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Viernes, 30 de diciembre de 2016
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Mesías
(O Messias)
La forma griega Messias es una transliteración de la hebrea,
Messiah, “el ungido”. La palabra aparece sólo dos veces respecto del
príncipe prometido (Daniel, 9, 26; Salmos, 2, 2); aun así, cuando se
buscaba un nombre para el prometido, que fuera a la vez Rey y Salvador,
era natural emplear este sinónimo para el título real, que denotara a la
vez la dignidad real del Rey y su relación con Dios. El título completo
“Ungido de Yahveh” aparece en varios pasajes de los Salmos de Salomón y
del Apocalipsis de Baruch, pero la forma abreviada, “Ungido” o “el
Ungido”, era de uso común. Cuando se usaba sin el artículo parecía ser
un nombre propio. La palabra Christos aparece así en varios pasajes de
los Evangelios. Esto, sin embargo, no prueba que la palabra fuera
generalmente usada así en esa época. En el Talmud palestino la forma con
el artículo es casi universal, mientras que el uso común en el Talmud
babilonio sin el artículo no es un argumento suficiente por antigüedad
que pruebe que en la época de Cristo fuera considerado como un nombre
propio. En el presente artículo se pretende:
I, dar un esbozo de las declaraciones proféticas referentes al Mesías;
II, mostrar el desarrollo de las ideas proféticas en el Judaísmo tardío; y
III, mostrar cómo Cristo reivindicó su derecho a este título.
I. EL MESÍAS DE LAS PROFECÍAS
Las profecías más antiguas a Abraham e Isaac (Génesis, 18, 17-19;
26, 4-5) hablan meramente de la salvación que vendrá a través de su
descendencia. Más tarde la dignidad real del libertador prometido se
convierte en la característica más destacada. Se le describe como un rey
de la estirpe de Jacob (Números, 24, 19), de Judá (Génesis, 49, 10: “El
cetro no se irá de Judá hasta que venga aquél a quien está reservado”),
y de David (II Reyes, 7, 11-16). Está suficientemente establecido que
este último pasaje se refiere al menos característicamente al Mesías. Su
reino será eterno (II Reyes, 7, 13), su dominio sin límites (Salmo 71,
8); todas las naciones le servirán (Salmo 71, 11). En el tipo de
profecía que estamos analizando el énfasis está en su posición como
héroe nacional. Es a Israel y a Judá a los que traerá la
salvación(Jeremías, 23, 6), triunfando de sus enemigos por la fuerza de
las armas (cf. el rey guerrero del Salmo 45). Incluso en la segunda
parte de Isaías hay pasajes (vg. 61, 5-8) en la que las demás naciones
son consideradas formando parte del reino más bien como siervas que como
herederas, mientras que la función del Mesías es elevar a Jerusalén a
su gloria y poner los cimientos de una teocracia israelita.
Pero en esta parte de Isaías también aparece la espléndida
concepción del Mesías como Siervo de Yahveh. Es una flecha elegida, su
boca como una espada afilada. El Espíritu del Señor se expresa en Él, y
su palabra es puesta en su boca (42,1; 49, 1 y s.). El instrumento de su
poder es la revelación de Yahveh. Las naciones atienden su enseñanza;
es la luz de los gentiles (42, 6). Establece su reino no mediante la
manifestación de un poder material, sino mediante la mansedumbre y el
sufrimiento, por obediencia al mandato de Dios de sacrificar su vida por
la salvación de muchos. “Si sacrifica su vida por el pecado, verá una
posteridad y prolongará sus días” (53, 10); “Por eso le daré su parte
entre los grandes y con poderosos repartirá despojos, porque indefenso
se entregó a la muerte y con los rebeldes fue contado” (53,12). Su reino
consistirá en la multitud redimida por su satisfacción vicaria, una
satisfacción no limitada a una raza o tiempo sino ofrecida por la
redención de todos por igual. (Para la aplicación mesiánica de estos
pasajes, especialmente Isaías 52, 13 a 53, cf. Condamin o Knabenbauer,
in loc.).Sin embargo, pese al uso que hace Justino del último pasaje
mencionado en “Dial. Cum Tryphone”, 89, sería temerario afirmar que su
referencia al Mesías era en absoluto comprendida generalmente entre los
judíos. En virtud de sus funciones profética y sacerdotal el título de
“el Ungido” pertenecía naturalmente al prometido. El sacerdote mesiánico
se describe por David en el Salmo 109, con referencia a Génesis, 14,
14-20. Que este salmo era generalmente interpretado en un sentido
mesiánico no se discute, mientras que el consenso universal de los
Padres pone el asunto fuera de cuestión para los católicos. En lo que
respecta a su autoría davídica, los argumentos que la impugnan no
merecen garantía para un abandono de la opinión tradicional. Que por el
profeta descrito en Deuteronomio, 18, 15-22, se entendió también, al
menos al comienzo de nuestra era, al Mesías está claro por la apelación a
su don de profecía hecha por el pseudo-Mesías Theudas (cf. Josefo,
“Antiq.”. XX, v, 1) y por el uso hecho del pasaje por San Pedro en
Hechos 3, 22-23. Especial importancia se concede a la descripción
profética del Mesías contenida en Daniel, 7, la gran obra del Judaísmo
tardío, por su suprema influencia sobre una rama del desarrollo
posterior de la doctrina mesiánica. En ella el Mesías es descrito como
“semejante a un Hijo de Hombre”, apareciendo a la derecha de Yahveh en
las nubes del cielo, inaugurando la edad nueva, no por una victoria
nacional o por una satisfacción vicaria, sino por ejercer el derecho
divino de juzgar al mundo entero. Así, el énfasis se pone en la
responsabilidad personal del individuo. La consumación no es una
superioridad terrena del pueblo elegido, compartida o no con las demás
naciones, sino una reivindicación de lo santo mediante el juicio solemne
de Yahveh y su Ungido. En esta profecía se basan principalmente las
diversas obras apocalípticas que jugaron una parte tan destacada en la
vida religiosa de los judíos durante los dos últimos siglos antes de
Cristo. Junto a todas estas profecías que hablaban del establecimiento
de un reino bajo el dominio de un legado de nombramiento divino, estaba
la serie que predecía el gobierno futuro del propio Yahveh. De estas se
puede tomar como ejemplo a Is., 40: “Clama con voz poderosa, alegre
mensajero para Jerusalén, clama sin miedo. Di a las ciudades de Judá:
Ahí está vuestro Dios. Ahí viene el Señor Yahveh con poder, y su brazo
lo sojuzga todo.” La conciliación de estas dos series de profecías se
presenta a los judíos en los pasajes – notablemente Sal., 2 e Is., 7-11 –
que predicen claramente la divinidad del legado prometido. “Se llamará
Admirable Consejero, Dios Poderoso, Padre Eterno, Príncipe de la Paz” –
títulos todos usados en otros lugares por el propio Yahveh (cf.
