La muerte de Moisés
Henry Melvill
[Las citas de la Biblia pertenecen a la Biblia de Jerusalén.
Bilbao: Desclée de Brouwer, 1976. Las referencias bíblicas
intratextuales de los pasajes bíblicos concretos no aparecen en la
versión original, salvo la de la cita que abre el sermón. Traducción de Montserrat Martínez García revisada y editada por
Asun López-Varela. El diseño HTML, el formato, y los enlaces de
George P. Landow.].
Bilbao: Desclée de Brouwer, 1976. Las referencias bíblicas
intratextuales de los pasajes bíblicos concretos no aparecen en la
versión original, salvo la de la cita que abre el sermón. Traducción de Montserrat Martínez García revisada y editada por
Asun López-Varela. El diseño HTML, el formato, y los enlaces de
George P. Landow.].
Yahveh habló a Moisés aquel mismo día y le dijo: «Sube a
esa montaña de los Abarim, al monte Nebo que está en el país de Moab,
frente a Jericó, y contempla la tierra de Canaán que yo doy en propiedad
a los israelitas. En el monte al que vas a subir morirás, e irás a
reunirte con los tuyos, como tu hermano Aarón murió en el monte Hor y
fue a reunirse con los suyos [Deuteronomio 32: 48-50].
esa montaña de los Abarim, al monte Nebo que está en el país de Moab,
frente a Jericó, y contempla la tierra de Canaán que yo doy en propiedad
a los israelitas. En el monte al que vas a subir morirás, e irás a
reunirte con los tuyos, como tu hermano Aarón murió en el monte Hor y
fue a reunirse con los suyos [Deuteronomio 32: 48-50].
El largo deambular de los israelitas estaba ahora a punto
de concluir. Esa generación malvada que había provocado a Dios mediante
la murmuración y la rebelión, alcanzó su final según la amenaza divina,
y sus hijos permanecieron junto a las aguas del Jordán, esperando a que
llegara el mandato para atravesarlas y expulsar a los cananeos. La
tierra que manaba leche y miel se podía ver perfectamente, la tierra que
se había prometido a Jacob, Abraham e Isaac, la misma cuyos
descendientes poseerían y para lo cual Egipto había sido arrasada con
plagas y una columna mística de fuego y nubes había surcado el desierto.
Fue un momento triunfante de gran entusiasmo: muchos debieron haber
contemplado impacientemente el río, lo único que ahora les separaba de
su herencia, y debieron anhelar el permiso para franquear esta última
barrera y pisar el suelo que a partir de entonces sería suyo. ¿Y quién
si no estaría mucho más emocionado, quién más deseoso de cruzar el
Jordán que el gran líder del pueblo a quien se había encomendado
librarlos del cautiverio, y que había soportado dócilmente su insolencia
e ingratitud durante cuarenta años llenos de peligros y de penalidades?
Era la única recompensa terrenal que el capitán de Israel podía
recibir, aquella que, siendo un instrumento a la hora de acercar a su
nación a la misma linde de su herencia, le permitiera contemplarlos a
todos felizmente asentados y disfrutar, a su edad avanzada, del hermoso
espectáculo de las doce tribus repartiéndose los campos y los viñedos
que sus padres tanto habían añorado. O, si esto era demasiado, y él
debía delegar en aquellos más jóvenes la conducción de Israel a la
batalla contra los poseedores de la tierra, podría haber por lo menos
contemplado la riqueza de los valles, las colinas soleadas, los arroyos
brillantes, y así haberse quedado satisfecho, a través de la experiencia
real, de la importancia del legado, pensamiento que tanto le había
animado en medio de los miles de peligros y de trabajos agotadores.
Pero aunque después de Moisés no aparecería ningún otro profeta tan de concluir. Esa generación malvada que había provocado a Dios mediante
la murmuración y la rebelión, alcanzó su final según la amenaza divina,
y sus hijos permanecieron junto a las aguas del Jordán, esperando a que
llegara el mandato para atravesarlas y expulsar a los cananeos. La
tierra que manaba leche y miel se podía ver perfectamente, la tierra que
se había prometido a Jacob, Abraham e Isaac, la misma cuyos
descendientes poseerían y para lo cual Egipto había sido arrasada con
plagas y una columna mística de fuego y nubes había surcado el desierto.
Fue un momento triunfante de gran entusiasmo: muchos debieron haber
contemplado impacientemente el río, lo único que ahora les separaba de
su herencia, y debieron anhelar el permiso para franquear esta última
barrera y pisar el suelo que a partir de entonces sería suyo. ¿Y quién
si no estaría mucho más emocionado, quién más deseoso de cruzar el
Jordán que el gran líder del pueblo a quien se había encomendado
librarlos del cautiverio, y que había soportado dócilmente su insolencia
e ingratitud durante cuarenta años llenos de peligros y de penalidades?
Era la única recompensa terrenal que el capitán de Israel podía
recibir, aquella que, siendo un instrumento a la hora de acercar a su
nación a la misma linde de su herencia, le permitiera contemplarlos a
todos felizmente asentados y disfrutar, a su edad avanzada, del hermoso
espectáculo de las doce tribus repartiéndose los campos y los viñedos
que sus padres tanto habían añorado. O, si esto era demasiado, y él
debía delegar en aquellos más jóvenes la conducción de Israel a la
batalla contra los poseedores de la tierra, podría haber por lo menos
contemplado la riqueza de los valles, las colinas soleadas, los arroyos
brillantes, y así haberse quedado satisfecho, a través de la experiencia
real, de la importancia del legado, pensamiento que tanto le había
animado en medio de los miles de peligros y de trabajos agotadores.
