domingo, 31 de julio de 2016

La conversión de constantino

La conversión de constantino






La conversión
de Constantino
1. Las relaciones de la Iglesia con el Estado durante
el siglo III
El edicto de Septimio Severo declaraba a la Iglesia fuera de la
ley, prohibía la acción proselitista y tanto a los
apóstoles como a los catecúmenos hacía pasible
de la pena de muerte. Septimio Severo duró poco tiempo y
su muerte temprana impidió poner en práctica las
medidas que había pensado para terminar con los cristianos.
Caracalla (211-217) le sucedió en el trono de Roma. Este
emperador, famoso por su crueldad, lo era mucho menos por su espíritu
de sistema y aplicación. Cambiaba fácilmente de víctimas,
y si durante un tiempo se encaprichó en perseguir a los
cristianos pronto se cansó de ellos y halló en otros
sectores de la población un ambiente más propicio
para renovar su sadismo.
La suerte de los cristianos dependió más
del capricho y la voluntad de los emperadores que se sucedían
en el trono que de la ley que los declaraba proscriptos. Alejandro
Severo (222-235) los dejó en paz. Decio (249-251) renovó la
persecución y perfeccionó el edicto de intolerancia
con la manifiesta intención de provocar la apostasía
de todos los fieles que comparecieran ante un tribunal pagano.
El texto perfeccionado por Decio no se conserva, pero, a través
de las noticias que han llegado hasta nosotros, sabemos que el
emperador apuntaba «sistemáticamente y en primera
línea a los obispos. Se tiene la prueba de las persecuciones
llevadas a cabo contra los obispos de las comunidades más
importantes. Decio sabía que el obispo era el jefe de
cada una de las Iglesias: si el obispo cedía, los fieles
seguirían"
(1).
La comunidad más importante y la que estaba
más
cerca del poder era la romana. Decio lanzó contra ella una
persecución bien organizada. El papa Fabiano fue una de
sus primeras víctimas y el trono de San Pedro que­dó vacante
por más de un año y medio. La estructura eclesiástica
no cedió y los presbíteros supieron hacer fren­te
a la situación durante el lapso de su acefalía. El
ataque de Decio arreció. Pronto se hicieron sentir sus efectos
Las caídas se multiplicaban y muchos cristianos, amena­zados
en sus bienes o en sus personas, apostataban públi­camente.
Decio confiaba en que el mal ejemplo cundiría y, como a
los lapsos les sería imposible retornar a la fe que habían
abandonado, la Iglesia perdería poco a poco su fuerza. Éste
fue su error: “estimó que había hecho bas­tante
afirmando el principio del culto del Estado y que podía
contentarse con este éxito. La Iglesia había sido
alcanzada en sus jefes y en sus miembros y no contaba, por así decirlo,
con los fieles que habían apostatado. Con todo, el conflicto,
lejos de debilitarla, la robusteció, y cuan­do Decio
murió en manos de los godos, dos años después
de haber ascendido al trono, el Estado renunció a la lucha
y los lapsos, que se habían retirado de la Iglesia por exigirlo
así el Estado, pidieron ser reincorporados a la comu­nidad
de los fieles”
(2) .
En el 257, Valeriano renovó la persecución, y, como
Decio, hizo sus víctimas de preferencia entre los obispos.
A esta época pertenece el martirio del papa Sixto y el del
diácono Lorenzo, encargado de los depósitos de la
Iglesia y que fue asado en una parrilla.
La situación del Imperio era delicada y sus fronteras sufrían
una permanente agresión por parte de los pueblos que limitaban
con ellas. Los partos y los persas presiona­ban el extremo
oriental, mientras los germanos mantenían en pie de guerra
a las legiones que custodiaban el Norte.
