Notas sobre el
Notas sobre el
L E V Í T I C O
(Capítulos 1 a 4)
C. H. Mackintosh
CAPÍTULO 1
LAS OFRENDAS: UNA SOLA PERSONA
INTRODUCCIÓN
Antes de considerar los detalles del asunto que vamos a tratar, tenemos que tomar en cuenta, primeramente, la posición que ocupa Jehová en el Levítico, y, a continuación, el orden en que se suceden en él los sacrificios que constituyen el asunto de la primera parte del libro.
“Llamó Jehová a Moisés, y habló con él desde el tabernáculo de reunión”. Había hablado desde lo alto del Sinaí, y la posición que entonces había tomado sobre el santo monte imprimía a sus comunicaciones un carácter particular. En el monte de fuego Dios dio una “ley de fuego” (Deuteronomio 33:2). Pero, en el Levítico, Jehová habla desde el tabernáculo que hemos visto erigir al término del libro anterior. “Finalmente erigió el atrio alrededor del tabernáculo y del altar, y puso la cortina a la entrada del atrio. Así acabó Moisés la obra. Entonces una nube cubrió el tabernáculo de reunión, y la gloria de Jehová llenó el tabernáculo porque la nube de Jehová estaba de día sobre el tabernáculo, y el fuego estaba de noche sobre él, a vista de toda la casa de Israel, en todas sus jornadas” (Éxodo 40: 33-38).
El tabernáculo era la habitación del Dios de gracia. Jehová podía establecer allí su morada porque estaba rodeado de lo que representaba de manera viviente el fundamento de sus relaciones con su pueblo. Si se hubiera manifestado en medio de Israel con la gloria terrible con la que se había revelado en el monte Sinaí, no habría podido ser más que para consumirlos en un momento como “pueblo de dura cerviz”. Pero Jehová se retiró detrás del velo, tipo de la carne de Cristo (Hebreos 10:20), y se situó encima del propiciatorio, donde la sangre de la expiación, y no “la rebelión y la dura cerviz” de Israel (Deuteronomio 31:27), se presentaba a su vista y respondía a las exigencias de su naturaleza. Esa sangre, llevada adentro del santuario por el sumo sacerdote, era el tipo de la más preciosa sangre que purifica de todo pecado; y aunque Israel, según la carne, no discernía nada de todo ello, esa sangre justificaba el hecho de que Dios morase en medio de su pueblo; ella santificaba para la purificación de la carne (Hebreos 9:13).
Tal es, pues, la posición que Jehová ocupa en el libro del Levítico, posición que no se debe olvidar si se quiere tener exacto conocimiento de las revelaciones que este libro encierra. Todas esas revelaciones llevan el sello de una inflexible santidad, unida a la gracia más pura. Dios es santo, sea cual fuere el lugar desde el que habla. Es santo en el monte Sinaí y es santo en el propiciatorio; pero, en el primer caso, su santidad estaba ligada a “un fuego consumidor”, mientras que en el segundo va unida a la gracia paciente. La unión de la perfecta santidad y de la perfecta gracia es lo que caracteriza a la redención que es en Cristo Jesús, redención que se encuentra prefigurada de diversas maneras en el libro del Levítico.
Es preciso que Dios sea santo, aun condenando eternamente a los pecadores impenitentes; pero la plena revelación de su santidad en la salvación de los pecadores hace resonar en el cielo un concierto de alabanzas: “¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!” (Lucas 2:14). Esta doxología, o himno de alabanza, no pudo resonar cuando fue promulgada “la ley de fuego”, porque si bien —como no podemos dudarlo— a la ley del Sinaí se unía “gloria a Dios en las alturas”, esta ley no traía ninguna paz a la tierra ni buena voluntad para con los hombres, ya que era la declaración de lo que los hombres debían ser antes de que Dios pudiese complacerse en ellos. Mas cuando “el Hijo” vino como hombre a la tierra, las inteligencias celestes pudieron expresar la plena satisfacción del cielo en él, cuya persona y obra podían reunir, de la manera más perfecta, la gloria divina y la bendición del hombre.
ORDEN DE LAS OFRENDAS
Ahora debemos decir unas palabras acerca del orden en que se suceden los sacrificios en los primeros capítulos de nuestro libro. Dios pone en primer lugar el holocausto y en último término el sacrificio por la culpa; termina por donde nosotros empezamos. Este orden es notable y muy instructivo. Cuando, por primera vez, la espada de la convicción penetra en el alma, la conciencia examina los pecados pasados que pesan sobre ella, la memoria dirige sus miradas hacia atrás, a las páginas de la vida pasada y las ve ennegrecidas por innumerables transgresiones contra Dios y contra los hombres. En este período de su historia, el alma repara menos en la fuente de donde proceden sus transgresiones que en el hecho abrumador y palpable de que tal y tal acto han sido cometidos por ella; de ahí su necesidad de saber que Dios, en su gracia, ha provisto un sacrificio por virtud del cual “toda ofensa” puede ser gratuitamente “perdonada” (Colosenses 2:14); y este sacrificio, Dios nos lo presenta en el “sacrificio por la culpa”.
Mas, a medida que el alma progresa en la vida divina, viene a ser consciente de que estos pecados que ha cometido no son más que los retoños de una raíz, las distintas aberturas de una misma fuente y, además, que el pecado en la carne es esa raíz o esa fuente. Este descubrimiento conduce a un ejercicio interior mucho más profundo aun, al que nada puede apaciguar si no es un conocimiento también más profundo de la obra de la cruz, en la cual Dios mismo “condenó al pecado en la carne” (Romanos 8:3). El lector notará que no se trata, en este pasaje de la epístola a los Romanos, de «los pecados en la vida», sino de la raíz de donde provienen, a saber, “el pecado en la carne” . Es ésta una verdad que tiene inmensa importancia. Cristo no solamente “murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras” (1.ª Corintios 15:3) sino que fue hecho “pecado por nosotros” (2.ª Corintios 5:21). Tal es la doctrina del “sacrificio por el pecado”.
Cuando, por el conocimiento de la obra de Cristo, la paz ha entrado en el corazón y en la conciencia, nos podemos alimentar de Cristo —el fundamento de nuestra paz y de nuestro gozo— en la presencia de Dios. Hasta llegar a esto, hasta que veamos todas nuestras transgresiones perdonadas y nuestro pecado juzgado, no podemos disfrutar de paz ni de gozo. Es preciso que conozcamos el sacrificio por la culpa y el sacrificio por el pecado antes de que podamos apreciar la ofrenda de paz, o de regocijo o de acción de gracias. Por esto, el orden en que “el sacrificio de paz” está colocado responde al orden según el cual nos apropiamos de Cristo espiritualmente.
El mismo orden perfecto se vuelve a encontrar en cuanto al lugar asignado a la ofrenda de oblación vegetal. Cuando una alma ha sido conducida a gustar la dulzura de la comunión espiritual con Cristo, cuando sabe alimentarse de él, en paz y con reconocimiento, en la presencia de Dios, esta alma se siente presa de un ardiente deseo de conocer más los gloriosos misterios de su persona, y Dios, en su gracia, responde a este deseo por la “ofrenda” de oblación vegetal, tipo de la perfecta humanidad de Cristo.
Después de todos los otros sacrificios viene finalmente “el holocausto”, el coronamiento de todo, la figura de la obra de la cruz cumplida bajo la mirada de Dios, sacrificio que expresa la invariable devoción del corazón de Cristo. Más adelante estudiaremos todos estos sacrificios detalladamente; aquí no hacemos más que considerar el orden relativo en que están colocados, orden verdaderamente admirable desde cualquier lado que lo miremos, el que empieza por la cruz y acaba en ella. Si descendemos de Dios a nosotros y, siguiendo el orden exterior, empezamos por el holocausto, vemos en esta ofrenda a Cristo en la cruz cumpliendo la voluntad de Dios, realizando la expiación y dándose a sí mismo enteramente para gloria de Dios. Si, por el contrario, siguiendo el orden interior nos remontamos de nosotros mismos a Dios y empezamos por el sacrificio por el pecado, vemos en esta ofrenda a Cristo en la cruz llevando nuestros pecados y aboliéndolos según la perfección de su sacrificio expiatorio; en todo, tanto en el conjunto como en los detalles, brilla la excelencia, la belleza y la perfección de la divina y adorable persona del Salvador. Todo está hecho para despertar en nuestros corazones un profundo interés por el estudio de estos tipos preciosos que son la sombra que proyecta el cuerpo que es Cristo.
Dios, quien nos dio el libro del Levítico, quiera ahora suministrarnos, por la viva potestad del Espíritu, la explicación de él, de forma que, cuando lo hayamos recorrido, bendigamos su Nombre por tantas y tan admirables imágenes que nos habrá mostrado de la Persona y la obra de nuestro bendito Señor y Salvador Jesucristo, a quien sea la gloria desde ahora y para siempre. Amén.
EL HOLOCAUSTO: CRISTO, EN SU MUERTE, TODO PARA DIOS
El holocausto nos presenta una figura de Cristo cuando “se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios” (Hebreos 9:14); por eso el Espíritu Santo le asigna el primer lugar entre los sacrificios. Si el Señor Jesús se ofreció para cumplir la gloriosa obra de la expiación, fue porque el supremo objeto que perseguía ardientemente en esta obra era glorificar a Dios: “He aquí, vengo_; el hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado” (Salmo 40:6-8). Estas palabras fueron la sublime divisa de Jesús, en cada uno de los actos, en cada una de las circunstancias de su vida, y nunca encontraron más completa y evidente expresión que en la obra de la cruz. Cualquiera haya sido la voluntad de Dios, Cristo vino para hacer esta voluntad. Gracias a Dios, sabemos cuál es nuestra parte en el cumplimiento de “esta voluntad”, porque en ella “somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre” (Hebreos 10:10). Sin embargo, la obra de Cristo se dirigía siempre y ante todo a Dios. Cristo encontraba su dicha en cumplir en la tierra la voluntad de Dios, lo que nadie antes que él había hecho. Por la gracia, algunos habían hecho “lo recto ante los ojos de Jehová” (1.º Reyes 15:5, 11; 14:8). Pero nadie había hecho la voluntad de Dios siempre, perfecta e invariablemente, sin titubear. Jesucristo fue el hombre obediente, “obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:8). “Él afirmó su rostro para ir a Jerusalén” (Lucas 9:51). Y más tarde, al ir del huerto de Getsemaní a la cruz del Calvario, expresó la sumisión absoluta de su corazón con estas palabras: “La copa que el Padre me ha dado, ¿no la he de beber?” (Juan 18:11).
Ciertamente había un perfume de olor suave en esta absoluta sumisión de Jesús a Dios. La existencia de un hombre perfecto en la tierra, cumpliendo la voluntad de Dios aun en la muerte, era para el cielo un asunto digno del mayor interés. ¿Quién, al mirar a la cruz, podía sondear las profundidades de ese corazón sumiso que se manifestaba ante Dios? ¡Nadie sino sólo Dios! pues en esto, como en todo lo que toca a su gloriosa persona, es cierto que “nadie conoce al Hijo, sino el Padre” (Mateo 11:27), y nadie puede conocer al Hijo hasta que el Padre se lo revele. El espíritu del hombre puede aprender, en mayor o menor grado, cualquiera de las verdades de la ciencia que existe “bajo el sol”. La ciencia humana es del dominio de la inteligencia del hombre, pero nadie conoce al Hijo hasta que el Padre se lo revele por el poder del Espíritu Santo, por medio de la Palabra escrita. El Espíritu Santo se complace en revelar al Hijo, en tomar de las cosas de Jesucristo y hacérnoslas saber, y estas cosas las poseemos en toda su belleza y su plenitud en la Escritura. En ella no puede haber ninguna nueva revelación, porque el Espíritu Santo recordó “todas las cosas” a los apóstoles y les condujo a “toda verdad” (Juan 14:26, 16:13). No puede haber nada más allá de “toda la verdad”, así que toda pretensión de nuevas revelaciones, de un descubrimiento de una nueva verdad —es decir, no contenida en el canon de los libros divinamente inspirados— no es más que un vano esfuerzo del hombre que quiere añadir alguna cosa a lo que Dios llama “toda la verdad”. El Espíritu Santo puede, sin duda, descubrir y aplicar, con nuevo y extraordinario poder, la verdad contenida en la Escritura, pero esto es absolutamente distinto de la impía presunción que abandona el campo de la revelación divina para encontrar en otra parte principios, ideas o dogmas que tengan autoridad sobre la conciencia.
En los evangelios se nos presenta a Cristo bajo los diversos aspectos de su carácter, de su persona y de su obra, y, desde que esos preciosos documentos existen, los hijos de Dios, en todas las edades, se han complacido en valerse y beber de sus revelaciones acerca de Aquel que es el objeto de su amor y su confianza, de Aquel de quien son deudores de todo, desde ahora y por la eternidad. Pero, relativamente, es muy corto el número de los que han sido inducidos a considerar las ceremonias y los ritos de la economía levítica como algo lleno de las más detalladas instrucciones sobre tan glorioso asunto. Las ofrendas del Levítico, en particular, han sido consideradas, muy a menudo, como antiguos documentos acerca de las costumbres judaicas, sin ningún otro valor para nosotros, como algo que no comunica ninguna luz espiritual a nuestros entendimientos. No obstante, es preciso reconocer que las páginas del Levítico, en apariencia tan poco atractivas y tan cargadas de detalles ceremoniales, tienen, como las sublimes profecías de Isaías, su lugar entre “las cosas que se escribieron antes” y que han sido escritas “para nuestra enseñanza” (Romanos 15:4). Es preciso, pues, que estudiemos el contenido de este libro, como también toda la Escritura, con un espíritu humilde, despojado del «yo», con respetuosa dependencia de la enseñanza de Aquel que habla en ella, prestando una atención constante al gran objetivo, al alcance y a la analogía general del contenido de la revelación, dominando nuestra imaginación para que no se extravíe con algún entusiasmo profano; pero si, por la gracia de Dios, entramos así en el estudio de los tipos o figuras del Levítico, encontraremos en ellos una mina profunda y de las más ricas.
La víctima
Pasemos ahora al examen del holocausto, el que, como lo hemos indicado, representa a Cristo ofreciéndose a sí mismo, sin mancha, a Dios. “Si su ofrenda fuere holocausto vacuno, macho sin defecto lo ofrecerá”. La gloria esencial de la persona de Cristo forma la base del cristianismo. Cristo comunica esta dignidad y esta gloria que le pertenecen a todo lo que hace y a cada una de las funciones que desempeña. Ninguna función podía añadir nada a la gloria de Aquel que es “Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos” (Romanos 9:5), “Dios manifestado en carne” (1.ª Timoteo 3:16), el glorioso “Emanuel_ Dios con nosotros” (Mateo 1:23; Isaías 7:14), “el Verbo” eterno, “el Creador” y “el Conservador” del universo. Todas las funciones de Cristo, como lo sabemos, se reunían en su humanidad; y tomando esa humanidad descendió de aquella gloria que tenía al lado del Padre, desde antes de la fundación del mundo. Descendió, de este modo, en medio de una escena en la que todo le era contrario, a fin de glorificar perfectamente a Dios. Vino para ser “consumido” por un santo e inextinguible celo por la gloria de Dios (Salmo 69:9), y para efectuar el cumplimiento de sus consejos eternos.
Cristo ofreciéndose a sí mismo a Dios
El “macho”, “sin defecto”, “de un año”, es un tipo de nuestro Señor Jesucristo que se ofrece a sí mismo para cumplir perfectamente la voluntad de Dios. En esta ofrenda no debía haber nada que denotase debilidad o imperfección. Para el holocausto era menester “un macho, de un año” (comp. Éxodo 12:5). Cuando examinemos las otras ofrendas veremos que en algunos casos estaba permitido ofrecer una hembra; no que Dios pudiera tolerar alguna vez un defecto en la ofrenda —porque ésta, ante todo y en todos los casos, debía ser “sin defecto”— sino que Dios hizo en ciertos casos una concesión que no hacía más que expresar la imperfección inherente a la inteligencia del adorador. El holocausto era un sacrificio del orden más elevado, porque representaba a Cristo ofreciéndose a sí mismo a Dios; ofreciéndose entera y exclusivamente para la mirada y el corazón de Dios. Éste es un punto que es preciso comprender bien. Sólo Dios podía estimar, en su justo valor, la persona y la obra de Cristo. Sólo él podía apreciar plenamente la cruz y la perfecta consagración de Cristo, de la cual aquélla es expresión. La cruz, tipificada por el holocausto, encerraba algo que sólo el pensamiento divino podía comprender; tenía profundidades que ni mortal, ni ángel podían sondear, y hablaba con una voz que no era más que para el oído del Padre y que se dirigía directa y exclusivamente a él. Entre la cruz del Calvario y el trono de Dios había comunicaciones que exceden en mucho a las más altas capacidades de las inteligencias creadas.
“De su voluntad lo ofrecerá a la puerta del tabernáculo de reunión delante de Jehová_ y será aceptado para expiación suya” (comp. Levítico 22:18, 19). El carácter del holocausto que la Escritura hace resaltar aquí nos hace contemplar la cruz bajo un aspecto que no es suficientemente entendido. Nos sentimos demasiado inclinados a mirar la cruz simplemente como el lugar donde la gran cuestión del pecado fue tratada y liquidada entre la justicia eterna y la víctima sin mancha, como el lugar donde nuestro crimen fue expiado y donde Satanás fue gloriosamente vencido. La cruz, en efecto, es todo eso, pero es más todavía: es el lugar donde el amor de Cristo por el Padre se manifestó y se expresó en lenguaje tal que sólo el Padre lo podía comprender, y bajo este último aspecto está prefigurada la cruz en la ofrenda del holocausto, la que es una ofrenda esencialmente voluntaria. Si no hubiera sido cuestión más que de la imputación del pecado y de sufrir la ira de Dios a causa del mismo, la ofrenda, moralmente, no habría podido quedar librada a la voluntad de aquel que la ofrecía, sino que tendría que haber sido necesaria y absolutamente obligatoria. Nuestro Señor Jesucristo no podía desear ser “hecho pecado” (2.ª Corintios 5:21), no podía desear sufrir la ira de Dios y quedar privado de la claridad de su faz, y este hecho, por sí solo, nos muestra, de la manera más evidente, que la ofrenda del holocausto no representa a Cristo llevando en la cruz el pecado, sino a Cristo cumpliendo en la cruz la voluntad de Dios.
Las mismas palabras de Cristo nos enseñan que él contemplaba la cruz bajo esos dos diferentes aspectos. Cuando consideraba la cruz como el lugar de la expiación del pecado, cuando anticipaba los sufrimientos que, según este punto de vista, ella encerraba, podía decir: “Padre, si quieres, pasa de mí esta copa” (Lucas 22:42); se estremecía al contemplar lo que para él entrañaba su obra; su alma santa y pura retrocedía ante el pensamiento de ser hecho pecado, y su corazón amante retrocedía ante la sola idea de perder, por un momento, la luz del rostro de Dios.
El amor de Cristo por el Padre
Pero la cruz tenía otro aspecto para Cristo. Se le presentaba como un lugar donde podía revelar los profundos secretos de su amor hacia el Padre, como un lugar donde de buen grado y voluntariamente podía tomar la copa que el Padre le había dado para que la bebiera y la vaciara hasta las heces. Sin duda la vida entera de Cristo exhalaba un perfume de olor agradable que subía sin cesar hasta el trono del Padre. Él hacía siempre las cosas que agradaban al Padre; hacía siempre la voluntad de Dios, mas el holocausto no representa a Cristo en su vida, por precioso que haya sido cada uno de sus actos durante ella, sino a Cristo en su muerte, y en su muerte no como Aquel que “es hecho maldición por nosotros”, sino como Aquel que presentaba al corazón del Padre un perfume infinitamente agradable. Esta verdad reviste a la cruz de un atractivo particular para el hombre espiritual y comunica a los sufrimientos de nuestro amado Salvador un poderoso interés. El pecador encuentra en la cruz una respuesta divina a las necesidades más profundas y a los deseos más ardientes de su corazón y su conciencia. El verdadero creyente encuentra en la cruz lo que cautiva todos los afectos de su corazón, lo que traspasa todo su ser moral. Los ángeles encuentran en la cruz un objeto de continua admiración y desean mirar de más cerca estas cosas (comp. 1 Pedro 1:11, 12). Todo esto es verdad; mas hay algo en la cruz que supera en mucho las más altas concepciones de los santos o de los ángeles, a saber, la profunda devoción del corazón del Hijo, ofrecida al corazón del Padre y apreciada sólo por él; y tal es el aspecto de la cruz que está prefigurado, de modo sorprendente, en la ofrenda del holocausto.
Deseo hacer notar que si admitimos, como algunos, que Cristo llevó durante toda su vida el pecado del hombre, la hermosura propia de la ofrenda del holocausto desaparece por completo. Desaparece el carácter «voluntario» de la ofrenda; pues ¿cómo podría considerarse acto voluntario la entrega de la vida si fuese hecha por uno que por la necesidad misma de su posición estuviera obligado a dejar esa vida? Si Cristo hubiera llevado el pecado durante toda su vida, seguramente su muerte habría sido un acto necesario, y no hubiera podido ser lo que fue, a saber, un acto voluntario. Se puede afirmar, además, que no habría ni una sola ofrenda que no perdería su integridad y su hermosura si se admitiera la falsa y funesta doctrina de un Cristo que hubiese llevado el pecado en su vida. El holocausto —lo repetimos, y nunca alcanzaremos a darle demasiada importancia— no nos presenta a Cristo llevando el pecado o sufriendo la ira de Dios, sino a Cristo en su sacrificio voluntario, manifestado en su muerte en la cruz. El Hijo de Dios cumplió, por el Espíritu Santo, la voluntad del Padre, lo hizo «voluntariamente» según lo que dice él mismo: “Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar” (Juan 10:17-18). Pero Isaías, contemplando a Cristo como ofrenda por el pecado, dice: “Porque fue quitada de la tierra su vida” (Hechos 8:33, versión de los Setenta acerca de Isaías 53:8). Luego ¿hablaba Cristo de llevar el pecado, hablaba de la expiación cuando decía de su vida: “Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo”? “Nadie” se la quita, ni hombre, ni ángel, ni demonio, ni cualquier otro. Dejar su vida era, de su parte, un acto voluntario; la dejaba a fin de volverla a tomar. “El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado” (Salmo 40:8). Tal era el lenguaje de Aquel que, prefigurado en el holocausto, encontraba su gozo en el acto de ofrecerse a sí mismo, sin mancha, por el Espíritu eterno, a Dios.
Así pues, es de la mayor importancia comprender bien cuál es el objeto principal que Cristo perseguía en la obra de la redención; la paz del creyente no puede menos que afirmarse con ello. Cumplir la voluntad de Dios, establecer los consejos de Dios, manifestar la gloria de Dios, tal era el primero y más profundo pensamiento del consagrado corazón del Salvador, quien miraba y estimaba todas las cosas en relación con Dios. Cristo no se detuvo jamás a considerar de qué modo le afectaría a sí mismo un acto o una circunstancia cualquiera. “Él se despojó a sí mismo_ se humilló a sí mismo” (Filipenses 2:7-8), renunció a todo; por eso, al término de su carrera, pudo elevar los ojos al cielo y decir: “Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese” (Juan 17:4). Es imposible contemplar este aspecto de la obra de Cristo de que hablamos aquí sin que el corazón se sienta atraído hacia él y lleno de los afectos más dulces hacia su persona. Comprender que Cristo tuvo a Dios por primer objeto en la obra de la cruz no menoscaba en nada el sentimiento que tenemos de su amor por nosotros, sino muy al contrario. Este amor y nuestra salvación en él no podían fundarse más que en la gloria de Dios que él establecía con su muerte. La gloria de Dios debe constituir el sólido fundamento de todo. “Mas tan ciertamente como vivo yo, y mi gloria llena toda la tierra” (Números 14:21). Sabemos que esta eterna gloria de Dios y la eterna felicidad de la criatura están inseparablemente unidas en el consejo divino, de manera que, si la primera está asegurada, la felicidad de la criatura debe estarlo también.
Identificación del adorador con el holocausto
“Y pondrá su mano sobre la cabeza del holocausto, y será aceptado para expiación suya” (v. 4). El acto de la imposición de las manos significa una completa identificación. Por este acto significativo, la ofrenda y aquel que la presentaba se hacían uno, y en el holocausto esta unidad hacía agradable a los ojos de Dios a aquel que lo ofrecía, en la medida del valor y la aceptación de la ofrenda que presentaba. La aplicación de esto a Cristo y al creyente pone de manifiesto una verdad de las más preciosas, extensamente desarrollada en el Nuevo Testamento, a saber, la identificación eterna del creyente con Cristo y su aceptación en Él. “Como él es, así somos nosotros en este mundo” (1.ª Juan 4:17; 5:20). Para nuestra felicidad eterna se requería nada menos que esto. Aquel que no está en Cristo, está en sus pecados. No hay término medio: o bien está usted en Cristo, o bien está fuera de él, en sus pecados. No se puede estar parcialmente en Cristo; aunque no hubiera más que el espesor de un cabello entre usted y Cristo, usted se encontraría en un positivo estado de ira y condenación. Pero, si está en él, por el contrario, es “como él es” delante de Dios, y es considerado como él en presencia de la santidad infinita. Y “estáis completos en él” (Colosenses 2:10). “Nos hizo aceptos en el Amado” (Efesios 1:6), “miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos” (Efesios 5:30). “El que se une al Señor, un espíritu es con él” (1.ª Corintios 6:17). Tal es la enseñanza sencilla y clara de la Palabra de Dios. Así pues, no es posible que la “Cabeza” y los miembros sean aceptables en medidas diferentes. La Cabeza y los miembros son uno. Dios los tiene por uno; por consiguiente, son uno. Esta verdad es a la vez el fundamento de la confianza más alta y de la humildad más profunda, da la más completa certidumbre “para que tengamos confianza en el día del juicio” (1.ª Juan 4:7), siendo imposible que se formule cargo alguno contra Aquel con quien somos identificados, lo que produce en nosotros un profundo sentimiento de nuestra nulidad, porque nuestra unión con Cristo está fundada en la muerte del “viejo hombre” y en la completa abolición de todos sus derechos y de todas sus pretensiones.
