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Apuntes dispersos sobre secularización



sentimientos-de-la-nacion
Fragmento de los “Sentimientos de la nación” de José María Morelos, 183.
La actualidad de este verano en México constituye una buena
oportunidad para repasar un poco de la historia del proceso de
secularización en nuestro país, tanto más porque muchos de los términos
de los debates de estos días han hecho referencia a la historia. Desde
1821 y hasta 1859 (o 1867 según se vea), el catolicismo fue la religión
oficial de la nación mexicana. Había sido uno de los tres principios
proclamados por el Plan de Iguala (junto con la independencia y la unión
de españoles y mexicanos), en buena medida respondiendo a la
legislación reformista española del año anterior. Tras la caída del
Primer Imperio, las constituciones de 1824 (restablecida en 1847), 1836,
1843, hacían mención explícita de su exclusividad, y los demás
regímenes provisionales de esas décadas mantuvieron el mismo principio.
La religión y la política, en principio, no se reconocían como
separadas, aunque tampoco era fácil establecer con precisión los
detalles de esa relación. No era la simple y llana continuidad respecto
de la antigua monarquía católica española, antes bien constantemente se
discutía sobre mantener o modificar su herencia jurídica.


Largo sería enumerar todas las implicaciones de este estado de cosas.
Esta relación entre catolicismo y nación implicaba límites a la
práctica de otras religiones, desde luego, pero también la posibilidad
de censura de libros e incluso de la prensa, aunque –algunos obispos lo
lamentaron en su momento– nunca llegó a estructurarse un verdadero
sistema represivo oficial. Las contribuciones económicas religiosas
estuvieron respaldadas por la coacción civil, pero sólo hasta 1833 en el
caso del diezmo, la más importante de ellas. De hecho, si algo sabemos
de estas décadas es la significativa y progresiva reducción de los
ingresos eclesiásticos. Ni siquiera logró establecerse una regulación
permanente respecto de la provisión de beneficios, es decir, el
nombramiento de obispos y párrocos. Es bien sabido que la autoridad
civil llegó a reclamar el derecho de presentación, pero que la autoridad
eclesiástica sólo reconoció un derecho de exclusiva. Tal vez donde era
más visible y más estable ese carácter de ideología oficial del Estado
estuvo en el orden ceremonial. Se mantuvo el carácter oficial de las
celebraciones católicas (Semana Santa y Corpus Christi en particular),
así como el uso del ceremonial católico en cualquier celebración o
conmemoración oficial, aunque no sin la competencia simultánea de un
incipiente ceremonial público laico.


lito156
“Ciudadano
Benito Juárez Presidente de los Estados Unidos Mejicanos”, litografía
de G. G. Ancira tomada de “Nación de Imágenes. La litografía mexicana
del siglo XIX”, 1994
No fue pues una época estática. La opinión pública de la época llegó a
discutir con mucha frecuencia y abiertamente la continuidad de esta
íntima relación entre el Estado y la Iglesia, el catolicismo y la
nación, la política y la religión, en particular por lo que tocaba a la
tolerancia de cultos. Sin embargo, sólo a partir del triunfo del Plan de
Ayutla en 1855 y en particular con motivo de la redacción de una nueva
constitución, la que finalmente se promulgó en febrero 1857, llegó a
plantearse un conflicto cada vez más polarizado al respecto, que terminó
en una guerra civil. Fue en ese marco, como es bien sabido, que se
promulgaron las célebres Leyes de Reforma, estableciendo la “perfecta
independencia entre los negocios del Estado y los negocios puramente
eclesiásticos”, según reza el artículo 3o. de la ley de nacionalización
de bienes eclesiásticos. Esto es, el ámbito de lo político iba cobrando
autonomía respecto del religioso, de ahí que todo esto que venimos
exponiendo sea posible concebirlo como parte de un proceso de
secularización. Mas conviene siempre recordarlo, no es que los liberales
decimonónicos pretendieran acabar con la religión. La misma ley,
exactamente en el mismo artículo, declaraba: “El gobierno se limitará a
proteger con su autoridad el culto público de la religión católica, así
como el de cualquier otra”.


En general, a lo largo del siglo XIX, si los liberales comenzaban a
estimar que un Estado no podía tener ya religión exclusiva, no llegaban
necesariamente a pensar (salvo excepción) que una sociedad pudiera
sobrevivir sin religión. Solían ser muy críticos de las prácticas
religiosas “populares”, de las procesiones, los peregrinajes, las
fiestas, y en general el culto lleno de “exterioridades”. En cambio,
aunque no sin discusión, temas como la espiritualidad, la educación, la
vida familiar, la moral en general, y en particular la moral femenina,
podían estimarse como propias del ámbito religioso. Ese fue el espacio
que, sobre todo ya en los primeros años del siglo XX, habría de
aprovechar el catolicismo social para expandirse y construir, ya que no
un Estado católico, una sociedad católica, con organizaciones de todo
tipo, siempre con ese adjetivo. La secularización ha implicado la
autonomía de diversas esferas, cuyos límites están en constante
negociación, pero no necesariamente una privatización de lo religioso,
en la medida en que lo social y lo familiar tienen también implicaciones
públicas. Por decirlo recuperando un concepto marxista, pasamos de la
ideología del Estado a uno de los aparatos ideológicos del Estado. Casi
sobra decirlo, el catolicismo ha llegado a aceptar la separación entre
política y religión, y a valorar positivamente, por tanto, la
independencia de la Iglesia y el Estado, pero no en cambio a ser
completamente expulsado de lo público.


En nuestros días, justo podemos seguir viendo ese esfuerzo por la
continuidad de un catolicismo, no como religión de Estado, sino como
“religión pública”. La iniciativa presidencial a propósito del
matrimonio pareciera desplazar el concepto católico del matrimonio
–conservado aún por los impulsores del matrimonio civil en el siglo
XIX–, y ha motivado por ello una amplia movilización del episcopado.
Para reemplazarlo se ha recurrido a la teoría de género y a la doctrina
de los derechos humanos, que consagran así su integración, después de
mucho tiempo de luchas, a los aparatos ideológicos estatales mexicanos.
Esta nueva batalla ha tenido lugar, desde luego, en los espacios
públicos: las calles y plazas mexicanas en manifestaciones, sobre todo
las de los días 10 y 24 de septiembre, en los medios de comunicación
masivos, en las redes sociales, etcétera. No deja de ser interesante que
este debate nos muestre hasta qué punto, sin embargo, sí ha habido un
“avance” en el sentido de la privatización de lo religioso. Ha sido más
bien con timidez, e incluso negándolo muchas veces, que las
manifestaciones se han referido a esa filiación. Tan es así que muchos
de sus participantes y promotores alegan hablar de biología al referirse
al concepto de “naturaleza”, por evidente que sea que no la piensan
sino en términos teológicos y conforme a ejemplos bíblicos: la
naturaleza humana aparece, no como resultado de la evolución, sino como
un diseño racional e intemporal, producto, se entiende implícitamente,
de un plan divino.


En ese sentido, estas manifestaciones ofrecen un bello contraste con
aquellas de finales de los años 1920, que en cambio lucían con orgullo
cualquier adjetivo relacionado con lo religioso. Acaso sea la
constatación de aquella frase célebre de Marx en el sentido de que las
cosas suceden dos veces. Más importante, empero, es constatar los
límites de la movilización. En realidad, incluso pensando en números de
sus organizadores, han tenido una asistencia reducida si las comparamos
con las manifestaciones públicas específicamente religiosas, como los
grandes peregrinajes y procesiones en honor de imágenes marianas
(Nuestra Señora de Guadalupe del Tepeyac, Nuestra Señora de San Juan de
los Lagos, Nuestra Señora de Zapopan, en particular) capaces de reunir
prácticamente cada año varios millones de personas. La idea peca de
anacrónica, sin duda, pero no puedo dejar de señalar que acaso los
liberales decimonónicos que hicieron la separación Iglesia-Estado, tal
vez hubieran estado más cerca de la moral de los movimientos defensores
del modelo familiar católico que de estos grandes actos de culto
público. Más importante, y ya para cerrar estos apuntes dispersos, lo
interesante es constatar, la diversidad pasada y presente del
catolicismo mexicano,  la perenne complejidad del carácter público de la
religión en una sociedad moderna y, de manera particular, insistir en
que los eventos de estos días no hacen sino confirmar el avance de la
secularización.








Entre monigotes de hábito y clérigos de capa



DSCF6285 (2)A
mediados del siglo XVIII el Cabildo Catedral Metropolitano de México se
hizo cargo del gobierno de la arquidiócesis en dos ocasiones por la
muerte de su titular. Primero entre enero de 1747 y agosto de 1749 por
el deceso del arzobispo Juan Antonio de Vizarrón, y luego entre julio de
1765 y julio de 1766, por la muerte de su sucesor el arzobispo Manuel
Rubio y Salinas. Entre los muchos temas que los canónigos atendieron
entonces, me  interesa destacar aquí el del traje clerical.


Ya lo hemos mencionado en otras oportunidades, aunque en esa centuria
ya circulaba el dicho de que “el hábito no hace al monje”, en realidad
la sociedad del mundo hispánico daba particular importancia a la
vestimenta. Ella era un elemento fundamental para establecer el lugar de
una persona en las jerarquías sociales y políticas. Los magistrados,
por ejemplo de la Real Audiencia, lucían por ello con orgullo sus togas.
El clero, al menos eso se esperaba, debía dar a conocer visiblemente su
condición, su traje debía reflejar, en su caso la pertenencia a una
regla: el hábito de las órdenes religiosas, y en general corresponder
con los principios de la moral católica reflejando virtudes como la
modestia.


A lo largo de esa centuria, las autoridades eclesiásticas hicieron
esfuerzos para que ese ideal fuera efectivamente respetado por el clero.
En el caso de los canónigos de la Metropolitana en tiempos de esas dos
sedes vacantes debieron combatir sobre dos frentes: por un lado, los
clérigos que andaban con traje “indecente”. Recordémoslo, decencia la
definía ya el Diccionario de Autoridades de la primera mitad
del siglo como “compostura, aseo, adorno” o bien, “adorno, lucimiento,
porte”, que movía a la “veneración de cosas sagradas” o bien
“correspondiente al nacimiento o dignidad de una persona”. Evidentemente
en el caso del clero las dos acepciones estaban estrechamente
relacionadas. Los clérigos debían ser, o al menos esa era la idea desde
fines del siglo XVI, reconocibles como “personas sagradas”.


Mas los canónigos no sólo debían “meter en cintura” (o en sotana en
este caso) a clérigos rebeldes, sino además evitar que los seglares se
adueñaran sin justificación de trajes clericales. Llegaba a ocurrir así
con los hábitos de los frailes: había seglares que podían utilizarlos
perteneciendo a las órdenes terceras, así como abundaban además legos
conventuales que también los portaban. Los canónigos de México usaban un
término que el propio Diccionario de autoridades consideraba propio del “vulgo” para referirse a esos personajes: monigotes.


Doble combate pues, pero contra un mismo pecado, la vanidad. En
efecto, ya en abril de 1747 los canónigos estimaban que “era lástima ver
como andaban algunos [clérigos] con mangotes [es decir, mangas anchas]”
o bien “con capas y listones en los sombreros”. Mandaron
expedir un edicto en el que imponían como mínimo el uso del cuello
clerical, como en la imagen que vemos arriba, “descubierto, sin taparlos
con los pañuelos”. (Archivo del Cabildo Catedral Metropolitano de
México ACCMM, Actas de Cabildo, libro 39, f. 60) Algunas observaciones
que complementan este retrato del clérigo indecentemente vestido,
aparecen también en un acta del año siguiente, en marzo: “todo el día y
toda la noche andaban de capa y hasta con armas, sombreros
galoneados, ropa de color…” (ACCMM, Actas de Cabildo, libro 39, f. 207).
Tal pues ya el otro signo distintivo de la vestimenta eclesiástica: el
color negro.


