Huir en busca de fe y de libertad



La autora vive en Idaho, EE. UU.




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A medida que buscaban libertad
religiosa, mis padres fueron bendecidos por la amabilidad y la
aceptación de los Santos de los Últimos Días que los rodeaban, desde
Checoslovaquia hasta Canadá.

fleeing the country at nighttime
Mis
hermanos y yo crecimos escuchando historias de cómo nuestros padres se
sacrificaron para vivir el Evangelio, y hemos sido bendecidos por sus
esfuerzos. Ha nacido en mí un profundo sentimiento de gratitud por todo
lo que ellos y otros de los primeros Santos de los Últimos Días checos
hicieron a fin de que su posteridad pudiese recibir las bendiciones del
Evangelio.
Mi
madre nació en Poprad, en la antigua Checoslovaquia (actualmente
Eslovaquia). Su padre sirvió en el ejército checo durante la Segunda
Guerra Mundial, y su familia fue una de las muchas familias de militares
que huyeron a un bosque cercano para protegerse de los alemanes
invasores. Durante cinco días, mis abuelos se acurrucaron bajo una
frazada con mi madre y su hermana, que tenían uno y cinco años
respectivamente, alimentándose con una ración de cubitos de azúcar.
En
ese tiempo, mis abuelos no eran miembros de la Iglesia ni tampoco
oraban con frecuencia; sin embargo, durante esa prueba, se les ablandó
el corazón. Mi abuela escribió en su diario: “Esta noche sentí el anhelo
de arrodillarme para pedir la ayuda de alguien que tuviera una
autoridad superior, de modo que entré en el bosque, me arrodillé y oré
con un corazón quebrantado y un espíritu contrito, y supliqué ayuda”.
Su
oración fue contestada. Algunas familias que se hallaban en el bosque
fueron asesinadas cuando las descubrieron, pero mis abuelos y sus dos
hijas fueron milagrosamente protegidos. Por medio de esa experiencia
extenuante y difícil, el Señor plantó una semilla de fe y confianza en
el corazón de mis abuelos.

Fe y persecución

Tras
concluir la Segunda Guerra Mundial unos años más tarde, mis abuelos
vivían aún en Checoslovaquia cuando dos jóvenes misioneros llamaron a su
puerta. Después de asistir a la pequeña rama y recibir las lecciones
misionales, recibieron un testimonio de la veracidad del Evangelio y
decidieron bautizarse. Sin embargo, la noche en que iban a tener las
entrevistas para el bautismo, los misioneros y el líder de la Iglesia no
llegaron. En la siguiente reunión de rama, mis abuelos se enteraron de
que, debido a la agitación política, todos los misioneros habían tenido
que abandonar el país y que desde ese momento también se prohibiría toda
práctica religiosa. No obstante, el pequeño grupo de santos de la
región mantuvo su fe, ahora bajo la dirección de los líderes y de las
llaves del sacerdocio locales. Mis abuelos y mi tía fueron bautizados en
secreto en 1950.
Durante
los próximos años, a veces la policía secreta se llevaba a los miembros
de la rama, incluyendo a mi abuela y a mi madre (que para entonces era
una adolescente), para interrogarlos acerca de sus prácticas religiosas.
En una ocasión, interrogaron a mi abuela de manera agresiva durante
cinco horas. Los hombres que la interrogaron le dijeron que la
encarcelarían durante cinco años si se enteraban de que enseñaba
religión a sus hijos.
Ella
escribió lo siguiente: “Permanecí tranquila y dije: ‘Si piensan que
hago algo mal en enseñar religión a mis hijos, entonces pueden
encerrarme’. No respondieron. A partir de entonces, me mandaron llamar
en repetidas ocasiones. Hablaban en contra de la Iglesia y trataban de
disuadirnos de nuestra fe. Cuanto más se esforzaban, más me aferraba a
la Iglesia, [ya que] siempre se había perseguido a la verdadera
Iglesia”.
Mi
madre escribió en su diario: “En esos años tan difíciles, los miembros
se reunían los domingos en el apartamento de nuestro presidente de rama.
No podíamos cantar en voz alta, así que susurrábamos, pues no queríamos
que nuestro presidente de rama fuera a la cárcel. Durante dieciocho
años nos reunimos de esa manera y soñábamos con el momento en que
pudiéramos ir a las Montañas Rocosas y establecernos en [Salt Lake
City]”. Tenían esperanza a pesar de que en ese tiempo rara vez se
concedía a las familias los documentos que les permitieran salir del
país.
Una
vez cumplidos sus veinte años, mi madre empezó a orar con anhelo con
anhelo pidiendo poder casarse con un miembro de la Iglesia y de alguna
manera ser sellados en el templo.