Puesto que la Cabeza y los miembros son aceptados en conjunto, y como quienes ocupan la misma posición en el favor de Dios, es evidente que todos los miembros tienen parte en una misma salvación, en una misma vida, en una misma justicia, en un mismo favor. No hay grados en la justificación. El niño en Cristo tiene parte en la misma justificación que el santo de avanzada experiencia. El primero está en Cristo, e igualmente el segundo, y, como en esto reside el único fundamento en el que descansa la vida, es éste también el solo fundamento en el que descansa la justificación. No existen dos especies de vida, ni dos especies de justificación, aunque haya, sin duda, diversos grados de goce de esta justificación, diversos grados de conocimiento de su plenitud y de su extensión, diversos grados de capacidad para manifestar su poder en el corazón y en la vida. Se confunde frecuentemente el goce y la mayor o menor comprensión de la justificación con la justificación misma, la que, puesto que es divina, es necesariamente eterna, absoluta, invariable y está al abrigo de las fluctuaciones, de los sentimientos humanos y de las experiencias humanas.
Además, lo que se denomina progreso en la justificación es algo que no existe. El creyente no está más justificado hoy de lo que lo estaba ayer, y no lo estará mañana más de lo que lo está hoy. Aquel que está “en Cristo Jesús” está tan completamente justificado aquí abajo como si estuviera ante el trono de Dios. Está “completo en Cristo” es “como” Cristo; según el testimonio de Cristo mismo, está “todo limpio” (Juan 13:10). ¿Qué más podría ser antes de entrar en la gloria? Podrá hacer —y, si anda según el Espíritu, por cierto que hará— progresos en el conocimiento y en el gozo de esta gloriosa realidad; pero, en cuanto a la cosa misma de la que se trata, desde el momento en que, por el poder del Espíritu Santo, alguien ha creído el Evangelio, pasa de un positivo estado de injusticia y condenación a un positivo estado de justicia y aceptación, fundado en la divina perfección de la obra de Cristo, tal como en el holocausto la aceptación del adorador estaba fundada en el valor de su ofrenda. No era cuestión de lo que él era, sino de lo que era su sacrificio. “Y será aceptado para expiación suya”.
El sacrificio
“Entonces degollará el becerro en la presencia de Jehová; y los sacerdotes hijos de Aarón ofrecerán la sangre, y la rociarán alrededor sobre el altar, el cual está a la puerta del tabernáculo de reunión” (v. 5). Al estudiar la doctrina del holocausto es preciso no olvidar nunca que la gran verdad que se revela en esta ofrenda no es la expiación que Cristo ha hecho para responder a la necesidad del pecador, sino la presentación a Dios de lo que le era infinitamente agradable: la ofrenda voluntaria que Cristo ha hecho de sí mismo a Dios, lo que venía a ser un nuevo motivo para el amor del Padre (Juan 10:17). La muerte de Cristo, tal como se halla prefigurada en el holocausto, no manifiesta la odiosa naturaleza del pecado, sino que aparece expresando la devoción inalterable e inquebrantable de Cristo por el Padre. Cristo no está representado como portador del pecado bajo el peso de la ira de Dios, sino como el objeto de la completa satisfacción del Padre en la ofrenda voluntaria y de agradable olor que le hacía de sí mismo. “La propiciación”, en el holocausto, no está proporcionada solamente a las exigencias de la conciencia del hombre, sino al ardiente deseo del corazón de Cristo, quien, al precio del sacrificio de su vida, quiso cumplir la voluntad de Dios y asegurar la ejecución de sus eternos designios.
Ningún poder, ni hombre, ni demonio, pudo hacer vacilar a Cristo en la concreción de ese deseo. Cuando Pedro, en su ignorancia y con palabras de falsa ternura, procuraba disuadirle de afrontar la vergüenza y el oprobio de la cruz, el Señor le dijo: “¡Quítate de delante de mí, Satanás!; me eres tropiezo, porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres” (Mateo 16:22, 23). De igual modo dijo en otra ocasión a sus discípulos: “No hablaré ya mucho con vosotros; porque viene el príncipe de este mundo, y él nada tiene en mí. Mas para que el mundo conozca que amo al Padre, y como el Padre me mandó, así hago” (Juan 14:30-31).
El lugar y las funciones asignadas a los hijos de Aarón en el holocausto están en perfecta armonía con lo que acabamos de decir respecto a la significación especial de esta ofrenda: “ofrecerán la sangre, y la rociarán alrededor sobre el altar”, “pondrán fuego sobre el altar”, “compondrán la leña sobre el fuego”, “acomodarán las piezas, la cabeza y la grosura de los intestinos, sobre la leña que está sobre el fuego que habrá encima del altar”. Éstos son actos muy señalados que constituyen un rasgo sobresaliente del holocausto cuando lo comparamos con la ofrenda por el pecado, en la cual no se mencionan los hijos de Aarón. “Los hijos de Aarón” representan a la Iglesia, no como cuerpo, sino como casa espiritual o familia de sacerdotes. Esto es fácil de comprender, porque así como Aarón es un tipo de Cristo, la casa de Aarón es también un tipo de la de Cristo. Así leemos en el capítulo 3 de la epístola a los Hebreos, versículo 6: “Pero Cristo como hijo sobre su casa, la cual casa somos nosotros”. Y también: “He aquí, yo y los hijos que Dios me dio” (Hebreos 2:13). Son privilegios de la Iglesia, como institución conducida y enseñada por el Espíritu Santo, contemplar este aspecto de Cristo que se nos presenta en el primero de los tipos del Levítico y complacerse en él. “Nuestra comunión verdaderamente es con el Padre” (1.ª Juan 1:3), quien en su bondad nos llama a compartir sus pensamientos con respecto a Cristo. Es verdad que nunca podremos elevarnos a la altura de esos pensamientos, pero podemos tener parte en ellos por el Espíritu Santo que mora en nosotros.
Los sacerdotes
“Y los sacerdotes hijos de Aarón ofrecerán la sangre, y la rociarán alrededor sobre el altar, el cual está a la puerta del tabernáculo de reunión”. Aun aquí encontramos un tipo de la Iglesia, considerada siempre como compañía de sacerdotes que trae el memorial de un sacrificio cumplido y lo presenta allí donde cada adorador tiene entrada. Pero no debemos olvidar que la sangre que los sacerdotes ofrecen aquí es la sangre del holocausto, y no la de la ofrenda por el pecado. Es la Iglesia que penetra, por el poder del Espíritu Santo, en el pensamiento de la profunda y perfecta devoción que Cristo manifestó hacia Dios, y no es un pecador convicto que se acoge al valor de la sangre de Aquel que llevó el pecado. Apenas si es necesario decir que la Iglesia se compone de pecadores, y de pecadores convictos de pecado; pero “los hijos de Aarón” no representan a los pecadores convictos de pecado, sino a a los santos que rinden culto, ya que intervienen en el ofrecimiento del holocausto como sacerdotes .
Algunos se equivocan en este punto. Piensan que un hombre que, por la gracia de Dios y por el Espíritu Santo, se considera en condiciones aptas para tomar parte en la adoración, de tal manera se niega a reconocer que es un pobre e indigno pecador. Éste es un gran error. En sí mismo el creyente no es nada, pero en Cristo es un adorador purificado. Ha entrado en el santuario, no como un culpable pecador, sino como sacerdote que rinde culto con vestiduras de gloria y belleza. Estar pendiente de mi culpabilidad en la presencia de Dios, no es de mi parte, como cristiano, humildad acerca de mí mismo, sino incredulidad acerca del sacrificio.
Sea como fuere, el lector se habrá podido convencer de que la idea de la imputación del pecado no entra en la ordenanza del holocausto, y que Cristo no aparece en esta ofrenda como quien lleva el pecado y está bajo el peso de la ira de Dios. Es cierto que está escrito: “y será aceptado para expiación suya”, pero “la expiación” se mide aquí —y no estará de más repetirlo— no por lo profundo y enorme de la culpabilidad del pecador sino por la perfecta ofrenda que Cristo hizo de sí mismo a Dios y por la infinita satisfacción que Dios encuentra en Aquel que así se ofreció. Esto nos da la idea más elevada de la expiación. Si contemplo a Cristo como ofrenda por el pecado, veo la expiación hecha según las exigencias de la justicia divina acerca del pecado; pero si miro el holocausto, la obra propiciatoria se me presenta revestida de toda la perfección de la buena voluntad y aptitud de Cristo para cumplir la voluntad de Dios y de la perfección de la complacencia de Dios en Cristo y en su obra. ¡Qué perfecta debe ser una expiación que es el fruto de la consagración de Cristo a Dios! ¿Habrá algo que pueda superar a este sacrificio del Hijo y a esta satisfacción del Padre? Seguramente que no; y es éste un asunto digno de ocupar para siempre a la gran familia sacerdotal cuando ésta se reúna en el atrio del Eterno.
La preparación del sacrificio
“Y desollará el holocausto, y lo dividirá en sus piezas” (v. 6). El acto ceremonial de «desollar» es particularmente expresivo; consistía en quitar la parte exterior de la víctima a fin de que lo interior se pusiera plenamente de manifiesto. No era suficiente que la ofrenda fuese “sin defecto” exteriormente; era necesario también que el interior, con todos sus ligamentos y coyunturas, fuese puesto al descubierto. Solamente para el holocausto, de modo especial, se ordena este acto, el cual está perfectamente de acuerdo con el conjunto del tipo, en cuanto tiende a hacer resaltar particularmente la perfecta sumisión de Cristo al Padre. Su obra procedía de lo más profundo de su ser; y cuanto más se sondeaban esas profundidades, más se revelaban los secretos de su vida interior y se manifestaba más claramente que una sumisión completa a la voluntad de su Padre, y un sincero deseo de buscar su gloria eran los móviles que hacían obrar al gran Arquetipo de la ofrenda del holocausto. Cristo fue, ciertamente, un cabal holocausto.
“Y lo dividirá en sus piezas”. Este acto presenta una verdad algo semejante a la que se enseña en “el perfume aromático molido” (Éxodo 30:34-38, Levítico 16:12).
El Espíritu Santo se complace en detenerse mucho en lo que constituye el perfume y el suave olor del sacrificio de Cristo, no solamente considerándolos como un todo sino también teniendo en cuenta los más pequeños detalles; en sus diversas partes y en el todo el holocausto era sin falta, y así también lo era Cristo.
“Y los hijos del sacerdote Aarón pondrán fuego sobre el altar, y compondrán la leña sobre el fuego. Luego los sacerdotes hijos de Aarón acomodarán las piezas, la cabeza y la grosura de los intestinos, sobre la leña que está sobre el fuego que habrá encima del altar” (v. 7-8). Éste era un gran privilegio para la familia sacerdotal. El holocausto se ofrecía por entero a Dios; se quemaba (Nota [1]) completamente sobre el altar, de modo que el hombre no tenía en él ninguna porción; pero los hijos de Aarón, el sacerdote, siendo asimismo sacerdotes, aparecen aquí colocados alrededor del altar de Dios para contemplar la llama de un sacrificio agradable a Dios que se elevaba a él en olor suave. Era ésta una gloriosa posición, una gloriosa comunión, un glorioso servicio para el sacerdocio, un tipo sorprendente de lo que Dios ha dado a la Iglesia, la que tiene comunión con él en lo que corresponde al perfecto cumplimiento de su voluntad en la muerte de Cristo. Cuando contemplamos la cruz de nuestro Señor Jesucristo como pecadores convictos de pecado, vemos en esta cruz lo que responde a todas nuestras necesidades; bajo este punto de vista, la cruz da a la conciencia perfecta paz. Pero como sacerdotes, como adoradores purificados, podemos también considerar la cruz bajo otro aspecto, a saber, como el cumplimiento de la santa resolución que Cristo había tomado de cumplir la voluntad del Padre, incluso hasta la muerte. Como pecadores convictos de pecado, estamos ante el altar de bronce y encontramos la paz por la sangre de la propiciación que ha sido derramada sobre el mismo; pero, como sacerdotes, estamos allí para contemplar y admirar la perfección de este holocausto, el perfecto abandono y la perfecta ofrenda que Cristo, el Hombre perfecto, hizo de sí mismo a Dios.
No tendremos más que una idea muy incompleta del misterio de la cruz si no vemos en ella más que lo que responde a las necesidades del hombre como pecador. Hay, en la muerte de Cristo, profundidades que se hallan fuera del alcance del hombre, y que sólo Dios ha podido sondear. Es, pues, importante observar que, cuando el Espíritu Santo nos ofrece figuras de la cruz, nos da, primeramente, el tipo que nos la hace ver bajo aquella de sus fases que tiene a Dios por objeto. El hombre puede allegarse a esta fuente única de delicias, puede sondearla y beber de ella para siempre; puede encontrar en ella la satisfacción de los deseos más elevados de su alma y de las facultades de su nueva naturaleza; pero, después de todo, hay en la cruz profundidades que sólo Dios puede conocer y apreciar. He aquí por qué la ofrenda del holocausto ocupa el primer lugar en el orden de los sacrificios. Además, el hecho mismo de que Dios haya instituido una figura de la muerte de Cristo, figura que es la expresión de lo que esta muerte es para él mismo, contiene múltiples enseñanzas para el hombre espiritual.
Ningún hombre, ni ningún ángel puede sondear hasta el fondo el misterio de la muerte de Cristo; pero en ella podemos discernir, al menos, algunos caracteres que por sí solos hacen que esta muerte sea preciosa, más allá de toda expresión, para el corazón de Dios. De la cruz recoge Dios su más rica cosecha de gloria. De ninguna otra manera hubiera podido ser glorificado como lo ha sido por la muerte de Cristo. En la entrega voluntaria que Cristo hizo de sí mismo a Dios, la gloria divina brilla en todo su fulgor; y en esta ofrenda que Cristo hizo de sí mismo fue puesto el sólido fundamento de todos los consejos divinos; la creación era insuficiente para esto. La cruz ofrece también al amor divino un conducto por el que puede deslizarse con justicia, y por ella, Satanás es confundido para siempre, pues Cristo, “despojando a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz” (Colosenses 2:15). Éstos son gloriosos frutos de la cruz; y cuando estamos ocupados en estos asuntos, vemos que era conveniente que hubiera una figura de la cruz que la representase en lo que ella era exclusivamente para Dios y que es conveniente también que este tipo ocupe el primer lugar, a la cabeza de todos los demás.
Un sacrificio hecho por fuego para despedir todo su olor agradable
“Y lavará con agua los intestinos y las piernas, y el sacerdote hará arder todo sobre el altar; holocausto es, ofrenda encendida de olor grato para Jehová” (v. 9). Este lavatorio que se ordena aquí hacía que el sacrificio, en figura, fuera tal como Cristo era esencialmente; hacía el sacrificio puro interior y exteriormente. Siempre estuvieron perfectamente de acuerdo los motivos interiores de Cristo y su conducta exterior; ésta fue siempre la expresión de sus motivos interiores. Todo en él tendía a un solo fin: la gloria de Dios. Los miembros de su cuerpo obedecían perfectamente a su corazón consagrado y cumplían perfectamente los deseos de ese corazón que no latía más que para Dios y para su gloria en la salvación de los hombres. Con razón el sacerdote podía “hacerlo arder todo sobre el altar”; todo, en figura, era puro, pues no estaba destinado más que a ser ofrecido a Dios sobre su altar. Había sacrificios de los cuales el sacerdote percibía su parte, y otros en los que el que los ofrecía percibía también la suya, pero el holocausto se consumía “todo” sobre el altar. Era para Dios solo. Los sacerdotes podían componer la leña y el fuego y ver subir la llama, lo que era un gran privilegio para ellos, pero no comían del sacrificio. Sólo Dios era el objeto de Cristo, en este aspecto de su muerte representado por el holocausto, y nunca será demasiada la sencillez que apliquemos para comprender este hecho. Desde el momento en que el macho sin defecto era presentado voluntariamente a la puerta del tabernáculo, hasta que, por la acción del fuego, quedaba reducido a cenizas sobre el altar, podemos ver a Cristo ofreciéndose a sí mismo sin mancha a Dios. Dios tiene, en esta obra que Cristo cumplió, un gozo propio, gozo en el que ninguna inteligencia creada podría entrar. Esto está confirmado en “la ley del holocausto”, de la que nos resta hablar.
La ley del holocausto
“Habló aun Jehová a Moisés, diciendo: Manda a Aarón y a sus hijos, y diles: Ésta es la ley del holocausto: el holocausto estará sobre el fuego encendido sobre el altar toda la noche, hasta la mañana; el fuego del altar arderá en él. Y el sacerdote se pondrá su vestidura de lino, y vestirá calzoncillos de lino sobre su cuerpo; y cuando el fuego hubiere consumido el holocausto, apartará él las cenizas de sobre el altar, y las pondrá junto al altar. Después se quitará sus vestiduras y se pondrá otras ropas, y sacará las cenizas fuera del campamento a un lugar limpio. Y el fuego encendido sobre el altar no se apagará, sino que el sacerdote pondrá en él leña cada mañana, y acomodará el holocausto sobre él, y quemará sobre él las grosuras de los sacrificios de paz. El fuego arderá continuamente en el altar; no se apagará” (véase Levítico 6:8-13). El fuego que consumía el holocausto y las grosuras de los sacrificios de paz puestos sobre el altar era la justa expresión de la santidad divina que encontraba en Cristo y en su sacrificio un alimento conveniente. El fuego que no debía apagarse jamás (lo cual representaba la acción judicial de la santidad divina) debía mantenerse continuamente. El fuego ardía en el altar de Dios, en medio de las sombras y el silencio de la noche.
“El sacerdote se pondrá su vestidura de lino, y vestirá_” etc. Aquí el sacerdote toma, en figura, el lugar de Cristo, cuya justicia personal está representada por la blanca túnica de lino. Cristo, una vez que se hubo entregado a sí mismo a la muerte de cruz, a fin de cumplir la voluntad de Dios, subió a los cielos en virtud de su propia justicia eterna, llevando consigo el memorial de la obra que había cumplido. Las cenizas atestiguaban que el sacrificio estaba consumado y que había sido aceptado por Dios; se echaban al lado del altar para dar testimonio de que el fuego había consumido el sacrificio y que no sólo estaba consumido sino también aceptado. Las cenizas del holocausto declaraban la aceptación del sacrificio; las cenizas de la ofrenda por el pecado declaraban el juicio sobre el pecado.
Muchos puntos sobre los que ahora no nos hemos detenido serán considerados en el transcurso de nuestro estudio, y así tendrán para nosotros más claridad, valor y poder. Cuando se comparan unas ofrendas con otras se da a cada una más relieve. Al ser consideradas en conjunto nos suministran una visión completa de Cristo. Son como espejos, dispuestos de tal manera que reflejan, bajo diferentes aspectos, la imagen del verdadero y único sacrificio perfecto. Ninguna figura por sí sola puede representarle en su plenitud. Era preciso que le pudiésemos contemplar en su vida y en su muerte, como hombre y como víctima, en relación con Dios y en relación con nosotros; y así le representan, en figura, las ofrendas del Levítico. De tal manera, Dios ha respondido misericordiosamente a las necesidades de nuestras almas; quiera ahora iluminar nuestra inteligencia para comprender lo que nos ha preparado y gozar de ello.
CAPÍTULO 2
LA OFRENDA DE OBLACIÓN VEGETAL: CRISTO EN SU HUMANIDAD
Nos toca ahora examinar “la ofrenda” de oblación vegetal que representa, de una manera muy precisa, a “Jesucristo hombre”. El holocausto representa a Cristo en su muerte; la ofrenda que consideramos ahora le representa en su vida. Ni en una ni en otra se ve el acto de llevar el pecado. En el holocausto vemos la propiciación, pero no vemos en él nada de llevar el pecado, ni de imputación del mismo, ni de manifestación de la ira divina. Esto nos lo demuestra el hecho de que se consumía todo sobre el altar, porque si hubiera habido el menor pecado que expiar, la víctima habría tenido que ser quemada fuera del campamento (comp. Levítico 4:11-12 con Hebreos 13:11).
Pero en la ofrenda de oblación vegetal no hay ni siquiera derramamiento de sangre. En ella vemos simplemente un bello tipo de Cristo viviendo, andando y sirviendo aquí en la tierra. Este hecho, por sí solo, es suficiente para inducir a todo cristiano espiritual a considerar esta ofrenda con la mayor atención y con espíritu de oración. La pura y perfecta humanidad de nuestro Señor es un tema que se impone al examen concienzudo de todo verdadero cristiano. Es de temer que muchos cristianos no tengan una idea bastante clara o determinada respecto a este santo misterio. Las expresiones que se oyen, o que se leen algunas veces, bastan para probar que la fundamental doctrina de la encarnación no es comprendida o tenida en cuenta tal como la Palabra la presenta. Esas expresiones proceden probablemente de una inexacta apreciación de la naturaleza real de las relaciones de Cristo y del verdadero carácter de sus padecimientos; pero, cualquiera sea su origen, ellas deben juzgarse a la luz de las Santas Escrituras y, por consiguiente, ser desechadas. Sin duda, muchos de los que las emplean retrocederían indignados y horrorizados ante la doctrina que suponen o apoyan tales términos, si se les expusiera tal como es en realidad; por eso guardémonos de acusar de infidelidad a una verdad fundamental a tal o cual cristiano, en quien tal vez no hay más que inexactitud de lenguaje.
Hay, sin embargo, una consideración que debe pesar sobre las apreciaciones morales de todo cristiano, a saber, el carácter vital de la doctrina de la humanidad de Cristo, doctrina que constituye el fundamento mismo del cristianismo, motivo por el cual Satanás, desde el principio, ha puesto tanto empeño en inducir a las almas al error en este punto. Casi todas las herejías capitales que han penetrado en la iglesia profesante descubren la intención satánica de minar la verdad en cuanto a la persona de Cristo. Sucede también con frecuencia que hombres piadosos, queriendo combatir estos errores, caen en errores opuestos. Esto nos muestra la necesidad que tenemos de atenernos a los mismos términos que ha usado el Espíritu Santo para descubrirnos un misterio a la vez tan sagrado y tan profundo. En efecto, creemos que en todos los casos, la sumisión a la autoridad de las Santas Escrituras y la energía de la vida divina en el alma son la mejor salvaguardia contra toda especie de error. Para que el alma pueda preservarse de error respecto a la doctrina de Cristo, no tiene necesidad de profundos conocimientos teológicos; basta que la palabra de Cristo habite abundantemente en ella y que el Espíritu de Cristo desarrolle en ella su eficacia para que Satanás no encuentre ningún lugar por donde introducir sus sombrías y horribles sugestiones. Si el corazón se complace en el Cristo que revelan las Escrituras, rechazará seguramente todos los falsos Cristos que Satanás querría introducir. Si nos alimentamos de las realidades de Dios, rechazaremos sin vacilación las falsificaciones de Satanás. Éste es el mejor medio para escapar de los lazos del error bajo cualquier forma que se presente. “Las ovejas oyen su voz… y le siguen, porque conocen su voz; mas al extraño no seguirán, sino huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños” (Juan 10:3, 4, 5, 27). No es necesario conocer la voz de los extraños para desviarse de ellos; basta conocer la voz “del buen Pastor”; esto es lo que nos preservará de la influencia seductora de toda voz extraña. Así pues, sintiéndonos llamados a prevenir a nuestros lectores contra toda voz extraña con relación al divino misterio de la humanidad de Cristo, no parece necesario discutir sus aserciones aventuradas o falsas; preferimos, con la gracia de Dios, procurar a nuestros hermanos armas contra ellas mediante el desarrollo de la doctrina de la Escritura sobre este asunto.
Uno de los puntos más débiles de nuestro cristianismo es la falta de una más intensa y completa comunión con la perfecta humanidad de nuestro Señor Jesucristo. De aquí que experimentemos tantas lagunas, tanta esterilidad, tanta inquietud y extravío en nuestra marcha. ¡Ah, si estuviéramos compenetrados, merced a una fe más sencilla, de esta verdad: que es un Hombre real el que está sentado a la diestra de la Majestad en los cielos, un Hombre cuya simpatía es perfecta, cuyo amor es incomprensible, en quien el poder no tiene límites, en quien la sabiduría es infinita, cuyos recursos son inagotables, cuyas riquezas son insondables, cuyo oído está siempre abierto a todos nuestros suspiros, cuya mano está abierta a todas nuestras necesidades, cuyo corazón está lleno de una ternura inefable hacia nosotros, cómo seríamos, a la vez, más felices y cómo nos elevaríamos más por encima de las cosas visibles, cómo seríamos más independientes de todo lo que procede de la criatura, cualquiera fuese el conducto que nos lo comunicase! Todo lo que el corazón puede ambicionar, lo poseemos en Jesús. ¿Suspira usted en busca de verdadera simpatía? ¿Dónde podría encontrarla sino en Aquel que mezclaba sus lágrimas a las lágrimas de las desoladas hermanas de Betania? ¿Aspira usted al gozo de un verdadero afecto? Sólo puede encontrarlo completamente en el corazón que expresó su amor en las gotas de sangre que cayeron de su rostro en Getsemaní. ¿Busca usted la protección de un poder eficaz? No tiene más que mirar a Aquel que creó los mundos. ¿Siente la necesidad de una sabiduría infalible para que le guíe? Acérquese al que es la sabiduría personificada y “el cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría” (1.ª Corintios 1:30). En una palabra, lo tenemos todo en Cristo. El pensamiento y los afectos divinos han encontrado un objeto perfecto en “Jesucristo hombre” (1.ª Timoteo 2:5), y seguramente que, asì como hay en la persona de Cristo lo que puede satisfacer plenamente a Dios, tiene que haber también en ella lo que debería satisfacernos y lo que nos satisface en la medida en que, por la gracia del Espíritu Santo, andemos en comunión con Dios.