Davidson, “O.T. Prophecy”, p. 367). Pero parece haber habido poca
comprensión de la relación entre estas dos series de profecías hasta que
la plena luz del designio cristiano reveló su conciliación en el
misterio de la Encarnación.
II. DOCTRINA MESIÁNICA EN EL JUDAÍSMO TARDÍO
(Ver también APÓCRIFOS) Dos ramas bastante distintas y paralelas
son discernibles en el desarrollo posterior de la doctrina mesiánica
entre los judíos, según que los autores se adhieran a un ideal nacional,
basado en la interpretación literal de las profecías más antiguas, o a
un ideal apocalíptico, basado principalmente en Daniel. El ideal
nacional esperaba el establecimiento del reino de Dios en la tierra bajo
el Hijo de David, la conquista y subyugación de los paganos, la
reconstrucción de Jerusalén y del Templo, y la reunión de los dispersos.
El ideal apocalíptico trazaba una distinción definida entre aion outos y
aion mellon. La edad futura debía comenzar por el juicio divino de la
humanidad precedida por la resurrección de los muertos. El Mesías, que
existía desde el comienzo del mundo, aparecería en su consumación, y
entonces se manifestaría también la Jerusalén celestial que sería la
morada de los bienaventurados.
Ideal nacional
El ideal nacional es el del fariseísmo oficial. Así, en el Talmud
no hay rastro del ideal apocalíptico. Los escribas se ocupaban
principalmente de la Ley, pero junto a esto estaba el desarrollo de la
esperanza en la manifestación final del Reino de Dios en la tierra. La
influencia farisaica es visible en los versículos 573-808 de Sibyl. III,
que describen las esperanzas nacionales de los judíos. No se mencionan
un juicio final, una felicidad futura, o una recompensa. Se predicen
muchos prodigios de las guerras mesiánicas que traerá la consumación
–antorchas encendidas cayendo del cielo, oscurecimiento del sol, caída
de meteoros – pero todas tienen por fin un estado de prosperidad
terrenal. El Mesías, que viene de Oriente, domina todo, un héroe
nacional triunfante. Similar a ésta es la obra llamada los Salmos de
Salomón, escrita probablemente hacia el año 40 antes de Cristo. Es en
realidad la protesta del fariseísmo contra sus enemigos, los últimos
Asmoneos. Los fariseos veían que la observancia de la ley no era un
baluarte suficiente contra los enemigos de Israel, y, como sus
principios no les permitían reconocer en la jerarquía secularizada la
solución prometida a sus problemas, pensaban en la intervención
milagrosa de Dios por mediación de un Mesías davídico. El Salmo 17
describe su gobierno: Va a conquistar a los paganos, a sacarlos de su
tierra, a no permitir ninguna injusticia entre ellos; su confianza no
está puesta en los ejércitos sino en Dios; con la espada de su boca va a
matar a los malvados. De fecha anterior tenemos la descripción de las
glorias finales de la ciudad santa en Tobías (c. 14), donde, tanto como
en el Eclesiástico, hay evidencia de la constante esperanza en la
reunión futura de la Diáspora. Estas mismas ideas nacionalistas
reaparecen con un sistema muy desarrollado de escatología en las obras
apocalípticas escritas tras la destrucción de Jerusalén, a las que nos
referimos más abajo.
Ideal apocalíptico
La posición de los autores apocalípticos en lo que respecta a la
vida religiosa de los judíos se ha discutido intensamente. Aunque tenían
poca influencia en Jerusalén, la plaza fuerte del rabinismo,
probablemente tanto influían como reflejaban el sentimiento religioso
del resto del mundo judío. Así, el ideal apocalíptico del Mesías
parecería no ser el sentimiento de unos pocos entusiastas, sino expresar
las verdaderas esperanzas de una parte considerable del pueblo. Antes
del renacimiento asmoneo Israel casi había dejado de ser una nación, y
así la esperanza de un Mesías nacional se había desarrollado muy
débilmente. Por consiguiente, en los escritos apocalípticos más
primitivos, no se dice nada del Mesías. En la primera parte del Libro de
Enoch (i-xxxvi) tenemos un ejemplo de una tal obra. No es la venida de
un príncipe humano, sino el descenso de Dios sobre el Sinaí para juzgar
al mundo lo que divide todos los tiempos en dos épocas. Los justos
recibirán el don de sabiduría y se volverán sin pecado. Se alimentarán
del árbol de la vida y disfrutarán de un espacio de tiempo más largo que
el de los patriarcas.
