lunes, 24 de octubre de 2016

La metafísica del poder - la experiencia de Dios

La metafísica del poder - la experiencia de Dios





La metafísica del poder:
excursus histórico sobre la identidad cultural a partir del estudio de la producción y
reproducción del capital religioso de las comunidades judía e islámica en Lima (1950 -
2000)
. Jaime Ballero, Martín O.

 


LA EXPERIENCIA DE DIOS



“No te acerques acá, prosiguió el Señor: Quítate el calzado de los pies: porque
la tierra que pisas es santa.

“Yo soy, le añadió: Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de
Isaac, y el Dios de Jacob. Cubrióse Moisés el rostro, porque no se atrevía a mirar
hacia Dios” (Exodo 3, 6-7).



La manifestación de la divinidad es terrible, turba al ser humano debido al estado en el
cual ingresa. El hombre se cubre de horror y reverencia ante el misterio que contempla y
se humilla ante la grandeza de su creador.



La Historia de la Fe es la eterna recapitulación de una serie de manifestaciones de la
divinidad frente a la criatura, la sosiega, la aterra, la confunde, le da firmeza. A
partir de estas revelaciones el hombre construye un mundo sagrado desde el cual ordena y
nomina la naturaleza y todo lo que le rodea, convirtiéndose en el centro del cosmos.



La Hierofanía
1 es la revelación de lo sagrado, es decir la manifestación del Numen frente al
hombre, quien a partir de ella asume una actitud religiosa. La aparición del Numen
distorsiona la realidad creando dimensiones en las cuales se instituye un punto de
referencia para la existencia y el quehacer humanos. Es un punto que se autogenera, que se
define por si mismo: Ego sum quid sum.



“No te acerques acá…porque la tierra que pisas es santa”. Estas palabras
determinan la primera característica de lo sagrado, es completamente heterogéneo al
mando cotidiano o profano, en el cual vive el hombre. El misterio de la divinidad se
prefigura como totalmente otro, estableciendo su carácter propio a partir de una
peculiaridad sentimental, es el estupor ante lo absolutamente heterogéneo (Otto 1991:42).



Este carácter trascendente se manifiesta en lo misterioso de la condición de Dios, es
decir, la divinidad comunica una inaccesibilidad absoluta. Ningún ser humano puede
penetrar en la personalidad divina completamente, algunos pueden tener el privilegio de
una comunicación más cercana o más fluida pero nunca el conocimiento perfecto del
misterio sagrado.



Esta irracionalidad del conocimiento de lo divino, es decir la incapacidad de aplicar
términos o conceptos analíticos a Dios, permite que él se eleve de la condición
profana.



Lo numinoso se mantiene lejano creando un espacio y un tiempo primordial desde los cuales
ingresa en la vida mundana. El espacio, dentro de las tradiciones estudiadas, se llama
Paraíso celestial y el tiempo, Eternidad. Estas dos categorías son distorsiones del
mundo profano desde las cuales Dios crea un reino a su proporción y medida.



El Paraíso celestial es el espacio primordial donde habita el Padre de los hombres,
rodeado de gloria y poder extraordinarios. Los coros angélicos, los tronos y las
dominaciones contemplan el misterio y se recrean en él. El Paraíso es el lugar donde
residen las perfecciones, realidades de lo ilimitadamente limitado: las virtudes, los
espíritus sagrados y la felicidad. Por lo tanto, este espacio sagrado se nos manifiesta
como un principio inmóvil espacial desde el cual se fija un punto inamovible; es la cima
y el centro de todo lo creado.



De igual manea, la eternidad es aquel tiempo primigenio que permanece estático, en un
constante presente y contempla la dinámica del tiempo humano. Desde allí, Dios controla
el curso de los siglos y el cumplimiento del orden temporal mundano, copia imperfecta de
aquel. De esta manera, la eternidad se extiende por todo el tiempo secular; instaurando el
principio del movimiento a partir de su condición de increado.



Pero la divinidad aunque trascendente busca comunicarse con su criatura para revelarle el
camino de la perfección; esta característica también es necesaria para poder hablar de
una hierofanía. La divinidad necesita expresar su orden a los humanos, para que éstos se
dirijan hacia Él.



“Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, y el Dios de
Jacob”. De esta manera Dios, se manifiesta a Moisés en su dimensión histórica, una
visión propia del judaísmo sacerdotal, en el cual fue necesario establecer una
intencionalidad a los hechos que ocurrían. La historia de Israel establece un principio y
un fin, además de una razón: Dios. Posiblemente, ese sea el principal aporte del
judaísmo a la cultura occidental que antes poseía un esquema naturalista de eterno
retorno, difundido por las especulaciones filosóficas griegas y orientales.



Una vez que el judaísmo establece una idea sobre los hechos sociales, es decir que cada
uno tiene un motivo y sirve para la consumación del Plan Divino, establece la unidad y la
teleología del acontecimiento.



Dios se manifiesta ante Moisés recordándole un plan ordenado de larga data que se
inició con Abraham y que culminará con él, revelando que sus obras se realizan según
un modelo celestial que toma su tiempo pero es efectivo.



En esta breve introducción no nos interesa hablar sobre el carácter de las hierofanías
del pueblo judío, sino establecer la eficacia de la presencia de Dios mediante la
constitución de una personalidad, en la cual se incorporan los elementos más importante
del Numen.



La cita del Exodo aunque nos ayudará a desarrollar los cuatro niveles de una hierofanía,
manifiesta una sublimación de la personalidad divina, resaltando un plan. Esto no nos
permite comprender plenamente la riqueza de las manifestaciones de la divinidad, expresada
en la sumatoria de temperamentos, aptitudes y conductas asumidas por Dios frente a su
pueblo.



Rudolph Otto en su Libro Lo Santo, define claramente cuales son los atributos personales
de Dios dentro de la tradición de los pueblos del libro. El primer atributo de lo
numinoso es ser terrible; Jacob después del sueño de la escalera divina dice:
“Verdaderamente que el señor habita en este lugar y yo no lo sabía. Y todo
despavorido, añadió: ¡Cuán terrible es este lugar! “. Estos versículos expresan
aquella condición por la cual la divinidad genera un sentimiento de terror y cautiverio
espiritual. El hombre debido a la manifestación divina de poder debe reconocer la
grandeza superlativa de su creador.



El ser terrible es una condición que se mezcla con otros atributos, por ejemplo el celo,
expresado cuando la divinidad se ofende o quiere demostrar poder a los hombres y sobretodo
cuando violan su sacralidad. El celo se relaciona con la ira divina, indomable y efectiva,
la cual somete a su voluntad el devenir de la historia.



Estas características surgen de la vitalidad de Dios. Él es un ser que se dinamiza a si
mismo mediante un impulso de energía, el cual sostiene el mundo donde los seres vivos
crecen y viven. Esta energía es pura y perfecta.



Todos estos atributos se condensan en la figura real de Dios, es majestad tremenda, por la
cual se manifiesta el poder, la potencia y sobre todo la omnipotencia divina. Dios se
transforma en el gobernante de los destinos, juez de las acciones y justiciero implacable,
tal como canta el salmista: “Apresúrate oh Señor, Dios de los ejércitos, Dios de
Israel, a residenciar a todas las gentes; no uses de piedad con ninguno de los que cometen
la iniquidad” (Salmo 58,6).



Esta personalidad divina dibujada a partir de los textos del Pentateuco nos ha mostrado
cuales son las virtudes de Dios, el carácter que el asume cuando se revela, dentro de las
tradiciones monoteístas. Además, esta personalidad condiciona la tercera característica
de la hierofanía, la cual se desarrolla en el humano.



“Cubrióse Moisés el rostro, porque no se atrevía a mirar hacia Dios”. La
tercera condición que establece la hierofanía es el sentimiento de criatura, el cual es
producto de la impronta magnífica que Dios deja en el hombre y mediante el cual genera
una absoluta dependencia. Esta dependencia es un sentimiento que surge en el hombre debido
al carácter omnipotente y perfecto de Dios, el cual desborda ser y brinda firmeza al
espíritu humano; es una reacción subjetiva que surge del vacío de sentido, contrastado
con la completitud de lo numinoso.



Esta dependencia no es una reacción mecánica o un estímulo que produce efecto sino es
un sentimiento de saturación, en el cual el hombre siente la perfección del ser y la
tranquilidad propia de lo inefable e incomprensible. Esta seguridad metafísica hace
actuar al hombre de cara a lo numinoso, muchas veces en detrimento del mundo y de la
propia existencia. En definitiva, el homo religiosus tiene por nada al mundo y por todo a
ese contacto con Dios, lo busca indefinidamente hasta encontrarlo y permanecer en el
sosiego que le proporciona.



De esta manera, se puede asegurar que el sentimiento de criatura no es producto de la
exteriorización del ser humano sino de la interiorización de lo numinoso. La experiencia
de lo sagrado, stricto sensu, es obra de la divinidad que al dirigirse al hombre, lo
completa y lo perfecciona. Así pues, es la completa exterioridad de lo sagrado aquello
que determina la constitución del campo religioso; pero a partir de esta característica
no se debe concluir la incapacidad de estudiarlo, antes bien, esto exige la necesidad de
comprenderlo dentro del proceso de la exterioridad.



Definitivamente, después de haber expuesto estos tres niveles de una hierofanía surge la
pregunta ¿por qué la divinidad se manifiesta como trascendente y perfecta (es decir como
la totalidad de ciertas características en grado supino) y además genera un sentimiento
de arrobamiento en el hombre? ¿Cuál es la primera característica que le permite dicha
primacía?



El propio Éxodo nos contesta versículos más abajo de la primera cita que tomamos al
iniciar este capítulo: “Dijo Moisés a Dios: y bien, yo iré a los hijos de Israel,
y les diré: el Dios de nuestros padres me ha enviado a vosotros. Pero si me preguntaren:
¿Cuál es su nombre? ¿Que les diré?. Respondió Dios a Moisés: Y soy el que soy. He
aquí, añadió, lo que dirás a los hijos de Israel: El que es, me ha enviado a
vosotros” (Éxodo 3, 13-14).



Esta autodefinición de la divinidad nos permite analizar el cimiento de la realidad
hierofánica. Como dijimos en el capítulo anterior cuando hablábamos de lo sagrado, es
su estructura ontológica la que le posibilita asumir las características arriba
mencionadas. Lo mismo se fundamenta a si mismo a partir de su esencia, se exilia en los
confines de lo ilimitado.



Cuando el ser se predica a si mismo se transforma en una tautología, la cual se
manifiesta como concebible pero manteniéndose incomprensible. La frase Yo soy el que soy
2 no nos dice nada
sobre el ser, antes bien nos habla sobre el mismo ser, increado, primigenio y
autosuficiente.



De esta manera, Dios se coloca antes del hecho y del efecto, en aquellos espacios vacíos
entre los mundos materiales como pensaba Epicuro. Esta condición de poder predicarse a si
mismo y autocrearse determina la inmaterialidad divina y exige de él una hierofanía
caracterizada por la condición de ser algo distinto de el mismo, determinando que la
revelación sea un acto dialéctico: “la manifestación de lo sagrado a través de
algo distinto a él” (Eliade 1981:49).



Esta autodefinición le permite a Dios una radical exterioridad, manifiesta en su
constitución de objeto; es decir, su naturaleza siempre se mantiene alejada de cualquier
realidad que no sea la suya. Este objeto se caracteriza por instaurar limites
infranqueables desde la misma experiencia religiosa, por lo cual, a veces, se le ha
considerado una materia impropia de los estudios analíticos.



Así pues una serie de autores desde Scheleiermacher hasta Durkheim o Weber, pasando por
los fenomenólogos Otto y Eliade, han visto en esta objetividad un sino de irracionalidad
aprioarística de modelo kantiano. Otto va mucho más allá, considerándolo inmovible ya
que lo divino según él, se define a partir del sentimiento de lo terrible originado en
el hombre primitivo (Otto: 1991: 25).



Esta objetividad de lo numinoso permite el establecimiento de un orden cosmológico
caracterizado como primordial, el cual delimita un punto fijo fuera del devenir del mundo;
es esta objetividad cosmológica, cualitativamente estable lo que genera el arrobamiento
del humano.



San Juan en su evangelio nos dice: “En el principio era ya el verbo y el verbo estaba
en Dios y el verbo era Dios”. La palabra
3 Principio deriva del latín principium el cual significa
comienzo, origen, fundamento y deriva del verbo principor que significa dominar o reinar.
Lo principal ( o primigenio, lo que se origina en el principio) y lo arcaico (sinónimo
griego) no significan primero en un lugar en el tiempo sino en el privilegio de las
existencias; no lo superado sino el sustrato; no lo caído en desuso sino lo profundo, no
lo perimido sino lo reprimido (Debray 1996:58).



Así pues, el sustrato, lo profundo, lo reprimido, es aquella unidad que no cambia
estructuralmente pero se desarrolla, se moviliza, se presenta con nuevas características.
Estos cambios se desarrollan dentro de la misma estructura: el objeto esencial o numen.



Por lo tanto, lo primordial debe entenderse de manera cualitativa, es decir no significa
ser primero en la aparición témporo-espacial (físicamente hablando) sino primero en la
constitución ontológica, no sólo de la suya sino de los humanos.



Esto quiere decir que la naturaleza del numen no radica en el alejamiento, sino en su
capacidad de donar sentido al humano mediante el develamiento de su ser, el cual es
completo y perfecto. A la vez, esto significa que el contacto religioso no está basado en
la lejanía sino en la seguridad que se experimenta; es decir, el numen, dependiendo de su
ubicación en el cosmos (en la naturaleza, en el cumplimiento legal, o en la conciencia
humana) genera distintos sentimientos de certeza, y distintas manera de buscarlo, los
cuales instituyen específicos campos en donde reproducirse.



Aunque Otto niega esta capacidad de movilización, la cual se da en el proceso numinoso,
Eliade la supone: “…el hombre aunque escapara de todo lo demás, seguiría
siendo inexorablemente prisionero de sus intuiciones arquetípicas, creadas en el momento
en que llegó a tener conciencia de su situación en el cosmos… Lo absoluto no puede
extirparse: puede sólo degradarse. Y la espiritualidad arcaica sobrevive a su modo, no
como acto, … sino como una nostalgia creadora de valores autónomos: arte, ciencias,
mística social, etc.” (Eliade 1981: 433-434) (subrayado personal).



Esta cita nos permite comprender de alguna manera el proceso en el cual se desarrolla lo
numinoso, proceso que corresponde a determinadas características sociológicas y que
genera especiales espacios y tiempos sagrados en la vida comunitaria e individual. El
fragmento citado explica nuestro punto de vista acerca de la dinámica social de la
religión, con algunas aclaraciones.



