jueves, 22 de diciembre de 2016

Historia de los judíos - Enciclopedia Católica

Historia de los judíos - Enciclopedia Católica




En la EC encontrarás artículos autorizados

sobre la fe católica
Jueves, 22 de diciembre de 2016








Historia de los judíos





ESTE ARTÍCULO FUE ESCRITO EN 1910 Y ESTÁ EN PROCESO DE SER ACTUALIZADO.


(Yehúd'm; Ioudaismos).


De estos dos términos, judíos y judaísmo, el primero se refiere,
generalmente, a los israelitas o descendientes de Jacob (Israel), para
distinguirlos de los pueblos gentiles; el segundo se refiere al culto y
al credo de los judíos, en comparación con los de los cristianos,
mahometanos, etc. En un artículo aparte trataremos del judaísmo como
comunión religiosa, con su sistema especial de fe, ritos, costumbres,
etc. (Ver JUDAÍSMO).
Aquí cubriremos la historia de los judíos desde su regreso del exilio
de Babilonia, época a partir de la cual los israelitas recibieron el
nombre de judíos (Para la historia de épocas anteriores, ver ISRAELITAS).


Podemos dividir esta historia en varios periodos, de acuerdo con
una serie de acontecimientos clave que pueden distinguirse en la
existencia de los judíos desde su regreso del exilio, en el año 538 a.
C.



Contenido

Soberanía persa (538-333 a.C.)

En octubre del año 538 a. C., Babilonia abrió sus puertas al ejército
persa y, unas pocas semanas después, el gran conquistador de Babilonia,
Ciro, hizo su entrada triunfal en la ciudad derrotada. Una de las
disposiciones oficiales del nuevo soberano de Babilonia consistió en
conceder a los exiliados judíos plena libertad para regresar a Judá (ver
I Esdras, 1). En esencia, el decreto de Ciro en favor de los judíos
está en perfecta armonía con otros decretos conocidos de este monarca,
que se caracterizó por una política general de clemencia y tolerancia
respecto a los pueblos conquistados y por su deseo natural de tener en
la frontera con Egipto una comunidad tan amplia como fuera posible,
unida a Persia por fuertes lazos de gratitud. Un número relativamente
amplio de judíos exilados (50.000 según I Esdras, 2, 64-65) se aprovechó
de la autorización de Ciro. Su caudillo oficial fue Zorobabel,
descendiente de la familia real de Judá, a quien el monarca persa había
investido con el gobierno de la subprovincia de Judá y confiado los
vasos preciosos que habían pertenecido a la casa de Yahvé. A su lado
estaba el sacerdote "Josué, el hijo de Josedec", probablemente como
cabeza religiosa de la comunidad que regresaba del exilio. Los
exiliados, que pertenecían en su mayoría a las tribus de Benjamín y de
Judá, se asentaron principalmente en las inmediaciones de Jerusalén. Una
de las primeras cosas que hicieron fue organizar un consejo de doce
ancianos, presidido por Zorobabel, que controlaba y guiaba los asuntos
internos de la comunidad, bajo la soberanía de Persia. También sin
demora, erigieron un nuevo altar que quedó preparado para celebrar la
Fiesta de los Tabernáculos en el año 537 a. C. A partir de esta fecha,
el sistema de ritos quedó completamente restablecido. Los fundamentos
del segundo Templo se colocaron el segundo mes del segundo año después
del regreso del exilio, pero no se hicieron mayores avances durante
quince o dieciséis años debido a las constantes interferencias y a los
enredos producidos ante los reyes de Persia por los samaritanos, a
quienes los judíos habían impedido participar en los trabajos de
reconstrucción de la Casa del Señor. Entretanto, los propios judíos
perdieron gran parte de su interés en la reconstrucción del Templo; tan
sólo en el año 520 a. C., los profetas Ageo y Zacarías consiguieron
despertarles de su indiferencia. La comunidad judía de Babilonia y el
rey de Persia (aunque éste último un poco más tarde) enviaron ayuda
económica. Animados de esta forma, los judíos realizaron rápidos
progresos y, el 3 de marzo del año 515 a. C., el nuevo Templo quedó
solemnemente consagrado. Los dirigentes del pueblo judío abordaron, a
continuación, la reconstrucción de las murallas de Jerusalén, pero se
encontraron de nuevo con la hostilidad de los samaritanos, cuyas quejas
ante la Corte de Persia fueron escuchadas, durante el reinado de
Artajerjes I "Longimano" (464-424 a. C.), quien dictó órdenes
prohibiendo estrictamente a los judíos que prosiguieran los trabajos.


No es necesario utilizar aquí demasiado espacio para explicar la
misión especial de Esdras y Nehemías en favor de la luchadora comunidad
palestina y sus agotadores esfuerzos para elevar su moral (ver ESDRAS;
NEHEMÍAS). Baste con decir que, en todas sus actuaciones (ver
CAUTIVERIOS), el escriba Esdras y el sátrapa Nehemías dejaron una huella
permanente entre sus compatriotas judíos. Poco se sabe con precisión de
la historia de los judíos de Palestina después de la muerte de Esdras
que, probablemente, tuvo lugar no mucho antes del final de la dominación
persa sobre Judá, en el año 333 a. C. Sin embargo, parece que bajo los
sátrapas de Celesiria, las actuaciones del sumo sacerdote tenían una
considerable influencia tanto en los asuntos religiosos como en los
asuntos civiles (cf. Josefo, "Historia antigua de los judíos", 11, 7), y
que la comunidad disfrutó de una creciente prosperidad, apenas empañada
por la deportación de un determinado número de judíos a regiones
lejanas, tales como Hircania, lo cual tuvo lugar, probablemente, en
tiempos de Artajerjes III (358-337 a. C.). Los judíos que prefirieron
quedarse en Babilonia durante la dominación persa permanecieron en
contacto constante con los exilados que retornaron a su patria, a
quienes enviaban ocasionalmente ayuda material, y formaron una comunidad
floreciente profundamente arraigada en la fe y en las tradiciones de su
pueblo. En esta misma época fracasa la formación de la colonia judía en
Elefantina (Alto Egipto), que contó durante un cierto tiempo con un
templo propio; su lealtad a Persia queda atestiguada por unos papiros
judeo-arameos descubiertos recientemente. Finalmente, las instituciones
del judaísmo que parecen haber experimentado un mayor desarrollo durante
la dominación persa son las Sinagogas, con sus peculiaridades
educativas y religiosas, y los Escribas, con su especial conocimiento de
la ley.



Periodo Heleno (333-168 a. C.)

La derrota de Darío III (335-330 a. C.) por Alejandro Magno en Iso,
Cilicia, abre un nuevo periodo en la historia de los judíos. La victoria
del joven conquistador de Persia puso, indudablemente, a los judíos de
Palestina en contacto directo con la civilización griega; puede
conocerse la exacta importancia histórica de este hecho a través de lo
que cuenta Josefo (Historia antigua de los judíos, 11, 8, 3-5) en
relación con la visita personal de Alejandro a Jerusalén. Alejandro
permitió a los judíos el libre disfrute de sus libertades civil y
religiosa y recompensó a quienes le acompañaron en la guerra contra
Egipto y se asentaron en Alejandría, ciudad fundada por él,
concediéndoles los mismos derechos ciudadanos que a los macedonios.
Cuando los samaritanos se rebelaron contra él, incorporó de nuevo una
parte de Samaria a Judea (331 a. C.). Después de la prematura muerte de
Alejandro (323 a. C.), Palestina sufrió muchísimo por culpa de los
conflictos que se ocasionaron cuando se produjo el reparto del vasto
imperio entre sus capitanes. Situada entre Siria y Egipto, se transformó
en la manzana de la discordia de sus respectivos gobernantes. Al
principio, como parte integrante de Celesiria, Palestina pasó a ser una
posesión de Laomedonte de Mitilene. Pero ya en el año 320 a. C., fue
invadida por el egipcio Tolomeo I (323-285 a. C.), quien tomó Jerusalén
un día de Sábado y se llevó a muchos samaritanos y judíos a Egipto.
Pocos años después (315 a. C.), cayó en poder de Siria; pero después de
la batalla de Ipsos, en Frigia (301 a. C.), quedó incorporada a Egipto y
permaneció así casi un siglo (301-202 a. C.). Seleuco I, fundador de
Antioquía hacia el año 300 a. C., atrajo a los judíos a la nueva
capital, otorgándoles los mismos derechos que a los ciudadanos griegos; y
desde allí se fueron extendiendo paulatinamente por las principales
ciudades de Asia Menor. El reinado de los tres primeros Tolomeos fue
incluso más popular con los judíos que el de los Seléucidas. Tolomeo I
(Soler) asentó a muchos judíos en Alejandría y Cirene, desde donde
fueron expandiéndose poco a poco por el resto del país, y alcanzaron
importante relevancia en la ciencia, en el arte e, incluso, en la
literatura, como queda probado por numerosos fragmentos judeo-griegos
que han llegado hasta nosotros. Bajo Tolomeo II (Filadelfo), se tradujo
el Pentateuco del hebreo al griego; lo cual, a su vez, posibilitó, con
el transcurso del tiempo, que se realizara una traducción completa del
Antiguo Testamento, conocida como la Septuaginta. Su sucesor, llamado
Evergetes (247-222 a. C.), gozó de especial reputación, después de una
triunfal campaña en Siria, al haber ofrecido ricos presentes en el
Templo de Jerusalén. De nuevo, el tributo anual solicitado por los
primeros Tolomeos era aparentemente ligero y, mientras lo pagaran
regularmente, se permitía a los judíos de Palestina que gestionaran
libremente sus propios asuntos bajo la tutela de sus sumos sacerdotes a
cuyo lado se encontraba el Gerusia de Jerusalén, como un consejo de
estado, que incluía la aristocracia sacerdotal. De este modo, las cosas
se desarrollaron positivamente bajo el sumo sacerdocio de Simón el Justo
(310-291 a. C.) y de sus dos hermanos, Eleazar II (291-276 a. C.) y
Manasés (276-250 a. C.).


Las cosas no fueron tan satisfactorias bajo Onías II (250-226 a.
C.), quien durante varios años retuvo el tributo del soberano egipcio.
Bajo Simón II (226-198 a. C.), hijo y sucesor de Onías, cuyo piadoso
gobierno es altamente loado en el Eclesiástico (capítulo 4), la
condición de Palestina llegó a ser muy precaria debido a los renovados
conflictos entre Egipto y Siria por la posesión de Celesiria y Judea.
Sin embargo, fue el rey de Siria, Antíoco II, quien finalmente continuó
gobernando Palestina e hizo todo lo posible para asegurase la lealtad de
los judíos no sólo de Judea, sino también de Mesopotamia y Babilonia.
Seleuco IV (187-175 a. C.) continuó, al principio, la política
conciliatoria de su padre y los judíos de Judea prosperaron durante los
primeros años de Onías III (198-175). Pronto, sin embargo, luchas
intestinas perturbaron el inteligente gobierno del pontífice, y Seleuco,
mal aconsejado por Simón, el gobernador del Templo, envió a su
tesorero, Heliodoro, para apoderarse de los fondos del Templo. El
fracaso de la misión de Heliodoro trajo como consecuencia el
apresamiento de Onías y su expulsión del sumo sacerdocio. Esta
expulsión, comprada al nuevo rey, Antíoco IV (Epífanes), por Jasón, un
indigno hermano de Onías, supuso el triunfo real del helenismo en
Jerusalén. El hombre que, a su vez, suplantó a Jasón fue Menelao, otro
caudillo helenizante que, con astucia y dinero, se mantuvo en su puesto a
pesar de las quejas de los judíos al monarca de Siria. Finalmente, se
produjo una revuelta popular contra Menelao, que fue sofocada con gran
crueldad por Antíoco, y que acabó con el abandono, por parte de Menelao,
de su responsabilidad en el sumo sacerdocio, mientras que dos oficiales
extranjeros se convirtieron en gobernadores de Jerusalén y Samaria,
respectivamente (170).



La Época de los Macabeos (168-63 a.C.)

Todo el periodo que acaba de ser descrito se caracterizó por el
constante desarrollo y por la influencia generalizada de la cultura
helena. Hacia el final de esta etapa los sumos sacerdotes judíos no sólo
tomaron nombres griegos y adoptaron costumbres griegas, sino que se
transformaron en ardientes defensores del helenismo. De hecho, Antíoco
IV pensaba que ya había llegado el momento de unificar a los distintos
pueblos bajo su dominio y que el modo de hacerlo era helenizándolos
completamente. Su edicto general, que perseguía dicho propósito, se
encontró, probablemente, con una oposición inesperada por parte de la
mayoría de los judíos de Palestina. A través de comunicados especiales,
ordenó que se interrumpiera por completo el culto a Yahvé en Jerusalén y
en todas las ciudades de Judea: se prohibió, bajo pena de muerte,
cualquier distintivo claramente judío y se estableció la idolatría
griega (168 a. C.). La Ciudad Santa había sido devastada recientemente y
una parte de ella (Acra) quedó transformada en una ciudadela siria. El
Templo fue consagrado a Zeus, a quien se ofrecían sacrificios en un
altar que se levantó sobre el dedicado a Yahvé. De forma similar, en
todos los municipios de Judá se levantaron altares, sobre los cuales se
ofrecían sacrificios paganos. En la terrible persecución que se
desencadenó, cualquier posibilidad de resistencia parecía imposible. Sin
embargo, en la pequeña ciudad de Modin, un anciano sacerdote, Matatías,
alzó descaradamente el estandarte de la revuelta. A su muerte (167 a.
C.), nombró a su hijo Judas, llamado Macabeo, para dirigir las fuerzas
que había reunido paulatinamente en torno a él. Bajo el competente
liderazgo de Judas, las tropas de los Macabeos obtuvieron diversas
victorias y, en diciembre del año 165 a. C., Jerusalén fue
reconquistada, el Templo limpiado y el culto divino restablecido.