Las victorias de los Macabeos elevaron el sentimiento tanto
nacional como religioso. Los autores de los primeros tiempos asmoneos,
que buscaban revivir las antiguas glorias de su raza, ya no pudieron
ignorar la esperanza de un Mesías personal que gobernara el reino de la
nueva era. Surgió el problema de cómo relacionar a sus liberadores
actuales, de la tribu de Leví, con el Mesías que sería de la tribu de
Judá. Esto se respondió considerando la época contemporánea como
meramente el comienzo de la edad mesiánica. Las obras apocalípticas del
periodo son el Libro de los Jubileos, el Testamento de los Doce
Patriarcas, y la Visión de las Semanas de Enoch. En el Libro de los
Jubileos las promesas hechas a Leví, y cumplidas en los reyes-sacerdotes
asmoneos, ocultan las hechas a Judá. El Mesías no es sino una vaga
figura, y se pone poco énfasis en el juicio. El Testamento de los Doce
Patriarcas es una obra compuesta de partes diferentes. La parte básica,
notoria por su glorificación del sacerdocio, data de antes del 100 antes
de Cristo; hay, sin embargo, adiciones judías posteriores, hostiles en
tono al sacerdocio, y numerosas interpolaciones cristianas. Se ha
suscitado la controversia respecto a la figura principal de esta obra.
Según Charles (Testamentos de los Doce Patriarcas, p. xcviii) se retrata
como Mesías a un hijo de Leví que lleva a cabo todos los ideales
espirituales supremos del Salvador cristiano. Lagrange, por otro lado
(Le Messianisme chez les Juifs, pp. 69 y ss.) insiste en que, en cuanto
sea éste el caso, el retrato es el resultado de interpolaciones
cristianas; si se quitan éstas, queda sólo una alabanza de la parte
jugada por Leví, en la persona de los Asmoneos, como instrumento de la
liberación nacional y religiosa. Un ejemplo notorio de esto es Test.
Lev., Sal.xviii. Mientras que Charles dice que esto atribuye las
características mesiánicas a los Levitas, Lagrange y Bousset niegan que
sea mesiánico en absoluto. Aparte de las interpolaciones es meramente un
elogio natural al nuevo sacerdocio real. En realidad no hay duda de la
preeminencia de Leví; se le compara con el sol y a Judá con la luna.
Pero de hecho hay una descripción de un Mesías que desciende de Judá en
Test Jud., Sal. xxiv, cuyos elementos originales pertenecen a la parte
básica del libro. También aparece en el Testamento de José, aunque el
pasaje se expresa en una forma alegórica, difícil de seguir. La Visión
de las Semanas de Enoch, que data probablemente del mismo periodo,
difiere de la última obra mencionada principalmente por su insistencia
en el juicio, o más bien juicios, a los que se dedican tres de las diez
semanas del mundo. Los tiempos mesiánicos se abren de nuevo con la
prosperidad de los días asmoneos, y se desarrollan hasta la fundación
del Reino de Dios.
Así los triunfos asmoneos habían producido una escatología en la
que figuraba un Mesías personal, mientras que el presente se glorificaba
como el comienzo de los días de mesiánicas bienaventuranzas.
Gradualmente, sin embargo, surgieron los ideales nacional y
apocalíptico. El Apocalipsis de Baruch, escrito probablemente como
imitación, contiene un retrato similar del Mesías. Este sistema de
escatología encuentra reflejo también en el milenarismo de ciertos
autores cristianos primitivos. Trasladado a la segunda venida del
Mesías, tenemos el reino de paz y santidad en la tierra durante mil años
antes de que los justos sean transportados a su morada eterna en el
cielo (cf. Papías en Eusebio, “Hist. eccl.”, III, xxxix).
III. LA REIVINDICACIÓN DE LA DIGNIDAD MESIÁNICA POR CRISTO
Este punto puede tratarse bajo dos encabezamientos (a) la
afirmación explícita de Cristo de ser el Mesías, y (b) la afirmación
implícita mostrada en sus palabras y acciones a lo largo de su vida.