honrado y fiel, aunque se le había permitido hablar cara a cara con el
Señor y había recibido signos de aprobación divina, que no se
concedieron ni antes ni se han otorgado desde entonces a ningún miembro
de nuestra raza, Moisés había pecado, y la pena merecida fue que no
entraría en la Tierra prometida. Sus deseos y plegarias más fervientes
no pueden hacer nada por conseguir la absolución de la sentencia: sólo
puede limitarse a ascender al monte Nebo y desde allí, a vislumbrar una
panorámica distante de las extensiones de Canaán, pero no cruzará el
Jordán ni plantará sus pies en la tan deseada Palestina. ¡Decreto
extraño y aparentemente duro! El pecado en sí mismo no parecía
extraordinariamente atroz, pero no se puede escapar a la retribución
amenazante, ya que la obediencia prolongada e inamovible no puede hacer
nada frente a la ofensa solitaria, y al mediador que en tantas ocasiones
ha intercedido con éxito por los miles de israelitas, se le niega la
bendición que se atrevió a pedir para sí mismo. Observad a la
congregación reunida: ¿quién duda de que en su vasto seno hay muchos que
han contribuido enormemente a la provocación del Todopoderoso y que
aportarán a Canaán la impureza de sus corazones y la ingratitud de sus
espíritus? Y sin embargo, todos pasarán el Jordán, todos seguirán al
arca, repleta de tesoros sacramentales, conforme las aguas se dividen a
su paso, rindiendo homenaje al símbolo de la divinidad. Nadie será
dejado atrás salvo aquel que fue el primero de entre los siervos de
Dios, que habría sentido la alegría más pura y ofrecido la alabanza más
pródiga al penetrar en la tierra que había sido prometida a sus
ancestros. Aarón ya había fallecido: este padre del sacerdocio levítico
había ofendido a Moisés y, en consecuencia, le fue negado el privilegio
de ofrendar el primer sacrificio en Canaán, y así, de consagrar la
herencia ante el Señor. Y ahora Moisés debe también reunirse con los
suyos. Se le ha concedido un tiempo mayor que a Aarón puesto que ha sido
más recto y más obediente, y se le ha permitido acercarse más a la
Tierra prometida, y en verdad, hasta el punto de verla, pero el Señor no
olvida su palabra, y ahora por tanto, llega este mensaje sorprendente,
«Sube a esta montaña y muere en ella, para reunirte con tu pueblo, de
igual modo que tu hermano Aarón murió en el monte Hor y se reunió con su
gente».
El mandato fue obedecido sin un murmullo. Este hombre de Dios, «cuyo
ojo no se había apagado ni se había perdido su vigor» [Deuteronomio 34:
7], ascendió a la cumbre de Pisga y allí, el Señor, asistiendo
milagrosamente su vista, le mostró «la tierra entera: Galaad hasta Dan,
todo Neftalí, la tierra de Efraím y de Manasés, toda la tierra de Judá,
hasta el mar occidental, el Négueb, la vega del valle de Jericó, ciudad
de las palmeras, hasta Soar» [Deuteronomio 34: 1-4]. Una vez hecho esto,
su alma espiró en la manos de su Hacedor y «el Señor le enterró en el
valle, en el país de Moab, frente a Bet Peor», pero ningún ojo humano
vio esta misteriosa disolución, y «nadie hasta hoy ha conocido su tumba»
[Deuteronomio 34: 6].
Por consiguiente, consideramos esto una parte muy interesante e
instructiva de la historia sagrada que presenta un material inmenso
discursivo digno de ser aprovechado. Nuestro objetivo consiste por tanto
en ilustraros con su examen, y pensamos que cuando veáis las verdades,
que tendremos que poner ante vosotros y que son únicamente aquellas que
os resultan familiares después de tantas veces escucharlas, las
encontraréis tan importantes que esto justificará su repetición
frecuente. Será necesario que inspeccionemos el pecado del que se acusa a
Moisés, que implicó su exclusión de Canaán. Tras ello, tendremos que
tener en cuenta las circunstancias peculiares de su muerte. Existen por
tanto dos divisiones generales alrededor de las cuales nuestra temática
girará de modo natural. En primer lugar, nos detendremos en por qué Dios
se negó a permitir que Moisés pasara el Jordán, y en segundo lugar,
pondremos atención a la narración de su ascenso al monte Nebo, y su
expiración ante la tierra que no penetraría.
Ahora bien, recordaréis que, poco después de que los israelitas
salieran de Egipto, estaban afligidos por la falta de agua en el
desierto y tan indignados contra Moisés que casi llegaron a lapidarlo.
En esta ocasión, Dios orientó a Moisés para que tomara la vara con la
que había ejecutado tales milagros en Egipto y que golpeara la roca en
Horeb. Esto hizo y de ella brotó agua en abundancia. Normalmente se
acepta que esta roca de Horeb era un componente tipológico de Cristo y
que la circunstancia de la roca que no manaba agua hasta que Moisés la
golpeó, representaba la importante verdad de que el Mediador debía
recibir los golpes de la ley antes de que él pudiera ser la fuente de la
Salvación ante un mundo agotado destinado a perecer. Esto es a lo que
San Pablo se refiere cuando dice de los judíos, «Y todos bebieron la
misma bebida espiritual, pues bebían de la misma bebida espiritual que
les seguía, y la roca era Cristo» [Primera epístola a los Corintios 10:
4]. Parece que las aguas que chorreaban de la roca de Horeb, asistieron a
los israelitas durante el tránsito principal de su peregrinaje por el
desierto y esto es lo que tenemos que comprender cuando el apóstol
afirma que la roca les siguió (la roca en sí misma no les siguió, sino
la corriente que brotó de esa roca), una bella representación del hecho
de que, si Cristo fue una vez golpeado o una vez sacrificado, una
corriente dadora de vida acompañaría constantemente a la Iglesia en el
desierto. No volvemos a leer nada relativo a la escasez de agua hasta
casi treinta y siete años después, cuando la generación que había salido
de Egipto fue destruida por su descreencia, cuando sus hijos estaban a
punto de entrar en Canaán. Es probable que Dios entonces permitiera que
fallara el suministro de agua para que los israelitas recordaran que él
los mantenía milagrosamente y enseñar, lo que siempre estaban dispuestos
a olvidar, su dependencia de la protección del Todopoderoso. Con toda
seguridad necesitaban la lección, puesto que en cuanto vieron que
carecían de agua, mostraron la misma falta de fe que sus padres habían
manifestado, y en vez de confiar dócilmente en Dios que durante tanto
tiempo había cubierto sus necesidades, «se amotinaron contra Moisés y
Aarón» [Números 16: 3] y los vilipendiaron cruelmente por haberlos
sacado de Egipto.