La lucha contra los numerosos ejércitos de Antíoco V y Demetrio
I, los siguientes reyes de Siria, fue tremenda y se mantuvo de forma
heroica, aunque con éxito variable, por Judas hasta su muerte en el
campo de batalla (161 a. C.). Le sucedió uno de sus hermanos, Jonatás,
quien gobernó durante los siguientes dieciocho años (161-143 a. C.). El
nuevo caudillo no sólo consiguió reconquistar y fortificar Jerusalén,
sino que, además, fue reconocido como sumo sacerdote de los judíos por
los reyes de Siria y como un aliado por Roma y por Esparta. Sin embargo,
no consiguió la completa independencia para su país: fue capturado
alevosamente e inmediatamente después condenado a muerte por el general
sirio Trifón. Entonces asumió el poder Simón (143-135 a. C.), otro
hermano de Judas, bajo cuyo gobierno los judíos alcanzaron un alto grado
de felicidad y prosperidad. Restauró las fortalezas de Judea, tomó y
destruyó la ciudadela de Acra (142 a. C.), y renovó los tratados con
Roma y con Lacedemonia. En el año 141 a. C., fue proclamado por la
asamblea nacional "príncipe y sumo sacerdote perpetuo hasta que surgiera
un profeta fiel". Ejercitó el derecho de acuñar moneda y puede ser
considerado como el fundador de la última dinastía judía, la dinastía de
los Asmoneos. El gobierno de Juan Hircano I, sucesor de Simón, duró 30
años y se caracterizó por una serie de conquistas, entre las que
destacan la conquista de Samaria y la conversión por la fuerza de
Idumea. Se unió a los aristócratas Saduceos en contra de los más rígidos
defensores de la teocracia, los Fariseos, sucesores de los Asideos. Las
partes más antiguas de "Los Oráculos de las Sibilas" y el "Libro de
Enoch" son, probablemente, restos de la literatura de la época. Le
sucedió su hijo mayor, Aristóbulo I (en hebreo, Judas), que fue el
primer gobernante Macabeo que tomó el título de rey. Solamente reinó
durante un año y conquistó una parte de Galilea. Su hermano Alejandro
Janeo (en hebreo Jonatán) ocupó el trono durante veintiséis años (104-78
a. C.). Durante la guerra intestina que estalló entre él y su pueblo,
cosechó muchos fracasos; pero finalmente obtuvo la victoria frente a sus
oponentes y tomó una terrible venganza sobre ellos. También tuvo éxito,
al final de su reinado, al conquistar y judaizar todo el territorio al
este del Jordán.


Al acceder al trono, su viuda Alejandra (en hebreo, Salomé)
entregó, prácticamente, el gobierno a los Fariseos. Pero esto no aseguró
la paz del reino y sólo la muerte de Alejandra impidió que se viera
envuelta en una nueva guerra civil. La lucha que estalló inmediatamente
después de su muerte (69 a. C.), entre sus dos hijos Hircano II y
Aristóbulo II, que estaban apoyados por los Fariseos y los Saduceos,
respectivamente, fue hábilmente controlada por Antipáter, el ambicioso
Gobernador de Idumea y padre de Herodes el Grande. La situación llevó a
ambos hermanos a someterse al arbitrio de Pompeyo, que en aquel entonces
estaba al mando de las tropas de Roma en el Este. El cauteloso general
se decidió finalmente a favor de Hircano, marchó sobre Jerusalén y
asaltó el templo, como consecuencia de lo cual tuvo lugar una matanza.
Todo esto supuso el final del corto periodo de independencia que los
Macabeos habían conseguido para el país (63 a. C.). Durante la Época de
los Macabeos tuvo lugar la construcción de un templo judío en
Leontópolis, en el Delta, y la transformación del Gerusia judío en el
Sanedrín de Jerusalén. Entre la literatura de la época hay que tener en
cuenta los deuterocanónicos Libros de los Macabeos, Libro de la
Sabiduría y el Eclesiástico; y los apócrifos "Salmos de Salomón", "Libro
de los Jubileos", y la "Asunción de Moisés", a los cuales muchos
eruditos añaden el Libro de Daniel y varios himnos sagrados incorporados
a nuestro Salterio.



Primeros tiempos de la Supremacía de Roma (63 a.C. - 70 d.C.)

La caída de Jerusalén en el año 63 a. C. marca el principio del
vasallaje de Judea a Roma. Pompeyo, su conquistador, desmanteló la
Ciudad Santa y reconoció a Hircano II como sumo sacerdote y etnarca,
pero apartó de su jurisdicción todos los territorios de Judea
propiamente dicha y le prohibió terminantemente que intentara nuevas
conquistas. Después de esto, regresó a Roma llevando consigo numerosos
cautivos, que aumentaron de forma importante, si no lo habían hecho
hasta entonces, la comunidad judía en la Ciudad. Pronto, Judea fue presa
de varias discordias, en medio de las cuales el débil Hircano fue
perdiendo progresivamente su autoridad, mientras que su señor virtual,
Antipáter el Idumeo, mejoraba sus relaciones con los soberanos del país.
Después de la derrota final de Pompeyo en Farsalia (48 a. C.) por Julio
César, Antipáter se situó inmediatamente del lado del vencedor, a quien
rindió insignes servicios en Egipto. La recompensa fue el pleno
reconocimiento de Hircano como sumo sacerdote y etnarca; además, se le
concedieron los derechos de ciudadano romano y el cargo de procurador
sobre todo Palestina. A continuación, comenzó a reconstruir los muros de
las Ciudad Santa y nombró a dos de sus hijos, Fasael y Herodes,
gobernadores de Jerusalén y Palestina, respectivamente. A partir de este
momento, y en adelante, la fortuna de Herodes creció rápidamente;
incluso en la ciudad de Roma, a la que tuvo que huir escapando de la
cólera del partido nacionalista, consiguió alcanzar sus objetivos más
ambiciosos. Herodes el Idumeo ascendió al Trono de David y su largo
reinado (37-4 a. C.) supuso, en varios aspectos, una época gloriosa en
la historia de los judíos (ver HERODES EL GRANDE). Sin embargo, en su
conjunto, fue un desastre para los judíos de Palestina. La primera parte
de su reinado (37-25 a.C.) la empleó en librarse de los Asmoneos
sobrevivientes. Tras la muerte de éstos, Herodes consiguió afianzarse en
el trono pero también se indispuso con la mayoría de sus súbditos, que
estaban profundamente unidos a la familia de los Macabeos. A estos
motivos de queja fue añadiendo otros, no menos odiosos para el partido
nacional. El pueblo le odiaba como a un tirano sangriento que se había
propuesto destruir el culto a Dios y de cuya soberanía quería librarse a
la primera oportunidad, pero odiaba aún más a los romanos, que le
mantenían en el trono. Poco antes de la muerte de Herodes nació Jesús,
el verdadero Rey de los Judíos, y tuvo lugar la matanza de los Santos
Inocentes.


La muerte de Herodes fue la señal que marcó el comienzo de una
insurrección que fue extendiéndose paulatinamente y que fue, finalmente,
sofocada por Varo, el Gobernador de Siria. Lo que sucedió a
continuación fue la ratificación práctica, por parte de Augusto, de la
última voluntad de Herodes. El principal heredero fue Arquelao, que fue
nombrado etnarca de Idumea, Judea y Samaria, con la promesa de un título
real a condición de que gobernara a la completa satisfacción del
emperador. Sin embargo, debido a su desgobiernos, Augusto le destituyó
(6 d. C.) y puso en su lugar a un procurador romano. A partir de este
momento, Judea continuó como una parte de la provincia de Siria, excepto
durante un breve intervalo (41-44 d. C.), durante el cual Herodes
Agripa I ejerció el poder sobre todos los dominios de Herodes el Grande.
Los procuradores romanos de Judea residían en Cesarea e iban a
Jerusalén solamente en ocasiones especiales. Dependían de los
gobernadores de Siria, mandaban el ejército, mantenían la paz y tenían a
su cargo la recaudación de impuestos. Generalmente se abstenían de
intervenir en los asuntos religiosos, especialmente por temor a
despertar la violencia de los Zelotes, quienes consideraban que el pago
de tributos al César era contrario a la ley. El gobierno local fue
prácticamente dejado en manos de la aristocracia sacerdotal de los
Saduceos y el Sanedrín fue la corte suprema de justicia, desprovista,
sin embargo (hacia el año 30 d. C.), del poder de condenar a muerte. Fue
bajo el poder de Poncio Pilatos (26-36 d. C.), uno de los procuradores
nombrados por Tiberio, cuando Jesús fue crucificado.


Hasta el reinado de Calígula (37-44), los judíos disfrutaron, sin
ninguna interrupción digna de tenerse en cuenta, de la tolerancia
universal con la que la política de Roma permitía la práctica de la
religión en los estados vasallos. Pero cuando el emperador ordenó que se
le rindieran honores divinos, estos pueblos, en general, rehusaron
obedecerle. Petronio, el gobernador romano en Siria, recibió órdenes
terminantes de usar la violencia, si era necesario, para levantar una
estatua de Calígula en el Templo de Jerusalén. En Alejandría tuvo lugar
una temible matanza y parecía como si todos los judíos de Palestina
estuvieran condenados a perecer. Sin embargo, Petronio retrasó la
ejecución del decreto y solamente se pudo evitar el castigo porque
Calígula murió asesinado en el año 41 d. C. De esta manera los judíos
quedaron a salvo y, con la ascensión de Claudio, que alcanzó la dignidad
imperial gracias, principalmente, a los esfuerzos de Herodes Agripa, un
brillante día amaneció para ellos. En gratitud, Claudio concedió a
Agripa la totalidad del reino de Herodes el Grande y otorgó a los
judíos, incluso a los que vivían en el extranjero, importantes
privilegios. El esmerado gobierno de Agripa se hizo sentir en toda la
comunidad y el Sanedrín, ahora bajo la presidencia de Gamaliel I,
maestro de San Pablo, tenía más autoridad de la que jamás había tenido
anteriormente. El partido nacional permanecía aún en un estado casi
constante de amotinamiento, mientras que los cristianos eran perseguidos
por Agripa. Tras la muerte de Agripa (44 d. C.), el país quedó sujeto
de nuevo a los procuradores de Roma; este hecho es el preludio de la
destrucción de Jerusalén y del pueblo judío. Prácticamente, los siete
procuradores que gobernaron Judea entre los años 44 a 66 d. C. actuaron
como si quisieran conducir al pueblo a la desesperación y a la revuelta.
La confusión se fue haciendo, poco a poco, tan grande y tan general que
se presagiaba claramente la disolución de la república. Finalmente, en
el año 66 d. C., a pesar de los esfuerzos y precauciones de Agripa II,
el partido de los Zelotes se alzó en una abierta rebelión que terminó
(en el año 70 d. C.) con la conquista de Jerusalén por Tito, la
destrucción del Templo y la matanza y deportación de cientos de miles de
inocentes, que fueron repartidos entre sus hermanos por todo el mundo.
Según Eusebio, los cristianos de Jerusalén, prevenidos por su Maestro,
escaparon a los horrores del último asedio, huyendo a tiempo a Pella, al
este del Jordán. Entre los escritores judíos del primer siglo de
nuestra era destacan Filón, quien intercedió por la causa judía en Roma
ante Calígula, y Josefo, que ocupó el cargo de gobernador judío en
Galilea durante la revuelta final contra Roma, y que describió sus
vicisitudes y horrores de forma emocionante y también, probablemente,
exagerada.



Últimos días de la Roma pagana (70-320 d.C.)