Afirmación explícita de Cristo de ser el Mesías
Bajo este encabezamiento podemos considerar la confesión de Pedro
en Mateo, 16 y las palabras de Cristo ante sus jueces. Estos
acontecimientos implican, por supuesto, mucho más que una mera
pretensión de mesianidad; tomados en su contexto, constituyen una
afirmación de filiación divina. Las palabras de Cristo a San Pedro son
demasiado claras para necesitar ningún comentario. El silencio de los
otros Sinópticos respecto a algunos detalles del incidente tienen que
ver más bien con la prueba de la Divinidad que con la de las
pretensiones mesiánicas de este pasaje. En lo que respecta a la
afirmación de Cristo ante el Sanedrín y Pilatos, puede parecer por las
narraciones de Mateo y Lucas que al principio rehúsa una respuesta
directa a la pregunta del sumo sacerdote: “¿Eres tú el Cristo?” Pero
aunque la respuesta que se da sea meramente as su eipas (tú lo has
dicho), aun así la registrada por San Marcos, ego eimi (Lo soy) muestra
claramente cómo se entendió la respuesta por los judíos. Dalman
(Palabras de Jesús, pp. 309 y ss.) da ejemplos de la literatura judía en
los que la expresión “tú lo has dicho”, es equivalente a “estás en lo
cierto”; su comentario es que Jesús utilizó las palabras como un
asentimiento de hecho, pero como mostrando que prestaba relativamente
poca importancia a esta declaración. No es irrazonable esto, pues la
pretensión mesiánica se hunde en la insignificancia junto a la
pretensión de la Divinidad que le sigue inmediatamente, y provoca en el
sumo sacerdote la horrorizada acusación de blasfemia. Fue esto lo que
dio un pretexto al Sanedrín, que la pretensión mesiánica por sí sola no
habría dado, para la sentencia de muerte. Ante Pilatos, por otro lado,
fue meramente la afirmación de su dignidad real la que dio pie a su
condena.
La afirmación implícita de Cristo mostrada en sus palabras y acciones a lo largo de su vida
Es en su manera continua de actuar más que en ninguna afirmación
específica en lo que vemos más claramente la reivindicación de su
dignidad por Cristo. Al comienzo de su vida pública (Lucas, 4, 18) se
aplica a Sí mismo en la sinagoga de Nazaret las palabras relativas al
Siervo de Yahveh en Isaías, 61,1. Es a Él a quien David llamaba en
espíritu “ ¡Señor!”. Pretendía juzgar al mundo y perdonar los pecados.
Era superior a la Ley, el Señor del Sábado, el Dueño del Templo. En su
propio nombre, por la palabra de su boca, limpiaba a los leprosos,
calmaba el mar, resucitaba a los muertos. Sus discípulos deben dar por
bueno perderlo todo solamente por disfrutar el privilegio de seguirle.
Los judíos, aunque sin poder ver todas estas cosas implícitas, una
dignidad y poder no inferiores a los del propio Yahveh, no podían sino
percibir que quien así actuaba era al menos el representante divinamente
acreditado de Yahveh. En relación con esto podemos considerar el título
que Cristo se daba a Sí mismo, “Hijo del Hombre”. No tenemos evidencia
de que este fuera entonces considerado habitualmente como un título
mesiánico. Alguna duda respecto a su significado en las mentes de los
oyentes de Cristo se muestra posiblemente en Juan, 12, 34: “¿Quién es
este Hijo del Hombre?”Los judíos, aunque viendo indudablemente en
Daniel, 7 un retrato del Mesías, probablemente fracasaron en absoluto en
reconocer en estas palabras un título. Esto es lo más probable por el
hecho de que, aunque este pasaje ejerció gran influencia entre los
apocalípticos, el título “Hijo del Hombre” no aparece en sus escritos
excepto en pasajes de dudosa autenticidad. Ahora bien, Cristo no utiliza
meramente el nombre, sino que reclama el derecho a juzgar al mundo
(Mt., 25, 31-46), que es la característica más destacada del Mesías de
Daniel. Una doble razón le llevaría a asumir esta designación
particular: que podía hablar de Sí mismo como Mesías sin hacer notoria
su afirmación a los poderes gobernantes hasta que llegara el momento de
su clara reivindicación, y que, en cuanto fuera posible, impediría que
el pueblo le asignara su propia noción material del reino davídico.
No refirió su afirmación de la dignidad al futuro. No dijo: “Seré
el Mesías”, sino “Soy el Mesías”.Así, aparte de su respuesta a Caifás y
su aprobación de la afirmación de Pedro de su carácter mesiánico
presente, tenemos en Mateo, 11, 5, la circunspecta pero clara respuesta a
la pregunta de los discípulos del Bautista: “¿Eres tú ho erchomenos?”
En San Juan la evidencia es abundante. No hay cuestión de una dignidad
futura en sus palabras a la samaritana (Juan, 4) o al ciego de
nacimiento (9, 5), pues estaba ya realizando la obra predicha del
Mesías. Aunque sólo como un grano de mostaza, el Reino de Dios ya estaba
establecido en la tierra; Él había comenzado ya la obra del Siervo de
Yahveh, de predicar, de sufrir, de salvar a los hombres. La consumación
de su tarea y el gobierno glorioso sobre el Reino estaban de hecho aún
en el futuro, pero estos eran la culminación, no los únicos
constituyentes, de la dignidad mesiánica. Para los que, antes del
designio cristiano, buscaban interpretar las antiguas profecías, un solo
aspecto del Mesías bastaba para dar la visión de conjunto. Nosotros, a
la luz de la revelación cristiana, vemos realizado y armonizado en
Nuestro Señor todas las contradictorias esperanzas mesiánicas, todas las
visiones de los profetas. Es a la vez el Siervo que sufre y el rey
davídico, el Juez de la humanidad y su Salvador, el verdadero Hijo del
Hombre y Dios con nosotros. En Él se conjura la iniquidad de todos
nosotros, y en Él, como Dios encarnado, reside el Espíritu de Yahveh, el
espíritu de Sabiduría y Comprensión, el Espíritu de Consejo y
Fortaleza, el Espíritu de Conocimiento y Piedad, y el Temor del Señor.