El hombre perfecto
El Señor Jesucristo ha sido el único hombre perfecto que haya pisado esta tierra. Era perfecto en todo, perfecto en pensamientos, en palabras y en obras. En él se encontraban todas las cualidades morales, las que armonizaban en divina y, por consiguiente, perfecta proporción. Ningún rasgo de su carácter predominaba a expensas de los demás. En él se unían de modo admirable una majestad que inspiraba temor respetuoso y una dulzura tal que su sola presencia inspiraba completa comodidad. Los escribas y los fariseos tuvieron que oír sus abrumadores reproches, mientras que la pobre samaritana y “la mujer pecadora” se sentían, sin darse cuenta, irresistiblemente atraídas hacia él. Sí, todo se encontraba en él en bella armonía; y esto se puede notar en todas las escenas de su vida en la tierra. Podía, por ejemplo, decir a sus discípulos en presencia de cinco mil hombres hambrientos: “Dadles vosotros de comer” (Lucas 9:13) y después que estuvieron saciados: “Recoged los pedazos que sobraron, para que no se pierda nada” (Juan 6:12). La benevolencia y la economía son aquí perfectas, sin que una perjudique a la otra; cada una brilla en su propia esfera. No podía despedir en ayunas a las hambrientas multitudes que le seguían, y, por otro lado, no podía consentir que ni una pequeña parte de “lo creado por Dios” (1.ª Timoteo 4:4) se malgastase. La misma mano que estaba siempre abierta con largueza para subvenir a todas las necesidades del hombre, estaba estrictamente cerrada a toda prodigalidad.
Ésta es una lección para nosotros, en quienes, con frecuencia, la generosidad degenera en inexcusable derroche. Por otra parte, ¡cuán a menudo nuestra economía manifiesta un espíritu de avaricia! A veces también nuestros corazones parsimoniosos rehúsan abrirse generosamente ante las necesidades que se ofrecen a nuestra vista, mientras que en otras ocasiones disipamos por vanidad y extravagancia lo que hubiera podido aliviar la necesidad de muchos de nuestros semejantes. Querido lector, estudiemos cuidadosamente el divino cuadro que nos ofrece la vida de “Jesucristo Hombre”. Cuán saludable y edificante es para el “hombre interior” contemplar a Aquel que fue perfecto en todos sus caminos y que en todas las cosas debe ocupar el primer lugar.
Véalo usted en el huerto de Getsemaní postrado con profunda humildad, de la que sólo él podía dar ejemplo; pero, en presencia de la compañía guiada por el traidor, muestra una calma y una majestad que los hace retroceder y caer por tierra. Delante de Dios, su actitud es la postración; delante de sus jueces y acusadores, una dignidad inquebrantable; aun allí todo es perfecto, todo es divino.
La misma perfección se nota también en el modo admirable con que se concilian en él sus relaciones con Dios y sus relaciones humanas. Podía decir a sus padres: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?” y, al mismo tiempo, podía descender con ellos a Nazaret, donde fue un perfecto modelo de sumisión a la autoridad paterna (véase Lucas 2:49-51). Podía decir a su madre: “¿Qué tienes conmigo, mujer?” (Juan 2:4) y, sin embargo, en la cruz, en medio de su indecible agonía, mostraba el tierno afecto que sentía por ella al confiarla a los cuidados de su discípulo amado. En el primer caso, Cristo, con el espíritu de un perfecto nazareo, se separaba de todo para cumplir la voluntad de su Padre; mientras que, en el segundo, dejaba desbordar los afectuosos sentimientos de un perfecto corazón humano. La devoción del nazareo, lo mismo que el afecto del hombre, eran perfectos; no podían perjudicarse el uno al otro; los dos brillaban con luminoso resplandor, cada uno en su propia esfera.
Así pues, la sombra, el tipo de este hombre perfecto se nos ofrece bajo la figura de la “flor de harina” que formaba la base de la ofrenda vegetal. No había en ella nada áspero, nada desigual, nada tosco al tacto; cualquiera que fuese la presión exterior, la superficie estaba siempre unida. Asimismo Cristo no estaba nunca turbado por las circunstancias; no estaba nunca inquieto, nunca vacilante o agitado, nunca perdía la serenidad. Cualesquiera que fuesen los acontecimientos que sobrevinieran, los afrontaba con esa perfecta igualdad tan notablemente figurada por “la flor de harina”.
En todas estas cosas, por supuesto, Cristo presenta señalado contraste con sus siervos, aun los más fieles y sumisos. Moisés, por ejemplo, era “muy manso, más que todos los hombres que había sobre la tierra” (Números 12:3); sin embargo, en un momento de cólera “hicieron rebelar a su espíritu, y habló precipitadamente con sus labios” (Salmo 106: 33). En Pedro vemos un celo y una energía que a veces rebasaban la medida, pero también vemos en otras ocasiones una cobardía que le hacía perder la ocasión de rendir testimonio por temor al oprobio; estaba pronto a declarar intenciones de devoción que, cuando llegaba el momento de la prueba, habían desaparecido. Juan, quien más que ningún otro respiraba la atmósfera de la presencia inmediata de Cristo, manifestó, más de una vez, un espíritu sectario, intolerante y ambicioso (Lucas 9:49, 52-55, Marcos 10:35-37). En Pablo, el más abnegado de sus siervos, descubrimos también grandes desigualdades; dirigió al sumo sacerdote palabras injuriosas que en seguida tuvo que rectificar (Hechos 23:3-5). Escribe a los corintios una carta, de la que primero se retracta y de la cual más tarde no se arrepiente de haberla escrito (2.ª Corintios 7:8). En todos vemos algún defecto, excepto en Aquel que es “el más señalado entre diez mil” (Cantar de los Cantares 5:10).
Para dar más claridad y sencillez a nuestros pensamientos acerca de la ofrenda de oblación vegetal, convendrá que consideremos, en primer lugar, los ingredientes de que se componía; en segundo término, las diversas formas en que se ofrecía, y, por último, las personas que tomaban parte en ella.
LOS INGREDIENTES QUE COMPONEN LA OFRENDA VEGETAL
a) Flor de harina “amasada con aceite”
En cuanto a los ingredientes, “la flor de harina” puede considerarse como la base de la ofrenda, y en ella, como lo hemos visto, tenemos un tipo de la humanidad de Cristo, en quien se encontraban todas las perfecciones. El Espíritu Santo se complace en revelar las glorias de la Persona de Cristo, en presentarlo en su excelencia incomparable, en ponerlo ante nosotros en contraste con todo lo restante. Le pone en contraste con Adán, incluso en su estado de inocencia y de honra, pues está escrito: “el primer hombre es de la tierra, terrenal; el segundo hombre es del cielo” (1.ª Corintios 15:47). El primer Adán, aun antes de la caída, era “de la tierra”, pero el segundo Hombre era venido “del cielo”.
En la ofrenda vegetal el aceite es un tipo del Espíritu Santo. Pero el aceite, empleado de dos modos, nos presenta al Espíritu Santo bajo un doble aspecto, en relación con la encarnación del Hijo. La flor de harina estaba amasada con aceite y se vertía aceite sobre ella. Tal era el tipo; y en el Arquetipo vemos al Señor Jesucristo primeramente “concebido” por el Espíritu Santo y después “ungido” con el Espíritu Santo (comp. Mateo 1:18-23 con 3:16). La exactitud, aquí tan palpable, es verdaderamente maravillosa. Es un solo y mismo Espíritu el que prescribe los ingredientes del tipo y refiere los acontecimientos en el Arquetipo. Aquel que nos dio con asombrosa precisión las sombras y los tipos del libro del Levítico, nos ha descrito también el glorioso objeto de esos tipos en los relatos del Evangelio. Es el mismo Espíritu el que sopla a través de las páginas del Antiguo y del Nuevo Testamento y el que nos capacita para ver con qué exactitud se corresponden.
La concepción del cuerpo de Cristo, por el Espíritu Santo, en el seno de la Virgen, es uno de los más profundos misterios que pueden presentarse a la atención del entendimiento renovado. Este misterio está plenamente revelado en el evangelio según Lucas, y ello es muy característico, porque del principio al fin de este evangelio el objeto especial del Espíritu Santo parece ser mostrarnos, en todos sus aspectos, y de modo divinamente patente, “al hombre Cristo Jesús”. Mateo nos presenta al “hijo de Abraham”, “hijo de David”. En Marcos hallamos el divino Servidor, el celeste Obrero. En Juan tenemos “el Hijo de Dios”, la Palabra eterna, la Vida, la Luz, Aquel por quien fueron hechas todas las cosas. Pero el gran tema del Espíritu Santo en el evangelio según Lucas es el “Hijo del hombre”.
Cuando el ángel Gabriel hubo anunciado a María el favor que le había sido conferido con relación a la gran obra de la encarnación, María, con un espíritu de sencilla ignorancia más bien que de duda, preguntó: “¿Cómo será esto, porque no conozco varón?”. Evidentemente, pensaba que el nacimiento del glorioso Personaje que estaba a punto de aparecer debía efectuarse según el curso ordinario de la naturaleza; y es este pensamiento el que, en la gran bondad de Dios, da ocasión al mensajero celeste para añadir algunas palabras que arrojan una luz de las más preciosas sobre la verdad fundamental de la encarnación. Por eso la respuesta del ángel a la pregunta de la Virgen tiene el mayor interés y merece ser meditado cuidadosamente. “Respondiendo el ángel, le dijo: El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también el Santo Ser que nacerá será llamado Hijo de Dios” (Lucas 1:35).
Este bello pasaje nos enseña que el cuerpo humano del que se revistió el Hijo eterno de Dios fue formado por “la virtud del Altísimo”. “Me preparaste cuerpo” (Hebreos 10:5). Era un verdadero cuerpo humano, realmente “carne y sangre”. No hay aquí absolutamente nada que pueda prestar algún fundamento a las vanas y repugnantes teorías del gnosticismo o del misticismo; no, nada que autorice las frías abstracciones del primero ni las fábulas del segundo; todo es aquí profunda, sólida y divinamente real. Precisamente lo que nuestros corazones necesitaban es lo que Dios ha dado. La promesa más antigua había declarado que la simiente de la mujer quebrantaría la cabeza de la serpiente, y esta predicción no podía ser cumplida más que por un hombre real, un ser cuya naturaleza humana fuese tan real como pura e incorruptible. El ángel Gabriel dijo: “concebirás en tu vientre, y darás a luz un hijo”. (Nota [2]) Luego, para no dejar ningún lugar a error en cuanto al modo de esta concepción, añade algunas palabras que prueban indiscutiblemente que la “carne y la sangre” de las que el Hijo eterno “participó”, si bien eran absolutamente reales, también eran absolutamente incapaces de adquirir o comunicar la menor mancha. La humanidad de nuestro Señor Jesucristo era en toda la extensión de la palabra “cosa santa” o “Ser santo” y, como era enteramente sin falta, no había en él, por consiguiente, ningún principio de mortalidad. No podemos concebir la mortalidad sino en relación con el pecado, y la humanidad de Cristo no tenía nada en común con el pecado, ni personal ni relativamente. El pecado le fue imputado en la cruz, donde “fue hecho pecado por nosotros”. Pero la ofrenda vegetal no es el tipo de Cristo llevando el pecado. Le prefigura en su vida perfecta en la tierra; vida en la que sufrió, sin duda, pero no como portador del pecado, no como sustituto, ni de parte de Dios. Es importante discernir bien este punto. Ni el holocausto ni la ofrenda vegetal representan a Cristo cargado con nuestros pecados. En ésta le vemos viviendo; en aquél le vemos muriendo; pero ni en una ni en otra se trata de la imputación del pecado, ni de exponerse a la ira de Dios a causa del mismo. En una palabra, presentar a Cristo como el sustituto de los pecadores en otro lugar que no sea la cruz es despojar su vida de toda su belleza y excelencia divinas, es quitar a la cruz su carácter y su lugar. Además, esto arrojaría una confusión intrincada sobre los tipos del Levítico.
Por esta razón quisiéramos poder persuadir al lector acerca de la necesidad de tener un santo celo respecto a la vital verdad de la Persona y de las relaciones del Señor Jesucristo. Si se está en el error respecto a esto, todo el resto del cristianismo está comprometido; Dios no puede aprobar con su presencia lo que no tenga por base esta verdad. La Persona de Cristo es el centro viviente, el centro divino alrededor del cual el Espíritu Santo cumple todas sus operaciones. Si abandona usted la verdad en cuanto a Cristo, está como un buque sin anclas, llevado, sin timón y sin brújula, por el inmenso y tempestuoso océano y en inminente peligro de estrellarse contra los escollos del arrianismo, de la infidelidad o del ateísmo. Ponga usted en duda la eternidad de Cristo como Hijo de Dios, su deidad, o su humanidad inmaculada, y abrirá la esclusa a las olas destructoras y a los errores mortales. No se figure que se trata de un punto solamente adecuado para servir de tema de discusión a los teólogos y eruditos, o de una cuestión curiosa, de un misterio de difícil comprensión, o de un dogma sobre el cual nos es permitido tener diversos puntos de vista. No, es una verdad vital, fundamental, que es preciso retener con el poder del Espíritu Santo, que es necesario preservar a toda costa, que es preciso confesar en todo tiempo y en todos los casos, cualesquiera pudieran ser las consecuencias.
Debemos, pues, recibir sencillamente en nuestros corazones, por la gracia del Espíritu Santo, la revelación que el Padre nos hace acerca del Hijo; entonces nuestras almas serán eficazmente preservadas de los lazos del enemigo, bajo cualquier forma que se presenten. Él puede tapar los cebos del arrianismo o del socinianismo con las hierbas y las hojas de un sistema de interpretación a la vez especioso, plausible y seductor; pero el corazón verdaderamente piadoso descubre muy pronto que este sistema tiende a deshonrar al Salvador a quien todo lo debe, y sin vacilación lo rechaza y lo devuelve a la fuente impura de donde manifiestamente procede. Nosotros bien podemos prescindir de las teorías humanas; pero no podemos, de ningún modo, apartarnos de Cristo, del Cristo de Dios, del Cristo de los afectos de Dios, del Cristo de los consejos de Dios, del Cristo de la Palabra de Dios.
Nuestro Señor Jesucristo, eterno Hijo de Dios, Dios manifestado en carne, Dios sobre todas las cosas bendito eternalmente, tomó un cuerpo que era esencial y divinamente puro, incapaz de contraer ninguna mancha, enteramente exento de todo principio de pecado y de mortalidad. La humanidad de Cristo era tal que, si le hubiera sido posible (lo que no lo era, por supuesto) consultar solamente su interés personal, en cualquier momento habría podido volver al cielo de donde había venido y al que pertenecía. Al decir esto, hacemos abstracción de los eternos decretos del amor redentor o del invariable amor del corazón de Jesús, de su amor por Dios, de su amor por los elegidos de Dios, o de la obra que era necesaria para ratificar la eterna alianza de Dios con la simiente de Abraham y con toda la creación. Cristo mismo nos enseña que “fue necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos al tercer día” (Lucas 24:46). Era necesario que sufriese para la manifestación y el perfecto cumplimiento del gran misterio de la redención. Ese misericordioso Redentor quería “llevar muchos hijos a la gloria” (Hebreos 2:10). No quería quedar solo y, por ello, como el grano de trigo, quiso caer en la tierra y morir (Juan 12:24). Cuanto mejor comprendamos la verdad en lo concerniente a la Persona de Cristo, tanto mejor apreciaremos y comprenderemos su obra de gracia.
Cuando el apóstol habla de Cristo, como de quien ha sido perfeccionado por aflicciones, le considera como autor de nuestra salvación (Hebreos 2:10) y no como Hijo eterno, el cual, en lo que se refiere a su personalidad y su naturaleza, era divinamente perfecto, sin que fuese posible añadir nada a lo que era. Asimismo, cuando Jesús dice: “He aquí, echo fuera demonios y hago curaciones hoy y mañana, y al tercer día termino mi obra” (Lucas 13:32), aludía entonces al hecho de su resurrección con poder, por el cual sería manifestado como el consumador de la completa obra de la redención. En cuanto a lo que le concernía personalmente, podía decir, incluso al salir del huerto de Getsemaní: “¿Acaso piensas que no puedo ahora orar a mi Padre, y que él no me daría más de doce legiones de ángeles? ¿Pero cómo entonces se cumplirían las Escrituras, de que es necesario que así se haga?” (Mateo 26:53-54).
Conviene que el alma entienda claramente este asunto; es bueno sentir según Dios la armonía que existe entre los pasajes que nos presentan a Cristo con la dignidad esencial de su Persona y con la divina pureza de su naturaleza, y aquellos que nos lo presentan en sus relaciones con su pueblo y cumpliendo la gran obra de la redención. A veces encontramos esos dos aspectos diferentes combinados en el mismo pasaje; por ejemplo, en Hebreos 5:8-9: “Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia; y habiendo sido perfeccionado, vino a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen”. Sin embargo, no perdamos de vista que ninguna de estas relaciones, en las que Cristo entró voluntariamente —ya sea para manifestar el amor de Dios hacia un mundo perdido, ya sea como servidor de los consejos divinos—, ninguna podía, en cualquier grado que fuese, alterar en nada la pureza esencial, la excelencia y la gloria de su Ser. “El Espíritu Santo vino” sobre la Virgen y el poder del Altísimo la cubrió con su sombra, por lo cual también el Santo Ser que nació fue llamado Hijo de Dios. ¡Qué magnífica revelación del profundo misterio de la pura y perfecta humanidad de Cristo, el gran Arquetipo de la “flor de harina amasada con aceite”.
Observemos aquí la imposibilidad de toda unión entre la humanidad, tal como aparece en nuestro Señor Jesucristo, y la humanidad, tal como es en nosotros. Lo que es puro no puede unirse jamás a lo que es impuro. Hay incompatibilidad absoluta entre lo que es incorruptible y lo que es corruptible. Lo espiritual y lo carnal, lo celeste y lo terrestre jamás podrán combinarse armoniosamente. De ello resulta, pues, que la encarnación no consistió, como algunos han osado pretenderlo, en que Cristo tomara nuestra caída naturaleza en unión consigo mismo. Si hubiera hecho esto, la muerte en la cruz no habría sido necesaria. En este caso no se ve por qué el Salvador se sintió “en estrecho” hasta que ese bautismo sangriento fuese cumplido; no se ve por qué “el grano de trigo” había tenido que caer en tierra y morir. Es muy importante que todo cristiano espiritual comprenda esto bien: era enteramente imposible que Cristo se uniese a nuestra naturaleza pecadora. Escuche usted lo que el ángel dice a José, en el primer capítulo del evangelio según Mateo: “José, hijo de David, no temas recibir a María tu mujer, porque lo que en ella es engendrado, del Espíritu Santo es” (v. 20). Así la natural susceptibilidad de José, lo mismo que la piadosa ignorancia de María, da lugar a un más amplio desarrollo del santo ministerio de la humanidad de Cristo, y sirve, al mismo tiempo, para proteger esta humanidad contra todos los blasfemos ataques del enemigo.
¿Cómo puede ser, entonces, que los creyentes estén unidos con Cristo? ¿Lo están con Cristo en su encarnación, o en su resurrección? En su resurrección, sin ninguna duda, como lo prueba este pasaje. “Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo” (Juan 12:24). Antes de la muerte de Cristo no había unión posible entre él y su pueblo. Únicamente merced al poder de una nueva vida los creyentes son unidos al Señor. Estaban muertos en el pecado y Él, en su perfecta gracia, descendió del cielo y, aunque en sí mismo era puro y sin pecado, fue hecho pecado, murió al pecado (2.ª Corintios 5:21; Romanos 6:10), “lo quitó de en medio” (Hebreos 9:26), resucitó triunfante sobre el pecado y todas sus consecuencias y, en resurrección, vino a ser el jefe de una nueva raza. Adán era el jefe de la antigua creación que cayó con él. Cristo, al morir, se colocó voluntariamente bajo la carga que pesaba sobre los suyos y, habiendo respondido cumplidamente por todo lo que estaba contra ellos, victorioso sobre todo, resucitó y los introdujo con él en la nueva creación, de la cual él es el centro y el glorioso Jefe. Por ello leemos: “El que se une al Señor, un espíritu es con él” (1.ª Corintios 6:17). “Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos), y juntamente con él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús” (Efesios 2:4-6). “Porque somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos” (Efesios 5:30). “Y a vosotros, estando muertos en pecados y en la incircuncisión de vuestra carne, os dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados” (Colosenses 2:13).
Podríamos multiplicar las citas, pero las que preceden bastan para demostrar ampliamente que en la muerte, y no en la encarnación, Cristo tomó una posición en la cual los creyentes podían ser vivificados con él. ¿Podría negarse la importancia de esta cuestión? En tal caso, debería ser examinada detenidamente a la luz de las Escrituras y en todo su alcance sobre la Persona de Cristo, sobre su vida, sobre su muerte, sobre nuestro estado natural en la vieja creación y sobre nuestro lugar, por gracia, en la nueva. Es importante pesar bien todas estas facetas del asunto, y esperamos que entonces se le dé la debida importancia. Por lo menos, se estará seguro de que quien ha escrito estas páginas no habría trazado una sola línea en apoyo de esta doctrina si no la considerase como una de las de mayor trascendencia. La revelación divina es un todo tan unido, tan bien ajustado por la mano del Espíritu Santo para formar un conjunto tan armónico en todas sus partes que, si se cambia una sola verdad, se altera todo el resto. Esta consideración debería bastar para precaver al cristiano contra todo atentado que pudiera deteriorar este magnífico edificio, en el que cada piedra debe ser dejada en el lugar que Dios le ha fijado; e, incontestablemente, la verdad relativa a la Persona de Cristo es la piedra angular de ese edificio.
b) Flor de harina “sobre la cual echará aceite”
Como así hemos intentado desarrollar la verdad representada en figura por la flor de harina “amasada con aceite”, podemos ahora considerar otro punto de gran interés relacionado con estas palabras: “sobre la cual echará aceite.” Aquí tenemos una figura de la unción de nuestro Señor Jesucristo por el Espíritu Santo. No sólo fue misteriosamente formado el cuerpo del Señor Jesús por el Espíritu Santo, sino que aun este vaso puro y santo fue ungido para el servicio por el mismo poder. “Aconteció que cuando todo el pueblo se bautizaba, también Jesús fue bautizado; y orando, el cielo se abrió, y descendió el Espíritu Santo sobre él en forma corporal, como paloma, y vino una voz del cielo que decía: Tú eres mi Hijo amado; en ti tengo complacencia” (Lucas 3:21-22).
La unción de nuestro Señor Jesucristo por el Espíritu Santo, antes de que iniciara su ministerio público, tiene gran importancia práctica para todos aquellos que sinceramente desean ser fieles y bendecidos siervos de Dios. Aunque, en cuanto a su humanidad, fue concebido por el Espíritu Santo; aunque fue, en su propia personalidad, “Dios manifestado en carne”; aunque la plenitud de la divinidad habitó en él corporalmente, se debe observar que, cuando se presentó como hombre para hacer en la tierra la voluntad de Dios, cualquiera que ella fuese (tal como anunciar la buena nueva, enseñar en las sinagogas, sanar a los enfermos, limpiar a los leprosos, echar fuera demonios, alimentar a los hambrientos o resucitar a los muertos), lo hacía todo por el Espíritu Santo. El vaso santo y celeste en que al Hijo de Dios le plugo aparecer en la tierra, estaba formado, lleno, ungido y conducido por el Espíritu Santo.
Para nosotros es ésta una lección a la vez santa y profunda, indispensable y saludable. Nosotros somos propensos a correr sin ser enviados, a obrar por la sola energía de la carne. A menudo, un ministerio aparente no es más que la actividad inquieta y no santificada de una naturaleza que jamás ha sido discernida y juzgada en la presencia de Dios. Ciertamente, tenemos gran necesidad de estudiar con mucha atención nuestra divina “ofrenda vegetal”, a fin de comprender con más exactitud el significado de “la flor de harina sobre la cual echará aceite”. Tenemos necesidad de meditar más en Cristo, quien, aunque poseía en sí mismo el poder divino, hizo, no obstante, todas sus obras, efectuó todos sus milagros por el Espíritu eterno y, finalmente, por este mismo Espíritu “se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios” (Hebreos 9:14). Él podía decir: “Yo por Espíritu de Dios echo fuera los demonios” (Mateo 12:28).