Se pide a Moisés, como en la ocasión anterior, que tome su vara para
extraer agua de la roca. Pero debéis observar cuidadosamente la
diferencia entre el mandato que ahora se le da y aquel que recibe en
Horeb. En el último caso, Dios le dice claramente, «vete, que allí
estaré yo ante ti, sobre la peña en Horeb; golpearás la peña, y saldrá
de ella agua para que beba el pueblo» [éxodo 17: 6]. Pero en el ejemplo
actual la directriz es, «Hablad luego a la peña en presencia de ellos, y
ella dará sus aguas» [Números 20: 8]. En un caso, se le ordenó
expresamente a Moisés que golpeara la roca, en el otro, que sólo la
hablara. Y no podemos sino considerar que hubo algo muy significativo en
esto. La roca, como hemos supuesto, tipificaba a Cristo, que sería una
vez golpeado por la vara de la ley, pero sólo una vez, viendo que
«mediante una sola oblación ha llevado a la perfección para siempre a
los santificados» [Hebreos 10: 11-14]. Una vez golpeada, no se pide nada
más de nadie después de la escasez salvo hablar ante esta roca: rezar,
si podemos utilizar esta expresión, para abrir el costado atravesado del
Cordero de Dios y provocar que broten frescas corrientes de ese
manantial destinadas a purificar a las naciones. Por ello, si la roca
hubiera sido golpeada nuevamente, habría violado la integridad y la
belleza de la tipología Crística y habría representado la necesidad de
que Cristo fuera dos veces sacrificado, oscureciendo así todo el plan
evangélico. Sin embargo, esto es lo que hizo Moisés y al hacerlo,
desagradó profundamente a Dios. Os hemos mostrado que la orden a Moisés y
a Aarón fue de lo más patente, «Hablad luego a la peña en presencia de
ellos». Pero cuando vemos cómo el mandato fue obedecido, leemos lo
siguiente: «Convocaron Moisés y Aarón la asamblea ante la peña y él les
dijo: «Escuchadme, rebeldes. ¿Haremos brotar de esta peña agua para
vosotros?» ,» Y Moisés alzó la mano y golpeó la peña con su vara dos
veces» [Números 20: 10-11].
¿Podéis estar tan ciegos, hermanos míos, para no ver que aquí Moisés
pecó gravemente? Es evidente que se sentía exasperado e irritado
espiritualmente: su lenguaje lo demuestra, «Escuchadme rebeldes»
[Números 20: 10]. Indudablemente que eran rebeldes, pero fue
manifiestamente en un arranque de pasión humana, en vez de indignación
sagrada, cuando Moisés utilizó entonces tal término. Y observad cómo
prosiguió, «¿Haremos brotar de esta peña agua para vosotros?» ¿Quiénes
sois vosotros, ¡Oh Moisés y Aarón!, para que habléis como si la virtud
estuviera en vosotros, cuando sois verdaderamente hombres con pasiones y
debilidades similares a las nuestras? El salmista, al relatarnos la
historia de su nación durante su peregrinaje por el desierto pudo
describir perfectamente cómo Moisés se sintió en esta ocasión provocado
hasta el punto de expresarse impetuosa y desmedidamente, «En las aguas
de Meribá le enojaron, y mal le fue a Moisés por culpa de ellos, pues le
amargaron el espíritu, y habló a la ligera con sus labios» [Salmo 106:
32].
Pero ésta no fue su única ofensa ni quizá la principal. En lugar de
actuar sólo como se le había pedido, y hablar a la roca, levantó su mano
y la golpeó ciertamente por dos ocasiones. ¿Esto se debió meramente a
la irritación del momento o fue a causa de una descreencia real? ¿Olvidó
simplemente la orden o temió que una sola palabra no bastaría, viendo
que en la circunstancia anterior de la roca no había manado agua hasta
ser golpeada con la vara? Probablemente existió cierto grado de
desconfianza, o si no, no habría golpeado dos veces, y no gozaba de una
fe vigorosa cuando una ira perversa se adueñó de su mente. Y como
consecuencia, el legislador mostró pasión, arrogancia e incredulidad: la
pasión, cuando se dirigió a la multitud en el lenguaje de un hombre
irritado; la arrogancia, cuando habló como si fuera su propio poder el
que pudiera extraer el agua, y la incredulidad en tanto en cuanto golpeó
cuando se le había pedido que únicamente hablara. Parece probable que
fue el escepticismo el que provocó especialmente a Dios, puesto que
cuando continuó reprendiendo por los pecados, lo hizo en estos términos,
«Por no haber confiado en mí, honrándome ante los israelitas, os
aseguro que no guiaréis a esta asamblea hasta la tierra que les he dado»
[Números 20: 12].
