sábado, 20 de agosto de 2016

La destrucción del templo de Jerusalén

La destrucción del templo de Jerusalén




La destrucción del templo de Jerusalén



En el año 70 d.C., el emperador Vespasiano encargó a su hijo Tito
sofocar la violenta revuelta que desde hacía cuatro años sacudía Judea.
Tras un duro asedio, Tito logró conquistar Jerusalén y destruyó y saqueó
el Templo

En las primeras semanas del año 70 d.C. empezaron a llegar a Alejandría
embajadores de todo el mundo mediterráneo, enviados por los
gobernadores de las provincias del Imperio y Estados aliados; hasta el
rey de los partos se desplazó en persona a la capital egipcia. Todos
acudían con un único propósito: felicitar a Vespasiano, el general al
que las legiones de Roma acababan de proclamar nuevo emperador.


Vespasiano
había llegado al Próximo Oriente cuatro años antes. Nerón, antes de
sucumbir a una conspiración contra su tiránico régimen, lo había
nombrado gobernador de Judea con una misión muy precisa: acabar con la
rebelión de los judíos contra Roma. Su antecesor en esa tarea, el legado
de Siria, Cestio Galo, había fracasado estrepitosamente, de manera que
Vespasiano se mostró prudente y no quiso atacar de inmediato Jerusalén,
la capital de Judea y baluarte de la resistencia. Pero ahora, antes de
partir hacia Roma para tomar posesión de su nueva dignidad, el recién
nombrado emperador quiso dejar encaminado el problema y encargó a su
hijo primogénito, Tito Vespasiano, la conquista de la ciudad sagrada de
los hebreos.

El primer asalto

Tito quedó
al mando de cuatro legiones: la V Macedónica, la X Fretensis, la XV
Apollinaris y la XII Fulminata; en total, unos 60.000 hombres entre
legionarios, jinetes, tropas auxiliares, ingenieros e innumerable
personal. Una fuerza colosal, a la altura de lo que también era un
descomunal desafío. Jerusalén,
en efecto, parecía una ciudad inexpugnable. Estaba fortificada con tres
murallas y albergaba, además del recinto del Templo, dos tremendas
fortalezas: el antiguo palacio de Herodes el Grande, con tres torres
imponentes, y la fortaleza Antonia, en el ángulo noroccidental del
Templo, con cuatro torres muy potentes. Dentro de la ciudad había dos murallas:
una separaba la Ciudad Nueva de la antigua, situada al lado del Templo;
la otra cortaba el paso desde este barrio a la Ciudad Alta. Y,
finalmente, había un cuarto muro entre la ciudad alta y la baja. La
tercera muralla defendía la zona septentrional de Jerusalén, la más
llana y propicia a un ataque. Los lados occidental, sur y oriental eran
prácticamente imposibles de franquear, pues el desnivel entre los muros y
los valles circundantes era muy pronunciado.

Además, en la
ciudad se habían hecho fuertes varios grupos de zelotes, una corriente
de judíos exaltados que propugnaban desde hacía décadas la rebelión
contra el poder romano. Juan de Giscala, Simón bar Giora y Eleazar ben
Simón se repartían el dominio de Jerusalén, en medio de recelos mutuos
que desembocaron en una auténtica guerra civil, de la que sería víctima
uno de ellos, el sumo sacerdote Eleazar. En su furia sectaria cometieron
graves errores, como por ejemplo destruir los depósitos de grano, que
según algunos hubieran permitido a Jerusalén
resistir durante años un asedio. Pero a la llegada de Tito todos
estaban dispuestos a luchar hasta la muerte, y frenaron todos los
intentos de los judíos más moderados y pacíficos de llegar a un acuerdo
con los romanos.

