sábado, 4 de febrero de 2017

Penitencia - Wikipedia, la enciclopedia libre

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Penitencia




Confesión en una ilustración de Wenceslas Hollar de las Confesiones de Augsburgo.
La penitencia, reconciliación o confesión es el sacramento administrado por la Iglesia católica mediante el cual los cristianos reciben el perdón de Dios por sus pecados.



Índice

Nombres que recibe el sacramento

El Catecismo de la Iglesia católica menciona diversos nombres que ha tomado la penitencia. Son los siguientes:


  • Sacramento de conversión, ya que es un signo de la conversión a la que el mismo Jesucristo ha llamado (cf. Lc 15, 18).
  • Sacramento de la confesión, pues una de sus partes principales es la confesión de los pecados cometidos por el penitente.
  • Sacramento del perdón, pues a través de la absolución sacramental el penitente recibe el perdón de Dios.
  • Sacramento de la reconciliación, pues junto al perdón de Dios se otorga la reconciliación con Dios (cf. 2 Cor 5, 20) y con la Iglesia.
Toma también el nombre de penitencia porque esta es la última parte
del camino de conversión que, según la teología del sacramento, realiza
el penitente para recibir el perdón de sus pecados.


Base teológica

La tradición de la Iglesia toma normalmente la afirmación de los apóstoles de Jesús,
según la cual este les había dado poder para perdonar los pecados en
nombre de Dios. Los sucesores de los apóstoles escribieron que estos les
habían transmitido dicha facultad —entre otras—. Como mayor referencia,
se lee en el Evangelio según san Juan:


Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les
quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.


Juan 20, 23
Asimismo, reafirma este mandato con el pasaje del noveno capítulo del Evangelio según san Mateo:


Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder
de perdonar pecados dice entonces al paralítico: «Levántate, toma tu
camilla y vete a tu casa». Él se levantó y se fue a su casa. Y al ver
esto, la gente temió y glorificó a Dios, que había dado tal poder a los
hombres.


Mateo 9, 6-7
La confesión misma también está indicada en la Epístola de Santiago, en su capítulo 5:


Confesaos, pues, mutuamente vuestros pecados y orad los unos por los
otros, para que seáis curados. La oración ferviente del justo tiene
mucho poder.


Santiago 5, 16
Además es sabido, por el libro de los Hechos de los Apóstoles, que la Confesión de los pecados era una práctica habitual en la Iglesia primitiva, por lo menos en su forma pública.1


Por otra parte fue Dios mismo entregó el ministerio de reconciliación:


... y todo esto proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por
Cristo, y nos encomendó el ministerio de la reconciliación. Nos encargó a
nosotros la palabra de la reconciliación. Somos pues embajadores de
Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros. Os suplicamos en
nombre de Cristo ¡Reconcíliense con Dios!.


2 Cor 5:18-20

El sacramento de la penitencia en la historia de los dogmas

Convicciones y prácticas penitenciales en la Iglesia antigua

Además de los textos referidos, se descubre en el Nuevo Testamento
además una constante llamada a la conversión y a la corrección. Se
recomiendan las prácticas penitenciales tradicionales que se practican
hasta el día de hoy, especialmente la oración, el ayuno y la limosna.


Para conocer algo de la disciplina penitencial, una obra importante es El pastor de Hermas, de mediados del siglo II. Mientras que algunos doctores afirmaban que no hay más penitencia que la del bautismo,
Hermas piensa que el Señor ha querido que exista una penitencia
posterior al bautismo, teniendo en cuenta la flaqueza humana, pero en su
opinión solo se puede recibir una vez. De todas maneras, cree que no es
oportuno hablar a los catecúmenos de una «segunda penitencia», ya que
puede causar confusión, puesto que el bautismo tendría que haber
significado una renuncia definitiva al pecado.2


A comienzos del siglo III,
esa única penitencia eclesiástica años después del bautismo ya estaba
perfectamente organizada y se practicaba con regularidad tanto en las
iglesias de lengua griega como en las de lengua latina.


El obispo Hipólito de Roma
escribió que la potestad de perdonar los pecados la tenían solo los
obispos. En ambas tradiciones, y hasta fines del siglo VI, no se conocía
sino esa única posibilidad de penitencia, que había sido denominada por
Tertuliano, «segunda tabla de salvación» (cf. De paenitentia 4, 2 y citado en el Concilio de Trento, ver DS 1542).