Cuando Mircea Eliade habla de Intuiciones Arquetípicas como sinónimo de experiencia de
lo sagrado, lo entiende como una categoría apriorística emanada de la idea innata, lo
cual puede desvirtuarse en un racionalismo o idealismo. Nosotros entendemos esta
experiencia como producto de la realidad social, en un amplio sentido, que si bien toma
una estructura objetiva (o apriorística) no se encierra allí sino transborda sus
límites para disolverse en la praxis humana. De esta manera, entendemos las intuiciones
arquetípicas como estructuras arquetípicas cuyo origen es el factum cultural.



De igual forma, Eliade, sostiene que estas intuiciones arquetípica son creadas a partir
de la toma de conciencia. Este origen corresponde a la autoconsciencia hegeliana
4 que se genera en
el Espíritu Absoluto, a partir de la contradicción de lo finito. Por el contrario,
creemos que el origen está determinado por la unicidad de la conciencia social o sentido
(orden cultural) generado a partir de la diferencia social.



Estamos de acuerdo con el hecho que lo absoluto no puede extirparse, es decir mantiene su
estructura ontológica, pero discrepamos sobre su degeneración. Antes bien, el numen se
moviliza dependiendo de las características sociales sin perder su naturaleza
estructural. Este proceso desarrolla nuevos actos, los cuales poseen su propia
peculiaridad.



Definitivamente, entre estos nuevos actos que buscan la completitud de lo sagrado se
encuentran (en la modernidad) los valores autónomos de Eliade. Estos valores son
productos del desarrollo social moderno e involucran el surgimiento de nuevas categorías
existenciales e ideales; esto no supone que los actuales valores autónomos no hayan sido
anteriormente medios de expresión de la divinidad pero si determina que estos valores han
obtenido una renovada categoría ontológica, por ejemplo en la búsqueda del arte por el
arte o en el conocimiento por sí mismo.



Una vez adecuados estos términos, podemos asumir algunas categorías de la experiencia
del contacto con la hierofanía, establecidas por Mircea Eliade en sus libros Tratado de
Historia de las religiones y Lo Sagrado y Lo Profano. La hierofanía es una revelación de
la divinidad; dentro de las tradiciones monoteístas existe una revelación personal
encarnada en Dios pero también hay otras expresiones: Espacio y tiempo Sagrados, la
sacralidad de la naturaleza y de la existencia humana y finalmente, la sacralidad de los
textos y la ley.



SHEMA ISRAEL



El Pueblo de Israel ha tenido diversas manifestaciones de Dios y otras tantas experiencias
de lo sagrado a través de la historia. El pueblo elegido fue llamado por la vocación de
Abraham a peregrinar por el desierto en busca de la Tierra Prometida. Desde Ur de Caldea
se dirigieron a Canaán y en su largo peregrinaje a través de los años, el Pueblo Judío
aprendió que Dios se manifiesta en la historia y los conduce a través de ella hacia un
nuevo reino.



El llamado de Abraham fue la primera de una serie de constantes revelaciones. En
definitiva, el texto bíblico que nos revela a la divinidad como Dios de Abraham, Isaac y
Jacob, es un Dios terrible y justo, todopoderoso tal como lo definiría Rudolph Otto en su
Libro “Lo Santo”. En este libro Rudolph Otto nos habla de aquellas
características personales que poseía la divinidad dentro del pueblo Judío cuyo
concepto se ha transformado a través de los hechos históricos que han marcado la
historia de Israel.



Una cronología plausible es la siguiente, de 1850 aC a 1027 aC podemos encontrar la
primera revelación hasta el reinado del Saúl. Sería muy difícil resumir de manera
completa la historia del pueblo de Israel que se caracteriza por su amplia complejidad,
así pues nosotros intentaremos sólo describir cómo se ha modificado la experiencia de
lo sagrado a través de la comprensión de los textos.



En esta época Dios se presenta al pueblo de Israel mediante una promesa histórica, la
del pueblo escogido, realiza un pacto, una alianza designando como interlocutor a Abraham
y a su descendencia, a partir del cual el hombre debe cumplir las normas establecidas a
partir de este pacto con el objeto de satisfacer y glorificar a Dios, el cual se
caracteriza por ser colérico cuando no se acata su voluntad.



Las expresiones de esta primera divinidad están involucradas directamente con los
elementos naturales y con formas de expresión patéticas, es decir, la fuerza de la
conducta en la divinidad mediante la conformación de una personalidad está ligada aún
al carácter difuso y poco controlado de la naturaleza. Yahvé pertenece a una serie de
hierofanías celestes y atmosféricas, las cuales determinaron el desarrollo de las
religiones del Mediterráneo.



Este carácter celeste permite que Yahvé actué mediante el rayo, mediante el trueno y
mediante el fuego los cuales se transforman en sus elementos más importantes, la lluvia
asociada con el castigo también es otra manifestación de su divinidad importante en la
ejecución de los designios divinos (v.g. Sodoma y Gomorra). Yahvé es un verdadero deus
absconditus, el cual muestra su poder a través de las manifestaciones naturales, ya que
éstas le permiten establecer una relación de dominio y de poder con las personas del
pueblo elegido.



Esta conformación de la personalidad divina se ve a través de la lectura cronológica de
los textos de la Biblia, en la cual podemos encontrar diferentes épocas y de alguna
manera diferentes actitudes con respecto al misterio de la divinidad. La gran
manifestación de Yahvé se realiza en el éxodo de Egipto bajo la guía de Moisés,
cuando el pueblo vivía en el desierto del Sinaí hasta la llegada a Canaán (1292 -
1226). Yahvé conduce al pueblo hacia el Sinaí y establece una alianza con ellos mediante
Moisés; en ese momento se canta el himno del Shema Israel: “Oye Israel: Yahvé es
nuestro Dios, Yahvé es único, amarás a Yahvé tu Dios con todo tu corazón, con toda tu
alma, con todo tu poder, llevarás muy dentro del corazón todos estos mandamientos que yo
hoy te doy. Incúlcaselos a tus hijos y cuando estés en tu casa, cuando viajes, cuando te
acuestes, cuando te levantes, habla siempre de ellos” (Deuteronomio 6, 4-8).



Esta gran revelación permitió establecer las principales características de la
religión Judía en dos aspectos, primero, el Dios de Israel es un Dios uno y único, y
segundo, la forma de agradarle es mediante el estricto cumplimiento y meditación de los
mandamientos, los cuales deben ser comprendidos y realizados de manera obligatoria.
Yahvé, a partir de ese momento se nos muestra como un Dios altísimo, potentísimo,
eterno y santo a quien no se puede contemplar cara a cara porque posee una luz
inaccesible; ante él los hombres mueren de pavor, ya que su gloria los abruma; y aunque
es un deus absconditus, Yahvé participa activamente de la vida de la comunidad, ya que su
tabernáculo y su presencia están a partir del pacto. En medio del campamento del pueblo
de Israel, él vigila el cumplimiento de las Leyes, el vigila el corazón contrito de las
personas, él controla la vida en sus diversas expresiones sea ritual, social, económica,
política, etc.



En esta primera comunidad, el poder de Dios se manifiesta en cuanto es capaz de intervenir
en la vida de los hombres y obligarles a cumplir sus leyes.



La expresión hierofánica más importante de este período de revelación en el Monte
Sinaí, es la presencia del Arca de la Alianza. Esta Arca contiene las tablas de los
Mandamientos que Dios reveló a Moisés para su cumplimiento por parte del pueblo
escogido. Estas Tablas que expresaban las leyes que desde ese momento iban a regir el
destino de este pueblo semita, estaban dentro del Arca, la cual se encontraba en el medio
del campamento como presencia viva de la divinidad.



Este proceso por el cual Yahvé es entronizado, corresponde al desarrollo político del
pueblo de Israel a una confederación tribal, es decir las numerosas tribus del pueblo
israelita en su afán por conseguir un gobierno unido que dominara toda la región
palestina, construyó un sistema universal basado en el culto y la moral de Yahvé,
mediante los cuales el pueblo elegido da cumplimiento a las promesas históricas de la
divinidad y por consiguiente generan una historia de carácter universal que incluye de
una u otra manera a otros pueblos, por lo cual se genera un sentimiento insondable de
supramundanidad.



Weber define este proceso como el primer desencantamiento del mundo, por el cual la
divinidad deja de expresarse mediante hierofanías naturales y se va constituyendo en una
personalidad en la cual los rasgos antropomórficos prevalecen, claro está en grado
supino. Aún las primeras conformaciones de la divinidad, tienen carácter natural. Por
ejemplo, cuando a Yahvé se le denomina Dios Altísimo, El-Shadday que significa Dios de
la montaña, alude a la montaña sagrada como residencia divina, de esta manera podemos
darnos cuenta que Yahvé, en un primer instante estaba ligado con los elementos de la
naturaleza mediante los cuales se expresaba y por los cuales mostraba su poder.



En la etapa previa a la constitución del reino de Israel, cuando aún no existía unidad
política, Dios también sostenía luchas con otros dioses. El pueblo de Israel se
caracterizó, ante la extrema dualidad entre el monoteísmo y la idolatría, por su
constante veleidad con respecto al cumplimiento de las normas y los mandamientos de
Yahvé. En el Pentateuco, es común encontrar referencias sobre el abandono que realiza el
pueblo escogido del pacto establecido con Dios.



Así pues nos narra el Libro de Jueces, “pero los hijos de Israel, añadiendo nuevos
pecados a los antiguos, cometieron la maldad delante del señor adoraron a los ídolos al
Baal y a Astarot, a los dioses de Siria, de Sidón y de Moab y de los hijos de Ammón, y
de los filisteos y abandonaron al Señor y dejaron de adorarle”. Este texto
representa claramente las constantes tensiones que existían entre Yahvé e Israel, es
decir, un pueblo que constantemente incumplía su pacto, pero a la vez era castigado por
la falta de observancia a las leyes. En definitiva, esta tensión existente entre las
divinidades refleja la necesidad histórica del pueblo de Israel por la constitución de
un símbolo unívoco que representara la unidad del pueblo y la unidad de sus deseos.



A partir del establecimiento del pueblo Judío en los territorios prometidos, surge otra
forma de expresión de la divinidad: los profetas. Ellos eran los intérpretes interesados
en el establecimiento del culto y la moral, los cuales habían sido establecidos por el
pacto del Sinaí. Estos profetas vigilaban el cumplimiento y la observancia de las leyes
de Dios en el pueblo, por lo cual corregían a las autoridades cuando éstas se desviaban
del camino, corregían al pueblo cuando se entregaba a la idolatría y establecían una
interpretación del cumplimiento de la ley mediante la realización de buenas obras:
asistir al niño, a la viuda y al extranjero.



Además, los profetas tenían como importante misión el definir el sentido propio de cada
acción de la divinidad y de la respuesta que debía de tener el pueblo de Israel; los
profetas así se transforman en grandes catalizadores de la sociedad, ya que éstos
encarnaban el drama nacional, causado por el deseo del establecimiento de un reino de paz,
justicia y tranquilidad en el cual se pudiera desarrollar una vida perfecta (llena de
sentido).



Posteriormente, a partir de la construcción del primer templo de Jerusalén, podemos
hablar del establecimiento de una serie de normas y rituales, los cuales mantenían la
alianza con Dios y permitían establecer un sentido de unidad nacional que tuviera como
referente la ciudad de Jerusalén.



Es decir el lapso que va desde la muerte de Saúl y la entronización de David en el 1005
hasta el primer asedio de Jerusalén por los Babilonios y la deportación del pueblo
hebreo, es el período en el cual la figura de Yahvé va dejando sus características
naturalistas, es decir su relación con la tormenta, el trueno, para transformarse en un
personaje real en señor, en rey y constituir sus principales rasgos antropomórficos. En
definitiva, es en este período en donde la religión judía encuentra los primeros
desencantos del mundo y la primera racionalización del papel de la divinidad, ya que
éste va dejando de ser un Dios etéreo en el cual ha dejado de ser importante la
manifestación difusa y natural de su espíritu y ha cobrado importancia su papel como
juez, gobernador y regente de la vida social, mediante la sistematización de un culto y
normas sociales.



En esta etapa es importante el papel del templo, ya que se constituye en el centro del
cosmos judío, es decir el templo de Jerusalén se transforma en el espacio sagrado por el
cual la unidad de la nación hebrea está asegurada, ya que en él se encuentra el
principio de la historia: El Arca de la Alianza. Además, este principio simbólico ha
sido constituido a partir del deseo de la creación de una nación sólida, en el cual se
ha conformado el primer cuerpo sacerdotal dedicado al templo.



Este hecho incrementó la importancia del cumplimiento ritual y legal en las
manifestaciones religiosas, aunque el pueblo hebreo no se haya caracterizado por su fiel
cumplimiento.



Etapa del Segundo Templo (515 aC - 135 dC).- A partir de la destrucción
de Jerusalén por los Babilonios y la deportación en masa de los judíos en el año 586
aC, el pueblo judío sufre la primera diáspora, es decir, su pueblo se ve disperso por el
Oriente Medio y en el futuro por el Mediterráneo.



En el cautiverio de Babilonia, los escribas judíos habían confeccionado el texto de la
Torah. El miedo a que el pueblo hebreo desconociera la causa del destierro, la historia
del pueblo y los mandamientos de Dios, forzó a los sabios a recopilar de manera escrita
la historia, las tradiciones, las leyes del pueblo. La Torah se transformó de una u otra
manera en la fuente de la relación con Dios, ya que desde ese momento, ante la
imposibilidad de rememorar la práctica mediante el cumplimiento de los ritos en el
templo, el pueblo judío tuvo que refugiarse en otro símbolo: la palabra de Dios, es en
ese momento en donde el pueblo judío realiza su primera gran interpretación: desde las
aras del santuario se refugia en la profundidad de los estudios, la meditación de la
palabra y la práctica silenciosa del pacto de la alianza.



A partir de ese momento, se definen los dos grandes grupos que caracterizarán el
desarrollo del pueblo hebreo, los sacerdotes y los maestros de la ley.



De esta manera, a partir del análisis de la versión sacerdotal forjada en el cautiverio
de Babilonia, podemos darnos cuenta que a la personalidad de Dios se le ha incorporado
definitivamente elementos reales, propio del desarrollo histórico circunscrito al primer
templo.