Roma se alegró de la caída Jerusalén y acuñó monedas conmemorativas
de la victoria. Los cabecillas de la defensa, una larga hilera de
prisioneros fuertemente encadenados, los vasos del Templo, el candelabro
de los siete brazos, el altar de oro y un rollo de la Ley testimoniaron
el triunfo de Tito en la ciudad imperial. Pero aún permanecían en pie
contra los romanos tres sólidas fortalezas en Palestina: Herodium,
Maqueronte y Masada. Las dos primeras cayeron en el año 71 d. C. y la
tercera el año siguiente, testimoniando la completa conquista de Judea.
Durante cierto tiempo, algunos Zelotes fugitivos de Judea se afanaron
por fomentar una rebelión en Egipto y Cirenaica. Pero sus esfuerzos
pronto quedaron en nada y Vespasiano se aprovechó de las convulsiones
que existían en Egipto para cerrar definitivamente el templo de Onías en
Heliópolis. En estas circunstancias, parecía como si, en lo sucesivo,
los distintos grupos de familias judías estuvieran destinadas a caminar a
la deriva por separado para terminar, finalmente, siendo absorbidos por
diferentes pueblos, en medio de los cuales se aventuraron a vivir. Sin
embargo, este peligro fue evitado por la rápida concentración de los
judíos sobrevivientes en dos grandes comunidades, básicamente
independientes entre sí, y que se correspondían con las dos grandes
divisiones del mundo en aquella época. La primera comprendía
naturalmente a todos los judíos que vivían a este lado del Éufrates. No
mucho tiempo después de la caída de Jerusalén y de las consecuentes
desgracias, reconocieron progresivamente la autoridad de un nuevo
Sanedrín que, sin importar cómo surgió, estaba realmente constituido en
Jamnia (Yabné), bajo la presidencia del rabí Jochanan ben Sakkai. Junto
con el Sanedrín, [que ahora era la corte suprema (Bêth Din) de las
comunidades occidentales], había en Jamnia una escuela en la cual
Jochanan inculcaba la Ley oral (concretamente, la Halaká), transmitida
de padres a hijos, y realizaba lecturas expositoras (Hagadá) de otros
textos hebreos distintos de la ley escrita (Pentateuco). El sucesor de
Jochanan al frente del Sanedrín (año 80 d. C.) fue el rabí Gamaliel II,
quien tomó el título de Nasi ("príncipe"; entre los romanos,
"patriarca"). También Gamaliel vivió en Jamnia y presidió su escuela,
que sirvió de modelo para otras escuelas que se fueron creando en los
alrededores. Finalmente, trasmitió a sus sucesores "Los patriarcas de
Occidente" (año 118 d. C.), una autoridad religiosa a la que, en lo
sucesivo, se rindió obediencia y reverencia, incluso después de que la
sede de su autoridad fuera trasladada, primero a Séforis y, finalmente, a
Tiberíades.


La supremacía del "rabinismo", que quedó, de esta manera,
establecida firmemente entre los judíos de Occidente, prevaleció
asimismo en la otra gran comunidad, que comprendía a las familias judías
del este del Éufrates. El jefe de esta comunidad de Babilonia asumió el
título de Resh-Galutha (príncipe de la Cautividad), y fue un poderoso
tributario del Imperio Parto. Fue el juez supremo de las comunidades
menores, tanto en asuntos civiles como criminales, y ejerció sobre
ellas, de muchas otras maneras, una autoridad poco menos que absoluta.
Las principales zonas bajo su jurisdicción fueron las de Nares, Sura,
Pumbedita, Nahardea, Nahar-Paked, y Machuzza, cuyas escuelas rabínicas
disfrutaron de gran fama e influencia. Los patriarcas de Occidente
tuvieron mucho menos autoridad temporal que los príncipes de la
Cautividad y esto solamente se entiende si se tiene en cuenta la
recelosa vigilancia que Vespasiano y Tito ejercieron sobre los judíos
del Imperio. Una guarnición de 800 hombres ocupó las ruinas de Jerusalén
para evitar su reconstrucción por el celo religioso de sus anteriores
habitantes y, para eliminar a cualquier posible pretendiente al Trono
Judío o a la dignidad Mesiánica, se llevó a cabo un estricto seguimiento
de todos aquellos que se decían descendientes de la real casa de David.
Bajo Domiciano (81-96 d. C.), el Fiscus Judaicus, impuesto de dos
dracmas establecido por Vespasiano para el templo de Júpiter Capitolino,
fue exigido con extremo rigor a los judíos, quienes se vieron envueltos
en las persecuciones que este tirano ordenó contra los cristianos. El
reinado de Nerva (96-98 d. C.) supuso un breve intervalo de paz para los
judíos; pero durante el de Trajano (98-117), mientras las legiones
romanas se habían retirado de África para luchar contra Partia, los
judíos de Egipto y de Cirene tomaron las armas contra los griegos de
estas comarcas y por ambas partes se cometieron terribles atrocidades.
Desde allí la llama se extendió a Chipre, donde, según se dice, los
judíos masacraron a 240.000 de sus ciudadanos. Adriano envió fuerzas
para suprimir la sublevación en la isla y prohibió que ningún judío
pusiera los pies en ella. A continuación, fue sofocada la revuelta en
Egipto y Cirene. Entretanto, los judíos de Mesopotamia, insatisfechos
con los romanos, que acababan de vencer a los partos, se empeñaron en
librarse del Fiscus Judaicus que se les había impuesto. Su insurrección
fue pronto sofocada por Lucio Quinto, que había sido nombrado por
entonces gobernador de Judea, donde se temían posibles disturbios.


El año siguiente (117 d. C.), Adriano fue nombrado emperador.
Esto fue un buen acontecimiento para los judíos de Babilonia porque,
como el nuevo César abandonó las conquistas de Trajano más allá del
Éufrates, quedaron de nuevo sujetos a las leyes, más suaves, de sus
antiguos soberanos. Sin embargo, este hecho fue de lo más desafortunado
para los judíos que vivían en el mundo romano. Adriano promulgó un
edicto prohibiendo la circuncisión, la lectura de la Ley y la
observancia del Sábado. A continuación, el emperador dio a conocer su
intención de establecer una colonia romana en Jerusalén y de erigir un
santuario a Júpiter en el lugar en el que se levantaba el destruido
templo a Yahvé. En tales circunstancias, se anunció que acababa de
aparecer el Mesías. Su nombre, Barcokebas, "Hijo de la Estrella",
parecía cumplir la antigua profecía: " una estrella se levantará de
Jacob" (Números, 24, 17). El rabí Aquibá, el más docto y venerado de los
miembros del Sanedrín de aquel entonces, reconoció claramente las
pretensiones del nuevo Mesías. Guerreros judíos de todos los países se
reunieron en torno a Barcokebas y defendieron su causa contra Adriano
durante dos años. Pero terminaron por prevalecer la táctica y la
disciplina de los romanos. Las fortalezas judías fueron cayendo una
detrás de otra ante el general romano Julio Severo; cayó Jerusalén y,
finalmente (135 d. C.), la fortaleza de Bither, el último refugio de los
rebeldes, fue capturada y derruida por completo. Barcokebas había sido
asesinado; y algún tiempo después, el rabí Aquibá fue hecho prisionero y
ejecutado, aunque, afortunadamente, sus siete principales discípulos
lograron escapar a Nisibis y Nahardea. Terribles masacres sucedieron a
la supresión de la revuelta; de los fugitivos que consiguieron escapar
de la muerte, muchos huyeron a Arabia, siendo ésta la razón de que dicho
país tuviera una población judía; los demás fueron vendidos como
esclavos. Para anular definitivamente cualquier esperanza de
restauración de un reino judío, se construyó una nueva ciudad en
Jerusalén, que fue habitada por una colonia de extranjeros. La ciudad
recibió el nombre de Ælia Capitolina, y a los judíos no se les permitió
ni residir en ella, ni siquiera acercarse a sus alrededores. A los
cristianos, que ahora se distinguían claramente de los judíos, se les
permitió establecerse dentro de las murallas y Ælia llegó a ser la sede
de un floreciente obispado.


Bajo Antonino Pío (138-161), quedaron revocadas las leyes de
Adriano y se acabó la persecución activa contra los judíos. Entonces,
los discípulos de Aquibá volvieron a Palestina y reorganizaron el
Sanedrín en Usha, en Galilea (140), bajo la presidencia de Simón II,
hijo de Gamaliel II. El patriarcado de Simón no estuvo libre de la
intolerante opresión de los oficiales romanos, que los judíos de
Palestina tuvieron que padecer especialmente. Por consiguiente, con
ocasión de los preparativos bélicos de los partos contra Roma, durante
el último año del reinado de Antonio se produjo una nueva revuelta en
Judea. Tal revuelta quedó sofocada inmediatamente por el siguiente
emperador, Marco Aurelio (161-180), y seguida por la promulgación, de
nuevo, de las severas medidas de Adriano, las cuales, sin embargo, o
bien fueron pronto anuladas o bien nunca llegaron a ponerse en práctica.
En el año 165, el rabí Judá I sucedió a Simón II como presidente del
Sanedrín y patriarca de Occidente. El más importante de sus hechos es la
terminación de la ley oral, la Mishná (hacia el año 189) que, junto con
la Biblia, llegó a ser la principal fuente de estudios rabínicos y una
especie de constitución que, incluso ahora, mantiene unidos a los
miembros dispersos del pueblo judío. Puesto que el rabí Judá estuvo en
el poder durante más de treinta años, fue el último patriarca judío que
tuvo que quejarse de las vejaciones de los gobernantes paganos de Roma.
Bajo Caracalla (211-217), los judíos recibieron los derechos de
ciudadano; y bajo sus sucesores se fueron eliminando progresivamente las
distintas limitaciones que les habían sido impuestas. Incluso las
rabiosas persecuciones contra los cristianos de Decio (249-251),
Valeriano (253-260), y Diocleciano (284-305), dejaron a los judíos en
paz. Durante este periodo de paz, los patriarcas de Occidente enviaron
frecuentemente legados a las diferentes sinagogas para comprobar su
situación real y recaudar los impuestos a través de los cuales Judá III y
sus sucesores obtenían sus ingresos. En Babilonia, las comunidades y
las escuelas judías florecieron bajo los príncipes de la Cautividad y,
excepto durante un breve periodo de tiempo inmediatamente posterior a la
conquista de los partos por los neo-persas, y durante el efímero
reinado de Odenato, en Palmira, disfrutaron de tranquilidad e
independencia. No se conoce con certeza la situación de los judíos de
Arabia y China en aquella época



Emperadores cristianos y reyes bárbaros (320-628)

La ascensión del Cristianismo al trono de los Césares, con la
conversión de Constantino, abre una nueva era en la historia del pueblo
judío. La igualdad de derechos que los emperadores paganos les habían
reconocido fue restringida gradualmente por la cabeza del Estado
Cristiano. Bajo Constantino (306-337), las restricciones fueron pocas en
número y debidas a su interés por el bienestar de los súbditos
cristianos y por la promoción de la religión verdadera. Consideró la
conversión del cristianismo al judaísmo como un delito penal; prohibió a
los judíos circuncidar a sus esclavos cristianos; protegió a quienes se
convertían del judaísmo contra la fiera venganza de sus antiguos
correligionarios; pero nunca les privó de su ciudadanía y nunca fue más
allá de obligarles (con excepción de los rabinos) a ocupar ciertos
cargos públicos que habían llegado a ser particularmente gravosos. Estas
leyes quedaron revalidadas y se hicieron más severas en tiempos de su
hijo Constancio I (337-350), quien añadió la pena de muerte a los
matrimonios entre judíos y cristianos. La severidad de estas y otras
leyes de Constancio quedó plenamente justificada por los terribles
excesos cometidos por los judíos en Alejandría y por su temporal
revuelta en Judea. La ascensión de Julián el Apóstata, en el año 361,
supuso una nueva desviación en su favor. El Emperador decretó la
reconstrucción del Templo en Monte Moriah y la plena restauración del
culto judío, aparentemente con vistas a asegurar la influencia de los
judíos de Mesopotamia en su expedición contra los persas. Los judíos
resultaron vencedores, pero su triunfo tuvo una vida efímera; repentinas
llamas brotaron en Monte Moriah e hicieron imposible la reconstrucción
del Templo; Julián pereció en la guerra contra los persas y su sucesor,
Joviano (363-364), volvió a la política de Constancio. Los siguientes
emperadores, Valente y Valentiniano, devolvieron a los judíos sus
antiguos derechos, excepto la exención de prestar servicios públicos.
Bajo Graciano, Teodosio I y Arcadio, disfrutaron también de la
protección del Trono; pero bajo Teodosio II (402-450), envalentonados
por su larga inmunidad contra las persecuciones, manifestaron un
espíritu de intolerancia y crimen, que condujo a violentos tumultos
entre ellos y los cristianos en varias partes del Imperio Romano de
Oriente y también, al parecer, a la prohibición de construir nuevas
sinagogas y al cese de cualquier cargo público. Fue en tiempos de
Teodosio II cuando llegó a su fin (425) el patriarcado de Occidente,
ocupado en aquel entonces por Gamaliel VI. Poco tiempo antes
(aproximadamente en el año 375), se terminó el Talmud de Jerusalén, un
trabajo que, a pesar de su importancia para el judaísmo, es menos
completo, en relación con su Mishná y su Guemará, que el Talmud de
Babilonia, compilación que fue terminada por los responsables de las
escuelas de esta ciudad hacia el año 499, a pesar de las violentas
persecuciones de los reyes de Persia, Yazdgard II (440-457) y Firuz
(457-484). El resultado inmediato de la persecución de Firuz fue la
emigración de colonos judíos por el sur hasta Arabia y por el este hasta
la India, donde fundaron un pequeño estado judío en la costa de
Malabar, que duró hasta 1520. Bajo Kavad I, hijo y sucesor de Firuz, el
príncipe de la Cautividad, Mar-Zutra II, consiguió mantener durante
siete años un estado independiente en Babilonia; pero en el año 518, los
sucesores de Teodosio II, en Bizancio, reforzaron sus leyes contra los
judíos con gran rigor y, como resultado, desaparecieron prácticamente la
vida intelectual y la antigua jurisdicción de los judíos de Judea.