La práctica de la penitencia comenzaba con la exclusión de la eucaristía
y terminaba con la reconciliación, que volvía a dar al penitente el
acceso a ella. El tiempo penitencial generalmente era largo y estaba
acomodado a la gravedad del pecado. Las etapas de la excomunión estaban
claramente fijadas:


  1. El pecador debía confesar el pecado a solas ante el obispo;
  2. Era graciosamente admitido a la penitencia eclesial;
  3. Durante algún tiempo (semanas o meses) tenía que aceptar el
    humillante estado de penitente, que manifestaba incluso con un vestido
    especial;
  4. Debía mostrar su conversión y perseverancia con obras de penitencia (oraciones, limosnas y ayunos);
  5. Quedaba excluido de la Iglesia en la medida que no podía recibir la
    eucaristía y era apartado de la comunidad (no podía asistir a las
    reuniones);
  6. Finalmente, después de que la comunidad había orado por él, el penitente obtenía la reconciliación, normalmente mediante la imposición de las manos del obispo.
No se precisa el modo en que esa reconciliación procuraba el perdón de los pecados. Las herejías penitenciales del montanismo y novacianismo
obligarían a una reflexión teológica acerca de la praxis penitencial.
Era preciso rechazar el rigorismo: todos los pecados graves, incluso los
tres capitales (apostasía-idolatría, homicidio y adulterio)
podían ser perdonados; y todos los pecados —incluso los secretos—,
debían ser sometidos a la penitencia episcopal. En este sentido, Ambrosio afirma:


Dios no hace distinciones, porque prometió a todos la misericordia y
concedió a sus sacerdotes la facultad de absolver sin excepción alguna.
Aquel que exageró el pecado, que abunde en penitencia; los mayores
crímenes se lavan con grandes llantos.


El obispo de Milán destaca el valor «medicinal» de la penitencia. Atar es hacer lo que el buen samaritano,
que se inclina sobre el herido encontrado en el camino. La misericordia
de Cristo nos ha enseñado que cuanto más graves son los pecados, más
firmes soportes necesitan.


En El pastor de Hermas
ya aparece un elemento doctrinal decisivo: la penitencia siempre es
comprendida eclesiológicamente, es decir, hay, una reintegración en la
misma Iglesia. Mientras perdura el procedimiento penitencial de la
Iglesia antigua, se conserva la conciencia de la participación activa de
toda la comunidad.


Tertuliano
dice claramente que la reconciliación impartida tras una laboriosa
penitencia y con intervención de la comunidad confiere al pecador
arrepentido la paz con la Iglesia y la venía ante Dios.


Cipriano formula explícitamente la relación causa efecto de la pax ecclesiae
y la reconciliación con Dios. La paz con la Iglesia significa el don
del Espíritu Santo y la esperanza de salvación. No obstante, la paz de
la Iglesia no tiene en los Padres un sentido absoluto, como si se
tratara de una imposición de la Iglesia sobre la voluntad divina.
Cipriano advierte que si a la Iglesia
se la puede engañar, Dios conoce el interior de los corazones y juzga
acerca de lo que en ellos está oculto. Pero, dando la paz, la Iglesia da
la esperanza de la salvación y el acceso a la comunión eucarística, la
fortaleza para enfrentarse a las adversidades y confesar a Cristo, la comunicación del Espíritu Santo que habita en ella.


Ambrosio
dice además que el penitente se redime del pecado y se limpia y
purifica en su interior en virtud de las obras, oraciones y gemidos del
pueblo; pues Cristo ha concedido a la Iglesia que uno pueda ser redimido
por todos, así como todos han sido redimidos por uno gracias a la
venida del Señor Jesús. Entonces la purificación del pecador es obra de
toda la Iglesia, que —unida a Cristo— ofrece sus méritos y oraciones a
favor de aquel que se somete a la penitencia eclesiástica. La penitencia
del pecador tiene un doble valor: medicinal, ordenado a su corrección; y
ejemplar, destinado a manifestar a la comunidad la sinceridad de su
conversión.


De manera semejante se expresa Agustín,
que ofrece además la primera teoría acerca de la eficacia de la
reconciliación penitencial. El perdón es propiamente fruto de la
conversión, la cual es a la vez obra de la gracia divina, que actúa en
el interior del hombre, pero es la caridad -que el Espíritu Santo
difunde en la Iglesia- la que perdona los pecados de sus miembros. El
sacerdote obra en nombre de la Iglesia, que es la que «ata y desata» los
pecados. Las palabras que Jesús había dirigido a Pedro las dirige a
toda la Iglesia, que tiene el poder de las llaves: «Es a los ministros
de su Iglesia, que imponen las manos sobre los penitentes, a quienes
Cristo dice (como a aquellos que quitan las vendas del resucitado
Lázaro): “desatadlo”».


En el primer tercio del siglo IV, el Concilio de Elvira
da penitencias de tres, cinco años y hasta de toda la vida. Según este
concilio, los penitentes debían ser reconciliados en el mismo lugar
donde habían sido excluidos, y el obispo que los reconciliaba debía ser
el mismo que los había excomulgado. La reconciliación iba acompañada de
la imposición de manos por parte del obispo y de los presbíteros que le
asisten. El tiempo de Cuaresma se considera el más apto para practicar la penitencia pública.