Para nosotros, acostumbrados como tan felizmente lo estamos, a
ofender mucho más gravemente que Moisés, incluso cuando lo peor se ha
dicho agravando su pecado, puede parecer que Dios trató duramente a su
siervo, pronunciando inmediatamente en su frase que Moisés no guiaría a
la congregación a la tierra que les sería dada. Fue una oración a través
de la cual el propio Moisés experimentó la severidad, puesto que se
describe a sí mismo suplicando encarecidamente por la remisión. Pero
rogó en vano; es más, parece haber sido repelido con indignación, puesto
que es así como manifestó la cuestión de la súplica: «Pero, por culpa
vuestra, Yahveh se irritó contra mí y no me escuchó; antes bien me dijo:
«¡Basta ya! No sigáis hablándome de esto» » [Deuteronomio 3: 26]. Debe
sin embargo recordarse que los ojos de todo Israel estaban puestos sobre
Moisés y Aarón y que cuanto más enaltecida era su situación y más
eminente su piedad, se hacía más imperioso que Dios determinara su
acontecer, probando así que él no toleraría ningún pecado, ni tan
siquiera en aquellos a los que más ama y aprueba. No es por el hecho de
que un hombre goce ampliamente del favor de su Hacedor por lo que puede
esperar escapar de las retribuciones temporales de una falta. Por el
contrario, puesto que no puede sostener sus recompensas eternas, existe
una razón de peso por la que lo temporal no puede ser condonado, puesto
que si se hiciera así, su pecado sería totalmente ignorado y por lo
tanto, aparentemente pasado por alto por Dios. Y aunque Moisés había
sido singularmente piadoso y obediente, ¿quién no puede percibir que la
rareza de su pecado sólo habría hecho que su ausencia de castigo fuera
más notoria, mientras dio lugar, por otra parte, a una lección mucho más
impresionante, relacionada con el odio al pecado por parte de Dios y su
determinación de que nunca quedaría sin recompensa? Toda la asamblea
había visto el pecado cometido; si hubieran apreciado también que había
pasado desapercibido ante los ojos de Dios, podrían haber argumentado
que la impaciencia y la incredulidad eran excusables para determinadas
personas o bajo ciertas provocaciones. Pero cuando se enteraron de que
Aarón moriría en el monte Hor, y Moisés en el monte Nebo, porque no
habían creído que Dios les santificaría ante los ojos de la
congregación, se les enseñó, incluso más impresionantemente que
cualquier cosa que les había acontecido a ellos o a sus padres, que el
pecado necesariamente desencadena, bajo todas las circunstancias, la ira
del Todopoderoso, que el grado de rectitud, bien sea anterior o
posterior, no puede compensar la más mínima transgresión, y que la
notoriedad como santo asegura más que evita algún tipo de fatalidad
llegada como castigo, cuando se produce el menor desvío de la estricta
línea del deber.
Y la lección no debería perder ni un ápice de su carácter imponente
por el hecho de haberse producido siglos atrás y bajo una dispensa en la
que sucedían mayores sanciones temporales que en la nuestra. Si tuviera
que juzgar la naturaleza perversa de la incredulidad, si tuviera que
estimar cómo la menor desconfianza de su palabra provoca al Altísimo, no
sabría dónde fijar mi atención mejor que en Moisés, detenido en el
mismo umbral de Canaán, porque, en una ocasión aislada cuando había
demasiadas razones para sentirse indignado, mostró falta de confianza en
Dios y sobrepasó los límites de su mandato. Las miles de personas que
cayeron en el desierto «a causa de su incredulidad», no alertan tan
enfáticamente como este único individuo, expulsado de la Tierra
prometida. Eran hombres atrevidos y disolutos que con frecuencia y
fieramente desafiaron a Dios en el desierto. Pero él fue el más dócil de
la tierra: su cara, parece ser, todavía brillaba con el resplandor
celestial, como cuando descendió del monte tras comunicarse con Dios, y
no tengo constancia de ningún otro ejemplo que se haya registrado
durante todos los años que transcurrieron desde la salida de Egipto en
el que nunca llegó a demostrar la más mínima deficiencia en su fe. ¿No
nos proporciona éste una señal que demuestra que la descreencia, en
cualquier grado y con todo paliativo, almacena para nosotros material
con el que acusarnos, y que si, simplemente nos alejamos de la palabra
que nos da Dios y no actuamos según sus preceptos, no dejando que repare
sus buenas promesas, nos exponemos a su insoportable indignación,
quedándonos como único recurso el cumplimiento de sus amenazas? Estemos
seguros de que Dios no pasa por alto, sino que más bien percibe con
total exactitud, con un deseo intenso para premiarnos, esas dudas y
desconfianzas que a menudo se encuentran en el mejor de sus siervos, y
que, si no castiga en el instante a su pueblo cuando éste no satisface
implícitamente sus mandatos, no es porque considere que la ofensa es
pequeña, sino porque ve adecuado diferir la retribución. Y si alguno de
vosotros ruega con intensidad para ser simplemente obediente y para que
la razón le acompañe con sus sugerencias, siendo particularmente difícil
adherirse estrictamente a la revelación; si encuentra alguna excusa
para los defectos de su fe cuando es sorprendido o se ve rodeado por
circunstancias penosas, o se siente constantemente agobiado o
generalmente firme, le enviamos para que contemple a Moisés, ansioso por
entrar en Canaán y que casi dentro de sus límites, se le ordenó para
que ascendiera al monte Nebo para morir allí. Y creemos que difícilmente
se atreverá a tomarse a la ligera en lo sucesivo la menor desconfianza
de Dios cuando descubra que este eminente santo expiró en el mismo
margen de la herencia prometida, sólo porque, en un momento de
debilidad, había golpeado la roca a la que se le había dictado
sencillamente hablar.
Tal fue entonces la ofensa de Moisés: una ofensa que estamos quizá
dispuestos a infravalorar, porque somos propensos a la impaciencia y al
escepticismo, y de la cual, probablemente, sobrevaloramos el castigo,
sin considerar que la expiación fue completamente temporal. Es verdad
que Dios se enfadó con Moisés y que él mostró su ira defraudando a una
de sus esperanzas más queridas, pero el enojo se agotó en un único
decreto, en que debía morir en Nebo, puesto que esta montaña sería la
puerta del paraíso.
Examinemos sin embargo los pormenores que se narran en nuestro texto
sobre la partida de Moisés. La condena fue que Moisés no debería llevar a
la congregación a Canaán, aunque su ejecución literal no prohibía que
se aproximara hasta los mismos confines de la tierra, ni que no pudiera
contemplar el territorio. Y según Dios, quien siempre templa el juicio
con la misericordia, aunque nunca perdona su dictamen, concedió a su
siervo tanta indulgencia como la que contenía la severidad de sus
términos, haciendo que padeciera al acercarse hasta el mismo límite del
Jordán para posteriormente dirigirle hacia una montaña desde la cual
avistar la amplia extensión del patrimonio esperado. Aun así, la hora de
la muerte ha llegado para Moisés, independientemente de la gracia con
la que recibe esta orden; y a pesar de que tiene que partir de esta vida
porque ha enfadado a Dios, su adiós será suavizado con muestras de
favor. Se produce una extraña mezcla de severidad y amabilidad en la
orden, «Sube a esa montaña de los Abarim y contempla la tierra de Canaán
y muere en el monte al que vas a subir» [Deuteronomio 32: 48-50].