L.W. GEDDES
Transcrito por Donald J. Boon
Traducido por Francisco Vázquez
La forma griega Messias es una transliteración de la hebrea,
Messiah, “el ungido”. La palabra aparece sólo dos veces respecto del
príncipe prometido (Daniel, 9, 26; Salmos, 2, 2); aun así, cuando se
buscaba un nombre para el prometido, que fuera a la vez Rey y Salvador,
era natural emplear este sinónimo para el título real, que denotara a la
vez la dignidad real del Rey y su relación con Dios. El título completo
“Ungido de Yahveh” aparece en varios pasajes de los Salmos de Salomón y
del Apocalipsis de Baruch, pero la forma abreviada, “Ungido” o “el
Ungido”, era de uso común. Cuando se usaba sin el artículo parecía ser
un nombre propio. La palabra Christos aparece así en varios pasajes de
los Evangelios. Esto, sin embargo, no prueba que la palabra fuera
generalmente usada así en esa época. En el Talmud palestino la forma con
el artículo es casi universal, mientras que el uso común en el Talmud
babilonio sin el artículo no es un argumento suficiente por antigüedad
que pruebe que en la época de Cristo fuera considerado como un nombre
propio. En el presente artículo se pretende:
I, dar un esbozo de las declaraciones proféticas referentes al Mesías;
II, mostrar el desarrollo de las ideas proféticas en el Judaísmo tardío; y
III, mostrar cómo Cristo reivindicó su derecho a este título.
I. EL MESÍAS DE LAS PROFECÍAS
Las profecías más antiguas a Abraham e Isaac (Génesis, 18, 17-19;
26, 4-5) hablan meramente de la salvación que vendrá a través de su
descendencia. Más tarde la dignidad real del libertador prometido se
convierte en la característica más destacada. Se le describe como un rey
de la estirpe de Jacob (Números, 24, 19), de Judá (Génesis, 49, 10: “El
cetro no se irá de Judá hasta que venga aquél a quien está reservado”),
y de David (II Reyes, 7, 11-16). Está suficientemente establecido que
este último pasaje se refiere al menos característicamente al Mesías. Su
reino será eterno (II Reyes, 7, 13), su dominio sin límites (Salmo 71,
8); todas las naciones le servirán (Salmo 71, 11). En el tipo de
profecía que estamos analizando el énfasis está en su posición como
héroe nacional. Es a Israel y a Judá a los que traerá la
salvación(Jeremías, 23, 6), triunfando de sus enemigos por la fuerza de
las armas (cf. el rey guerrero del Salmo 45). Incluso en la segunda
parte de Isaías hay pasajes (vg. 61, 5-8) en la que las demás naciones
son consideradas formando parte del reino más bien como siervas que como
herederas, mientras que la función del Mesías es elevar a Jerusalén a
su gloria y poner los cimientos de una teocracia israelita.
Pero en esta parte de Isaías también aparece la espléndida
concepción del Mesías como Siervo de Yahveh. Es una flecha elegida, su
boca como una espada afilada. El Espíritu del Señor se expresa en Él, y
su palabra es puesta en su boca (42,1; 49, 1 y s.). El instrumento de su
poder es la revelación de Yahveh. Las naciones atienden su enseñanza;
es la luz de los gentiles (42, 6). Establece su reino no mediante la
manifestación de un poder material, sino mediante la mansedumbre y el
sufrimiento, por obediencia al mandato de Dios de sacrificar su vida por
la salvación de muchos. “Si sacrifica su vida por el pecado, verá una
posteridad y prolongará sus días” (53, 10); “Por eso le daré su parte
entre los grandes y con poderosos repartirá despojos, porque indefenso
se entregó a la muerte y con los rebeldes fue contado” (53,12). Su reino
consistirá en la multitud redimida por su satisfacción vicaria, una
satisfacción no limitada a una raza o tiempo sino ofrecida por la
redención de todos por igual. (Para la aplicación mesiánica de estos
pasajes, especialmente Isaías 52, 13 a 53, cf. Condamin o Knabenbauer,
in loc.).Sin embargo, pese al uso que hace Justino del último pasaje
mencionado en “Dial. Cum Tryphone”, 89, sería temerario afirmar que su
referencia al Mesías era en absoluto comprendida generalmente entre los
judíos. En virtud de sus funciones profética y sacerdotal el título de
“el Ungido” pertenecía naturalmente al prometido. El sacerdote mesiánico
se describe por David en el Salmo 109, con referencia a Génesis, 14,
14-20. Que este salmo era generalmente interpretado en un sentido
mesiánico no se discute, mientras que el consenso universal de los
Padres pone el asunto fuera de cuestión para los católicos. En lo que
respecta a su autoría davídica, los argumentos que la impugnan no
merecen garantía para un abandono de la opinión tradicional. Que por el
profeta descrito en Deuteronomio, 18, 15-22, se entendió también, al
menos al comienzo de nuestra era, al Mesías está claro por la apelación a
su don de profecía hecha por el pseudo-Mesías Theudas (cf. Josefo,
“Antiq.”. XX, v, 1) y por el uso hecho del pasaje por San Pedro en
Hechos 3, 22-23. Especial importancia se concede a la descripción
profética del Mesías contenida en Daniel, 7, la gran obra del Judaísmo
tardío, por su suprema influencia sobre una rama del desarrollo
posterior de la doctrina mesiánica. En ella el Mesías es descrito como
“semejante a un Hijo de Hombre”, apareciendo a la derecha de Yahveh en
las nubes del cielo, inaugurando la edad nueva, no por una victoria
nacional o por una satisfacción vicaria, sino por ejercer el derecho
divino de juzgar al mundo entero. Así, el énfasis se pone en la
responsabilidad personal del individuo. La consumación no es una
superioridad terrena del pueblo elegido, compartida o no con las demás
naciones, sino una reivindicación de lo santo mediante el juicio solemne
de Yahveh y su Ungido. En esta profecía se basan principalmente las
diversas obras apocalípticas que jugaron una parte tan destacada en la
vida religiosa de los judíos durante los dos últimos siglos antes de
Cristo. Junto a todas estas profecías que hablaban del establecimiento
de un reino bajo el dominio de un legado de nombramiento divino, estaba
la serie que predecía el gobierno futuro del propio Yahveh. De estas se
puede tomar como ejemplo a Is., 40: “Clama con voz poderosa, alegre
mensajero para Jerusalén, clama sin miedo. Di a las ciudades de Judá:
Ahí está vuestro Dios. Ahí viene el Señor Yahveh con poder, y su brazo
lo sojuzga todo.” La conciliación de estas dos series de profecías se
presenta a los judíos en los pasajes – notablemente Sal., 2 e Is., 7-11 –
que predicen claramente la divinidad del legado prometido. “Se llamará
Admirable Consejero, Dios Poderoso, Padre Eterno, Príncipe de la Paz” –
títulos todos usados en otros lugares por el propio Yahveh (cf.