La práctica de la penitencia canónica después del siglo IV no modifica sustancialmente su estructura y severidad. El Tercer Concilio de Toledo (aprox. 589) condena como una práctica execrable el uso reiterado de la reconciliación que, por influencia céltica se había introducido en España.[cita requerida]


Evolución de la Penitencia antigua. La Penitencia privada

A partir del siglo V
la institución de la penitencia canónica entra en crisis. Las cargas
que comporta son extremadamente duras; entre estas destaca la de la
continencia perpetua, razón que invoca, por ejemplo, el concilio de Arlés
para no admitir a la penitencia a un pecador casado sin consentimiento
de su esposa. Tratándose de hombres y mujeres de edad inferior a los 30 o
35 años, los obispos y concilios se muestran partidarios de retrasar la
imposición de la penitencia, a fin de evitar castigos mayores, como el
de la excomunión, en caso de abandono de la práctica penitencial.


Según el papa León I,
muchos pecadores esperaban los últimos momentos de la vida para pedir
la penitencia, y una vez que se sentían recuperados de su enfermedad,
rehuían al sacerdote para evitar someterse a la expiación. La penitencia
eclesiástica no se aplicaba por lo general a los clérigos y religiosos
que incurrían en pecados graves, ya que se pensaba que su dignidad podía
recibir agravio; solo se le deponía de su cargo, podía acogerse a la
penitencia privada y llevar una forma de vida monástica, que era
considerada como un segundo bautismo que permitía el acceso a la
eucaristía.


Un capítulo importante para rastrear los orígenes de la penitencia
privada es el que se refiere a las prácticas penitenciales de la vida
monástica. Los «libros penitenciales», que son la primera y principal
fuente de la llamada «penitencia tarifada o arancelaria» (antecesora de
la penitencia privada), comienzan a aparecer a mediados del siglo VI, bajo la influencia de comunidades monásticas implantadas en las Islas Británicas.


El principio de «no reiterabilidad» deja de observarse en la
penitencia «tarifada o arancelaria», que puede practicarse cuantas veces
se considere necesario. Su uso no está sometido, a unos tiempos
litúrgicos determinados ni a una forma solemne de celebración que exija
la presencia del obispo, sino que se realiza de forma individualizada,
con la sola intervención del penitente y, del presbítero confesor. Este,
oída la confesión del penitente, le impone una «penitencia»
proporcionada a la gravedad de su culpa, y su estado de monje, clérigo o
casado; y le remite a un nuevo encuentro para darle la absolución, una
vez que ha cumplido la penitencia impuesta. La confesión se hace
espontáneamente o por medio de un cuestionario que utiliza el confesor.


La Instrucción de los clérigos de Rábano Mauro
(m. 856) sienta el principio de que si la falta es pública, se aplicará
al penitente la penitencia pública o canónica; si las faltas son
secretas y el pecador confiesa espontáneamente al sacerdote o al obispo,
la falta deberá permanecer secreta. Los «libros penitenciales» recogen
el conjunto de faltas graves y leves en que puede incurrir un cristiano,
para ayudar a los confesores a fijar equitativamente la duración y el
sacrificio de las penitencias, que corresponden al número y gravedad de
las faltas. La «tasación» desciende a todo tipo de detalles, y fija con
absoluta precisión los tipos de mortificaciones, vigilias y oraciones.
Las penas pueden durar hasta años. El más antiguo de los penitenciales
conocidos es el Penitencial de Fininan, escrito a mediados del siglo VI
en Irlanda; y le sigue el Penitencial de san Columbano,
uno de los más completos, escrito a fines del mismo siglo. La
penitencia tarifada tiende a una exagerada cuantificación de la realidad
moral del pecado y a su compensación penitencial o penal, subordinando
excesivamente el perdón a la obra material que realiza el penitente como
satisfacción por el pecado. Este materialismo dará paso con el tiempo a
conmutar penas por dinero en limosnas o misas; sobre este particular,
ya Bonifacio de Maguncia (m. 755) ofrecía criterios al respecto, y el papa Bonifacio VIII (m. 1303) los llegara a calificar de «afortunado negocio». El Penitencial de Pseudo Teodoro
(entre 690 y 740) dice expresamente que aquel que «por su debilidad no
pueda ayunar», ni hacer otras obras penitenciales, «escoja a otro que
cumpla la penitencia en su lugar y le pague para ello, ya que está
escrito: “Llevad el peso de los otros”».



A partir del siglo IX, los libros litúrgicos, que hasta entonces
contenían solamente el rito de la penitencia eclesiástica o canónica,
incluyen ya el ordo de la penitencia «privada». A partir del año 1000 se
generaliza la práctica de dar la absolución inmediatamente después de
hacer la confesión, reduciéndose todo a un solo acto, que solía durar
entre veinte minutos y media hora. A finales del primer milenio, la
penitencia eclesiástica se aplica únicamente en casos muy especiales de
pecados graves y públicos. La penitencia privada, en cambio, se ha
convertido en una práctica extendida en toda la Iglesia. Por lo general,
la práctica de la confesión no es muy frecuente, de hecho, el Concilio IV de Letrán (a. 1215) impondrá el deber de confesar los pecados una vez al año.


