.

El judaísmo posee unas nuevas señas identificativas que
permiten que se mantenga su cultura a pesar de la dispersión (desde
la India hasta la Península Ibérica) y a pesar de la sumisión
a poblaciones con poderes políticos y religiones muy diferentes
y a veces hostiles. La Torá marca el ritmo de una vida sometida
a numerosas prohibiciones, prescripciones y preceptos, pero que ofrece,
como contrapartida, el marco psicológicamente reconfortante del
cumplimiento de la que se estima ley de Dios y del arropamiento por una
comunidad compacta de co-religionarios. La vida está regulada, ritmada
y sometida a un tiempo sagrado (el calendario se computa teniendo en cuenta
los movimientos de la luna y el sol) jalonado de fiestas (Pessah —pascua—
Shavuot —pentecostés— Rosh Hashana —fiesta del nuevo año—
Yom Kippur —día del gran perdón— Hannukkah —fiesta de la
dedicación—, entre las principales), ritos de paso (destaca la iniciación,
consistente en el paso a la condición de Bar/Bat Mitvah —madurez
religiosa y sujeción a los preceptos que se produce a los trece
años—) y por el retorno semanal del shabbat.

Pero esta vida regulada y tranquila desde el punto de vista religioso,
conllevaba hasta en los momentos más favorables el germen de la
inseguridad puesto que, como vimos, se basaba en una autosegregación
que podía ser malinterpretada. Las disposiciones bizantinas, el
llamado pacto de Omar (fechable en torno al 800 y que prohibía a
los judíos en el territorio controlado por el islam el proselitismo,
la construcción de sinagogas y el servicio en la administración),
las prácticas segregatorias tanto de las autoridades católicas
como de las protestantes, las locuras colectivas como el pogrom de los
años 1348-1350 (se aniquilan cerca de 300 comunidades en Europa
central lo que determinó la dolorosa y forzada emigración
hacia Polonia y Europa oriental) demuestran que la posición de los
judíos nunca era segura.


8) EL JUDAÍSMO EN EL MUNDO ACTUAL


Los cambios de mentalidades fraguados en el siglo XVIII y materializados
en las revoluciones americana y francesa modificaron el marco convivencial.
Al instituirse la igualdad de todos los hombres ante las leyes y al instaurarse
sistemas políticos laicos se redimensionaron las situaciones discriminatorias
de las minorías y en particular la de los judíos. Como adaptación
a ese cambio se fue consolidando un judaísmo ilustrado (haskala)
que tiene como figura precursora y ejemplar a Moisés Mendelssohn
(1729-1786), que planteó nuevas posturas antidogmáticas y
racionalistas aunque sin renunciar a la observancia fiel. Otra respuesta
ante este reto de modernidad fue la secularización; muchos judíos
negaron no solamente la observancia sino también la propia herencia
cultural, demasiado difícil de deslindar de la religiosa. Intelectuales
de origen judío como Marx o Freud potenciaron un pensamiento formalmente
libre de la divinidad, aunque a la postre no se desvincularon totalmente
de la ideología religiosa. Por ejemplo la esperanza marxista del
advenimiento de una perfecta edad de oro (la sociedad sin clases) entronca
directamente con la esperanza mesiánica omnipresente en el judaísmo
desde el siglo II a.e. El nacionalismo del siglo XIX influyó también
en el judaísmo consolidándose una opción que buscaba
después de casi dos mil años concentrar en un territorio
a la dispersa nación sin patria; el sionismo, si bien se sustenta
en su origen en un anhelo religioso, presenta rasgos seculares que son
primordiales (en muchos casos los dirigentes sionistas utilizaron la religión
como pretexto para consolidar su posición y justificar sus acciones
a pesar de no ser creyentes).

El terrible exterminio de un tercio de la población judía
diseñado por las autoridades nazis ha incidido profundamente en
el judaísmo actual, marcando un hito en la aberración humana,
más doloroso por cuanto se realizó en una época y
un territorio inesperados, en plena contemporaneidad, cuando se creían
consolidados en Europa los derechos de las minorías a su propia
identidad. El genocidio ha servido de justificación para el maquiavelismo
sionista en el control de Palestina, ha debilitado las opciones contemporizadoras
y ha consolidado las posiciones ortodoxas, ha roto el hechizo de la racionalidad
y la modernidad y granjeó para los judíos una popularidad
indudable a escala mundial que no ha conseguido minar completamente las
actuaciones prepotentes e injustificables de las autoridades del estado
de Israel.