El sitio de Jerusalén duró cinco meses, de marzo
a septiembre del año 70, y conocemos su desarrollo gracias a Flavio
Josefo, un judío al servicio de Tito que lo relató detalladamente en su
libro La guerra de los judíos. Tito inició el ataque por el norte. Sus
tropas desplegaron la impresionante maquinaria de asedio romana:
balistas y otros ingenios castigaban a los defensores con un bombardeo
de piedras y jabalinas
, mientras la infantería trataba de
perforar las murallas mediante arietes, vigas de madera montadas sobre
plataformas o en torres móviles. Para realizar esta operación era
necesario nivelar el terreno, por lo que los soldados construyeron
terraplenes de madera con tierra encima. La madera se obtuvo de los
bosques próximos, que quedaron totalmente talados en un radio de 20 a 25
kilómetros. Al ver que los romanos estrechaban cada vez más el cerco,
los judíos respondieron arrojando antorchas encendidas contra las
máquinas de guerra romanas. En una ocasión, incluso, hicieron una salida
en masa para incendiar el material bélico romano, pero fueron
rechazados por tropas de élite de Alejandría y
por la bravura personal de Tito, que arremetió contra los judíos al
frente de su caballería y mató él mismo a doce de ellos, según relata
Flavio Josefo.

Las máquinas de asalto abrieron un boquete en la
tercera muralla, la más exterior, y los romanos penetraron en la Ciudad
Nueva. Ocupada la zona, los romanos pudieron preparar el asalto a la Ciudad Vieja, la fortaleza Antonia y el Templo.
Ante la feroz resistencia de los sitiados, cuenta Josefo que Tito
permitía a sus soldados crucificar cada día a quinientos prisioneros
judíos frente a las murallas para intimidar a los que resistían: «Eran
tantas sus víctimas que no tenían espacio suficiente para poner sus
cruces ni cruces para clavar sus cuerpos».

Caen las murallas

El
siguiente objetivo de los romanos fue la segunda muralla, que no tardó
en desplomarse. Luego pusieron sitio a la fortaleza Antonia. Tito ordenó construir cuatro nuevos montículos o plataformas para asentar los arietes y otros artilugios y
lanzar el asalto. Pero Juan de Giscala había hecho excavar túneles
desde la fortaleza hasta el lugar donde estaban los terraplenes; dentro
puso madera untada de pez y betún y ordenó prenderle fuego. El resultado
fue que el suelo bajo los terraplenes se hundió, sumiendo en la
confusión a los romanos. Unos días después, un comando de judíos penetró
entre las tropas romanas y, pese a ser atacado con flechas y espadas
por todas partes, logró incendiar las armas de asalto enemigas. «En esta
guerra no se han visto hombres más audaces y más terribles que éstos»,
escribe Josefo.

Tito levantó entonces un muro de circunvalación
en torno a la muralla de la ciudad, a fin de que nadie de entre los
sitiados pudiera salir de noche en busca de alimentos. El bloqueo se
hizo sentir pronto y la cruda realidad de la hambruna se adueñó de
Jerusalén. Josefo, que entró en la ciudad como embajador del general
romano, testimonia los devastadores efectos de esta estrategia: «Los
tejados estaban llenos de mujeres y de niños deshechos, y las calles de
ancianos muertos. Los niños y los jóvenes vagaban hinchados, como
fantasmas, por las plazas y se desplomaban allí donde el dolor se
apoderaba de ellos [...] Un profundo silencio y una noche llena de muerte se extendió por la ciudad».
A ello se sumaba el régimen de terror impuesto por los jefes de la
rebelión, que ordenaban asesinar a quienes intentaban huir u ocultar
algún alimento. Josefo cuenta el caso de una mujer que mató, asó y
devoró a su propio hijo y ofreció a los jefes de la rebelión los restos
para que participaran en el macabro banquete.

Finalmente, los
arietes romanos lograron derrumbar un muro de la fortaleza Antonia.
Aunque Juan de Giscala había erigido un murete interior, éste también
fue tomado y los defensores no tuvieron otra salida que huir al Templo
adyacente. Éste constituía en sí mismo una tremenda fortaleza y los
romanos tuvieron que organizar un nuevo sitio. En esta ocasión, los
arietes no bastaron, y los legionarios hubieron de emplear escaleras de
asalto para superar la muralla exterior del templo y entrar en el
llamado patio de los Gentiles. Juan de Giscala y Simón bar Giora se
refugiaron en el recinto interior, desde donde rechazaron las ofertas de
rendición de Tito.