Nada tiene un valor real si no es cumplido por el poder del Espíritu Santo. Un hombre puede escribir, pero, si su pluma no es guiada por el Espíritu Santo, sus obras no tendrán ningún resultado duradero. Un hombre puede hablar con elocuencia, pero, si sus labios no han recibido la unción del Espíritu Santo, su palabra no echará raíces en los corazones. Es éste un pensamiento muy solemne, el que, si fuera debidamente considerado, nos conduciría a velar más sobre nosotros mismos y a vivir en una más habitual dependencia del Espíritu Santo. Lo que necesitamos es despojarnos enteramente de nosotros mismos, a fin de dar lugar al Espíritu Santo para obrar sobre nosotros y por nosotros. Es imposible que un hombre lleno de sí mismo pueda ser vaso del Espíritu Santo. Cuando contemplamos el ministerio de nuestro Señor Jesucristo, vemos que en todas las circunstancias obraba por el poder inmediato del Espíritu Santo. En la condición de hombre que asumió en la tierra, mostró que el hombre debía no sólo vivir de la Palabra, sino también obrar por el Espíritu de Dios. Aunque, como hombre, su voluntad era perfecta, aunque sus pensamientos, sus palabras, sus obras, todo era perfecto en él, siempre obraba por la autoridad de la Palabra y por el poder del Espíritu Santo. Ojalá pudiéramos en esto, como en todo lo restante, seguir de más cerca y más fielmente sus huellas. Entonces, seguramente, nuestro ministerio sería más eficaz, nuestro testimonio más fecundo en buenos frutos, toda nuestra conducta para dar gloria a Dios.
c) El incienso
Otro ingrediente de la ofrenda vegetal llama ahora nuestra atención: “el incienso”. Hemos visto que la “flor de harina” era la base de la ofrenda; el aceite y el incienso eran los principales accesorios; la relación que existe entre estas dos últimas cosas es muy instructiva. “El aceite” figura el poder del ministerio de Cristo; “el incienso” representa el objeto de ese ministerio. La primera nos enseña que lo hacía todo por el Espíritu de Dios; la segunda, que lo hacía todo para la gloria de Dios. El incienso representa lo que en la vida de Cristo era exclusivamente para Dios. Esto es lo que indica claramente el segundo versículo: “Y la traerá (la ofrenda vegetal) a los sacerdotes, hijos de Aarón; y de ello tomará el sacerdote su puño lleno de la flor de harina y del aceite, con todo su incienso, y lo hará arder sobre el altar para memorial; ofrenda encendida es, de olor grato a Jehová”. Así fue en la verdadera ofrenda vegetal: Jesucristo Hombre. En su vida santa tuvo siempre lo que era exclusivamente para Dios. Todos sus pensamientos, todas sus palabras, todas sus miradas, todos sus actos exhalaban un perfume que se elevaba directamente a Dios. Y así como en el tipo era “el fuego del altar” el que hacía salir el suave olor del incienso, así, en el Arquetipo, cuanto más “probado” era en las circunstancias de su vida, tanto más también se manifestaba que en su humanidad no había nada que no pudiera subir, como perfume de agradable olor, hasta el trono de Dios. Así como en el holocausto contemplamos a Cristo ofreciéndose a sí mismo sin mancha a Dios, en la ofrenda vegetal le vemos presentando a Dios toda la excelencia esencial de su naturaleza humana y de sus actos. Un hombre perfecto y obediente en la tierra, que hacía la voluntad de Dios, que actuaba según la autoridad de la Palabra y por el poder del Espíritu, he aquí lo que era como un suave olor que necesariamente debía ser agradable a Dios. El hecho de que “todo el incienso” era consumido sobre el altar determina bien todo su alcance y sentido.
d) La sal
Sólo nos resta considerar el último accesorio, inseparable de la ofrenda vegetal, a saber, “la sal”. “Y sazonarás con sal toda ofrenda que presentes, y no harás que falte jamás de tu ofrenda la sal del pacto de tu Dios; en toda ofrenda tuya ofrecerás sal”. La expresión “sal del pacto” representa el carácter permanente de este pacto. Dios mismo lo ordenó, por todo concepto, de tal modo que nada puede alterarlo jamás; que ninguna influencia pueda corromperlo nunca. Desde el punto de vista espiritual y práctico, no se podría apreciar en demasía un ingrediente semejante: “Sea vuestra palabra siempre con gracia, sazonada con sal” (Colosenses 4:6). Todas las palabras del Hombre perfecto manifestaban el poder de este principio; eran no sólo palabras de gracia, sino también palabras de una eficacia penetrante, palabras divinamente adecuadas para preservar de toda mancha y de toda influencia corruptora. Él nunca pronunció una palabra que no estuviese compenetrada del olor del “incienso” y, al mismo tiempo, “sazonada con sal”. El primero era de los más agradables a Dios; la segunda, de las más útiles al hombre.
Lamentablemente, a menudo el corazón corrompido y el viciado gusto del hombre no podían soportar la acritud de la ofrenda vegetal divinamente sazonada. Prueba de ello es, por ejemplo, lo que pasó en la sinagoga de Nazaret (Lucas 4:16-29). Allí todos podían dar buen testimonio de él y maravillarse de “las palabras de gracia que salían de su boca”, pero, cuando pasó a sazonar sus palabras con sal, tan necesaria para preservar a su auditorio de la influencia venenosa de su orgullo nacional, se llenaron de ira y quisieron despeñarlo del monte sobre el que estaba edificada la ciudad.
Asimismo, en Lucas 14, sus palabras “de gracia” habían atraído “grandes multitudes” junto a él; entonces mezcla “la sal”, exponiendo, con santa fidelidad, lo que esperaba en esta vida a los que le seguían. “Venid, que ya todo está preparado” (v. 17) es aquí la “gracia”; pero en seguida: “Cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo” (v. 33), era “la sal”. La gracia es atractiva, pero “buena es la sal” (v. 34). Los discursos que presentan la gracia pueden ser populares; los discursos sazonados con sal nunca lo serán. En ciertas épocas y en ciertas circunstancias el puro Evangelio de la gracia de Dios puede ser, durante un tiempo, buscado por la multitud; pero cuando aparece “la sal” de una aplicación, hecha con celo y fidelidad, no quedan más que los que han sido tocados por el poder de la Palabra.
LOS INGREDIENTES EXCLUIDOS DE LA OFRENDA VEGETAL
a) La levadura
Después de haber examinado los ingredientes que constituían la ofrenda vegetal, diremos algunas palabras sobre los que estaban excluidos de ella.
El primero era “la levadura”. “Ninguna ofrenda que ofreciereis a Jehová será con levadura” (v. 11). De un extremo al otro del libro divinamente inspirado, sin ninguna excepción, la “levadura” representa el mal. En el capítulo 7, versículo 13, de este libro, tal como lo veremos muy pronto, las tortas de pan leudo formaban parte de la ofrenda que acompañaba al sacrificio de paz; luego, en el capítulo 23, encontramos aun la levadura en los dos panes ofrecidos el día de Pentecostés; pero, en cuanto a la ofrenda vegetal, la levadura estaba cuidadosamente excluida. En ella no debía haber nada ácido, nada que hiciera levantar la masa, nada que expresara el mal en lo que representaba a “Jesucristo hombre”. En él no había nada agrio, ni engreimiento moral; todo era puro, sólido, sincero. A veces su palabra podía cortar hasta lo vivo, pero en sí misma nunca era agria ni orgullosa. Su modo de proceder atestiguaba siempre que en realidad andaba en la presencia de Dios.
Sabemos demasiado bien cuán a menudo, entre los que pertenecen a Cristo, la levadura se muestra con todas sus propiedades y sus efectos. Nunca hubo sobre la tierra más que un solo Ser que haya realizado la ofrenda vegetal perfectamente sin levadura; y, gracias a Dios, esta ofrenda realizada es para nosotros, para nutrirnos de ella en el santuario de la presencia divina, en comunión con Dios. Ningún ejercicio puede ser realmente más edificante y dar mayor refrigerio al entendimiento renovado que meditar acerca de la perfección sin levadura de la humanidad de Cristo y contemplar la vida y el ministerio de Aquel que fue absoluta y esencialmente sin levadura en sus pensamientos, en sus afectos y en sus deseos. Él fue constantemente el Hombre perfecto, sin pecado, sin tacha. Cuanto más podamos comprender estas cosas por el poder del Espíritu, tanto más profunda y bendita también será la experiencia que haremos acerca de la gracia que condujo a este Ser perfecto a ponerse él mismo bajo todas las consecuencias de los pecados de su pueblo, como lo hizo en la cruz. Pero esta última consideración, sin embargo, se refiere al punto de vista bajo el cual el sacrificio por el pecado nos lo presenta a nuestro Señor. En la ofrenda vegetal no se trata del pecado. No es la figura de una víctima por el pecado, sino de un Hombre real, perfecto, sin tacha, engendrado y ungido por el Espíritu Santo, poseedor de una naturaleza sin levadura, quien vivió una vida sin levadura, haciendo subir siempre hacia Dios el perfume de su propia y personal excelencia y observando entre los hombres una conducta caracterizada por la gracia sazonada con sal.
b) La miel
Había aun otra sustancia, tan positivamente excluida de la ofrenda vegetal como la levadura: “la miel”. “Porque de ninguna cosa leuda, ni de ninguna miel, se ha de quemar ofrenda para Jehová” (v. 11). Así como la levadura es la expresión de lo positivamente malo en su naturaleza, podemos considerar a “la miel” como el símbolo significativo de lo que en apariencia es dulce y atractivo. Ni una ni otra es aceptada por Dios; las dos cosas estaban excluidas de la ofrenda vegetal; las dos también eran incompatibles con el altar. Los hombres bien pueden, a ejemplo de Saúl, hacer distinción entre lo que a sus ojos es “vil y flaco” (1.º Samuel 15:9) y lo que es precioso; pero el juicio de Dios pone al vivaracho y agraciado Agag al mismo nivel que el último de los hijos de Amalec. Sin duda, en el hombre hay a menudo buenas cualidades morales que deben ser tenidas en cuenta según lo que valen. “¿Hallaste miel? come lo que te basta” (Proverbios 25:16), pero recuerda que no había lugar para ella ni en la ofrenda vegetal ni en su Arquetipo. En éste se hallaba la plenitud del Espíritu Santo, el buen olor del incienso, la acción preservadora de la “sal del pacto”. Todas estas cosas acompañaban a la “flor de harina” en la Persona de la verdadera “ofrenda vegetal”, pero no “la miel”.
¡Qué lección para nuestros corazones, qué volumen de sana instrucción tenemos aquí! Nuestro Señor Jesucristo sabía dar a la naturaleza y a las relaciones naturales el lugar que les convenía. Él sabía cuál era la cantidad de “miel que bastaba”. Podía decir a su madre: “¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?” (Lucas 2:49) y, sin embargo, podía decir al discípulo amado: “He aquí tu madre” (Juan 19:27). En otras palabras, los derechos de la naturaleza nunca debían usurpar la consagración a Dios de todas las energías de la perfecta humanidad de Cristo. María, y otros también, habrían podido figurarse que sus relaciones humanas con el Salvador les daban algún derecho, o alguna influencia, fundados en motivos puramente naturales. “Vienen después sus hermanos (según la carne) y su madre, y quedándose afuera, enviaron a llamarle. Y la gente que estaba sentada alrededor de él le dijo: Tu madre y tus hermanos están afuera, y te buscan”. ¿Cuál fue la respuesta de Aquel que era perfectamente la ofrenda vegetal? ¿Sacrificó su obra al instante a los llamamientos de la naturaleza? De ningún modo. Si lo hubiera hecho, eso habría sido mezclar “miel” a la ofrenda, lo cual no podía ser. La miel fue fielmente rechazada en esta ocasión y en todas las demás en las que los derechos de Dios debían ser salvaguardados en primer lugar y, en cambio, el poder del Espíritu, el buen olor del incienso y las enérgicas virtudes de la sal resaltaron de un modo bendito: “Él les respondió, diciendo: ¿Quién es mi madre y mis hermanos? Y mirando a los que estaban sentados alrededor de él, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos. Porque todo aquel que hace la voluntad de Dios, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre” (Nota [3]) (Marcos 3:31-35).
Pocas cosas hay que el siervo de Dios encuentre más difíciles en la práctica que la exactitud espiritual tan necesaria para regular los derechos naturales de tal suerte que no usurpen los del Señor. En nuestro Salvador, como lo sabemos, esto se conciliaba de modo divino. En cuanto a nosotros, nos sucede a menudo que los deberes verdaderamente según Dios son abiertamente descuidados para hacer lo que nosotros nos imaginamos que es el servicio de Cristo. Aun en medio de una aparente obra evangélica, se descuida a menudo la doctrina de Dios. Nuna debe perderse de vista que el punto de partida de la verdadera devoción está siempre colocado de modo que salvaguarde completamente todos los derechos de la piedad.
Si ocupo un lugar que exige mis servicios desde las diez de la mañana hasta las cuatro de la tarde, no tengo derecho, durante esas horas, a salir, ni aun para hacer una visita cristiana o para predicar el Evangelio. Si estoy en el comercio, debo consagrarme a él fiel y piadosamente. No puedo ni debo correr de aquí para allá a fin de evangelizar, mientras que mi responsabilidad en la oficina es la de ordenar las cuentas; eso sería exponer al oprobio la santa doctrina de mi Dios. «Yo me siento» —dirá alguno— «llamado a predicar el Evangelio, y compruebo que mi empleo o mi comercio es una carga y un obstáculo». Pues bien: si usted es llamado y está calificado por Dios para la obra evangélica y no puede conciliar las dos cosas, entonces renuncie a su empleo, reduzca o deje su comercio de una manera verdaderamente piadosa y vaya a predicar en el nombre del Señor. Esto es abnegación, ésta es la devoción según Dios. Fuera de ello, aun con buenas intenciones, no hay más que confusión, en realidad. Gracias a Dios, tenemos un ejemplo perfecto delante de nosotros, en la vida de nuestro Señor Jesucristo, así como tenemos amplias directivas para el nuevo hombre en la Palabra de Dios, de suerte que podemos marchar, sin extravíos, en las diversas posiciones que la Providencia divina nos pueda llamar a ocupar y en las diversas obligaciones que el gobierno moral de Dios ha unido a estas relaciones.
COCCIÓN DE LA OFRENDA VEGETAL: UN SACRIFICIO DE GRATO OLOR HECHO AL FUEGO
El segundo punto que tenemos que considerar es el modo de disponer o preparar la ofrenda vegetal. Esta preparación, como leemos, se verificaba por la acción del fuego. La ofrenda vegetal podía ser “cocida al horno”, “cocida en sartén” o “cocida en cazuela”. El acto de cocer sugiere la idea de padecimiento. Pero, atendiendo a que la ofrenda vegetal se llama “de olor grato” —término que jamás se emplea en el sacrificio por el pecado o en el sacrificio por la culpa—, es evidente que no se encuentra aquí la idea de padecer por el pecado, de sufrir la ira de Dios a causa del pecado, de padecer de parte de la Justicia infinita como sustituto de los pecadores. Estas dos ideas de “olor grato” y de sufrimiento por el pecado son absolutamente incompatibles según la economía levítica. Introducir la idea de sufrimiento por el pecado sería destruir completamente el tipo de la ofrenda vegetal.
Al considerar la vida de nuestro Señor Jesucristo, la que, como ya lo hemos dicho, es el objeto especial prefigurado en la ofrenda vegetal, podemos señalar en ella tres distintos géneros de padecimientos, a saber: padecimiento por la justicia, padecimiento en virtud de la simpatía y padecimiento por anticipación.
a) Sufrimiento por la justicia
Jesús, como Justo Siervo de Dios, sufrió en medio de una escena en la que todo le era contrario, pero eso es precisamente lo opuesto a sufrir por el pecado. Es extremadamente importante distinguir bien estas dos clases de padecimientos, porque de su confusión resultan graves errores. Si se vive en medio de los hombres, sufrir como justo por amor a Dios, es una cosa, y padecer en lugar de los hombres, de parte de Dios, es otra muy distinta. Nuestro Señor Jesucristo sufrió por la justicia durante su vida y sufrió por el pecado en su muerte. Durante su vida los hombres y Satanás dirigieron todos sus esfuerzos contra él, e incluso en la cruz desplegaron todas sus fuerzas; pero, cuando hubieron hecho todo lo que estaba a su alcance, cuando en su mortal enemistad hubieron llegado al límite de la oposición humana y diabólica, aun había, más allá de todo eso, una región de impenetrable oscuridad y horror que el Portador del pecado debía atravesar para cumplir su obra. Durante su vida anduvo siempre en la luz, sin sombras, de la faz de Dios; mas, en el madero maldito, las sombrías tinieblas del pecado sobrevinieron, le ocultaron esta luz e hicieron salir de su boca este grito misterioso: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mateo 27:46). Fue ése un momento absolutamente excepcional en los anales de la eternidad. De vez en cuando, durante la vida de Cristo en la tierra, el cielo se abrió para dar paso a la expresión de la complacencia de Dios en él, mas en la cruz, Dios le abandonó porque él había puesto su alma como oblación por el pecado. Si Cristo hubiera llevado el pecado durante toda su vida, entonces no habría habido ninguna diferencia entre la cruz y su existencia anterior en la tierra. ¿Por qué nunca fue abandonado por Dios antes de la cruz? ¿Qué diferencia había entre Cristo en la cruz y Cristo en el santo monte de la transfiguración? ¿Había sido abandonado por Dios en el monte? ¿Llevaba entonces el pecado? Estas cuestiones muy sencillas deberían ser contestadas por quienes sostienen que Cristo estuvo cargado con nuestros pecados durante toda su vida.
El hecho es sencillamente éste: nada, absolutamente nada, ya sea en la humanidad de Cristo, ya sea en sus relaciones diversas, podía ponerle en unión con el pecado, o con la ira de Dios o con la muerte. Él fue “hecho pecado” en la cruz, donde soportó la ira de Dios, poniendo su vida como una plenamente suficiente expiación del pecado; pero no es ésta la cuestión en el tipo de la ofrenda vegetal. Tenemos en ella, es verdad, la acción de cocer, la acción del fuego, pero éste no es aquí la ira de Dios. La ofrenda vegetal no era una oblación por el pecado sino una ofrenda de “olor grato”. De modo que la significación está bien determinada, y, además, una sana y correcta interpretación de esta figura contribuirá a hacernos retener constantemente, con santo celo, la preciosa verdad de la inmaculada humanidad de Cristo. Hacer de él, únicamente a causa de su nacimiento, un portador del pecado, siempre colocado por eso mismo bajo la maldición de la ley y bajo la ira de Dios, es ponerse en contradicción con toda la verdad divina relativa a la encarnación, verdad anunciada por el ángel y frecuentemente repetida por el apóstol inspirado. Además, esto es destruir el objeto y el carácter de la vida de Cristo, es despojar a la cruz de su gloria distintiva, es rebajar la noción del pecado y la de la expiación. En una palabra, es quitar la piedra principal del ángulo a la arcada de la Revelación y dejar todo lo que nos rodea en una ruina y una confusión irremediables.
b) Sufrimiento por simpatía
Pero nuestro Señor Jesucristo sufrió también por simpatía, y este género de sufrimiento nos hace penetrar en la intimidad de su corazón lleno de ternura. Los dolores y las miserias humanas siempre hacían vibrar una cuerda sensible en las profundidades de su amor. Era imposible que un corazón humano perfecto no se compadeciese, según su divina capacidad, de las miserias que el pecado había legado a la posteridad de Adán. Aunque personalmente estaba exento de la causa y del efecto, aunque pertenecía al cielo y vivía una vida celeste en la tierra, no por eso dejaba de descender, por el poder de una viva simpatía, a los profundos abismos del sufrimiento humano; sí, él sentía el dolor mucho más vivamente que los que lo sufrían, y ello precisamente porque su humanidad era perfecta. Además, era capaz de considerar la pena y su causa, exactamente según la naturaleza y el grado de ellas en la presencia de Dios. Sentía como ningún otro ha sentido. Sus sentimientos, sus afectos, sus simpatías, todo su Ser moral y mental eran perfectos; por eso ningún hombre puede decir, ni aun concebir, lo que tal Ser debe de haber padecido al atravesar un mundo como el nuestro. Veía a la familia humana luchando bajo el peso abrumador de la culpabilidad y la miseria; veía a toda la creación gimiendo bajo el yugo; el grito de los cautivos llegaba a sus oídos, las lágrimas de las viudas se ofrecían a sus miradas, la desnudez y la pobreza tocaban su corazón sensible; la enfermedad y la muerte le hacían “conmoverse en su espíritu”, sus padecimientos por simpatía sobrepujaban toda comprensión humana.
He aquí un pasaje que nos parece apropiado para hacer resaltar el carácter de los padecimientos de que hablamos. “Y cuando llegó la noche, trajeron a él muchos endemoniados; y con la palabra echó fuera a los demonios, y sanó a todos los enfermos; para que se cumpliese lo dicho por el profeta Isaías, cuando dijo: Él mismo tomó nuestras enfermedades, y llevó nuestras dolencias” (Mateo 8:16, 17). Esto era pura simpatía; era la capacidad de compartir, que en él era perfecta. Él mismo no tenía enfermedades ni impedimentos físicos, mas por simpatía, perfecta simpatía, “él mismo tomó nuestras enfermedades y llevó nuestras dolencias”. Esto es lo que nadie más que un hombre perfecto habría podido hacer. Nosotros podemos simpatizar unos con otros; pero sólo Jesucristo podía apropiarse de las enfermedades y dolencias humanas como algo suyo.
Si él hubiera llevado estos dolores en virtud de su nacimiento o de sus relaciones con Israel y con los hombres en general, perderíamos toda la belleza y el valor de sus simpatías voluntarias. Ya no habría habido lugar para una acción voluntaria si hubiese estado colocado bajo una necesidad absoluta. Pero, por otra parte, cuando le vemos completamente exento —sea personal, sea relativamente— de toda miseria humana y de lo que es la causa de ella, podemos comprender, en alguna medida por lo menos, esa gracia y esa compasión perfectas que le condujeron a tomar nuestras dolencias y llevar nuestras enfermedades merced a una verdadera y poderosa simpatía. Hay, pues, evidente diferencia entre Cristo padeciendo porque simpatizaba voluntariamente con las miserias humanas, y Cristo sufriendo como sustituto de los pecadores. Los sufrimientos de la primera especie aparecen a través de la vida entera del Redentor; los de la segunda están limitados a su muerte.
c) Sufrimientos por anticipación
Consideremos, finalmente, los padecimientos de Cristo por anticipación. Vemos la cruz que proyecta su sombra fúnebre sobre toda su carrera y produce un género de vivísimos sufrimientos que, sin embargo, deben distinguirse tanto de sus sufrimientos expiatorios como de sus sufrimientos por causa de la justicia, o de sus sufrimientos por simpatía. Citemos un pasaje en apoyo de este aserto: “Y saliendo, se fue, como solía, al monte de los Olivos; y sus discípulos también le siguieron. Cuando llegó a aquel lugar, les dijo: Orad que no entréis en tentación. Y él se apartó de ellos a distancia como de un tiro de piedra; y puesto de rodillas oró, diciendo: Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya. Y se le apareció un ángel del cielo para fortalecerle. Y estando en agonía, oraba más intensamente; y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra” (Lucas 22:39-44). Otra vez leemos: “Y tomando a Pedro, y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a entristecerse y a angustiarse en gran manera. Entonces Jesús les dijo: Mi alma está muy triste, hasta la muerte; quedaos aquí, y velad conmigo… Otra vez fue, y oró por segunda vez, diciendo: Padre mío, si no puede pasar de mí esta copa sin que yo la beba, hágase tu voluntad” (Mateo 26:37-42).
Es evidente, según estos pasajes, que el Señor tenía entonces en perspectiva algo que no había encontrado antes. Había para él una “copa” completamente llena, de la que no había bebido aún. Si durante toda su vida hubiera estado cargado con nuestros pecados ¿de dónde podría provenir esta horrible “agonía”, producida por el pensamiento de estar en contacto con el pecado y de tener que sufrir la ira de Dios a causa del mismo? ¿Qué diferencia habría entre Cristo, en Getsemaní, y Cristo en el Calvario, si durante toda su vida hubiera llevado el pecado? Había, ciertamente, entre estas dos posiciones una diferencia esencial que justamente provenía del hecho de que Cristo no llevó pecado durante su vida entera. Esta diferencia, hela aquí: en Getsemaní, anticipaba la cruz; en el Calvario, sufría realmente la cruz. En Getsemaní “le apareció un ángel del cielo para fortalecerle”; en el Calvario fue abandonado por todos. Allí no había ningún ministerio de ángeles. En Getsemaní se dirigió a Dios como a su “Padre”, gozando así plenamente de la comunión de esta relación inefable, pero en el Calvario clamó diciendo: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”. Aquí, Aquel que llevaba nuestros pecados mira a lo alto y ve el trono de la Justicia eterna envuelto en profundas tinieblas, y la faz de la Santidad eterna vuelta de él, porque era “hecho pecado por nosotros”.
Esperamos que nuestros lectores comprendan sin dificultad esto de que hablamos cuando estudien este asunto por sí mismos. Podrán seguir detalladamente los tres géneros de sufrimiento de la vida de nuestro Señor y distinguirlos de sus sufrimientos de muerte, o de sus sufrimientos por el pecado. Se convencerán de que, aun después de que los hombres y Satanás hubieron hecho sus últimos esfuerzos contra Cristo, le quedaba aún un género de sufrimiento absolutamente especial, a saber: sufrir de parte de Dios a causa del pecado; sufrir como sustituto de los pecadores. Antes de la cruz podía mirar siempre al cielo y gozar de la claridad de la faz del Padre. En sus horas más sombrías, encontraba siempre fuerzas y consolación en lo alto. Su camino en la tierra era rudo y penoso. ¿Cómo podía ser de otro modo en un mundo en el cual todo estaba en oposición a su pura y santa naturaleza? Tuvo que sufrir “tal contradicción de pecadores contra sí mismo” (Hebreos 12:3). Tuvo que ver caer “sobre sí” los vituperios de los que vituperaban a Dios. ¿Qué no tuvo que sufrir? No era comprendido, eran mal interpretadas todas sus palabras y sus hechos, se abusaba de él, se le engañaba, se le envidiaba, se le acusaba de ser un insensato y de tener demonio. Fue traicionado, negado, abandonado, burlado, ultrajado, abofeteado, abucheado, coronado de espinas, desechado, condenado y clavado en una cruz entre dos malhechores. Todas estas cosas las sufrió de parte de los hombres, juntamente con los indecibles terrores con que Satanás buscaba abrumar su alma, pero, digámoslo una vez más con la mayor certeza: cuando el hombre y Satanás hubieron agotado todo su poder y su odio, nuestro Señor y Salvador debió pasar por un sufrimiento a cuyo lado todo lo demás no era nada; sufrimiento que consistía en que la faz de Dios se ocultaba de él, en que durante tres horas de tinieblas y de espantosa oscuridad tuvo que sufrir lo que nadie más que Dios puede conocer.