Dos décadas más tarde, en enero de 1766, el provisor del arzobispado
exponía a los canónigos el problema de los clérigos que andaban fuera de
sus parroquias, asistiendo a las funciones teatrales de la Ciudad de
México, y además, con esa prenda que el lector ya habrá advertido hemos
querido destacar: la capa. Su uso, seguramente por permitirles andar
embozados, “los inducía y disponía más prontamente” a asistir a esas
diversiones profanas. (ACCMM, Actas de Cabildo, libro 47, fs. 211-211v).
Lamentablemente sólo en raras ocasiones los canónigos llegaron a citar,
ya que no los nombres, al menos las parroquias desatendidas por estos,
por así decir, “curas profanos”: Zempoala, Tesquisquiac y Zumpango
estaban en ese caso en 1766, sus párrocos “se andan con nota paseando en
México y se presentan en los paseos” (ACCMM, Actas de Cabildo, libro
47, fs. 236-236v)


El acta de 1748 citada más arriba muestra bien que era, como decía,
un combate a dos frentes, pues la discusión surgió de la solicitud de un
“monigote” a quien el difunto arzobispo Vizarrón había mandado retirar
el hábito y que solicitaba a los canónigos se le autorizara de nuevo. En
realidad se trataba de un cantor de la iglesia de la Santa Veracruz, y
es que en general era la situación de esos numerosos asistentes que
implicaba el culto católico entonces. El provisor del arzobispado
explicaba a los canónigos en abril de 1766: “pasan la vida enterrando
muertos, [como] acólitos de los conventos y como músicos de portillo”. Y
sin duda había razón en esta identificación: los músicos de la iglesia
de la Profesa también llegaron a pedir licencia para uso de hábitos
(ACCMM, Actas de Cabildo, libro 47, f. 244v). Bella paradoja, en opinión
de los canónigos, si los clérigos abandonaban sus trajes talares y
cuellos romanos y se ocultaban bajo capas profanas para ir a diversiones
ajenas a su estado, los seglares hacían lo propio ocultos bajo hábitos
de religiosos. “Bajo de unos malos hábitos había muy buenos bebedores,
valientes y escandalosos con otras mil cosas que se callan”, asentó el
secretario en el acta (ACCMM, Actas de Cabildo, libro 47, f. 243v).


En suma pues, aprovechando capas y hábitos, los clérigos se hacían
pasar por seglares y los seglares por monigotes. No está de más decir
que no faltó algún canónigo, que llegara también a usar trajes profanos,
por ejemplo a principios del siglo XIX, Ramón Cardeña y Gallardo, que
lo era de Guadalajara, y de quien hemos hablado en otra ocasión. Los de
la Metropolitana, por su parte, más bien buscarían portar símbolos de
distinción, pero eso es materia  de otro artículo. Sirva éste como mera
reflexión sobre esas paradojas que planteaba el vestir religiosamente en
el Siglo de las Luces.








Un pequeño problema de estatura clerical



DSCF4156Entre
la muerte del arzobispo Juan Antonio de Vizarrón en enero de 1747, y la
llegada a México de su sucesor, Manuel Rubio y Salinas, en septiembre
de 1749, gobernó la arquidiócesis de México el Cabildo Catedral
sedevacante. Tal vez el mejor, pero si no acaso el más grueso,
testimonio de ese periodo de gobierno de poco más de dos años y medio es
el libro 39 de actas de cabildo que se conserva en el Archivo del
Cabildo Catedral Metropolitano de México, de poco más de 500 fojas.
Aunque separando bien los asuntos a lo largo de sus sesiones, en la sala
capitular se comenzaron a tratar tanto las cuestiones ordiarias propias
de la Catedral como las del gobierno arzobispal, es decir, salvo
algunas excepciones, no había sesiones exclusivas para uno y otro de los
papeles que desempeñaron los canónigos en este período. Y hay que ver
que el gobierno arzobispal podía ser particularmente pesado: los
canónigos se ocuparon de la provisión de curatos, sacristías y
capellanías, así como beneficios de todo género; los atarearon también
las numerosas licencias para los clérigos de todo el arzobispado; los
nombramientos de confesores y visitadores de los conventos de
religiosas; las solicitudes de dispensas para la celebración de
matrimonios; la atención de los establecimientos bajo patronato
arzobispal, como el Hospital del Amor de Dios, y un largo etcétera.


Como es propio de toda sede vacante, el Cabildo no podía innovar,
pero sí confirmar o reiterar ciertas medidas de los arzobispos
anteriores. Los canónigos, por ejemplo, se mostraron preocupados en
particular por la vida y conducta de los clérigos, y de manera más
específica, por su traje. Al menos en dos ocasiones, abril de 1747 (f.
60 del libro citado), y marzo de 1748 (f. 207), mandaron publicar
edictos que incluían este punto concreto. Ya lo hemos señalado en este
espacio en algunas oportunidad, el clero del siglo XVIII se distinguía
(o al menos de manera ideal), no exclusivamente pero también, por su
imagen. Debía lucir, y eran términos que venían reiterados en esas actas
de cabildo, las virtudes de su “sobriedad” y su “modestia” en su
vestimenta negra, traje talar, preferentemente sotana, en sus cabellos
tonsurados, evitando todo adorno que pudiera considerarse “profano”, y
por supuesto, evitando el uso de otras prendas. Hay que insistir en
ello, no era una mera obsesión de los canónigos, bien que ellos en
particular eran expertos en materia de distinción vestimentaria, como
habrían de confirmar sus gestiones para el uso de “bolillos”; es decir,
mangas, ya a finales del siglo XVIII, en una iniciativa que secundaron
los cabildos catedrales de toda la Nueva España. Ya lo decía el obispo
de Guadalajara don Juan Cruz Ruiz Cabañas en sus célebres mandatos de
visita, “aunque el hábito no hace al monje”, pero el estado clerical
debía “distinguirse aun a primera vista del respeto de los demás
hombres”.


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José de Alcíbar, El nacimiento de San José, 1771, detalle. Museo Nacional de Historia Castillo de Chapultepec
Ahora bien, el tema de la distinción clerical no nos parece tan
ajeno, salvo cuando lo vemos aplicar por encima de lo que hoy
consideramos deben ser los valores del clero católico. Pues bien, el
Cabildo Catedral sedevacante nos dejó un testimonio particularmente
crudo al menos para nosotros, de lo que importaba la imagen del
sacerdote. En el cabildo del 9 de marzo de 1748 (f. 201) se presentó una
solicitud para tomar las órdenes sagradas, es decir, para volverse
sacerdote, por parte de alguien que ya era clérigo de órdenes menores,
el bachiller D. Fernando de Llorente y Mojica, quien declaraba poseer 7
mil pesos de capellanías, es decir, unas rentas de 350 pesos anuales. Ya
esa presentación nos habla bien de la calidad del clero de la época:
hombres de familias de respeto, como se advierte ya en que lo trataban
con el apelativo de “don”; con estudios universitarios al menos del
grado más elemental, el de bachiller; con la solvencia económica
indispensable para no deshonrar el hábito clerical con la mezcla en
actividades profanas, gracias a esas obras pías que eran las
capellanías; y en fin, seguir la jerarquía de las órdenes sagradas, las
menores (ostiario, lector, exorcista, acólito, subdiácono) y las mayores
(diácono y presbítero).


¿Qué le faltaba al bachiller Llorente? Estatura, literalmente, y no
como podríamos pensar hoy que le bastaría estatura moral, sino estatura
física. No sabemos cuánto medía con precisión, pero él mismo estaba ya
más que consciente de que tenía “el defecto de la pequeñez”, hasta el
punto de que era necesario hacer ornamentos específicos para su tamaño,
lo cual aseguraba podía costearse él solo. Esa conciencia y los largos
años de gestiones para llegar a ser sacerdote resultan lo más impactante
de su solicitud. Presentaba además breves pontificios dispensándole por
este motivo, dados en 1717 y 1721. Y a pesar de esos breves de la
máxima autoridad de la Iglesia católica, tal era su condición que, según
siempre su propio relato, ningún obispo de Valladolid de Michoacán,
Puebla o Oaxaca había aceptado concederle el presbiterado. Ante los
canónigos incluso presentó una propuesta que permitía salvar el que, de
nuevo él mismo lo sabía bien, podía estimarse el problema principal: que
el público lo viera. Solicitaba que se le asignara a la capilla privada
del Hospital de San Pedro, para decir misa por los sacerdotes enfermos,
“sin que pueda decirla en otra parte alguna”. Era tanto como decir que
se proponía ser un sacerdote casi “en secreto”, sin que el público lo
viera celebrar.


Graves como siempre, los canónigos atendieron el asunto, citando no
sólo “lo notable de su pequeñez excesiva”, sino además “lo notable [de]
su fealdad”, y encima su vejez, por tener ya “más de cincuenta años de
edad”. Prudentemente le respondieron que se presentara al futuro
arzobispo de México, pero es claro que era una negativa basada en que le
faltaba corresponder a esa imagen que se esperaba de un sacerdote, no
sólo virtuoso, sino digno de respeto a la vista, respecto de la cual el
bachiller Llorente no estaba, lamentablemente, a la altura.











Memoria de un terremoto y memoria de dos devotos



Plaza del Triunfo actual
Plaza del Triunfo actual
La mañana del 1o. de noviembre de 1755 un fuerte terremoto azotó el
sur de la Península Ibérica. Internacionalmente lo conocemos como el
“terremoto de Lisboa” pues fue la ciudad más afectada. Al movimiento
sísmico siguió un maremoto y una serie de incendios que destruyeron
buena parte de la vieja ciudad medieval, incluido, según entiendo, el
antiguo Palacio Real. En los reinos hispánicos, también fue afectada la
ciudad de Sevilla. Los canónigos de la Catedral estaban celebrando la
misa de tercia cuando se vieron obligados a abandonar el recinto
sagrado al empezar a caer fragmentos de las bóvedas. Contrario a la
capital lusitana, sin embargo, en la metrópoli hispalense los daños
fueron mucho menores. Antes bien, según el acta levantada por el
secretario del Cabildo Catedral, “se verificó que persona alguna de los
que en él [templo] estaban no padeciese la menor lesión, obrando en esto
innumerables prodigios”. En buena lógica, el clero salió hacia el
espacio despejado más próximo: la plaza de la parte posterior de la
Lonja de comercio de la ciudad, que es la sede actual del Archivo
General de Indias.


Una vez que cesó el movimiento, la reacción “natural” para la época
considerando que a pesar de la duración y fuerza del terremoto apenas
hubo víctimas fue, literalmente, dar gracias al Cielo. Se improvisó un
altar en la plaza y uno de los capellanes de coro de la Catedral ofició
una misa de acción de gracias, a la que siguió una procesión dándole la
vuelta entonando el Te Deum Laudamus, encabezado el Cabildo por
el chantre Francisco de Olazabal. En los días siguientes, a más de
atender al problema material de reparar el templo, desalojar sus
principales reliquias (el Lignum Crucis) e imágenes (la Virgen de la
Sede), e instalar provisionalmente el culto divino y en particular el
coro en otros edificios, la corporación no dejó de realizar ceremonias
de acción de gracias. Según el acta continua de todo lo sucedido en ese
mismo día, desde esa tarde se tomó el acuerdo de perpetuar la memoria de
lo ocurrido. Memoria penitencial, “para que como tan espantoso no nos
olvidemos de él y se dejen de cometer nuevas ofensas contra la Majestad
Divina y satisfacer las pasadas”, pero también de gratitud “por tan
innumerables beneficios como en este día recibimos”, dirigida en
particular a la Virgen. En efecto, desde los primeros momentos los
canónigos atribuyeron a su intercesión y patrocinio el haber
sobrevivido. El 14 de noviembre en concreto, se resolvió colocar en la
plaza “algún triunfo, para memoria de caso tan portentoso”.