Durante el siglo V, los judíos de Occidente tuvieron,
decididamente, mejor suerte que los de Oriente. Naturalmente, padecieron
muchos males durante las invasiones de los bárbaros del norte que
inundaron el Imperio de Occidente después de su definitiva separación,
en el año 395, del Imperio Oriental de Constantinopla. En medio de las
convulsiones políticas que evidentemente se derivaron de dichas
invasiones, los judíos se fueron convirtiendo gradualmente en dueños del
comercio, que los conquistadores del Imperio de Occidente, adictos a
las artes de la guerra, nunca tuvieron tiempo ni vocación de seguir. No
parece que, en los distintos estados que pronto surgieron al
desmembrarse el imperio, las numerosas colonias de judíos hubiesen
quedado sujetas durante mucho tiempo a medidas restrictivas, salvo en
relación con su comercio de esclavos. Los vándalos les dejaron en
libertad para ejercer su religión. Fueron tratados justamente en Italia
por los reyes de los ostrogodos y por los pontífices romanos; en Galia,
por los primeros merovingios; y en España, por los visigodos hasta la
conversión del Rey Recaredo al catolicismo (589), y, sobre todo, hasta
la ascensión de Sisebuto (612), quien, deplorando el hecho de que las
leyes de Recaredo contra los judíos hubieran sido poco más que letra
muerta, decidió reforzarlas de inmediato y, de hecho, añadió, en primer
lugar, el interdicto de que los judíos debían liberar a todos sus
esclavos y, después, que debían escoger entre el bautismo o ser
deportados. La legislación antijudía fue establecida en una fecha muy
anterior en los dominios francos. La hostilidad contra los judíos quedó
de manifiesto, en primer lugar, en Borgoña, bajo el Rey Segismundo
(517), y desde aquí se extendió a todos los países francos. En el año
554, Childeberto I de París les prohibió aparecer en la calle desde el
Domingo de Resurrección hasta el domingo de Pentecostés; en 581,
Chilperico les obligó a recibir el bautismo; en 613, Clotario II
sancionó nuevos decretos contra los judíos; y en el año 629, Dagoberto
les obligó a escoger entre el bautismo y la expulsión. De esta manera,
las leyes contra los judíos, tanto en España como en Francia, fueron
alcanzando progresivamente un grado de severidad desconocido incluso
para los perseguidores orientales del judaísmo, tales como Justiniano I
(527-565) y Heraclio (610-641). Con todo, los edictos de estos
emperadores bizantinos fueron lo suficientemente fastidiosos. De hecho,
los decretos de Justiniano exacerbaron de tal manera a los judíos de
Palestina que, a pesar de las persecuciones de sus compatriotas judíos
de Mesopotamia por los reyes persas Cosroes I (531-579), Ormuzd IV
(579-591), y Cosroes II (590-628), aprovecharon la primera oportunidad
para vengarse, uniéndose a Cosroes II en sus luchas contra Heraclio.
Durante la invasión persa y la ocupación de Palestina cometieron
terribles excesos contra los cristianos pero, finalmente, encontraron un
merecido castigo con la persecución que Heraclio, otra vez señor de
Judea, inició contra ellos.



La ascendencia musulmana (628-1038)

El avance del mahometismo, con cuyo poder ya estaban en contacto los
judíos de Arabia desde sus primeros momentos, marca el comienzo de un
nuevo periodo en la historia del pueblo judío. Varios siglos antes del
nacimiento de Mahoma (aproximadamente, en el año 570), los judíos tenían
importantes asentamientos en Arabia y, con el transcurso del tiempo,
habían adquirido una influencia considerable entre la población pagana.
De hecho, lo cierto es que, en Arabia del Sur (Yemen), existieron al
mismo tiempo un reino árabe-judío, que se extinguió en el año 530, y un
rey cristiano de Abisinia. Pero, aunque habían perdido su condición
real, los judíos de Arabia eran todavía muchos y poderosos en Hedjaz, al
norte de Yemen. Incluso había una pequeña población de judíos en La
Meca, el lugar de nacimiento de Mahoma; de esta forma, es posible que el
contacto con los judíos de esa ciudad fuera uno de los medios a través
de los cuales el fundador del Islam conociera el judaísmo, sus creencias
y sus patriarcas. Este conocimiento llegó a ser, naturalmente, más
profundo después de la Hégira (Huida) de Mahoma (622) a Medina, el
centro principal de los judíos de Arabia. Para atraer a los israelitas a
su causa, el Profeta otorgó distintas concesiones a su religión y
adoptó algunas de sus costumbres. Pero cuando todo esto dejó de ser
útil, y puesto que los judíos eran una constante amenaza, resolvió
librarse de sus tribus una a una. En primer lugar, expulsó a los judíos
próximos a Medina y, posteriormente (628), sometió a los de las comarcas
de Khaibar y de Wadi al-Kura a un tributo anual equivalente a la mitad
de la producción de la tierra. Después de la muerte de Mahoma (632 d.
C.), el califa Abu Bakr toleró a los judíos que quedaban en Khaibar y
al-Kura; pero esta tolerancia cesó bajó Omar, el segundo sucesor del
profeta. Durante el corto califato de Omar (634-644), Siria, Fenicia,
Persia, Egipto y Jerusalén cayeron bajo la influencia del Islam. Los
judíos fueron bastante bien tratados por sus nuevos gobernantes.
Verdaderamente, el llamado "Pacto" de Omar (640) impuso ciertas
restricciones a los judíos en todo el mundo musulmán, pero dichas
restricciones no se pusieron en práctica durante su vida.


En recompensa por la valiosa ayuda de los judíos de Babilonia en
las campañas de Omar contra Persia, este califa les otorgó varios
privilegios, entre los cuales se puede mencionar el reconocimiento de su
exilarca Bostanaï (642). Bajo el cuarto califa del Islam, Alí
(656-661), la comunidad judía de Irak (Babilonia) llegó a estar mucho
mejor organizada y asumió la apariencia de un estado independiente, en
el que las escuelas talmúdicas de Sura y Pumbedita florecieron de nuevo.
El exilarca y el director de la escuela de Sura, con su nuevo título de
gaón (658), tenían el mismo rango. El cargo del primero era político
mientras que el del segundo era claramente religioso. El exilarca, tanto
en presencia como en modo de vida, era un príncipe. Así, ocurrió que
los judíos esparcidos por todo el mundo musulmán se convencieron a sí
mismos de que en la propia tierra de Abraham sobrevivía un príncipe de
la Cautividad que había retomado el cetro de David. Para ellos, las
cabezas de las escuelas de Babilonia eran los representantes de los
tiempos ideales del Talmud. Cuanto más se extendía el dominio de los
omeyas (661-750), más adeptos ganaban los jefes de los judíos de
Babilonia. La gran libertad de la que disfrutaron los judíos bajo el
gobierno del Islam les permitió cultivar el Paitanismo, o poesía
neo-hebraica, y empezar sus trabajos masoréticos (ver Masora).


Entretanto, sus compatriotas judíos fueron menos afortunados en
España, donde muchos de los gobernantes del s. VII dictaron severas
leyes contra el judaísmo. Hacia finales de dicho siglo, Egica les
prohibió poseer tierras y casas, relacionarse o comerciar con el norte
de África e, incluso, realizar negocios con los cristianos. Después de
haber descubierto un complot de los judíos con los moros para
derrocarle, el rey de los visigodos condenó a todos los judíos de sus
estados a la esclavitud y mandó que todos sus hijos de siete años o más
fueran entregados a los cristianos para que fueran educados entre ellos.
Este estado de cosas llegó a su fin bajo Rodrigo, segundo sucesor de
Egica y último rey visigodo en España. Con numerosos judíos en su
ejército, los musulmanes pasaron desde África a Andalucía y derrotaron y
dieron muerte a Rodrigo (julio del año 711); España fue conquistada
gradualmente y, en el año 720, los sarracenos ocuparon Septimania, una
dependencia del reino de los godos al norte de los Pirineos. En la
España musulmana, los judíos, gracias a cuya ayuda los conquistadores
alcanzaron, en gran parte, sus victorias, obtuvieron la libertad. De
hecho, los judíos disfrutaron de un largo periodo de paz y de seguridad.
Aparte de las persecuciones iniciadas en el año 720 por el califa de
Damasco, Omar II, y en el año 723 por el emperador de Bizancio, León
III, los judíos prosperaron en todas partes hasta mediados del s. IX.
Durante este periodo, el gran reino de los kazakos, situado al oeste del
Mar Caspio, y que hizo temblar a los persas, abrazó el judaísmo
(aproximadamente en el año 745); durante más de dos siglos y medio, sus
gobernantes fueron exclusivamente judíos. Después de los califas omeyas,
uno de los cuales tuvo a un judío como preceptor, llegaron los
abasidas, hasta después de Harun al-Rasid (fallecido en 809), quienes no
parece que molestaran seriamente a los ciudadanos judíos; durante esa
época, las escuelas talmúdicas de Babilonia estaban repletas de oyentes
y, si no hubiera sido por sus disensiones internas, religiosas (los
caraítas) y políticas (disputas por la dignidad del exilarca), los
judíos de Babilonia habrían sido felices, pues se les permitió continuar
enseñando. Durante este siglo, los judíos fueron prósperos, sin duda,
en la España musulmana (con su Califato de Córdoba independiente desde
el año 756 d. C.), aunque realmente se están investigando los detalles
concernientes a su situación en dicha época. En Francia, la población
judía no estuvo sometida a ninguna restricción importante, ni bajo
Pepino (752-768) ni bajo Carlomagno (764-814), mientras que bajo Luis I
(814-840) disfrutó, incluso, de favores y privilegios especiales, puesto
que el rey tuvo como consejero particular a un médico judío llamado
Zedekiah y protegió activamente los intereses de los judíos contra el
poder de sus adversarios.


De esta manera, con la excepción de una pasajera persecución bajo
los dos hijos de Harun al-Rasid, los judíos no fueron molestados
durante, aproximadamente, 100 años. Pero todo cambió a mediados del s.
IX en, prácticamente, todas partes. En Oriente, se reanudaron las
persecuciones contra los judíos por los emperadores bizantinos de la
dinastía de los macedonios (842-1056) y por el califa abasida
al-Motawakel, quien, en el año 853, volvió a instaurar el Pacto de Omar y
bajo cuyos sucesores en el califato de Bagdad la comunidad judía de
Irak fue perdiendo cada vez más prestigio y fue suplantada en este
sentido por la de España: el exilarca dejó de ser, poco a poco, un cargo
de estado y finalmente se extinguió (aproximadamente en el año 940)
debido, sobre todo, a las disputas entre los gaones de Sura y de
Pumbedita; el propio gaonato, durante cierto tiempo hecho famoso por
Sa'adya, desapareció finalmente debido a la opresión del débil califato
(1038, aproximadamente). Durante la dinastía de los califas fatimíes
(909-1171), cuyo gobierno se extendió por el norte de África, Egipto y
Siria, los judíos padecieron aún más. Hacia la mitad del s. X, el reino
judío de los Kazakos fue destruido por los rusos. En Occidente, la
totalidad del pueblo judío no fue otra cosa sino una raza despreciada y
perseguida. Es cierto que Carlos el Calvo (840-877) los protegió
efectivamente, pero sus débiles sucesores carlovingios y los primeros
Capetos no tuvieron la suficiente autoridad como para continuar
haciéndolo. En Italia, ya en el año 855, Luis II ordenó la deportación
de todos los judíos italianos; su orden no consiguió alcanzar el
objetivo deseado debido, simplemente, a la calamitosa situación por la
que atravesaba el reino en aquellos momentos. En Alemania, donde "judío"
era sinónimo de "mercader", los emperadores estuvieron durante mucho
tiempo encantados de poder recaudar un impuesto especial de toda la
población judía; pero, finalmente, Enrique II (1002-1024) expulsó de
Mainz (Maguncia) a los judíos que no quisieron ser bautizados y es
probable que este decreto fuera aplicado a otras comunidades.


España (Navarra, Castilla, y León) también persiguió a los judíos
aunque, a finales del s. X, sus gobernantes les reconocieron en muchos
aspectos iguales derechos que al resto de la población. En la España
musulmana, sin embargo, el pueblo judío fue libre, tanto política como
religiosamente. Bajo los impulsores de la ciencia y de las artes, como
fueron los califas de la dinastía Omeya, Abderramán III (fallecido en
961), Al-Hakem (fallecido en 976), y el regente Almanzor (fallecido en
1002), los judíos florecieron en la España árabe y llegaron a ser
famosos por sus conocimientos y por sus actividades comerciales e
industriales. Las escuelas talmúdicas de Córdoba, Lucena y Granada
sustituyeron a las de Sura y Pumbedita, bajo el alto patronazgo de los
estadistas Hasday, Jacob Ibn-Jau, y Samuel Haleví. Durante este periodo,
Ibn-Abitur realizó en España una traducción al árabe de la Mishná, y
Gersom ben Judá (fallecido en 1028) compuso en Mainz los primeros
comentarios sobre el Talmud.