Cuando las Escrituras hablan de nuestra comunión con los padecimientos de Cristo, ello se refiere únicamente a sus sufrimientos por la justicia, a sus padecimientos por parte de los hombres. Cristo sufrió por el pecado para que nosotros no tuviéramos que sufrir por esa causa. Soportó la ira de Dios para que nosotros no tuviéramos que soportarla. Éste es el fundamento de nuestra paz. Pero, con relación a los sufrimientos de parte de los hombres, experimentaremos siempre que, cuanto más fielmente sigamos las huellas de Cristo, más también tendremos que sufrir por esta causa; pero esto es, para el cristiano, un don, un privilegio, un favor, un honor (véase Filipenses 1:29-30). Seguir las huellas de Cristo, tener la misma parte que él tuvo, estar colocado de modo que se pueda simpatizar con él, éstos son privilegios del orden más elevado. ¡Quiera Dios que estemos más íntimamente iniciados! Pero, lamentablemente, nos contentamos cómodamente con abstenernos de ello o, como Pedro, con seguir “de lejos” al Señor, con mantenernos a distancia de un Cristo despreciado y sufriente. Esta tibieza es, sin duda, una gran pérdida para nosotros. Si la comunión con los padecimientos de Cristo nos fuese más familiar, la corona aparecería con resplandor más espléndido ante los ojos de nuestra alma. Cuando evitamos esta comunión de padecimientos con Cristo, nos privamos del gozo vivo y profundo que es porción de aquellos que le siguen, como asimismo de la fuerza moral de la esperanza de su próxima gloria.
LA PARTE DE LOS SACERDOTES
Como ya hemos examinado los ingredientes que componían la ofrenda vegetal y las diversas formas bajo las cuales se podía ofrecer, sólo nos resta considerar lo atinente a las personas que tomaban parte en esa ceremonia. Ellos eran el jefe y los miembros de la familia sacerdotal. “Y lo que resta de la ofrenda será de Aarón y de sus hijos; es cosa santísima de las ofrendas que se queman para Jehová” (v. 10). Como lo hemos visto en el holocausto, los hijos de Aarón se nos presentan como figura de todos los verdaderos creyentes, no como pecadores convictos, sino como sacerdotes que adoran; asimismo en la ofrenda vegetal los vemos alimentándose de los restos de lo que, por decirlo así, había servido a la mesa del Dios de Israel (comp. Malaquías 1:7). Era éste un privilegio tan distinguido como santo, del que sólo los sacerdotes podían gozar, como está claramente señalado en la ley de la ofrenda vegetal que citaremos completa: “Ésta es la ley de la ofrenda: La ofrecerán los hijos de Aarón delante de Jehová ante el altar. Y tomará de ella un puñado de la flor de harina de la ofrenda, y de su aceite, y todo el incienso que está sobre la ofrenda, y lo hará arder sobre el altar por memorial en olor grato a Jehová. Y el sobrante de ella lo comerán Aarón y sus hijos; sin levadura se comerá en lugar santo; en el atrio del tabernáculo de reunión lo comerán. No se cocerá con levadura; la he dado a ellos por su porción de mis ofrendas encendidas; es cosa santísima, como el sacrificio por el pecado, y como el sacrificio por la culpa. Todos los varones de los hijos de Aarón comerán de ella. Estatuto perpetuo será para vuestras generaciones tocante a las ofrendas encendidas para Jehová; toda cosa que tocare en ellas será santificada” (Levítico 6:14-18).
Aquí se nos ofrece una hermosa figura de la Iglesia, alimentándose, en “el lugar santo”, de las perfecciones de Jesucristo Hombre, con el poder de la santidad práctica. Ésta es nuestra porción, por la gracia de Dios, pero recordemos que debe comerse “sin levadura”. No podemos alimentarnos de Cristo si nos complacemos en un pecado cualquiera: “Toda cosa que tocare en ellas será santificada”. Esto debe hacerse “en el lugar santo”. Nuestra posición, nuestra marcha, nuestra conducta, nuestras personas, nuestras relaciones, nuestros pensamientos deben ser santos si queremos poder alimentarnos de la ofrenda vegetal. Finalmente, “todos los varones de los hijos de Aarón comerán de ella”. Es decir que se necesita una verdadera energía sacerdotal según la Palabra para gozar de esta santa porción. Los hijos de Aarón expresan la idea de energía en la acción sacerdotal; mientras que sus hijas representan la debilidad o flaqueza (comp. Números 18:8-13). Había cosas que podían ser comidas por los hijos, pero no por las hijas. Nuestros corazones deberían desear ardientemente la más alta medida de energía sacerdotal, a fin de que estuviésemos en estado de cumplir las funciones sacerdotales más elevadas y de participar en el orden más elevado del alimento sacerdotal.
Para concluir, sólo añadiremos que, así como por la gracia somos hechos “participantes de la naturaleza divina”, podemos, si vivimos con la energía de esta naturaleza, seguir las huellas de Aquel que está prefigurado en la ofrenda vegetal. Si renunciamos a nosotros mismos, si nos despojamos del «yo», cada uno de nuestros actos puede despedir un olor agradable a Dios. Así consideraba Pablo la liberalidad de los filipenses a su respecto (Filipenses 4:18). Los servicios más oscuros, así como los más grandes, pueden, por el poder del Espíritu Santo, presentar el olor de Cristo. Hacer una visita, escribir una carta, ejercer el ministerio público de la Palabra, dar un vaso de agua fría a un discípulo, o algunos centavos a un pobre, lo mismo que los ordinarios actos de comer y beber, todo puede exhalar el suave perfume del nombre y de la gracia de Jesucristo.
Así, también, si mortificamos la naturaleza carnal, somos capaces de manifestar principios y elementos incorruptibles, como, por ejemplo, palabras sazonadas con la sal de una habitual comunión con Dios. Mas en todas estas cosas tropezamos y faltamos. Contristamos al Espíritu de Dios con nuestra conducta. También nos sentimos inclinados a agradarnos a nosotros mismos o a buscar la aprobación de los hombres, incluso en nuestros mejores servicios, y descuidamos la necesidad de «sazonar» nuestra conversación. De ahí que constantemente carezcamos del aceite, del incienso y de la sal; mientras que, al mismo tiempo, se muestra en nosotros la tendencia a dejar aparecer y obrar la levadura o la miel de la naturaleza. No ha habido más que una sola “ofrenda vegetal” perfecta, pero, gracias a Dios, somos aceptados y hechos agradables en quien ha sido esa ofrenda. Nosotros somos la familia del verdadero Aarón; nuestro lugar está en el santuario, donde podemos gozar de nuestra santa porción. ¡Dichoso lugar! ¡Dichosa porción! ¡Quiera Dios que disfrutemos de ellos mucho más que nunca! ¡Ojalá tengamos nuestros corazones más apartados del mundo y más cerca de Cristo! ¡Ojalá podamos mantener tan habitualmente nuestras miradas fijas en él que las vanidades que nos rodean ya no tengan atractivo para nosotros y no nos dejemos preocupar o agitar por la multitud de circunstancias diarias que tenemos que atravesar! ¡Quiera Dios que podamos gozarnos en el Señor siempre, tanto en los días de sol como en los días de oscuridad, cuando las dulces brisas del estío vienen a refrescarnos o cuando las tempestades del invierno se desencadenan a nuestro alrededor, cuando bogamos en la superficie de un tranquilo lago o cuando somos sacudidos en un mar tempestuoso. Gracias a Dios, hemos encontrado a Aquel que es y será eternamente nuestra porción plenamente suficiente para satisfacer todas nuestras necesidades. Pasaremos la eternidad contemplando las divinas perfecciones del Señor Jesús. Nuestros ojos ya no se apartarán nunca jamás de él una vez que le hayamos visto tal como él es.
¡Que el Espíritu Santo obre poderosamente en nosotros para fortalecernos “en el hombre interior”! ¡Que nos haga capaces de nutrirnos de esta perfecta ofrenda vegetal, cuyo memorial ha satisfecho a Dios mismo! Éste es nuestro santo y feliz privilegio. ¡Quiera el Señor que podamos realizarlo siempre más, siempre mejor!
CAPÍTULO 3
EL SACRIFICIO DE PAZ: LA COMUNIÓN
Cuanto más atentamente examinamos las ofrendas, más nos convencemos de que ninguna de ellas presenta por sí sola un tipo completo de Cristo. Solamente reuniéndolas todas uno puede formarse una idea algo más ajustada. Cada ofrenda, como era de esperar, tiene rasgos que le son peculiares. El sacrificio de paz difiere en muchos aspectos del holocausto, y una distinción clara y exacta de las facetas en que un tipo difiere de los otros ayudará mucho a comprender la significación especial de él.
Diferencia entre el holocausto y el sacrificio de paz
Así, si comparamos el sacrificio de paz con el holocausto vemos que el triple acto de “desollar” la víctima, de “dividirla en sus piezas” y de “lavar sus intestinos y sus piernas” se omite completamente en aquél, lo que es comprensible. En el holocausto, como lo hemos visto, encontramos a Cristo ofreciéndose a sí mismo a Dios y siendo aceptado; por consiguiente, el tipo debía representar a Cristo dándose enteramente a Dios, como así también a Cristo dejándose sondear hasta el fondo del alma por el fuego de la justicia divina. En el sacrificio de paz, el pensamiento principal es la comunión del adorador. No representa a Cristo como objeto exclusivo de contentamiento para Dios, sino a Cristo como objeto de gozo para el adorador, en comunión con Dios. Por eso toda la acción es aquí menos intensa. Ninguna alma, por grande que fuera su amor, podría elevarse a la altura de la completa consagración de Cristo a Dios, o de la aceptación de Cristo por Dios. Sólo Dios podía contar las pulsaciones del corazón que latía en el seno de Jesús, y por eso era necesario un tipo que representara ese rasgo de la muerte de Cristo, es decir, su entera y voluntaria devoción a Dios. Este tipo lo tenemos en el holocausto, único sacrificio en el que vemos la triple acción antes mencionada.
Así, también, en cuanto al carácter de la víctima. En el holocausto debía ser “un macho sin defecto”, mientras que en el sacrificio de paz podía ser “macho o hembra”, aunque igualmente “sin tacha”. La naturaleza de Cristo debe ser siempre la misma, así sea Dios solo o el adorador en comunión con Dios los que gocen de él. Esta naturaleza no podría cambiar. La sola razón por la que se podía tomar “una hembra” para el sacrificio de paz, era que se tratara de representar la capacidad del adorador para gozar de este Ser bendito, quien es “el mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (Hebreos 13:8).
Además, en el holocausto, leemos: “El sacerdote lo hará arder todo sobre el altar”, mientras que, en el sacrificio de paz, solamente una parte era quemada, a saber, “la grosura que cubre los intestinos, y toda la grosura que está sobre las entrañas, y los dos riñones y la grosura que está sobre ellos, y sobre los ijares; y con los riñones quitará la grosura de los intestinos que está sobre el hígado” (v. 3-4). Esto hace extremadamente sencilla la comprensión. La mejor parte del sacrificio era puesta sobre el altar de Jehová. El interior —las fuerzas más recónditas, las tiernas simpatías de Jesús— no eran más que para Dios, el único que podía gozar de ellas perfectamente. Aarón y sus hijos comían “el pecho que se mece y la espaldilla elevada”. (Nota [4]) (Examínese atentamente Levítico 7:28-36).
Todos los miembros de la familia sacerdotal, en comunión con su jefe, tenían individualmente su porción del sacrificio de paz. Y ahora todos los verdaderos creyentes constituidos, por gracia, sacerdotes de Dios, pueden alimentarse de los afectos y de la fuerza del verdadero sacrificio de paz, pueden gozar de la dichosa seguridad de que tienen su corazón amante y su potente hombro para consolarles y sostenerles continuamente. (Nota [5])
“Ésta es la porción de Aarón y la porción de sus hijos, de las ofrendas encendidas a Jehová, desde el día que él los consagró para ser sacerdotes de Jehová, la cual mandó Jehová que les diesen, desde el día que él los ungió de entre los hijos de Israel, como estatuto perpetuo en sus generaciones” (7:35-36).
Una parte común de Dios y de los sacerdotes
Todos estos puntos revelan una diferencia notable entre el holocausto y el sacrificio de paz. Pero, si se los reúne, ellos presentan las dos ofrendas con gran claridad a los ojos del espíritu. En la ofrenda de paz hay algo más que la perfecta sumisión de Cristo a la voluntad de Dios. El adorador es introducido, y no sólo para mirar, sino para comer. Esto es lo que da un carácter muy marcado a esta ofrenda. Cuando consideramos a nuestro Señor Jesucristo en el holocausto, vemos en él un Ser cuyo corazón no miraba más que la gloria de Dios y el cumplimiento de su voluntad. Pero, si le consideramos en el sacrificio de paz, encontramos un amigo que tiene un lugar, en su corazón amante y sobre su poderoso hombro, para un pecador indigno y miserable. En el holocausto, el pecho y la espaldilla, las piernas y el vientre, la cabeza y la grasa, todo era quemado sobre el altar, todo subía en olor grato a Jehová.
Pero, en el sacrificio de paz, la parte que más nos conviene queda para nosotros. Y no permanecemos en soledad para nutrirnos de lo que responde a nuestras necesidades individuales; de ningún modo. Lo comemos en comunión con Dios y en comunión con nuestros co-sacerdotes. Comemos con el pleno y feliz conocimiento de que el mismo sacrificio que nutre nuestra alma, ha refrigerado ya el corazón de Dios, y que la misma porción que nos alimenta, alimenta también a todos aquellos que adoran al Señor como nosotros. Aquí está representada la comunión: la comunión con Dios y la comunión de los santos. No había ningún aislamiento en el sacrificio de paz; Dios tenía su porción y la familia sacerdotal tenía también la suya. Lo mismo sucede en cuanto al Arquetipo del sacrificio de paz. El mismo Jesús, quien es el objeto de las delicias del cielo, es una fuente de gozo, de fuerza y de consuelo para todo corazón creyente; y no sólo para cada corazón en particular, sino también para toda la Iglesia de Dios en comunión. Dios, en su gracia inefable, dio a su pueblo el mismo objeto que Él tiene: “Y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo” (1.ª Juan 1:3). Es verdad que nuestros pensamientos acerca de Jesús no pueden alcanzar nunca la altura de los pensamientos de Dios. Nuestra apreciación de su Persona será siempre muy inferior a la suya. Por eso, en el tipo, la familia de Aarón no podía comer la grosura. Pero, aunque nunca podamos alcanzar la altura de los pensamientos de Dios acerca de Cristo y su sacrificio, nos ocupamos en el mismo objeto que Dios y, por lo tanto, los hijos de Aarón tenían “el pecho que se mece y la espaldilla elevada”. Todo esto es muy apropiado para consolar y regocijar el corazón. Nuestro Señor Jesucristo, Aquel que estuvo muerto, “pero que vive por los siglos de los siglos” (Apocalipsis 1:18), es el único objeto digno de consideración para la mirada y los pensamientos de Dios; y él, en su perfecta gracia, nos ha dado una parte en esta misma Persona gloriosa. Cristo es también nuestro objeto: el objeto de nuestros corazones y el tema de nuestro cántico. Cuando él hubo hecho “la paz por la sangre de su cruz” (Colosenses 1:20) subió al cielo y envió al Espíritu Santo, este “otro Consolador”, por cuyo poderoso ministerio podemos alimentarnos del “pecho y la espaldilla” de nuestro divino “Sacrificio de paz”. Él es, en efecto, nuestra paz, y es nuestro gozo saber que es tal el agrado que tiene Dios en la obra del que hizo nuestra paz, que el suave olor de nuestro sacrificio de paz regocija su corazón. Esto es lo que da a esta figura un atractivo particular; Cristo, como holocausto, despierta la admiración del corazón; Cristo, como sacrificio de paz, establece la paz de la conciencia y responde a las grandes y numerosas necesidades del alma. Los hijos de Aarón podían estar alrededor del altar de los holocaustos, podían ver subir la llama de la ofrenda hasta el Dios de Israel; podían ver el sacrificio reducido a cenizas; ante esta escena podían inclinar sus cabezas y adorar, pero no tomaban nada para sí mismos. No era así en el sacrificio de paz. En él veían una ofrenda que no sólo era de olor grato para Dios, sino que también les proporcionaba una porción sustanciosa, de la que podían alimentarse en feliz y santa comunión.
El gozo de la comunión
Sin duda, es una gran alegría para todo verdadero sacerdote saber (para servirnos del lenguaje de la figura) que antes de que él reciba el pecho y la espaldilla, Dios ha tenido su porción. Este pensamiento da unción, energía, solemnidad y grandeza al culto y a la comunión. Nos descubre la asombrosa gracia de Dios que nos ha dado el mismo objeto, el mismo tema de dicha, el mismo gozo que él tiene. Nada menos que esto podía satisfacerle. El padre quiere que el hijo pródigo participe del becerro grueso con él. No quiere que se siente en otro lugar que no sea su propia mesa ni tenga otra porción que aquella de la que Él mismo se alimenta. El sacrificio de paz es la traducción de estas palabras: “Era necesario hacer fiesta y regocijarnos”. ¡Tal es la preciosa gracia de Dios! Sin duda, tenemos motivos para estar alegres de participar de una gracia semejante, pero, cuando podemos oír a Dios diciendo: “Comamos y hagamos fiesta”, nuestros corazones deberían desbordar de alabanzas y acciones de gracias. La alegría de Dios por la salvación de los pecadores y su gozo por la comunión de los santos son dos aspectos cuya consideración es muy apropiada para excitar la admiración de los hombres y de los ángeles durante toda la eternidad.
Diferencia entre la ofrenda vegetal y el sacrificio de paz
Hemos comparado así el sacrificio de paz con el holocausto; considerémosle ahora en sus relaciones con la ofrenda vegetal. La principal diferencia consiste en que en el sacrificio de paz había derramamiento de sangre, cosa que no había en la ofrenda vegetal. Sin embargo, las dos eran ofrendas de olor grato y estaban estrechamente ligadas entre sí, como lo vemos en el versículo 12 del capítulo 7. Estas relaciones y estos contrastes son a la vez muy instructivos e importantes.
Sólo en la comunión con Dios el alma se puede gozar al contemplar la perfecta humanidad de nuestro Señor Jesucristo. Es preciso que el Espíritu Santo comunique, como así también es preciso que dirija, por la Palabra, nuestra capacidad para mirar “a Jesucristo Hombre”. Él habría podido ser revelado “en semejanza de carne de pecado” (Romanos 8:3); habría podido vivir y trabajar en esta tierra; habría podido brillar en medio de las tinieblas de este mundo con todo el resplandor celeste que pertenecía a su Persona; habría podido pasar rápidamente como un brillante meteoro sobre el horizonte de este mundo, y, con todo esto, estar fuera del alcance y de la vista del pecador.
El hombre no podía experimentar la profunda alegría que da la comunión con todo esto, sencillamente porque no había base en la que pudiese descansar esta comunión. En el sacrificio de paz, esta base tan necesaria está plena y claramente establecida: “Pondrá su mano sobre la cabeza de su ofrenda y la degollará a la puerta del tabernáculo de reunión; y los sacerdotes hijos de Aarón rociarán su sangre sobre el altar alrededor” (3:2). Este sacrificio nos ofrece lo que no hallamos en la ofrenda vegetal, es decir, un fundamento sólido para la comunión del adorador con toda la plenitud, el valor y la hermosura de Cristo, desde el momento que el Espíritu Santo le capacita para entrar en esta comunión. Al estar en el elevado terreno en que nos coloca “la preciosa sangre de Cristo”, podemos recorrer, con corazón tranquilo y espíritu de adoración, las maravillosas escenas que se refieren a la humanidad de nuestro Señor Jesucristo. Si no tuviéramos de Cristo más que el aspecto que nos revela la ofrenda vegetal, nos faltaría el derecho y el fundamento en virtud del cual podemos hoy contemplarle y gozar de él. Si no hubiera derramamiento de sangre, no habría ni derecho ni fundamento para el pecador. Pero en Levítico 7:12 se relaciona la ofrenda vegetal con el sacrificio de paz, y de tal manera nos enseña que, cuando nuestras almas han encontrado la paz, podemos encontrar deleite en Aquel que ha “hecho la paz” y que es “nuestra paz”.
Pero debe comprenderse bien que, aun habiendo en el sacrificio de paz derramamiento y aspersión de sangre, el acto de llevar el pecado no es lo que él expresa. Cuando consideramos a Cristo en el sacrificio de paz, él no aparece como aquel que lleva nuestros pecados, tal como ocurre en el sacrificio por el pecado y por la culpa, pero, si bien los ha llevado, se nos presenta como el fundamento de nuestra feliz y apacible comunión con Dios. Si fuese cuestión de llevar el pecado, no se diría: “es ofrenda de olor grato a Jehová” (3:5; compárese con el cap. 4:10-12). Mas aunque en este caso no haya intención de representar el acto de llevar nuestros pecados, hay aquí amplia provisión para aquel que se reconoce pecador, pues sin ello no podría tener ninguna parte al respecto. Para tener comunión con Dios, es preciso que estemos “en luz” y ¿cómo podemos estar en ella? Solamente en virtud de esta preciosa verdad: “la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1.ª Juan 1:7). Cuanto más estemos en luz, tanto mejor reconoceremos y sentiremos todo lo que le es contrario y tanto mejor también apreciaremos el valor de esa sangre que nos hace aptos para estar en luz. Cuanto más cerca de Dios andemos, tanto mejor conoceremos “las inescrutables riquezas de Cristo” (Efesios 3:8).
Es muy necesario que estemos bien establecidos en esta verdad: nosotros no estamos en la presencia divina más que como participantes de la vida divina y amparados por la justicia divina. El padre sólo podía recibir al hijo pródigo a su mesa si éste estaba revestido del “mejor vestido” y en toda la integridad de la relación de hijo en la que él le veía. Si el hijo pródigo hubiera conservado sus harapos, o si hubiera sido colocado en la casa como un “jornalero”, jamás habríamos oído estas dulces palabras: “Comamos y hagamos fiesta: porque éste mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado”. Esto mismo ocurre con todos los verdaderos creyentes. Su vieja naturaleza no se reconoce como existente delante de Dios. Él la considera muerta y ellos deben hacer otro tanto. Está muerta para Dios, muerta para la fe. Es necesario tenerla como tal allí donde se colocan los muertos. No podemos llegar a la presencia divina mejorando nuestra vieja naturaleza, sino poseyendo una nueva naturaleza. El hijo pródigo no obtuvo un lugar en la mesa de su padre remendando los harapos de su primera condición, sino siendo revestido de un vestido que nunca había visto y en el cual nunca habría pensado. No trajo este vestido de la “provincia apartada”; no se lo procuró en el camino de regreso, sino que el padre lo tenía para él en su casa. El hijo pródigo no lo hizo, ni ayudó a hacerlo; el padre se lo suministró y se alegró de vérselo puesto. Así se sentaron a la mesa para comer “el becerro grueso” en feliz comunión (Lucas 15:11-32).
La ley del sacrificio de paz
Llegamos ahora a la “ley del sacrificio de paz”, en la que encontraremos nuevos elementos de gran interés. La citaremos completa: “Y ésta es la ley del sacrificio de paz que se ofrece a Jehová: Si se ofreciere de acción de gracias, ofrecerá por sacrificio en acción de gracias tortas sin levadura amasadas con aceite, y hojaldres sin levadura untadas con aceite, y flor de harina frita en tortas amasadas con aceite. Con tortas de pan leudo presentará su ofrenda en el sacrificio de acciones de gracias de paz. Y de toda la ofrenda presentará una parte por ofrenda elevada a Jehová, y será del sacerdote que rociare la sangre de los sacrificios de paz. Y la carne del sacrificio de paz en acción de gracias se comerá en el día que fuere ofrecida; no dejarán de ella nada para otro día. Mas si el sacrificio de su ofrenda fuere voto, o voluntario, será comido en el día que ofreciere su sacrificio, y lo que de él quedare, lo comerán al día siguiente; y lo que quedare de la carne del sacrificio hasta el tercer día, será quemado en el fuego. Si se comiere de la carne del sacrificio de paz al tercer día, el que lo ofreciere no será acepto, ni le será contado; abominación será, y la persona que de él comiere llevará su pecado. Y la carne que tocare alguna cosa inmunda, no se comerá; al fuego será quemada. Toda persona limpia podrá comer la carne; pero la persona que comiere la carne del sacrificio de paz, el cual es de Jehová, estando inmunda, aquella persona será cortada de entre su pueblo. Además, la persona que tocare alguna cosa inmunda, inmundicia de hombre, o animal inmundo, o cualquier abominación inmunda, y comiere la carne del sacrificio de paz, el cual es de Jehová, aquella persona será cortada de entre su pueblo” (Levítico 7:11-21).