La batalla del Templo

El
gran atrio del Templo estaba rodeado por un suntuoso pórtico que pronto
se convirtió en escenario de los combates. En una ocasión los judíos
tendieron una trampa a sus enemigos. Se retiraron a una de las estoas
porticadas, y cuando los romanos la asaltaron y ascendieron hasta los
tejados prendieron fuego a maderos que previamente habían acumulado
allí. Murieron muchos asaltantes, bien por el fuego o arrojándose al
patio, donde fueron rematados. Instados por Tito, los legionarios
prosiguieron la lucha con redoblada ferocidad. Eran muchos los que
exigían al general que destruyera totalmente el Templo, a lo que Tito se
resistía, según cuenta Josefo. El mismo autor afirma que fue un soldado
quien, sin orden expresa, lanzó por su cuenta una tea contra esta zona
interior del templo, de forma que el fuego prendió rápidamente. Tito
corrió a impedirlo, pero los soldados no le hicieron caso y arrojaron
más teas. Pronto toda la zona santa del Templo fue pasto de las llamas.

La
batalla cuerpo a cuerpo continuó en la Ciudad Baja, que también fue
saqueada e incendidada. Los archivos, la cámara del Sanedrín y todas las
casas y mansiones que se habían salvado hasta entonces quedaron ahora
arrasados. La represión de los legionarios romanos fue feroz. Josefo lo
expresa con una imagen impactante: «Degollaron a todos aquellos con los
que se toparon, taponaron con sus cadáveres las estrechas calles e
inundaron de sangre toda la ciudad, de modo que muchos incendios fueron
también apagadados por esta carnicería».

Pero las operaciones no
terminaron aquí: quedaba aún la parte alta de la ciudad, separada por
una muralla, donde se habían hecho fuertes Simón bar Giora y sus
partidarios. El antiguo palacio de Herodes, protegido por sus tres
tremendas torres, seguía alzándose imponente ante las legiones de Tito.
Los romanos construyeron nuevas plataformas para situar los arietes, que
reanudaron su tarea. La muralla de la Ciudad Alta se derrumbó por varios sitios y los romanos penetraron por las estrechas callejuelas
sin encontrar casi oposición. A estas alturas, el cansancio, el hambre y
el desaliento habían minado los ánimos de los sitiados, que se
rindieron a los pocos días. Simón bar Giora escapó por unos pasadizos subterráneos,
para reaparecer más tarde vestido de blanco y púrpura, enloquecido por
el hambre y la sed. Fue capturado y murió ejecutado en Roma.

Esclavizados y desterrados

Judea
quedó casi arrasada. Aunque las cifras de muertos o desaparecidos que
da Josefo sean exageradas, quizás hubo unos 250.000 damnificados en un
país que no debía de llegar al millón de habitantes. La inmensa mayoría
fueron vendidos como esclavos; unos pocos se destinaron a combates de
gladiadores; otros, a las minas de Egipto, y los menos volvieron a su
vida normal en un territorio arruinado. En verdad, como sostenía el
propio Josefo, el dios de los judíos se había puesto del lado Roma.

Tito ordenó destruir por completo el Templo y las demás construcciones herodianas;
sólo dejó en pie las tres torres del palacio de Herodes como testimonio
de «la fortuna del conquistador», escribe Josefo. El templo de David y
Salomón ya había sido destruido por los asirios en el año 586 a.C., para
ser reconstruido poco después y ampliado según el grandioso plan de
Herodes. Pero esta vez no habría nadie para reconstruirlo. Los judíos
quedaron desamparados, expulsados de su ciudad sagrada, sin sacerdotes
que dirigieran su culto. A partir de entonces se refugiarían en el
cumplimiento de la Ley, la oración, las reuniones de la sinagoga y el
trabajo silencioso, bajo la guía de los rabinos. Hasta que una última
rebelión en su patria, bajo el gobierno del emperador Adriano (131-135), los lanzaría a un largo exilio: la diáspora.





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