Época de las Cruzadas (1023-1300)

En muchos aspectos, la España musulmana debía muchísimo a la
población judía; sin embargo, en 1066, los judíos fueron expulsados del
Reino de Granada. También, en varios sentidos, los jóvenes reinos de la
España Cristiana estaban en deuda con sus habitantes judíos; no
obstante, Fernando I el Magno los sometió a medidas enojosas y solamente
se evitó que se levantara la espada contra ellos gracias a la
intervención del clero. Sin embargo, estos acontecimientos no fueron mas
que tormentas pasajeras; bien pronto, Alfonso VI (1071-1109) utilizó
libremente a los judíos en sus operaciones diplomáticas y militares,
mientras que en otros estados musulmanes, distintos de Granada, la
cultura judía alcanzó el cenit de su esplendor. La época de las
persecuciones contra los judíos empezó realmente con la Primera Cruzada
(1096-1099). Los cruzados protagonizaron entre mayo y julio de 1096
sangrientas escenas contra los judíos de Tréveris, Worms, Mainz,
Colonia, y otras ciudades renanas; estas escenas se repitieron a medida
que los cruzados avanzaban por las ciudades del Main y del Danubio,
hasta Hungría. Muchas veces los obispos y los príncipes estaban del lado
de las víctimas pero, debido a distintas razones, no tuvieron el poder
suficiente para protegerlos efectivamente. Con la captura de Jerusalén,
el 15 de julio de 1099, los cruzados descargaron una terrible venganza
sobre los judíos de la ciudad caída.


El intervalo entre la Primera y la Segunda Cruzada fue un periodo
de descanso y de recuperación para el pueblo judío. No fueron
perturbados ni en Inglaterra, ni en Alemania, ni siquiera en Palestina;
mientras, en España y en Francia, alcanzaron un alto grado de
prosperidad y de influencia y desarrollaron activamente estudios
literarios y talmúdicos bajo la guía de Judá Haleví y de los hijos de
Rasi. En 1146, en vísperas de la Segunda Cruzada, empezó la violenta
persecución de los almohades del norte de África y del sur de España
contra los judíos; esta persecución trajo como consecuencia la
destrucción inmediata de las sinagogas y de las escuelas judías y habría
supuesto la práctica exterminación de los judíos de la España musulmana
si no hubiera sido porque la mayoría de ellos encontraron refugio en
los dominios cristianos de Alfonso VIII (fallecido en 1157). Entonces
llegó la Segunda Cruzada (1147-1149), con sus atrocidades contra los
judíos en Colonia, Mainz, Worms, Spira y Estrasburgo, a pesar de las
protestas de San Bernardo y de Eugenio III, y de los esfuerzos de los
prelados alemanes y del emperador Conrado III en su favor; y con el más
deplorable de los resultados, a saber, el mayor sometimiento de los
judíos de Alemania a la Corona. Los siguientes cincuenta años fueron, en
conjunto, un periodo de paz y de prosperidad para el pueblo judío: en
España, donde Judá ibn-Ezra fue administrador del palacio, con Alfonso
VIII; en Mesopotamia, donde Mohammed Almuktafi restableció la dignidad
de exilarca; en las Dos Sicilias, donde los judíos tuvieron los mismos
derechos que el resto de la población; en Italia, donde el papa
Alejandro II les fue favorable y donde el Tercer Concilio de Letrán
(1179) aprobó decretos que protegían su libertad religiosa; en
Inglaterra y en sus provincias de Francia, donde los judíos fueron muy
florecientes bajo Enrique Plantagenet (c. 1189); en la misma Francia,
donde bajo los benignos reinados de Luis VI y Luis VII (1108-1180)
prosperaron notablemente en todos los sentidos. Pero todavía, en alguno
de esos países, persistía un odio profundamente asentado contra los
judíos y su religión. Este odio se manifestó cuando, en 1171, los judíos
de Blois fueron quemados bajo la acusación de que habían utilizado
sangre de cristianos para celebrar la Pascua, y permitió a Felipe
Augusto, en el año de su ascensión al trono (1180), expulsar a los
judíos de sus dominios y decretar la confiscación de todos sus bienes
raíces.


Este sentimiento de odio quedó puesto de manifiesto de manera
especial con motivo de la Tercera Cruzada (1189-1192). Los judíos fueron
masacrados en varias ciudades de Inglaterra el día de la coronación de
Ricardo I, el 3 de septiembre de 1189, y también poco tiempo después, en
1190. Aproximadamente en las mismas fechas, los cruzados asesinaron a
los judíos en diferentes plazas de la comarca del Rin, en Viena. Cuando,
en 1198, se organizaba una nueva Cruzada (1202-1204), muchos caballeros
del norte de Francia quedaron liberados de las deudas que tenían
contraídas con acreedores judíos, quienes fueron, posteriormente,
expulsados de sus dominios. Sin embargo, Felipe Augusto recibió a los
exiliados en su propio territorio, aunque lo hizo principalmente movido
por la codicia. Los judíos apelaron a Inocencio III para que pusiera
freno a la violencia de los cruzados; y, en respuesta, el pontífice
emitió una Constitución que prohibía terminantemente los grupos
violentos y obligaba al bautismo; pero esta Constitución tuvo,
aparentemente, escaso o ningún efecto.


El año 1204, en el cual tuvo lugar el final de la Cuarta Cruzada,
marca el principio de todavía mayores desgracias para los judíos. Ese
año fue testigo de la muerte de Maimónides, la mayor autoridad judía del
s. XII, y del primero de los numerosos esfuerzos realizados por
Inocencio III para evitar que los príncipes cristianos mostraran
preocupación por sus súbditos judíos. Poco después, los judíos del sur
de Francia sufrieron dolorosamente durante la guerra contra los
albigenses, que no terminó hasta 1288. En 1210, los de Inglaterra fueron
maltratados por el rey Juan sin Tierra y sus bienes confiscados para el
Tesoro. Más tarde, los judíos de Toledo eran asesinados por los
cruzados (1212). Las normas de los concilios de la época fueron, en
general, desfavorables a los judíos y culminaron, en 1215, con las
medidas antijudías del Cuarto Concilio de Letrán, entre las cuales se
pueden mencionar la exclusión de los judíos de cualquier cargo público y
el decreto según el cual los judíos debían llevar un distintivo que los
identificase. Aparte de toda la legislación en su contra, los judíos
estaban divididos entre ellos respecto a la ortodoxia de los escritos de
Maimónides. Los decretos lateranenses contra los judíos fueron
endurecidos paulatinamente allí donde fue posible y comenzaron nuevas
persecuciones por parte de reyes y de cruzados; los reyes de Inglaterra
se destacaron especialmente por las exacciones de dinero de entre sus
súbditos judíos.


En muchos lugares se produjeron excesos en la aplicación de los
decretos lateranenses, de manera que, en 1235, Gregorio IX se sintió
obligado a confirmar la Constitución de Inocencio III y, en 1247,
Inocencio IV emitió una Bula reprobando las falsas acusaciones y los
diversos excesos que se estaban cometiendo contra los judíos.
Escribiendo a los obispos de Francia y Alemania, este último pontífice
decía:


Parte de los clérigos, príncipes, nobles y grandes señores de
vuestras ciudades y diócesis han inventado planes impíos contra los
judíos, privándoles injustamente y por la fuerza de sus bienes y
apropiándoselos ellos mismos; . . . los han acusado falsamente de
repartirse, para celebrar la Pascua, el corazón de un muchacho asesinado
. . . En su malicia, atribuyen a los judíos todos los asesinatos que se
cometen, cualquiera que sea la circunstancia en la que ocurran. Y,
sobre la base de estas y otras invenciones, han actuado con furia contra
ellos, despojándolos de su propiedades sin ninguna acusación formal,
sin confesión, sin ningún juicio legal y sin pruebas, contrariando los
privilegios que les otorga la Sede Apostólica. . . . Oprimen a los
judíos haciéndolos pasar hambre, encarcelándolos y sometiéndolos a
torturas y sufrimientos; los afligen con toda clase de castigos y, a
veces, incluso los condenan a muerte; de esta manera, los judíos, aunque
viven bajo príncipes cristianos, se encuentran en una situación peor
que la que padecieron sus antepasados en la tierra de los Faraones. Se
les obliga a vivir sin esperanza en la tierra en la que han morado sus
antepasados desde tiempos inmemoriales . . . . Puesto que es nuestro
deseo que no vuelvan a ser molestados, . . . ordenamos que os comportéis
con ellos de forma amable y amistosa. Cuando llegue a vuestros oídos la
noticia de que se ha perpetrado cualquier injusticia contra ellos,
reparad los daños cometidos y haced que no vuelvan a padecer semejantes
tribulaciones.


En general, no parece que se hizo mucho caso de las protestas de
los pontífices romanos en los estados cristianos. En 1254, casi todos
los judíos de Francia habían sido desterrados de sus dominios por San
Luis. Entre 1257 y 1266, Alfonso X de Castilla compiló un código de
leyes que contenían cláusulas muy severas contra los judíos y aceptaba
las sangrientas acusaciones que habían sido reprobadas por Inocencio IV.
Durante los últimos años de Enrique III (fallecido en 1272), los judíos
de Inglaterra fueron de mal en peor. En esa época, el papa Gregorio X
emitió una Bula ordenando que no se hiciera ningún daño ni a las
personas ni a sus bienes (1273); pero no se pudo reprimir el odio
popular contra los judíos, a quienes se acusaba de usura, del uso de
sangre cristiana en la celebración de la Pascua, etc.; y el s. XIII, que
había sido testigo de la persecución de los judíos en toda la
cristiandad, salvo en Austria, Portugal e Italia, se cerró con su total
expulsión de Inglaterra, en 1200, bajo Eduardo I y las carnicerías en
Alemania, en 1283 y 1298. Durante este periodo tuvieron lugar
discusiones públicas, aunque sin éxito, sobre la conversión de los
judíos. Más adelante, en la sección "JUDAÍSMO: (4) Judaísmo y
Legislación de la Iglesia", se da más información sobre la severidad de
las medidas adoptadas por los papas o por los concilios en relación con
los judíos y sobre las razones de los prejuicios y del odio popular
contra ellos.



Finales de la Edad Media (1300-1500)

A principios del s. XIV, los rabinos judíos estaban divididos en
relación con el valor del Zohar, el libro sagrado de los cabalistas (ver
CÁBALA), que había sido publicado recientemente por Moisés de León.
Pero aún se produjo una división más profunda entre ellos en relación
con el cultivo de la filosofía de Aristóteles y de la literatura y de
las ciencias humanísticas; el resultado fue una pública prohibición, en
1305, por parte de varios dirigentes judíos, contra el estudio de la
ciencia. El año siguiente (1306), Felipe IV saqueó y expulsó a los
judíos de Francia, algunos de los cuales viajaron hasta Palestina para
disfrutar de libertad bajo el gobierno del sultán mameluco Nasir
Mohammed (fallecido en 1341), mientras que la mayor parte permaneció en
la frontera francesa pensando que la avaricia del rey, causante de su
deportación, les proporcionaría un pronto retorno. Entretanto, sus
correligionarios de Castilla estuvieron a punto de evitar la adopción de
medidas estrictas contra sus derechos y sus privilegios (1313). Los
judíos deportados de Francia fueron llamados de nuevo por Luis X, en
1315, y admitidos durante doce años. Pero, ya en 1320, se produjo contra
ellos una sangrienta persecución por parte de unos 40.000 pastoureaux
que fingieron estar de camino para recuperar el Santo Sepulcro. En 1321,
los judíos fueron acusados por los leprosos de haber envenenado las
fuentes y los ríos, después de lo cual se produjo una nueva persecución.
Ese mismo año, y debido a las intrigas contra ellos, los judíos de
Roma, que entonces constituían una sociedad muy floreciente con una
literatura desarrollada, habrían sido expulsados del territorio romano
por Juan XXII, que residía en Aviñón, si no hubiera sido por la oportuna
intervención de Roberto de Anjou, Vicario General de los Estados
Pontificios. En Castilla, donde los judíos tuvieron gran influencia con
Alfonso XI (1312-1350), fracasaron diversos planes urdidos contra ellos,
y el rey se mostró siempre favorable a su causa hasta el día en que
murió. Sus enemigos tuvieron más éxito en Navarra con ocasión de la
guerra de independencia que esta provincia libró contra Francia. Puesto
que los judíos estaban aparentemente de parte de la secesión, fueron
sometidos a una violenta persecución durante el transcurso de la guerra
(1328) y a medidas opresoras después de que Navarra se convirtiera en un
reino independiente.