En el siglo XIII, las órdenes mendicantes intensifican la llamada a
la conversión y reforma de vida, fomentando la práctica de la confesión.
Se redactan «manuales sobre la confesión» que suplen a los libros
penitenciales.


Entre las prácticas penitenciales cabe destacar la «peregrinación» a
lugares santos de la cristiandad (Jerusalén, Roma y Santiago); hasta los
párrocos podían imponer estas peregrinaciones como penitencia,
teniéndose ya sencillos rituales para entregar insignia, talega y
bordón. Otra forma de penitencia que se impuso fue la flagelación; y no
solo para penitentes, sino recomendada para cristianos deseosos de
mortificación.


Algunos ejemplos de tarifas o aranceles para monjes, extraído del Poenitentiale Columbani:


  • homicidio: ayuno de diez años;
  • sodomía: ayuno de diez años;
  • fornicación (una vez): tres años;
  • fornicación (varias veces): siete años;
  • robo: siete años;
  • masturbación: un año.

Elementos principales de la teoría escolástica sobre la penitencia

El problema fundamental sigue siendo el que ya suscitaron los Padres:
¿qué valor tienen, para el perdón de los pecados en cuanto ofensa a
Dios, el esfuerzo penitencial del pecador arrepentido y la intervención
de la Iglesia? Puesto que la confesión y la absolución se realizaban
normalmente de forma privada, la investigación de los teólogos no logra
integrar plenamente el significado comunitario y eclesial. Una
acentuación progresiva del aspecto jurídico de la Iglesia les llevó por
un lado a insistir en la índole judicial de la absolución, y por otro a
que se viera ya con claridad la relación intrínseca que existe entre la
reconciliación del pecador con Dios y su reconciliación con la Iglesia.
En los comienzos de la reflexión escolástica acerca de los sacramentos,
la penitencia es enumerada siempre como uno de ellos. Los teólogos de la
alta escolástica llaman sacramentum a la penitencia exterior y res sacramenti
(fruto del sacramento) a la penitencia interior; aunque para otros esta
última es el perdón los pecados. Nunca se dudó de que los pecados
graves debían ser sometidos al poder de las llaves sacerdotal. Pero sí
surgió una discusión escolástica acerca de la cuestión de si la
absolución impartida por el sacerdote posee una eficacia causal. Hasta
mediados del siglo XIII la respuesta fue negativa. Esta será denominada
teoría declaratoria; la esencia de la absolución del sacerdote es una
declaración autorizada de que Dios ya ha perdonado su culpa al pecador
arrepentido. Así opinaban teólogos tan importantes como:


En cambio, la teoría clásica que alcanzara el consenso general católico comienza con Guillermo de Auvernia (m. 1249), Hugo de San Caro (m. 1263) y Guillermo de Melitona (m. 1257). Según esta teoría —defendida por Tomás de Aquino (m. 1274) y Buenaventura (m. 1274)—, el efecto de la absolución impartida por el sacerdote consiste en el perdón ante Dios.


Desde la temprana Edad Media la confesión misma de los pecados ha
sido considerada la parte más importante del sacramento. En el caso de
no encontrar un clérigo, dice Lanfranco de Canterbury, (m. 1089) en su Tratado sobre el secreto de la confesión,
podría hacerse la confesión a un hombre considerado honesto; este no
tiene el poder de desatar, pero el penitente que confiesa así se hace
digno de obtener el perdón en virtud de su deseo de hacer la confesión
al sacerdote. No hay que desesperar, si no se encuentra un confesor,
porque los Padres coinciden en decir que basta la confesión a Dios.


Con la penitencia «tarifada» la figura del sacerdote confesor adquiere gran relieve social. El sacerdote, dice Alcuino
(m. 804) es el médico espiritual que puede curar las heridas del alma,
y, es también el juez que nos libra de las cadenas del pecado. Según
Lanfranco de Canterbury, el que traiciona los secretos de la confesión,
viola sus tres misterios: la condición de bautizado del penitente, la
dignidad de la conciencia y el juicio divino.


En cuanto al aspecto eclesial del pecado y del perdón, es frecuente
en la escolástica la idea de que el pecado perjudica a la Iglesia y
modifica esencialmente la relación del pecador con ella. De ahí se sigue
que la satisfacción debe tener lugar también con respecto a la Iglesia,
y efecto de la absolución sacerdotal es el recibir al pecador en el
seno de la Iglesia. Pero este aspecto eclesial del perdón de los pecados
fue perdiendo terreno a favor de un sentido individualista de la
relación con Dios.


El problema del arrepentimiento

En la escolástica temprana es comúnmente aceptado que todo
arrepentimiento verdaderamente religioso va unido necesariamente al amor
que justifica. Entre todos los actos que concurren en el sacramento de
la penitencia, se atribuye solo al arrepentimiento la capacidad de
perdonar pecados. En el siglo XII (Escuela de Giberto de Poitiers) aparece el concepto de atritio
o «arrepentimiento» imperfecto: cuando el pecador no renuncia por
completo a su pecado, cuando su propósito de enmienda y satisfacción es
ineficaz, cuando el arrepentimiento no es suficientemente intenso, etc.


