viernes, 29 de julio de 2016

Cómo se inventó el pueblo judío 

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Le Monde diplomatique No. 16, Agosto 2008
Cómo se inventó el pueblo judío
por Shlomo Sand*
Deconstrucción de una historia mítica
Shlomo Sand*
¿Los judíos conforman un pueblo? Un historiador israelí aporta una respuesta nueva a
esta pregunta antigua. Contrariamente a la idea recibida, la diáspora no fue el resultado
de la expulsión de los hebreos de Palestina, sino de las conversiones sucesivas en África
del Norte, en Europa del Sur y en Medio Oriente. Esto estremece uno de los
fundamentos del pensamiento sionista, el que pregona que los judíos fueron
descendientes del reino de David y no –¡Dios no lo permita!– los herederos de guerreros
bereberes o de caballeros jázaros.
Todo israelí sabe, sin sombra de duda, que el pueblo judío existe desde que recibió la
Torá (1) en el Sinaí, y que es su descendiente directo y exclusivo. Está convencido de
que este pueblo, que partió de Egipto, se estableció en la “tierra prometida”, donde se
construyó el glorioso reino de David y Salomón, dividido luego en Judea e Israel. Del
mismo modo, nadie ignora que vivió el exilio en dos oportunidades: tras la destrucción
del Primer Templo, en el siglo VI a. C., y la del Segundo Templo en el año 70 d. C.
Siguió
luego
una
errancia de alrededor de
dos mil años: sus
tribulaciones
lo
condujeron a Yemen,
Marruecos,
España,
Alemania, Polonia y
hasta lo más recóndito
de Rusia, pero siempre
logró preservar los lazos
de sangre entre sus
comunidades alejadas.
Así, su unicidad no se
vio alterada. A fines del
siglo XIX, maduraron las condiciones para su retorno a la antigua patria. Sin el
genocidio nazi, millones de judíos habrían naturalmente repoblado Eretz Israel (la tierra
de Israel), algo con lo que soñaban desde hacía veinte siglos.
Virgen, Palestina esperaba que su pueblo original volviera para hacerla reflorecer. Ya
que ésta le pertenecía, y no a esa minoría, desprovista de historia, que había llegado allí
por azar. Justas eran pues las guerras libradas por el pueblo errante para retomar la
posesión de su tierra; y criminal la violenta oposición de la población local.
¿De dónde viene esta interpretación de la historia judía? Es obra, desde la segunda
mitad del siglo XIX, de talentosos reconstructores del pasado, cuya imaginación fértil
inventó, en base a fragmentos de memoria religiosa, judía y cristiana, un
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encadenamiento genealógico continuo para el pueblo judío. La abundante historiografía
del judaísmo incluye, desde luego, múltiples enfoques. Pero las polémicas en su seno
nunca cuestionaron las concepciones esencialistas elaboradas a fines del siglo XIX y
comienzos del XX.
Historiadores autorizados
Cuando aparecían descubrimientos susceptibles de contradecir la imagen del pasado
lineal, éstos casi no tenían repercusión alguna. El imperativo nacional, como una
mandíbula fuertemente cerrada, bloqueaba toda clase de contradicción y desvío con
respecto al relato dominante. Las instancias específicas de producción del conocimiento
sobre el pasado judío –los departamentos exclusivamente consagrados a la “historia del
pueblo judío”, totalmente separados de los departamentos de historia (llamada en Israel
“historia general”)– contribuyeron ampliamente a esta curiosa hemiplejia. Incluso el
debate, de carácter jurídico, sobre “¿Quién es judío?” no les interesó a estos
historiadores: para ellos, es judío todo descendiente del pueblo obligado al exilio hace
dos mil años.
Estos investigadores “autorizados” del pasado tampoco participaron de la controversia
de los “nuevos historiadores”, iniciada a fines de los años ’80. La mayoría de los
escasos actores de este debate público provenía de otras disciplinas o bien de horizontes
extra­académicos: sociólogos, orientalistas, lingüistas, geógrafos, especialistas en
ciencias políticas, investigadores en literatura y arqueólogos formularon nuevas
reflexiones sobre el pasado judío y sionista. También integraban sus filas académicos
provenientes del exterior. Los “departamentos de historia judía” sólo lograron, en
cambio, temerosas y conservadoras repercusiones, disfrazadas de una retórica
apologética basada en ideas recibidas.
En síntesis, en sesenta años, la historia nacional maduró muy poco, y seguramente no
evolucione en el corto plazo. Sin embargo, los hechos actualizados por las
investigaciones plantean a priori a todo historiador honesto asombrosos interrogantes,
que son sin embargo fundamentales.
¿Puede considerarse la Biblia un libro de historia? Los primeros historiadores judíos
modernos, como Isaak Marcus Jost o Leopold Zunz, en la primera mitad del siglo XIX,
no la consideraban así: a sus ojos, el Antiguo Testamento se presentaba como un libro
de teología constitutivo de las comunidades religiosas judías tras la destrucción del
Primer Templo. Hubo que esperar hasta la segunda mitad del mismo siglo para
encontrar a historiadores, en primer lugar Heinrich Graetz, portadores de una visión
“nacional” de la Biblia: transformaron la partida de Abraham a Canaán, la salida de
Egipto o incluso el reino unificado de David y Salomón en relatos de un pasado
auténticamente nacional. Desde entonces, los historiadores sionistas no dejaron de
reiterar estas “verdades bíblicas”, convertidas en alimento cotidiano de la educación
nacional.