Encontrar una nueva vida

Mi
padre, que se crió en un pueblo agrícola, vivía en la ciudad y cursaba
sus estudios cuando conoció a mi madre; ella estaba empezando su carrera
como cantante profesional de ópera. Al ir conociéndose, ella le habló
de la Iglesia. A pesar de que él aún no se había bautizado, mis padres
se casaron el 18 de febrero de 1967.
Al
final de ese año fueron bendecidos con la llegada de mi hermano mayor.
Ocho meses después de su nacimiento, el presidente de la rama recibió
una revelación de que los miembros se debían preparar para salir del
país e ir a un lugar donde pudieran adorar en libertad. En agosto de
1968, los rusos invadieron Checoslovaquia, creando caos en las fronteras
y en todo el país. Los miembros de la rama que obedientemente se habían
preparado escaparon a Viena, Austria.
Mi
abuela, que abandonó el país con mis padres, escribió: “Por la noche,
cuando todo el mundo en la casa de apartamentos dormía, nos despedimos
de nuestro hogar y salimos sigilosamente, con temor de que el bebé
empezase a llorar. Tuvimos que hacer todo eso en secreto porque en
nuestro edificio había tres espías que trabajaban para la policía
secreta. El Señor nos bendijo y escapamos. Cuando nos fuimos, sabíamos
que nunca volveríamos, pero no sabíamos a dónde iríamos después de
Viena; y en ese momento no podíamos preocuparnos por ello. El Señor le
reveló al presidente de rama las promesas de Él a nosotros, si nos
manteníamos fieles a Él”.

Bienvenidos a una tierra nueva

Durante
más de un mes, mi abuela, mis padres y otras dos familias vivieron en
el sótano del edificio de la Iglesia de Böcklinstrasse, en Viena.
Durante ese mes, mi padre recibió las charlas misionales y fue
bautizado. Muchos miembros de las tres familias encontraron trabajos y
juntaron sus salarios hasta que tuvieron suficiente para que todos
pudieran emigrar a Calgary, Alberta, Canadá. Debido al mal tiempo en
Calgary, el avión en el que iban aterrizó en Edmonton el 5 de noviembre
de 1968.
arriving in Canada
El
dejar atrás familiares, una cultura y una tierra que amaban debió haber
sido un enorme sacrificio; pero, en muchos aspectos, las dificultades
apenas empezaban. Al llegar a Calgary con solo una maleta, un cochecito
de bebé y treinta y dos dólares canadienses, mis padres estaban
sumamente necesitados.
Los
miembros canadienses empezaron de inmediato a prestar servicio a mi
familia, proporcionando generosamente ayuda con el transporte, las
compras y con encontrar una casa para alquilar. En menos de una semana,
mis padres y mi abuela tenían una casa amueblada con camas, una mesa y
sillas, un sofá, una cuna, ropa de cama, vajilla e incluso algo de
comida en la alacena. Mi madre escribió en su diario cuán sorprendente y
emocionante fue ver esos muebles inesperados y cuán agradecida se
sentía por el servicio prestado.
Sin
embargo, al profundo sentimiento de gratitud se sumaban otras
emociones. El choque cultural fue muy real y difícil de aceptar. El
primer año de vida en Calgary estuvo lleno de clases de inglés y frías
caminatas al trabajo para mi padre. Hacían todo lo posible por sentirse
en casa, pero aún así fue una época difícil con muchos cambios. Los
santos de su nuevo barrio en Calgary se esforzaron, a pesar de la
barrera del idioma, por convertirse en un sistema de apoyo para los
miembros recién llegados. Cada domingo, mi familia adquiría fortaleza a
medida que asistía a la reunión sacramental para renovar sus convenios,
confiando en el Espíritu para que les enseñara el idioma inglés.

Las bendiciones de la eternidad

Nuestra
familia de cinco se selló en el Templo de Cardston Alberta en octubre
de 1976. Mi madre había esperado ese día durante más de veinte años y,
por fin, en un país y en un idioma que nunca habría imaginado en su
juventud, sus oraciones fueron contestadas. En aquel entonces yo tenía
casi ocho años, y tengo maravillosos recuerdos del brillo en los ojos y
en las sonrisas de mis padres cuando nosotros, los niños, entramos en la
sala de sellamientos.
Mi
abuela también se encontraba ese día en el templo; recuerdo su emoción
al ver las luces del templo cuando llegamos a Cardston. Años más tarde,
después de que se jubiló de su trabajo en Calgary, se mudó a Cardston,
donde prestó muchas horas de servicio en el templo. Le encantaba tocar
el órgano y contribuir a fomentar la reverencia en ese lugar. Su
testimonio y su amor por el Salvador se puso de manifiesto por medio de
su bondad a todos los que la rodeaban. Para mí, ella es un ejemplo de
una mujer Santo de los Últimos Días fuerte.
Siento
inmensa gratitud hacia mis padres —los pioneros en mi familia— por
haber sacrificado su profesión, familia, patria y posesiones. Parece que
sacrificaron muchísimo pero el Señor los ha bendecido muy
abundantemente, a ellos y a su posteridad, por vivir los principios del
Evangelio.

Prestar servicio a los refugiados

Linda K. Burton
“Esperamos
que determinen, en espíritu de oración, lo que hacer —de acuerdo con su
tiempo y circunstancias— para servir a los refugiados que vivan en sus
barrios y comunidades. Esta es una oportunidad para servir
individualmente, en familia y como organización para ofrecer amistad,
tutoría y otro servicio cristiano”.
Linda K. Burton, Presidenta General de la Sociedad de Socorro, “Fui forastero”, Liahona, mayo de 2016, pág. 14.