Suele definirse la atrición como el pesar que experimenta el creyente
de haber ofendido a Dios, no tanto por el amor que se le tiene (como es
el caso de la contrición),
sino más bien por temor a las consecuencias de la ofensa cometida. La
atrición se consideraba ordenada a la contrición, en la cual debía
desembocar. En términos escolásticos: la atritio es un arrepentimiento «informe», la contritio
es un arrepentimiento “formado” mediante la gracia y el amor. El
pecador debe acercarse al sacramento de la penitencia con contrición, es
decir, ya justificado. Cuando sin culpa del pecador esto no sucede,
entonces según Tomás de Aquino la gracia del sacramento (comunicada en la absolución) hace que la atrición se transforme en contrición. Según Duns Escoto
(m. 1308), no se requiere la contrición para acercarse al sacramento de
la penitencia; basta la atrición. El pecado no se borra por el
arrepentimiento, fruto de la gracia, sino solamente por la infusión de
la gracia justificante. Ambas teorías (la de santo Tomás y la de Duns
Escoto) pueden ser defendidas libremente en la teología católica. El Concilio de Trento
no quiso tomar postura por ninguna de ellas y enseñó que la atrición
dispone al pecador para obtener la gracia del sacramento de la
penitencia (DS 1705).


En el Catecismo de Juan Pablo II, se afirma que la contrición
imperfecta o atrición es también un don de Dios debido a la acción del
Espíritu Santo. Ahora bien, se aclara que, por sí misma, esta atrición
no alcanza el perdón de los pecados graves:


Cuando brota del amor de Dios amado sobre todas las cosas, la
contrición se llama «contrición perfecta» (contrición de caridad).
Semejante contrición perdona las faltas veniales; obtiene también el
perdón de los pecados mortales si comprende la firme resolución de
recurrir tan pronto sea posible a la confesión sacramental. La
contrición llamada «imperfecta» (o «atrición») es también un don de
Dios, un impulso del Espíritu Santo. Nace de la consideración de la
fealdad del pecado o del temor de la condenación eterna y de las demás
penas con que es amenazado el pecador. Tal conmoción de la conciencia
puede ser el comienzo de una evolución interior que culmina, bajo la
acción de la gracia, en la absolución sacramental. Sin embargo, por sí
misma la contrición imperfecta no alcanza el perdón de los pecados
graves, pero dispone a obtenerlo en el sacramento de la Penitencia.


Catecismo de la Iglesia Católica, 1452-1453

Elementos teológicos

Materia y forma del sacramento de la penitencia

La escolástica, fundándose en algunas distinciones patrísticas, (como la agustiniana entre elementum y verbum), concibe en sentido aristotélico (cosa que aparece por primera vez en Hugo de San Caro)
los “elementos constitutivos” de un sacramento, como materia y forma,
como lo determinado y lo predominante. Desde el comienzo de la reflexión
teológica acerca de la penitencia resultó difícil determinar la materia
de este sacramento. Se tendía a concretarla también en los actos del
penitente, a los cuales se concede gran importancia en todas las
reflexiones sobre la penitencia.


En la patrística,
el elemento principal era la satisfacción, que borra el pecado. Esta
idea se mantuvo en el período de la penitencia tarifada: la función del
sacerdote consistía precisamente en la imposición de la satisfacción, y
la confesión era el presupuesto necesario para determinarla
adecuadamente. En el siglo XI se inicia una fase (por influjo del tratado pseudoagustiniano De vera et falsa poenitentia)
en la que se atribuye a la confesión como tal la virtud de borrar los
pecados. Entonces se subrayó la importancia de la contrición. En el
intento de distinguir la materia y la forma de la penitencia, Hugo de San Caro habla ya de quasi materia,
la cual consistiría en la confesión y la satisfacción, mientras que la
forma sería la absolución y la imposición de una satisfacción.


Así también lo afirmará Tomás de Aquino, para quien ambas constituyen una unidad moral, el unum sacramentum. En cambio, Duns Escoto
considera que los actos del penitente son solo un presupuesto
indispensable del signo sacramental: no forman parte de él, ni son
considerados como materia. El sacramento, independientemente de la
materia, consiste solo en la sentencia del sacerdote. Esta concepción
fue defendida por la teología franciscana todavía después del Trento,
que en el canon 4 (DS 1704) designa los tres actos del penitente como
quasi materia y como las tres partes del sacramento de la penitencia.


Ministro

El obispo solía presidir únicamente la penitencia pública, pues desde
que se generalizó la penitencia privada y reiterable el ministro fue el
sacerdote. En caso de necesidad incluso el diácono escuchaba
confesiones; más aún, las recibían los laicos, lo cual fue un gesto
altamente considerado entre los siglos VIII y XIV. Esto se explica
porque para los primeros escolásticos el sacramento se concentraba en
los actos del penitente, sobre todo en la confesión; de ahí que, a falta
de sacerdote, los cristianos eran estimulados por los mismos pastores y
teólogos a confesarse con un amigo, con un compañero de viaje o un
vecino; muchos teólogos concedieron a esta práctica cierto valor
sacramental.