Elóhim, término usado en la versión sacerdotal es un plural mayestático y de totalidad
del singular Iláh, el cual es empleado a lo largo de toda la Biblia para designar a Dios
en singular, un singular preñado de ser de santidad y de majestad. Este término se
contrapone al furioso Yahvé, un Dios con rasgos eminentemente pasionales y guerreros,
propios de las divinidades del cielo y la tormenta.



En el año de 520, Zorobabel tiene permiso del emperador Ciro para regresar a su tierra
con otros desterrados y es aquel grupo el que reconstruirá el templo destruido en las
invasiones babilónicas. La reconstrucción del segundo templo permite de nuevo el
estricto cumplimiento de las leyes rituales y la pureza del sacrificio. Esta época se
caracteriza por el esfuerzo que hicieron los sacerdotes para mantener un sistema ritual
coherente y definido.



Así pues, podemos entender la obra del profeta Ezequiel, un judío de la familia
sacerdotal deportado con Jeconías en el año 595 aC, como la obra que intentará volver a
los orígenes mediante el restablecimiento de las normas rituales; de esta manera podemos
comprender el mensaje de este profeta, cuando en sus visiones Dios le enseña como el
templo ha sido invadido por las idolatrías de los judíos (Ezequiel 8) y le obliga a
reprender al pueblo mediante el anuncio del castigo, a partir de esta época se habla del
retorno de la misericordia divina, de la penitencia y de la restauración mesiánica.



Es en el período del segundo templo, en donde el pueblo judío volverá a un cumplimiento
adecuado del ritual y de las leyes del pacto, pero como contraparte podemos observar el
interés de los profetas por espiritualizar la misma religión, mediante el
establecimiento de la obligación de una constante meditación y estudio de los hechos
históricos y las normas que sujetan al pueblo de Dios; como consecuencia de este hecho,
se establecen dos visiones muy importantes del pacto: la sacerdotal (Saduceos), la cual
privilegiaba el contacto ritual y la legal (Fariseos), en la cual se privilegiaba la
meditación y el cumplimiento estricto de la ley, mediante el estudio profundo de la
revelación divina.



En definitiva, la historia del pueblo judío a partir de la construcción del segundo
templo se transforma en una historia de persecuciones e invasiones, entre las cuales
podríamos citar el dominio de los Seléucidas de Siria tras la victoria de Antíoco III
El Grande sobre Tolomeo IV; posteriormente las persecuciones del soberano Seléucidas
Antíoco IV Epifanes que tendrá como resultado una serie de revueltas guiadas primero por
Matatías y luego por sus hijos Judas Macabeo, Jonatán y Simón.



Posteriormente, la conquista de Jerusalén por Pompeyo, hará posible que las legiones
romanas entronizaran a Herodes como rey de los judíos bajo la protección romana. Luego
la historia del pueblo judío se transformará en una serie de revueltas contra el Imperio
que encontrará su punto culminante entre los años 70 dC hasta 135 dC, en los cuales
ocurrirá la gran guerra judaica y la destrucción del segundo templo de Jerusalén bajo
los emperadores Vespasiano y Tito, por lo cual comenzará la gran diáspora judía. Una
vez iniciada esta gran dispersión, nacerán los Talmud de Jerusalén y Babilonia,
desarrollando la literatura homilética, ética, filosófica y mística del Midrash.



En este período se produce el levantamiento de la fortaleza de Masada cerca del Mar
Muerto, en el cual un grupo de celotes intentaba una última resistencia desesperada
contra los romanos. Suicidándose antes de caer ante el enemigo. Aún en esta época se
mantenía el Sanedrín de Jerusalén, el cual controlaba la reducida vida política y
social de Palestina, finalmente en el año 132 dC comienza la guerrilla contra la
dominación romana dirigida por Bar Kokba a quien sus seguidores proclamaron Mesías; esta
revuelta fue causada por dos decretos de Adriano, uno prohibiendo la circuncisión y otro
ordenando la reconstrucción del templo de Jerusalén en estilo Helenístico. Esta
rebelión convertida en guerra abierta fue ahogada en sangre en el 135 dC, así pues a
partir de ese momento, las comunidades que permanecían en Palestina ingresaron en una
franca decadencia que permitió una nueva emigración masiva.



En este largo período podemos observar el desarrollo de la experiencia de la divinidad en
el pueblo hebreo desde un Dios que desea una sumisión de tipo ritual o legal a otro que
desea un cumplimiento producto de la meditación y la interiorización de la norma. Esta
última visión prevalecerá por causa de acontecimientos históricos que no permitirán
la observancia de los sacrificios y rituales en el Templo. De esta manera, el pueblo
judío se ve forzado a llevar consigo el único tesoro que se le permite tener: la Ley,
producto de la revelación de Yahvé en el monte Sinaí, en la cual se establece la
Alianza con el pueblo elegido. Pero el cumplimiento de la Ley no debe entenderse como un
valor primordial, el cual tiene sentido sólo en la exterioridad sino fundamentalmente
como un instrumento que exige y crea una interioridad y una intimidad con el Inaccesible;
es decir, este período se caracteriza por buscar una síntesis entre el misterio del Uno
y la cotidianidad, por la cual Israel encuentra en la Ley una causa de vida y libertad
interior.



Desde 135 dC hasta 1789 dC.- En definitiva, es difícil ordenar la
historia de la fe de un pueblo mediante fechas arbitrarias pero debido a la importancia
que poseía el Templo y el Sanedrín en la conformación de la conciencia judía,
colocamos esta fecha como el punto de partida de un nuevo sentir religioso en el pueblo
hebreo.



A partir de la revuelta de Bar Kokba, los judíos se extienden definitivamente por el
mundo en busca de un lugar en el cual puedan vivir y sobrellevar su historia. En este
proceso se van estableciendo en cada rincón del mundo, llevando en sus corazones el Shema
Israel, con el deseo de poder encontrar un nueva esperanza enraizada en el antiguo pacto.



El emperador Adriano a raíz de la revuelta prohibió el estudio de la Torah y la
práctica del culto. Posteriormente, el emperador Antonino Pío restableció la autoridad
del Sanedrín e incrementó su autoridad, por lo cual en este período los alumnos de
rabí Yochanan ben Zaccai estructuraron las bases del judaísmo normativo, desarrollado
con mucha diligencia por cada comunidad hebrea en cada rabinato. Esta interpretación fue
llevada a cabo en la elaboración de la Mishna, recopilación ejecutada por rabí Judá
“el Príncipe” (Patriarca del Sanedrín entre los años 175 a 220 dC) esta obra
recoge, principalmente, aquella característica de la cual hemos hablado: la
interpretación del cumplimiento de la Ley como obra santificadora y que procura la
libertad personal en pos de la instauración del nuevo pueblo.



La principal innovación de la Mishna fue sustituir la peregrinación al templo de
Jerusalén y el cumplimiento de las obligaciones rituales por el estudio de la Ley, la
oración y la piedad, actos que podían llevarse a cabo en las numerosas sinagogas en
donde habitaban los judíos; de esta manera, la fidelidad al pacto quedaba asegurada
mediante el estudio de la Torah y la obediencia a las normas relativas a la pureza ritual.
Así pues, la Mishna prolonga y completa el código sacerdotal del Levítico, extendiendo
las responsabilidades rituales a todos los judíos observantes, convirtiendo a la
religión del pueblo hebreo en una religión de hombres convencidos que en el constante
recuerdo de la palabra de Dios, llevada en el corazón, se podría desarrollar una nueva
misión en el mundo, para la cual se debe crear una nueva instancia de práctica
religiosa: el alma; ya no entendida como receptáculo y simple instrumento de la Ley sino
como agente y portadora de una nueva visión del pacto, en la cual el pueblo escogido
pueda realizar su historia, entendida como proyecto compartido entre Dios y los hombres.



De esta manera, la Mishna al organizar y reforzar el rabinismo, busca asegurar la
sobrevivencia de la consciencia judía mediante la formación de la unidad simbólica del
pueblo disperso y colocarla en un lugar seguro: en los confines de la existencia humana,
por lo cual, como dice Jacob Neusner, a la pregunta “¿qué debe hacer el
hombre?”, la Mishna responde: “Al igual que Dios, el hombre puede poner el mundo
en movimiento. Si el hombre quiere nada es imposible…La Mishna valora la condición
de Israel: vencido y sin apoyo, y a pesar de ello, en su tierra; impotente, pero santo;
sin patria, pero separado de las naciones” (Eliade 1983: 165).



Este principio interpretativo es el sino que conducirá al pueblo judío en su contacto
con otras culturas. Tendrá su esplendor en el período de los amorain (conferenciantes e
intérpretes), en el cual se compilará los Talmud, el primero en Jerusalén y el segundo
en Babilonia. Esta inmensa obra tuvo como objetivo redefinir la experiencia de lo sagrado,
enseñando cómo el judaísmo debía adaptarse a los distintos escenarios sociopolíticos
de la diáspora, mediante el establecimiento una legislación emanada de un gobierno
legítimo, el cual se define a partir del respeto de la única ley legítima y que por lo
tanto se le impone al pueblo judío.



De esta manera, la judería recrea la Alianza y la Ley como instrumentos para la
conservación de su identidad, mediante el establecimiento de una nueva manera de
relacionarse con Dios, de lo cual se desprende que “la premisa del razonamiento
talmúdico y de los posteriores desarrollos legales que culminan en el sistema de
Maimónides es que la pérdida de la independencia política no implica renuncia al
autogobierno o más bien, que la interpretación de la ley dada por Dios debe continuar en
cualquier circunstancia” ya que, este pacto era “el fundamento de la
autodeterminación de las comunidades judías, y así salvó a los judíos de cualquier
autodegradación que pueda asociarse con el término paria“
5(Momigliano1992:
381, 385).



Es importante mencionar aquí tres movimientos surgidos en este período, el cual hemos
definido como interpretativo. Cabe señalar que este proceso interpretativo sólo se puede
desarrollar a partir de la introducción del sentido en el fuero personal, por el cual la
ley o el ritual ya no poseen importancia sólo a través del simple cumplimiento (como en
anteriores épocas que era suficiente para la donación de sentido en la vida del hombre)
sino a través del esfuerzo humano.



De esta manera, en la antigüedad el hombre se realizaba desde la exterioridad mediante la
ejecución del ritual y no era necesario una respuesta del humano, el cual era simplemente
receptáculo de la divinidad. En el período interpretativo el hombre obtiene un papel
capital ya que sólo con su participación voluntaria y libre puede hacer que el sentido
del rito pueda completar su existencia; es decir, en esta época existe una síntesis
entre el sentido exterior, proveniente del rito y el sentido interior propio del hombre;
esta unidad permite una cierta o total relativización de las normas o una completa
oposición contra ellas en el caso que el hombre ya no sienta que éstas le proporcionan
sentido a su vida.



Este fenómeno ha suscitado tres movimientos importantes en la historia del judaísmo, los
cuales proporcionan algunas ideas sobre la experiencia de Dios de los grupos marginales:
el primero conocido por el nombre de karaítas (“escriturarios”, es decir, que
reconocen únicamente la autoridad de la Escritura), y fue dirigido por Anan ben David,
quien sostenía que la ley oral (rabínica) era simple obra de los hombres y por lo cual
no se debía obedecer. Además, este movimiento, fruto de la ausencia de sentido que se
origina en la interiorización de las hierofanías, propuso dos ideas características de
estos grupos (no sólo en el judaísmo sino también el islamismo y el cristianismo): el
retorno de los judíos a Palestina para apresurar la venida del Mesías (hecho que se
realizó bajo la dirección de Daniel al-Qumiqi hacia el año 850) y el ataque a la moral
establecida (es el caso de Hiwi al-Balki, autor escéptico del siglo IX y que atacó la
moral de la Biblia).



El segundo movimiento se inició en septiembre de 1665 en Esmirna, cuando Sabbatai Zwi
(1626-1676) se proclamó Mesías a raíz de que su discípulo Natán de Gaza se lo hiciera
saber. A partir de esta revelación, el pueblo judío de la zona estuvo elevadamente
entusiasmado y el nuevo Mesías se dirigió a Constantinopla con la intención de
convertir a los musulmanes pero ellos lo capturaron; amenazado de muerte se convirtió al
islamismo. Ante este hecho, sus seguidores no desertaron sino más bien interpretaron la
apostasía como un signo de la verdadera naturaleza mesiánica de Sabbatai Zwi, ya que
sólo el verdadero Mesías podía haber “descendido hasta el fondo del abismo”,
de lo cual se deducía que el enviado debía liberar los últimos destellos divinos presos
de las fuerzas del mal mediante la ejecución de actos que produzcan su propia
condenación. La exigencia de esta liberación permitía la abolición de los valores
tradicionales de la Torah, como por ejemplo en el pensamiento de Jacob Frank, quien llega
a desarrollar, como dice Scholem, una “mística del nihilismo”. El tercer grupo,
llamado hassidismo será desarrollado cuando hablemos sobre judaísmo y modernidad, ya que
la fecha de su desarrollo pertenece a esa época.



Estos dos grupos mencionados corresponden a un tipo marginal de la experiencia religiosa
judía durante los años señalados. Esta nueva manera de relacionarse con Dios está
expresada en el surgimiento de nuevos conceptos existenciales como los de alma, libertad y
razón, los cuales están contenidos en las obras filosóficas, teológicas, místicas y
además en el desarrollo del capital religioso, que más adelante estudiaremos.





LA SAHADA



El pueblo de la península arábiga se desarrolló como sus coterráneos semitas dentro de
un círculo cultural caracterizado por el nomadismo, el comercio y una constante fisión
entre las diferentes tribus que habitaban la península. Entre los años 550 y 600 dC, el
templo de La Meca estuvo habitado por diversos cultos idólatras a los cuales se había
dedicado la población árabe. Estas costumbres religiosas anteriores a la revelación de
Mahoma se caracterizaron por el culto a los ídolos, añadido al de los betilos, en el
siglo III por el célebre reformador ‘Amr ibn Luhayy.



Con ‘Amr ibn Luhayy trata de sobrevivir en Arabia el paganismo agonizante de las
ciudades helenísticas de Transjordania, de Petra, de Palmira y Hierápolis en Siria. De
esta manera se desarrolla un arte estatuario, antes desconocido en la zona que fue
introducido cuando Hubal, antigua divinidad de La Meca, toma una forma antropomórfica
traída por el reformador del siglo III. A principios del siglo VII, la península
arábiga se había mantenido independiente de los grandes imperios de la época, el
bizantino y el sasánida. En Arabia se mantenía un régimen tribal, que se basaba en
confederaciones de tribus, alianzas tradicionales y costumbres ancestrales, lo cual
permitía la coexistencia de numerosos grupos y fracciones tribales, regulando la
trashumancia a través del vasto territorio.