Distinción entre “el pecado en la carne” y el pecado sobre la conciencia
Es de la mayor importancia establecer distinción entre el pecado en la carne y el pecado sobre la conciencia. Si confundimos estas dos cosas, nuestras almas serán perturbadas y nuestro culto debilitado. Un examen atento de 1.ª Juan 1:8-10 arrojará mucha luz sobre este asunto, cuya comprensión es muy esencial para apreciar en su justo valor toda la doctrina del sacrificio de paz y muy especialmente el asunto particular al que hemos llegado. Nadie tendrá tanta conciencia de su pecado como el hombre que anda en luz. “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros”. En el versículo anterior leemos: “La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado”. Aquí, la distinción entre el pecado en nosotros y el pecado sobre nosotros está bien marcada y establecida. Pretender que aún hay pecado sobre el creyente, en la presencia de Dios, es dudar de la eficacia de la sangre de Jesús y negar la verdad de la Palabra divina. Si la sangre de Jesucristo puede purificar por completo, entonces la conciencia del creyente está completamente purificada. Así es cómo la Palabra de Dios presenta la cuestión, y nosotros debemos recordar siempre que es de Dios mismo de quien tenemos que aprender cuál es, a sus ojos, la verdadera condición del creyente. Estamos más dispuestos a decir a Dios lo que somos en nosotros mismos que a dejarle decir lo que somos en Cristo. En otros términos, estamos más pendientes de nuestros sentimientos sobre nosotros mismos que de la revelación que Dios nos hace de sí mismo. Dios nos habla en virtud de lo que él es en sí mismo y de lo que él ha cumplido en Cristo. Tal es la naturaleza de esta revelación que la fe capta y que llena el alma de una perfecta paz. La revelación de Dios es una cosa y mis sentimientos acerca de mí mismo son otra muy distinta.
Pero la misma Palabra que nos dice que no tenemos pecado sobre nosotros, nos dice con la misma fuerza y claridad que tenemos el pecado en nosotros. “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros”. Todo aquel en quien está la verdad sabrá que está también “el pecado” en sí, porque la verdad revela cada cosa tal como es. ¿Qué debemos hacer, pues? Merced al poder de la nueva naturaleza tenemos el privilegio de poder andar de tal manera que “el pecado” que habita en nosotros no se manifieste en forma de “pecados”. La posición del cristiano es una posición de victoria y libertad. Está liberado no sólo de la culpa por el pecado, sino aun del pecado como principio dominante en su vida. “Sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él (Cristo), para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado. Porque el que ha muerto, ha sido justificado del pecado… No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que lo obedezcáis en sus concupiscencias… Porque el pecado no se enseñoreará de vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia” (Romanos 6:6-14). El pecado está allí con toda su fealdad nativa, pero el creyente está “muerto al pecado”. ¿Cómo? Está muerto en Cristo. Por naturaleza estaba muerto en el pecado; por gracia está muerto al pecado. ¿Qué derecho se puede tener sobre un hombre muerto? Ninguno. “Cristo al pecado murió una vez por todas” (v. 10) y el creyente está muerto en Él. “Y si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él; sabiendo que Cristo, habiendo resucitado de los muertos, ya no muere; la muerte no se enseñorea más de él. Porque en cuanto murió, al pecado murió una vez por todas; mas en cuanto vive, para Dios vive” (v. 8-10). ¿Qué resulta de esto para los creyentes? “Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro” (v. 11). Tal es, ante Dios, la posición inalterable del creyente, de forma que tiene el alto privilegio de gozar de la liberación del pecado, como dominador de él, aunque el pecado more en él.
La confesión de los pecados
Pero “si alguno hubiere pecado” ¿qué tiene que hacer? A esta pregunta el apóstol inspirado da una respuesta de las más claras y benditas: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1.ª Juan 1:9). La confesión es el medio por el cual la conciencia es libertada. El apóstol no dice: pedimos perdón, Dios es bastante bueno y misericordioso para perdonarnos. Sin duda que es dulce, para un hijo, poder confiar el sentimiento de sus necesidades a su padre, contarle sus flaquezas, confesarle sus extravíos, sus defectos y sus faltas. Todo esto es verdad, y también es igualmente cierto que nuestro Padre es lo bastante tierno y misericordioso como para responder a toda debilidad e ignorancia de sus hijos, pero, aunque todo eso sea verdad, el Espíritu Santo declara, por boca del apóstol, que “Si confesamos… él es fiel y justo para perdonarnos”. La confesión es, pues, lo que Dios pide. Un cristiano que hubiera pecado en pensamiento, palabra u obra, podría orar durante días y meses pidiendo el perdón y, sin embargo, no tener la seguridad fundada sobre 1.ª Juan 1:9, de que está perfectamente perdonado; mientras que, desde el instante que confiesa sinceramente sus pecados ante Dios, no es más que un acto de fe saber que está perdonado y perfectamente purificado.
Diferencia entre pedir perdón y confesar los pecados
Hay una inmensa diferencia moral entre orar para pedir perdón y confesar nuestros pecados, así lo consideremos en relación con el carácter de Dios, con el sacrificio de Cristo o con el estado del alma. Es muy posible que la oración de un cristiano pueda contener, en el fondo, si no en la forma, la confesión de su pecado, cualquiera que sea, y entonces esto resulta lo mismo. Sin embargo, siempre vale más atenernos estrictamente a la Escritura en lo que pensamos, decimos y hacemos. Es evidente que, cuando el Espíritu Santo habla de confesión, no quiere decir oración. Y es igualmente evidente que él sabe bien que hay elementos espirituales en la confesión, y resultados prácticos de la misma que no pertenecen a la oración. De hecho, ocurre a menudo que el hábito de importunar a Dios para obtener el perdón de los pecados manifiesta la ignorancia en que se está, en cuanto al modo en que Dios se ha revelado en la Persona y en la obra de Cristo, en cuanto a la relación en la cual el sacrificio de Cristo ha colocado al creyente y en cuanto al divino medio de tener la conciencia aliviada de la carga y purificada de la mancha del pecado.
Dios quedó perfectamente satisfecho por la cruz de Cristo en cuanto a todos los pecados del creyente. En esta cruz fue ofrecida una completa expiación por la más insignificante traza de pecado en la naturaleza del creyente y sobre su conciencia. Por consiguiente, Dios no tiene necesidad de otra propiciación. No le hace falta nada más para sentir su corazón atraído hacia aquel que cree. No tenemos que suplicarle que sea “fiel y justo”, ya que su fidelidad y su justicia han sido tan gloriosamente demostradas, manifestadas y satisfechas en la muerte de Cristo. Nuestros pecados no pueden llegar nunca a la presencia de Dios, puesto que Cristo, quien los llevó y los quitó, está en lugar de ellos. Pero, si pecamos, nuestra conciencia lo sentirá; deberá sentirlo; sí, el Espíritu Santo nos lo hará sentir. Él no podría dejar sin juzgar ni el más ligero pensamiento nuestro. ¿Qué, pues? ¿Nuestro pecado se ha abierto un camino hasta la presencia de Dios? ¿Ha encontrado lugar en la pura luz del lugar santísimo? ¡No lo quiera Dios! Nuestro “Abogado” está allí —“Jesucristo el justo”— para mantener en toda su integridad las relaciones en que nos encontramos. Pero, aunque el pecado no pueda afectar los pensamientos de Dios con relación a nosotros, afecta nuestros pensamientos con relación a Dios. (Nota [6]). Aunque él no pueda llegar hasta su presencia, puede llegar hasta nosotros del modo más triste y humillante. Aunque él no pueda esconder al Abogado a los ojos de Dios, puede esconderlo a los nuestros. Se amontona, como un sombrío y espeso nubarrón, en nuestro horizonte espiritual, de manera que nuestras almas no pueden regocijarse a la bendita claridad de la faz de nuestro Padre. No puede alterar nuestras relaciones con Dios, pero puede alterar muy seriamente el gozo que sentimos en ellas. ¿Qué es, pues, lo que tenemos que hacer? La Palabra contesta: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad”. Por la confesión se descarga nuestra conciencia; el dulce sentimiento de nuestra relación se restablece; la sombría nube se disipa; la helada y seca influencia desaparece y nuestros pensamientos acerca de Dios se rectifican. Tal es el método divino, y podemos decir, con toda verdad, que el corazón que sabe lo que es estar colocado en actitud de confesión, sentirá tanto mejor la divina potestad de las palabras del apóstol: “Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis” (1.ª Juan 2:1). Además, hay un modo de orar para pedir perdón que demuestra que se pierde de vista el perfecto fundamento del perdón que nos ha sido otorgado en virtud del sacrificio de la cruz. Si bien Dios perdona los pecados, es preciso que sea “fiel y justo” al hacerlo. Pero es muy evidente que nuestras oraciones, por fervientes y sinceras que fuesen, no podrían formar la base de la fidelidad y justicia de Dios al perdonarnos nuestros pecados. Nada, salvo la obra de la cruz, podría hacerlo. Allí fue donde la fidelidad y la justicia de Dios fueron plenamente establecidas, y ello en relación inmediata con nuestros pecados positivos, como también con relación a la raíz del pecado en nuestra naturaleza. Dios ya juzgó nuestros pecados en la persona de nuestro sustituto “sobre el madero” (1 Pedro 2:24), y en el acto de la confesión nos juzgamos a nosotros mismos. La confesión es esencial para gozar del sentimiento del perdón divino y de la restauración. El menor pecado que quedara sobre la conciencia sin confesar y sin juzgar, interrumpiría completamente nuestra comunión con Dios. El pecado en nosotros no tiene necesariamente este efecto; pero si permitimos al pecado que permanezca sobre nosotros, no podemos tener comunión con Dios. Él quitó nuestros pecados de tal manera que puede tenernos en su presencia; y en tanto permanecemos en su presencia, el pecado no nos turba. Pero si nos alejamos de Él y pecamos, aunque sólo sea en pensamiento, nuestra comunión queda interrumpida indefectiblemente hasta que, por la confesión, nos hayamos desembarazado de nuestro pecado. Todo eso, apenas hay necesidad de decirlo, está enteramente fundado sobre el perfecto sacrificio y la justa intercesión de nuestro Señor Jesucristo.
El juicio de sí mismo
Finalmente, en cuanto a la diferencia que existe entre la oración y la confesión, respecto al estado del corazón ante Dios y al sentimiento que tiene de la odiosidad del pecado, digamos que esta diferencia no podría ser apreciada en demasía. Es mucho más fácil pedir, de manera general, el perdón de nuestros pecados que confesar estos pecados. La confesión implica el juicio de sí mismo; pedir perdón no implica siempre este juicio. Esto solo bastaría para demostrar la diferencia. El juicio de sí mismo es uno de los ejercicios más preciosos y saludables de la vida cristiana, y, por consiguiente, todo lo que tiende a provocarlo debe ser muy apreciado por todo cristiano formal.
La diferencia que hay entre pedir perdón y confesar el pecado se manifiesta sin cesar en nuestras relaciones con los niños. Si un niño ha hecho algún mal, hallará menos dificultad en pedir a su padre que le perdone que en confesar su falta francamente y sin reservas. El niño puede pedir perdón y, sin embargo, dar cabida en su espíritu a muchas disculpas que tiendan a disminuir el sentimiento de su falta; piensa, tal vez secretamente, que, después de todo, no hay motivo para censurar de tal manera su conducta, aunque sea conveniente que pida perdón a su padre; en cambio, al confesar su falta, se enjuicia a sí mismo. Además, al pedir perdón, el niño puede estar influido principalmente por el deseo de escapar a las consecuencias del mal que ha hecho, mientras que los padres juiciosos procurarán producir una justa apreciación de aquel mal, la cual no puede existir sino ligada a la plena confesión de la falta, unida al examen de sí mismo.
Lo mismo sucede en cuanto a las dispensaciones de Dios acerca de sus hijos; cuando caen en alguna falta, quiere que todo pecado sea expuesto y juzgado ante él por el mismo que lo ha cometido; quiere que no sólo temamos las consecuencias del pecado —que son inmensas— sino que odiemos al pecado mismo, porque es odioso a sus ojos. Si, cuando cometemos el pecado, pudiéramos ser perdonados por el mero hecho de pedir perdón, nuestro sentimiento y nuestra aversión al pecado no serían, ni con mucho, tan intensos, y, en cambio, nuestra apreciación de la comunión que gozamos no sería tan alta. El efecto moral de todo esto sobre el estado de nuestra constitución espiritual, así como sobre nuestra conducta y nuestra marcha práctica, debe ser evidente para todo cristiano experimentado. (Nota [7])
“El pecado” y “los pecados”
Todo este encadenamiento de pensamientos está íntimamente ligado y plenamente justificado por dos grandes principios que encontramos en la ley del sacrificio de paz.
En el versículo 13 del capítulo 7 del Levítico leemos: “Con tortas de pan leudo presentará su ofrenda en el sacrificio de acciones de gracias de paz”; y, sin embargo, en el versículo 20 se dice: “Pero la persona que comiere la carne del sacrificio de paz, el cual es de Jehová, estando inmunda, aquella persona será cortada de entre su pueblo”. Aquí tenemos bien claramente las dos cosas, a saber: el pecado en nosotros, y el pecado sobre nosotros. La levadura estaba permitida, porque había pecado en la naturaleza del adorador; “la inmundicia” estaba prohibida, porque no debía haber ningún pecado sobre la conciencia del adorador.
Donde hay pecado no puede haber comunión. En cuanto al pecado que está en nosotros, Dios ha provisto la sangre de la expiación; por eso está ordenado acerca del pan leudo del sacrificio de paz: “Y de toda la ofrenda presentará una parte por ofrenda elevada a Jehová, y será del sacerdote que rociare la sangre de los sacrificios de paz” (v. 14). En otros términos, la levadura en la naturaleza del adorador estaba perfectamente contrarrestada por la sangre del sacrificio. El sacerdote que tiene derecho al pan leudo debe ser aquel que rocía la sangre. Dios alejó para siempre de su vista nuestro pecado. Aunque el pecado esté en nosotros, sus miradas no reposan sobre él. Sólo ve la sangre, y por eso puede seguir con nosotros y permitirnos tener la más íntima comunión con él. Pero si dejamos que el pecado que está en nosotros se manifieste bajo la forma de pecados, entonces es preciso que haya confesión, perdón y purificación, antes de que podamos comer nuevamente de la carne del sacrificio de paz. La exclusión del adorador a causa de las inmundicias señaladas en el ceremonial, responde ahora a la privación de la comunión del creyente a causa de pecados no confesados. El intento de tener comunión con Dios mientras estamos en nuestros pecados implicaría la idea blasfema de que él puede andar en compañía del pecado. “Si nosotros decimos que tenemos comunión con él, y andamos en tinieblas, mentimos, y no practicamos la verdad” (1.ª Juan 1:6).
A la luz de esta verdad, comprenderemos fácilmente el grave error en que caemos cuando nos imaginamos que es señal de espiritualidad ocuparnos en nuestros pecados. El pecado o los pecados, ¿podrían ser el fundamento o el objetivo de nuestra comunión con Dios? Seguramente que no. Acabamos de ver, por el contrario, que, mientras el pecado está ante nosotros, se interrumpe nuestra comunión con Dios. La comunión no puede existir más que “en luz”, y ciertamente no hay pecado en la luz. Allí nada se ve sino la sangre que quitó nuestros pecados y nos reconcilió y el Abogado que nos guarda cerca de Dios. El pecado fue borrado para siempre allí donde Dios y el adorador permanecen en una santa intimidad. ¿Qué es lo que constituía el fondo de la comunión entre el padre y el hijo pródigo? ¿Eran los harapos de éste? ¿Eran las algarrobas de la “provincia apartada”? De ningún modo. No era nada de lo que el hijo pródigo traía consigo. Era la rica provisión del amor del padre, “el becerro grueso”. Igual sucede con respecto a Dios y todo verdadero adorador. Se nutren juntos, en una comunión santa y elevada, de Aquel cuya sangre preciosa les ha asociado para siempre en esta luz a la cual ningún pecado se puede acercar.
No creamos tampoco que la verdadera humildad se muestra o se desarrolla considerando y profundizando nuestros pecados. Ello produciría un carácter sombrío y melancólico, sin verdadera santidad; y la humildad más profunda procede de otra fuente. ¿Cuándo fue más humilde el hijo pródigo? ¿Cuando “volvió en sí en la provincia apartada” o cuando el padre se echó sobre su cuello, y entró en la casa paterna? ¿No es evidente que sólo la gracia, que nos eleva a las mayores alturas de la comunión con Dios, es capaz de conducirnos a las más grandes profundidades de una verdadera humildad? Sin ninguna duda. La humildad que procede del perdón de nuestros pecados será siempre más profunda que aquella que procede del descubrimiento de estos pecados. La primera nos pone en relación con Dios; la segunda se relaciona con el . Para ser verdaderamente humilde es preciso andar con Dios, con el conocimiento y el poder de la relación en que nos ha colocado. Nos ha hecho hijos suyos, y siempre que andemos como tales, seremos verdaderamente humildes.
La cena del Señor
Antes de dejar esta parte de nuestro tema, deseamos hacer notar algo respecto a la cena del Señor, ya que, siendo un acto importante de la comunión de la Iglesia, puede considerarse en relación con la doctrina del sacrificio de paz. La celebración inteligente de la cena dependerá siempre del conocimiento de su carácter puramente eucarístico o de acción de gracias. Es muy especialmente una fiesta de acción de gracias, de acción de gracias por una redención cumplida. “La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo?” (1.ª Corintios 10:16). Por lo tanto, una alma encorvada bajo la pesada carga del pecado no puede, con inteligencia espiritual, celebrar la cena del Señor, puesto que este hecho expresa el alejamiento completo del pecado por la muerte de Cristo: “la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga” (1.ª Corintios 11:26). La muerte de Cristo es, para la fe, el fin de todo lo que pertenecía a nuestro estado en la vieja creación; luego, ya que la cena “anuncia” esta muerte, debe ser considerada como el monumento de ese hecho glorioso, es decir, de que la carga del pecado del creyente fue llevada por Aquel que la quitó para siempre. Declara que la cadena de nuestros pecados, que una vez nos tuvo atados, fue rota para siempre por la muerte de Cristo y no podrá nunca más atarnos de nuevo. Nos reunimos alrededor de la mesa del Señor con toda la alegría propia de vencedores. Miramos atrás a la cruz, donde se libró y se ganó la batalla; y miramos adelante, a la gloria, donde entraremos en los completos y eternos resultados de la victoria.
Es verdad que tenemos levadura en nosotros, pero no tenemos ninguna mancha sobre nosotros. No debemos fijar nuestras miradas en nuestros pecados, sino en Aquel que los llevó en la cruz y que los quitó para siempre. No debemos “engañarnos a nosotros mismos” con el vano pensamiento de que “no tenemos pecado” en nosotros, pero tampoco debemos negar la verdad de la Palabra de Dios y la eficacia de la sangre de Cristo, rehusando regocijarnos con la preciosa verdad de que no tenemos pecado sobre nosotros, porque “la sangre de Jesucristo su Hijo, nos limpia de todo pecado”. Es verdaderamente deplorable ver qué sombría nube cubre la mesa del Señor a juicio de muchos cristianos de profesión. Este hecho, así como muchos otros, muestra a qué grado de ignorancia se puede llegar respecto a las verdades más elementales del Evangelio. Sabemos, en efecto, que, cuando la cena se toma por una razón cualquiera que no sea el conocimiento de la salvación, de la alegría del perdón, del sentimiento de la liberación, el alma se envuelve en nubes más y más espesas. Lo que es un memorial de Cristo se emplea para dejarle a un lado. Lo que recuerda una redención cumplida se emplea como medio para llegar a ella. Así es cómo se abusa de las ordenanzas y cómo las almas son sumergidas en las tinieblas, la confusión y el error.
El valor de la sangre de Cristo
¡Cuán diferente de esto es la bella ordenanza del sacrificio de paz! Esta última, considerada en su significación típica, nos muestra que, desde el momento en que la sangre era derramada, Dios y el adorador podían alimentarse juntos en feliz y apacible comunión. No era menester más para esta comunión. La paz estaba establecida por la sangre, y sobre esta base descansaba la comunión. Una sola duda sobre el establecimiento de la paz será el golpe mortal para la comunión. Si nos ocupamos en vanos esfuerzos para hacer la paz con Dios, estaremos totalmente ajenos a la comunión y al culto. Si la sangre del sacrificio de paz no ha sido derramada, es imposible que podamos alimentarnos con “el pecho que se mece” o con “la espaldilla elevada”. Por otra parte, si la sangre ha sido derramada, entonces la paz ya está hecha, Dios mismo la hizo; para la fe, esto es bastante, y, por consiguiente, por la fe tenemos comunión con Dios, con el conocimiento y el gozo de una redención cumplida. Gustamos la dulzura del gozo mismo de Dios en lo que Él obró. Nos alimentamos de Cristo con toda la plenitud y toda la felicidad de la presencia de Dios.
El culto
Este último punto está unido a otra verdad importante indicada en “la ley del sacrificio de paz”, y éste depende de aquél: “Y la carne del sacrificio de paz en acción de gracias se comerá en el día que fuere ofrecida; no dejarán de ella nada para otro día”. Es decir, que la comunión del adorador no debe separarse nunca del sacrificio sobre el cual se funda esta comunión. Mientras se tenga la energía espiritual necesaria para mantener esta relación, el culto y la comunión subsistirán agradables y aceptables; pero no por más tiempo. Nosotros debemos estar junto al sacrificio con el espíritu de nuestro entendimiento, con el afecto de nuestros corazones y con la experiencia de nuestras almas. Esto es lo que dará poder y duración a nuestro culto. Puede ser que empecemos cualquier acto del culto con el corazón completamente ocupado en Cristo, y puede ser que antes de terminar estemos ocupados en lo que hacemos o decimos, o en las personas que nos escuchan; y de este modo caemos en lo que puede llamarse “la iniquidad de las cosas santas” (Éxodo 28:28 - V.M.). Esto es muy solemne y debería hacernos estar muy vigilantes. Podemos empezar nuestro culto bajo la dirección del Espíritu y terminarlo guiados por la carne. Deberíamos estar siempre atentos para no continuar ni por un instante más allá de la energía del Espíritu para el momento que transcurre; pues el Espíritu siempre nos mantendrá ocupados en considerar a Cristo. Si el Espíritu Santo nos inspira “cinco palabras” de adoración o de acción de gracias, pronunciemos estas cinco palabras y callémonos. Si continuamos, comemos la carne de nuestro sacrificio después del tiempo fijado, y, en lugar de ser “aceptado”, es en realidad “una abominación”. Acordémonos de esto y seamos vigilantes. Que esto, no obstante, no nos alarme; Dios quiere que seamos conducidos por el Espíritu, y así, llenos de Cristo en todo nuestro culto. Él no puede aceptar más que lo que es divino, y por ello no quiere que le presentemos más que lo que es divino.
“Mas si el sacrificio de su ofrenda fuere voto, o voluntario, será comido en el día que ofreciere su sacrificio, y lo que de él quedare, lo comerán al día siguiente” (cap. 7:16). Cuando el alma se eleva a Dios en un acto de culto voluntario, tal culto proviene de una más abundante cantidad de energía espiritual que cuando procede simplemente de alguna gracia particular recibida en el momento mismo. Si se ha recibido algún favor especial de la mano del Señor, al instante el alma se elevará en acción de gracias. En este caso, el culto es suscitado por esta gracia y está ligado a esta gracia, cualquiera que sea, y no va más lejos. Pero cuando el corazón es llevado por el Espíritu Santo a cualquier expresión voluntaria o deliberada de alabanza, el culto tendrá un carácter más duradero; en todos los casos, el culto espiritual se unirá siempre al precioso sacrificio de Cristo.
“Y lo que quedare de la carne del sacrificio hasta el tercer día, será quemado en el fuego. Si se comiere de la carne del sacrificio de paz al tercer día, el que lo ofreciere no será acepto, ni le será contado; abominación será, y la persona que de él comiere, llevará su pecado” (v. 17-18). Nada tiene valor a los ojos de Dios, salvo lo que está íntimamente unido a Cristo. Mucho de lo que tiene apariencia de culto no es más que la excitación y la expresión de sentimientos naturales. Puede haber una gran devoción aparente que no sea, en el fondo, más que pietismo carnal. La carne puede excitarse, religiosamente hablando, por diversas causas, tales como la pompa y el esplendor de las ceremonias, por los cánticos y las actitudes, los ropajes y las ricas vestiduras, por una liturgia elocuente y por los variados atractivos de un espléndido ritual y, con todo, puede haber una total ausencia de culto espiritual. Sucede bastante a menudo que los mismos gustos, excitados y satisfechos por las formas pomposas de un culto supuestamente religioso, encontrarían un alimento más conveniente aun en la ópera o en los conciertos.
Aquellos que desean recordar que “Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren” (Juan 4:24), deben ponerse en guardia contra esto. Lo que se llama religión se reviste, en nuestros días, de los más poderosos atractivos. Rechaza las tosquedades de la Edad Media y llama en su ayuda a todos los recursos de un gusto depurado, de un siglo culto e ilustrado. La escultura, la música y la pintura vierten sus ricos tesoros en su seno, para que pueda preparar por tales medios un poderoso narcótico que arrulle a las multitudes ignorantes en un sopor que no será interrumpido más que por los indecibles horrores de la muerte, del juicio y del lago de fuego. También esta religión puede decir: “Sacrificios de paz había prometido, hoy he pagado mis votos…; he adornado mi cama con colchas recamadas con cordoncillo de Egipto; he perfumado mi cámara con mirra, áloes y canela” (Proverbios 7:14, 16). Así es cómo una religión corruptora atrae, por su poderosa influencia, a los que no quieren escuchar la voz celeste de la Sabiduría.
Lector, cuídese de todas estas cosas, vele sobre esto, para que su culto esté inseparablemente unido a la obra de la cruz; vele para que Cristo sea el fundamento, Cristo el canal, y el Espíritu Santo el poder de su culto. Cuídese de que sus actos exteriores de culto se extiendan más allá de este poder interior. Es necesaria mucha vigilancia para evitar este mal. Sus manejos secretos son de los más difíciles de descubrir y de combatir. Podemos empezar un himno con verdadero espíritu de culto y, por debilidad espiritual, antes de llegar al final podemos caer en el mal que responde al acto ceremonial de comer, al tercer día, la carne del sacrificio de paz. Nuestra única salvaguardia es estar junto a Jesús. Si elevamos nuestros corazones en “acciones de gracias” por algún favor especial, hagámoslo por el poder del nombre y del sacrificio de Cristo. Si nuestras almas se derraman en adoración “voluntaria”, que sea por la energía del Espíritu Santo. De este modo, nuestro culto tendrá esa frescura, ese perfume, esa profundidad, esa altura moral que deben resultar del hecho de tener al Padre por objeto, al Hijo por base y al Espíritu Santo por poder del culto.