El mismo Tomás de Aquino lo ve necesario en peligro de muerte y en
ausencia del ministro. Fue Duns Scoto el primero que se opuso a esta
tradición, negando a la confesión de los laicos todo valor sacramental y
rechazando su obligatoriedad.


La práctica de reservar la absolución de algunos pecados al obispo
aparece reflejada ya en un sínodo de Londres (1102), tratando un caso de
sodomía; luego en el Concilio de Clermont (1130) y Lateranense II (1139) se habla de los malos tratos a un clérigo o a un monje como pecados que requieren la absolución papal.


Documentos del magisterio

Como en otros casos, las definiciones se han dado debido a herejías u
opiniones que de alguna manera hieren la doctrina afirmada por la
Iglesia. Así, entre los errores de Pedro Abelardo, condenados por Inocencio II
en 1140 y 1141, está el número 12 en que afirma: «La potestad de atar y
desatar fue dada solamente a los apóstoles, no a sus sucesores». Esta
condena implica la afirmación de que los sucesores de los apóstoles
tienen potestad de perdonar pecados.


En tiempos de Inocencio III, en el Cuarto Concilio de Letrán
(1215) se obliga a todos los católicos a la confesión anual con el
sacerdote propio, o con licencia de este a otro (DS 812). Además se
establecen las cualidades de los confesores: discreto, cauto, entendido,
inquiriendo diligentemente las circunstancias del pecador y del pecado,
para aconsejar y remediar. La violación del sigilo conlleva deposición
del oficio y reclusión en un monasterio a perpetuidad.


En el Concilio de Constanza (1415) y en el Decreto de Martín V (1418) se condenan los errores de John Wyclif y de los husitas:
«7. Si el hombre está debidamente contrito, toda confesión exterior es
para él superflua e inútil» (DS 1157). El decreto para los armenios del concilio de Florencia (1439), recoge la doctrina de Tomás de Aquino:


El cuarto sacramento es la penitencia, cuya cuasi materia son los
actos del penitente que se distinguen en tres partes. La primera es la
contrición del corazón, a la que toca dolerse del pecado cometido con
propósito de no pecar en adelante. La segunda es la confesión oral, a la
que pertenece que el pecador confiese a su sacerdote íntegramente todos
los pecados de que tuviere memoria. La tercera es la satisfacción por
los pecados, según el arbitrio del sacerdote; satisfacción que se hace
principalmente por medio de la oración, el ayuno y la limosna. La forma
de este sacramento son las palabras de la absolución que profiere el
sacerdote cuando dice: «Yo te absuelvo». El ministro de este sacramento
es el sacerdote que tiene autoridad de absolver, ordinaria o por
comisión de su superior. El efecto de este sacramento es la absolución
de los pecados.


El papa Sixto IV condena las proposiciones del mágister salmanticensis Pedro Martínez de Osma (1479):


  1. La confesión de los pecados en especie, está averiguado que es
    realmente por estatuto de la Iglesia universal, no de derecho divino.
  2. Los pecados mortales en cuanto a la culpa y a la pena del otro
    mundo, se borran sin la confesión, por la sola contrición del corazón.
  3. En cambio, los malos pensamientos se perdonan por el mero desagrado.
  4. No se exige necesariamente que la confesión sea secreta.
  5. No se debe absolver al penitente antes de cumplir la penitencia.
  6. El Romano Pontífice no perdona la pena del purgatorio.
  7. El Romano Pontífice no dispensa acerca de lo que estatuye la Iglesia universal.
  8. También el sacramento de la penitencia en cuanto a 1a colación de la gracia, es de naturaleza (y no de institución) del Nuevo o del Antiguo Testamento.|DS (1411-1419).

Confesionarios (en la catedral de Santiago de Compostela), habitáculos para realizar la confesión.

Etapas de la confesión

La penitencia consta de cinco etapas:

1- Examen de conciencia
2- Acto de Contrición
3- Confesión auricular al sacerdote
4- La Penitencia (Acto de Satisfacción)
5- La Absolución

Arrepentimiento y contrición

Es tener la intención de no volver a cometer los pecados que se van a
confesar (es decir, tener el propósito de enmienda), en atención a la justicia y la misericordia
de Dios. El arrepentimiento busca sentir interiormente la culpa por los
pecados cometidos, aunque el sentimiento -que es involuntario- en sí no
es necesario para hacer una buena confesión; nada más la voluntad -que
es libre- es requerida. El arrepentimiento conlleva el deseo de reparar
el daño hecho por los pecados cometidos.


Se llama contrición al arrepentimiento nacido del puro amor a Dios;
cuando el arrepentimiento proviene más bien del miedo a la condenación
eterna, se llama atrición. Ambos tipos de arrepentimiento son válidos
para recibir este sacramento.