En este territorio existían grandes aglomeraciones humanas que aunque poco numerosas,
importantes. Al iniciarse el siglo VII, las más importantes eran La Meca, Yatrib (la
futura Medina) y Ta’if. Yatrib era la metrópoli de los oasis y el centro de reunión
de los caravaneros. Ta’if era una ciudad vitícola, la cual se había convertido en
centro de veraneo para la aristocracia árabe. La Meca, la mayor de todas, pudo
sobreponerse a sus dos rivales bajo el peso de su poder económico y financiero, ya que
por ella transitaba todo el comercio de Arabia Central; ¿Cómo La Meca llegó a
transformarse en un centro de tanta importancia económica? En definitiva, la respuesta se
halla involucrada en la capacidad que tuvo esta ciudad para transformarse en el centro
religioso de toda la península.



En La Meca estaba la tienda sagrada (Bayt) la que contenía primitivamente el betilo,
levantada cerca de la fuente sagrada de Zamzam, convertida posteriormente en la era
cristiana, en la Ka’ba. Ésta era una habitación de forma cúbica construida en
piedra a imagen de la piedra cuadrangular. A partir de ese momento, La Meca se convirtió
en la metrópoli religiosa de toda Arabia, cuyas funciones fueron controladas por los
dirigentes de la ciudad. De esta manera, esta hegemonía religiosa se convirtió en
hegemonía política.



Esta transformación de La Meca en centro político, devino en un conflicto con los otros
santuarios, como el de al-Buss en al-‘Uzza, ubicado en Hurad; el de al-Rabba en
al-Lat, ubicado en Ta’if. Además surgieron conflictos de Manat, en Qudayd, al borde
del mar Rojo, el cual adoraba a la divinidad de los aws, de los jazrayíes de Yatrib, de
los hudayl y de los juza’a, entre otros.



Cuando La Meca triunfó sobre el resto de divinidades se practicaba el culto a Hubal,
divinidad del grupo tribal Kinana-Qurays, que ocupaba la zona de La Meca y los territorios
circundantes. Este dios era célebre por su oráculo cleromántico consultado por
peregrinos como por visitantes y extendido por un movimiento de celotes (los Hums) que
defendieron el territorio sagrado de la ciudad santa de los árabes. Al lado de Hubal
estaba la triada femenina, mencionada en el Corán (53, 19-20), a saber: al-‘Uzza,
al-Lat y Manat, surgida de la hegemonía política-religiosa de La Meca sobre el gran
agrupamiento tribal de los qays ‘aylan, adoradores de la primera, sobre los taqif,
que adoraban a la segunda, y sobre los aws, los jazray, los juza’a y los hudayl,
adoradores de la tercera.



Al-‘Uzza era la principal de las tres, a tal punto que las otras dos eran
consideradas sus hijas. A las tres se les llamaba “banat al-Lah”, “las
hijas de al-Lah”. Al-Lah o Allah era una forma asimilada de al-Ilah, equivalente del
acadio Il y del cananeo El, que designaba como estos últimos, a la divinidad impersonal y
se confundía corrientemente con la primera persona de la trinidad semítica, constituida
por el padre, la madre y el hijo. La sobrevaloración conseguida por la madre
al-‘Uzza (“la poderosa”), por el hijo Hubal, y por las dos hijas al-Lat
(femenino de Allah) y Manat (“destino”), había eclipsado a Allah, el padre de
todos, el dios universal. De esta manera Allah, se había convertido en un deus otiosus,
cuyo culto se hallaba reducido a la ofrenda de ciertas primicias (grano y ganado), que le
era presentada al mismo tiempo que a las diversas divinidades locales. En resumen la
religión preislámica presenta similitudes con la religión popular de Palestina en el
siglo VI aC tal como se refleja en los documentos de la colonia judeo-aramea de
Elefantina, donde vemos un culto dedicado tanto a Yahvé-Yahu como a Bethel y Harambethel,
así como a la diosa Arat y a un dios de la vegetación.



De esta manera, la obra de Mahoma consistirá en restituir su lugar de primero y único a
Allah, como antiguamente lo habían hecho Abraham y Moisés.



Las costumbres que tenían los antiguos árabes estaban relacionadas con concepciones
naturalistas, las cuales se relacionaban con las manifestaciones de la naturaleza,
especialmente los astros, los aerolitos, los

árboles y las fuentes. Además, esta concepción religiosa poseía un entramado de
espíritus de naturalezas opuestas para las comunicaciones del hombre con la divinidad,
que establecieron un sinnúmero de lenguajes simbólicos que cifraban el mensaje divino.
Por otra parte, dentro de las prácticas rituales de la población de la península
arábiga, encontramos el sacrificio humano, del cual nos habla un versículo del Corán el
cual nos dice: “A muchos politeístas les han presentado sus dioses como una buena
acción el asesinato de sus hijos” (6, 137).



Otras concepciones desarrolladas por la población fueron los fuegos sagrados, entre los
cuales podemos mencionar el fuego del Dios Quzah, en Muzdalifa, que no deja de formar
parte de los ritos de peregrinación; el fuego de la istisqa, que se encendía en época
de sequía para conseguir la lluvia; el fuego del despido, que se realizaba después de
partir un huésped indeseable, al que se oponía el fuego de la hospitalidad, prendido en
el invierno sobretodo para guiar a los viajeros hacia un refugio caliente y una comida
reconfortante; los fuegos de la guerra y el rescate, encendido el primero en lugares altos
con el fin de advertir a los que están lejos, y el segundo encendido tras una incursión
por la tribu victoriosa con el fin que los jefes vencidos vinieran a pactar su rendición;
el fuego de los pactos, que se encendían al finalizar los fuegos del rescate; el fuego de
la traición, que se encendía para denotar la traición de un protector respecto a su
protegido. El único de los fuegos que reconoce el Corán es el de la aceptación, el cual
significaba el fuego celestial que devoraba el sacrificio en señal de la aceptación de
la ofrenda por parte de la divinidad.



Esta etapa preislámica tiene tres características: en primer lugar su carácter astral,
el cual consistía como en todas las religiones semíticas en el culto a los astros. Baste
señalar que las tres principales divinidades: al-Lat, al-‘Uzza y Manat, contra las
que Mahoma luchaba, eran denominadas al-gharaniq al-‘ula, que se traduce por
“los hermosos astros” y representaban posiblemente las tres caras de Venus.
Además se puede hablar sobre el carácter lunar de Hubal (Subhani: 1989).



La segunda característica es el culto de los betilos, el cual era un aspecto predominante
de la religión pagana, y que representa fielmente el antiguo estado de las religiones
semíticas aún fehacientes en el Pentateuco. En efecto, batil, significa cumbres
puntiagudas y aisladas, o bien un monumento a imagen de una montaña, como un zigurat, y
batila, el femenino, significa torrente, una fuente o un pozo situado en las proximidades
del batil. Así pues, estos nombres está relacionados con el culto de los lugares
elevados y de las fuentes, los cuales evocan al Dios montaña y a la diosa fuente, pareja
divina evocada por la presencia de la pareja divina, formada por la presencia de la batila
cerca del batil, unidad que refleja el simbolismo de la fertilidad.



El tercer elemento característico de la religión preislámica es el culto a los
árboles, el cual no era diferente al practicado más de un milenio atrás en Canaán.
Estos cultos eran iguales a los rendidos a las piedras sagradas y a las estatuas de los
dioses. Producto de esta adoración es una cierta estabilidad, constituida a partir de
tomar como axis mundi estas hierofanías, en torno a las cuales se daban cita las tribus
en el curso de sus transhumancias. Los dos árboles sagrados más célebres en tiempo de
Mahoma eran la samura , que encarnaba a al-‘Uzza en Najla, y el árbol que
representaba a Dat Anwat, probablemente un epíteto de la misma divinidad.



De esta manera, nos damos cuenta que las primeras hierofanías que encontramos antes de la
instauración del Islam eran de perfil naturalista y espiritista, por las cuales se
practicaba un sistema ritual que regulaba la propiciación mediante los sacrificios de
diferentes clases de exvotos: vegetales, animales y humanos. Estos espíritus adorados
permitían un experiencia patética de lo sagrado (en el sentido etimológico de la
palabra) natural, la cual utilizaba la magia y la adivinación como medios de veneración;
también, es posible considerar que se utilizara otros medios de contacto como la danza y
las técnicas extáticas para controlar a los espíritus

propiciatorios.



Desde 610 dC hasta 800 dC.- Es ante este escenario que se presenta la
revelación del profeta Mahoma al pueblo árabe. Algunos han intentado sostener que ésta
tuvo como fin proporcionar al pueblo árabe una tradición con la cual se pudiera
recuperar el antiguo monoteísmo sin caer en las innumerables prescripciones rituales
rabínicas ni a las sutiles distinciones teológicas del cristianismo.



De esta manera, Mahoma rescató la antigua tradición monoteísta abrahámica, la cual
había sido “corrompida” tanto por judíos como cristianos y refutó las
pretensiones de éstos de poseer la religión más perfecta y de arrogar la profecía.
Así pues Mahoma reabre el sello de los profetas, cerrado para los judíos en Zacarías y
para los cristianos en Jesús, proclamándose el último portavoz del Dios único y el
sello de la profecía, por lo cual su obra es interpretada como el complemento perfecto de
la de Moisés y Jesús.



Según la tradición, a Mahoma le fue revelada su misión aproximadamente a los 40 años,
siguiendo el típico modelo del profeta judío en el cual Dios interviene mediante un
llamado que exige una respuesta. La tradición nos narra:





“La cuarta vez me dijo: “¡Recita!” Dije: “¿Qué tengo que
recitar? (no dije esto más que para evitar que repitiese lo que conmigo había
hecho)”. Entonces me dijo: “Recita (esto): En el nombre de tu Señor, que creó;
creó al hombre de un grumo de sangre. Recita (también): Tu Señor, superior a todo ser,
El que enseñó a través de la Pluma, enseñó al hombre lo que no sabía” (Corán,
96, 1-5). Recité y, por fin, se alejó de mí. Yo me desperté y (estas frases) estaban
como grabadas en mi corazón. Abandoné la cueva y, apenas llegado al centro de la
montaña, oí una voz procedente del cielo que decía: “Oh, Muhammad! una voz
procedente del cielo que decía: “¡Oh, Muhammad! Tú eres el apóstol de Allah y yo
soy Gabriel”. Levanté la cabeza hacia el cielo para mirar y he aquí que Gabriel
estaba allí, bajo la apariencia de un hombre, juntando los talones, en el horizonte del
cielo. Me dijo una vez más: “Oh, Muhammad! Tú eres el apóstol de Allah y yo soy
Gabriel”. Me detuve mirándolo sin poder avanzar ni retroceder. Traté entonces de
apartar de él mi cara hacia los otros puntos del horizonte, pero a cualquier punto del
cielo que miraba veía al ángel en la misma actitud. Permanecí así, de pie, sin poder
avanzar ni volver sobre mis pasos”
(Fadh 1979: 352).



Así de esta manera Mahoma se enfrenta a su misión basado en una revelación de tipo
angélico, la cual consiste en una antífrasis propiamente semítica de una teofanía. A
partir de este momento, Mahoma se transforma en el enviado de Dios y en el instrumento de
la justicia divina, por el cual se instaurará un reino de justicia y prosperidad el cual
exige sólo un absoluto sometimiento a la voluntad divina (muslim, palabra árabe que
significa totalmente sometido a la voluntad de Allah).



Al inicio de su misión profética, Mahoma aunque proclama la unicidad de Dios no se
enfrenta directamente al culto idolatra de La Meca sino hace hincapié en todo lo que
pueda favorecer la acción de la gracia en el alma de sus auditores, la justicia, la
caridad, la penitencia, estigmatizando la avaricia, el acaparamiento de riquezas y el
egoísmo, y particularmente, el amor a los desposeídos y huérfanos. En el mensaje
inicial, Mahoma enfatiza el tema del juicio final, en el cual sostiene una radical
dicotomía: el pueblo se divide en los condenados, que sufrirán los tormentos del
infierno y los elegidos que gozarán las delicias del paraíso. Posteriormente, Mahoma
radicaliza su punto de vista con respecto a la unicidad de Dios combatiendo sin miedo al
culto idólatra y aborreciendo todo tipo de paganismo.



Esta primera hierofanía se caracteriza por ser personal y vitalista ya que aún no se ha
desembarazado del carácter pagano de muchos rituales y prácticas arábigas, sino le ha
donado de otros sentidos con el fin de que el culto a Allah se transforme en una práctica
que proporcione un camino de salvación al pueblo mediante la vuelta al monoteísmo y la
práctica de la ley, la cual se ha expresado a través de los siglos en las revelaciones
anteriores, como por ejemplo la de Moisés y la de Jesús. De esta manera, Mahoma realiza
un esfuerzo para establecer un sistema de vida basado en la práctica legalista que se
expresará en la creación de los cinco pilares del Islam.



Así, canta la Sahada, la profesión de fe más concentrada del Islam: “Yo confieso
que no hay divinidad fuera de Allah, y que Mahoma es el enviado de Dios”. Esta
sentencia nos regresa a los orígenes del monoteísmo pero teniendo en cuenta que la
concepción de éste ha variado en el contacto con otras religiones como el judaísmo y el
Cristianismo, los cuales habían desarrollado ya para entonces, un franco proceso de
interiorización del sentido. De esta manera, nos damos cuenta que las futuras
disquisiciones desarrolladas en ‘Ilm Al-Kalam (estudio de las doctrinas y creencias
islámicas) presentan polémicas y discusiones sobre conceptos como la libertad, el alma,
la razón, la gracia, el pecado, etc.



El primer fundamento de la religión musulmana es reconocer el papel primigenio de la
voluntad de Allah, considerándolo como una divinidad, justa pero terrible, la cual se
establece a partir de si mismo. Así el Corán nos dice: “Di: ¡Dios es único; Dios
es eterno; Jamás engendró ni fue engendrado; y es incomparable!” (112, 1-4).



A partir de esta experiencia de fe se establecen creencias básicas, las cuales debe
aceptar todo buen musulmán:



¡Oh vosotros, los que creéis! Creed en Dios, en su enviado, en la Escritura que ha
hecho bajar sobre su enviado y en la Escritura que hizo bajar anteriormente. El que no
cree en Dios, en sus ángeles, en sus Escrituras, en sus enviados y en el último día
está en una aberración infinita
(Corán 4, 135-136; el mismo texto en Corán 2,
172-177).