Valeriano, para impedir que el rey de los persas,
Sapor, se apoderara de la Mesopotamia, libró con él
una batalla lamentable en la que cayó prisionero. Sapor
lo sometió a los
más refinados suplicios con el propósito de satisfacer
en él el odio que alimentaba contra Roma. A la muerte de
Valeriano le sucedió en el trono Galiano. Éste se
apresuró a concluir la campaña contra los cristianos,
autorizó su culto y le devolvió los bienes confiscados.
La paz iniciada por Galiano duró unos años y durante
ellos la Iglesia se extendió por el Imperio y consolidó su
posición. En los primeros años del siglo IV los cristianos
constituían ya un doce por ciento de la población
del Imperio. Fue en ese momento cuando se desató la última
y la más cruel persecución sufrida por la Iglesia
de Cristo. El edicto de persecución fue firmado por Diocleciano,
pero, según Lactancio, la medida se inspiró en un
deseo de Galerio.
Conviene tomar la relación de estos sucesos
desde más
atrás, pues los cambios que introdujo Diocleciano en la
estructura del poder imperial fueron bastante complicados
y exigen una explicación.
Diocleciano era de origen dálmata y ocupaba
un puesto de importancia en el Estado Mayor del emperador Caro
cuando éste
murió en el curso de una expedición a la Mesopotamia.
Los oficiales proclamaron sucesor a Diocleciano, pero el hijo
de Caro, Carino, que tenía bajo su mando las legiones occidentales,
se sentía con más dere­cho que Diocleciano para
suceder a su padre. Carino murió en la batalla de Margus
que libró contra Diocle­ciano, y éste quedó al
frente del Imperio.
La situación creada por la presión
de los bárbaros
en las fronteras hacía indispensable dividir militarmente
el mando sin afectar su unidad. Con este objetivo Diocleciano
designó césar a Maximiano, y él personalmente
asu­mió el título de augusto en el año
287. Tres años después se reunió con Maximiano
en la ciudad de Milán y pro­gramó la separación
entre los poderes civiles y militares. En 293 volvió a dividir
el poder e hizo proclamar augusto a Maximiano y designó como
segundos suyo y de su co­adjutor a Galerio y Constancio Cloro
respectivamente.
Dos augustos y dos césares constituían prácticamente
una tetrarquía imperial. Cada uno de estos emperadores tenía
bajo su gobierno una parte del Imperio Romano. A Galerio le tocó gobernar
la región bañada por el Danu­bio y tuvo su capital
en Sirmium. A Constancio Cloro le tocó el extremo occidental
y constituyó su capital en Tré­veris. Milán
fue la capital de la región dominada por Maximiano, y Diocleciano
reservó Nicomedia para asentar en ella su residencia imperial.
En el año 303, Galerio, que era hijo de
una hechicera Dacia y tenía un odio particular por la religión
cristiana, obtuvo
de Diocleciano el famoso edicto de persecución.
El cumplimiento de esta ley, muy riguroso en la zona dominada
por Galerio, no lo fue tanto en la jurisdicción de Constancio
Cloro. Esto repite la situación judicial de las persecuciones
anteriores. Nunca fueron unánimes y bien controladas en
la aplicación implacable de la ley, sea por falta de voluntad
de parte de algunos funcionarios encargados de hacerla cumplir
o bien por la poca ido­neidad de los instrumentos policiales
empleados. El go­bierno de Diocleciano hacía más
difícil la realización de este propósito por
la división del poder en cuatro juris­dicciones distintas.
Se trató de subsanar este inconveniente unificando la administración
y destruyendo lo que toda vía quedaba de independencia municipal.
El mismo año que se impuso el decreto de
persecu­ción,
Diocleciano renunció al título de augusto y exigió a
Maximiano que hiciera lo mismo. Su coadjutor lo imitó pero,
como pronto lo vamos a ver, muy a pesar suyo. Quedaron como
augustos los dos césares Galerio y Constancio Cloro, y hubo
que designar otros dos para mantener en a pie la tetrarquía
inaugurada por Diocleciano. Galerio tomó iniciativa y antes
que Diocleciano abandonara las pre­rrogativas inherentes a
su título hizo designar césares a dos jóvenes
oficiales que respondían a sus intereses: Maximino
Daya y Severo.