Confesión

La fase de la confesión consiste en la enumeración verbal de todos los pecados mortales y veniales a un sacerdote
con facultad de absolver. Los sacerdotes están obligados a guardar en
secreto los pecados confesados durante esta fase, lo que se conoce como
sigilo sacramental o secreto de arcano. Un sacerdote jamás, bajo ninguna circunstancia, puede romper este secreto. El Código de Derecho Canónico indica que de ser violado, el sacerdote queda automáticamente excomulgado:


«El sigilo sacramental es inviolable; por lo cual está
terminantemente prohibido al confesor descubrir al penitente, de palabra
o de cualquier otro modo, y por ningún motivo».


La confesión debe ser completa, es decir, debe especificar todos los
pecados en tipo y número, así como las circunstancias que modifiquen la
naturaleza del pecado mismo (por ejemplo, no se considera el mismo tipo
de pecado mentir a una persona cualquiera que mentir a alguien que tenga
autoridad sobre la persona). Ocultar conscientemente un pecado mortal
invalida la confesión.


Satisfacción

La satisfacción, también llamada penitencia, es una acción indicada
por el sacerdote y llevada a cabo por el penitente como reparación por
sus pecados.


Absolución

El sacerdote con facultad de absolver, después de haber indicado la
penitencia, y haber dado consejos apropiados si le pareciera oportuno o
si el penitente mismo lo pide, da la absolución con esta fórmula:


Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la
muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la
remisión de los pecados, te conceda, por el misterio de la Iglesia, el
perdón y la paz. Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre,
y del Hijo, y del Espíritu Santo (cf. Catecismo de la Iglesia católica
n. 1449).


El penitente responde «Amén».


Solo Dios perdona los pecados

De acuerdo con el Catecismo de la Iglesia Católica solo Dios perdona
los pecados a través de aquellos (apóstoles y sucesores) a quien les
confirió el poder de perdonar pecados. En el párrafo 1441 del Catecismo
leemos: "Sólo Dios perdona los pecados (cf Mc 2,7). Porque Jesús es el
Hijo de Dios, dice de sí mismo: "El Hijo del hombre tiene poder de
perdonar los pecados en la tierra" (Mc 2,10) y ejerce ese poder divino:
"Tus pecados están perdonados" (Mc 2,5; Lc 7,48). Más aún, en virtud de
su autoridad divina, Jesús confiere este poder a los hombres (cf Jn
20,21-23) para que lo ejerzan en su nombre." 3


Aspectos canónicos

La legislación actual de la Iglesia (principalmente el Código de Derecho Canónico vigente, de 1983) establece ciertas normas referidas a la administración de este sacramento.


Concretamente, el CIC establece lo siguiente:

Para los seminaristas
  • Para los seminarios se nombran confesores. Los seminaristas deben
    tener libertad completa para confesarse con el sacerdote que elijan
    (incluso con sacerdotes de fuera del Seminario).4
  • Para facilitar lo anterior, el rector del Seminario debe hacer que
    otros confesores, además de los ordinarios, acudan regularmente al
    Seminario.5
  • Cuando el Superior decide acerca de si el candidato se ordena o no,
    no se puede pedir la opinión del confesor (ni siquiera del director
    espiritual).6
  • El rector del seminario no debe oír las confesiones de los alumnos, salvo que estos lo pidan espontáneamente.7
Para los religiosos
  • Los superiores deben respetar la libertad de sus subordinados a la
    hora de escoger tanto al confesor como al director espiritual, si bien
    se nombran confesores ordinarios.8 Por lo tanto, no pueden imponer la confesión o la dirección espiritual con miembros de la propia orden, por ejemplo.
  • A los superiores se les prohíbe oír las confesiones de sus súbditos,
    salvo que estos lo pidan espontáneamente. También se le prohíbe al
    maestro de novicios y a su asistente.9
  • Por último, a los Superiores también se les prohíbe intentar conocer
    la conciencia del súbdito (no solo mediante un mandato explícito, sino
    que ni siquiera pueden aconsejarles que les comuniquen su conciencia).
    Igual que en el caso anterior, solo se permite esta práctica si la
    iniciativa parte del súbdito.10
Para los fieles en general
  • Todo fiel tiene derecho a confesarse con el confesor legítimamente aprobado que prefiera, aunque sea de otro rito.11
  • El lugar ordinario para la Confesión es el Confesonario. Solo se
    puede oír confesiones fuera del mismo por justa causa, y debe quedar a
    salvo el derecho del fiel a mantener su anonimato (mediante el uso de
    las rejillas usuales en los confesonarios)12
  • Entre otras cosas, el confesor tiene prohibido preguntarle al penitente por la identidad de su cómplice, si lo hubiera.13
  • La obligación de mantener el secreto sacramental es absoluta.14
    Es más, ni siquiera se puede hacer uso de lo conocido por la confesión,
    ni para el gobierno externo en el caso de que el confesor sea superior
    del penitente, ni para tomar cualquier tipo de medida que se pueda
    considerar perjudicial para este.15
Otras disposiciones establecidas por el CIC son que los superiores
deben facilitar el acceso al sacramento de la Penitencia, y que en caso
de necesidad (y no solo en peligro de muerte) los confesores tienen
obligación de oír las confesiones de los fieles que se lo pidan16


Notas


  • Hechos de los Apóstoles 19, 18-19.