En Alemania, la suerte de los judíos fue todavía peor durante las
revueltas y las guerras civiles que tuvieron lugar en el reinado de
Luis IV (1314-1347). Durante dos años consecutivos (1336 y 1337), los
Armleder, campesinos que llevaban una pieza de piel enrollada alrededor
del brazo, infligieron sufrimientos indecibles a los judíos habitantes
de Alsacia, Renania y Suabia. También en 1337, bajo la acusación de
haber profanado una Hostia consagrada, los judíos de Baviera fueron
objeto de una matanza que pronto se extendió a los de Bohemia, Moravia y
Austria, aunque Benedicto XII había emitido una Bula prometiendo una
investigación sobre el asunto. Por otra parte, Luis IV, que siempre
había tratado a sus súbditos judíos como a simples esclavos, los sometió
esta vez (c. 1342) a un nuevo y más oneroso impuesto. Las mayores
masacres contra los judíos ocurrieron entre 1348 y 1349, cuando el
terrible azote conocido como la "Peste Negra" asoló Europa. La noticia,
dada por los cristianos, de que eran los judíos quienes habían causado
esta calamidad envenenando los pozos, se extendió rápidamente y fue
creída en la mayor parte de las ciudades de Europa Central, a pesar de
las Bulas emitidas por Clemente VI, en julio y septiembre de 1348,
declarando su falsedad. Además, a pesar del hecho de que el mismo
pontífice había ordenado solemnemente que no se obligara a los judíos a
bautizarse, que se respetaran sus sábados (sabbaths), festividades,
sinagogas y cementerios, y que no se les impusieran nuevos impuestos,
los judíos fueron saqueados y asesinados en muchos países de Europa
Central y Europa del Norte. Los años siguientes fueron, en conjunto, un
periodo de descanso para el pueblo judío, después de tantas
persecuciones. En Castilla, los judíos obtuvieron una gran influencia en
tiempos de Don Pedro (1360-1369), y los percances que les ocurrieron se
debieron en parte a que, con frecuencia, se aprovechaban de su poder
para quedarse con los bienes de la gente a través de la exacción de
impuestos y, en parte, a su constante lealtad a la causa de Don Pedro,
durante la guerra civil que estalló entre él y Don Enrique. Este último,
después de subir al trono, se mostró favorable a los judíos y sólo a
regañadientes estuvo de acuerdo con algunas medidas restrictivas
impulsadas por las Cortes, en 1371. En Alemania, fueron readmitidos en
1355, incluso en las ciudades que habían jurado que no permitirían que
ningún judío pudiera habitar dentro de sus murallas en los próximos 100 ó
200 años.


En Francia, el Rey Juan (1361) les concedió privilegios
especiales, que los judíos disfrutaron ampliamente en tiempos de su
sucesor, Carlos V (1364-1380). Pero los últimos veinte años del s. XIV
fueron, otra vez, desastrosos para los judíos en Europa. En Francia,
nada más morir Carlos V, estallaron revueltas populares contra los
judíos por su excesiva usura y por su resistencia a ser bautizados y a
abjurar, todo lo cual terminó con el exilio permanente de la población
judía (1394). En España, el reinado de Juan I (fallecido en 1390) fue
testigo de un importante recorte del poder y de los privilegios de los
judíos; y el de Enrique III (fallecido en 1406) se distinguió por
sangrientos asaltos en muchas ciudades de Castilla y de Aragón e,
incluso, en la isla de Mallorca, donde, a raíz de estos acontecimientos,
numerosos judíos abrazaron el cristianismo. También en Alemania, (1384)
y en Bohemia (1389, 1399) se produjeron persecuciones contra los
judíos. Bonifacio IX había protestado, aunque en vano, contra tales
ultrajes y matanzas (1389); tan sólo en sus estados, en Italia y en
Portugal el pueblo judío disfrutó, en alguna medida, de paz durante
estos años de carnicería.


A principios del s. XV los judíos disfrutaron de un cierto
descanso en casi todos los países en los que se les había permitido
permanecer o a los que habían huido, escapando de las persecuciones en
Francia y España. Pero tales días de paz no duraron mucho. En 1408 se
publicó, en nombre del infante rey de Castilla, Juan II, un edicto que
reavivaba los estatutos de Alfonso X, que permanecían dormidos, contra
los judíos; y poco después (1412) se publicó un severo edicto que
pretendía aislar a los judíos de los cristianos, por miedo a que la
relaciones entre ambos pudieran dañar la verdadera Fe e inducir a los
cristianos a abandonar su religión. De hecho, degradados de mil maneras,
confinados en las "Juderías" y privados, prácticamente, de medios de
subsistencia, muchos judíos se rindieron a las exhortaciones de San
Vicente Ferrer y recibieron el bautismo, mientras que otros perseveraron
en el judaísmo y vieron sus miserias algo aliviadas por el edicto real
de 1414. La persecución se extendió gradualmente a todas las provincias
españolas, donde San Vicente llevó a cabo muchas conversiones.
Finalmente, amanecieron días de luz para los judíos de España, después
de la muerte de Fernando, Rey de Aragón (1416) y de Catalina, Regente de
Castilla (1419), y después de la publicación de la siguiente
declaración solemne de Martín V (1419) en su favor: "Considerando que
los judíos han sido creados a imagen de Dios y que, un día, parte de
ellos se salvará, y considerando que han implorado nuestra protección:
siguiendo los pasos de nuestros predecesores, mandamos que los judíos no
sean molestados en sus sinagogas; que no se ataquen ni sus leyes ni sus
derechos ni sus costumbres; que no sean bautizados a la fuerza; que no
se les obligue a observar las fiestas cristianas ni a llevar ningún
nuevo distintivo; y que no se les impida tener relaciones de negocio con
los cristianos". Pero entonces empezaron nuevas persecuciones contra la
población judía de Europa Central. En medio de su angustia, los judíos
de Austria y Alemania apelaron al mismo pontífice quien, en 1420, volvió
a alzar la voz en su favor y, en 1422, confirmó sus antiguos
privilegios. Sin embargo, los judíos de Colonia fueron expulsados en
1426, y los de varias ciudades del sur de Alemania quemados bajo la
vieja acusación de delitos de sangre (1431). Para aumentar sus
desgracias, el Concilio de Basilea renovó las antiguas medidas
restrictivas contra los judíos e ideó otras nuevas (1434); el Archiduque
de Austria, Alberto, que les era adverso, fue nombrado Emperador de
Alemania (1437-1439); y el nuevo papa, Eugenio IV (1431-1447), en un
principio bien dispuesto hacia los judíos, se mostró en esta época menos
amistoso con ellos.


Entretanto, las comunidades judías de Castilla prosperaron bajo
Juan II, quien promovió a varios judíos a cargos públicos y quien, en
1432, confirmó el estatuto del Sínodo Judío de Ávila, prescribiendo el
establecimiento de escuelas separadas. Sin embargo, con el transcurso
del tiempo, los cristianos españoles se quejaron ante el Papa de la
arrogancia de los judíos de Castilla y, en consecuencia, Eugenio IV
emitió una Bula desfavorable (1442) que redujo enormemente la
prosperidad y la influencia de los judíos de España y que fue
prácticamente repetida, en 1451, por Nicolás V (1447-1455). Sin embargo,
este pontífice se opuso claramente a tanta violencia contra los judíos y
requirió a los Inquisidores de la Fe no sólo que reprimieran el odio
popular contra ellos sino que, además, no se les obligara a ser
bautizados ni se les molestara de ninguna otra forma. Pero todavía se
produjeron importantes persecuciones contra los judíos de Europa Central
en tiempos de Nicolás V; los fugitivos encontraron refugio y acogida
casi exclusivamente en el nuevo Imperio Turco, comenzado por Mehmet II,
conquistador de Constantinopla, en 1453. El Emperador de Alemania,
Federico III, era débil y vacilante, de manera que, prácticamente hasta
finales de su reinado (1493), los judíos que permanecían en Europa
Central fueron sometidos repetidamente a miserias y humillaciones. Los
judíos de Italia vivieron mejor durante este periodo, debido al hecho de
que las florecientes repúblicas de Venecia, Florencia, Génova y Pisa
los apreciaban y los necesitaban como prestamistas y como diplomáticos; y
merece la pena destacar que los judíos de Italia se aprovecharon muy
pronto del recién inventado arte de la tipografía. También en España la
población judía vivió en relativa paz y tranquilidad en tiempos de
Enrique IV de Castilla (1454-1474) y Juan II de Aragón (1458-1479),
puesto que, aparte de unas pocas revueltas populares dirigidas contra
ellos, la persecución más importante en España cayó sobre los
"marranos", o judíos convertidos a la fuerza, para quienes el
cristianismo no fue sino una forma de encubrir su ambición o su
debilidad. Incluso después de que Fernando II e Isabel I unieran
Castilla y Aragón bajo un mismo cetro (1479), los judíos no fueron
molestados (excepto en Andalucía) hasta la caída de Granada, protegidos,
como estaban, por Isaac Abrabanel, ministro de finanzas judío. Pero la
conquista del rico Reino de Granada hizo, aparentemente, que Fernando e
Isabel no consideraran ya indispensables a los judíos en España, como si
de hecho estuvieran fuera de lugar en sus reinos, que ambos deseaban
que fueran cristianos. En 1492 publicaron, sin la aprobación de
Inocencio VII, un decreto expulsando de España a todos los judíos, y
ello a pesar de las súplicas de Abrabanel, que ofreció una inmensa suma
de dinero.


Verdaderamente, fueron grandes las desgracias que sucedieron a
los empobrecidos judíos en el exilio. En Navarra tuvieron que escoger,
finalmente, entre la expulsión o el bautismo. En las ciudades portuarias
de África, donde se les permitió desembarcar, quedaron diezmados por
las plagas y el hambre. En los barcos genoveses fueron sometidos a los
tratos más brutales y los judíos que desembarcaron cerca de Génova
quedaron reducidos a la inanición o abandonaron el judaísmo. En Roma,
sus compañeros judíos ofrecieron 1.000 ducados a Alejandro VI para
impedir su admisión, oferta que fue rechazada con indignación. En
Nápoles, fueron recibidos con compasión por Fernando I, pero también
fueron asesinados en gran número debido a la peste que se declaró entre
ellos. En Portugal, Juan II los toleró solamente durante ocho meses,
después de los cuales todos los judíos que permanecían allí fueron
convertidos en esclavos. Es cierto que, en un principio, su sucesor,
Emmanuel (1495-1521), liberó a los judíos esclavizados pero, finalmente,
en diciembre de 1496 firmó un decreto expulsando de Portugal a todos
los judíos que hubieran rechazado ser bautizados; en 1497, el decreto se
puso en práctica. El país donde los judíos expulsados de España
recibieron mayor hospitalidad fue Turquía, que entonces estaba gobernada
por Bayaceto II.



Edad Moderna (1500-1700)

Estas expulsiones de judíos dieron origen en el s. XVI a la
importante división de los judíos de Europa en "sefardíes" (judíos de
España y Portugal) y "askenazíes" (judíos de Alemania y Polonia),
llamados así debido a dos palabras bíblicas relacionadas por los rabinos
medievales con España y Alemania, respectivamente. En todas partes
donde se asentaron, los sefardíes conservaron sus ritos particulares y
también sus formas tradicionales de hablar, comportarse, vestir, etc.,
lo cual estaba en acusado contraste con los de los askenazíes y les
aseguraba una influencia que los últimos no tuvieron, a pesar de su
mayor conocimiento del Talmud y de su mayor fidelidad a las virtudes y
tradiciones antiguas. Así, durante la Edad Moderna se formaron dos
corrientes profundas dentro del judaísmo, que requieren ser tratadas por
separado. En Italia, los sefardíes encontraron refugio, sobre todo en
Roma, Nápoles, Florencia y Ferrara, donde pronto se unieron a numerosos
marranos procedentes de España y Portugal, que profesaban de nuevo el
judaísmo. En Nápoles disfrutaron de la alta protección de Samuel
Abrabanel, un rico judío que, aparentemente, administraba las finanzas
del virrey, Don Pedro de Toledo. En Ferrara y en Florencia, los judíos y
marranos fueron bien tratados por los respectivos gobernantes de dichas
ciudades; e incluso en Venecia, donde se consideró la conveniencia de
su expulsión por miedo a que su presencia pudiera perjudicar los
intereses de los mercaderes nativos, fueron simplemente confinados al
primer ghetto italiano (1516). Los primeros pontífices romanos del s.
XVI tuvieron médicos judíos y favorecieron a los judíos y los marranos
de sus estados. Sin embargo, pronto llegó el momento en el que los
judíos sefardíes de Italia empezaron a sentirse de manera distinta. En
1532, la acusación de asesinar a niños trajo como consecuencia el
exterminio de los judíos de Roma. En 1555, Pablo IV restableció los
antiguos cánones contra los judíos que les prohibían el ejercicio de la
medicina, la práctica del comercio a gran escala y la propiedad de
inmuebles. También los confinó a un ghetto y les obligó a llevar un
distintivo judío. En 1569, Pío IV expulsó a los judíos de los Estados
Pontificios, excepto de Roma y Ancona. Sixto V (1585-1590) los volvió a
llamar pero, inmediatamente después de él, Clemente VIII (1592-1605) los
desterró de nuevo, parcialmente, en el preciso momento en que los
marranos de Italia perdían su último lugar de refugio en Ferrara.
Similares desgracias cayeron sobre el pueblo judío en otros estados de
Italia, a medida que la dominación española se extendía allí: Nápoles
expulsó a los judíos en 1541; Génova, en 1550; Milán, en 1597. A partir
de este momento, la mayoría de los fugitivos sefardíes se limitaban a
pasar a través de Italia, de camino hacia el Imperio Turco.