La unicidad de Dios es el fundamento de toda la creencia, es un Dios inmanente, increado y
todopoderoso, que rige las voluntades humanas y concede la gracia voluntariamente a quien
Él crea conveniente sin negar desde luego la capacidad del humano de escoger su camino.
En definitiva, no se puede sostener nada de manera general dentro del Islam, ya que en él
existen diversas escuelas e interpretaciones sobre las creencias; de lo único que no se
puede tener duda es de la creencia misma. También en el Islam se sostiene la creencia en
los ángeles (y la de los genios), seres sobrenaturales que son instrumentos de la
revelación y por los cuales el hombre escucha la palabra de Dios; esta creencia nos
permite comprender que Allah es un deus absconditus, pero que ha proporcionado sentido
objetivo a ciertos elementos de la revelación, por lo cual podríamos sostener que el
islamismo es una religión en la cual el proceso numinoso se ha desarrollado y se ha
expresado con claridad en objetos sagrados.



El primer objeto sagrado es Mahoma, quien como sello de la profecía se ha convertido en
el último mediador legítimo por el cual Allah se ha revelado a los hombres mediante una
perfecta interpretación de la ley y el pacto, que antiguamente estableciera con el pueblo
elegido. De esta manera, Mahoma se transforma en el fundador de un nuevo estilo de vida
cuyo fin es el cumplimiento amoroso de las normas establecidas por Dios, vida del desierto
y peregrinaje en pos del paraíso celestial.



Así pues, el fundador del Islam se transforma en fons et origio de todo el sistema
cultural de un pueblo, en el cual se deposita la primera y única revelación
eminentemente simbólica que da coherencia a la vida de los hombres. Por lo tanto Mahoma
se transforma en prototipo y principio de la vida social, fundador de la jurisprudencia,
mediador de los conflictos, gobernador, Mesías y hombre justo.



El Corán, obra revelada por Dios a Mahoma, es la recopilación de las órdenes divinas
que deberían de obedecer los musulmanes. En esta parte, no desarrollaremos las ideas del
Corán, sólo estableceremos el papel que cumple el libro sagrado como una hierofanía, a
partir del cual se fundamenta la experiencia religiosa del pueblo islámico. En
definitiva, la teología musulmana es muy tradicional con respecto a la revelación
coránica, por lo cual el texto sigue poseyendo un valor propio. En la actualidad, la
revelación de los libros sagrados es considerada como la transmisión de un texto
preexistente que procede íntegramente de lo alto sin que el profeta tenga el más mínimo
papel en esta operación. La revelación es una especie de dictado, o si se prefiere una
lección aprendida de memoria.



El Corán se transforma así, en un símbolo muy importante, ya que lo contiene todo y por
lo tanto, quedan descartados otros textos por no ofrecer una evidente certeza. De esta
manera, el Corán se transforma en una revelación inefable y misteriosa, a la cual se le
puede atribuir caracteres divinos y estrictamente numinosos, pero de la misma manera se
puede afirmar que el Corán representa la expresión más depurada del paso del Numen al
Nomen debido a que en él se ha pasado del misterio a la cotidianidad. Por lo tanto, este
proceso sirvió para establecer normas rituales y legales, en las cuales se expresaba el
sentir divino.



Los principales ritos y leyes, entre los cuales podemos contar con la oración ritual
cinco veces al día, el pago del impuesto social o limosna legal, el ayuno en el mes del
Ramadam y la peregrinación a La Meca _por lo menos una vez en la vida_ son la
manifestación más depurada de la importancia que posee, en la donación del sentido, el
cumplimiento y la observancia de los mandatos de Allah, en la vida cotidiana. La relación
que debe establecer todo buen musulmán con la ley, permite comprender la dinámica social
islámica ya que esta relación nos muestra como el hombre sintetiza sus experiencias con
el sentido proporcionado por las leyes y ritos en una dinámica que hemos denominado
anteriormente, interpretativa.



Aunque es legítimo afirmar que el Islamismo es una religión interpretativa, en sus
inicios poseía elementos naturalistas muy difusos como por ejemplo la interpretación de
Mahoma que la trilogía femenina podría ser intercesora ante Allah, creencia que
corrigió posteriormente. Otra muestra de ello, es la importancia que se le concede a la
Ka’ba, como centro y meta de la peregrinación a La Meca. Aunque este rito fue
depurado en el pensamiento de Mahoma, aún posee rasgos propio de las hierofanías
naturales, tal como lo describe Mircea Eliade en su capítulo sobre piedras sagradas en el
Tratado de las Religiones.



Las Interpretaciones (del 800 dC a 1800 dC).- Después de la muerte de
Mahoma, el Islam ingresó a una crisis por la sucesión del gobierno de la comunidad.
Fueron dos las posiciones que se sostuvieron en ese momento, la primera llamada Sunnita
(que se deriva de la palabra sunnah “ley”), los cuales creyeron que el
auténtico sucesor de Mahoma debía ser Abu Bakr, y el segundo llamado Shiita, los cuales
consideraban que la sucesión debía darse por el grado de parentesco y por lo cual el
califa debía ser Alí. Además de esta primera división que con el tiempo devino en la
formación de una serie de grupos basada en esta primera división, el Islam rápidamente
se extendió por las más remotas regiones del mundo civilizado.



Cuando Mahoma aún vivía, el Islam fue capaz de controlar la mayor parte de los
territorios de la península arábiga. Posteriormente con el califa Abu Bakr, se
conquistó Persia, luego con el califa Omar (634 dC) se conquistó Siria, luego Damasco,
Jerusalén y Mesopotamia. Estas conquistas fueron efectuadas a partir del ascetismo
militar que caracterizó las primeras comunidades musulmanas.



En el 641 dC comienza el avance del Islam en Africa. En este proceso de expansión, los
árabes entran en contacto con la filosofía y el pensamiento griego, de los cuales se
transformarán en sabios portadores cuando los europeos, que atravesaban por la decadencia
del Imperio Romano, no podían mantener la cultura clásica. En el 711 dC Tariq cruza el
estrecho de Gibraltar (que le debe su nombre Djebel el Tariq). A partir de ese momento el
Islam avanza hacia Occidente pero en el 732 dC, Carlos Martel derrota a los musulmanes en
Poitiers. Posteriormente en el 750 dC cae la dinastía o omeya, y Abu al-Abbas al-Saffa
funda la de los abasidas. En este periodo Abderramán crea en el 756 dC el califato
independiente en Córdoba, el cual se transformará en la luz de Occidente. Posteriormente
en el 752 dC se funda Bagdad, y en el 966 dC el califato fatimita shiita funda El Cairo,
donde crea al año siguiente la universidad de al-Azhar.



Debido a esta rápida expansión que luego se incrementará, el Islam ingresa a un periodo
de interpretación y purificación de la doctrina a partir de la cual se fundan las
principales escuelas. En el segundo siglo de la era musulmana surge el Kalam, el cual
consiste en la elaboración teológica del Corán, de los Hadithes (dichos o hechos de
Mahoma), de la Sira (biografía del profeta), de la Sunnah (tradición oral y escrita), de
la Fiqh (la interpretación jurídica) y de la Igima (consenso de la comunidad). Las
primeras divagaciones sobre el Kalam tuvieron como centro el círculo del Al-Hasan
Al-Basri. Entre las personalidades musulmanas de finales de la segunda mitad del primer
siglo de la Hégira se han mencionado los nombres de Ma’bad Al-Yuhani (699 dC) y el
de Gailán ibn Muslim Al-Dimashqí, como quienes defendieron firmemente las ideas del
libre albedrío (ijtiár) y la libertad humana. Hubo también otros que se opusieron a
ellos y sostuvieron la predestinación absoluta (yabr). Los creyentes en el libre
albedrío completo del hombre fueron llamados qadaríah (qadiritas,
“voluntaristas”), y sus oponentes fueron conocidos como yabaríah (yabaritas,
“fatalistas”).



Posteriormente, las discrepancias entre estos grupos se amplió a temas como la teología,
la física, la sociología y otros problemas relativos al hombre y la resurrección.
Durante este periodo los qadaríah pasaron a llamarse mu’tazilah (mutazilitas) y los
yabaríah comenzaron a ser conocidos como ash’aríah (asharitas). Luego a partir de
estas dos interpretaciones se desarrollaron cuatro escuelas jurídico religiosas: Abu
Hanifah (767 dC), Malik (795 dC), Shafi’i (820 dC) y Hanbal (855 dC).



Esta proliferación de interpretaciones nos muestra como el mundo islámico debido a la
expansión se vio obligado a delimitar el sentido de la enseñanza de Mahoma. En
definitiva, el problema del fatalismo o el libre albedrío que posee íntima relación con
el tema de la predestinación y la providencia divinas, nos muestra la principal
interrogante del periodo interpretativo y nos señala los derroteros para el desarrollo de
las prácticas futuras del Islam. ¿El hombre es responsable por sus acciones?, ¿tiene la
divinidad responsabilidad directa mediante la distribución de la gracia de los actos
humanos? Dependiendo de la escuela podríamos contestar que el hombre es libre al momento
de realizar los actos e imprime una voluntad al realizarlos, por lo cual Dios tendría
como función el vigilar y mantener el principio de la vida. Otra escuela dirá que Dios
como soberano absoluto del mundo es libre de hacer lo que desee con el hombre aún
obligándolo en contra de su voluntad. Esta lucha entre escuelas tomó como solución más
viable la determinación de la libertad personal, en la cual el hombre tiene la capacidad
de escoger en el buen obrar, sólo en el buen obrar, es decir el cumplimiento del rito y
de la ley, sujeto siempre a la voluntad y al deseo de Dios.



Esta visión de la vida se determina a través de la unio mystica sujeta al desarrollo del
amor divino, que encontrará sus mejores expresiones en el sufismo. La mística islámica
desarrollada a partir del 800 dC nos muestra como la civilización musulmana ha podido
desarrollarse partiendo del principio de síntesis entre Dios y el hombre, expresada en la
práctica de la vida cotidiana, ritual y legal. Ésta es la riqueza del pensamiento
islámico que como otras sociedades tradicionales, han sido capaces de desarrollar una
racionalidad a partir de la tradición. Por tanto, Dios se transforma en un ser cercano,
el cual obra a través de la voluntad del hombre instaurada en las instituciones y
costumbres sociales. De esta manera, podemos entender un extracto del poema de Du
‘l-Nun:



“¡Alto eres Señor! Ningún mortal te puede comprender

Tú que todo lo sabes, a todos les comprendes.

Las preguntas: ¿para qué?, ¿de dónde?, ¿a dónde?

no te alcanzan, ni medida ni meta te limitan…

Bendito seas tú, señor del cielo, poderoso,

magnífico en honor, en tus hechos ensalzado.

Mi constante plegaria es querer verte.

¡Grande el gozo será cuando a ti llegue!…

Muero sin que muera en mí

el ardor de mi amor hacia ti”
(Pareja 1975: 438-441).





Este texto nos permite comprender la relación que se establece entre la acción del
hombre y la voluntad divina. El puente es el amor, es decir el hombre a partir de una
experiencia de cercanía de lo numinoso permite un obrar en concordancia con lo que
establece la ley, por lo cual no podemos hablar de una dictadura de la tradición sino de
un cumplimiento fiel y devoto. De esta manera nos damos cuenta que la ley se transforma en
una categoría que proporciona sentido a la existencia humana; en el cumplimiento de la
norma el hombre completa su vida, se complace en la ley y se convierte en prototipo de la
experiencia sagrada.



Esto no significa que el hombre no pueda violar las reglas sino significa que acepta las
consecuencias de sus actos, instauradas a partir del orden, y que soporta el castigo
determinado, por el cual se redimirá del mundo profano. Esta experiencia de la legalidad
surge a partir de las concepciones que posee la cultura del ser humano y de sus atributos,
a partir del cual se establece las relaciones con lo sagrado.



Esta forma de ver la vida se desarrolló en la expansión del Imperio Islámico por todo
el mundo: la invasión de España, la incursión al oeste de Asia, la conquista de
Constantinopla y el dominio de la Europa del este. En este proceso expansivo, el Islam se
convirtió en una civilización capaz de sintetizar las creencias y las costumbres habidas
entre Marruecos e Indonesia formando un crisol de culturas en la fragua de la
interacción. A partir de este contexto, Occidente ingresa desde mediados del siglo XVIII
en los países islámicos mediante la lógica imperialista e influye en la creación de
nuevas formas del pensamiento musulmán.



LAS HIEROFANÍAS EN LA MODERNIDAD



Desde luego, el pensamiento moderno tiene sus antecedentes en el desarrollo religioso
propio del cristianismo. De esta manera, es necesario conocer como la religión de Cristo
se transformó a partir de la realidad histórica que lo vio nacer y evolucionar.



Jesús, judío de nacimiento, fue el profeta de Dios que combatió directamente la crisis
en la cual se encontraba el judaísmo del segundo templo a partir de un anquilosamiento de
la ley y del ritual. Aunque muchos historiadores de las religiones afirman que el
pensamiento del Mesías era mucho más contestatario de lo que usualmente se le atribuye y
que privilegió un sentido más terrenal de la salvación, el hecho que la Iglesia se haya
transformado en la patria celestial del nuevo pueblo de Dios nos dice mucho sobre cómo se
fue convirtiendo la Iglesia en la casa de los innumerables pueblos que habitaban bajo el
gobierno de la Pax Romana.



Es innegable que el cristianismo sufrió un decidido cambió a partir de la incorporación
de otras culturas en el seno de la comunidad cristiana. La Iglesia Ebionita, es decir la
comunidad de Santiago, fue cambiando desde una práctica ritual muy parecida a la judía
no debe olvidarse que los primeros cristianos siguieron practicando los rituales del
Templo a una práctica mucho más ecuménica que tiene su más clara expresión en el
primer concilio, el de Jerusalén, en el cual se determina que la circuncisión ya no era
una elemento necesario para pertenecer al nuevo pueblo. Sólo se exigía no participar de
rituales paganos y no comer los sacrificios de los cultos idolatras.



Esta separación entre el primitivo cristianismo y el judaísmo se manifiesta en el
Didache, también llamada la Doctrina de los Doce Apóstoles, en el cual se nos dice:
“Vuestros ayunos no los guardéis simultáneamente con los hipócritas: ayunan ellos
el segundo y el quinto día de semana; ayunad vosotros el cuarto… No oréis con los
hipócritas; por el contrario orad como lo enseñó el señor en su evangelio (Mt 6,
9-13). Orad de este modo tres veces al día” (Doct c. 8).