Davidson, “O.T. Prophecy”, p. 367). Pero parece haber habido poca
comprensión de la relación entre estas dos series de profecías hasta que
la plena luz del designio cristiano reveló su conciliación en el
misterio de la Encarnación.
II. DOCTRINA MESIÁNICA EN EL JUDAÍSMO TARDÍO
(Ver también APÓCRIFOS) Dos ramas bastante distintas y paralelas
son discernibles en el desarrollo posterior de la doctrina mesiánica
entre los judíos, según que los autores se adhieran a un ideal nacional,
basado en la interpretación literal de las profecías más antiguas, o a
un ideal apocalíptico, basado principalmente en Daniel. El ideal
nacional esperaba el establecimiento del reino de Dios en la tierra bajo
el Hijo de David, la conquista y subyugación de los paganos, la
reconstrucción de Jerusalén y del Templo, y la reunión de los dispersos.
El ideal apocalíptico trazaba una distinción definida entre aion outos y
aion mellon. La edad futura debía comenzar por el juicio divino de la
humanidad precedida por la resurrección de los muertos. El Mesías, que
existía desde el comienzo del mundo, aparecería en su consumación, y
entonces se manifestaría también la Jerusalén celestial que sería la
morada de los bienaventurados.
Ideal nacional
El ideal nacional es el del fariseísmo oficial. Así, en el Talmud
no hay rastro del ideal apocalíptico. Los escribas se ocupaban
principalmente de la Ley, pero junto a esto estaba el desarrollo de la
esperanza en la manifestación final del Reino de Dios en la tierra. La
influencia farisaica es visible en los versículos 573-808 de Sibyl. III,
que describen las esperanzas nacionales de los judíos. No se mencionan
un juicio final, una felicidad futura, o una recompensa. Se predicen
muchos prodigios de las guerras mesiánicas que traerá la consumación
–antorchas encendidas cayendo del cielo, oscurecimiento del sol, caída
de meteoros – pero todas tienen por fin un estado de prosperidad
terrenal. El Mesías, que viene de Oriente, domina todo, un héroe
nacional triunfante. Similar a ésta es la obra llamada los Salmos de
Salomón, escrita probablemente hacia el año 40 antes de Cristo. Es en
realidad la protesta del fariseísmo contra sus enemigos, los últimos
Asmoneos. Los fariseos veían que la observancia de la ley no era un
baluarte suficiente contra los enemigos de Israel, y, como sus
principios no les permitían reconocer en la jerarquía secularizada la
solución prometida a sus problemas, pensaban en la intervención
milagrosa de Dios por mediación de un Mesías davídico. El Salmo 17
describe su gobierno: Va a conquistar a los paganos, a sacarlos de su
tierra, a no permitir ninguna injusticia entre ellos; su confianza no
está puesta en los ejércitos sino en Dios; con la espada de su boca va a
matar a los malvados. De fecha anterior tenemos la descripción de las
glorias finales de la ciudad santa en Tobías (c. 14), donde, tanto como
en el Eclesiástico, hay evidencia de la constante esperanza en la
reunión futura de la Diáspora. Estas mismas ideas nacionalistas
reaparecen con un sistema muy desarrollado de escatología en las obras
apocalípticas escritas tras la destrucción de Jerusalén, a las que nos
referimos más abajo.
Ideal apocalíptico
La posición de los autores apocalípticos en lo que respecta a la
vida religiosa de los judíos se ha discutido intensamente. Aunque tenían
poca influencia en Jerusalén, la plaza fuerte del rabinismo,
probablemente tanto influían como reflejaban el sentimiento religioso
del resto del mundo judío. Así, el ideal apocalíptico del Mesías
parecería no ser el sentimiento de unos pocos entusiastas, sino expresar
las verdaderas esperanzas de una parte considerable del pueblo. Antes
del renacimiento asmoneo Israel casi había dejado de ser una nación, y
así la esperanza de un Mesías nacional se había desarrollado muy
débilmente. Por consiguiente, en los escritos apocalípticos más
primitivos, no se dice nada del Mesías. En la primera parte del Libro de
Enoch (i-xxxvi) tenemos un ejemplo de una tal obra. No es la venida de
un príncipe humano, sino el descenso de Dios sobre el Sinaí para juzgar
al mundo lo que divide todos los tiempos en dos épocas. Los justos
recibirán el don de sabiduría y se volverán sin pecado. Se alimentarán
del árbol de la vida y disfrutarán de un espacio de tiempo más largo que
el de los patriarcas.