Durante todo este periodo, Turquía fue, de hecho, un paraíso de
descanso para los sefardíes. Bayaceto II (fallecido en 1512) y sus
sucesores inmediatos se dieron perfecta cuenta de los servicios que los
judíos exilados podrían rendir al nuevo imperio musulmán de
Constantinopla y, por lo tanto, los recibieron adecuadamente en sus
estados. Bajo Selim II (1566-1574), el marrano José Nasí, llegó a ser
Duque de Naxos y gobernante virtual de Turquía, y usó su inmenso poder y
su riqueza en beneficio de sus correligionarios, tanto dentro como
fuera de las fronteras. Después de la muerte de Nasí, su influencia
pasó, parcialmente, a Askenazi, y también a la judía Esther Kiera, quien
desempeñó un importante papel en tiempos de los sultanes Amurates III,
Mehmet III, y Ahmet I. Durante el resto del periodo, los judíos de
Turquía fueron, generalmente, prósperos bajo la guía de sus rabinos. Sus
comunidades se extendieron a lo largo del Imperio Otomano, siendo sus
centros más importantes los de Constantinopla y Salónica, en la Turquía
europea, y Jerusalén y Safed, en Palestina. Es cierto que los judíos de
Turquía fueron molestados repetidamente por la aparición de falsos
Mesías, como David Reubeni, Solomón Molcho, Lurya Levi, y Sabbatai Zevi;
pero las autoridades públicas de Turquía no adoptaron medidas para
castigar a los judíos que participaron en tales agitaciones mesiánicas.
El país en el que los sefardíes vivieron mejor, aparte de Turquía, fue
Holanda. El origen de su asentamiento en los Países Bajos se debe,
principalmente, a la inmigración de los marranos de Portugal quienes,
bajo los sucesores de Emmanuel, fueron sometidos repetidamente a los
terrores de la Inquisición, a pesar de los admirables esfuerzos de
varios papas en su favor, y quienes, después de la conquista de Portugal
por Felipe II de España en 1580, llegaron a Holanda, que estaba en
plena sublevación contra la dominación española. Sus primeras
congregaciones, de 1593 y 1598, en Amsterdam, fueron aceptadas por las
autoridades de la ciudad, que vieron en los recién llegados un medio de
extender el comercio de los Países Bajos, y quienes, en 1619,
permitieron el ejercicio público de las celebraciones judías en
condiciones de plena libertad. Durante el s. XVII, los judíos de
Amsterdam contribuyeron activamente a la prosperidad de su país de
adopción, tanto dentro como fuera de sus fronteras. Crecieron en número
de forma importante gracias a la llegada de nuevos marranos portugueses y
establecieron comunidades en Hamburgo, Guayana y Brasil. Fue también en
Amsterdam donde se originó un movimiento para el restablecimiento legal
de los judíos en Inglaterra, país del que estaban radicalmente
excluidos desde 1290. Oliver Cromwell, protector del reino (1653-1658),
estuvo personalmente a favor de este movimiento y, en este sentido,
secundó activamente los hábiles alegatos de Manasés ben Israel, el
rabino principal de Amsterdam. Sin embargo, Cromwell no se atrevió
abiertamente a realizar un cambio generalmente odioso para el clero y el
pueblo ingleses. Bajo Carlos II (fallecido en 1685), los judíos
penetraron inadvertidamente en el reino, donde han permanecido desde
entonces. Las principales dificultades de los sefardíes de Holanda
fueron de orden interno: sus rabinos usaban con cierta libertad el poder
de excomunión, una de cuyas víctimas fue el célebre Spinoza (1656); y,
en aquel tiempo, la mayoría de la población judía de Amsterdam estaba
molesta, más o menos seriamente, por las pretensiones mesiánicas de
Sabbatai Zevi.


Durante los s. XVI y XVII, los askenazíes, o judíos de Alemania,
fueron menos afortunados que sus contemporáneos sefardíes. Su situación
general se parecía mucho a la del periodo precedente. Se dice a menudo,
aunque equivocadamente, que la invención de la imprenta, la reanudación
del aprendizaje y la Reforma Protestante fueron beneficiosas para los
judíos. Cuando, a principios del s. XVI, los judíos de Alemania
comenzaron a utilizar la imprenta para publicar su propia literatura,
religiosa o no, el emperador Maximiliano (fallecido en 1519) ordenó que
todos los libros hebreos fueran quemados y, si no hubiese sido por los
enérgicos esfuerzos de Reuchlin, se habría llegado a quemar el Talmud .
"Que la Reforma no tuvo nada que ver en sí misma con las posteriores
mejoras de las condiciones de los judíos, se deduce del hecho de que en
muchas zonas de Alemania, tanto protestantes como católicas, su suerte
llegó a ser realmente peor que antes" ("The New Inter. Cyclop.", vol. X,
Nueva York, 1903). El mismo Lutero, hacia el fin de su vida, fue su
mayor oponente.


A partir de ese momento, y durante mucho tiempo, envenenó el
mundo Protestante con su testamento en contra de los judíos. Los
protestantes llegaron a ser incluso más implacables contra los judíos de
lo que habían sido los católicos. Los líderes del catolicismo exigían
sumisión absoluta a la ley canónica; pero, a cambio, les concedían el
permiso para permanecer en los países católicos; Lutero, por el
contrario, exigía su completa expulsión. . . . Fue él quien colocó a los
judíos al mismo nivel que a los gitanos. . . . Él fue la causa de que
fueran expulsados por los príncipes protestantes. (Grätz)


En general, los emperadores de esta época actuaron con equidad en
relación con sus súbditos judíos. Sin embargo, a veces los expulsaron
de sus territorios, o hicieron la vista gorda cuando los desterraban de
otros lugares. Durante la Guerra de los Treinta Años, Fernando II
(fallecido en 1638) trató a los judíos con gran consideración y exigió a
sus generales que los librase de los infortunios de la guerra. En
tiempos de su reinado, y en el de su hijo, la comunidad judía de Viena
fue especialmente floreciente; pero su prosperidad se interrumpió
abruptamente bajo Leopoldo I (1657-1705) y, aunque algunos judíos
consiguieron entrar en Viena, aproximadamente en 1685, el decreto de
exclusión de Leopoldo no fue formalmente derogado hasta mucho más tarde.
En aquella época, el principal lugar de refugio de los askenazíes de
Alemania, Austria, y Bohemia fue el Reino de Polonia, donde la población
judía fue claramente libre y próspera hasta mediados del s. XVII. Pero,
en 1648, los judíos de Polonia empezaron a ser perseguidos por los
cosacos de Ucrania, que invadieron Polonia y triunfaron en tres campañas
sucesivas. A continuación, sufrieron las desastrosas invasiones de los
rusos y los suecos. Se estima que, en diez años (1648-1658), más de
200.000 judíos fueron exterminados en los dominios polacos. En
consecuencia, los judíos supervivientes en Polonia quedaron reducidos a
una condición de extrema pobreza y abyección, de la cual los reyes
polacos de la segunda mitad del s. XVII se afanaron en librarles con el
mayor empeño. Durante este periodo, los estudiantes cristianos
comenzaron a cultivar el hebreo, bajo la orientación de gramáticos
judíos; se introdujeron los estudios de hebreo en las universidades de
Alemania y Francia; y Richard Simon hizo que el mundo intelectual
conociera la literatura rabínica.



Tiempos recientes (desde 1700 - 1910)

En relación con este último periodo, será conveniente explicar
brevemente los acontecimientos relativos, primero a los judíos del Viejo
Mundo, y a los del Nuevo, después. La situación interna de los judíos
del Viejo Mundo durante la primera mitad del s. XVIII era la de una
general desmoralización que los hacía aparecer a todos de la forma más
vergonzosa a causa de los trabajos recientes de los estudiantes
cristianos, tales como, por ejemplo, la Historia de los Judíos, de
Basnage, que, por fuerza, había de dirigir la atención del mundo
ilustrado hacia ellos. Es claro que los judíos no estuvieron sometidos a
las masacres en masa de los primeros momentos, pero continuaban siendo,
a los ojos de todos, un pueblo despreciable, responsable de toda clase
de desgracias. En Suecia, se les permitió entrar (1718), aunque en
condiciones desfavorables; en Francia, se impusieron nuevas
restricciones a sus asentamientos (1718) en Metz y Burdeos; en Prusia,
las leyes de Federico Guillermo I (1714, 1730) respiraban un espíritu de
gran intolerancia contra ellos; en Nápoles, se revocaron pronto las
concesiones hechas a los judíos por Carlos III en 1740; en Austria, las
acusaciones de que habían colaborado con los enemigos del país durante
la Guerra de Sucesión austríaca fueron prestamente creídas, llevaron a
disturbios sangrientos contra ellos, casi supusieron su definitiva
expulsión de Bohemia y Moravia en tiempos de María Teresa (1745), y
provocaron que los judíos de Praga quedaran sometidos a las más severas
restricciones; en Rusia, Catalina I (1727) adoptó medidas activas contra
los judíos de Ucrania y desterró a la población judía de Rusia. Ana
Ivanovna (1739) decretó su expulsión de la Pequeña Rusia, e Isabel
(1741-1762) hizo cumplir, con severidad, medidas antijudías; finalmente,
en Inglaterra, los judíos fueron tolerados simplemente como extraños y
una ley de naturalización, que había sido aprobada por ambas Cámaras y
ratificada por Jorge II (1753), quedó finalmente rechazada (1754) debido
a la oposición del pueblo.


Sin embargo, determinadas circunstancias fueron atenuando
gradualmente el espíritu de hostilidad contra los judíos. Entre dichas
circunstancias se pueden mencionar: (a) la gran influencia ejercida por
Moisés Mendelssohn (1729-1786), quien, con su talento literario y su
fuerte personalidad, demostró al mundo que su pueblo podía producir
hombres dignos de ser admitidos en la alta sociedad y enseñó a sus
compañeros judíos el camino para eliminar los prejuicios contra ellos; y
(b) la vigorosa defensa de los judíos realizada por el escritor
cristiano Dohm, quien, en su obra "Sobre la Mejora de la Condición de
los Judíos", sugirió muchas medidas prácticas que fueron adoptadas en
parte por José II de Austria cuando, en 1781, abolió los impuestos a los
judíos y les concedió el ejercicio de las libertades civiles. Bajo
estas, y otras, circunstancias prevaleció un espíritu más liberal hacia
los judíos en Prusia y en Francia, donde Guillermo II y Luis XVI,
respectivamente, abolieron el impuesto a los judíos. Este estado de
cosas se sintió también en Rusia, donde Catalina II (1762-1796) llegó a
decretar la libertad religiosa y civil de los judíos aunque, bajo su
gobierno, el Senado ruso pudo establecer la "Exclusión de asentamiento",
delimitando la parte de Rusia en la cual se permitía residir a los
judíos, e imponer otras medidas antijudías. Todo esto culminó con los
decretos de la Revolución Francesa que abrieron, realmente, la era de la
emancipación de los judíos: in 1790, la Asamblea Nacional Francesa
otorgó la ciudadanía a los judíos sefardíes y, en 1791, concedió plenos
derechos civiles a todos los judíos del país. Con las victorias y la
influencia de los franceses, se extendió la libertad de los judíos y, en
1796, la Asamblea Nacional de Batavia decretó la ciudadanía de los
judíos. En 1806, Napoleón I convocó una asamblea de judíos notables que
consiguió atemperar los prejuicios que tenía contra los judíos y, en
1807, reunió al Gran Sanedrín que demostró, para su satisfacción, que la
raza judía podía ser fiel simultáneamente a su religión y al Estado. A
continuación se produjeron, no sin dificultades pero en rápida sucesión,
la emancipación de los judíos de Westfalia y de Baden (1808), de
Hamburgo (1811), de Mecklemburgo y de Prusia (1812).