Prevalece la rigidez: debes morir, aunque ahora te encuentres en pleno
vigor, aunque tu mente o tu cuerpo goce de plenas capacidades. Pero
también destaca la bondad: debes morir, pero no cerrarás tus ojos sobre
el mundo hasta que no se hayan deleitado con la vista de los valles y
las montañas que Israel poseerá.
No obstante, no es la severidad ni la dulzura la que es más notoria a
lo largo del pasaje, sino la manera sencilla y espontánea en la que la
orden se emite. «Sube y muere». Si Dios hubiera invitado a Moisés a un
banquete o le hubiera conminado a llevar a cabo la obligación más común,
no lo habría hecho con tanta familiaridad o soslayando lo que es
doloroso o difícil, de modo que no fue nada complicado para Moisés
morir. Había estimado deliberadamente «como riqueza mayor que los
tesoros de Egipto el oprobio de Cristo» [Hebreos 11: 26] y durante
tiempo lo hizo así «porque tenía los ojos puestos en la recompensa»
[Hebreos 11: 26]. Y aunque habría vivido gustosamente un poco más para
completar el trabajo en el que se había implicado durante años, sabía
que morir significaría entrar en una tierra de la que Canaán, con todo
su esplendor, no era sino una sombra. Por lo tanto, Dios podía hablarle
de la muerte del mismo modo que le habría hablado de un descanso durante
el sueño, como si no hubiera nada grandioso en el acto de la
disolución, nada ante lo cual la naturaleza humana pudiera
empequeñecerse. Sin embargo, no podemos perdernos en elucubraciones si
Moisés hubiera mostrado reticencia, puesto que partiría de esta vida de
una manera misteriosa y casi pavorosa. En cualquier caso, morir es algo
solemne y nuestra naturaleza, cuando se reúne a causa del acto de la
desintegración, parece requerir todas las plegarias y bondades de
nuestros amigos, pero no estar muy dispuesta a encontrarse con el
enemigo final con compostura. La habitación en la que un buen hombre
fallece se ve ocupada normalmente por parientes afectuosos que rodean su
cama para observar cada una de sus miradas y captar cada una de sus
palabras: le susurran verdades alentadoras y hablan animadamente de la
tierra mejor a la que se apresura, aunque a menudo se ven obligados a
volver sus rostros para que el moribundo no se apene ante las lágrimas
que su propia pérdida genera. Y todo esto en cierta manera quita valor
al terror de la muerte. No se trata de que si el agonizante estuviera
solo, Dios no le sostendría igualmente consolándole con su gracia, sino
que existe algo en la instrumentalidad visible que se adapta
especialmente a nuestra naturaleza, puesto que estamos dispuestos a la
sensibilidad de la ayuda de modo que mientras habitamos en la carne,
apenas nos comprometemos con la esencia puramente espiritual. Eliminemos
a todos los parientes y amigos de la habitación del enfermo, y, ¿no
acontece una escena de desolación extraordinaria, una escena ante la
cual cada uno de nosotros retrocedemos y que presenta ante la mente un
retrato de abandono tal que el simple pensamiento de que esta es nuestra
suerte bastaría para amargarnos el resto de nuestros días?
Con todo, Moisés moriría solo; ningún amigo le acompañaría a Pisga ni
ningún pariente estaría cerca cuando expiró su alma. «Sube a esa
montaña y muere allí». ¡Muerte extraña en un lecho hacia el que se me
ordena ascender! Mi ojo no se ha oscurecido, mi fuerza no se ha
quebrantado, ¿qué enfermedad poderosa y repentina se apoderará de mí en
ese monte? ¿Permaneceré allí sin que mi dolor sea aliviado? Y luego,
cuando mi alma tras un largo esfuerzo se libere, ¿será mi cuerpo
abandonado como un resto deshonrado la presa de las bestias del campo y
de las aves del aire? ¿Esperáis que tales pensamientos no saturaron y
perturbaron la mente del gran legislador cuando recibió la directriz de
nuestro texto? No puedo encontrar palabras para expresaros lo que opino
del misterio y la atrocidad de la escena por la que Moisés tuvo que
pasar. Separarse del pueblo al que se sentía tiernamente vinculado,
subir sin un solo compañero a la montaña de la que nunca más retornaría,
ascender a la elevada cumbre para cumplir el propósito expreso de
forcejear con la muerte, aunque desconocía sus terrores y su forma;
marchar con su fuerza indemne para encontrarse en un lugar salvaje, solo
con su Creador, para ser consumido por una lenta enfermedad o ser
arrebatado por un remolino de viento o abatido por un relámpago. Pienso
que habría sido menos duro si hubiera sido llamado a morir como un
mártir, a ascender al patíbulo en vez de a la montaña y a arrostrar los
gritos de los perseguidores sangrientos en vez de la soledad y la falta
de respiración en la cima de Pisga. Y para mí, nunca porta Moisés
semejante aire de sublimidad moral como cuando le contemplo abandonando
el campamento con el propósito expreso de renunciar a su alma en las
manos de su Hacedor. Nunca me parece su fe tan significativa, tan
profundamente entregada ni tan elegantemente triunfante. Le observo con
sobrecogimiento, como cuando con la vara de Dios en su mano, permanece
ante el faraón y consterna al orgulloso monarca mediante los prodigios
que opera. Y posee una magnificencia temible en su aspecto cuando con su
brazo estirado, se planta en la orilla del Mar Rojo y ruega a sus aguas
que se dividan para que los miles de israelitas puedan atravesarlas y
pisar tierra seca. Efectivamente. Y, ¿quién puede mirarle sin emociones
de asombro, y casi de temor, a medida que desciende del monte Sinaí
mientras el fuego y el trueno del Señor golpean con terror en los
corazones de la asamblea para que pueda comunicarse en secreto con Dios y
recibir de sus labios decretos y estatutos? Pero en esta ocasión y en
las semejantes, las mismísimas circunstancias en las que se sitúa,
fueron calculadas para animar al líder, y cuando reflexionamos sobre los
poderes inmensos que le fueron otorgados, no podemos evitar
sorprendernos ante su capacidad para soportarlos tan heroicamente. La
gran prueba de la fe no residió en la oscilación ni en el golpe de la
vara que a menudo mostró su dominio sobre la naturaleza, ni estuvo en el
ascenso a la montaña de la que esperaba regresar con leyes propicias
para gobernar a la multitud turbulenta. Fue la deposición de la vara lo
que requería una fe robusta, y el coraje espléndido se hizo manifiesto
en la subida a la cima donde, con la roca como refugio y el ancho cielo
como tejado, y alejado de toda compañía humana, se sometería ante la
condena, «Polvo eres y en polvo te convertirás» [Génesis 3: 19].