DSCF0517Así
fue como se mandó a levantar el monumento que vemos en la imagen. Ya
desde el 28 de noviembre se definió que el monumento sería “un pedestal
con una imagen y lápida expresando lo que se experimentó dicho día”.
Siempre preocupados por la decencia y siempre desconfiando del pueblo
sevillano, los canónigos anticiparon que se debía proteger con reja o
cadenas. La inscripción se aprobó en septiembre de 1756, fue puesta en
latín “para mejor inteligencia de las naciones extranjeras”. La imagen
que la corona debió instalarse hacia octubre, y como se ve se trata de
la Virgen con el Niño, labrada en piedra, donada por un devoto, cuyo
nombre se omitió discretamente en los autos capitulares, y fue titulada
como la Virgen del Patrocinio. Al acercarse el primer aniversario,
mandaron alumbrarla “día y noche” y se estableció el ritual
correspondiente. Prueba de la doble memoria del evento, la procesión
saldría haciendo rogativa tras la misa de tercia y volvería en acción de
gracias cantando el Te Deum.


DSCF2800Ahora
bien, esta historia de la construcción de una memoria religiosa del
terremoto, curiosamente se mezcla también con la historia de una
familia, que nos ilustra además la importancia de los honores campaneros
en esta época. Unos meses después el Cabildo habría también de
preocuparse por retribuir a los devotos –porque en realidad habían sido
dos– que habían donado la imagen. Hoy podría parecernos extraño, pero
dicha retribución la hicieron los canónigos con un honor particular: el
doble, es decir, el repique fúnebre de campanas. En efecto, en febrero
de 1757, Carlos Verjel y Joseph de la Barrera, comerciantes, junto con
sus esposas, recibieron el honor de “doble en la torre de esta Santa
Iglesia, el cual sea con la misma solemnidad que el de los veinticuatro
de esta ciudad”. No era un asunto menor, pues se les equiparaba con la
nobleza sevillana que integraba la corporación municipal. Los dobles con
cierto número de campanas de la Giralda, cuatro en este caso, eran
particularmente apreciados por la sociedad sevillana de la época, y los
canónigos, siendo selectivos, los concedían con cierta frecuencia. En el
propio año de 1755 los canónigos habían tenido que poner orden en los
dobles, pues habían notado la “confusión” que reinaba a falta de una
lista precisa de a quienes debía corresponder. Una lista en efecto del
año de 1768 incluye un total de 93 categorías de personajes que
gozaban doble particular en la torre, desde el doble con seis campanas
que era el más alto y sonaba por el Papa, el rey y la familia real,
arzobispos, canónigos, nobles titulados, entre otros, hasta el de tres,
que correspondía mayormente al clero y empleados principales de la
Catedral.


Puede parecer una memoria más fugaz, pero tan fue importante para
esos dos comerciantes que veinte años más tarde, en junio de 1777,
Joseph Verjel, hijo de Carlos Verjel, acudió al Cabildo para pedir un
certificado de aquel privilegio campanero. Cierto que desconocemos el
motivo, pero la petición es muy clara de que se asentara era un toque
“igual que tienen los caballeros veinticuatros de esta ciudad”. Es bien
posible que la donación para la memoria del terremoto y las campanas de
la Giralda, se hayan constituido en un timbre de honor y verdadero
capital simbólico para esa familia, y que trataran de traducirlo también
en ventajas de otro tipo. A través de las campanas, además, según
constata esta historia, los canónigos, siempre expertos en ceremonias y
honores, tejían también sus relaciones con la sociedad hispalense.


FUENTES:


Archivo de la Catedral de Sevilla, Fondo Secretaría, legajos: 7170,
autos capitulares de 1755; 7171, autos capitulares de 1756 y 7188, autos
capitulares de 1777. Fondo Histórico General, caja 11264, exp. 2.








Un pintor cofrade y un pecado olvidado



Bosco Jardín (2)
Detalle de “El jardín de las delicias”, Museo Nacional del Prado.
En 2016 se cumplen 500 años de la muerte del pintor Jheronimus van
Aken, conocido en el mundo hispánico como “El Bosco”, y para
conmemorarlo el Museo Nacional del Prado ha organizado una magnífica
exposición temporal, compuesta de 53 obras de las cuales 30 de
directamente de su autoría y 5 de su taller o discípulos. Para
organizarla, el Museo ha distinguido las obras en seis grandes
categorías: primero, casi a manera de contexto, la relación con su
ciudad natal. Enseguida, tres temáticas: los Evangelios, los santos y
las postrimerías; viene luego una obra en concreto que forma toda una
sección, “El jardín de las delicias”, y finalmente una última categoría
corresponde a las “obras profanas” (que no siempre lo son tanto, cabe
decir). En ese sentido, el Museo ha elegido una organización contextual,
que hace énfasis en el Bosco como hombre de su tiempo, pintor de temas
religiosos, y que en consecuencia dedica amplios espacios a la
explicación de las características específicas del Cristianismo del
siglo XV. Contribuye a esta presentación historicista la inclusión de
obras que insisten en el contexto: por el lado de la recepción, la
muestra incluye seis obras hechas por “seguidores del Bosco”; además,
desde la primera sección, la forma en que fue visto en el siglo XVI se
hace presente a cargo del “Comentario de la pintura y pintores antiguos”
de Felipe de Guevara, texto citado en más de una ocasión en las
explicaciones posteriores. De manera más limitada, están presentes
también las fuentes de inspiración del Bosco, en particular para el caso
de “El jardín de las delicias”, pues se han incluido en la exposición
los manuscritos en pergamino de  “Las visiones del caballero Tondal” y
del Libro de horas de Engelbrecht II de Nassau.


Bosco Tríptico carro (2)
Detalle del Tríptico del carro de heno. Museo del Prado.
Con todo lo anterior, la exposición pareciera presentarnos a un
pintor, si bien original, además profundamente propio de su tiempo. Esto
es, aunque ya en el catálogo (que todavía no termino de revisar a
detalle, lo confieso), Pilar Silva, comisaria de la exposición, recuerda
desde la introducción que el Bosco es admirado por su “fantasía
desbordante”, esos elementos nos hacen ver que no era una fantasía
desbordada, sino enmarcada perfectamente dentro de los cánones de las
representaciones de su tiempo. Más todavía, de manera constante en todas
estas pinturas hay un mensaje mayormente pesimista sobre la naturaleza
humana pecadora –el mensaje central de los trípticos del Carro de Heno y
del Jardín de las Delicias es que la humanidad está entregada al
pecado–, constantes recordatorios de las consecuencias del pecado en un
universo organizado en función del Más Allá (de ahí la importancia de
las postrimerías) e intentos de transmitir los distintos medios y
modeloss para alcanzar la salvación, administrados por la Iglesia, desde
luego. De ahí la posición central de la vida de Cristo en estas obras,
su nacimiento supone “la llegada de la salvación al mundo y la
universalidad de la redención” dice la guía impresa respecto del
Tríptico de la Adoración de los Magos. Se hace presente entre las
tentaciones de San Antonio “como apoyo del santo en sus tribulaciones y
su victoria sobre el Mal”, ejemplarizando así al espectador, y sobre
todo, constituye el eje de la cosmología representada en los cuadros,
que desembocan en el Juicio final, donde es “Juez Supremo entronizado
sobre el arcoíris”. Las formas fantásticas que tanto fascinan al
espectador no son sino demonios, como ya recordaba el propio Felipe de
Guevara.


Un segundo elemento importante en la exposición es el trabajo
tecnológico: radiografías y reflectografías, al poner en evidencia los
cambios hechos a los cuadros durante su composición le dan a las obras
un carácter más dinámico. Las pinturas del Bosco se revelan así con una
historia a ese nivel, casi “individual”, son también el resultado de un
proceso, producto de ciertas circunstancias, que a veces se escapan
hasta a los especialistas, según se ve en algunas explicaciones de la
exposición. Empero, casi sobra decirlo, los numerosos visitantes se
detienen poco en esas imágenes resultado de los estudios técnicos, así
como en esas otras obras que le dan profundidad contextual al Bosco.
Aunque audioguías y guías impresas insistan en el elemento religioso,
citando incluso a la “Devotio moderna” como posible corriente espiritual
de la época con la cual sería posible asociar al artista, la mirada de
los visitantes más bien tiende a centrarse en las obras del Bosco,
concretamente en sus seres fantásticos, y contemplándolos no como
demonios, sino como si fueran elementos del arte contemporáneo.


Detalle del Tríptico de la Adoración de los Magos, Museo del Prado.
Detalle del Tríptico de la Adoración de los Magos, Museo del Prado.
El autor de estas líneas no es competente para decir si esta
presentación, o si esta intrepretación de ella, es la más correcta. En
cambio, casi sobra decir la alegría del que esto escribe, al escuchar a
algunos visitantes preguntarse “¿qué es una cofradía?” cuando leían el
final de la explicación de la primera obra de gran formato de la
exposición, el Tríptico del Ecce Homo, y en que justo se menciona que el
pintor al igual que los comitentes del cuadro eran “miembros de la
cofradía de Nuestra Señora”. Y la pregunta no deja de tener interés: en
este caso se trataba claramente de una reunión de individuos con fines
religiosos, que poseía una capilla en la iglesia de San Juan de la
ciudad natal del pintor, y cuyos miembros patrocinaron retablos para sus
altares en los que ellos mismos aparecen “presentados” o patrocinados a
su vez por los santos de su devoción. En este detalle del Tríptico de
la Adoración de los Magos vemos a qué me refiero, aunque en este caso
específico los comitentes no eran de la cofradía en cuestión. Esta
devota práctica de promover el culto de los santos, no debe hacernos
olvidar que la cofradía de Nuestra Señora, nos lo recuerda con extensión
la comisaria de la exposición en el catálogo, también se distinguía por
su organización de banquetes: “estaban programadas siete comidas al
año, pero podían ser más” (El Bosco. La exposición del V Centenario, 2016,
p. 22). El propio pintor llegó a organizar tres de esos banquetes a lo
largo de su vida. Esto es, si bien tenía sus rasgos de devoción y
también retribución (es decir, se organizaban los funerales de sus
integrantes, como ocurrió el propio pintor), con tantos festejos que hoy
nos parecerían “profanos”, no necesariamente llegaríamos a
identificarla como una corporación religiosa, menos aún considerado que
se le apodaba la “cofradía del Cisne” por el ave que se consumía en uno
de sus banquetes.


Detalle de la Mesa de los pecados capitales. Museo del Prado.
Detalle de la Mesa de los pecados capitales. Museo del Prado.
Desde luego, las obras del Bosco no representan esos aspectos de su
cofradía, pero en cambio sí nos recuerdan otras diferencias entre el
Cristianismo del siglo XV y el de nuestros días. Baste citar una muy
concreta: la acedía. En la Mesa de los pecados capitales éstos aparecen
distribuidos en un disco, representados con escenas en que un personaje
comete cada uno de ellos. El observador de hoy no tiene muchas
dificultades para reconocer la ira ahí donde aparecen dos hombres
peleándose, o la gula donde otros dos comen y beben sin saciarse, pero
curiosamente ahí donde aparece un hombre dormido y una mujer acercándole
un rosario muchos espectadores se quedan con la duda a pesar de la
cartela de abajo. Ésta, empero, lo dice claramente, se trata de la
acedía o acedia. Hoy el Diccionario de la Real Academia
lo define usando cinco sinónimos: “Pereza, flojedad. Tristeza,
angustia, amargura”. Allá por el siglo XIV, en la Divina Comedia, Dante
situó a esos pecadores en las profundidades de la laguna Estigia,
diciendo


“¡Tristes fuimos, bajo del sol que el aire dulce alegra!

