miércoles, 28 de diciembre de 2016

Una misionera enseña a los sordos | Carta de Benín

Una misionera enseña a los sordos | Carta de Benín






Testigos de Jehová




español











LA ATALAYA DICIEMBRE DE 2012















 Carta de Benín

¡En qué lío me he metido!










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ERA una
mañana como cualquier otra en África occidental. El aroma del arroz y
los guisos se colaba por todas partes. Las mujeres iban y venían con
enormes fardos sobre la cabeza. Entre voces y carcajadas, se oía el
intenso regateo de vendedores y compradores. Y en el cielo azul brillaba
un sol resplandeciente.



Unos niñitos se pusieron a cantar y bailar al verme. Así suelen reaccionar ante un yovo, una persona blanca. Comenzaron su numerito con el típico saludo: “Yovo, yovo, bon soir”, y
terminaron preguntando: “¿Qué regalo nos darás?”. Había un niño que
no cantó. Cuando me fui, me siguió un rato y noté que movía las manos
como si estuviera usando lenguaje de señas. Yo había aprendido a
deletrear en lenguaje de señas americano en Estados Unidos. Pero
no sabía si ese lenguaje se usaba en Benín, donde se habla francés.



Con
dificultad, logré hacer las señas de las ocho letras de mi nombre.
Entonces, en la cara del niño se dibujó una gran sonrisa. Me tomó de la
mano y me llevó por varias callejuelas hasta su casa, la típica vivienda
de dos habitaciones hecha de bloques de hormigón. Sus familiares, que
se comunicaban por señas, me rodearon. ¿Qué iba a hacer yo? Volví a
deletrear mi nombre y escribí en un papel que era una misionera que
enseñaba la Biblia y que volvería. A todos les pareció bien, hasta a los
vecinos que no eran sordos y se habían unido al grupo. “¡En qué lío me
he metido!”, pensé.
Ya en
casa me pregunté si habría alguien que pudiera enseñar a esas personas
las promesas de Dios, como la que dice: “Los oídos [...] de los sordos
serán destapados” (Isaías 35:5).
Descubrí que en un censo reciente se habían registrado en el país
12.000 sordos y personas con problemas auditivos y que en las escuelas
para sordos no se enseñaba el lenguaje de señas francés, sino el
americano. Pero en Benín no había ni un solo testigo de Jehová que
dominara el idioma. Muy triste, le comenté a una amiga: “¡Ojalá viniera
alguien que sepa lenguaje de señas!”. Y ella me dijo: “¿Por qué
no aprendes tú?”. Tenía razón, así que ordené un manual y algunos DVD
editados por los  Testigos. Más adelante, Jehová contestó mis oraciones, pues una Testigo que dominaba el idioma se mudó de Camerún a Benín.



Muchas
personas se enteraron de que estaba aprendiendo señas, así que alguien
me dijo que visitara a Brice, un señor sordo que pintaba letreros.
Su taller, hecho de ramas de palmera entrelazadas, era fresco y
agradable. Como llevaba años limpiando sus brochas en las paredes, nos
rodeaba un arco iris de colores. Desempolvó un par de taburetes y me
miró fijamente, esperando a que comenzara. Puse un DVD en mi reproductor
portátil. Él se acercó a la pequeña pantalla y me dijo en señas:
“¡Entiendo! ¡Entiendo!”. De pronto aparecieron los niños del vecindario.
Estirando el cuello, trataban de ver la pantalla. Después de un rato,
uno de ellos dijo: “¿Por qué están viendo una película sin sonido?”.



Cada vez
que visitaba a Brice, se arremolinaban más personas en torno a la
pantalla. Brice y otros sordos no tardaron en asistir a nuestras
reuniones. Como tenía que interpretarles el programa, fui adquiriendo
mayor destreza. El grupo creció rápidamente, y, a veces, los propios
sordos me buscaban. Un día iba en mi viejo automóvil por un camino
accidentado, tratando de esquivar las cabras y los cerdos, cuando oí un
fuerte golpe en la parte trasera del auto. “¡Ay, no! ¡Se volvió a
averiar!”, pensé. Pero no; era un sordo que corría tras de mí, y la
única manera en que se le ocurrió llamar mi atención fue golpeando el
auto.



En otras
ciudades también se formaron grupos en lenguaje de señas. Tiempo
después empezaron a interpretarse algunas sesiones de nuestras
asambleas, y se me pidió que colaborara. De pie en la plataforma,
esperando a que el orador comenzara, recordé mis primeros años de
misionera en África, en los que solía pensar: “¿Qué más puedo hacer para
ser útil aquí?”. Al ver los rostros en el auditorio, supe que había
hallado la respuesta: ayudar a los sordos. Ya sé bien dónde me he
metido, y no me arrepiento.



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