El nombramiento de Severo tendía a conservar
en manos de Galerio un notable predominio político en el
Imperio. Esta maniobra no satisfizo a Constancio Cloro que quería
como césar a su hijo Constantino, ni alegró tampoco
al hijo de Maximiano, Majencio, que se postu­laba también
para el cargo. Ambas frustraciones trajeron graves consecuencias
y la táctica de Galerio se vio obs­truida por sendas
rebeliones promovidas por los candidatos postergados.
Majencio se apoderó de la ciudad de Roma y se hizo proclamar
augusto por el senado de la ciudad. Constantino, que
servía como oficial a las órdenes de Galerio y estaba
bajo severa vigilancia, logró burlar a sus custodios y se
dirigió a toda marcha hacia Tréveris en busca de
su padre. Constancio Cloro estaba gravemente enfermo cuando arri­bó Constantino.
Apenas tuvo tiempo para entregarle el anillo de augusto y ponerlo
al frente de sus propias tropas.
Con las muertes de Constancio Cloro y Diocleciano,
casi contemporáneas,
el panorama político de Roma tomaba un tinte sombrío.
Por todas partes se hacían preparativos para la guerra civil
que se avecinaba tan cruel como aquella que asoló a Roma
en los últimos años de la República. Para
aumentar la confusión que reinaba en esos momentos, Maximiano
volvió por los fueros de su título de emperador augusto,
y uno de los generales des­tacados sobre el Danubio, Licinio,
se hizo proclamar por las tropas a sus órdenes.
Galerio y Maximino Daya se habían puesto
de acuer­do
para descargar contra la Iglesia todo el peso de la ley. La persecución
alcanzó un nivel de crueldad rara vez lo grado. Es probable
que esta conducta contra la Iglesia hubiera continuado un tiempo
más, si una enfermedad horrible no hubiese atacado a Galerio
quitándole sus ímpetus persecutorios. Tuvo una
muerte tremenda, y Lactancio en su libro DE MORTIBUS PERSECUTORUM
la convirtió en una historia ejemplar para ilustración
de emperadores. En su desesperación creyó que todos
los males que pade­cía le venían del dios de
los cristianos al que había perseguido sin piedad.
Profundamente supersticioso y con la convicción de que podía
disminuir sus dolores si perdo­naba a los cristianos, abrogó las
medidas más rigurosas previstas por la ley e hizo redactar
un edicto de tolerancia.
A la muerte de Galerio, el Imperio tenía
cuatro augus­tos.
El más antiguo era Maximino Daya, cuya actitud frente
a la Iglesia de Cristo obedecía a los mismos reflejos que
la de Galerio. Como su designación en el cargo ir­perial
procedía directamente de Diocleliano, se sentía con
más derecho que los otros, y esta seguridad inspiró su
po­lítica. A la muerte de Galerio se lanzó como
una tromba a recoger su herencia. La suerte no lo favoreció mucho:
como Licinio tenía también interés en
los territorios domina­dos por Galerio, tropezó con él
en los Balcanes y en la re­gión regada por el Danubio.
El conflicto parecía inevitable, pero como ninguno de los
dos estaba preparado para una guerra que amenazaba ser larga y
costosa, permanecieron en sus respectivas fronteras vigilándose
recelosamente con las armas en la mano.
2. La conversión de Constantino.
Constantino fue hijo de Constancio Cloro y de
Elena, a quien la Iglesia hizo santa y' se le atribuye haber hallado
la cruz en la que padeció Cristo. Esta doble herencia lo
pre­disponía
favorablemente hacia la Iglesia, pues el empera­dor Constancio,
según testimonio de Eusebio de Cesarea, "fue el único
en nuestro tiempo que ejerció el mando, desde que empuñó sus
riendas, de manera digna del Imperio; y no sólo se mostró amigo
y bienhechor de todos, sino que no tomó parte alguna en
la persecución desatada contra nosotros”
(3) .