¡De humo acidoso nuestro ser henchimos!

¡Ora lloramos en la charca negra!”

(El Infierno, canto VII)


“Tristeza del bien espiritual” según la definiera Santo Tomás de
Aquino, se le estimaba doblemente mala, en sí misma, porque procedía de
un bien que en principio sólo debía generar alegría, y por sus efectos,
pues “retrae totalmente al hombre de la obra buena”. De ahí en la Suma
Teológica aparece entre los pecados contra la caridad. Este tipo
particular de tristeza, nos parece al menos extraña. De hecho, ya lo
parecía a un autor moderno como Oscar Wilde, por citar sólo un ejemplo,
quien afirmaba que cuando supo de ella la imaginó como “el tipo de
pecado que inventa un sacerdote que no sabe nada de la vida real”. En
todo caso, nada de la vida moderna podríamos decir, bien que
posiblemente hoy, aunque sigue existiendo en el Catecismo de la Iglesia
Católica, asociaríamos la acedía más bien con alguna forma de depresión,
por tanto con una patología y no ya con un pecado mortal.


En fin pues, sirvan estos breves ejemplos para insistir en ese
mensaje historicista de esta exposición, que en ese sentido sirve bien
para ilustrarnos en el dinamismo de la historia del Cristianismo. A 500
años de su muerte, el Bosco y su pintura religiosa, sin duda debería más
bien causarnos extrañeza, como él mismo seguramente se extrañaría de
cómo lo recordamos hoy, mirando sus cuadros en recintos por completo ya
fuera de sus contextos originales, convertidos en obras artísticas a las
que pretendemos a veces imprimirles nuestras inquietudes
contemporáneas.








Testimonios de un pueblo cofradiero



Altar mayor de la iglesia parroquial de San Andrés Zautla, imagen tomada del blog  Colonialmexico
Altar mayor de la iglesia parroquial de San Andrés Zautla, imagen tomada del blog Colonialmexico de Richard D. Perry.
En la vasta masa de documentos que constituyen el Archivo General de
la Nación (AGN), y a reserva de lo que en los últimos años se ha ido
abriendo al público como grupo documental Indiferente Virreinal, existen
apenas dos testimonios muy precisos de la vida cofradiera del pueblo de
San Andrés Zautla, ubicado en el actual Oaxaca. Se trata de dos breves
licencias que se encuentran en los libros del antiguo Juzgado de Indios,
y que hoy forman el grupo documental de ese mismo nombre en el AGN, una
data de 1694 (AGN, Indios, vol. 32, f. 217r) y la otra de 1718 (AGN,
Indios, vol. 42, exp. 67, fs. 91r-91v).


Aunque hoy en día dicho pueblo es célebre por la fiesta del Dulce
Nombre en enero, lo que sabemos es que a fines del siglo XVII y
principios del siglo XVIII existían al menos tres cofradías: Nuestra
Señora del Rosario, San Andrés y Santísimo Sacramento. En ese sentido,
por esas devociones, era un pueblo “normal”, por así decir, del obispado
de Oaxaca. Siendo una región donde la orden dominica llevó a cabo buena
parte de la labor de evangelización, no es de extrañar que encontremos
una cofradía dedicada a la principal advocación mariana promovida por
esos frailes, y tal era el caso de la Virgen del Rosario. Tampoco es
raro ver una cofradía dedicada al santo patrón del pueblo, un apóstol
además, que hasta hoy se ve en el nicho central del altar principal de
la iglesia parroquial. En fin, la del Santísimo es buen testimonio de
que era una parroquia que seguía los grandes lineamientos del
catolicismo a nivel global. Como se sabe bien, desde el siglo XVI esta
cofradía se difundió por el mundo católico como un medio para sostener
el culto a la Eucaristía, cuyo carácter de “presencia real de Cristo”
había que realzar de manera sensible. Eran estas cofradías las que se
ocupaban de pagar la lámpara de aceite que debía arder en permanencia
ante los sagrarios, así como de organizar las festividades
correspondientes, incluyendo la procesión por excelencia del catolicismo
de los siglos XVI al XVIII, la del jueves de Corpus Christi. Así pues,
lo que ya nos indican estas licencias, es que San Andrés Zautla era un
pueblo con una vida festiva importante a lo largo del año: es bien
posible que ya entonces se celebraran Corpus, entre mayo y junio porque
es fiesta móvil, a la Virgen del Rosario en octubre y a San Andrés
apóstol el 30 de noviembre.


En segundo lugar, las dos licencias nos hablan de cómo se organizaban
esas cofradías. Es significativo que mientras las de Rosario y San
Andrés actuaron a través de sus mayordomos, José de Arellano y Andrés
Luis respectivamente, la del Santísimo fue presentada por el “común y
naturales”, es decir, el pueblo de indios en conjunto. Es harto
probable, por tanto, que mientras las primeras funcionaran como una
responsabilidad individual, la del mayordomo, más o menos acompañada por
algunos habitantes del pueblo (o incluso por todos), mientras que en
realidad la del Santísimo bien podía haber sido el pueblo mismo. Hoy
solemos imaginar cofradía como si fuera sólo un conjunto limitado de
personas voluntariamente reunidas, como si fuesen las asociaciones de
nuestros días. Entre los siglos XVII y XVIII no era raro ver algunas que
prácticamente eran el resultado de un esfuerzo muy individual, y otras
que al contrario se confundían con una comunidad completa. No es un
asunto menor, toda vez que esa confusión fue justo la que denunciaron
algunos magistrados y fiscales de la Corona a mediados del siglo XVIII y
fue uno de los puntos de inicio de la reforma de cofradías.


AGN, Indios, vol. 42, f. 91v.
AGN, Indios, vol. 42, f. 91v.
En fin, de lo que más nos hablan las dos licencias es de los bienes
de las cofradías. Solemos pensarlos como “bienes eclesiásticos”, a veces
implicando que eran del clero. Y si bien es cierto que los párrocos
intervenían en ellos, no dejaban de estar en buena medida bajo el
control de los propios feligreses. Esto se nota de manera particular en
estas licencias en que no aparece por ninguna parte una intervención
clerical. Ahora bien, ¿qué tipo de bienes se trata? Tierras y ganado. En
1694 los mayordomos de las dos cofradías habían acudido a la autoridad
del virrey para arrendar dos sitios de ganado que una cacica, doña María
de San Pedro, les había dejado en su testamento. En 1718 el común y
naturales obtuvo del virrey la licencia para usar una marca de hierro
propia para el ganado que donaban a la cofradía del Santísimo y que
vemos en la imagen. Esto es, al igual que en muchas otras regiones de
Nueva España y del mundo hispánico, las cofradías poseían bienes
semovientes, e incluso podían llegar a confundirse con ellos. Es
importante advertir la diferencia entre arrendar o administrar el
ganado. Las cofradías fueron acusadas constantemente de consumir su
ganado en sus grandes banquetes festivos, sobre todo cuando los
administraban por sí mismas. Uno de los grandes esfuerzos de los obispos
de mediados y finales del siglo XVIII iría en el sentido de obligarlos a
llevar una administración “ordenada” de esos bienes, es decir, llevando
libros, registros, cuentas, etcétera. Algunso prelados convertían así
la gestión cofrade en un asunto más de papeles, “burocrático” diríamos
hoy. El arrendamiento, en cambio, ofrecía la ventaja de generar ingresos
más consistentes y permanentes, desde luego, sería muy atrevido hacer
más suposiciones a partir de estos dos breves documentos.


En cualquier caso, esas dos licencias nos ofrecen la oportunidad de
pensar que las devociones y la organización cofradiera del pueblo de San
Andrés Zautla tiene una historia; es decir, ha pasado por cambios como
muestra la ausencia del Dulce Nombre en los documentos de esa época. Y
asimismo, nos permite al menos imaginar que, como las de cualquier otro
pueblo de la Nueva España y luego de México, vivían mezclando lo sagrado
y lo profano.








Festivos repiques y sensibilidad metálica: una nueva campana para la Catedral de México, 1751



Circa_1750_portrait_painting_of_the_Infanta_Maria_Antonia_of_Spain_(1729-1785)_by_Jacopo_Amigoni_(Prado)
Retrato de la infanta María Antonia Fernanda de Borbón.
En 1750 tuvo lugar la boda de la infanta doña María Antonieta
Fernanda de Borbón, hija de Felipe V, rey de España, con Víctor Amadeo
de Saboya, duque de Saboya y príncipe heredero del reino de Cerdeña.
Como era común en un matrimonio entre la realeza de la época, fue el
embajador de Su Majestad Sarda quien acudió a pedir la mano de la
infanta. Hubo por tanto una primera boda por poder en Madrid el 13 de
abril de ese año, que luego sería ratificada en persona en la Colegiata
de Oulx, ya en el Piamonte.  Alianza entre dos casas reales europeas,
este evento podría parecer extremadamente distante. Sin embargo, cabe
ante todo recordar que entonces el reino de la Nueva España hacía parte
de la monarquía hispánica, y todos los eventos de la Casa Real se
celebraban en todos los rincones de su vasto territorio. Esto, desde
luego, conforme las comunicaciones de la época y las circunstancias del
momento lo permitían. Además, casi sobra decirlo, la monarquía hispánica
era una monarquía católica, por lo tanto los eventos de la Casa Real se
celebraban en las iglesias, con la liturgia religiosa correspondiente,
en presencia de los magistrados del rey y del público.


Fue hasta 1751 cuando el navío de registro Jasón llevó
condujo entre otros documentos la real cédula en que se ordenaba al
virrey de Nueva España “haga publicar y que se celebre con las debidas
demostraciones de alegría y hacimiento de gracias a la Majestad Divina”
esos esponsales. Debía pues, organizarse una fiesta oficial, que se
programó para el 8 de julio de ese año. Era una fiesta religiosa en la
que el conjunto de los fieles de los reinos americanos, encabezado por
sus autoridades eclesiásticas, elevaba oraciones por la prosperidad de
los príncipes recién casados. Mas era también una fiesta política, como
lo ha señalado una amplia historiografía, en la cual a través de la
cual, esos “reyes distantes” (por retomar el título de la obra clásica
del profesor Víctor Mínguez), físicamente a un océano de distancia, se
hacían presentes de manera simbólica llamando a la cohesión de sus
extensos dominios. No era un asunto menor ni para los magistrados reales
que representaban al monarca, ni tampoco para las élites que, como
cabezas del público, de los súbditos novohispanos, hacían de esas
oportunidades el momento de despliegue de su lealtad y de su jerarquía.
De ahí que muchas veces esas fiestas que debían representar la concordia
terminaran en querellas: la política de la época se hacía en las
fiestas religiosas.


DSCF4156Así
pues, el virrey de la Nueva España, que era entonces el primer Conde de
Revillagigedo, comunicó el encargo de la celebración a los responsables
de la iglesia más importante de la ciudad y corte de México, el Cabildo
de la Catedral Metropolitana. Los canónigos justamente eran clérigos
expertos en ceremonias, tanto más los de la Metropolitana de México,
donde estos eventos eran casi el pan de cada día. La discusión que
tuvieron el 5 de julio de 1751 en la sala capitular ilustra bien la
importancia del tema. La fiesta, entonces y ahora, implicaba gastos, que
los canónigos pensaron inicialmente en reducir. Empero, tras “varias
expresiones”, concluyeron que debía hacerse “con toda pompa y
solemnidad”. El honor de la corporación podía quedar comprometido, pues
“aunque faltase lo más leve, se notaría y se hablaría”. La sociedad
capitalina en todos sus rangos llegaba a asistir y observaba con
detenimiento esas ceremonias. No faltaban los que se encaramaban en
torres y azoteas para alcanzar a ver esos despliegues monárquicos, y sus
reacciones eran asimismo un elemento más del juego político de
entonces.