La caída de Napoleón y el consiguiente periodo de reorganización
en Europa supusieron un retroceso en la libertad de los judíos,
especialmente en Alemania; este país fue, durante cierto tiempo, el
escenario de sangrientos disturbios contra los judíos; pero poco a poco,
y casi en todos los países del Viejo Mundo, fue prevaleciendo su
libertad. En Francia, en tiempos de Luis Felipe (1831), los rabinos
judíos fueron puestos al mismo nivel, en cuestiones salariales, que los
curês de la Iglesia Católica; en 1846, el juramento "More Judaico" fue
abolido por inconstitucional; y, después de la ola de antisemitismo que
culminó en el célebre caso de Alfred Dreyfus, la población judía en el
país y en Argel no volvió a ser molestada. En Inglaterra, el Parlamento
no quedó abierto libremente a los judíos hasta 1858, fecha en la que se
suprimió del juramento del cargo la cláusula "Sobre la verdadera fe de
un cristiano" y, hasta 1870, no quedaron abolidas todas las
restricciones para ocupar cargos públicos en el Imperio Británico
(excepto el de soberano). En Alemania del norte, los diferentes estados
permitieron a los judíos el uso de las libertades civiles en 1848 y,
después de 1870, desaparecieron todas las restricciones, aunque después
de esa fecha, y debido a un sentimiento antisemita, se establecieron
públicamente, o se impusieron calladamente, algunas incapacitaciones
menores en algunas partes del Imperio. Dinamarca emancipó a los judíos
en 1849, mientras que en Suecia y en Noruega todavía estaban sujetos a
algunas limitaciones. En 1867, quedaron emancipados los judíos de
Austria y, en 1895, los de Hungría consiguieron, además, que el judaísmo
fuera considerado como "una religión legalmente reconocida". En Suiza,
después de una pugna larga y amarga, la Constitución Federal de 1874
otorgó a los judíos plenas libertades. En Italia, fueron abolidas
paulatinamente las limitaciones de los judíos, que habían sido
restablecidas a raíz de la caída de Napoleón I, y cuya aplicación fue la
causa, en 1858, del célebre Caso Mortara; y Roma, el último lugar de
Italia donde los judíos fueron emancipados, eligió a un judío, Ernesto
Nathan, como alcalde, el 10 de octubre de 1908. España y Portugal
todavía no habían reconocido oficialmente a sus pequeñas poblaciones
judías. A lo largo del Danubio, las provincias de Serbia, Bulgaria y
Montenegro permitieron, de acuerdo con el Tratado de Berlín de 1878, el
uso de las libertades civiles y religiosas a los judíos que se habían
asentado en sus territorios, mientras que la provincia de Rumania,
desafiando dicho tratado, rechazó su contenido y emprendió nuevas
persecuciones que trajeron como consecuencia una gran emigración de
judíos rumanos. Los judíos turcos obtuvieron la ciudadanía en 1839;
aunque fueron acusados repetidamente de asesinatos rituales de niños en
diversas partes del Imperio Turco, lo cual inflamó al populacho y trajo
como consecuencia disturbios contra los judíos.


En Palestina el número de judíos crece rápidamente (ya son
78.000), a pesar de las restricciones del sultán (1888, 1895) relativas
al acceso, en número, de judíos inmigrantes; y se han establecido
colonias agrícolas en varias partes del país. En Marruecos, y sobre todo
en Fez, los judíos todavía tienen mucho que temer del fanatismo de los
musulmanes. En Persia son a veces oprimidos, a pesar de la general buena
voluntad existente hacia ellos. Su destino ha sido, y todavía lo es,
deplorable en Rusia, donde vive, aproximadamente, la mitad de la
población judía en el mundo. La libertad de comercio que les fue
concedida por Alejandro I (1801-1825) quedó reemplazada, en tiempos de
Nicolás I (1825-1855), por una legislación pensada para disminuir su
número, privarlos de su entidad religiosa y nacional y dejarlos
indefensos, moral y comercialmente, ante los cristianos. Alejandro II
(1855-1881) fue muy favorable a los judíos; pero la reacción contra
ellos bajo Alejandro III (1881-1894) fue de lo más intolerante. Después
de la promulgación de la ley Ignatiev, en 1882, se han acumulado las
medidas más restrictivas contra los judíos y, desde 1891, han sido
aplicadas con tal severidad que los judíos rusos han emigrado por
centenares de miles, sobre todo a los Estados Unidos. Bajo el actual
emperador, Nicolás II, se han establecido nuevas restricciones; se han
producido disturbios contra los judíos en 1896, 1897 y 1899, que han
culminado con las masacres de Kishiniov, Homel, etc., entre 1903 y 1906,
ayudadas de distintas formas por oficiales y soldados rusos; durante
1909, la persecución tomó la forma de órdenes de expulsión, y los
juicios ordenados por la Duma contra los organizadores y perpetradores
de tales matanzas de hace unos años son, aparentemente, una farsa.


Los judíos se establecieron en Sudamérica desde muy pronto,
exilados de España y Portugal o tomando parte en las empresas
comerciales de los holandeses e ingleses en el Nuevo Mundo. Su centro
principal fue Brasil. Los que llegaron allí en el s. XVI eran marranos
que habían sido enviados junto con los presidiarios. Adquirieron
riquezas y llegaron a ser muy numerosos al principio del s. XVII.
Ayudaron a los holandeses a arrebatar Brasil a Portugal (1624) y se
unieron, en 1642, a muchos judíos portugueses procedentes de Amsterdam.
Al final de la supremacía holandesa en Brasil (1654), muchos de los
colonos judíos regresaron a Holanda; otros emigraron a colonias
francesas (Guadalupe, Martinica y Cayena); otros se refugiaron en
Curaçao, una posesión holandesa; y, finalmente, una pequeña parte llegó a
Nueva Amsterdam (Nueva York). Al cabo de unos pocos años, los judíos
que se habían instalado en las islas francesas fueron obligados a
regresar a las amistosas posesiones holandesas y a otros lugares de
refugio, sobre todo a Surinam (que entonces pertenecía a Inglaterra);
allí llegaron a ser muy prósperos. Los otros asentamientos iniciales de
los judíos, en México, Perú, y en las Indias Occidentales, no precisan
más que una ligera mención. De mucha mayor importancia son los
asentamientos realizados, sobre todo por los sefardíes, en Norteamérica.
Ya había judíos en Nueva Amsterdam en 1652; otros llegaron procedentes
de Brasil, en 1654. Puesto que éstos no fueron bien recibidos por el
gobernador, Peter Stuyvesant, algunos de ellos se trasladaron a la
Colonia de Rhode Island, donde fueron reforzados, a lo largo del tiempo,
por contingentes procedentes de Curaçao (1690) y de Lisboa (1755). La
situación de los que permanecieron en Nueva Amsterdam fue, en general,
satisfactoria, pues estaban apoyados por el Gobierno local holandés;
esta situación se mantuvo básicamente hasta 1664, fecha en la cual los
británicos conquistaron Nueva Amsterdam y cambiaron su nombre por el de
Nueva York. A finales del s. XVII había algunos judíos en Maryland. Las
siguientes plazas en las que se asentaron fueron Pennsylvania (con un
gran porcentaje de askenazíes), Georgia y las Carolinas.


Durante la Guerra de la Revolución Americana, los judíos, en
general, se pusieron de parte del lado colonial; algunos lucharon con
valor por dicha causa; y Haydn Solomon ayudó al Congreso Continental con
sus aportaciones económicas. Después de la Declaración de Independencia
(julio de 1776), la mayor parte de los estados de la Unión colocaron a
todos los ciudadanos en una situación de igualdad, con la única y
notable excepción de Maryland, donde las limitaciones no fueron
eliminadas hasta 1826. Durante el s. XIX, los judíos se extendieron por
todos los Estados Unidos y, recientemente, por todas sus posesiones,
después de la Guerra Hispano-americana (1898), en la cual participaron
unos 2.000 soldados judíos. También se han desarrollado importantes
congregaciones en las principales ciudades de Canadá, donde los judíos
disfrutan de plenos derechos civiles desde 1831. Desde 1830 hasta 1870,
la inmigración en Estados Unidos procedía principalmente de las
provincias del Rin, Alemania del Sur y Hungría. Desde 1882, los
disturbios y las persecuciones en Rusia han dado origen a una intensa
emigración, parte de la cual fue dirigida por el Barón von Hirsch a la
República Argentina, o fue a Canadá, aunque la mayor parte de ella se
dirigió a Estados Unidos. A ellos se unieron numerosos judíos
procedentes de Galitzia y Rumania. El número total de judíos llegados a
Estados Unidos a través de sus tres puertos de entrada más importantes
(Nueva York, Filadelfia y Baltimore), desde 1882 hasta el 30 de junio de
1909, fue de 1.397.423, aparte de los más de 54.000 que alcanzaron el
país entre el 1 de julio de 1908 y el 30 de junio de 1909. En
consecuencia, Estados Unidos tiene la tercera mayor población judía del
mundo; las últimas estimaciones son: 5.215.805 en Rusia; 2.084.591 en
Austria-Hungría; y 1.777.185 en Estados Unidos. Para los inmigrantes
que, en su mayor parte, se han asentado en los grandes centros de
negocios, se han creado o se han ampliado escuelas que durante el día y
la noche enseñan inglés, además de escuelas de comercio que les enseñan a
ganarse la vida. Para aquellos a los que ha sido posible desviar a
otros lugares, se ha intentado crear colonias agrícolas en varios
estados, pero no han tenido mucho éxito. En casi todas las demás líneas
de actuación (educativa, filantrópica, literaria, financiera, etc.), el
desarrollo de la actividad de los judíos durante los últimos veinticinco
años ha sido rápido y lleno de éxitos. A diferencia de los judíos de
Jamaica y Canadá, los de Estados Unidos son independientes de la
jurisdicción de cualquier autoridad europea.


Las estadísticas de judíos que se dan a continuación están
tomadas de "American Jewish Year Book" y se refieren al año 5670 (del 16
de septiembre de 1909 hasta el 3 de octubre de 1910).


Estados Unidos: 1.777.185
Italia: 52.115
Imperio Británico: 380.809
Luxemburgo: 1.200
Abisinia: 3.000
México: 8.972
Argentina: 30.000
Marruecos: 109.712
Austria-Hungría: 2.084.591
Noruega: 642
Bélgica: 12.000
Persia: 49.500
Brasil: 3.000
Perú: 498
Bulgaria: 36.455
Rumania: 250.000
China y Japón: 2.000
Rusia: 5.215.805
Costa Rica: 43
Serbia: 5.729
Cuba: 4.000
España: 2.500
Dinamarca: 3.476
Suecia: 3.912
Francia: 95.000
Suiza: 12.264
Argelia: 63.000
Turquía: 463.686
Túnez: 62.540
Egipto: 38.635
Alemania: 607.862
Trípoli: 18.660
Grecia: 8.350
Creta: 1.150
Holanda: 105.988
Turkestán y Afganistán: 14.000
Curaçao: 1.000
Venezuela: 411
Surinam: 1.158


TOTAL: 11.530.848




Bibliografía: HAMBURGER, Realencyclopädie des Judenthums
(Leipzig, 1896); The Jewish Encyclopedia (New York, 1901-1906); the
handy vols. Of the American Jewish Year Book (Philadelphia, 1899-1909);
KREUTZWALD in Kirchenlex., s.v. Juden; VON HANEBERG, ibid, s.v.
Judenthum; SCHöLEIN in BUCHBERGER, Kirchliches Handlex., s. v. Juden and
Judentum. In addition the following works may be mentioned as more
important or more accessible:
General Jewish History. BASNAGE, Histoire des Juifs depuis Jésus-Christ
(Rotterdam, 1706); ADAMS, History of the Jews from the Destruction of
Jerusalem to the Present Time (Boston, 1812); JOST, Hist of the Jews
from the Maccabees to Our Day, tr. (New York, 1848); IDEM, Geschicte d.
Judenthums u. s. Secten (Leipzig, 1857-59); MILMAN, The History of the
Jews (London, 1863); PALMER, A History of the Jewish Nation (London,
1874); REINACH, Hist. Des Israélites depuis l'epoque de leur dispersion
jusqu'á nos jours (Paris, 1884); MAGNUS, Outlines of Jewish History
(Philadelphia, 1884); BECK, Gesch. D. jüdischen Volkes u. s. Iiteratur
vom babylonischen Exile bis auf die Gegenwart(Lissa, 1894); GRéTZ, Hist.
Of the Jews, tr. (Philadelphia, 1891-98); KARPELES, Sketch of Jewish
Hist. (Philadelphia, 1898); DUBNOW, Jewish Hist., tr. (Philadelphia,
1903); GEIGER, Das Judenthum u. s. Geschichte (2nd ed., Breslau, 1909.
Literary History. FöRST, Bibliotheca Judaica (Leipzig, 1849-63); WINTER
AND WöNSCHE, Die Jüdische Literatur (Trier, 1891-96); KARPELES, Jewish
Literature and Other Essays (Philadelphia, 1895); LIPPE, Bibliog.
Lexicon (Vienna, 1899); WIENER, The History of Yiddish Literature in the
19tth Century, tr. (New York, 1903); CASSEL, Manual of Jewish History
and Literature, (New York, 1903); SLOUSCH, Renaissance de la littérature
hébraïque (Paris, 1903); BRODY AND ALBRECHT, The New School of Poets of
the Spanish-American Epoch (London, 1906); ABRAHAMS, A Short History of
Jewish Literature (New York, 1906).




Fuente: Gigot, Francis. "History of the Jews." The Catholic
Encyclopedia. Vol. 8. New York: Robert Appleton Company, 1910. 3 Dec.
2012 <http://www.newadvent.org/cathen/08386a.htm>.


Traducido por Juan Ramón Martínez Maurica


Para cualquier actualización favor escribir a ec@aciprensa.com






No hay comentarios:

Publicar un comentario