A esta política adhirió Constantino y dejó a
los cristianos que realizaran en paz sus ceremonias sin meterse
para nada con ellos.
La herencia de Constancio Cloro imponía
a Constantino la obligación de recabar el dominio sobre
todos los territorios que gobernó su padre y para lograrlo
era me­nester desalojar
a Majencio de la ciudad de Roma.
Antes de emprender una acción bélica
contra el usur­pador de la vieja capital del Imperio, Constantino
quiso tener protegidas sus espaldas por el lado de Pannonia y concertó una
alianza con Licinio. El pacto fue sellado merced al matrimonio
de Licinio con una hermana de Constantino. Éste se aseguró así la
adhesión de un pro bable enemigo y mantuvo sobre él
una estrecha vigilancia, pues su hermana le era muy adicta.
Maximino Daya vio con temor la alianza de Cons­tantino
y Licinio. Con el propósito de evitar que ella se consolidara,
entabló negociaciones
con Majencio prometiéndole su reconocimiento, en caso de
fracasar la agresión de Constantino. Pero antes de que pudiera
prestar efectiva ayuda a Majencio, Constantino atacó Roma.
La decisión fue súbita y temeraria; el resultado,
mucho mejor de lo que arte militar podía prever. De esta
situación nació la idea de un milagro.
A este respecto dice el historiador alemán
Joseph Vogt: "Militarmente
las probabilidades de Constantino no eran favorables. La situación
en la frontera renana era tan comprometida que sólo pudo
llevar a Italia la cuarta parte de sus efectivos totales, o sea
unos cuarenta mil hom­bres"
(4).
A este ejército, cuyo entrenamiento y espíritu
militar eran muy buenos, Majencio opuso más de cien mil
hombres y las murallas, nada despreciables, que rodeaban la ciudad
de Roma. No nos detendremos en la descripción de la batalla
que se libró en las puertas de la ciudad y que dio origen
a la idea del milagro. Conviene, empero, examinar la situación
religiosa de Constantino antes de emprender su acción contra
Majencio, pues de su estado espiritual en ese momento dependió su
posterior conducta respecto a la religión cristiana.
Era costumbre que en vísperas de combate
los jefes militares presidieran sendas ceremonias religiosas invocando
en su favor la ayuda de todos los poderes celestiales
e infernales capaces de ser conmovidos. "En
Roma, Majencio, que tenía un ejército más
numeroso, había
pedido el socorro de todos los poderes del mundo pagano, y sus
prácticas mágicas trastornaban las imaginaciones.
Quedaba para Constantino tentar su suerte haciendo un llamado
al nuevo Dios, al Dios de los cristianos. Su conversión
es
el acto de un supersticioso”. (5)
Lot aclara el sentido de lo que entiende por superstición
cuando se refiere a esta apuesta de Constantino. No se trata para
nada de una renovación interior, es una simple adhesión
externa que la victoria confirmará.
El historiador de Constantino, Eusebio de Cesarea,
habla decididamente de una premonición que el emperador
habría tenido
en sueños, y en la que Cristo le ofreció el lábaro
con el que había de triunfar de sus enemigos. Es un hecho
que Constantino hizo construir un estandarte con las iniciales
griegas de Cristo, la Xi y la Ro: Xxisto, puestas en forma de cruz
griega atravesadas por una es­pada. Los soldados llevaron sobre
el pecho un monograma con este signo. Battiffol Sostiene que el
signo era ambi­valente y podía ser un compromiso con
los cristianos como, una declaración de fe mitraísta,
religión que, como sabe­mos, era la de la mayoría
del Ejército romano.