¡Que sea así, oh Señor, en todos los que te adoran, hasta que nos encontremos, en espíritu, alma y cuerpo con seguridad en tu eterna presencia, fuera del alcance de toda acción perniciosa del falso culto y de la religión corrompida, y también fuera del alcance de los diferentes impedimentos que provienen de estos cuerpos de pecado y de muerte que llevamos en nosotros!
* * * * * * *
Nota.— Debe observarse que, aunque el sacrificio de paz esté colocado en tercer lugar, la ley respectiva nos es dada después de todas las otras. Esta circunstancia no es insignificante. En ninguna de las ofrendas la comunión del adorador está tan plenamente desarrollada como en el sacrificio de paz. En el holocausto, hallamos a Cristo ofreciéndose a sí mismo a Dios. En la ofrenda de presente, tenemos la perfecta humanidad de Cristo. Después, pasando al sacrificio por el pecado, vemos que responde perfectamente al pecado en su raíz. En el sacrificio por la culpa se encuentra una respuesta plena y completa para todos los actuales pecados de la vida. Pero la doctrina de la comunión del adorador no está desarrollada en ninguna de estas ofrendas. Era en el “sacrificio de paz” donde debía hacerse, y esto explica, según creemos, el lugar que ocupa la ley de este sacrificio. Viene al final de todas las demás, enseñándonos así que, cuando se trata de que el alma se alimente de Cristo, es necesario que éste sea un Cristo completo, considerado en todas las fases posibles de su vida, de su carácter, de su persona, de su obra, de sus oficios. Además, que, cuando hayamos acabado para siempre con el pecado y los pecados, haremos nuestras delicias de Cristo y nos alimentaremos de él durante toda la eternidad. Nos parece que nuestro estudio de los sacrificios sería incompleto si omitiésemos una circunstancia tan digna de notarse como ésta. Si la “ley del sacrificio de paz” estuviera dada en el orden en que se presenta el sacrificio mismo, vendría inmediatamente después de la ley de la ofrenda vegetal; pero, en lugar de esto, la ley de “la expiación” y del “sacrificio por la culpa” vienen primeramente; luego la “ley del sacrificio de paz” completa el conjunto.
CAPÍTULO 4-5:13.
SACRIFICIOS QUE NO SON DE OLOR GRATO
Sacrificio por el pecado. La sangre de la víctima
Después de haber considerado las ofrendas de “olor grato”, llegamos ahora a los “sacrificios expiatorios”. Se dividían en dos clases, a saber: sacrificios por el pecado y sacrificios por la culpa. En los primeros había tres grados: primeramente, la ofrenda por el “sacerdote ungido” y la ofrenda por “toda la congregación”. Estas dos ofrendas eran semejantes en sus ritos y ceremonias (comp. v. 3-12 con los v. 13-21). El resultado era el mismo, ya fuese el representante de la congregación o la congregación misma los que hubiesen pecado. En uno y otro caso estaban implicadas tres cosas: el santuario de Dios en medio del pueblo, la adoración de la congregación y la conciencia individual. Luego, como las tres cosas dependían de la sangre, vemos que en el primer grado de la expiación se hacían tres cosas con la sangre. Se hacía aspersión “siete veces delante de Jehová, hacia el velo del santuario” (v. 6). Esto garantizaba las relaciones de Jehová con el pueblo y su morada en medio de ellos. A continuación leemos: “Y el sacerdote pondrá de esa sangre sobre los cuernos del altar del incienso aromático, que está en el tabernáculo de reunión delante de Jehová” (v. 7). Esto garantizaba el culto de la congregación. Al poner la sangre sobre “el altar de oro”, la verdadera base del culto estaba amparada, de forma que la llama del incienso y su suave olor podían subir continuamente. Finalmente, “echará el resto de la sangre del becerro al pie del altar del holocausto, que está a la puerta del tabernáculo de reunión” (v. 7). Aquí encontramos lo que responde plenamente a las exigencias de la conciencia individual, pues el altar de bronce era el lugar al que todos tenían acceso. Era el lugar donde Dios encontraba al pecador.
En los otros dos casos, por “un jefe” o por “alguna persona del pueblo”, no era más que una cuestión de conciencia individual; por ello no se hacía más que una cosa con la sangre: era enteramente derramada “al pie del altar del holocausto” (comp. v. 7 con los v. 25-30). Hay en todo esto una precisión divina que requiere toda la atención del lector, si desea comprender bien los maravillosos detalles de este tipo. (Nota [8])
El efecto del pecado individual no podía extenderse más allá de la conciencia del individuo. El pecado de un “jefe” o de alguno “del pueblo” no podía tener influencia sobre “el altar del incienso aromático”, lugar de adoración del sacerdote. No podía llegar tampoco hasta “el velo del santuario”, límite sagrado de la habitación de Dios en medio de su pueblo. Es necesario que esto sea bien considerado. Nunca se debe suscitar la cuestión de nuestros pecados o faltas en el lugar del culto o en la asamblea. Es preciso arreglarlo con Dios allí donde cada uno puede acercarse a él personalmente. Muchos se equivocan a este respecto. Concurren a la congregación o al lugar ostensible del culto sacerdotal con su conciencia manchada, y así debilitan a toda la congregación y turban el culto. Se debería prestar a esto una gran atención y guardarse cuidadosamente de ello. Tenemos necesidad de una gran vigilancia a fin de que nuestra conciencia pueda estar siempre en la luz. Y cuando tropecemos, como desgraciadamente nos ocurre en muchas cosas, pongamos en seguida el asunto en orden ante Dios, en lo secreto, a fin de que la verdadera adoración y posición de la asamblea puedan conservarse plena y claramente ante el alma.
El pecado por yerro (o ignorancia)
Después de haber expuesto así lo que concierne a los tres grados de la expiación, examinemos en detalle los principios comprendidos en el primero. Al hacerlo, podremos formarnos, en alguna medida, una justa idea de los principios de todos los demás. Sin embargo, antes de empezar este examen deseamos llamar la atención del lector sobre un punto muy esencial, indicado en el versículo segundo del capítulo cuarto. Está contenido en esta expresión: “Cuando alguna persona pecare por yerro”. Esto nos presenta una verdad de las más preciosas, en relación con la expiación hecha por el Señor Jesucristo. Al considerar esta expiación, vemos en ella infinitamente más que la simple satisfacción de las exigencias de la conciencia, aunque esta conciencia hubiera alcanzado el más alto grado de una extrema sensibilidad. Nosotros tenemos el privilegio de ver en ella lo que ha satisfecho plenamente todos los derechos de la santidad divina, de la justicia divina y de la majestad divina. La santidad de la morada de Dios y el fundamento de su relación con su pueblo, nunca habrían podido ser reglamentadas según la medida de la conciencia del hombre, por elevada que ésta pudiera ser. Hay muchas cosas que la conciencia humana omitiría, muchas cosas que podrían escapar al conocimiento del hombre, muchas cosas que su corazón podría estimar lícitas, pero que Dios no podría tolerar, y que, por consiguiente, llegarían a interponerse entre el hombre y Dios, para impedirle aproximarse a Él y rendirle culto. Por eso, si la expiación de Cristo no se aplicase más que a los pecados que el hombre puede discernir y reconocer, nos encontraríamos muy alejados del verdadero fundamento de la paz. Tenemos necesidad de comprender que el pecado ha sido expiado según la justicia de Dios, que los derechos de su trono han sido perfectamente satisfechos, que el pecado —visto a la luz de su inflexible santidad— ha sido divinamente juzgado. Esto es lo que da al alma una paz duradera. Por los pecados debidos al error o a la ignorancia del creyente ha sido hecha una expiación igual que la necesaria por sus pecados conocidos. El sacrificio de Cristo es la base de sus relaciones y de su comunión con Dios, según la apreciación que a Dios le merece ese sacrificio.
El claro conocimiento de esto tiene un inmenso valor. Hasta que no se haya comprendido bien este aspecto de la expiación, no puede haber verdadera paz y no se captará bien la extensión y la plenitud de la obra de Cristo, ni la verdadera naturaleza de las relaciones que se relacionan con ella. Dios sabía lo que tenía que hacer para que el hombre pudiera estar en su presencia sin temor y la ha provisto perfectamente por la obra de la cruz. Nunca habría podido haber comunión entre Dios y el hombre si Dios no hubiera acabado con el pecado a su manera, pues aunque la conciencia del hombre se hubiera sentido satisfecha, siempre cabría esta pregunta: «¿Está Dios satisfecho?». Y si esta pregunta no se hubiera podido contestar afirmativamente, la comunión nunca habría existido. (Nota [9]) El corazón se diría sin cesar que, en los detalles de la vida, se manifiestan ciertas cosas que la santidad divina no podría tolerar. Puede ser, por cierto, que hagamos estas cosas “por yerro”, pero ello no cambiaría en nada su carácter ante Dios, ya que todo le es conocido. Habría, pues, dudas, aprensiones y temores continuos. A todas estas cosas responde divinamente el hecho de que el pecado ha sido expiado no según nuestra ignorancia, sino conforme a la sabiduría de Dios. Esta seguridad da gran descanso al alma y a la conciencia. Todas las exigencias de Dios a nuestro respecto han sido satisfechas por su obra. Él mismo halló el remedio y, por lo tanto, cuanto más delicada se hace la conciencia del cristiano, bajo la acción de la Palabra y del Espíritu de Dios, mejor comprende todo lo que moralmente conviene al santuario; cuanto más sensible se vuelve acerca de todo lo que es incompatible con la presencia divina, mejor capta, con mucho más claridad, profundidad y fuerza, el valor infinito de ese sacrificio por el pecado, el que no solamente sobrepasa los límites de la conciencia humana, sino que incluso responde con perfección absoluta a todas las exigencias de la santidad divina.
Exigencia de la santidad divina e ignorancia del creyente
Nada podría demostrar más evidentemente la incapacidad del hombre para discutir acerca del pecado que el hecho de existir “pecados por ignorancia”. ¿Cómo podría argumentar respecto de lo que no conoce? ¿Cómo podría disponer, a su voluntad, de lo que ni siquiera ha entrado nunca en los límites de su conciencia? Imposible. La ignorancia en que el hombre está acerca del pecado, prueba su incapacidad total para deshacerse de él. Si no lo conoce ¿qué puede hacer a su respecto? Nada. Es tan débil como ignorante. Y eso no es todo. El hecho de que haya “pecado de ignorancia” demuestra muy claramente la incertidumbre que debe acompañar a todo ensayo de solución de la cuestión del pecado, el cual jamás podría aplicarse a nociones más elevadas que las que pueden resultar de la conciencia humana más delicada. Nunca puede haber paz duradera sobre esta base. Quedará siempre la penosa impresión de que, por encima de todo, el mal subsiste. Si el corazón no es conducido a un estado de reposo permanente por el testimonio de la Escritura en cuanto a que los derechos inflexibles de la justicia divina han sido satisfechos, tendrá necesariamente un sentimiento de malestar, y todo sentimiento de este género es un obstáculo en nuestro culto, en nuestra comunión y en nuestro testimonio. Si estoy inquieto en cuanto a la solución de este asunto del pecado, no puedo tributar culto, no puedo gozar de la comunión con Dios ni con su pueblo, ni puedo tampoco ser un inteligente o bendecido testigo de Cristo. Es preciso que el corazón esté tranquilo delante de Dios, en cuanto a la perfecta remisión de los pecados, antes de que podamos “adorarle en espíritu y en verdad”. Si el sentimiento de la culpabilidad pesa sobre la conciencia, habrá terror en el corazón y, seguramente, un corazón aterrado no puede ser un corazón feliz y adorador. Solamente de un corazón lleno de ese dulce y santo reposo que proporciona la sangre de Cristo, puede subir hasta el Padre un culto verdadero y aceptable. El mismo principio se aplica a nuestra comunión con el pueblo de Dios, a nuestro servicio y a nuestro testimonio entre los hombres. Todo debe descansar sobre el fundamento de una paz bien establecida, y esta paz descansa sobre el fundamento de una conciencia perfectamente purificada, y esta conciencia purificada descansa sobre la base de la perfecta remisión de todos nuestros pecados, sean conocidos o ignorados.
Comparación entre el holocausto y la expiación
Vamos ahora a comparar el sacrificio por el pecado con el holocausto, lo cual nos ofrecerá dos aspectos muy diferentes de Cristo; pero, a pesar de esta diferencia, es un solo y mismo Cristo; por esto, en uno y otro caso, el sacrificio era “sin defecto”. Esto es fácil de comprender. Bajo cualquier aspecto que contemplemos a nuestro Señor Jesucristo, es siempre el mismo Ser perfecto, puro, santo y sin mancha. Es verdad que, en su abundante gracia, tuvo a bien cargar sobre sí el pecado de su pueblo, pero aun entonces era un Cristo perfecto y sin mancha; y se necesitaría nada menos que una impiedad diabólica para valerse de la profundidad de su humillación a fin de empañar la gloria personal de Aquel que así se humilló. La excelencia esencial, la pureza inalterable y la divina gloria de nuestro muy amado Señor aparecen con igual fuerza tanto en el sacrificio por el pecado como en el holocausto. En cualquier relación que se nos presente, cualquiera sea el oficio que él llene, en cualquier obra que cumpla, en cualquier posición que ocupe, sus glorias personales irradian todo su esplendor divino.
Esta verdad acerca de un solo y mismo Cristo, sea en la ofrenda para el holocausto, sea en el sacrificio por el pecado, se ve no sólo en el hecho de que en los dos casos la ofrenda era “sin defecto”, sino también en la “ley de la expiación”, en la que leemos: “Ésta es la ley del sacrificio expiatorio: en el lugar donde se degüella el holocausto, será degollada la ofrenda por el pecado delante de Jehová; es cosa santísima” (Levítico 6:25). Los dos tipos figuran un solo y gran Arquetipo, aunque lo presentan bajo muy diferentes aspectos de su obra. En el holocausto, Cristo responde a los afectos de Dios; en la ofrenda por el pecado responde a las profundas necesidades del hombre. El primero nos lo presenta como Aquel que cumple la voluntad de Dios, el segundo, como Aquel que lleva el pecado del hombre. En el primero vemos cuál es el valor del sacrificio, en el segundo cuál es la odiosidad del pecado. Con esto basta en cuanto a las dos ofrendas en general. Un examen minucioso de los detalles no hará más que confirmar esta aserción general.
Cuando consideramos el holocausto, vimos que era una ofrenda voluntaria; “de su voluntad lo ofrecerá”. (Nota [10]) Mas en la expiación no se trata de buen grado o voluntariamente.
Esto está en perfecto acuerdo con el objeto especial del Espíritu Santo en el holocausto, de representarle como ofrenda voluntaria. Era el alimento y la bebida de Cristo hacer la voluntad de Dios cualquiera que fuese. Nunca se le ocurrió preguntar qué ingredientes había en la copa que su Padre le ponía entre las manos. Le bastaba que el Padre la hubiera preparado. Tal era nuestro Señor Jesucristo como prefigurado por la ofrenda para el holocausto. Pero en la ofrenda por el pecado se desenvuelve otro conjunto de verdades. Este tipo nos presenta a Cristo, no como a Aquel que cumplió de buen grado la voluntad de Dios, sino como a Aquel que llevó la terrible carga del “pecado”, como a Aquel que sufrió todas sus espantosas consecuencias, entre las que, para él, la más terrible era que Dios le ocultase su rostro; por eso la expresión “voluntariamente” no estaría en armonía con el objetivo del Espíritu en el sacrificio por el pecado. Esta palabra estaría tan fuera de lugar en este tipo como está divinamente en su lugar en el holocausto. Su empleo y su omisión son igualmente divinos, y testifican, tanto el uno como la otra, la perfecta y divina precisión de los tipos del Levítico.
Este punto de contraste que acabamos de considerar, explica, o más bien armoniza, dos expresiones empleadas por nuestro Señor. En una ocasión dijo: “La copa que el Padre me ha dado ¿no la he de beber?” (Juan 18:11) y después: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa” (Mateo 26:39). La primera de estas expresiones era el perfecto cumplimiento de estas palabras con las cuales empezó su carrera: “El hacer, oh Dios, tu voluntad, me ha agradado” (Salmo 40:8; Hebreos 10:7); y, además, es la expresión de Cristo, como ofrenda para el holocausto. La segunda, al contrario, es la exclamación de Cristo cuando contempla lo que va a ser de él como sacrificio por el pecado. Más adelante veremos lo que era esta posición y lo que le esperaba al tomarla ; pero es interesante e instructivo encontrar toda la doctrina de estas dos ofrendas encerrada, en cierto modo, en el hecho de que una sola palabra sea puesta en una y omitida en la otra. Si en el holocausto vemos la perfecta sumisión con que Cristo se ofreció a sí mismo para cumplir la voluntad de Dios, en la ofrenda por el pecado vemos con qué profunda abnegación tomó sobre sí todas las consecuencias del pecado del hombre y cómo se identificó con el hombre tan distanciado de Dios. Se complacía en hacer la voluntad de Dios. Se estremeció ante la idea de perder, por un momento, la luz de su bendito rostro. Ninguna ofrenda, por sí sola, habría podido presentarle bajo estos dos aspectos. Nos era necesario un tipo que nos lo mostrase como el que se complace en hacer la voluntad de Dios, y nos hacía falta otro que nos lo mostrase como Aquel cuya santa naturaleza retrocedía ante las consecuencias del pecado imputado. Gracias a Dios, tenemos el uno y el otro en estas dos ofrendas. Por esto, cuanto más profundizamos en la sumisión del corazón de Cristo a Dios, mejor comprendemos su horror hacia el pecado y viceversa. Cada uno de estos tipos pone en relieve al otro, y el empleo de la palabra “voluntariamente” en uno, y no en el otro, fija el carácter principal de cada uno.
Mas tal vez se dirá: «¿No era la voluntad de Dios que Cristo se ofreciese a sí mismo en sacrificio por el pecado?». Y, si es así ¿cómo podía sentir la menor repugnancia en cumplir esta voluntad? Seguramente era según “determinado consejo... de Dios” (Hechos 2:23) que Cristo sufriera, y, además, era el gozo de Cristo hacer la voluntad de Dios. Pero ¿cómo debemos comprender la expresión: “Si es posible pase de mí esta copa”? ¿No es el clamor de Cristo? Y ¿no hay un tipo especial para aquel que lo lanzó? Ciertamente. Habría una gran laguna en los tipos de la economía mosaica si no hubiera uno que representara a nuestro Señor Jesucristo en la exacta actitud moral señalada por este clamor. El holocausto no nos lo presenta de esta manera; no hay una sola circunstancia referida a esta ofrenda que pueda corresponder a tal lenguaje. Sólo el sacrificio por el pecado ofrece la figura apropiada del Señor Jesucristo exhalando estos acentos de intensa agonía, porque sólo en ella encontramos las circunstancias que evocaron tales acentos de lo profundo de su alma sin mancha. La terrible sombra de la cruz, con su ignominia, su maldición y su exclusión de la luz del rostro de Dios, pasaba delante de su espíritu, y no podía ni aun contemplarla sin exclamar: “Si es posible, pase de mí esta copa”. Pero, apenas ha pronunciado estas palabras cuando su profunda sumisión se muestra en estas otras: “Pero no como yo quiero, sino como tú”. ¡Qué “copa” amarga la que pudo hacer salir de un corazón perfectamente sumiso las palabras: “Pase de mí”! ¡Qué perfecta sumisión cuando, en presencia de una copa tan amarga, el corazón podía exclamar “hágase tu voluntad”!
La imposición de las manos: identificación con la víctima
Vamos a considerar ahora el acto típico de la “imposición de las manos”. Este acto era común al holocausto y a la ofrenda por el pecado; pero, en el primero, identificaba a la persona que ofrecía el sacrificio con una ofrenda sin defecto; en el segundo, este acto implicaba la traslación del pecado de la persona oferente a la cabeza de la ofrenda. Así era en el tipo, y, cuando consideramos el Arquetipo, vemos una verdad de las más consoladoras y edificantes; verdad que, si fuese mejor comprendida y realizada, proporcionaría una paz mucho más constante que la que se goza generalmente.
¿Cuál es, pues, la doctrina expresada en el acto de imponer las manos? Es ésta: Cristo fue hecho pecado por nosotros, “para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2.ª Corintios 5:21). Tomó nuestro lugar con todas sus consecuencias, para que nosotros pudiéramos tener su lugar con todas las suyas. Fue tratado como pecado en la cruz para que nosotros pudiéramos ser tratados como justicia en presencia de la santidad infinita. Fue rechazado de la presencia de Dios porque, por imputación, tenía sobre sí el pecado, a fin de que nosotros pudiéramos ser recibidos en la casa de Dios y en su seno, porque, por imputación, tenemos una justicia perfecta. Tuvo que sufrir que Dios le ocultase su rostro a fin de que nosotros pudiéramos regocijarnos a la luz de esta faz. Tuvo que experimentar tres horas de tinieblas para que nosotros entrásemos en la luz eterna. Fue abandonado por Dios durante algún tiempo, a fin de que nosotros pudiéramos gozar de su presencia para siempre. Todo lo que nos correspondía, como pecadores perdidos, fue puesto sobre él para que todo lo que le correspondía, por haber cumplido la obra de la redención, pudiera ser nuestra parte. Todo estaba contra él cuando fue suspendido del madero maldito, para que nada pudiese estar contra nosotros. Él se identificaba con nosotros en la realidad de la muerte y del juicio, a fin de que nosotros pudiéramos ser identificados con él en la realidad de la vida y la justicia. Bebió la copa de la ira —la copa del terror— con el objeto de que nosotros pudiéramos beber la copa de la salvación, la copa de la gracia infinita. Fue tratado según nuestros méritos, para que nosotros fuéramos tratados según los suyos.
Tal es la maravillosa verdad ilustrada por el acto ceremonial de la imposición de las manos. Cuando el adorador ponía su mano sobre la cabeza de la víctima para el holocausto, ya no se trataba de lo que era o de lo que merecía; se trataba únicamente de lo que era la ofrenda a juicio de Jehová. Si la víctima era sin defecto, la persona que la ofrecía lo era también; si la víctima era aceptada, aquel que la ofrecía lo era también. Estaban perfectamente identificados. El acto de imponer las manos les hacía ser uno a los ojos de Dios. Él veía al oferente a través de la ofrenda. Así era en el holocausto, pero en el sacrificio por el pecado, cuando el oferente ponía la mano sobre la cabeza de la víctima, era asunto de la condición del oferente y lo que merecía. La víctima era tratada según los méritos del que la ofrecía. Estaban perfectamente identificados. El acto de imponer las manos les constituía uno a los ojos de Dios. En el sacrificio por el pecado se tenía que arreglar el asunto del pecado de aquel que lo ofrecía; en el holocausto, el que lo ofrecía era aceptado. Esto establecía una inmensa diferencia entre uno y otro. Por eso, aunque el acto de imponer las manos era común a los dos tipos, y aunque este acto expresaba lo mismo en los dos casos —a saber, la identificación— las consecuencias eran muy distintas. El justo tratado como el injusto, el injusto aceptado en el justo. “Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1 Pedro 3:18). He aquí la doctrina. Nuestros pecados llevaron a Cristo a la cruz, pero él nos lleva a Dios. Y si él nos lleva a Dios, es por su propia aceptación como resucitado de entre los muertos después de haber quitado nuestros pecados según la perfección de su obra. Él llevó nuestros pecados lejos del santuario de Dios, para poder acercarnos, introducirnos aun en el lugar santísimo, con toda seguridad de corazón, teniendo la conciencia purificada de toda mancha del pecado por su preciosa sangre.
Cuanto más comparemos todos los detalles de la ofrenda para el holocausto y de la ofrenda por el pecado, mejor comprenderemos la verdad de lo que hemos dicho más arriba respecto al acto de imponer las manos y a sus resultados en uno y otro caso. En el primer capítulo de este volumen, hemos señalado el hecho de que “los hijos de Aarón” se ven en el holocausto, pero no en la ofrenda por el pecado. Como sacerdotes, tenían el privilegio de estar alrededor del altar y de contemplar la llama de un sacrificio grato a Jehová que se elevaba hacia él. Pero en la ofrenda por el pecado se trataba primeramente del solemne juicio del pecado y no del culto o de la admiración de los sacerdotes, por lo cual los hijos de Aarón no aparecen en tal ceremonia. Como pecadores convictos, tenemos que ver con Cristo, Arquetipo del sacrificio por el pecado. Como sacerdotes que rinden culto, revestidos de las vestiduras de salvación, contemplamos a Cristo, Arquetipo del holocausto.