Llevados pues a desembolsar de la fábrica de la Iglesia (es decir,
los fondos para el mantenimiento del edificio y los gastos materiales
del culto), los canónigos mandaron que se desplegara para la ocasión el
catálogo completo de elementos festivos oficiales de la época. Lo más
caro, y sin duda también lo más impresionante entonces, era la
iluminación de la fachada y torre por tres noches consecutivas. Además
había que engalanar el exterior del edificio con “colgaduras”, es decir,
con gallardetes, que lucían las armas del rey. En cuanto a las
ceremonias propiamente dichas, lo principal era la misa solemne de
acción de gracias que habría de celebrar de pontifical el arzobispo de
México, don Manuel Rubio y Salinas. Asimismo se realizaría procesión
solemne por las naves de la Catedral, es decir, en el interior
solamente, cantando el himno de acción de gracias por excelencia del
ritual católico, el Te Deum, “con toda la música y solemnidad”.
La Catedral podía permitírselo gracias a su capilla de música,
renombrada orquesta y coro cuyo sostén y atención era una de las
obligaciones que hoy son más conocidas del Cabildo Catedral en el siglo
XVIII. Música, luces, ornamentos lucirían en todo su esplendor. Sin
embargo, la expresión de la alegría no hubiera podido quedar completa
sin un elemento más, no menos fundamental: las campanas.


DSC_0034En
efecto, ya lo hemos mencionado en otra oportunidad, los “alegres
repiques” eran infaltables en cualquier celebración e incluso eran
exigidos por el pueblo. Durante los tres días que duró la iluminación,
las esquilas de la Catedral repicaron a vuelo, dos veces en cada
jornada, al mediodía y a la oración, es decir, ya entrando la noche. Tal
vez nos dé una idea del apego de la sociedad por su sonido el maltrato
que se llevó una de las campanas en esa oportunidad. El 23 de julio de
1751 los canónigos recibieron del tesorero el recuento de los daños
causados por la fiesta: la campana en cuestión se había quebrado, había
perdido las asas del badajo, y éste le había abierto dos sendos
agujeros. En suma, “con el motivo de los muchos repiques […] quedó
inservible”. No había de otra sino destruirla y fundir una nueva.


Las actas de los cabildos que los canónigos celebraron el 12 y 27 de
agosto, a más de la ya mencionada del 23 de julio, son interesantes pues
nos cuentan un poco la historia de esa campana, auténtica mártir de la
fiesta regia, y de la sensibilidad metálica de los clérigos.
Originalmente había pertenecido al Santuario de Nuestra Señora de
Guadalupe, la Catedral la había comprado en dos mil quinientos pesos,
una cifra no menor en la época mas en realidad bajo para una campana
según veremos. Sobre todo, ya entonces se le oía defectuosa. En efecto,
“era bronca”, se afirma en el acta capitular, es decir, tenía un sonido
desagradable, y “para ver si se componía”, ya había pasado por una
refundición. Entonces se descubrió bien a bien el origen del problema:
“se hizo de lo que dieron de limosna de calderetas y otras cosas de este
tenor”. Lamentablemente el acta no nos dice con precisión ni la edad y
el año en que se refundió, pero como vemos, acaso por motivos
económicos, la propia Catedral debió seguirla utilizando. Y aunque los
canónigos la estimaran “bronca”, el hecho mismo de que siguiera sonando
tan activamente hace sospechar que no era necesariamente la misma
opinión de los feligreses. Como sea, nos encontramos con varias
prácticas interesantes: campana hecha de limosna, es decir, recolectando
donaciones en metálico, que fue de una iglesia a otra, aceptada con
resignación por el clero, pero que trabajó mucho en esos mediados del
siglo XVIII. El último en sentenciar su destino fue el ensayador mayor
de la Casa de Moneda de México, Manuel de León, un hombre devoto según
hemos visto en otra oportunidad, quien fue consultado como experto en
metales por el tesorero de la Catedral. Según él, el metal de los restos
de la campana “no servía absolutamente para nada pues estaba recocido y
era desde sus principios malo”. Jubilada definitivamente, sus pedazos
se vendieron a principios de agosto a un tal Lemus, en 616 pesos y 7
reales. Descendida de las alturas del campanario de la Catedral, pasó de
unos usos que se estimaban sagrados a otros completamente profanos,
pero que desconocemos.


Apenas perdida la campana, los canónigos comenzaron a tratar cómo
reponerla. Si el problema de la destruida había sido el metal, pues
sobre ello había que centrar la discusión. Y empezaron a escucharse las
sensibilidades sobre el sonido de los metales en la sala capitular.
“Siempre para lo sonoro era bueno el latón” afirmó uno de ellos, quién
sabe si pensando en los costos; otro más señaló “era lo mejor el cobre
de las minas de Santa Clara”, lo que llevó la discusión por el camino de
la geografía: “el estaño del Perú se celebra mucho”, a lo que otro
contestó “dicen que en el reino de Guadalajara se da uno muy bueno”.
Lamentablemente el secretario no incluyó los nombres precisos que nos
permitan imaginar al menos de dónde habían adquirido esos canónigos en
particular estos conocimientos. Empero, la discusión nos muestra bien
que eran hombres que se estimaban atentos al sonido de los metales.


Más todavía, el 27 de agosto de 1751, el tesorero llegó a la sala
capitular acompañado del propio don Manuel de León, quien se ofreció
como voluntario para seguir asesorando al Cabildo Catedral. El tesorero y
De León habían acordado que se hiciera una prueba de la mezcla de
metales más adecuada para la nueva campana, para ello, el ensayador real
se ocupó de fundir cuatro campanitas de cobre, estaño y latón en
diversas proporciones. De paso, nos enteramos que el secretario era el
titular de esas campanillas y que las tenía normalmente en su escritorio
de la sala capitular, no sabemos para qué las usaba. De León se ocupó
de “demostrar” cada campanita, es decir, a hacerlas sonar, recomendando
dos en particular. Lamentablemente el secretario no nos detalla la
escena de esos graves eclesiásticos escuchándolas con oído atento, sólo
sabemos que al final se decidieron por una proporción de dos libras de
bronce por cuatro onzas de estaño y cuatro onzas de latón.


Retrato_del_Arzobispo_Don_José_Rubio_y_SalinasLargo
fue el proceso, pues no fue sino hasta febrero de 1752 que pudo
fundirse la campana. El procedimiento tuvo lugar en el pueblo de
Azcapotzalco, bajo la vigilancia del tesorero, de Manuel de León y de
los campaneros de la Catedral, los Carrillo. El arzobispo Manuel Rubio y
Salinas consagró la campana el día 18 de marzo, y se le puso por nombre
el de “San Pedro y San Pablo”, estrenándose en las vísperas de la
fiesta de San José, es decir, el 22 de ese mes. El costo final, según el
tesorero, fue de más de cinco mil pesos, más otros dos mil de otros
gastos. Instrumento fundamental de las celebraciones de la época, el
informe final de dicho clérigo nos muestra además que para su
elaboración era necesario un intenso esfuerzo social. Acopiar los
metales y llevarlos a la fundición era un primer paso. La fundición
misma era un proceso largo, nocturno además, acompañado por comisionados
de todos los interesados para evitar cualquier fraude en el metal, y al
que seguía un reposo que en este caso duró al menos quince días.
Estaban además las pruebas: si el estreno en la Catedral fue el 22 de
marzo, en realidad la primera ocasión en que “se colgó y tocó” había
sido en el pueblo de Azcapotzalco el 7 de marzo. Fueron las repúblicas
de indios de Azcapotzalco y Tacuba las que hicieron el esfuerzo físico
de conducir en carro los 136 quintales en que se estimó su peso.
Espectacular era su sonido, no menos debía serlo el acto de su ascenso
al campanario, que no por nada era un punto que fue particularmente
costoso: 800 pesos por el pago de la mano de obra para la colocación de
andamios y demás necesario. Es cierto, en todo ese procedimiento,
pasamos ya de la historia de las sensibilidades a una historia más bien
social, de la que sólo podemos exponer estos breves datos, que sabemos,
repito, gracias a ese incidente en una fiesta motivada por un matrimonio
que había tenido lugar al otro lado del Atlántico.


Volvamos pues, ya para cerrar, a insistir en nuestro tema
fundamental: la sensibilidad hacia el sonido de los metales. La de San
Pedro y San Pablo debía ser la “segunda voz” de la Catedral, después de
la conocida como Doña María, según lo habían solicitado los campaneros
al Cabildo Catedral en julio de 1751, quienes claramente decían que era
lo “hace mucha falta”. Hoy puede parecernos al menos extraño todo este
esfuerzo para cubrir esa “necesidad”, que estimaban tal lo mismo los
ilustres canónigos que los modestos campaneros, no menos que el
refinamiento en la selección de los metales por parte de unos y otros.
Tal pues la diferencia a resaltar entre esa época y la nuestra, quién
sabe si esos pueblos y esos clérigos no verían también con extrañeza
nuestros propias sensibilidades sonoras. Nuestros oídos también
perciben, no sólo de manera natural, sino en función de circunstancias
históricas.


FUENTES:


Archivo del Cabildo Catedral Metropolitano de México, Actas de Cabildo, libro 41, fs. 10-10v, 12v-13, 22, 26 y 98v-99v.








Miguel de Palomares y el primigenio cabildo eclesiástico de México



El siguiente texto ha sido amablemente enviado a este sitio
como colaboración por el Dr. José Gabino Castillo, posdoctorante del
Instituto de Investigaciones sobre la Educación y la Universidad de la
UNAM.



Ilustración 1
Ilustración 1
Hace unos días, arqueólogos del Programa de Arqueología Urbana (PAU),
del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), dieron a
conocer el descubrimiento de una lápida perteneciente a la sepultura del
canónigo Miguel de Palomares (il. 1). El hallazgo ha sido por demás
interesante; se trata del primer entierro descubierto de un clérigo del
siglo XVI perteneciente a la primitiva catedral de México, aquella que
existió algunos metros adelante de la actual que empezó a construirse en
la segunda mitad del siglo XVI (il. 2. AGI, MP-México, 47.). Ahora
bien, no se trata de cualquier clérigo sino de un canónigo perteneciente
al primigenio cabildo eclesiástico de dicha catedral, el cual se
conformó entre 1528-1540.