Pero hete aquí que en los años ’80 la tierra tiembla, haciendo tambalear estos mitos
fundacionales. Los descubrimientos de la nueva arqueología contradicen la posibilidad
de un gran éxodo en el siglo XIII antes de nuestra era. Del mismo modo, Moisés no
pudo liberar a los hebreos de Egipto y conducirlos hacia la “tierra prometida”, por la
sencilla razón de que en esa época... estaba en manos de los egipcios. Además, no se
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observa ninguna huella de una revuelta de esclavos en el reinado de los faraones, ni de
una conquista rápida del país de Canaán por parte de un elemento extranjero.
Tampoco existe signo o recuerdo del suntuoso reino de David y Salomón. Los
descubrimientos de la década transcurrida muestran la existencia, en esa época, de dos
pequeños reinos: Israel, el más poderoso, y Judea. Los habitantes de esta última
tampoco sufrieron el exilio en el siglo VI antes de nuestra era: sólo sus elites políticas e
intelectuales debieron instalarse en Babilonia. De este encuentro decisivo con los cultos
persas
nació
el
monoteísmo
judío.
En cuanto al exilio del año 70 de nuestra era, ¿se produjo efectivamente?
Paradójicamente, este “hecho fundacional” en la historia de los judíos, que origina la
“diáspora”, no dio lugar a la menor obra de investigación. Y por una razón muy
prosaica: los romanos nunca expulsaron a ningún pueblo en la región oriental del
Mediterráneo. Salvo los prisioneros reducidos a la esclavitud, los habitantes de Judea
siguieron viviendo en sus tierras, incluso tras la destrucción del Segundo Templo.
Una parte de ellos se convirtió al cristianismo en el siglo IV, mientras que la gran
mayoría se sumó al islam durante la conquista árabe en el siglo VII. La mayoría de los
pensadores sionistas no lo ignoraban: así, Isaac Ben Zvi, futuro presidente del Estado de
Israel, al igual que David Ben Gurión, fundador del Estado, lo escribieron hasta 1929,
año de la gran revuelta palestina. Ambos mencionan reiteradas veces el hecho de que
los campesinos de Palestina son los descendientes de los habitantes de la antigua Judea
(2).
A falta de un exilio desde la Palestina romanizada, ¿de dónde vienen los numerosos
judíos que pueblan el Mediterráneo desde la Antigüedad? Detrás de la cortina de la
historiografía nacional se esconde una sorprendente realidad histórica. De la revuelta de
los macabeos en el siglo II antes de nuestra era, a la revuelta de Bar Kojba en el siglo II
después de Cristo, el judaísmo fue la primera religión proselitista. Los asmoneos ya
habían convertido a la fuerza a los idumeos del sur de Judea y los itureos de Galilea,
anexados al “pueblo de Israel”. Partiendo de este reino judeo­helenista, el judaísmo se
propagó en todo Medio Oriente y en el Mediterráneo. En el primer siglo de nuestra era
surgió, en el actual Kurdistán, el reino judío de Adiabeno que, fuera de Judea, no fue el
último reino en “judaizarse”: otros lo hicieron más tarde.
Los escritos de Flavio Josefo no son el único testimonio del ardor proselitista de los
judíos. De Horacio a Séneca, de Juvenal a Tácito, muchos escritores latinos expresaron
sus temores. La Mishná y el Talmud (3) autorizan esta práctica de la conversión, aun
cuando, frente a la creciente presión del cristianismo, los sabios de la tradición
talmúdica expresaran reservas al respecto.
“Judeización”
La victoria de la religión de Jesús, a comienzos del siglo IV, no puso fin a la expansión
del judaísmo, sino que empujó el proselitismo judío a los márgenes del mundo cultural
cristiano. En el siglo V apareció así, en el actual territorio de Yemen, un reino judío
vigoroso con el nombre de Himyar, cuyos descendientes conservaron su fe tras la
victoria del islam y hasta los tiempos modernos. Del mismo modo, los cronistas árabes
dan cuenta de la existencia, en el siglo VII, de tribus bereberes judaizadas: frente al
avance árabe, que alcanza África del Norte a fines de ese mismo siglo, aparece la figura
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legendaria de la reina judía Dihya­el­Kahina, quien intentó frenarlo. Bereberes
judaizados participaron de la conquista de la casi isla ibérica, y establecieron allí los
fundamentos de la particular simbiosis entre judíos y musulmanes, característica de la
cultura hispano­árabe.