De cualquier modo, Constantino aceptó el
símbolo
como cristiano, y el estúpido accidente sufrido por Majencio
en el Puente Milvio puso en sus manos una victoria inesperada.
Su gratitud al Dios por el que había apostado se hizo ver
con prontitud y la Iglesia recibió de él un apoyo
decidido, que, aunque no siempre discreto, la ayudó extraordinariamente
en su desarrollo.
3. El supuesto edicto de Milán.
Dueño de Roma, Constantino volvió a
encontrarse con Licinio en la ciudad de Milán. De las deliberaciones
sostenidas por ambos augustos Salió un acta cuyo texto
se conserva en la HISTORIA ECLESIÁSTICA de Eusebio de Cesarea
y en el libro de Lactancio DE MORTIBUS PERSECUTORIBUS. El
texto, de acuerdo con la reproducción de Eusebio, es el
siguiente:
"Desde hace mucho tiempo se considera
que la liber­tad
religiosa no puede ser rehusada y que se debe dejar librada a
la razón y a la voluntad de cada uno la facultad de tratar
las cosas divinas según sus preferencias, por eso hemos
dispuesto que todos, y los cristianos comprendidos, puedan permanecer
fieles a sus ideas y a sus prácticas. Pero como muchas
prescripciones en contrarío se agregaron al rescripto
qué concedía tal libertad, ha sucedido que muchas
personas no han podido gozar de ellas".
Se hace referencia a acontecimientos que no interesa
recoger aquí,
y el documento prosigue: ...Es decir que resolvimos conceder,
tanto a los cristianos como a los demás nombres, libertad
para prac­ticar
la religión de su preferencia, para que toda divinidad
celeste que exista pueda sernos útiles a nosotros y a
todas las personas que viven bajo nuestra autoridad".
Lloyd Holsapple dice que este edicto significaba
algo más
que un simple rescripto de tolerancia respecto de una religión,
era proclamar el derecho de la "conciencia individual
a dar expresión a su creencia religiosa sin temor de intervención
o represión por
ponte del Estado” (6) .
El documento, tal como ha llegado hasta nosotros,
alienta esta interpretación, pero, a mi parecer, es ir mucho
más
allá de lo que Constantino pretendía en su declaración
y hacer del emperador una suerte de liberal inglés. Constantino
redactó el acta con ese contenido textual porque era la única
manera de hacerla aceptable ante los ojos de sus colegas. 
4. Consecuencias
del edicto. 
Los cristianos vivían dentro del Imperio
como una comu­nidad
interdicta. No se les reconocía, en tanto cristianos, ningún
derecho. Llamarse a sí mismos cristianos traía sobre
ellos todo el rigor de la justicia. El rescripto de Milán
les abre de repente las puertas de la sociedad política
y les permite entrar en un pie de igualdad con todos los otros
ciudadanos del Imperio. "Desde ese momento -escribe
Jacquin- podían aceptar cargos y funciones públicas,
porque les era permitido sustraerse a las funciones religiosas
que comportaban. El edicto les facilitaba el apostolado y aseguraba
la tranquilidad a los espíritus temerosos, a quienes la
amenaza de una persecución siempre posible retenía
en las prácticas rituales de un paganismo anacrónico.
Las conversiones se multiplicaron y, aunque ya no fueran todas
sinceras, algunos entraban en la Iglesia porque creían hallar
en ella junto con la verdad, la fortuna”
(7).
Para los espíritus angélicos, obsesionados
por la idea de la pureza de la fe, la supuesta conversión
de Constantino inicia en la historia de la Iglesia una era de retroceso
espiritual cuyo rostro estigmatizan con la designación de
Iglesia triunfalista. Con prescindencia de la actitud personal
de Constantino frente a las verdades cristianas, y tomando en
consideración la
positiva influencia que la Iglesia ejerció a través
de la organización política de la sociedad en los
usos, costumbres, orden moral y político, sin desconocer
el decisivo valor de la educación intelectual y la formación
del carácter, creo que ese principismo, cuando no oculta
mal un sofismo anticristiano, adolece de una cierta ineptitud para
pensar la religión cristiana en relación con todas
las exigencias de nuestra naturaleza.