Ilustración 2. Plano de la ciudad de México de 1596 (detalle)
Ilustración 2. Plano de la ciudad de México de 1596 (detalle)
Miguel de Palomares fue uno de tantos
clérigos que llegaron a la ciudad de México cuando ésta llevaba apenas
una década de ser conquistada. Estos clérigos, provenientes de diversas
diócesis españolas, sirvieron en los curatos recién fundados a lo largo
del territorio novohispano. Palomares, por ejemplo, fue presentado en
1530 al de Veracruz, beneficio que, a su vez, sirvió el clérigo Manuel
Flores, presentado como deán de la catedral de México ese mismo año.
Otros personajes, como Diego Velázquez, quien también ocuparía una
canonjía de México, incluso había acompañado a Cortés y González Dávila a
Honduras sirviendo como capellán de sus ejércitos, más tarde sirvió en
parroquias de Pánuco, Colima y la ciudad de México. Los servicios de
estos clérigos fueron premiados por la Corona otorgándoles algunas de
las primeras prebendas catedralicias. Esto ocurrió en prácticamente
todos los obispados conforme se crearon sus catedrales y primeros
cabildos. No obstante, esta práctica tuvo sus inconvenientes. En la
década de 1540 el primer obispo de México, fray Juan de Zumárraga, se
quejó agriamente ante la Corona por la poca experiencia que en el rito
catedralicio tenían sus prebendados. No obstante, otros obispos, como
Vasco de Quiroga, primer obispo de Michoacán, reconocieron lo difícil
que era constituir cabildos con prebendados españoles que rara vez
querían venir a Nueva España por “lo poco que valen estas prebendas”.
Ilustración 3. Firma de Miguel de Palomares
Ilustración 3. Firma de Miguel de Palomares
De manera que si bien Zumárraga tenía razón, también es cierto que
estos primeros núcleos capitulares fueron los que pusieron las bases de
las futuras corporaciones catedralicias. En el caso de México, un primer
cabildo cobró forma entre 1528, año en que se empezaron a presentar
diversos clérigos para las prebendas, y 1534, cuando se elaboraron los
estatutos de Erección de la catedral. De los presentados en esos años
sólo Juan Juárez, Juan Bravo, Diego Velázquez, Miguel de Palomares y
Manuel Flores, servían sus prebendas cuando el cabildo inició sesiones
formales en su catedral en marzo de 1536. Manuel Flores servía como deán
y los demás como canónigos. Todos ellos tenían experiencia como curas y
habían estado cerca de Zumárraga en estos primeros años. Manuel Flores,
por ejemplo, sirvió como su provisor, Diego Velázquez como su
secretario y Palomares, si hemos de creer a documentos posteriores, fue
su confesor en algún momento. Al iniciar sesiones formales en su
catedral, en marzo de 1536, se sumaron nuevos capitulares: el
maestrescuela don Álvaro Temiño, el tesorero don Rafael de Cervantes y
el canónigo Cristóbal Campaya, aunque éste último aún sin presentación
real, la cual obtuvo en 1538. Temiño y Cervantes llegaron nombrados de
la Península mientras que Campaya había servido ya como capellán y cura
en la iglesia de México desde al menos 1532. Dos años más tarde, en
1538, fueron presentados los canónigos Francisco Rodríguez Santos y
Rodrigo de Ávila, y el racionero Ruy García. En 1539 lo fueron el
chantre Diego de Loaisa y el racionero (y más tarde canónigo) Juan
González. Para 1540 se presentó al arcediano Juan Negrete y al racionero
Pedro de Campoverde. Ya en 1541 fue presentado otro racionero: Alonso
de Arévalo. Todos ellos tomaron posesión de sus prebendas entre 1539 y
1541, de manera que fueron los personajes con los que Palomares tuvo
alguna relación en esta primera década de historia capitular. Como
Palomares, casi todos los prebendados vivieron muy cerca de la catedral
(de acuerdo con documentos de fines del XVI la casa de Palomares estaba
“en la calle de Jesús María y dan vuelta a la Santísima Trinidad”, il
4). Manuel Flores y Diego Velázquez, por su parte, dijeron poseer casas
que colindaban con las del marqués del Valle, es decir en el lado
poniente de la plaza principal.


Ilustración 4. Posible ubicación donde estuvo la casa de Palomares. Hoy esquina de Jesús María y Emiliano Zapata.
Ilustración 4. Posible ubicación donde estuvo la casa de Palomares. Hoy esquina de Jesús María y Emiliano Zapata.
Las huellas que este primer núcleo capitular nos dejó son pocas. Sólo
de algunos personajes contamos con datos más amplios gracias a su
importante presencia en la catedral, ejerciendo oficios como el de
procurador ante la Corte (es el caso de Campaya) o gracias a que
elaboraron testamentos donde plasmaron parte de su vida (por ejemplo
Negrete o Santos). En el caso de Palomares, su muerte parece haber sido
repentina; murió intestado hacia mediados del mes de octubre de 1542. La
última sesión capitular en la que participó fue la del 23 de junio. No
obstante, no existen registros de otros cabildos sino hasta el 17 de
noviembre, día en que el obispo nombró un canónigo sustituto que
ocuparía la prebenda del ya difunto Palomares. El 24 de junio, Zumárraga
y el cabildo se reunieron para hacer el inventario de los bienes del
prebendado e instituir una capellanía de misas fundada por éste.
Entonces se mencionó que tenía “poco más o menos” un mes y medio de
fallecido y que había muerto ab intestato. Con el capital de
sus bienes, particularmente sus casas y dos solares que poseía en la
ciudad, se fundó una capellanía con mil pesos de principal y una renta
de 30 pesos de minas de los cuales se dirían, cada año, 16 misas por el
“ánima” del referido difunto” y “por las ánimas de sus padres”. La
capellanía de Palomares se mantuvo vigente durante todo el periodo
virreinal hasta que su capital fue depositado, en 1806, en la Real Caja
de Consolidación, no sin antes haber servido a varios de sus capellanes
para ordenarse como presbíteros.


De manera que el hallazgo de la tumba de Miguel de Palomares es un
hecho que tiene, podríamos decirlo, una importancia colectiva en tanto
nos remite a la historia de este primer cuerpo capitular de la década de
1530-1540. Nos recuerda la importancia de estos primeros clérigos que
atravesaron el océano junto con muchos de los conquistadores y primeros
pobladores que llegaron a la Nueva España poco después de consumada la
conquista. La época de Palomares nos remite también a un periodo de
agrios conflictos entre Zumárraga y la Audiencia. Es también una etapa
muy difícil para el cabildo pues no existían diezmos necesarios para
pagar las prebendas ni para comprar lo necesario para el ritual
catedralicio. A Palomares y sus pares le tocó solicitar al rey el que
los indios pagaran diezmos sobre productos de Castilla (diezmo de las
tres cosas), lo cual se aprobó un año después de muerto Palomares. Por
el pago de dichos diezmos el cabildo se enfrascó en un fuerte conflicto
con las poderosas órdenes mendicantes, las cuales se amparaban entonces
en diversos privilegios papales y reales. Sirva, de paso, mencionar que
la tumba de Palomares nos recuerda también que si bien es a dichas
órdenes religiosas a las que más atención se ha puesto cuando se habla
de este periodo, no por ello la importancia de los clérigos seculares es
menor. Muchos de ellos fungieron prácticamente como evangelizadores,
ese fue el caso de Diego Velázquez y Juan González quienes, al mismo
tiempo que servían sus prebendas, recibieron autorización para atender
diversos pueblos de indios en el entonces obispado gracias a que
conocían las lenguas de los naturales. Por su parte, Palomares, junto
con otros clérigos, se habían abocado a atender a la importante y
numerosa población española que iba creciendo en las diversas villas. La
importancia de este primer cabildo radica, entonces, no sólo en ser el
primero sino en ser los fundadores de la tradición capitular
novohispana. Y eso de ser los primeros no es poca cosa, Palomares fue
también el primer prebendado, de este cabildo primigenio de México, en
morir en su catedral. La frase puesta en su lápida (palabras más,
palabras menos, pues no he podido apreciarla bien en las fotos que
circulan) no deja lugar a dudas del mensaje que nos mandaron sus
hermanos de cabildo: aquí yace el canónigo, de los primeros en esta
santa iglesia.








Alegres repiques



DSC_0034Las
campanas eran un elemento fundamental de los festejos públicos de los
siglos XVIII y XIX. Los eruditos de la época e incluso los mismos
prelados reformadores aceptaban el papel festivo de las campanas.
Antonio Lobera y Abió recordaba por ejemplo en su obra El porqué de todas las ceremonias de la Iglesia y sus misterios
que el toque de todas las campanas en las fiestas principales servía
para «representar la mayor alegría de la Iglesia Militante, a emulación
sagrada de la Triunfante».[1]
Los obispos trataban de redirigir en un sentido devoto esas alegrías:
en una carta pastoral del obispo de Málaga sobre el tema (1775) refería
la función de solemnizar las fiestas como vía para inspirar en los
pueblos el «espíritu de devoción que debe animarlos para santificar
dignamente los días especialmente consagrados a Dios».[2]
Los documentos de la época confirman de manera constante que los
repiques eran parte indispensable de las celebraciones, de las
solemnidades religiosas, pero también de las más estrictamente
monárquicas. Sobre todo, nos muestran que, sin que mediaran
necesariamente órdenes reales o episcopales, los habitantes de ambas
orillas del Atlántico echaban a vuelo las campanas, o estimaban que así
debía de hacerse, prácticamente a la menor provocación.


En efecto, recordemos tan sólo un incidente que agitó la Puebla de
los Ángeles, en la Nueva España, en agosto de 1744. Por «unos rumores
pueriles», como escribió el virrey en un informe posterior al Consejo de
Indias, se extendió por la ciudad la noticia de que se había obtenido
la beatificación del obispo Juan de Palafox y Mendoza. El suceso causó
revuelo, sobre todo entre los jóvenes, según la averiguación que hiciera
luego el oidor Domingo Valcárcel, quienes «queriendo subir a la torre a
repicar», fueron detenidos por la caballería, reunida por órdenes del
alcalde mayor, quien interpretó el alboroto como un tumulto.[3]


Desde luego, también la prensa del siglo XVIII abundó extensamente en
reportes de festejos monárquicos, religiosos y de otros géneros en que
se asociaba de nuevo la alegría de los diversos «cuerpos» de los reinos
hispánicos con el repique de campanas. Citemos sólo algunos ejemplos
puntuales de publicaciones madrileñas de la época. Pensemos en fiestas
de la monarquía: «un repique general avivaba la común alegría» en
Madrid, con motivo del nacimiento de los infantes en 1784;[4]
en 1789, para la proclamación de Carlos IV en San Cristóbal de la
Laguna, fueron «las campanas de todos los templos [las que] anunciaron
los públicos regocijos con repiques al salir el sol»;[5] en Cuenca, el repique general vino a satisfacer «el impaciente deseo del pueblo» por la proclamación regia en 1790.[6]
Con motivo del inicio del reinado, se celebró en Mahón la colocación en
el salón del ayuntamiento del retrato de la reina, asimismo, con un
repique «por los particulares motivos de gozo y regocijo» de la ocasión.[7]


Mencionemos en fin dos celebraciones universitarias. Para el
doctorado de doña María Isidra Quintina de Guzmán y la Cerda en 1785, la
ciudad de Alcalá «estaba llena de regocijo y alegría», que se
manifestaban «alternando la orquesta y repique general de campanas».[8]
En Oviedo, en 1789, el rector de la Universidad «hizo al punto anunciar
al pueblo el gozo de que estaba poseído» por el ascenso a gobernador
del Consejo de Castilla del conde de Campomanes, «hijo» de esa
institución, «por medio de repique de campanas».[9]


El tono es el mismo en la Gazeta de México de esos mismos
años: la licencia para fundar un colegio de niñas en la villa de Córdoba
se celebra con repique en 1787, como parte de las «demostraciones que
acreditaron el regocijo del vecindario»;[10]
durante la proclamación de Carlos IV en la ciudad de Veracruz en 1790,
«aumentó aquel público regocijo el general repique de campanas»;[11]
ya a principios del siglo XIX, en 1802, la bendición de la casa de
ejercicios de los oratorianos de México se anunciaba con «alegre
repique».[12] En la retórica de los periódicos, las campanas eran una de las voces más importantes del regocijo público.