Es importante observar que el cristianismo se desarrolla a partir de una religión, en la
cual se había desarrollado un sentido monoteísta de carácter personal, ya depurado de
las influencias naturalistas de las antiguas religiones semíticas. Y que por tanto
privilegiaba el cumplimiento estricto de la práctica ritual. De esta manera la prédica
de Cristo va en contra del ritualismo judío: “Más quiero la misericordia que no el
sacrificio”(Mt. 12, 7), derivando la responsabilidad de la experiencia sagrada a la
persona: “El hombre de bien, del buen fondo de su corazón saca buenas cosas, y el
hombre malo, de su mal fondo saca cosas malas…Porque por tus palabras habrás de ser
justificado, y por tus palabras condenado” (Mt. 12, 35-37). Así pues, la ley debe
complementarse con el corazón contrito. “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos
hipócritas, que pagáis diezmo hasta de la hierbabuena y del eneldo y del comino y
habéis abandonado las cosas más esenciales de la ley: la justicia, la misericordia y la
buena fe! Estas deberías observar sin omitir aquellas” (Mt. 23, 23) y la
responsabilidad de los actos se determina por el parecer de la consciencia.



De esta manera, las primeras comunidades cristianas van forjando un nuevo espacio de
deliberación, en el cual se hace hincapié en la fe y no en el simple cumplimiento de la
práctica. De esta concepción se hace adalid San Pablo en su carta a los Gálatas:
“La ley empero, no tiene el ser, o no se deriva, de la fe; sólo, sí, el que la
cumpliere, vivirá en ella. Cristo nos redimió de la maldición de la ley…”
(Gl. 3, 12-13).



Esta idea se desarrollará y se acentuará durante los siglos venideros en el pensamiento
de la Iglesia, gracias al aporte de la filosofía griega y la influencia de otra culturas,
las cuales vivían en el Imperio romano. El resultado de todas estas divagaciones
originaran un pensamiento de la intimidad, expresado en la obra de Agustín de Hipona,
Padre de la Iglesia, que fundamentará la experiencia de Dios en los movimientos del alma.




Ya que el hombre es imago Dei, sólo lo puede encontrar, como en un espejo, en la
interioridad de su alma, por lo tanto apartarse de Dios es despreciarse a sí mismo. El
hombre debe beber de Dios en el fondo de su ser, en su interioridad, ya que en ella se
encuentra el misterio de la revelación: Noli foras ire, in te redi, in interiore homine
habitat veritas
6, escribe en De vera religione. A partir de este momento de auto
reconocimiento el hombre puede conocer a Dios.



En este proceso identitario, el ascenso hacia Dios, mediante el pensamiento _desarrollado
en la filosofía_ sólo se puede realizar por el Amor, ya que Si sapientia Deus est
_escribe en De Civita Dei_ verus philosophus est amator Dei
7 . De esta manera es el hombre
de fe el que busca el conocimiento en la divisa Credo ut intelligam (Creo para entender) y
por tanto la ciencia no es la fría captura de la realidad en una suma de leyes y
postulados sino es aprehensión del cosmos mediante la amante voluntad del hombre.



Pero si bien esta búsqueda de Dios se realiza por el Amor, no debe pensarse que el hombre
debe seguir su libre albedrío (entendiéndolo como la opción de escoger entre el bien y
el mal), sin estar sujeto a una autoritas. El hombre es prisionero del Amor (entiéndase
prisionero en el sentido de la libertad moderna), así pues la frase Dilige, et quod vis
fac
8,
no puede comprenderse como el ejercicio del libre arbitrio sino contextualizándolo:
“La caridad castiga, la maldad halaga. Muchas cosas se realizan bajo la apariencia
del bien, que no se basan en la caridad. Las espinas también tienen flores. Hay actitudes
aparentemente duras y aún crueles que, para una buena educación, son inspiradas por el
amor. Un solo mandamiento te es dado, finalmente: ama, y haz lo que quieras”
(Agustín en Hamman 1989: 384).



Así pues, nos damos cuenta que el amor agustino es el amor de la autoritas, el cual debe
corregir por la razón del correcto acercamiento a Dios. Agustín sostiene que la
depositaria de esta autoridad debe ser la Iglesia, única institución digna de marcar el
nuevo sendero de la civilización humana; a este respecto, es importante señalar que el
obispo de Hipona señalaba que él creía en los evangelios (refiriéndose al canon) sólo
porque la Iglesia mandaba creer en ellos.



Esta concepción de la interioridad influyó en el pensamiento Occidental de manera
contundente, definiendo un estilo de vida, en el cual la relación entre Dios y el hombre
se daban a partir de la fundación de un cosmos interno, el cual debía ser regulado por
la Iglesia (depositaria del cosmos externo). Esta idea también se desarrolló en la
tradición ortodoxa mediante el establecimiento de una mística hierocrática, fundada en
la concepción de Dios.



La Iglesia Católica Ortodoxa explica al Divino Hacedor a partir de la fórmula de la
Santísima Trinidad o de las Tres Hipóstasis, que son una misma realidad. La esencia de
la Trinidad radica en su misma unidad, cuya fuente es el Padre, origen personal de la
divinidad, que “comunica” ésta al Hijo por “generación” y al
Espíritu Santo por “procesión”; así pues surge el problema del Filioque. El
Credo Niceno-Constantinopolitano Ortodoxo reza: “Y creo en el Espíritu Santo, Señor
y Vivificador, que procede del Padre, que juntamente con el Padre y el Hijo es adorado y
glorificado…”; en cambio, el romano dice: “Creo en el Espíritu Santo,
Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo (Filioque), que con el Padre y el
Hijo recibe una misma adoración y gloria…” No es nuestra intención abordar
asuntos teológicos, pero sí, analizar el trasfondo del por qué existe esta diferencia
sutil.



La ortodoxia basa su teología en una interpretación del neoplatonismo cristiano, la cual
se caracteriza por convertir al mundo de la ideas platónico en el Padre, por lo cual a
éste se le reviste de un sagrado misterio inescrutable. La interpretación neoplatónica
propia de la ortodoxia deriva, en mayor medida, aunque no absolutamente, del pensamiento
de Orígenes, quien influyera en Basilio el Grande, en Gregorio de Nacianzo y en Gregorio
de Niza y cuya escuela capadocia influyera, a su vez, en Evagrio Póntico, el Pseudo
Areopagita y Juan Casiano. Según Orígenes, Dios Padre, trascendente e inabarcable,
engendra eternamente al Hijo a su imagen, por lo cual es accesible e inaccesible; esta
condición transforma al Hijo en el Logos, a través del cual el Padre crea una multitud
de espíritus puros (logikoi), a los que otorga vida y conocimiento; a excepción de
Jesús, todos los restantes espíritus se alejan, y Dios los transforma en almas (yucai),
brindándoles un cuerpo en relación con la gravedad de su pecado (Orígenes 1967: 5-31).
El carácter de logos dado a Cristo imposibilita que de Él proceda el Espíritu Santo,
por lo tanto sólo del Padre puede proceder.



Este carácter teológico se demuestra en que los ortodoxos manejan una teología
apofática o negativa, caracterizada por desconfiar del abuso del razonamiento o como
diría Orígenes la filosofía debe ser ancilla theologiae. Esta postura llega a afirmar
que Dios “no es” lo que puedan afirmar los hombres. Además, el corpus
dogmático, está ligado a la experiencia espiritual, cuyo objetivo es la comunión con
Dios o theosis, por lo cual todos los argumentos sostenidos no se basan en la
especulación sino en la necesidad en el Espíritu divino, así san Atanasio en su debate
contra la herejía de Arrio decía: “Si Cristo no es Dios ¿cómo nos puede
deificar?”; de igual modo, la trascendencia de Dios, no se basa, como en Occidente en
prolegómenos lógicos, sino en la simple aseveración que Él debe serlo por haber creado
todo ex nihilo.



Esta vivencia del concepto de Dios en la ortodoxia, derivado del neoplatonismo, se
condensa en alguna ideas de Atenágoras con respecto a la Trinidad; él afirma que el
Verbo es eterno en el Padre y entre ellos son un Dios, y Espíritu Santo es emanado del
Padre.



De esta manera, podemos comprender que la diferencia entre Oriente y Occidente, en última
instancia, con respecto a la concepción de la divinidad es la forma como conceptúan al
ser; mientras los primeros consideraban que las realidades se encontraban en el Empíreo y
que las cosas que estaban sobre la tierra eran una burda sombra del resplandor celestial
(con o cual se afirmaba el sentido de la exterioridad); los occidentales intentaron seguir
un método empírico naturalista de origen aristotélico (el cual primó en la Edad Media
en las obras de san Alberto Magno y principalmente en santo Tomás de Aquino) que
necesitaba para su realización tanto de la forma (alma) como de la materia, todo en un
conjunto llamado ente, y posteriormente, un método racional naturalista (expresado
filosóficamente en la obra de Descartes y Bacon y, religiosamente en la obra de san
Ignacio de Loyola y Lutero) que instauró la dicotomía entre el sujeto y objeto, entre la
razón y la práctica.



Las primeras experiencias modernas de Dios.- A partir del siglo XVI, la
cultura occidental ingresa en un proceso de conversión, en el cual se crearán otras
formas de vivir e interactuar con la divinidad. El surgimiento del subjeto, determinará
que una nueva instancia se hará cargo de vivir la experiencia de lo numinoso. La
tradicional iglesia Romana entra en franco proceso de decadencia al inicio del
renacimiento europeo; la escolástica ya no responde a las necesidades del nuevo
desarrollo de la civilización, por lo cual Occidente será testigo del advenimiento de
una nueva interpretación del misterio de Dios. La modernidad estaba generando un
sentimiento de vacío del sentido, antes encarnado en la Iglesia y sus instituciones, por
lo cual los grandes hombres se echaron a buscar un nueva forma de recuperar para la
sociedad europea esa completitud extraviada.



El primero en aceptar este reto fue Martín Lutero, quien desarrolló una crítica del
status quo de la Sede Apostólica debido al lujo y la ostentación que reinaba en Roma. Su
interpretación de la Biblia nos mostró una nueva economía de la religión, basada en el
misterio de la fe y la predestinación de la gracia. Como hombre religioso enriqueció de
nuevo a Dios de un gran sentido, el cual se basaba en su trascendencia, es decir
reconstituyó la dignidad numinosa del concepto, pero como hombre del mundo profundizó la
responsabilidad de la completitud a la obra del hombre, expresada en el cumplimiento
riguroso de un ascetismo profesional.



Cuando afirmamos que la racionalidad moderna estimuló estas nuevas experiencia de lo
sagrado no significa que estos hombres (Lutero y san Ignacio) hayan privilegiado a la
razón, antes bien ellos buscaron resarcir el vacío que había generado la ciencia, la
gran destructora de ilusiones, mediante la reivindicación del nuevo espacio creado: la
consciencia, concediéndole un papel importante en la nueva historia de la salvación.
Estos dos hombres religiosos reconstruyeron Europa, la cual había caído en un pesimismo
y aletargamiento funestos.



Esta idea se muestra en el rechazo que Lutero manifestaba en su discurso sobre la
“ramera razón” (siempre dispuesta a ponerse al servicio del interés egoísta),
con el cual coincide con Hobbes al suponer que la fe irracional o arracional en el reino
de Dios sirve de complemento a aquel calculado interés propio de la razón mundana. Esta
necesidad de Lutero, producto de la separación del ser y la existencia, por afirmar o
buscar una certeza se desarrolla fielmente hasta el moderno existencialismo, pasando por
Kierkegaard. Esta seguridad es encontrada por el Reformador en la voluntad divina, la cual
se nos comunica mediante el contacto místico, concibiendo al hombre como recipiente de
Dios, idea que en el calvinismo derivará en instrumento de Dios (Weber 1985:142).



Pero esta certeza nada podía hacer con el camino ya andado por la filosofía de crear un
espacio solitario para la persona, sólo le quedaba asumirlo y tratar de convertirlo en un
nuevo templo; así, el hombre sujeto de soledad, se veía condenado a recorrer él solo su
camino hacia un destino ignorado prescrito desde la eternidad. Este destino, establecido
por Dios, sujeta el arbitrio del hombre. En este camino, surge un medio de gracia: la
profesión; en la Reforma se consideró “que el más noble contenido de la propia
conducta moral consistía justamente en sentir como un deber el cumplimiento de la tarea
profesional en el mundo” (Weber 1985: 89).



La justificación de este medio hace negar la utilidad de otro medios como la jerarquía y
los sacramentos, cediéndole toda la responsabilidad y el sentido al obrar humano, el cual
se debe aplicar al cumplimiento de una ascesis y una ética. Este camino reafirmó el
proceso de individualización, el cual para ser complementado con una donación de
sentido, debió, cada vez más, rescatar un fundamentalismo sea dogmático o ascético. Es
decir, a partir de este momento, el sentido se encarna en los actos y pensamientos morales
del individuo.



Interesante es resaltar que previamente a la reforma surgió un pensador que creía
necesario un cambio en la Iglesia y la sociedad europeas. Erasmo de Rotterdam, humanista
neerlandés, sostuvo en su libro el Enquiridión que era necesario un cambio dentro de las
instituciones eclesiásticas; años más tarde dirá que escribió esta obra “para
poder corregir el error de aquellos cuya religión está compuesta usualmente de
ceremonias más que judaicas y observancias de orden material, y que descuidan las cosas
que conducen a la piedad”. Su humanismo, alejado de la política, contrastó con el
pensamiento de Lutero, con el cual discrepo largamente.



La reforma de Erasmo estuvo basada en la Locura y el Amor propio, era un movimiento que
reinvindicaba la libertad humana en pos de la búsqueda de la felicidad. Erasmo halló el
sentido de la vida, según consta en El Elogio de la Locura, en el movimiento de la
acción y en el ataque del estatismo del pensamiento. “Sin mí _afirma la locura_ el
mundo no podría existir ni un momento. Porque todo lo que se hace entre mortales, ¿no
está lleno de locura? ¿No está ejecutado por locos y para locos?” ( Elogio de la
Locura XXV). La locura es, pues, energía creadora, pasión, y está hermanada con el Amor
propio, que está en la base, para Erasmo de todas las grandes acciones humanas.
Lamentablemente, estas ideas frescas y críticas vieron su fin con el triunfo del Concilio
de Trento, llevado acabo por la Iglesia en asociación con la Compañía, debido a los
imperativos de la ortodoxia romana.



Otra de las grandes reacciones a este proceso de vacío civilizatorio fue la obra de san
Ignacio de Loyola y de la Compañía de Jesús. Ante el mismo escenario, la reacción del
santo fue muy distinta a la del reformador. Ignacio, a partir del subjeto, enriqueció la
jerarquía y los sacramentos regulando las prácticas piadosas y la vida religiosa que en
ese tiempo eran bastantes heterogéneas y plurales. A partir de la experiencia del
Concilio se buscó dominar los corazones y sus expresiones mediante el establecimiento de
una práctica interna que privilegiaba la meditación y la interiorización de la fe.