Este nuevo estado ha resultado un hito histórico que configura
el judaísmo actual como bicéfalo. Por una parte están
las comunidades de las diásporas antigua y medieval (del Viejo Mundo)
y de la segunda diáspora (el desplazamiento de numerosos judíos
a América especialmente en el siglo XIX) que aglutinan a más
de 10 millones de judíos y por otra el estado de Israel que concentra
a más de 4 millones de judíos. Además el judaísmo
actual está dividido, con grupos de presión diferentes que
tienden a la autoidentificación y a la potenciación de las
características segregadoras (algunos analistas estiman que se puede
llegar a una separación cismática por parte de algunos radicales
ortodoxos).

Si exceptuamos a los grupos minoritarios (los caraítas, por
ejemplo, son menos de 10.000 en la actualidad tras las persecuciones de
los cruzados y de sus correligionarios que los segregaron y maltrataron
desde antiguo por negar el valor de la Torá oral) las corrientes
dentro del judaísmo contemporáneo son tres, ortodoxos, conservadores
y reformistas.

Los ortodoxos no son en absoluto un grupo compacto y tienden a decantarse
por opciones diferentes respecto de cuestiones delicadas (la construcción
del templo, el sionismo, la custodia de los lugares santos, los pactos
de gobierno en Israel, la prohibición o no del deporte en la educación).
Son numerosos y muy influyentes en Israel, minoritarios en los Estados
Unidos (donde controlan la universidad Yeshiva de Nueva York) y están
bien representados en Inglaterra y Europa Oriental. Tienen enormes privilegios
en Israel donde detentan la exclusiva de la celebración de las ceremonias
principales (los casamientos por ejemplo) y poseen los medios de presionar
al gobierno para obligar el cumplimiento de la ley religiosa (por ejemplo
impidiendo el tráfico de autobuses públicos en sábado
en Jerusalén). Siguen de modo estricto la Torá y la intepretación
rabínica sometiendose a todas las prescripciones, preceptos y prohibiciones
consolidadas desde comienzos de la era. Tienden a la segregación
incluso vestimentaria, utilizando como seña de identidad el traje
negro, de origen polaco, ya que los judíos ortodoxos son mayoritariamente
askenazíes (centroeuropeos). Hay diferencias dentro de la ortodoxia,
incluso en lo que a este tema se refiere puesto que los judíos sefardíes
(originarios de la Península Ibérica denominada por ellos
Sefarad) son más tolerantes frente a la vestimenta. Algunos grupos
ultraortodoxos tienen tendencias radicales y violentas contra los que no
se comportan como ellos, y no solamente contra cristianos o musulmanes
sino también contra judíos poco cumplidores (con el precepto
sabático, por ejemplo) y se sienten amparados por la Torá
en sus acciones.

Frente a los ortodoxos, los judíos conservadores tienen una
posición más flexible. Permiten la crítica textual
bíblica (práctica que los ortodoxos aborrecen) siempre que
no se toquen puntos estimados como esenciales en la revelación y
que se consolide un mejor conocimiento del judaísmo y una comprensión
más correcta del texto bíblico. Intentan conservar del pasado
lo máximo dentro de los límites de mitigar comportamientos
aberrantes (por ejemplo son laxos en el precepto sabático si estiman
que el mal acarreado por su incumplimiento es mayor que el beneficio alcanzado).
Su mayor debilidad es que al no poseer unos límites conceptuales
definidos, no disfrutan de la seguridad interpretativa de los ortodoxos.

Por último los reformistas son racionalistas, buscan adaptar
el judaísmo al mundo moderno de un modo completo, aceptando el contexto
laico de los estados en los que viven y la moral común, haciendo
del judaísmo una práctica privada que no presente la mínima
carga de autosegregación. Aceptan la moral sexual, matrimonial y
reproductiva del resto de la población, tratan la herencia judía
como una contingencia histórica, adoptan los modos de pensamiento
habituales sustentados en los avances de la ciencia (respecto al evolucionismo
o a la crítica literaria, por ejemplo). Dudan por tanto del carácter
revelado de la Torá y del papel interpretador de los rabinos, no
diferenciándose en su forma de entender el mundo y de vivir la vida
de sus convecinos no judíos. Esta tercera opción del judaísmo
que tiene paralelos también en el cristianismo o el islam, por medio
de la secularización de las actitudes vitales convierte en indistinguibles
a judíos, cristianos o musulmanes, su religión aunque esté
presente en el interior recóndito de las creencias personales no
se evidencia en las actitudes exteriores.






Página confeccionada por F.
Diez de Velasco
                                        
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