Constantino comenzó por devolver a la Iglesia
los bienes que le habían sido confiscados y la ayudó a
restablecerse
con espléndida generosidad. El carácter de su conversión
puede parecernos poco espiritual; con todo, de acuerdo con las
opiniones más autorizadas, su transformación
moral sucedió, aunque lentamente, a su adhesión exterior
al culto cristiano. Era un hombre de su tiempo y un emperador.
Sin pedirle los signos de una auténtica contricción,
no podemos negarle sinceridad y creer -como lo hacía Jacobo
Burckhardt- que su actitud con la Iglesia estaba inspirada en motivos
puramente políticos. Esto es imaginarlo bajo el aspecto
de un renacentista escéptico. Ferdinand Lot discute esta
opinión y dice que "representarse a Constantino
como a un escéptico desengañado es más que
arbitrario. No había librepensadores en ese tiempo"
.
La misma idea sostiene Gonzague de Reynold cuando
examina la tesis de Henri Grégoire que reeditaba, en 1930,
el pensamiento de Burckhardt. Decía Grégoire que "los emperadores
se sirven de la religión como un arma, ya ofensiva, ya defensiva,
y sus cambios de actitud en esta materia están siempre en
relación con las circunstancias políticas. Lo que
los determina cuando se creen fuertes, no es tanto la preocupación
de respetar la f e de sus súb­ditos inmediatos, como
el deseo de atraer a ellos la masa de militares y civiles en las
partes del Imperio sobre las cuales esperan extender sus dominios"
(8) .
Grégoire se refiere a Constantino; probablemente
tuviera
presente la imagen de Napoleón Primero y sus relaciones
con la Iglesia. Favorecer el cristianismo en la época de
Constantino el Grande no era, políticamente hablando, una
idea muy brillante. Lot cree que era peligrosa, pues el Ejército, única
fuerza retal con la que podía contar el gobierno, era pagano
y, en su casi totalidad dado al culto de sol, y así lo seguiría
siendo durante mucho tiempo.
Piganiol en su trabajo sobre Constantino abunda
en consideraciones de esta índole cuando afirma que Constantino,
sin ser un místico, tampoco era un farsante que había
jugado la comedia de la conversión con un fin pragmático: "era
un hombre sincero que buscaba la ver­dad en el umbral de un
siglo oscuro en que la razón titubeaba. Un hombre que trataba
de orientarse
(9).
Los que ponen en duda la autenticidad de la conversión
de Constantino desempeñan, en el juego de las interpretaciones
históricas, un difícil papel de jueces supremos.
Es harto problemático el conocimiento de las motivaciones
más profundas de un hombre, y resulta somera la argumentación
de que la religión cristiana podía servir a sus designios
de unidad política para extraer de ella la conclusión
de que Constantino se había servido de la Iglesia como de
un instrumento para acrecentar su poder.
Si variamos la perspectiva de observación
y nos colocamos en el punto de vista de los cristianos contemporáneos
a Contantino, la aceptación por parte del emperador de Roma
de la fe cristiana era lisa y llanamente declararse por la verdadera
religión y admitir, hasta donde el conocimiento que tenía
del nuevo credo se lo permitía, todas las consecuencias
de esta adhesión. No se necesita ser un profundo conocedor
del alma humana para comprender que un compromiso de esta naturaleza
supone, por parte de quien lo asume, una disposición en
consonancia con las exigencias de la espiritualidad cristiana.