Así pues, la expresión más depurada del catolicismo moderno es el manual llamado
Ejercicios Espirituales escrito por san Ignacio de Loyola, los cuales deben entenderse
como “todo modo de examinar la consciencia, de meditar, de contemplar, de orar vocal
y mental, y de otras espirituales operaciones, según que adelante se dirá” (1, 2).
De la misma manera, como Lutero imprime la responsabilidad en la experiencia de Dios a la
consciencia, Ignacio nos dice: “El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y
servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su ánima” (23, 2). Es
interesante observar como las preocupaciones religiosas tienen como fin proporcionar
sentido al sujeto (salvar su anima); ¿pero cómo se puede salvar dicha alma? Mediante la
introspección moral, mediante la cuenta sistemática de las faltas o pecados (24-64),
mostrando, de esta manera, como en Ignacio la experiencia de Dios se constituye a partir
del desarrollo individual, contrastando con Agustín de Hipona, en cuanto para él, la
persona se constituía a partir de la experiencia de Dios. Luego de la depuración
mediante la toma de consciencia de los pecados, el fundamento y Principio de los
Ejercicios, el hombre es capaz de ir ascendiendo en el misterio de la divinidad: primero,
contemplando la vida del rey celestial (encarnación, nacimiento, cena, pasión y
resurrección), y complemen-tariamente, construyendo modelos de vida, los cuales
establecerán cómo comer, como amar, como sufrir, todo en la justa medida, “por lo
cual es menester hacernos indiferentes a todas las cosas criadas” (23,5) para que
“no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor
que deshonor, vida larga que corta…” (23,6).



De esta manera, la Compañía de Jesús asume la misión encomendada por su primer
General, dedicándose al estudio de la casuística y convirtiéndose en eximios directores
espirituales; escribiendo los manuales más ricos de vida práctica y de gobierno, como
los escritos por Baltasar Gracián (El Héroe, El Discreto, Oráculo Manual, El Político
Fernando, El Criticón) cuyo análisis sería demasiado largo realizar aquí. Bástenos
decir que la Compañía estableció una nueva manera de concebir la vida, mediante la
regulación de la práctica cristiana católica.



De esta manera, podemos encontrar similitudes estructurales entre las respuestas de Lutero
e Ignacio; mientras el primero afirmaba la predes-tinación de la gracia, el segundo
afirmaba la necesidad de la obediencia a la Iglesia; mientras el uno desarrollaba una
ascética profesional, el otro recomendaba la meditación de la casuística (que luego
derivará en el probabilismo jesuítico, que sostenía una adaptación utilitaria al
mundo) y forjaba una ascética especial (muy católica, en la cual el papel de la
administración de los sacramentos y el control eclesiásticos eran fundamentales), la
cual “se emancipa tanto de la anárquica huida del mundo como del continuo
atormentarse por puro virtuosismo, para convertirse en un medio sistemático de conducta
racional, con el fin de superar el status naturae, sustrayendo al hombre del poder de los
apetitos irracionales, y devolviéndole su libertad ante el mundo y la naturaleza; de este
modo se aseguraba la primacía de la voluntad planificada, se sometían sus acciones a
permanente autocontrol…” (Weber 1985: 151).



Esta voluntad planificada encuentra distintos matices entre el reformador que sostenía el
orden del individuo y el contrarreformador que privilegiaba el orden eclesiástico; por lo
cual, si bien la ética católica consideraba la intención de cada acción, imputando la
responsabilidad a su autor, nunca desarrollo un absoluto “desencantamiento” del
mundo como lo sí lo hizo la religiosidad puritana.



La Modernidad en los Judíos.- A partir de la revolución Francesa, el
año 1792 la Asamblea Nacional declara la emancipación de los judíos de Francia, luego
se realizará lo mismo en Holanda el año 1796, y en otros países de Europa entre los
años 1848 y 1870. Estos acontecimientos permitirán que las comunidades judías se
relacionen fluidamente con el desarrollo occidental.



Por muchos siglos, los judíos habían depositado en sus costumbres y en la esperanza del
Mesías sus ilusiones; cuando ingresan en la época contemporánea, la situación de sus
comunidades era inestable y exigía a gritos una nueva orientación de la vida social y de
la experiencia de Dios, hasta ese momento circunscrita al rito y a la ley. El vacío y la
desesperación habían ingresado a la dinámica social de la judería.



Este panorama incentivó el surgimiento de tres grupos que reorientarían la experiencia
de Dios. Los tres tienen como punto de relación el cumplimiento o incumplimiento de la
Ley. En 1832 nace el movimiento La Ciencia Judía por obra de Zunz Graetz, en el cual se
intenta desarrollar una interpretación racionalista-humanista del judaísmo.



Previamente entre los años de 1729 y 1786 había surgido la figura de Moshe Mendelssohn,
que en su obra Jerusalén o el poder religioso y el judaísmo concibe una práctica más
libre de la observancia ritual y de las creencias religiosas. Esta tendencia se
caracteriza por fundamentar la acción en el individuo, reconociéndole absoluta libertad
de pensamiento y de acción. Es en el año de 1815 cuando Solomon Schechter reacciona en
contra de esta tendencia diciendo que era absurdo convertir el dogma de no tener dogmas en
la idea central del judaísmo.



En definitiva, el movimiento liberal fue mal visto por el resto de judíos los cuales
creían que el fundamento de la autodeterminación debía ser el cumplimiento del Pacto de
la Alianza. Los liberales si bien no rechazaron, en ese momento, las prácticas y
creencias tradicionales, las colocaban en un lugar secundario, abriéndose al estudio de
las ciencias y la filosofía, las cuales se transformarían en el nuevo referente de la
vida social. Basta mencionar a algunos hombres que confesaron esta tendencia: Heine, el
primer judío laico, Kafka, y posteriormente, grandes intelectuales como Husserl,
Wittgenstein, Einstein y Levinas, entre muchos otros. Esta nueva visión permitirá hablar
de una secularización en el pensamiento judío de finales del siglo XIX.



Como reacción a esta concepción se definen dos movimientos, también importantes, dentro
del judaísmo: los tradicionales y los ortodoxos; los primeros buscaron una síntesis
entre la fiel observancia de la ley y la visión liberal; los segundos afirmaron como
único medio válido el cumplimiento de la práctica, heredada por el pensamiento
talmudista. La ortodoxia y el tradicionalismo judíos básicamente se contraponen al
liberalismo, en el sentido que este último cree que la religión está constituida al
mismo tiempo por las verdades generales que todo hombre puede alcanzar con la razón y por
la ley moral, la Torah, la cual la razón puede descubrir y justificar con sus propias
fuerzas. Contrariamente, el pensamiento tradicional considera a la religión, no como
conclusión de un razonamiento, sino que acoge la Torah como esencialmente revelada por
Dios.



De esta manera, podemos afirmar que en ese tiempo (actualmente, en menor medida) el
judaísmo caminaba por la vía media, la cual admitía que “todo lo que emerge del
estudio de las fuentes clásicas del judaísmo constituye una especie de convergencia de
opiniones entre los creyentes, convergencia que delinea los rasgos de la fe judía, pero
dejando amplio espacio a la interpretación individual y la posibilidad de fuertes, aunque
legítimas, diferencias en determinadas materias” (Joannes 1985:68).



Esta capacidad de aceptar divergencias debe entenderse en el contexto en el cual los
judíos han desarrollado su cultura: la Diáspora. Esta situación ancestral en el pueblo
hebreo ha permitido una vivencia de la tradición dentro un ambiente secular, el cual, de
una u otra manera, ha ingresado aun en el pensamiento de los más ortodoxos, afirmando los
principios de la cultura occidental moderna: la libertad, la auto determinación, la
igualdad y la racionalidad.



Los Musulmanes en la Modernidad.- En definitiva, la cultura islámica no
posee la misma experiencia de lo occidental contemporáneo que los judíos. Los Musulmanes
fueron un pueblo conquistador, igual que Europa, que mantuvo a toda una sociedad dentro de
una cultura estable y autónoma, por lo cual toda influencia extranjera fue vista como
peligrosa y opresiva.



Cuando occidente comienza su expansión por el mundo, los musulmanes sienten una
decadencia de sus costumbres y un aletargamiento de sus ideas. Ya en 1686, los turcos
deben abandonar Hungría y Belgrado; asumiendo su derrota se encierran en sus territorios.
Esta crisis permite el surgimiento del grupo wahhabita en Arabia, secta puritana que
pretende restituir al Islam su primitiva pureza.



Sería prolongado describir todos los problemas sociales que sufrió el mundo islámico
durante el siglo XIX y XX. Bástenos decir, que durante este período vieron
intensificarse el fenómeno del colonialismo y el considerable avance tecnológico de
occidente que permitió a las minorías extranjeras dominar en numerosos países
islámicos. Este problema se incrementó con las constantes intervenciones políticas de
los países europeos en la vida social, cuya expresión más importante y conflictiva se
halla en la declaración Balfour sobre el futuro de Palestina. Toda esta época es una
historia de fundaciones de protectorados europeos e invasiones.



Estos hechos propiciaron en el Islam el surgimiento de tres grupos, medianamente
delimitados: el primero, estaba conformado por aquellas personas que aunque quería seguir
siendo musulmanes, actuaron sin preocuparse demasiado por los acontecimientos, por lo cual
contribuyeron a la creación de estados musulmanes fuertes. Esta preocupación expresaba
su interés por trabajar en favor del Islam, cumpliendo sus deberes para con Dios y para
con la comunidad. Dentro de este grupo variaba la práctica, pero muchos de ellos se
observaban lo que mandaba la ley.



Un segundo grupo, conocido como reformistas, trabajaron con el mismo fin pero intentaron
adoptar una actitud apologética para justificar esta evolución. Entre ellos se
reclutaron las asociaciones denominadas fundamentalistas. Los primeros representantes de
este grupo fueron Sah Waliullah en la India, el gran reformador Jamal al-Din al-Afghaní
(1839-1897) que extendió el movimiento por muchos países árabes, Erbakán en Turquía y
Abul ‘Alal-Mawdudi (1900-1979) en Pakistán. Los tres principales puntos de este
movimiento consistieron en: la vuelta al Corán y las tradiciones auténticas de los
musulmanes primitivos, a lo que se llamó desde siempre el salaf, de ahí el nombre de
salafiyya que se da a este movimiento en los países árabes; la lucha por la liberación
de los territorios ocupados por las potencias colonialistas; y la lucha contra los
soberanos musulmanes que rechazaban las reformas, que no aceptaban este tipo de
modernización o que pactaban con las potencias invasoras.



El último grupo fue una minoría occidentalizada o de camino de occidentalización que
contaban con un 3 ó 4% en los casos más avanzados. Estas personas usualmente migraron y
se establecieron en Europa o América, ya que era imposible que se desarrollaran con
libertad en los territorios islámicos en donde una actitud abiertamente indiferente a la
religión podía generar grandes problemas para la sobrevivencia.



Debido a la gran cantidad de variantes y grupos en la vida social islámica es difícil
señalar aquí a todos ellos, por lo cual nos conformamos con mencionar los grandes
lineamiento del moderno pensamiento musulmán. Lo importante es señalar como las
características sociológicas han permitido el desarrollo de una construcción de la
experiencia sagrada a partir de la reinterpretación de la tradición, en la cual ésta ha
asumido un papel importante como fundamento del sentido social. No se permitió que una
secularización se extendiera en el pensamiento religioso, ya que la misma sociedad
articuló la búsqueda del sentido en una aprensión de la ley; la ideología islámica
encontró su sentido dentro de si misma, mirándose al espejo de su interioridad; así
pues, consiguió introducir rasgos tradicionales en un esquema moderno, vivir la razón
cargada de tradición. En definitiva esta opción de vida es a veces incomprensible para
occidente, cultura que ha abandonado la tradición para sumirse en el vacío de las leyes
naturales, en el soliloquio del individuo y el solipsismo de la conciencia.



SECULARIZACIÓN: UNA HIEROFANÍA DEL INDIVIDUO



Así pues, cuando el alma se vuelve prisión del cuerpo y la realidad pierde todo sentido,
la cultura occidental ingresa en un franco proceso de deterioro, expresado en el libro de
Spengler La Decadencia de Occidente (1945, Tomo I). Occidente, como siglos antes el
Imperio Romano y como todas las grandes sociedades, está sujeto al ciclo de existencia
donde la civilización es el último peldaño del desarrollo.



En este período, surgen una serie de fenómenos que se ha convenido en denominar
secularización. Este proceso se define como el alejamiento progresivo que sufre una
sociedad de los fundamentos de una revelación personal y de las prácticas rituales.
Según los estudiosos, la secularización se relaciona con el avance de la ciencia y la
tecnología, de la vida citadina y del progreso social. Muchos han querido ver un abandono
de lo sagrado en la vida cotidiana, en donde la verdad ya no se establece debido a la
presencia de espacios y tiempos surgidos por una hierofanía.



Nosotros pensamos que la secularización es una etapa del proceso de lo numinoso, en el
cual la certeza se ha trasladado a la existencia individual. Se cree que las hierofanías
se caracterizan por un tipo de revelación, la cual depende de una manifestación
encarnada en un ser o personaje específico. Por lo contrario, recordando la naturaleza
ontológica de lo sagrado, podemos afirmar que todo símbolo que se constituya en límite
de lo ilimitado puede llegar a serlo. De esta manera, en una sociedad secularizada, los
pensamientos, los actos y los deseos del individuo se revisten de un carácter ontológico
numinoso, por lo cual se transforman en verdaderas revelaciones de certeza o hierofanías.




Así pues, las preguntas principales son ¿cómo se establece la verdad? ¿cuáles son los
espacios y los tiempos a partir de los cuales se instaura la certeza? y finalmente
¿dónde se encarna dicha realidad? en un mundo secularizado. La muerte de Dios, no es la
muerte de lo sagrado, sólo anticipa un nuevo tipo de búsqueda que se expresa en los
movimientos del individuo; su vacío no termina de encontrar un referente consistente
hasta elevar las propias acciones a una naturaleza numinosa.