Las victorias de los Macabeos elevaron el sentimiento tanto
nacional como religioso. Los autores de los primeros tiempos asmoneos,
que buscaban revivir las antiguas glorias de su raza, ya no pudieron
ignorar la esperanza de un Mesías personal que gobernara el reino de la
nueva era. Surgió el problema de cómo relacionar a sus liberadores
actuales, de la tribu de Leví, con el Mesías que sería de la tribu de
Judá. Esto se respondió considerando la época contemporánea como
meramente el comienzo de la edad mesiánica. Las obras apocalípticas del
periodo son el Libro de los Jubileos, el Testamento de los Doce
Patriarcas, y la Visión de las Semanas de Enoch. En el Libro de los
Jubileos las promesas hechas a Leví, y cumplidas en los reyes-sacerdotes
asmoneos, ocultan las hechas a Judá. El Mesías no es sino una vaga
figura, y se pone poco énfasis en el juicio. El Testamento de los Doce
Patriarcas es una obra compuesta de partes diferentes. La parte básica,
notoria por su glorificación del sacerdocio, data de antes del 100 antes
de Cristo; hay, sin embargo, adiciones judías posteriores, hostiles en
tono al sacerdocio, y numerosas interpolaciones cristianas. Se ha
suscitado la controversia respecto a la figura principal de esta obra.
Según Charles (Testamentos de los Doce Patriarcas, p. xcviii) se retrata
como Mesías a un hijo de Leví que lleva a cabo todos los ideales
espirituales supremos del Salvador cristiano. Lagrange, por otro lado
(Le Messianisme chez les Juifs, pp. 69 y ss.) insiste en que, en cuanto
sea éste el caso, el retrato es el resultado de interpolaciones
cristianas; si se quitan éstas, queda sólo una alabanza de la parte
jugada por Leví, en la persona de los Asmoneos, como instrumento de la
liberación nacional y religiosa. Un ejemplo notorio de esto es Test.
Lev., Sal.xviii. Mientras que Charles dice que esto atribuye las
características mesiánicas a los Levitas, Lagrange y Bousset niegan que
sea mesiánico en absoluto. Aparte de las interpolaciones es meramente un
elogio natural al nuevo sacerdocio real. En realidad no hay duda de la
preeminencia de Leví; se le compara con el sol y a Judá con la luna.
Pero de hecho hay una descripción de un Mesías que desciende de Judá en
Test Jud., Sal. xxiv, cuyos elementos originales pertenecen a la parte
básica del libro. También aparece en el Testamento de José, aunque el
pasaje se expresa en una forma alegórica, difícil de seguir. La Visión
de las Semanas de Enoch, que data probablemente del mismo periodo,
difiere de la última obra mencionada principalmente por su insistencia
en el juicio, o más bien juicios, a los que se dedican tres de las diez
semanas del mundo. Los tiempos mesiánicos se abren de nuevo con la
prosperidad de los días asmoneos, y se desarrollan hasta la fundación
del Reino de Dios.
Así los triunfos asmoneos habían producido una escatología en la
que figuraba un Mesías personal, mientras que el presente se glorificaba
como el comienzo de los días de mesiánicas bienaventuranzas.
Gradualmente, sin embargo, surgieron los ideales nacional y
apocalíptico. El Apocalipsis de Baruch, escrito probablemente como
imitación, contiene un retrato similar del Mesías. Este sistema de
escatología encuentra reflejo también en el milenarismo de ciertos
autores cristianos primitivos. Trasladado a la segunda venida del
Mesías, tenemos el reino de paz y santidad en la tierra durante mil años
antes de que los justos sean transportados a su morada eterna en el
cielo (cf. Papías en Eusebio, “Hist. eccl.”, III, xxxix).
III. LA REIVINDICACIÓN DE LA DIGNIDAD MESIÁNICA POR CRISTO
Este punto puede tratarse bajo dos encabezamientos (a) la
afirmación explícita de Cristo de ser el Mesías, y (b) la afirmación
implícita mostrada en sus palabras y acciones a lo largo de su vida.