Y por lo tanto, mantenemos de nuevo que si examináramos a Moisés en
todo su esplendor, cuando su majestuosidad moral es más llamativa, y la
fe y el atrevimiento de un verdadero siervo de Dios son ensalzados
sobremanera para que los imitemos, entonces no es en la ruptura de las
cadenas de un pueblo largamente esclavizado, ni tampoco cuando dirige a
una multitud populosa a través del desierto, ni mucho menos cuando se le
permite entrar en una comunión íntima con el Todopoderoso en donde
debemos fijar nuestra atención, sino más bien cuando abandona el
campamento sin un solo asistente, sabiendo que conforme asciende la
pendiente, quizá deteniéndose en ocasiones para volver a mirar al pueblo
al que, a pesar de su ingratitud, amó tiernamente, es cuando realmente
está obedeciendo la extraña y escalofriante orden de «Sube a la montaña y
muere allí, para reunirte con los tuyos».
No podemos acompañar a Moisés en este misterioso viaje. No conocemos
los pormenores de lo que ocurrió en la cima de Pisga y donde la
revelación permanece silenciosa, no nos concierne hacer conjeturas. Sólo
estamos informados de que el Señor le mostró una gran parte de la
tierra de Canaán y después le dijo, «Te dejo verla con tus ojos, pero no
pasarás a ella» [Deuteronomio 34: 4]. Y aquí, justo cuando la
curiosidad ha sido fuertemente avivada, puesto que ¿quién no desea
fervientemente conocer el modo exacto por el cual Moisés partió de esta
vida, estar presente en esta escena final y observar su despedida?, la
narración se cierra con un comunicado sencillo, «Allí murió Moisés,
servidor de Yahveh, en el país de Moab como había dispuesto Yahveh»
[Deuteronomio 34: 5]. Pero por lo menos tenemos constancia de que Dios
estuvo con su siervo durante esta hora de separación y soledad y que,
cuando Moisés se recostó para morir, visiones numerosas de la largamente
prometida Canaán le habían alegrado el ánimo. Y, ¿podemos pensar que
Moisés falleció contento y dichoso, simplemente porque su vista había
descansado sobre las aguas del Jordán y captado los movimientos de los
cedros del Líbano? ¿Fue sólo la contemplación del paisaje natural lo que
regocijó al hombre de Dios, y fueron llanamente los valles los que
despertaron su constante risa y las cumbres coronadas de belleza las que
se fusionaron en un panorama glorioso, igual que el patrimonio que se
había prometido a los hijos de Abraham? Apenas podemos pensar esto.
Podemos creer que el deseo de Moisés de entrar en Canaán fue un deseo
espiritual: él asoció Canaán con una revelación íntegra de Cristo y pudo
haber pensado que, una vez admitido en la tierra que el Mesías pisaría
en la plenitud de los tiempos, aprendería más del redentor del mundo que
de lo que había sido capaz de extraer de las profecías y tipologías
existentes.
En su propia plegaria ante Dios, desaprobando la condena que su
impaciencia e incredulidad había provocado, habló como si existiera un
lugar que deseaba especialmente que se le permitiera contemplar:
«Déjame, por favor, pasar y ver la tierra buena de allende el Jordán,
esa buena montaña y el Líbano» [Deuteronomio 3: 25]. Los pensamientos
sobre «Esa buena montaña», ¿se referían al monte Moria, donde Abraham
ofreció a Isaac, y que sería la escena de un sacrificio de lo cual esto
sólo había sido una figura? ¿Era Sión sobre el cual quería depositar su
vista, sabiendo que un día muy lejano sería consagrado por las pisadas
del Profeta y testigo de sus penas, cuya venida se le había encomendado
vaticinar a él mismo? De hecho, decimos nuevamente que no podemos pensar
que fuera simplemente el deseo de contemplar el rico paisaje de Canaán,
sus fuentes y arroyos, sus olivos y viñas, lo que impulsó a Moisés a
implorar el permiso para cruzar el Jordán. Sabía que en esta tierra se
cumpliría la promesa original, que allí estaba la semilla de la mujer
que aplastaría la cabeza de la serpiente. Sabía que en esta tierra
aparecería el Salvador al que habían anhelado los profetas y del cual él
mismo era un elemento tipológico significativo, el Salvador en quien
sentía que todas sus esperanzas estaban centradas, pero cuya misión y
persona sólo serviría como un débil aprendizaje de las revelaciones ya
concedidas. Y, ¿por qué no pudo ser que Moisés anhelara pisar Canaán
debido a que su mente ya estaba poblada de acontecimientos augustos de
siglos venideros? Del mismo modo que para nosotros Palestina sería una
escena de interés incomparable, no porque sus montañas sean nobles y sus
valles encantadores, sino porque está hostigada por la memoria de todo
lo que es querido para un cristiano, donde cada flor se alimenta de su
sangre y cada rincón está santificado con la presencia de Cristo. Para
Moisés debió ser mediante sucesos anticipados, mientras que para
nosotros lo sería por medio del recuerdo de esos hechos que la tierra de
Judea predicaría mediante cada colina, fuente y árbol. Pero los
séquitos y procesiones de las profecías fueron tan espléndidos, aunque
no tan evidentes, como son ahora los de la historia, y si el legislador,
con privilegios para hacer incursiones en el futuro y contemplar en las
sombras místicas la redención de la humanidad, no era capaz de asociar,
como nosotros sí podemos, diversas escenas con las variadas
transacciones en las que los pecadores tienen interés, podía por lo
menos vincular toda la tierra de Canaán con el rescate prometido de una
raza y considerar toda su extensión como un «terreno sagrado», como el
que rodeaba a la zarza ardiente en Horeb. Y del mismo modo que nosotros,
que portamos el recuerdo de todo lo que se hizo «por nosotros los
hombres y por nuestra salvación», podemos sentir que la visita a Judea
reforzaría nuestra fe y daría calor a nuestra devoción, viendo que
muerto debe estar ciertamente el corazón que dejó de latir en el jardín
de Getsemaní y en el monte del Calvario, así también Moisés, empujado
por el impulso profético, debió experimentar en qué consistiría el
despertar de emociones más elevadas y la obtención de visiones más
claras, la entrada y el caminar por la tierra que finalmente la
presencia de Silo consagraría.