En esta búsqueda del sentido, los filósofos, nuevos sacerdotes de la modernidad, han
hallado una certeza inquebrantable: el yo. Kierkegaard nos dice al respecto: ”Y es
natural que la eternidad actúe de esta manera, puesto que poseer un yo y ser un yo es la
mayor concesión _una concesión infinita_ que se le ha hecho al hombre, pero además es
la exigencia que la eternidad tiene sobre él” (1984: 47). Esta dignidad ennoblece al
hombre a un grado extremo de tal manera que “mil son menos que uno” o como lo
expresa en un pasaje de su Diario, escrito en 1850: “La raza humana tiene el notable
rasgo de que, justamente porque cada individuo está creado a semejanza de Dios, el
individuo único es superior a la especie” (1984: 5).



Pero aún en Kierkegaard el yo se presenta delante de Dios. Será en Nietzsche en donde
podemos encontrar todo el proceso por el cual la existencia humana se transforma en un
símbolo sagrado. Sus ideas las recogemos, en breve resumen, de sus obras El Anticristo,
Más allá del Bien y del Mal y Así habló Zarathustra. El pesimismo de Nietzsche,
producto de una época vacía, tiene como objetivo el negar los modelos caducos de una
sociedad estéril que ya no responde a los deseos y necesidades de los sujetos. Así pues,
mediante el camino de la negación se elabora un nuevo sistema, en el cual se encontrará
la fuente de Siloé, que saciará la sed de los nuevos creyentes.



Nietzsche busca superar el pesimismo desarrollándolo hasta los límites, ya que ese
nihilismo es condición sine qua non afirmación plena del sentido; así pues, él repite
el esquema de los grandes místicos que según Spengler inauguran las nuevas ideas. Esta
certeza es producto de la inversión de la moral, en pos de la construcción de otra (de
igual manera podemos compararlo con san Agustín que combate la moral pagana, con los
místicos medievales europeos, judíos y musulmanes). Así, de la negación y de la duda,
el hombre busca adquirir un valor mediante la creación de otra realidad, de la cual emana
un nuevo conocimiento y una nueva verdad.



Pero este conocimiento no se convierte en un fin, ya que no existe el conocimiento
incondicionado, sino en un medio para la salvación (encontrar el sentido de la vida). Por
lo tanto, ante la incapacidad del hombre de conocer, se le exige una experiencia de fe, en
la cual se esclarece el credo non quod, sed quia absurdum. Así, la experiencia de la
constitución del nuevo hombre se transforma en un experiencia de fe en sus obras,
revistiéndolas de sacralidad.



Mas no debe entenderse este proceso como una constitución estática de la certeza, ya que
la negación involucra un acción cinética, una constante búsqueda de los orígenes.
Dentro de la innumerable cantidad de obras realizables, el genio humano contempla con
satisfacción algunas de sus creaciones más desarrolladas: la filosofía y el arte. Estas
expresiones humanas complementan el sentir religioso, pero usualmente separándose de la
religión convencional. Por lo cual, podemos observar que en un contexto secularizado, el
arte, la filosofía y la ciencia constituyen campos autónomos, reclamando par si la
independencia, digna de un símbolo primigenio.



Debemos aclarar que estas expresiones no se autodenominan divinidades sino que manifiestan
un nuevo sentir religioso, el cual tiene como fundamento el contacto con el individuo.
Ellas simbolizan una nueva hierofanía, la individual, pero ya que son obras del hombre
tienden a equiparase a él.



Así pues, podemos afirmar que la nueva experiencia religiosa es la colocación del axis
mundi en el interior de la conciencia humana, en la cual convergen planos yuxtapuestos y
tangentes, que interactúan de manera diacrónica con el objeto de crear una nueva
realidad significativa, que se desarrolla a partir de la cotidianidad y que genera nuevas
relaciones de poder.



De esta manera, podemos observar como el Dios personal (de carácter trascendente)
abandona la escena social y aparece el Dios secular (de carácter cotidiano) y, por lo
tanto, la religión que antes dominada muchas esferas sociales brindándoles determinados
cánones, deja que éstas se determinen con libertad.



EL PROCESO DE LO NUMINOSO



A través de este capítulo, hemos desarrollado una descripción analítica de la
principales formas de la revelación de lo divino dentro de las tradiciones judía,
islámica y cristiana. Haciendo hincapié en el carácter de la experiencia de la
divinidad, buscamos definir tipos estructurales de la hierofanía.



Estos tipos señalarán nuestras futuras conclusiones, a partir de los cuales se funda un
sistema social, dotado de sentido. De esta manera, hemos podido observar cómo el Numen
transforma, de manera dialéctica, la realidad de la cual surgió. Según nuestro punto de
vista, dentro de la historia de estas grandes tradiciones culturales existen cuatro tipos
de hierofanías:



1) Hierofanía personal naturalista: en este tipo, encontramos el
surgimiento de un ser de rasgos antropomórficos, los cuales constituyen una personalidad.
La principal característica de este tipo es el deus absconditus, completamente
trascendente y alejado de la realidad social, por lo cual exige un cumplimiento riguroso
de la ley y de la práctica, a partir de los cuales procura instaurar un sentido
elevadamente simbólico y universal (verbi gratia el universalismo histórico judío, el
universalismo filosófico griego, el universalismo ascético-militar islámico). Cuando
Dios se encuentra lejos, exige de sus criaturas una obediencia ritual, único medio por el
cual garantiza el orden y la adoración.



El sentido social se remonta a las lejanías del paraíso celeste y de la eternidad. Se
establece un primer “desencantamiento de la naturaleza” (Weber 1985:124)
formalizado a partir de la creación de un derecho penal, entendido a la manera de
Durkheim en De la División del Trabajo Social (1967:68-151) Este sentido es naturalista,
en cuanto la energía divina es difusa, poderosa e incontrolable, impone su voluntad a sus
criaturas y les exige la observancia de tabúes y reglas. Esta imposición es una forma de
equiparar las diferencias entre los humanos, volviéndolos un solo pueblo, con una misma
esperanza y sueño.



2) Hierofanía personal interpretativa: a partir del desarrollo de la primera
revelación en el mundo y de la ampliación del entramado social surge un desplazamiento
del Numen. Cuando las personas comienzan a separarse del centro religioso, sea física o
espiritualmente, se hace necesario una interpretación del núcleo sagrado. La lejanía
obliga llevar dentro de sí a Dios, mediante el establecimiento de un nuevo medio de
interacción: el amor obediente, en el cual participan el hombre y Dios, pero este último
posee una prerrogativa esencial. Esta primacía se expresa a través de la fundación de
una comunidad organizada, que deposita su sentido en la trascendencia divina y sus
representantes terrenos.



En este período surge el concepto de libertad personal ( en el sentido de escoger como
obedecer a Dios, no en el sentido de libre arbitrio) y la necesidad de establecer un
vínculo perdurable con el Numen a través de la mística y de la ascética. Además, se
crean medios eficaces para asegurar la certitudo salutis, que tienen como origen la
voluntad del hombre; es el viaje a la interioridad que encontramos en san Agustín, en los
maestros sufíes como Al-Hallaj, Algazel, Ibn Arabi y en la mística judía del Merkabá,
del Sepher Yetsirá (El Libro de la Creación), del Sepher ha-Zohar (el Libro del
Esplendor) que se complementa con la obediencia a la Ecclesia, a los ulema y al Beth Dine.




3) Hierofanía moderna: este tipo es una creación propiamente occidental, se
origina en la crisis de valores del final de la Edad Media y principios del renacimiento,
se extendió a las otras tradiciones que la vivieron de una manera particular. Se
caracteriza por la crisis de las instituciones, depositarias de la revelación, que
generara una vuelta fundamental a los orígenes desde la consciencia: sea al hombre o a la
tradición. Quienes miraron al hombre privilegiaron la razón, la libertad individual, la
voluntad humana, la acción personal; quienes miraron la tradición privilegiaron las
instituciones, la ley, la predeterminación y la participación divina.



De esta manera, la experiencia de Dios se coloca sobre el hombre, quien determina cuál
será el objeto de su veneración. Así pues, a partir de ese momento el Numen está
inserto en la mente del individuo, en la conciencia, a partir del cual se desarrolla la
experiencia sagrada. Las expresiones propias de esta época son la elevación hacia Dios
por vía racional (no debe entenderse necesariamente, como prolegómenos lógicos o
científicos sino también como evidencia cierta), en la cual se trata de fundamentar la
certeza; la práctica ritual privada; el surgimiento de manifiestas interpretaciones no
escolásticas de la tradición, que se desplazan desde un relajamiento hasta un severo
cumplimiento y; un control eficaz de la conducta moral mediante la culpa psicológica.



4) Hierofanía Individual: esta experiencia es la consecuencia extrema de una
vivencia moderna de la religión basada en el hombre. Así pues, la revelación no sólo
se encuentra en la mente del hombre sino se difumina en todo su ser, haciendo del
individuo proporción y medida del cosmos. Transformando, así, las obras humanas en
artificios divinos, en donde, la búsqueda del sentido ya no radica en una búsqueda de la
lejanía sino en afirmar la propia existencia, y las acciones que derivan de ellas.



Es en lo cotidiano en donde se afirma la voluntad del Numen, y en las expresiones de la
creatividad del hombre, como el arte, la filosofía y la ciencia. Los antiguos símbolos
de la divinidad personal, antes sujetos a ella, ahora se independizan en campos, los
cuales producen una serie de objetos que se revisten de un espíritu numinoso.



En base a estos cuatro tipos podemos observar que la hierofanía no pierde su carácter
ontológico, descrito anteriormente, sólo se desplaza a un nuevo lugar. No pierde su
objetividad, basada en su limitación de lo ilimitado, sino la ubica en diferentes
espacios, permitiendo la creación de nuevos sentidos.



Pero ¿cómo, por qué y para qué se genera un símbolo de estas características
esenciales? La respuesta podemos hallarla en el análisis de una antropología
filosófica, la cual nos hable de cómo se instituye la naturaleza humana. La moderna
filosofía concibió al hombre como un ser, a partir de su apertura a la naturaleza, el
cual define su esencia desde “un estar en el mundo mediante su cuerpo”. Esta
concepción permite comprender cómo el hombre por su apertura al mundo construye su
sentido interior mediante la proyección de sus acciones hacia un punto excéntrico.



Es decir, el hombre vive el ineludible doble aspecto de su naturaleza; como ser corporal
se halla en un posición céntrica (conflictiva y real que se desarrolla en el aquí y en
el ahora), pero a la vez esta posición está dada para él, es decir debe ser
objetivamente consciente, de modo que está en ella pero distanciado de ella, por lo cual
se halla abierto para sí y para el mundo. De esta naturaleza excéntrica de existir,
Plessner deduce la “ley del punto de vista utópico”, por la cual el hombre no
puede encontrar por sí mismo el equilibrio, obligándole a construir una equiparación
entre su centro vital y su yo excéntrico mediante la constitución de una realidad
objetiva, de carácter tautológico, en la cual encontrará el sentido inefable de su vida
y su existencia.



De esta manera, el hombre crea un símbolo primigenio, principio de su vida, el cual no
sólo funda su naturaleza sino la gobierna, por lo cual, como dice Plessner: “La
forma posicional excéntrica y Dios, como el Ser absoluto, necesario y fundamentador del
mundo, están en relación mutua.”



Esta creación del hombre es necesaria en cuanto la incapacidad de brindar certeza a un
sistema cerrado en si. De esta manera para complementar nuestro punto de vista, podemos
recordar el teorema de incompletitud de Gödel, el cual dice “que la consistencia de
un sistema tal no podría demostrarse dentro de ese sistema”, por lo cual se exige un
tercer miembro en la relación para definir el sentido de la operación. Aunque somos
consciente que aplicar un principio matemático a la realidad social puede llevarnos a
malos entendidos, creemos que su aplicación en este caso nos ayuda a comprender por qué
es necesario el establecimiento de un realidad alterna dentro de la construcción social.



Toda lógica se funda en verdades absolutas de las cuales parte, así el hombre funda su
vida en un realidad inefable: la del objeto esencial, símbolo absoluto que deriva en
otros símbolos. Así, el Numen abre paso al Nomen, la verdad abre paso a la realidad, la
certeza a la coherencia existencial. La hierofanía se nos muestra en la creación del
capital religioso, el cual origina, dinamiza y establece su campo. Este, a su vez,
sostiene las relaciones sociales, expresadas en una cultura.



Ya que primcipium (arch), significa primero en calidad y regencia o autoridad, podemos
sostener que toda relación de poder se basa en un principio de naturaleza metafísica,
establecido sea desde la trascendencia o desde la cotidianidad. Así pues, lo sagrado, sea
personal o secular, se instituye poderosamente mediante la creación de instancias, las
cuales conforman y expresan dichas relaciones.




1Término acuñado por Mircea
Eliade que proviene de las voces griegas agioV (Santo, puro, sagrado, execrable, maldito)
del fhmi (decir, hablar, enunciar) del cual deriva faneropoiew (hacer que una cosa sea
clara, manifiesta, evidente).



2Además, debemos tener en cuenta que esta expresión Ehyeh asher ehyeh
"se traduce correctamente no por Yo soy el que soy (interpretado dentro de nuestras
categorías del sentido de no enérgico, pero como la estática afirmación de su
trascendencia) sino por Yo seré el que seré. Con esto se quiere subrayar un nuevo tipo
de trascendencia, Dios se revela como fuerza de nuestro futuro y no como un ser
a-histórico "ser" en hebreo quiere decir: llegar a ser, estar presente, ocupar
un lugar" (Gutiérrez 1990: 265).



3El texto bíblico fue escrito en griego, pero existe sinonimia con el latín
por lo cual lo utilizamos. Principio en griego es arch y significa comienzo, principio,
origen, fundamento y también mando, poder.



4"Pues así, el espíritu en cuanto sabe es también lo sabido, o bien el
espíritu absoluto mismo, y la religión es la relación del espíritu con el espíritu
absoluto. Este es el que se relaciona con lo que hemos puesto, de la otra parte, como
diferencia y así la religión es la idea del espíritu que se relaciona consigo mismo, la
autoconsciencia del espíritu absoluto" (Hegel 1998: 194). Además, "No es la
pretendida razón humana, con sus límites, lo que conoce a Dios, sino el espíritu de
Dios en el hombre… es la autoconsciencia de Dios la que se sabe a si misma en el
saber del hombre" (Hegel 1998: 248-265).



5El término paria es utilizado en el sentido weberiano, el cual fue
desarrollado es sus ensayos El Antiguo judaísmo y en la sección de sociología de la
religión de Economía y Sociedad.



6"No quieras ir fuera, vuelve en ti, [porque] la verdad habita en el
interior del hombre"



7"Si la sabiduría es Dios, [entonces] el verdadero filósofo es el amante
de Dios"



8"Ama y haz lo que quieras"
 



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