Gozos, regocijos, alegrías de vueltas de esquilas y repiques
generales normalmente implicaban que los fieles subieran a las torres a
ayudar a los campaneros a hacer sonar las campanas, cosa que preocupaba a
las autoridades eclesiásticas. En los campanarios era constante la
presencia de los jóvenes, a pesar de las prohibiciones al respecto de
los obispos. En la capital novohispana es posible constatarlo, además,
por incidentes que en su momento comenzaron ya a ser tenidos como
«sensibles desgracias», como el que tuvo lugar en el verano de 1819,
durante los funerales de la reina Isabel de Braganza: «un niño de diez o
doce años», fue empujado por una de las esquilas de la iglesia de La
Profesa «y estrellado en la calle», según decía el virrey Conde del
Venadito a las autoridades religiosas de la ciudad.[13]


Tras la independencia mexicana, tan era claro que las campanas debían
satisfacer demandas de los feligreses, que el gobernador de la mitra de
México, en su reglamento de 1823, fue precavido y contempló un artículo
para los reclamos de repiques, o en los términos del documento, ante la
«violencia popular». «Si sus gritos, insultos y golpes a las puertas
fueren excesivos», establecía el prelado, «es prudencia ceder».[14]
En 1836, todavía se estimaban posibles nuevos incidentes, según se
entiende de los artículos redactados ese año por los jueces hacedores
para la Catedral, comprometiendo a los campaneros con el cuidado de las
puertas de las torres. Asimismo, aunque permitía a los extraños
colaborar en los «repiques generales», mandaba velar «que los que
repiquen no pongan en riesgo su vida».[15]


Del lado peninsular, la prensa de la época siguió abundando en
repiques generales, por lo común motivados por los eventos políticos:
victorias militares, fiestas de la monarquía, juramentos
constitucionales, etcétera. En esas latitudes también los hubo
espontáneos, o al menos así fueron difundidos en la prensa: por ejemplo,
en 1814, la Atalaya de la Mancha en Madrid, daba cuenta de
que, apenas se supo en la capital la llegada de Fernando VII a Gerona,
«hubo repique general de campanas sin mandarlo nadie».[16]
Desde luego, es también de considerar que la prensa no sólo siguió
estimando el repique asociado a la alegría popular, sino que ahora
además los tomaba como prueba del respaldo a las tendencias políticas de
cada publicación. Así, en 1813, el periódico antiliberal sevillano El tío Tremenda publicaba: «en los repiques de la clase del pasao [sic] […] da mucho gusto ver los de los patriotas rebozando aleluyas, fandangos y castañuelas»;[17] en un tono semejante pero desde una tendencia política opuesta, en 1820, El Universal daba
cuenta de los repiques habidos Chipiona con motivo del juramento de la
Constitución gaditana valorándolos como «testimonios con que aquellos
sencillos habitantes han demostrado el gozo que les cabe en tan felices
acontecimientos».[18]


En fin, tan se asociaba la campana al festejo, que ya a fines de la
década de 1830, circuló impresa por la Península una «Canción de un
sacristán», en que los repiques no tocaban sino un alegre son, que ya no
era de regocijo público sino particular. En efecto, en este folleto la
campana disimulaba un relato de la vida sexual de un sacristán agotado
«de tirar tanto tirón» de las cuerdas de las campanas, por la exigencia
de su esposa, la sacristana, quien decía insistente «mi cariño se
acrecienta/ con tanta repetición».[19]


En suma, a pesar pues de que las campanas habían de convertirse en
instrumento de los partidos de la época, continuaban siendo
fundamentales en las celebraciones festivas. En el siglo XVIII, su
sonido abundante era expresión de alegría, no sólo para los grupos
populares sino también para canónigos y oficiales de milicias.
Continuaron siéndolo en el siglo siguiente, hasta el punto de servir
para inspirar versos de doble sentido.


NOTAS


[1] Antonio Lobera, El
porqué de todas las ceremonias de la Iglesia y sus misterios. Cartilla
de prelados y sacerdotes en forma de diálogo entre un vicario y un
estudiante curioso,
Barcelona, Imprenta de los consortes Sierra y Martí, 1791, p. 25.


[2] Manuel Ferrer, Carta
pastoral que el Ilustrísimo señor Arzobispo Obispo de Málaga dirige a
sus amados diocesanos sobre la bendición y uso de las campanas
, Málaga, Impresor de la Dignidad Episcopal y de la Ciudad, 1775, p. 74.


[3] Archivo General de Indias (AGI, México, 1342, carta del virrey de Nueva España al rey, México, 24 de febrero de 1747.


[4] Mercurio de España, julio de 1784, p. 268.


[5] Ibidem, julio de 1789, p. 103.


[6] Ibidem, septiembre de 1790, pp. 443-444.


[7] Memorial literario, instructivo y curioso de la corte de Madrid, XVIII, 1789, pp. 6-7.


[8] Ibidem, junio 1785, p. 176.


[9] Ibidem, XIX, CIII, febrero 1790, p. 212.


[10] Gazeta de México, II, 28, 13 de febrero de 1787, p. 289.


[11] Ibidem, IV, 11, 1 de junio de 1790, pp. 93-94.


[12] Suplemento a la Gazeta de México, XI, 12, 9 de junio de 1802, p. 90.


[13]
Archivo General de la Nación (AGN), Indiferente Virreinal, 5518, 13,
12-12v, minuta de la carta del virrey a las autoridades religiosas,
México, 14 de julio de 1819.


[14]
AGN, Justicia Eclesiástica, 26, 265-268, reglamento de campanas del
gobernador del arzobispado de México, 1823, Este reglamento ha sido
analizado por Anne Staples, « El abuso de las campanas en el siglo
pasado », Historia Mexicana. XXVII, 2, México, 1977, pp. 183-185, también Marcela Dávalos, « El lenguaje de las campanas », Revista de Historia social y de las mentalidades, 5, Santiago de Chile, 2001, p. 195.


[15]
Archivo Histórico del Arzobispado de México (AHAM), Fondo Siglo XIX,
Jueces Hacedores, 110, 52, orden de los jueces hacedores de la Catedral
Metropolitana de México a la campanera, México, 11 de mayo de 1836.


[16] Atalaya de la Mancha en Madrid, 13, 14 de abril de 1814, pp. 100-101.


[17] El tío Tremenda o los críticos del malecón, 21, 1813, p. 89.


[18] El Universal, 92, 11 de agosto de 1820, p. 337.


[14] Canción de un sacristán y trobos muy divertidos, Córdoba, Imprenta de Don Rafael García Rodríguez, 1837.








Apuntes sobre las representaciones del Cristianismo y sus instituciones en la animación japonesa contemporánea



En principio, debo confesar que esta participación es más bien
paradójica considerando que no tengo ni una formación ni una trayectoria
especializada en el tema de la religión contemporánea, y ni siquiera en
el tema concreto que voy a abordar. En cambio, he dedicado ya varios
años a estudiar la cultura católica de los siglos XVIII y XIX siempre en
relación con la cultura política. En ese sentido, esta ponencia es más
bien un atrevido intento de parte de un historiador del Cristianismo por
examinar la forma en que se ha representado su objeto de estudio en un
producto cultural contemporáneo.


A más de estas debilidades de partida, este trabajo peca también de
un tratamiento más bien impresionista de la información, es decir, no
incluye un verdadero recuento amplio de las representaciones del
Cristianismo en la animación japonesa. Éstas, por cierto, no ha hecho
más que aumentar, y además se han ido refinando, haciéndose cada vez más
originales, pero también más directas, como prueba la película Saint Onisan,
de la que sin embargo no vamos a tratar ahora mismo. Aquí nos interesa
simplemente señalar tres puntos fundamentales de la representación del
Cristianismo en los animés de 2000 a la fecha: el más visible sin duda,
la demonología, que retoma atributos, nombres e incluso temas clásicos
de la relación entre los hombres y dichos seres sobrenaturales, pero
mezclándolas constantemente con la propia tradición nipona. En segundo
lugar, la simbología e incluso algunos elementos del mito central del
Cristianismo parecieran retomarse puntualmente para la construcción de
historias originales, pero paradójicamente se diría que en ellas es
imposible introducir cualquier forma de trascendencia. En fin, la
animación japonesa es capaz de representaciones de las instituciones
cristianas, es decir, de la Iglesia, a veces “realistas” que la muestran
vinculada al mismo tiempo al poder y a la caridad; otras veces hay
hasta cierto punto representaciones “historicistas”, en que se recupera
su poder terrenal. Mas si las ropas ceremoniales abundan en estas
representaciones, llama la atención que es casi imposible en cambio la
representación misma del culto cristiano.


I. La demonología cristiana animada


Imagen1
Cuervo. Kuroshitsuji (A-1 Pictures, 2008), primer episodio.
Largo sería enumerar todos los animes recientes en que aparecen ángeles y demonios. Hay dos, empero, que me interesa destacar: Kuroshitsuji (2008) y Ao no exorcist (2011),
pues en ambos aparecen temas relativamente clásicos de la demonología
cristiana: el primero gira casi por entero en torno a un pacto con un
demonio, mientras el segundo tiene por protagonista al hijo de la
relación entre una humana y un rey infernal, de modo que literalmente es
la historia de un “engendro del demonio” si me permiten la expresión.
Demonios de inspiración cristiana, tanto que en Kuroshitsuji
aparece bien la zoología demoníaca más tradicional: en la primera
temporada encontramos al menos al gato, al cuervo y al macho cabrío, y
en la segunda se agregó especialmente la araña, animales todos de la
demonología occidental como lo prueba el que tengan cada uno sus
respectivas páginas en el clásico Diccionario infernal de Collin de Plancy.


Araña. Kuroshitsuji II (A-1 Pictures, 2010-2011) OVA 5.
Araña. Kuroshitsuji II (A-1 Pictures, 2010-2011) OVA 5.
En el mismo animé, la primera actividad de estos demonios, comer
almas humanas, también es propio de  nuestra tradición cristiana, pues
en los infiernos la tortura y el consumo han sido tradicionalmente sus
deberes. De manera constante también se hace presente el tema de la
tentación: los demonios están ahí para conducir a las almas al pecado,
ofreciéndoles una manera fácil de cumplir sus deseos personales. Esa es
justamente la historia que se nos presenta con un jovencito, tanto más
propio de la tradición cristiana cuanto que en ella son en efecto las
almas puras las que arriesgan el acecho del Enemigo.


Empero, lo más notorio es la mezcla de tradiciones, ambientada en la Inglaterra victoriana, Kuroshitsuji
nos ofrece también una representación (de las muchas del animé) de los
Shinigamis, los ya célebres dioses de la muerte del Shinto, encargados
de llevarse las almas de los difuntos. Aquí también la representación
los asocia a una imagen netamente cristiana: la parca, la muerte
representada con guadaña para segar las vidas (la Faucheuse o el Grim
Reaper según los idiomas), aun si modernizada bajo la forma de una
sierra eléctrica.


Imagen3
Shinigami versión Parca occidental. Kuroshitsuji (A-1 Pictures, 2008), episodio 24.
¿Una versión modernizada de la Parca? Kuroshitsuji (A-1 Pictures, 2008), episodio 24.
¿Una versión modernizada de la Parca? Kuroshitsuji (A-1 Pictures, 2008), episodio 24.
Imagen5
Los demonios flotando en el aire. Ao no exorcist (A-1 Pictures, 2011), episodio 1.
Un sincretismo semejante puede encontrarse en Ao no exorcist,
cuya cosmología está inspirada en la Biblia y en la Kabalah, y en sus
representaciones incluye a las puertas infernales como fauces
monstruosas, nombres demoníacos tomados de la tradición cristiana
(Amaimon, Mefistófeles), demonios que vagan por el aire, como justamente
se creía entre los siglos XIV al XVIII.





Mas junto a rituales que tienen lugar en escenarios cristianos, como
el exorcismo en la Basílica Vaticana que abre la serie, existen
exorcistas de tradición propiamente japonesa, que recitan mantras y
utilizan instrumentos más bien propios del budismo o del sintoísmo, en
una curiosa integración de tradiciones, que no lo es tanto en la medida
en que se nota bien que lo que aprovecha el animé es la densidad de
símbolos de la demonología cristiana, a veces sin que importe demasiado
su significado.


Imagen23
Exorcismo en el altar mayor de la Basílica Vaticana. Ao no exorcist (A-1 Pictures, 2011), episodio 1.
II. Símbolos y mitos sin trascendencia.