Por esto es por lo que pudo ser que el legislador deseó tan
fervientemente atravesar el Jordán y cuando llegó a la cima de Pisga y
Dios le mostró la tierra, pudo haber sido por la revelación de los
misterios que tan ardientemente se había afanado por penetrar por lo que
su espíritu se regocijó y su muerte quedó despojada de todo terror.
Miró más de un espectáculo hermoso desde la cumbre del monte, pero
puesto que las llanuras, los viñedos, los pueblos y los ríos estaban
destinados a desfilar ante sus ojos, Dios, quien expresamente debía
estar con él para instruirle pudo haberle enseñado cómo cada lugar
estaría asociado con la gran palabra de la salvación humana. Su mirada
reposa sobre Belén pero, ¡contemplad!, ya una estrella mística cuelga
sobre el pueblecito solitario y aprende algo relativo a la fuerza de la
predicción que él mismo ha constatado, «de Jacob avanza una estrella, un
cetro surge de Israel» [Números 24: 17]. Las aguas de un lago se
encaraman por debajo de él pero, ¡mirad!, una forma humana camina sobre
su superficie agitada, y aprende que igual que Noé, cuya historia él ha
relatado se refugió en el arca, así todos los que se aparten de la
injusticia, encontrarán seguridad en un Ser al que ninguna tormenta
puede doblegar ni ninguna ola engullir. Y ahora se observa una montaña a
la que sin embargo no iluminan los rayos alegres del sol como hasta ese
momento habían iluminado a la visión panorámica, sino que nubes
horrorosas quedan suspendidas a su alrededor y sobre ella como si fuera
la escena de alguna tragedia ante la que la naturaleza se encoge para no
presenciarla. Esto encordona la contemplación del legislador: se trata
de la «ansiada montaña» que ha suplicado ver. Y tiene una cruz sobre su
cima, alguien muy superior a Isaac está amarrado al altar y el Ser al
que ha visto sobre las aguas, está expirando en agonía. Las
transacciones del gran día de la Expiación encuentran así su
explicación: el misterio del chivo expiatorio se cierra sobre sí mismo y
Moisés, una vez que ha recibido el significado de la tipología que a él
mismo se le ha encomendado instituir, está preparado para exclamar,
«Señor, deja ahora a tu siervo partir en paz, dado que mis ojos han
visto tu salvación» [Libro de la oración común].
Consecuentemente, pudo ocurrir que antes de que Moisés abandonara
esta vida, Dios no sólo le mostrara la Tierra prometida, sino que
elaborara una especie de parábola sobre la redención. Y ante esta
suposición, podemos entender perfectamente por qué Moisés estaba tan
ansioso por ver Canaán antes de morir y por qué la visión sería un
vehículo que le ayudaría a morir felizmente. Indudablemente, no puedo
evitar sentir, conforme sigo con mi pensamiento a Moisés hasta la cumbre
de Pisga, que el hombre de Dios no se eleva hasta esa altura
simplemente para deleitar sus ojos con un desarrollo glorioso de la
escena, y llenarse de satisfacción mediante una inspección real de la
hermosura y riqueza del patrimonio que Israel estaba a punto de poseer. Y
cuando me entero de que el mismísimo Dios acompañó a éste, al más
grande de los profetas para asistir su visión e informarle sobre el
territorio que yacía por debajo de sus pies, no puedo pensar que la
divina comunicación sólo aludía a los nombres de las ciudades y a los
confines de las tribus. En su lugar, debo creer que lo que Moisés buscó y
Dios garantizó fue un conocimiento mucho más pleno de lo que se
forjaría en Canaán para el perdón del pecado, que, igual que Belén,
Nazaret, Tabor y Sión quedaban honrados en semejante cuadro, era su
asociación con la promesa del Mesías la que los hacía interesantes ante
los ojos del complacido espectador, y que, por lo tanto, se trataba
literalmente de preparar a Moisés para la muerte al mostrarle «la
Resurrección y la Vida» sobre la que Dios le hablaba diciendo «Sube a
esa montaña y contempla la tierra de Canaán y muere allí para reunirte
con los tuyos».
Y allí en efecto Moisés falleció: su espíritu entró en un estado
separado y ningún amigo humano estuvo cerca para hacer los últimos
honores ante sus restos. Pero Dios no abandonaría al cuerpo del mismo
modo que no lo había hecho con el alma de su siervo, ya que ambos eran
suyos por la creación y ambos se convertirían en doblemente suyos por la
redención. Por tanto se añade a la excentricidad de la narrativa, y
quizá sea el hecho más raro de todos, que «Le enterró en el valle, en el
país de Moab, frente a Bet Peor. Nadie hasta hoy ha conocido su tumba»
[Deuteronomio 34: 6]. ¡Maravilloso enterramiento! Ninguna mano humana
cavó la tumba, ninguna voz entonó el réquiem, salvo los ángeles, los
«ángeles de la guarda» que son nombrados para asistir a los herederos de
la salvación, prepararon sus miembros y el sepulcro. Identificamos con
los ángeles la ejecución de los últimos ritos del difunto profeta porque
en otro pasaje de la Escritura, aunque oscuro, figura que los ángeles
fueron en cierta manera los guardianes del cuerpo, puesto que leemos en
la Epístola de San Judas: «En cambio el arcángel Miguel, cuando
altercaba con el diablo disputándose el cuerpo de Moisés» [1: 9]. ¿Por
qué este especial misterio y cuidado con respecto al cuerpo de Moisés?