    1. c. 986: 1.
      Todos los que, por su oficio, tienen encomendada la cura de almas,
      están obligados a proveer que se oiga en confesión a los fieles que les
      están confiados y que lo pidan razonablemente; y a que se les dé la
      oportunidad de acercarse a la confesión individual, en días y horas
      determinadas que les resulten asequibles. 2. Si urge la necesidad todo
      confesor está obligado a oír las confesiones de los fieles; y, en
      peligro de muerte, cualquier sacerdote.
      Esto último incluye a los sacerdotes secularizados.

    Enlaces externos

    Referencias

    Menú de navegación


  • Hanna,
    Edward. "The Sacrament of Penance." The Catholic Encyclopedia. Vol. 11.
    New York: Robert Appleton Company, 1911. 5 Aug. 2012
    <http://www.newadvent.org/cathen/11618c.htm>.


  • Catecismo de la Iglesia Católica. Consultado el 14 de diciembre de 2016.


  • Además
    de los confesores ordinarios, vayan regularmente al seminario otros
    confesores; y, quedando a salvo la disciplina del centro, los alumnos
    también podrán dirigirse siempre a cualquier confesor, tanto en el
    seminario como fuera de él.
    c. 240.1.


  • c. 240.1.


  • Nunca
    se puede pedir la opinión del director espiritual o de los confesores
    cuando se ha de decidir sobre la admisión de los alumnos a las órdenes o
    sobre su salida del seminario.
    c. 240.2


  • c.
    985. Recuérdese que la opinión del rector es fundamental a la hora de
    que el candidato sea admitido o no a las Sagradas órdenes.


  • Los
    Superiores reconozcan a los miembros la debida libertad por lo que se
    refiere al sacramento de la penitencia y a la dirección espiritual, sin
    perjuicio de la disciplina del instituto.
    c. 630.1 Y también: En
    los monasterios de monjas, casas de formación y comunidades laicales más
    numerosas, ha de haber confesores ordinarios aprobados por el Ordinario
    del lugar, después de un intercambio de pareceres con la comunidad,
    pero sin imponer la obligación de acudir a ellos.
    c. 630.3


  • c. 630.4:Los Superiores no deben oír las confesiones de sus súbditos, a no ser que estos lo pidan espontáneamente.. c. 985: El
    maestro de novicios y su asistente y el rector del seminario o de otra
    institución educativa no deben oír confesiones sacramentales de sus
    alumnos residentes en la misma casa, a no ser que los alumnos lo pidan
    espontáneamente en casos particulares.
    Al igual que en el caso del
    rector del seminario para la recepción de las órdenes sagradas, la
    opinión del maestro de novicios es determinante a la hora de admitir al
    candidato en la orden religiosa.


  • Los
    miembros deben acudir con confianza a sus Superiores, a quienes pueden
    abrir su corazón libre y espontáneamente. Sin embargo, se prohíbe a los
    Superiores inducir de cualquier modo a los miembros para que les
    manifiesten su conciencia.
    c. 630.5).


  • c. 991.


  • c. 964: 1.
    El lugar propio para oír confesiones es una iglesia u oratorio. 2. Por
    lo que se refiere a la sede para oír confesiones, la Conferencia
    Episcopal dé normas, asegurando en todo caso que existan siempre en
    lugar patente confesonarios provistos de rejillas entre el penitente y
    el confesor que puedan utilizar libremente los fieles que así lo deseen.
    3. No se deben oír confesiones fuera del confesonario, si no es por
    justa causa.


  • Al
    interrogar, el sacerdote debe comportarse con prudencia y discreción,
    atendiendo a la condición y edad del penitente; y ha de abstenerse de
    preguntar sobre el nombre del cómplice.
    c. 979.


  • c. 983: 1.
    El sigilo sacramental es inviolable; por lo cual está terminantemente
    prohibido al confesor descubrir al penitente, de palabra o de cualquier
    otro modo, y por ningún motivo. 2. También están obligados a guardar
    secreto el intérprete, si lo hay, y todos aquellos que, de cualquier
    manera, hubieran tenido conocimiento de los pecados por la confesión.


  • c. 984: 1.
    Está terminantemente prohibido al confesor hacer uso, con perjuicio del
    penitente, de los conocimientos adquiridos en la confesión, aunque no
    haya peligro alguno de revelación. 2. Quien está constituido en
    autoridad no puede en modo alguno hacer uso, para el gobierno exterior,
    del conocimiento de pecados que haya adquirido por confesión en
    cualquier momento.
    Por ejemplo, si el director de una institución es
    sacerdote y uno de los empleados se confiesa con él de haber robado en
    el trabajo, el director no podría, por este motivo, tomar la decisión de
    no renovarle el contrato.


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