¿Que era un hombre violento? ¿Que
hizo matar a su hijo mayor por causa de una intriga política
monta da por su segunda esposa y que cuando se enteró de
la maqui nación
urdida no halló mejor expediente que el uxoricidio? Todo
esto es verdad y hay que admitir que su oficio era duro. El que
tiene bajo su responsabilidad el equilibrio social y político
de un organismo tan vasto como el Imperio Romano no puede
ser medido con la misma vara con que se juzgan las virtudes privadas
y familiares. Fue, como hace notar Conzague de Reynold, el emperador
cristiano de un Imperio pagano. Esta situación dicta gran
parte de su política.
En lo que respecta a la Iglesia, trató de
evitar los cismas y las divisiones. Este deseo de unidad lo obligó a
intervenir en los problemas suscitados por Donato de Casa Nigra
y Arrio. La convocatoria del Concilio Ecuménico de Nicea,
que había
de restablecer el símbolo de la verdadera fe, lo tiene por
principal autor y gestor.
El Estado pagano extraía su unidad de la
religión
de la ciudad. Los emperadores advirtieron la estrechez de este
principio de unión espiritual y trataron, con suerte varia,
de hacer un sincretismo religioso que uniera todos los pueblos
del Imperio. Constantino, fiel a esta experiencia, comprendió que
una Iglesia dividida no podía cumplir con este objetivo.
Su preocupación por la unidad dicta su política eclesiástica
pero no explica su conversión.
Los que piensan que la religión y la política
son actividades distintas y paralelas y que Nuestro Señor
Jesucristo
estableció una división tajante de poderes cuando
dijo que había que dar al César lo que era del César
y a Dios lo que era de Dios, piensan con cierta ingenuidad. Distinción
no es igual que separación; y cuando en la acción
humana se distingue lo que pertenece a Dios de aquello
que depende del hombre, no se separan ambas actividades, se las
distingue para unirlas, en una unidad que nace de la relación
jerárquica que existe entre una y otra operación.
La enseñanza de la Iglesia ha sido, en este sentido, siempre
muy categórica y precisa: la labor del César está subordinada
al magisterio de la Iglesia de Cristo. Es la Iglesia quien establece
con rigor lo que pertenece a Dios v lo que es propio del Emperador.
Constantino fue reconocido, primero por el papa
Milcíades
y luego por San Silvestre, como protector de los cristianos. Él
mismo, después del Concilio de Nicea, se intituló servidor
de Dios y obispo de fuera. Esta última designación,
para señalar su oficio imperial con respecto a la Iglesia,
la expresó en uní banquete delante de todas las autoridades
eclesiásticas, y al parecer lo hizo con el propósito
de reducir a sus justas proporciones los ditirambos imprudentemente
proferidos por algunos clérigos.

"Vosotros -habría
dicho- habéis
sido establecidos ser­vidores de Dios en el interior de la
Iglesia. Yo la sirvo desde afuera".

"Se ha visto en esta declaración -comenta
De Reynold- la expresión de la teocracia, tan espesos
son los prejuicios que sobre esta época tienen los historiadores
modernos. Hay ironía en la frase de Constantino, pero también
aparece en ella la f e de que en su carácter de servidor
de Dios podrá alcanzar la salvación eterna. Habiéndole
dicho un obispo cortesano que era feliz de ser emperador en este
mundo y de reinar en el otro con el Hijo de Dios, Constantino respondió que
rogara a Dios le hiciera la gracia de admitirlo en éste
y en el otro mundo en el número de sus servidores".
Si la frase atribuida a Constantino es verdadera
y como tal se inserta, efectivamente, en el contexto de una conversación
según el testimonio acredita, hay que admitir que el emperador
había realizado grandes progresos en el camino de su
conversión espiritual. Su idea de la faena imperial ya no
responde a la modalidad pagana. Se advierte que Constantino
se asigna, en el orden temporal, una misión análoga
a la del episcopado en las cosas espirituales, El Imperio forma
parte de la tarea sal vadora y ejerce su acción para conducir
a los hombres a la verdadera fe, con firmeza,
dulzura y caridad como corresponde a todo apostolado.