La conversión masiva más significativa se produjo entre el mar Negro y el mar Caspio:
comprendió al inmenso reino jázaro en el siglo VIII. La expansión del judaísmo del
Cáucaso a la Ucrania actual engendró múltiples comunidades, que las invasiones de los
mongoles del siglo XIII rechazaron en gran medida hacia el este de Europa. Allí, con
los judíos provenientes de las regiones eslavas del sur y de los actuales territorios
alemanes,
sentaron
las
bases
de
la
gran
cultura
yidish
(4).
Estos relatos de los orígenes múltiples de los judíos figuran, de manera más o menos
imprecisa, en la historiografía sionista hasta los años ’60: progresivamente irán siendo
dejados de lado antes de desaparecer totalmente de la memoria pública en Israel. Los
conquistadores de la ciudad de David, en 1967, debían ser los descendientes de su reino
mítico y no –¡Dios no lo permita!– los herederos de guerreros bereberes o de jinetes
jázaros. Los judíos aparecen entonces como un “etnos” específico que, después de dos
mil años de exilio y errancia, terminó volviendo a Jerusalén, su capital.
Los defensores de este relato lineal e indivisible no sólo recurren a la enseñanza de la
historia: convocan también a la biología. Desde los años ’70, en Israel, una serie de
investigaciones “científicas” se esfuerza por demostrar, por todos los medios, la
proximidad genética de los judíos del mundo entero. La “investigación sobre los
orígenes de las poblaciones” representa actualmente un campo legitimado y popular de
la biología molecular, mientras que el cromosoma Y masculino ocupa un lugar de honor
junto con una Clío (5) judía en la búsqueda desenfrenada de la unicidad de origen del
“pueblo elegido”.
Esta concepción histórica constituye la base de la política identitaria del Estado de
Israel, ¡y ése es su punto débil! En efecto, da lugar a una definición esencialista y
etnocentrista del judaísmo, alimentando una segregación que separa a los judíos de los
no judíos, tanto árabes como rusos o trabajadores inmigrantes.
Israel, sesenta años después de su fundación, se niega a considerarse una república que
existe para sus ciudadanos. Aproximadamente el 25% de ellos no son considerados
judíos y, según el espíritu de sus leyes, este Estado no les pertenece. En cambio, Israel
se presenta siempre como el Estado de los judíos del mundo entero, aunque ya no se
trate de refugiados perseguidos, sino de ciudadanos de pleno derecho que viven en plena
igualdad en los países donde habitan. Dicho de otro modo, una etnocracia sin fronteras
justifica la severa discriminación que practica con una parte de sus ciudadanos
invocando el mito de la nación eterna, reconstruida para reunirse en la “tierra de sus
ancestros”.
Escribir una nueva historia judía, más allá del prisma sionista, no es algo fácil. La luz
que lo atraviesa se transforma en colores etnocentristas intensos. Ahora bien, los judíos
siempre formaron comunidades religiosas constituidas, la mayoría de las veces por
conversión, en diversas regiones del mundo: éstas no representan pues un “etnos”
portador de un mismo origen único y que se habría desplazado a lo largo de una errancia
de veinte siglos.
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Tal como se sabe, el desarrollo de toda historiografía, al igual que el proceso de la
modernidad, pasa por la invención de la nación. Ésta ocupó a millones de seres
humanos en el siglo XIX y durante una parte del XX. El fin de este último vio cómo
estos sueños comenzaban a desmoronarse. Un creciente número de investigadores
analizan, disecan y deconstruyen los grandes relatos nacionales, y especialmente los
mitos de origen común tan apreciados por los cronistas del pasado. Las pesadillas
identitarias de ayer darán lugar, mañana, a otros sueños de identidad. Como toda
personalidad hecha de identidades fluidas y variadas, la historia es, también, una
identidad en movimiento.♦
REFERENCIAS
(1) Texto fundador del judaísmo, la Torá –la raíz hebraica yara significa enseñar– se
compone de los cinco primeros libros de la Biblia, o Pentateuco: Génesis, Éxodo,
Levítico, Números y Deuteronomio.
(2) David Ben Gurión e Isaac Ben Zvi, Eretz Israel en el pasado y en el presente (1918,
en yidish), Jerusalén, 1980 (en hebreo); Ben Zvi, Nuestra población en el país (en
hebreo), Varsovia, Comité Ejecutivo de la Unión de la Juventud y Fondo Nacional
Judío, 1929.
(3) La Mishná, considerada la primera obra de literatura rabínica, fue concluida en el
siglo II de nuestra era. El Talmud sintetiza el conjunto de los debates rabínicos en torno
a la ley, las costumbres y la historia de los judíos. Hay dos Talmud: el de Palestina,
escrito entre los siglos III y IV, el de Babilonia, terminado a fines del siglo V.
(4) Hablado por los judíos de Europa Oriental, el yidish es una lengua eslavo­alemana
que contiene palabras de origen hebreo.
(5) En la mitología griega, Clío era la musa de la historia.
*HISTORIADOR, PROFESOR DE LA UNIVERSIDAD DE TEL­ AVIV; AUTOR DE
COMMENT LE PEUPLE JUIF FUT INVENTÉ, QUE FAYARD PUBLICARÁ EN
PARÍS EN SEPTIEMBRE.

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