Se ha supuesto que, proclives como eran los israelitas hacia la
idolatría, podrían haberse sentido tentados, si hubieran conocido el
sepulcro de su gran legislador, a convertirlo en la escena de ceremonias
supersticiosas. Pero esto parece ser en el mejor de los casos una
suposición insuficiente, especialmente cuando el enclave de su sepulcro,
aunque no el punto exacto, se definió tolerablemente como «un valle en
el país de Moab frente a Bet Peor», lo cual significa que se detalló
demasiado bien para dar lugar a la superstición, si hubiera existido
algún deseo de honrar idólatramente los restos del difunto.
Pero recordaréis que Moisés, aunque debía morir antes de entrar en
Canaán, reaparecería y se haría presente en esa tierra siglos antes de
la resurrección general. Cuando se transfiguró en el monte Tabor,
¿quiénes fueron esas formas fulgurantes que permanecieron a su lado y
«hablaban de su partida, que iba a cumplir en Jerusalén»? [Lucas 9: 31].
¿Quiénes sino Elías y Moisés: Elías que fue ascendido sin ver la muerte
para que entrara, en cuerpo y alma, en el cielo, y Moisés que había
muerto realmente y cuya alma había sido separada del cuerpo, pero cuyo
cuerpo había sido encomendado a la protección angélica para que
estuviera listo para participar en la brillante comunicación sobre el
monte Tabor? El cuerpo, que había sido dejado sobre Pisga, reapareció en
Tabor y se dan pruebas de que aquellos que yacen durante siglos en la
tumba, alcanzarán tal gloria durante la segunda venida de Cristo, como
aquellos que serán transformados «en un instante, en un pestañear de
ojos» [Primera epístola a los Corintios 15: 52] y que resucitarán de sus
sepulcros. Elías, de todos los que se encontraban vivos en la tierra,
será transformado sin presenciar la muerte y en tanto en cuanto estos
seres representativos emerjan en igual esplendor, así también, creemos,
que lo harán los rápidos y los muertos cuando todo lo tipificado en la
transfiguración se cumpla en los prolegómenos del juicio final.
Pero carecemos de espacio para extendernos en esto. Debemos pasar de
la muerte y el enterramiento misterioso de Moisés y preguntarnos si no
veis que destacan grandes lecciones espirituales en la serie de
acontecimientos que brevemente hemos revisado. No necesitamos deciros
que el cautiverio de Israel en Egipto fue una representación llamativa
de la condición moral de toda la raza humana, como si el pecado la
hubiera vendido a un capataz. Y cuando las cadenas del pueblo se
rompieron y Dios les liberó «con mano fuerte y tenso brazo» [Salmos 136:
12], todo el proceso fue eminentemente típico de nuestra propia
emancipación de la esclavitud. Pero, ¿por qué no pudo Moisés, que había
comenzado esto, completar el gran trabajo de la liberación? ¿Por qué
tras sacar al pueblo de Egipto no pudo asentarse con ellos en Canaán?
¿Por qué aunque Moisés era el representante de la ley, ésta no puede
conducirnos a lugares celestiales? La ley es como «nuestro pedagogo
hasta Cristo» [Gálatas 3: 24] que puede disciplinarnos durante nuestro
peregrinar por el desierto, pero si, cuando alcanzamos el Jordán, no
está ni Josué ni Jesús (los nombres son los mismos) para acometer la
labor de ser nuestro guía, nunca podremos traspasarlo y poseer aquella
tierra que Dios ha preparado para su pueblo. Por lo tanto, creemos que
estaba prefijado que habría un cambio de líderes para que todos pudieran
saber que si la ley actúa mediante el terror, el Evangelio es el único
que puede librar a un hombre de la esclavitud del pecado, al estar
provisto de misericordia que puede abrirle la entrada al reino de los
cielos. A Moisés se le ordenó que resignara a su pueblo ante Josué: «Los
actos del mismo Dios», dice el obispo Hall, «fueron alegorías y donde
la ley termina, allí empieza el Salvador. Podemos ver la Tierra
prometida en la ley, pero sólo Jesús, el Mediador del Nuevo Testamento
puede conducirnos ante ella».
Así Moisés nos instruye mediante su muerte a quién debemos volver la
vista para lograr la admisión en la Canaán celestial. Además nos
alecciona sobre cómo debemos emplazarnos si queremos que nuestra última
hora sea de amor y paz. Debemos morir en la cima de Pisga: debemos morir
con nuestra mirada puesta en Belén, en Getsemaní y en el Calvario. No
se trataba, como nos hemos aventurado a suponer, de la gloria del
paisaje cananeo la que satisfizo al líder moribundo y le fortaleció para
la partida. Fue más bien la visión del Ser que pisaría esta tierra y
que santificaría sus escenarios mediante sus lágrimas y su sangre. Y, de
modo semejante, cuando un cristiano está a punto de morir, no es tanto
por las vistas de la extensión majestuosa del paraíso de Dios, de las
ondulaciones del río de cristal, de los centelleos de las calles
doradas, por lo que debe buscar ser reconfortado, sino que sus ojos con
los de Moisés deben posarse sobre el pesebre, el huerto y la cruz, para
así, fijando cada una de sus esperanzas en su Precursor, poder confiar
en que se le permitirá la entrada abundantemente en el reino «preparado
para vosotros desde la creación del mundo» [Mateo 25: 34]. «Sube a esa
montaña y muere allí»: ¡Oh! Que todos nosotros podamos vivir en tal
estado preparatorio hacia la muerte de modo que cuando nos llamen para
partir, podamos ascender la cima desde la cual la fe mira adelante hacia
todo lo que Jesús ha sufrido y hecho y podamos exclamar «espero tu
salvación, O Yahveh» [Salmo 119: 166], y yacer junto a Moisés en Pisga y
despertar con Moisés en el paraíso.
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Modificado por última vez el 12 de julio de 2007; traducción 1 el mai de 2011
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