Tales of the Abyss, (Sunrise, 2009), episodio 1. La profecía dejada por la fundadora de la Orden de Lorelei.
Tales of the Abyss, (Sunrise, 2009), episodio 1. La profecía dejada por la fundadora de la Orden de Lorelei.
Tal vez por esto, y pasamos ya a la segunda parte de esta exposición,
el mito central del Cristianismo, el sacrificio de un elegido que salva
a la Humanidad dejando tras de sí un mensaje moral y la promesa de
volver, parece más difícil de traducirse de manera explícita a la
animación japonesa. Hay sin embargo algunos animés que lo adaptan sobre
todo en un punto: el mesianismo. Un ejemplo muy completo es el de Tales of the Abyss
(2009), adaptación de un RPG de 2005, que justo tiene por tema central
un protagonista que salva al mundo a costa de su propio sacrificio,
consciente y voluntario, aunque no del todo individual, y que culmina
incluso en el retorno, más bien misterioso, del héroe. Paradójicamente
si bien hay un elegido, no se trata aquí sólo del cumplimiento de una
profecía, sino también de liberar al mundo de su permanente dependencia
de las profecía, aquí representadas en formato musical, el score, la partitura.


Imagen7





Imagen8
Tales of the Abyss, (Sunrise, 2009), episodio 22. El cumplimiento de las profecías: el sacrificio para salvar al mundo.
Citemos en segundo término Higashi no Eden (2009). En este
caso no hay un mesías salvador del mundo, sino a un grupo completo de 12
individuos –ya el número no deja de ser interesante para nuestro tema–,
dotados de abundantes recursos para salvar un país, Japón, desde luego,
así sea a través de un teléfono celular. Mas sólo uno de ellos, Akira
Takizawa, se convertirá en héroe que salva al país de sus contrincantes
en una trayectoria que culmina en una secuencia en que es capaz de
contrarrestar un ataque de misiles, tanto más mesiánica cuanto que
cuenta con la música de fondo de un gospel, “Reveal the world”,
una aclamación dirigida a Cristo obviamente, pero sin mencionar jamás
su nombre, que lo celebra como un rey justiciero.






En fin, citemos también la enigmática serie de 2011, Mawaru Penguindrum.
La trama es muy compleja como para presentarla aquí en pocas palabras
pero digamos que el punto central es la historia de dos jóvenes que
están dispuestos a sacrificar hasta sus vidas para salvar no sólo la
vida sino incluso cambiar el destino de sus seres amados en particular
su hermana. Y efectivamente lo cumplen, sacrifican realmente todo,
perdiéndose de ellos hasta la memoria. Imagen9


Imagen10
Mawaru Penguindrum (Brain’s Base, 2011), episodio 24. El sacrificio de dos hermanos
Imagen24
Mawaru Penguindrum, (Brain’s Base, 2011), episodio 24. Demonio y ángel frente a frente.
En esta historia hay un enemigo fundamental que si bien es un
fantasma, hace las veces de un auténtico demonio, tal vez mucho más que
en las representaciones que hemos mencionado antes. Este personaje
incluye la engañosa belleza, el conocimiento y el gusto por las trampas
que distinguen al diablo moderno en el Cristianismo, aunque le falta el
lado sanguinario. Contrastando con el vacío del enemigo, está la
plenitud de una aliada. Los dos hermanos cuentan con un personaje
semejante al menos a un ángel, no por nada representado como infantil,
inocente, y sobre todo generosa, capaz de cambiar un destino fatídico
por uno voluntariamente elegido y de salvar a otros sacrificando su
propio bienestar. Pero no es un mesías protegido por la Providencia,
pues antes bien es particularmente frágil. Nada garantiza su victoria,
antes bien la primera batalla con el mal, si el enemigo no resulto
indemne, ella fue la que más perdió: quedó únicamente su memoria; los
fragmentos de su alma y su diario. Éste, ciertamente tiene algún
paralelo con la Biblia, pues puede cambiar el destino de su lector si se
lee correctamente, o al contrario, una lectura literal puede llevar a
sendos desastres. Sin embargo, no tiene tantas lecturas posibles y no es
tan sagrado ni tan fundamental como para que la analogía sea completa.


En cualquiera de estos casos, el animé retoma temas centrales del
Cristianismo, símbolos ciertamente, pero también algunos de sus
significados y algunos elementos de sus mitos centrales, pero la
representación no suele incluir forma alguna de trascendencia. Nadie
habla de un más allá, no hay una representación precisa de Dios, ni de
su relación con el destino final de los hombres. La ova y la película Saint Oniisan,
comedias que directamente plantean a un Jesús, acompañado de Buda,
viviendo como jóvenes en el mundo actual de manera ordinaria; o incluso Sakamichi no Apollon, serie
en que dos de los protagonistas son cristianos y uno llega a ser
sacerdote, sin que esto resulte apenas una diferencia en la trama, son
tal vez ejemplos radicales de este tipo. Esto es, pareciera que lo
original del animé es la construcción de representaciones desacralizadas
de símbolos y de sus significados, tanto más correctos para una
sociedad secularizada.





III. La representación de las instituciones


Otro tanto puede decirse, y llegamos ya a la tercera parte de esta
ponencia, de la representación de las instituciones del Cristianismo.
Desde luego, abundan organizaciones públicas o secretas de exorcistas o
de otro género de combatientes de esos seres, que se presentan a partir
del modelo, o directamente como parte de las instituciones religiosas.
Vamos a señalar algunas variantes de particular interés por su
“realismo” o por su “historicismo” según decíamos antes. Entre las
primeras, vale la pena destacar las que aparecen en E’s Otherwise (2003) y Cluster Edge (2005-2006).


Imagen12
E’s Otherwise (Studio Pierrot, 2003), episodio 15. Arzobispo Giberini
Imagen11
E’s Otherwise (Studio Pierrot, 2003), episodio 2. Martinus XIV
Una y otra historia ofrecen representaciones ante todo complejas y
más o menos “contemporáneas” de las instituciones eclesiásticas. En la
primera, la Iglesia tiene incluso su lado amable y caritativo, en las
religiosas que gestionan un orfanato. Mas E’s nos ofrece sobre
todo el contraste entre dos jerarcas eclesiásticos: monseñor Giberini (o
Tiberini), arzobispo como mínimo (aunque uno diría más bien cardenal),
que se cuenta entre los antagonistas de la historia, y el papa
abdicatario Martinus XIV. El primero es la representación de un jerarca
hipócrita, que detrás de su imagen pública de benefactor, oculta
ambiciones tanto económicas como políticas, que lo relacionan con
oscuros consorcios de armas que lo apoyan para hacerse con la máxima
autoridad en la Iglesia, a cambio de experimentos con niños que casi
parecen metáfora de otros pecados clericales contemporáneos. El segundo,
en cambio, es un anciano amable, protector de un grupo de huérfanos, a
los que ha tratado de ofrecerles una salida más libre que la de simples
objetos de las ambiciones de las grandes corporaciones. Más aún, y esta
imagen tal vez complacería a más de un teólogo liberacionista, es un
Papa que se ha convertido en dirigente de una guerrilla, formada
justamente por los niños que él ha educado. Martinus XIV resulta así una
representación profética de la jerarquía eclesiástica.


Imagen13
Cluster Edge (Sunrise, 2005-2006), episodio 23. Una Iglesia políticamente activa.
Cluster Edge, siendo en parte futurista, nos ambienta en el
pasado, no sólo porque su referencia para los escenarios parece ser
sobre todo el período entre las dos guerras mundiales, sino porque el
orden político está claramente controlado por Estados con ambiciones
imperialistas y una fuerte presencia militar. En ese mundo de antaño,
encontramos a diversos actores eclesiásticos: lo mismo humildes
religiosas que poderosos prelados. Como en E’s, la autoridad
eclesiástica hace parte del complicado juego del poder, a veces de
manera responsable, pero otras no tanto. A veces se confrontan con los
militares, otras aparecen como sus aliados. Se les ve tratando de poner
discreto remedio a un desastre por ellos causado, protegiendo en todo
posible el secreto fundamental de toda la historia:


Imagen14
Cluster Edge (Sunrise, 2005-2006), episodio 23. El secreto de la Iglesia de C.E.: La reproducción artificial de la vida divina.
el extraño arcano de la creación de la vida de manera artificial; de hecho, la Iglesia de Cluster Edge
intenta sistemáticamente poner fin a la generación seres artificiales, y
retomar el control de uno de ellos capaz de destruirlo todo. La
representación apunta así a un tema particularmente caro al catolicismo
contemporáneo, la dignidad de la vida humana y la confrontación con los
medios artificiales para su generación.


Desde luego, para nosotros resultan más interesantes las
representaciones que podemos calificar de “historicistas”. La más
notable, me parece, es la que planteó Trinity Blood (2005): en
una historia de vampiros y que retoma nombres de personajes bíblicos, se
hace revivir en un futuro distante una parte del orden político
medieval, con la Santa Sede como protagonista. Centrémonos tan sólo en
la representación de la corte pontificia. Además de los escenarios
romanos, la historia muestra una Corte del más puro estilo medieval,
(aunque con la notable diferencia de la participación de la mujer en el
sacerdocio) marcada por el nepotismo: una verdadera dinastía controla el
solio pontificio y los principales puestos de la curia. Renace así una
corte de cardenales nobles, con apellidos que evocan en efecto a varias
familias italianas del Renacimiento, enfrentados entre sí, curiosamente
representando una oposición que ha existido históricamente en algunos
momentos: la Secretaría de Estado contra el Santo Oficio.


Imagen15
Trinity
Blood (Gonzo, 2005), episodio 9. La Santa Sede como corte de cardenales
nobles: Caterina Sforza, Francesco di Medici y Alfonso de Este rodeando
al Papa.
Imagen25
07-Ghost (Studio Deen, 2009), opening. Clerecía masculina.
El Papado y el Imperio, también son los grandes protagonistas políticos de 07-Ghost
(2009) tal vez una de las mejores representaciones de la Iglesia
católica en el anime, una de las pocas por cierto, en que existe una
separación clara de la función de hombres y mujeres; es decir, no hay
sacerdotisas ni obispas. Si bien con términos originales, la jerarquía
clerical del catolicismo queda íntegramente adaptada a la historia,
incluyendo un Papa, arzobispos y obispos, mientras que el escenario de
buena parte de la historia es un gigantesco monasterio que incluye
residencias, jardines, biblioteca, y hasta una prisión, porque como
buena comunidad religiosa inspirada de tiempos antiguos, tiene
jurisdicción propia.


Imagen16


Imagen17


Imagen19
07-Ghost (Studio Deen, 2009), espacios de la Iglesia de Barsbourg.
Imagen20
Campana del episodio 9 de Trinity Blood.
Ahora bien, tanto en representaciones “realistas” como
“historicistas”, si algo llama la atención es el uso constante de los
personajes de trajes ceremoniales, sin que existan apenas ceremonias de
culto en el animé. En efecto, la liturgia es tal vez el punto más débil
de la representación de la Iglesia en la animación japonesa. En Trinity Blood,
uno de los momentos más álgidos de la historia tiene lugar a propósito
de las campanas para llamar a uno de los oficios de las horas canónicas,
Completas, que sin embargo nunca llega a realizarse. En 07-Ghost
la representación es algo más completa, al menos en sus paisajes: ha
sido una de las series que mejor ha adaptado la sonoridad de las
campanas y de los órganos y que representa de manera más completa los
espacios litúrgicos, pero incluso en ella las ceremonias resultan en
secuencias breves, aun si hay que reconocer su diversidad.


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Órgano del episodio 6 07-Ghost.
En suma pues, las representaciones de las instituciones, o basadas en
las instituciones religiosas cristianas nos confirman que,
paradójicamente, si cada vez es más fácil encontrar representaciones
directas del Cristianismo e incluso de algunos de sus significados en la
animación japonesa contemporánea, es de complicado a imposible incluir
lo propiamente asociado a su espiritualidad y trascendencia, es decir,
que va de la mano con la secularización.


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Bautismo estilo 07-Ghost, episodio 6.