Afirmación explícita de Cristo de ser el Mesías
Bajo este encabezamiento podemos considerar la confesión de Pedro
en Mateo, 16 y las palabras de Cristo ante sus jueces. Estos
acontecimientos implican, por supuesto, mucho más que una mera
pretensión de mesianidad; tomados en su contexto, constituyen una
afirmación de filiación divina. Las palabras de Cristo a San Pedro son
demasiado claras para necesitar ningún comentario. El silencio de los
otros Sinópticos respecto a algunos detalles del incidente tienen que
ver más bien con la prueba de la Divinidad que con la de las
pretensiones mesiánicas de este pasaje. En lo que respecta a la
afirmación de Cristo ante el Sanedrín y Pilatos, puede parecer por las
narraciones de Mateo y Lucas que al principio rehúsa una respuesta
directa a la pregunta del sumo sacerdote: “¿Eres tú el Cristo?” Pero
aunque la respuesta que se da sea meramente as su eipas (tú lo has
dicho), aun así la registrada por San Marcos, ego eimi (Lo soy) muestra
claramente cómo se entendió la respuesta por los judíos. Dalman
(Palabras de Jesús, pp. 309 y ss.) da ejemplos de la literatura judía en
los que la expresión “tú lo has dicho”, es equivalente a “estás en lo
cierto”; su comentario es que Jesús utilizó las palabras como un
asentimiento de hecho, pero como mostrando que prestaba relativamente
poca importancia a esta declaración. No es irrazonable esto, pues la
pretensión mesiánica se hunde en la insignificancia junto a la
pretensión de la Divinidad que le sigue inmediatamente, y provoca en el
sumo sacerdote la horrorizada acusación de blasfemia. Fue esto lo que
dio un pretexto al Sanedrín, que la pretensión mesiánica por sí sola no
habría dado, para la sentencia de muerte. Ante Pilatos, por otro lado,
fue meramente la afirmación de su dignidad real la que dio pie a su
condena.
La afirmación implícita de Cristo mostrada en sus palabras y acciones a lo largo de su vida
Es en su manera continua de actuar más que en ninguna afirmación
específica en lo que vemos más claramente la reivindicación de su
dignidad por Cristo. Al comienzo de su vida pública (Lucas, 4, 18) se
aplica a Sí mismo en la sinagoga de Nazaret las palabras relativas al
Siervo de Yahveh en Isaías, 61,1. Es a Él a quien David llamaba en
espíritu “ ¡Señor!”. Pretendía juzgar al mundo y perdonar los pecados.
Era superior a la Ley, el Señor del Sábado, el Dueño del Templo. En su
propio nombre, por la palabra de su boca, limpiaba a los leprosos,
calmaba el mar, resucitaba a los muertos. Sus discípulos deben dar por
bueno perderlo todo solamente por disfrutar el privilegio de seguirle.
Los judíos, aunque sin poder ver todas estas cosas implícitas, una
dignidad y poder no inferiores a los del propio Yahveh, no podían sino
percibir que quien así actuaba era al menos el representante divinamente
acreditado de Yahveh. En relación con esto podemos considerar el título
que Cristo se daba a Sí mismo, “Hijo del Hombre”. No tenemos evidencia
de que este fuera entonces considerado habitualmente como un título
mesiánico. Alguna duda respecto a su significado en las mentes de los
oyentes de Cristo se muestra posiblemente en Juan, 12, 34: “¿Quién es
este Hijo del Hombre?”Los judíos, aunque viendo indudablemente en
Daniel, 7 un retrato del Mesías, probablemente fracasaron en absoluto en
reconocer en estas palabras un título. Esto es lo más probable por el
hecho de que, aunque este pasaje ejerció gran influencia entre los
apocalípticos, el título “Hijo del Hombre” no aparece en sus escritos
excepto en pasajes de dudosa autenticidad. Ahora bien, Cristo no utiliza
meramente el nombre, sino que reclama el derecho a juzgar al mundo
(Mt., 25, 31-46), que es la característica más destacada del Mesías de
Daniel. Una doble razón le llevaría a asumir esta designación
particular: que podía hablar de Sí mismo como Mesías sin hacer notoria
su afirmación a los poderes gobernantes hasta que llegara el momento de
su clara reivindicación, y que, en cuanto fuera posible, impediría que
el pueblo le asignara su propia noción material del reino davídico.
No refirió su afirmación de la dignidad al futuro. No dijo: “Seré
el Mesías”, sino “Soy el Mesías”.Así, aparte de su respuesta a Caifás y
su aprobación de la afirmación de Pedro de su carácter mesiánico
presente, tenemos en Mateo, 11, 5, la circunspecta pero clara respuesta a
la pregunta de los discípulos del Bautista: “¿Eres tú ho erchomenos?”
En San Juan la evidencia es abundante. No hay cuestión de una dignidad
futura en sus palabras a la samaritana (Juan, 4) o al ciego de
nacimiento (9, 5), pues estaba ya realizando la obra predicha del
Mesías. Aunque sólo como un grano de mostaza, el Reino de Dios ya estaba
establecido en la tierra; Él había comenzado ya la obra del Siervo de
Yahveh, de predicar, de sufrir, de salvar a los hombres. La consumación
de su tarea y el gobierno glorioso sobre el Reino estaban de hecho aún
en el futuro, pero estos eran la culminación, no los únicos
constituyentes, de la dignidad mesiánica. Para los que, antes del
designio cristiano, buscaban interpretar las antiguas profecías, un solo
aspecto del Mesías bastaba para dar la visión de conjunto. Nosotros, a
la luz de la revelación cristiana, vemos realizado y armonizado en
Nuestro Señor todas las contradictorias esperanzas mesiánicas, todas las
visiones de los profetas. Es a la vez el Siervo que sufre y el rey
davídico, el Juez de la humanidad y su Salvador, el verdadero Hijo del
Hombre y Dios con nosotros. En Él se conjura la iniquidad de todos
nosotros, y en Él, como Dios encarnado, reside el Espíritu de Yahveh, el
espíritu de Sabiduría y Comprensión, el Espíritu de Consejo y
Fortaleza, el Espíritu de Conocimiento y Piedad, y el Temor del Señor.
L.W. GEDDES
Transcrito por Donald J. Boon
Traducido por Francisco Vázquez
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