Además, nuestro lector observará que la víctima para el holocausto era “degollada”, mientras que la de la ofrenda por el pecado no lo era. La víctima para el holocausto era “dividida en sus piezas”, pero no lo era la de la ofrenda por el pecado. “Los intestinos y las piernas” del holocausto eran lavados con agua, cosa completamente omitida en la ofrenda por el pecado. Finalmente, el holocausto era quemado sobre el altar, pero el sacrificio por el pecado era quemado fuera del campamento. Estos puntos son otras tantas diferencias que provienen sencillamente del carácter distintivo de las ofrendas. Sabemos que en la Palabra de Dios no hay nada que no tenga una significación especial; y todo inteligente y atento lector de las Escrituras notará estas diferencias y, habiéndolas notado, naturalmente procurará comprender su verdadero alcance. Puede haber ignorancia de este alcance, pero no debería haber indiferencia a este respecto. Dejar a un lado un solo punto de las páginas inspiradas, en general, y en particular y sobre todo de las que estamos considerando, que son tan ricas en enseñanzas, sería deshonrar al divino Autor y privar a nuestras almas de un gran provecho espiritual. Deberíamos detenernos en los menores detalles, sea para adorar la sabiduría de Dios que allí se manifiesta, sea para confesar nuestra ignorancia al respecto y humillarnos por ella. Pasarlos por alto con un espíritu de indiferencia sería, en cierto modo, afirmar que el Espíritu Santo se tomó el trabajo de hacer escribir cosas que no encontramos dignas de intentar comprenderlas, y ningún cristiano recto osaría pensar tal cosa. Si el Espíritu Santo, al darnos la ley del sacrificio por el pecado omitió los ritos mencionados anteriormente, ritos que ocupan un lugar esencial en la ley del holocausto, seguramente debió de tener su razón para hacerlo, y debe de haber en ello una significación importante. Esto es lo que debemos tratar de comprender; y, sin duda, estas diferencias tienen un motivo especial que el pensamiento de Dios tenía en vista en cada ofrenda. El sacrificio por el pecado muestra el aspecto de la obra de Cristo en el cual se le ve tomando judicialmente el lugar que moralmente nos correspondía. Por esta razón no podemos esperar que encontraremos allí la expresión intensa de lo que él era, en todos los motivos secretos que le hacían obrar, simbolizada en el acto típico de “degollar”. Tampoco podía haber allí una amplia exposición de lo que él era, no sólo en todo su Ser, sino incluso en los menores rasgos de su carácter, lo que se ve en el acto de “dividir sus piezas”. Y finalmente, no podía haber allí una manifestación de lo que él era en persona, en la práctica e intrínsecamente, representada por el muy significativo acto de “lavar con agua los intestinos y las piernas”.
Todas estas cosas pertenecen a la fase holocáustica de nuestro muy amado Señor, y solamente a ella, porque allí le vemos ofreciéndose a sí mismo a la mirada, al corazón y en el altar de Jehová, sin que se trate de la imputación del pecado, de ira o de juicio. En la ofrenda por el pecado, por el contrario, en lugar de haber, como idea preeminente, lo que Cristo es, encontramos lo que es el pecado. En lugar del valor de Jesucristo, se encuentra la odiosidad del pecado. En el holocausto, como es Cristo mismo quien se ofrece a Dios y es aceptado, encontramos todo lo necesario para manifestar lo que él era en todos sus aspectos. En el sacrificio por el pecado, como él es el pecado, juzgado por Dios, encontramos precisamente todo lo contrario. Todo esto es tan sencillo que no exige ningún esfuerzo intelectual para comprenderlo. Deriva naturalmente del carácter distintivo del tipo.
La grosura de la víctima, imagen de la excelencia de Cristo en su muerte por el pecado
Sin embargo, aunque el objeto principal de la expiación sea prefigurar lo que Cristo fue hecho por nosotros, y no lo que era en sí mismo, hay, no obstante, un rito que se refiere a este tipo, el cual representa de la manera más expresiva cuán agradable era él personalmente para Dios. Este rito está indicado por las palabras siguientes: “Y tomará del becerro para la expiación toda su grosura, la que cubre los intestinos, y la que está sobre las entrañas, los dos riñones, la grosura que está sobre ellos, y la que está sobre los ijares; y con los riñones quitará la grosura de sobre el hígado, de la manera que se quita del buey del sacrificio de paz; y el sacerdote la hará arder sobre el altar del holocausto” (cap. 4:8-10). Así la excelencia intrínseca de Cristo no es omitida, ni aun en el sacrificio por el pecado. La grosura quemada sobre el altar es la justa expresión de la divina apreciación del valor de Cristo, cualquiera fuese la actitud que en su perfecta gracia tomase por nosotros, o en nuestro lugar; fue hecho pecado por nosotros, y el sacrificio por el pecado es el tipo divino que le representa bajo este aspecto. Como quien era hecho pecado era el Señor Jesucristo, el Elegido de Dios, su santo Hijo, perfectamente puro y eterno, la grosura del sacrificio por el pecado era quemada sobre el altar como materia apropiada para ese fuego que simbolizaba tan bien la santidad divina.
Pero, incluso a este respecto, vemos qué contraste hay entre el sacrificio por el pecado y el holocausto. En este último se quemaba sobre el altar no sólo la grosura, sino la víctima entera, porque representaba a Cristo sin relación alguna con el pecado. En el primero, sólo la grosura debía quemarse sobre el altar, porque se trataba de llevar el pecado, aunque Cristo fuera el portador. Las glorias divinas de la Persona de Cristo brillan aun en medio de las sombras más negras de aquel madero al cual consintió ser clavado, hecho maldición por nosotros. La odiosidad del pecado, al cual, en el ejercicio de su amor divino, asoció su persona bendita en la cruz, no podía impedir que el agradable olor de sus méritos subiera hasta el trono de Dios. Así se nos manifiesta el profundo misterio de la faz de Dios oculta a Cristo hecho pecado, y del corazón de Dios gozándose de lo que Cristo era en sí mismo. Esto es lo que da un especial encanto al sacrificio por el pecado. El resplandor de los vivos rayos de la gloria personal de Cristo en medio de las lúgubres tinieblas del Calvario; su valor personal resurgiendo de las mayores profundidades de su humillación; las delicias de Dios en Aquel de quien debía ocultar su rostro en virtud de su inflexible justicia y su santidad; todo esto es expresado por el hecho de quemar sobre el altar la grosura del sacrificio por el pecado.
El cuerpo de la víctima es quemado fuera del campamento
Como hemos indicado en primer lugar lo que se hacía con la sangre y también lo que se hacía con la grosura, vamos ahora a considerar lo que se hacía con la carne. “Y la piel del becerro y toda su carne… todo el becerro sacará fuera del campamento a un lugar limpio, donde se echan las cenizas, y lo quemará al fuego sobre la leña; en donde se echan las cenizas será quemado” (v. 11, 12). En este hecho tenemos el rasgo principal del sacrificio por el pecado; lo que lo distingue a la vez del holocausto y del sacrificio de paz. Su carne no era quemada sobre el altar, como en el holocausto, ni comida por el sacerdote o el adorador, como en el sacrificio de paz. Era quemada enteramente fuera del campamento. (Nota [11]) “Mas no se comerá ninguna ofrenda de cuya sangre se metiere en el tabernáculo de reunión para hacer expiación en el santuario; al fuego será quemada” (Levítico 6:30). “Porque los cuerpos de aquellos animales cuya sangre a causa del pecado es introducida en el santuario por el sumo sacerdote, son quemados fuera del campamento. Por lo cual también Jesús, para santificar al pueblo mediante su propia sangre, padeció fuera de la puerta” (Hebreos 13:11-12).
Aplicación práctica para el culto
Al comparar lo que se hacía con la sangre y lo que se hacía con la carne o con el cuerpo de la víctima, dos órdenes de verdades se presentan a nuestros ojos, a saber: el culto y el estado del discípulo. La sangre metida en el santuario es el fundamento del primero. El cuerpo quemado fuera del campamento es la base del segundo. Antes de que podamos rendir culto con paz de conciencia y libertad de corazón, es preciso que sepamos, según la autoridad de la Palabra y por el poder del Espíritu, que la cuestión del pecado ha sido resuelta para siempre por la sangre del divino sacrificio por el pecado; que esta sangre ha sido rociada en perfección ante el Eterno; que todas las exigencias de Dios y todas nuestras necesidades, como pecadores perdidos y culpables, han sido satisfechas para siempre. Esto es lo que da una paz perfecta, y con el gozo de esta paz rendimos culto a Dios. Cuando un israelita de entonces había ofrecido el sacrificio por el pecado, su conciencia reposaba, ya que su sacrificio era capaz de dar reposo. Es verdad que no era más que una paz temporal, puesto que era el fruto de un sacrificio temporal. Pero es claro que, cualquiera fuese el género de paz que el sacrificio proporcionase, aquel que lo ofrecía podía gozar de ella. Por consiguiente, siendo nuestro sacrificio divino y eterno, también nuestra paz es divina y eterna. Así como es el sacrificio, tal es la paz de la cual él es fundamento. Un judío nunca tenía la conciencia purificada para siempre, porque no tenía un sacrificio eternamente eficaz. Podía, en cierto sentido, tener su conciencia purificada por un día, un mes o un año, pero no podía tener su conciencia purificada para siempre. “Pero estando ya presente Cristo, sumo sacerdote de los bienes venideros, por el más amplio y más perfecto tabernáculo, no hecho de manos, es decir, no de esta creación, y no por sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre, entró una sola vez en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención. Porque si la sangre de los toros y de los machos cabríos, y las cenizas de la becerra rociada a los inmundos, santifican para la purificación de la carne, ¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?” (Hebreos 9:11-14).
Aquí tenemos una presentación completa y explícita de la doctrina. La sangre de los toros y de los machos cabríos proporcionaba una redención temporaria; la sangre de Cristo proporciona una redención eterna. La primera purificaba exteriormente; la segunda interiormente. Aquélla purificaba la carne por un tiempo; ésta purifica la conciencia para siempre. Toda la cuestión depende no del carácter o la condición de aquel que ofrece, sino del valor del sacrificio. No se trata de saber si un cristiano es mejor que un judío, sino si la sangre de Cristo vale más que la de un toro. Seguramente vale más, infinitamente más. El Hijo de Dios comunica todo el valor de su divina persona al sacrificio que ha ofrecido, y si la sangre de un toro purificaba la carne por un año ¿“cuánto más” la sangre del Hijo de Dios purificará para siempre la conciencia? Si aquélla quitaba algunos pecados, ¿cuánto más ésta los quitará todos?
Ahora bien, ¿cómo era que el alma de un judío tenía paz durante algún tiempo, después que había ofrecido su sacrificio por el pecado? ¿Cómo sabía que el pecado especial, por el cual había presentado su sacrificio, estaba perdonado? Porque Dios había dicho: “Y será perdonado”. La paz de su alma, en cuanto a este pecado particular, reposaba en el testimonio del Dios de Israel y en la sangre de la víctima. Así es ahora; la paz del creyente, relativa a todo pecado, descansa en la autoridad de la Palabra de Dios y en “la preciosa sangre de Cristo”. Si un judío había pecado y descuidaba ofrecer su sacrificio por el pecado, era “cortado de entre su pueblo”; pero cuando tomaba su lugar como pecador, cuando ponía la mano sobre la cabeza de una víctima para expiación, entonces la víctima era «cortada» en su lugar, y él era librado conforme al valor del sacrificio. La víctima era tratada como merecía serlo el que la ofrecía; por consiguiente, si este último no hubiera sabido que su pecado le había sido perdonado, habría hecho a Dios mentiroso y tratado de inútil la sangre del sacrificio divinamente ordenado.
Y si esto era verdad para aquel que sólo podía descansar según el valor de la sangre de un macho cabrío, ¿“cuánto más” se aplica a aquel que puede reposar en la virtud de la preciosa sangre de Cristo? El creyente ve en Cristo al que ha sido juzgado por todos sus pecados; al que, colgado en la cruz, llevó todo el peso de sus pecados; a Aquel que, habiéndose hecho responsable de estos pecados, no podría estar allí donde está ahora si toda la cuestión del pecado no hubiera sido solucionada según los requisitos de la justicia infinita. Cristo tomó de tal manera el lugar del creyente en la cruz; éste estaba tan enteramente identificado con Él; todos los pecados del creyente le fueron entonces tan completamente imputados a Él, que toda culpabilidad del creyente, toda idea de ira o de juicio, a los que estaría expuesto, está eternamente hecha a un lado. Todo se solucionó en el madero entre la Justicia divina y la Víctima sin defecto. Y ahora, el creyente está tan absolutamente identificado con Cristo en el trono, como Cristo estuvo identificado con él en la cruz. La justicia ya no tiene ningún agravio que alegar contra el creyente, porque no tiene ningún agravio que alegar contra Cristo, ni ahora ni nunca jamás. Si una acusación pudiera ser válida contra el creyente, esto sería poner en duda la realidad de la identificación de Cristo con él en la cruz, y la perfección de la obra de Cristo en su favor. Si cuando el adorador de antaño volvía a su casa, después de haber ofrecido su sacrificio por el pecado, alguien le hubiera acusado del pecado por el cual había inmolado a su víctima ¿cuál habría sido su respuesta? Sencillamente ésta: «El pecado ha sido expiado con la sangre de la víctima, y Jehová ha pronunciado estas palabras: “Y será perdonado”». La víctima había muerto en su lugar y él vivía en lugar de la víctima.
Cristo, el Arquetipo
Tal era el tipo. En cuanto al Arquetipo, cuando la mirada de la fe reposa en Cristo como sacrificio por el pecado, ve en él a aquel que, habiendo tomado una perfecta vida humana, la entregó en la cruz porque el pecado, allí y entonces, le había sido imputado. Pero ve también en él a aquel que, teniendo en sí mismo el poder de la vida eterna y divina, sale de la tumba y ahora comunica su vida de resurrección, su vida divina y eterna, a todos los que creen en su nombre. El pecado es quitado, porque la vida a la que estaba unido fue quitada. Y ahora, en lugar de la vida a la cual estaba unido el pecado, todos los verdaderos creyentes poseen la vida a la cual está ligada la justicia. La cuestión de pecado jamás puede ser suscitada frente a la vida resucitada y victoriosa de Cristo, y ésta es la vida que poseen los creyentes. No hay otra vida. Fuera de ella, todo está muerto, porque fuera de ella todo está bajo el poder del pecado. “El que tiene al Hijo, tiene la vida” (1.ª Juan 5:12), y aquel que tiene la vida, tiene también la justicia. Las dos cosas son inseparables, porque Cristo es una y otra. Si el juicio y la muerte de Cristo en la cruz eran realidades, entonces la vida y la justicia del creyente son realidades. Si el pecado imputado era una realidad para Cristo, la justicia imputada es una realidad para el creyente. Son tan reales el uno como la otra, porque, si no fuera así, Cristo habría muerto en vano. El verdadero e inquebrantable fundamento de la paz es éste: las exigencias de la naturaleza de Dios, en cuanto al pecado, fueron perfectamente satisfechas. La muerte de nuestro Señor Jesucristo las satisfizo todas y las satisfizo para siempre. ¿Qué es lo que lo prueba, y de manera que tranquiliza la conciencia despertada? El gran hecho de la resurrección. Un Cristo resucitado proclama la entera liberación del creyente, su perfecta absolución de todo cargo posible. “El cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (Romanos 4:25). Un cristiano que no sabe que su pecado es quitado, y quitado para siempre, hace poco caso de la sangre de su divino sacrificio por el pecado. Niega u olvida que esa sangre ha tenido la perfecta presentación: la aspersión hecha con ella siete veces delante de Dios.
Nuestra posición como consecuencia de la obra de la cruz
Y ahora, antes de dejar este punto fundamental que acabamos de considerar, deseamos hacer un llamamiento formal al corazón y a la conciencia de nuestro lector. Querido amigo, ¿ha sido usted inducido a reposar sobre este santo y feliz fundamento? ¿Sabe que la cuestión de su pecado, y de sus pecados, ha sido resuelta para siempre? ¿Ha posado su mano, por la fe, sobre la cabeza de la víctima ofrecida por el pecado? ¿Ha visto la sangre expiatoria de Jesucristo quitar de sobre usted toda culpabilidad y arrojarla a las profundas aguas del olvido de Dios? La justicia divina ¿tiene aún algo en su contra? ¿Está libre de los indecibles tormentos de una conciencia culpable? No descanse, se lo ruego, hasta que pueda dar feliz respuesta a estas preguntas. Esté seguro de que es el dichoso privilegio del más débil de los hijos en Cristo el de regocijarse a causa de la plena y eterna remisión de sus pecados, a causa de una perfecta expiación y que, por consiguiente, el que enseña otra cosa rebaja el sacrificio de Cristo al nivel del de los “toros y de los machos cabríos”. Si no podemos saber que nuestros pecados han sido perdonados, ¿dónde está la buena nueva del Evangelio? El cristiano ¿no tiene ninguna ventaja sobre el judío, en cuanto a la expiación? Este último tenía el privilegio de saber que la propiciación estaba hecha para él, por un año, merced a la sangre de un sacrificio anual. El primero ¿no puede tener certidumbre alguna? Sin ninguna duda. Pues bien, si hay certidumbre para él, es preciso que sea eterna, puesto que descansa en un sacrificio eterno.
Esto, y sólo esto, es la base del culto. La perfecta seguridad de tener perdonado el pecado, produce, no un espíritu de confianza en sí mismo, sino un espíritu de alabanza, de acción de gracias y de adoración. Produce no un espíritu de satisfacción personal, sino de satisfacción en Cristo, el cual, gracias a Dios, es el espíritu que caracterizará a los rescatados durante toda la eternidad. Nos conduce, no a hacer poco caso del pecado, sino a hacer mucho caso de la gracia que lo ha perdonado perfectamente y de la sangre que lo ha anulado por completo. Es imposible que se pueda contemplar la cruz, que se pueda ver el lugar que Cristo tomó allí, meditar en los padecimientos que allí soportó, pensar en las tres terribles horas de tinieblas, y que se pueda, al mismo tiempo, mirar el pecado como algo de poca importancia. Cuando se han comprendido bien todas estas cosas, por el poder del Espíritu Santo, deben seguirse dos resultados, a saber: el horror hacia el pecado bajo todas sus formas, y un sincero amor por Cristo, por su pueblo y por su causa.
Salgamos a Él fuera del campamento
Consideremos ahora lo que se hacía de la “carne” o cuerpo de la víctima, en el cual encontramos, como ya lo hemos dicho, la verdadera base del discipulado. “Todo el becerro sacará fuera del campamento a un lugar limpio, donde se echan las cenizas, y lo quemará al fuego sobre la leña” (4:12). Este acto debe ser considerado bajo dos puntos de vista; primero, como expresando el lugar que nuestro Señor Jesucristo tomó por nosotros, llevando el pecado; y después, expresando el lugar donde fue echado por un mundo que lo había rechazado. Sobre este último punto queremos llamar la atención de nuestro lector.
La lección que el apóstol extrae en Hebreos 13, de que Cristo “padeció fuera de la puerta”, es profundamente práctica: “Salgamos, pues, a él fuera del campamento, llevando su vituperio” (v. 12-13). Así como los sufrimientos de Cristo nos han asegurado una entrada en el cielo, el lugar donde él padeció representa nuestro rechazamiento de la tierra. Su muerte nos ha proporcionado una ciudad en lo alto; el lugar donde murió nos priva de una ciudad aquí abajo. (Nota [12]) “Él padeció fuera de la puerta”, y por eso dejó a un lado a Jerusalén, como centro de las operaciones divinas. Ahora ya no hay un lugar consagrado en la tierra. Cristo ocupó su lugar como víctima, fuera de los límites de la religión de este mundo, de su política y de todo lo que le pertenece. El mundo le odió y le rechazó. Por eso dice la Escritura: “Salid”. Ésta es la divisa concerniente a todo lo que los hombres constituyen como “campamento”, cualquiera sea este campamento. Si los hombres erigen una «ciudad santa», usted debe buscar un Cristo desechado “fuera de la puerta”. Si los hombres forman un campamento religioso, cualquiera sea el nombre que se le quiera dar, usted debe “salir” de él a fin de encontrar un Cristo rechazado. Una ciega superstición puede excavar las ruinas de Jerusalén para buscar allí reliquias de Cristo. Ya lo ha hecho y lo hará todavía. Aparentará haber descubierto y honrará el lugar donde estuvo su cruz y su sepulcro. La codicia natural, también, aprovechándose de la superstición natural, ha hecho, durante siglos, un tráfico lucrativo con el astuto pretexto de honrar los llamados santos lugares de la antigüedad. Pero un solo rayo de luz de la divina lámpara de la Revelación bastará para hacerle ver a usted que es preciso “salir” de todo eso a fin de encontrar un Cristo desechado y gozar de la comunión con él.
Sin embargo, nuestro lector recordará que el grito tan impresionante de “salgamos” implica mucho más que el simple alejamiento de los groseros absurdos de una ignorante superstición o de las astucias de una sagaz codicia. Muchos pueden hablar con energía y elocuencia en contra de todas estas cosas, encontrándose, no obstante, muy lejos de estar dispuestos a obedecer el mandamiento del apóstol. Cuando los hombres forman un “campamento” y se reúnen alrededor de una bandera, teniendo por escudo de armas algún dogma verdadero e importante o alguna excelente institución, cuando pueden recurrir a un credo ortodoxo, a un plan de doctrina avanzado y luminoso, a un ritual espléndido, capaz de satisfacer las más ardientes aspiraciones de la devota naturaleza del hombre, cuando una o varias de estas cosas existen, es necesaria una gran inteligencia espiritual para discernir la fuerza real y la verdadera aplicación de esta palabra: “Salgamos”; y mucha energía y decisión espiritual para ajustarse a ella. No obstante, es necesario discernirla y ajustarse a ella, porque es absolutamente cierto que la atmósfera de un campamento (cualquiera sea su fundamento y su bandera) es contraria a la comunión personal con un Cristo desechado, y ninguna de las llamadas ventajas religiosas contrarrestará jamás la pérdida de esta comunión. Tenemos tendencia a caer en formas frías y estereotipadas. Siempre ha ocurrido así en la iglesia profesante. Estas formas pueden haber sido verdaderamente poderosas en el origen. Pueden haber resultado de positivas visitaciones del Espíritu de Dios. Lo peligroso es estereotipar la forma, cuando el Espíritu y la fuerza han desaparecido. Esto es, en principio, establecer un campamento. El sistema judío podía jactarse de un origen divino. Un judío podía enseñar con orgullo el templo con su pomposo sistema de culto, su sacerdocio, sus sacrificios, todos sus ornamentos y sus utensilios y probar que todo había sido ordenado por el Dios de Israel. Podía, como decimos, citar el capítulo y el versículo para todo lo que tenía relación con el sistema al cual estaba unido. ¿Cuál es el sistema de la antigüedad, de la Edad Media o de los tiempos modernos, que pueda presentar tan altas y tan poderosas pretensiones, o dirigirse al corazón con una autoridad tan imponente? Y, no obstante, la orden era de “salir”.
Es éste un asunto de los más solemnes. Nos concierne a todos, porque todos tenemos tendencia a deslizarnos de la comunión con un Cristo viviente a una rutina muerta. De ahí la fuerza moral de estas palabras: “Salgamos pues, a Él”. Esto no quiere decir: «Salgamos de un sistema para entrar en otro; dejemos ciertas opiniones para abrazar otras; dejemos tal sociedad para juntarnos a otra». No, sino salgamos, de todo lo que puede llamarse un campamento, “a Él”, quien “padeció fuera de la puerta”. El Señor Jesucristo está ahora tan fuera de la puerta como cuando padeció allí hace ya diecinueve siglos. ¿Por quién fue llevado fuera de la puerta? Por «el mundo religioso» de entonces; y el mundo religioso de entonces era, en espíritu y en principio, el mundo religioso de hoy. El mundo siempre es el mundo. “No hay nada nuevo debajo del sol”. Cristo y el mundo no son uno. El mundo se ha puesto el manto del cristianismo, pero sólo para que su odio contra Cristo pueda desenvolverse en formas más peligrosas por debajo. No nos engañemos a nosotros mismos. Si queremos andar con un Cristo desechado, es preciso que seamos un pueblo desechado. Si nuestro Señor “padeció fuera de la puerta” no podemos esperar reinar dentro de ella. Si seguimos sus pasos ¿adónde nos conducirán? Seguramente, no a las posiciones elevadas de este mundo sin Dios y sin Cristo.
Él es un Cristo menospreciado, un Cristo rechazado, un Cristo fuera del campamento. ¡Oh, salgamos, pues, a Él, querido lector cristiano, llevando su oprobio! No nos complazcamos con los rayos del favor de este mundo, ya que éste crucificó y siente siempre un odio implacable al Amado, al cual le debemos todo, aquí y en la eternidad, y quien nos ama con un amor al que las muchas aguas no podrán apagar. No sostengamos, ni directa ni indirectamente, lo que se cubre con el nombre sagrado de Cristo, pero que en realidad odia su persona, odia sus caminos, odia su verdad, odia la simple mención de su advenimiento. Seamos fieles a nuestro Señor ausente. Vivamos para Aquel que murió por nosotros. Si tenemos nuestras conciencias en paz por su sangre, que entonces los afectos de nuestros corazones se enlacen alrededor de su persona, de suerte que nuestra separación “del presente siglo malo” (Gálatas 1:4) no sea sólo el resultado de fríos principios, sino una separación afectiva, porque el objeto de nuestro afecto no se encuentra allí. ¡Quiera el Señor preservarnos de la influencia de este egoísmo consagrado y prudente, tan común hoy día, que no querría estar sin religión, pero que no por eso es menos enemigo de la cruz de Cristo! Lo que necesitamos, para poder resistir con éxito a esta terrible forma del mal, no son miras particulares, o principios especiales, o singulares teorías, o una fría ortodoxia intelectual. Lo que necesitamos es una profunda devoción a la Persona del Hijo de Dios; una entera y cordial consagración de nosotros mismos, cuerpo, alma y espíritu, a su servicio; un ardiente deseo de su gloriosa venida. Tales son, querido lector, las necesidades particulares de los tiempos en que vivimos. Únase, pues, a nosotros para exclamar desde lo más profundo de nuestros corazones: «¡Oh, Señor, vivifica tu obra, completa el número de tus elegidos, apresura tu reino! ¡Ven, Señor Jesús!».
C.H.M.
NOTA: Las notas completas de C.H.M. sobre el Levítico, así como los estudios completos de los cinco libros de Moisés, pueden obtenerse en español en la editorial EDICIONES BÍBLICAS
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