Para cumplir las exigencias de esa misión,
Constan­tino
vigila la unidad de la Iglesia con tanto cuidado como la del mismo
Imperio. La unidad política de sus súbditos depende
de la unidad en la fe. Si los cristianos combatían entre
ellos, infligían al Emperador un desmentido completo
a su política de unión. Su autoridad hubiera sido
puesta en tela de juicio y los cristianos habrían quedado
abandonados al caos y la desesperación. Si las cosas hubieran
sucedido de esta manera -opina De Reynold- es probable que hubiesen
suscitado una reacción pagana más violenta y efectiva
que la de Juliano el Apóstata.
Conviene tener en cuenta esta posibilidad cuando
se trata de comprender las reiteradas intervenciones de Constantino
en los asuntos de la Iglesia. Recordemos que los cristianos, en
el momento que la Iglesia salía de la última perseoución
y probaba el vértigo del aire libre, se dividieron.
El emperador prestó su brazo secular para sos­tenerla
en esa tribulación y lo logró. Esto es lo que mu­chos
no pueden perdonar.
Sin la intervención de Constantino -escribe
Piganiol-, la multiplicidad de las sectas hubiera arruinado esa
bella unidad católica forjada por las persecuciones. El
mantenimiento de la unidad es obra mancomún de papas y emperadores,
pero Constantino fue el primero en indicar la vía.
Como la discusión en torno a la acción
eclesiástica
de Constantino es vieja, larga y enconosa, conviene decir dos palabras
más con el propósito de arrojar alguna claridad.
Es verdad que el papel de brazo secular al servicio de la
unidad de la Iglesia lo realizó por cuenta propia y no siempre
con la discreción necesaria. En el Concilio de Nicea condujo
las negociaciones con los arrianos bajo un clima de compulsión
que los obispos cismáticos no se atrevieron a resistir y
se vieron obligados a firmar un Credo en el cual no creían.
Esto es culpa de ellos. Eu­sebio de Nicomedia, uno de los más
importantes sostenedores de Arrio, había nacido para
ser obispo oficialista, y todo lo que dijera la autoridad constituida
tenía su inmediato beneplácito. Esto no significaba
que, llegada la ocasión propicia, hiciera valer sus reservas
mentales. Algo de esto le sucedió con Constantino: primero
firmó el acta de acuerdo con las exigencias de la más
estricta ortodoxia, pero luego, cuando ganó la confianza
del emperador, se retractó, y no sólo consiguió que éste
lo admitiera entre sus más allegados, sino que llegó a
ser su consejero eclesiástico y su hombre de confianza.
Esta situación modifica el giro de la política
religiosa del emperador que desde ese momento actuará bajo
el signo de la orientación arriana.
Notas:
(1) Batiffol,
LA PAIX CONSTANTINIENNE ET LE CATHOLICISME, París, Lecoffre,
1921, pág.
47.
(2) Ibídem, págs.
53-4.
(3) Eusebio, HISTORIA ECLESIÁSTICA,
Capítulo VIII.
(4) José VOgt,
CONSTANTINO EL GRANDE Y 9U TIEMPO, Buenos Aires, Peuser, 1956,
pág.
167.
(5) Ferdinand Lot, LA FIN DU
MONDE ANTIQUE ET LE DÉBUT DU MOYEN ÂGE, París,
A. Michel, 1951, pág. 36.
(6) Lloyd Holsapple, CONSTANTINO
EL GRANDE, Buenos Ai­res, Espasa Calpe, 1947, pág. 169.
(7) Jacquin, HISTOIRE DE L'
EGLISE,
París, Deselée, 1936, T. I, pág.
285.
(8) Gonzague de Reynold, LE TOIT
CHRÉTIEN, Paris, Plon, 1957, págs. 351-352.
(9) Citado por Gonzague de Reynold,
LE TOIT CHRÉTIEN, Paris, Plon, 1957, pág. 353.




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